El alquimista



Éste libro relata la historia de un joven pastor andaluz que un día dejó su

rebaño de ovejas para emprender un viaje en el que aprendió a escuchar a su

corazón y descifrar un lenguaje que está más allá de las palabras.

Nos recuerda la incapacidad que las personas tienen para escoger su propio

destino. Nos habla de la leyenda personal que cada persona tiene. Vivir la

leyenda personal es la razón de vivir. Y cuando quieres algo, todo el Universo

conspira para que realices tu deseo, tu sueño.

El joven pastor viaja en busca de su tesoro escondido siguiendo las señales.

Dios escribió en el mundo el camino que cada hombre debe seguir. Sólo hay

que leer lo que Él escribió para cada uno de nosotros.

El Alquimista es comparado con otros libros conocidos como El Principito o

Juan Salvador Gaviota. Con este viaje por las arenas del desierto, Paulo

Coelho crea un símbolo hermoso y revelador de la vida, el hombre y sus

sueños.

Paulo Coelho

El alquimista

*

ePub r1.2

Piolin 26.09.13

Título original: O Alquimista

Paulo Coelho, 1988

Traducido por: Ana Belén Costas

Retoque de portada: Piolin

Editor digital: Piolin

Editor original: Fanhoe

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Para J.

Alquimista que conoce y utiliza

los secretos de la Gran Obra

Yendo ellos por el camino entraron en cierto pueblo. Y una mujer, llamada

Marta, los hospedó en su casa.

Tenía ella una hermana, llamada María, que se sentó a los pies del Señor y

permaneció allí escuchando sus enseñanzas.

Marta se agitaba de un lado a otro, ocupada en muchas tareas. Entonces se

aproximó a Jesús y le dijo:

—¡Señor! ¿No te importa que yo esté sirviendo sola? ¡Ordena a mi hermana

que venga a ayudarme!

Respondiole el Señor:

—¡Marta, Marta! Andas inquieta y te preocupas con muchas cosas.

María, en cambio, escogió la mejor parte, y ésta no le será arrebatada.

LUCAS, 10, 38-42

PREFACIO

Es importante advertir que El Alquimista es un libro simbólico, a diferencia de El

Peregrino de Compostela (Diario de un mago), que fue un trabajo descriptivo.

Durante once años de mi vida estudié Alquimia. La simple idea de transformar

metales en oro o de descubrir el Elixir de la Larga Vida ya era suficientemente

fascinante como para atraer a cualquiera que se iniciara en Magia. Confieso que el

Elixir de la Larga Vida me seducía más, pues antes de entender y sentir la presencia de

Dios, el pensamiento de que todo se acabaría un día me desesperaba. De manera que,

al enterarme de la posibilidad de conseguir un líquido capaz de prolongar muchos años

mi existencia, resolví dedicarme en cuerpo y alma a su fabricación.

Era una época de grandes cambios sociales (el comienzo de los años setenta) y en

Brasil no se encontraban aún publicaciones serias sobre Alquimia. Al igual que uno de

los personajes del libro, comencé a gastar el poco dinero que tenía en la compra de

libros importados y dedicaba muchas horas diarias al estudio de su complicada

simbología. Intenté ponerme en contacto con dos o tres personas en Río de Janeiro que

se dedicaban seriamente a la Gran Obra, y rehusaron recibirme. Conocí también a

muchas otras que se decían alquimistas, poseían sus laboratorios y prometían

enseñarme los secretos del Arte a cambio de verdaderas fortunas; hoy me doy cuenta

de que en realidad no sabían nada de lo que pretendían enseñarme.

A pesar de toda mi dedicación, los resultados eran absolutamente nulos. No

sucedía nada de lo que los manuales de Alquimia afirmaban en su complicado

lenguaje. Era un sinfín de símbolos, dragones, leones, soles, lunas y mercurios, y yo

siempre tenía la impresión de hallarme en el camino equivocado, porque el lenguaje

simbólico permite un gigantesco margen de error. En 1973, ya desesperado por la falta

de progresos, cometí una suprema irresponsabilidad. En aquella época yo estaba

contratado por la Secretaría de Educación del Mato Grosso para dar clases de teatro

en dicho estado, y decidí utilizar a mis alumnos en laboratorios teatrales cuyo tema era

la Tabla de la Esmeralda. Ésta actitud, unida a algunas incursiones mías en las áreas

pantanosas de la Magia, hizo que al año siguiente yo pudiera sentir en mi propia carne

la verdad del proverbio: «El que la hace la paga». Todo a mi alrededor se derrumbó

por completo.

Pasé los siguientes seis años de mi vida en una actitud bastante escéptica en

relación a todo lo que tuviese que ver con el área mística. En este exilio espiritual

aprendí muchas cosas importantes: que sólo aceptamos una verdad cuando previamente

la negamos desde el fondo del alma; que no debemos huir de nuestro propio destino, y

que la mano de Dios es infinitamente generosa, a pesar de Su rigor.

En 1981 conocí RAM, mi Maestro, que me reconduciría al camino que estaba

trazado para mí. Y mientras él me entrenaba en sus enseñanzas, volví a estudiar

Alquimia por cuenta propia. Cierta noche, mientras conversábamos después de una

extenuante sesión de telepatía, pregunté por qué el lenguaje de los alquimistas era tan

vago y complicado.

—Existen tres tipos de alquimistas —dijo mi Maestro—. Aquéllos que son

imprecisos porque no saben de lo que están hablando; aquellos que lo son porque

saben de lo que están hablando, pero también saben que el lenguaje de la Alquimia es

un lenguaje dirigido al corazón y no a la razón.

—¿Y cuál es el tercer tipo? —pregunté.

—Aquéllos que jamás oyeron hablar de Alquimia pero que consiguieron, a través

de sus vidas, descubrir la Piedra Filosofal.

Y de este modo, mi Maestro (que pertenecía al segundo tipo) decidió darme clases

de Alquimia. Descubrí entonces que el lenguaje simbólico que tanto me irritaba y

desorientaba era la única manera de alcanzar el Alma del Mundo, o lo que Jung llamó

el «inconsciente colectivo». Descubrí la Leyenda Personal y las Señales de Dios,

verdades que mi raciocinio intelectual se negaba a aceptar a causa de su simplicidad.

Descubrí que alcanzar la Gran Obra no es tarea de unos pocos, sino de todos los seres

humanos de la faz de la Tierra. Es evidente que la Gran Obra no siempre viene bajo la

forma de un huevo o de un frasco con líquido, pero todos nosotros podemos —sin lugar

a dudas— sumergirnos en el Alma del Mundo.

Por eso El Alquimista es también un texto simbólico. En el decurso de sus páginas,

además de transmitir todo lo que aprendí al respecto, procuro rendir homenaje a

grandes escritores que consiguieron alcanzar el Lenguaje Universal: Hemingway,

Blake, Borges (que también utilizó la historia persa para uno de sus cuentos) y Malba

Tahan, entre otros.

Para completar este extenso prefacio e ilustrar lo que mi Maestro quería decir con

lo del tercer tipo de alquimistas, vale la pena recordar una historia que él mismo me

contó en su laboratorio.

Nuestra Señora, con el Niño Jesús en sus brazos, decidió bajar a la Tierra y visitar

un monasterio. Orgullosos, todos los sacerdotes formaron una larga fila, y uno a uno se

acercaban a la Virgen para rendirle homenaje. Uno declamó bellos poemas, otro

mostró las iluminaciones que había realizado para la Biblia, un tercero recitó los

nombres de todos los santos. Y así sucesivamente, monje tras monje, fueron venerando

a Nuestra Señora y al Niño Jesús.

En el último lugar de la fila había un monje, el más humilde del convento, que

nunca había aprendido los sabios textos de la época. Sus padres eran personas

humildes, que trabajaban en un viejo circo de los alrededores, y todo lo que le habían

enseñado era lanzar bolas al aire haciendo algunos malabarismos.

Cuando llegó su turno, los otros monjes quisieron poner fin a los homenajes, pues

el antiguo malabarista no tendría nada importante que decir o hacer y podía

desacreditar la imagen del convento. Pero en el fondo de su corazón, él también sentía

una inmensa necesidad de dar algo de sí a Jesús y la Virgen.

Avergonzado, sintiendo sobre sí la mirada reprobatoria de sus hermanos, sacó

algunas naranjas de su bolsa y comenzó a tirarlas al aire haciendo malabarismos, que

era lo único que sabía hacer.

Fue en ese instante cuando el Niño Jesús sonrió y comenzó a aplaudir en el regazo

de Nuestra Señora. Y fue hacia él a quien la Virgen extendió los brazos para dejarle

que sostuviera un poco al Niño.

ELAUTOR

PRÓLOGO

El Alquimista cogió un libro que alguien de la caravana había traído. El volumen no

tenía tapas, pero consiguió identificar a su autor: Oscar Wilde. Mientras hojeaba sus

páginas encontró una historia sobre Narciso.

El Alquimista conocía la leyenda de Narciso, un hermoso joven que todos los días

iba a contemplar su propia belleza en un lago. Estaba tan fascinado consigo mismo que

un día se cayó dentro del lago y se murió ahogado. En el lugar donde cayó nació una

flor, a la que llamaron narciso.

Pero no era así como Oscar Wilde acababa la historia.

Él decía que, cuando Narciso murió, llegaron las Oréades —diosas del bosque— y

vieron el lago transformado, de un lago de agua dulce que era, en un cántaro de

lágrimas saladas.

—¿Por qué lloras? —le preguntaron las Oréades.

—Lloro por Narciso —repuso el lago.

—¡Ah, no nos asombra que llores por Narciso! —prosiguieron ellas—. Al fin y al

cabo, a pesar de que nosotras siempre corríamos tras él por el bosque, tú eras el único

que tenía la oportunidad de contemplar de cerca su belleza.

—¿Pero Narciso era bello? —preguntó el lago.

—¿Quién si no tú podría saberlo? —respondieron, sorprendidas, las Oréades—.

En definitiva, era en tus márgenes donde él se inclinaba para contemplarse todos los

días.

El lago permaneció en silencio unos instantes. Finalmente dijo:

—Yo lloro por Narciso, pero nunca me di cuenta de que Narciso fuera bello.

—Lloro por Narciso porque cada vez que él se inclinaba sobre mi orilla yo podía

ver, en el fondo de sus ojos, reflejada mi propia belleza.

—¡Qué bella historia! —dijo el Alquimista.

PRIMERA PARTE

El muchacho se llamaba Santiago. Comenzaba a oscurecer cuando llegó con su rebaño

frente a una vieja iglesia abandonada. El techo se había derrumbado hacía mucho

tiempo y un enorme sicómoro había crecido en el lugar que antes ocupaba la sacristía.

Decidió pasar allí la noche. Hizo que todas las ovejas entrasen por la puerta en

ruinas y luego colocó algunas tablas de manera que no pudieran huir durante la noche.

No había lobos en aquella región, pero cierta vez una se había escapado por la noche y

él se había pasado todo el día siguiente buscando a la oveja prófuga.

Extendió su chaqueta en el suelo y se acostó, usando el libro que acababa de leer

como almohada. Recordó, antes de dormir, que tenía que comenzar a leer libros más

gruesos: se tardaba más en acabarlos y resultaban ser almohadas más confortables

durante la noche.

Aún estaba oscuro cuando se despertó. Miró hacia arriba y vio que las estrellas

brillaban a través del techo semiderruido.

«Hubiera querido dormir un poco más», pensó. Había tenido el mismo sueño que la

semana pasada y otra vez se había despertado antes del final.

Se levantó y tomó un trago de vino. Después cogió el cayado y empezó a despertar

a las ovejas que aún dormían. Se había dado cuenta de que, en cuanto él se despertaba,

la mayor parte de los animales también lo hacía. Como si hubiera alguna misteriosa

energía que uniera su vida a la de aquellas ovejas que desde hacía dos años recorrían

con él la tierra, en busca de agua y alimento. «Ya se han acostumbrado tanto a mí que

conocen mis horarios», dijo en voz baja. Reflexionó un momento y pensó que también

podía ser lo contrario: que fuera él quien se hubiese acostumbrado al horario de las

ovejas.

Algunas de ellas, no obstante, tardaban un poco más en levantarse; el muchacho las

despertó una por una con su cayado, llamando a cada cual por su nombre. Siempre

había creído que las ovejas eran capaces de entender lo que él les decía. Por eso de

vez en cuando les leía fragmentos de los libros que le habían impresionado, o les

hablaba de la soledad y de la alegría de un pastor en el campo, o les comentaba las

últimas novedades que veía en las ciudades por las que solía pasar.

En los dos últimos días, sin embargo, el asunto que le preocupaba no había sido

más que uno: la hija del comerciante que vivía en la ciudad adonde llegarían dentro de

cuatro días. Sólo había estado allí una vez, el año anterior. El comerciante era dueño

de una tienda de tejidos y le gustaba presenciar siempre el esquileo de las ovejas para

evitar falsificaciones. Un amigo le había indicado la tienda, y el pastor llevó allí sus

ovejas.

—Necesito vender lana —le dijo al comerciante.

La tienda del hombre estaba llena, y el comerciante rogó al pastor que esperase

hasta el atardecer. El muchacho se sentó en la acera de enfrente de la tienda y sacó un

libro de su zurrón.

—No sabía que los pastores fueran capaces de leer libros —dijo una voz femenina

a su lado.

Era una joven típica de la región de Andalucía, con sus cabellos negros y lisos y

unos ojos que recordaban vagamente a los antiguos conquistadores moros.

—Es porque las ovejas enseñan más que los libros —respondió el muchacho.

Se quedaron conversando durante más de dos horas. Ella le contó que era hija del

comerciante y le habló de la vida en la aldea, donde cada día era igual que el anterior.

El pastor le habló de los campos de Andalucía y sobre las últimas novedades que había

visto en las ciudades que había visitado. Estaba contento por no tener que conversar

siempre con las ovejas.

—¿Cómo aprendiste a leer? —le preguntó la moza en un momento dado.

—Como todo el mundo —repuso el chico—. Yendo a la escuela.

—¿Y si sabes leer, por qué no eres más que un pastor?

El muchacho dio una disculpa cualquiera para no responder a aquella pregunta.

Estaba seguro de que la muchacha jamás lo entendería. Siguió contando sus historias de

viaje, y los ojillos moros se abrían y se cerraban de espanto y sorpresa. A medida que

transcurría el tiempo, el muchacho comenzó a desear que aquel día no se acabase

nunca, que el padre de la joven siguiera ocupado durante mucho tiempo y le mandase

esperar tres días. Se dio cuenta de que estaba sintiendo algo que nunca antes había

sentido: las ganas de quedarse a vivir en una ciudad para siempre. Con la niña de los

cabellos negros, los días nunca serían iguales.

Pero el comerciante finalmente llegó y le mandó esquilar cuatro ovejas. Después le

pagó lo estipulado y le pidió que volviera al año siguiente.

Ahora faltaban apenas cuatro días para llegar nuevamente a la misma aldea. Estaba

excitado y al mismo tiempo se sentía inseguro; tal vez la chica ya lo hubiera olvidado.

Por allí pasaban muchos pastores para vender lana.

—No importa —dijo el muchacho a sus ovejas—. Yo también conozco a otras

chicas en otras ciudades.

Pero en el fondo de su corazón, sabía que sí importaba. Y que tanto los pastores,

como los marineros, como los viajantes de comercio siempre conocían una ciudad

donde había alguien capaz de hacerles olvidar la alegría de viajar libres por el mundo.

Comenzó a rayar el día y el pastor colocó a las ovejas en dirección al sol. «Ellas

nunca necesitan tomar una decisión —pensó—. Quizá por eso permanecen siempre tan

cerca de mí». La única necesidad que las ovejas sentían era la del agua y la de la

comida. Mientras el muchacho conociese los mejores pastos de Andalucía, ellas

continuarían siendo sus amigas. Aunque los días fueran todos iguales, con largas horas

arrastrándose entre el nacimiento y la puesta del sol; aunque jamás hubieran leído un

solo libro en sus cortas vidas y no conocieran la lengua de los hombres que contaban

las novedades en las aldeas, ellas estaban contentas con su alimento, y eso bastaba. A

cambio, ofrecían generosamente su lana, su compañía y —de vez en cuando— su carne.

«Si hoy me volviera un monstruo y decidiese matarlas, una por una, ellas sólo se

darían cuenta cuando casi todo el rebaño hubiese sido exterminado —pensó el

muchacho—. Porque confían en mí y se olvidaron de confiar en su propio instinto. Sólo

porque las llevo hasta el agua y la comida».

El muchacho comenzó a extrañarse de sus propios pensamientos. Quizá la iglesia,

con aquel sicómoro creciendo dentro, estuviese embrujada. Había hecho que soñase el

mismo sueño por segunda vez, y le estaba provocando una sensación de rabia contra

sus compañeras, siempre tan fieles. Bebió un nuevo trago del vino que le había sobrado

de la cena la noche anterior y apretó contra el cuerpo su chaqueta. Sabía que dentro de

unas horas, con el sol alto, el calor sería tan fuerte que no podría conducir a las ovejas

por el campo. Era la hora en que toda España dormía en verano. El calor se prolongaba

hasta la noche y durante todo ese tiempo él tenía que cargar con la chaqueta. No

obstante, cuando pensaba en quejarse de su peso, siempre se acordaba de que gracias a

ella no había sentido frío por la mañana.

«Tenemos que estar siempre preparados para las sorpresas del tiempo», pensaba

entonces, y se sentía agradecido por el peso de la chaqueta.

La chaqueta tenía una finalidad, y el muchacho también. En dos años de recorrido

por las planicies de Andalucía ya se conocía de memoria todas las ciudades de la

región, y ésta era la gran razón de su vida: viajar. Estaba pensando en explicar esta vez

a la chica por qué un simple pastor sabe leer: había estado hasta los dieciséis años en

un seminario. Sus padres querían que él fuese cura, motivo de orgullo para una simple

familia campesina que apenas trabajaba para conseguir comida y agua, como sus

ovejas. Estudió latín, español y teología. Pero desde niño soñaba con conocer el

mundo, y esto era mucho más importante que conocer a Dios y los pecados de los

hombres. Cierta tarde, al visitar a su familia, se había armado de valor y le había dicho

a su padre que no quería ser cura. Quería viajar.

—Hombres de todo el mundo ya pasaron por esta aldea, hijo —dijo su padre—.

Vienen en busca de cosas nuevas, pero continúan siendo las mismas personas. Van

hasta la colina para conocer el castillo y opinan que el pasado era mejor que el

presente. Pueden tener los cabellos rubios o la piel oscura, pero son iguales que los

hombres de nuestra aldea.

—Pero yo no conozco los castillos de las tierras de donde ellos vienen —replicó

el muchacho.

—Ésos hombres, cuando conocen nuestros campos y nuestras mujeres, dicen que

les gustaría vivir siempre aquí —continuó el padre.

—Quiero conocer a las mujeres y las tierras de donde ellos vinieron —dijo el

chico—, porque ellos nunca se quedan por aquí.

—Los hombres traen el bolsillo lleno de dinero —insistió el padre—. Entre

nosotros, sólo los pastores viajan.

—Entonces seré pastor.

El padre no dijo nada más. Al día siguiente le dio una bolsa con tres antiguas

monedas de oro españolas.

—Las encontré un día en el campo. Iban a ser tu dote para la Iglesia. Compra tu

rebaño y recorre el mundo hasta que aprendas que nuestro castillo es el más importante

y que nuestras mujeres son las más bellas.

Y lo bendijo. En los ojos del padre él leyó también el deseo de recorrer el mundo.

Un deseo que aún persistía, a pesar de las decenas de años que había intentado

sepultarlo con agua, comida, y el mismo lugar para dormir todas las noches.

El horizonte se tiñó de rojo, y después apareció el sol. El muchacho recordó la

conversación con el padre y se sintió alegre; ya había conocido muchos castillos y a

muchas mujeres (aunque ninguna como aquella que lo esperaba dentro de dos días).

Tenía una chaqueta, un libro que podía cambiar por otro y un rebaño de ovejas. Lo más

importante, sin embargo, era que cada día realizaba el gran sueño de su vida: viajar.

Cuando se cansara de los campos de Andalucía podía vender sus ovejas y hacerse

marinero. Cuando se cansara del mar ya habría conocido muchas ciudades, a muchas

mujeres y muchas oportunidades de ser feliz.

«No entiendo cómo buscan a Dios en el seminario», pensó mientras miraba el sol

que nacía. Siempre que le era posible buscaba un camino diferente para recorrer.

Nunca había estado en aquella iglesia antes, a pesar de haber pasado tantas veces por

allí. El mundo era grande e inagotable, y si él dejara que las ovejas le guiaran apenas

un poquito, iba a terminar descubriendo más cosas interesantes. «El problema es que

ellas no se dan cuenta de que están haciendo caminos nuevos cada día. No perciben

que los pastos cambian, que las estaciones son diferentes, porque sólo están

preocupadas por el agua y la comida. Quizá suceda lo mismo con todos nosotros —

pensó el pastor—. Hasta conmigo, que no pienso en otras mujeres desde que conocí a

la hija del comerciante».

Miró al cielo y calculó que llegaría a Tarifa antes de la hora del almuerzo. Allí

podría cambiar su libro por otro más voluminoso, llenar la bota de vino y afeitarse y

cortarse el pelo; tenía que estar bien para su encuentro con la chica y no quería pensar

en la posibilidad de que otro pastor hubiera llegado antes que él, con más ovejas, para

pedir su mano.

«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea

interesante», reflexionó mientras miraba de nuevo el cielo y apretaba el paso. Acababa

de acordarse de que en Tarifa vivía una vieja capaz de interpretar los sueños. Y él

había tenido un sueño repetido aquella noche.

La vieja condujo al muchacho hasta un cuarto en el fondo de la casa, separado de la

sala por una cortina hecha con tiras de plástico de varios colores. Dentro había una

mesa, una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y dos sillas.

La vieja se sentó y le pidió a él que hiciese lo mismo. Después le cogió ambas

manos y empezó a rezar en voz baja.

Parecía un rezo gitano. El muchacho ya había encontrado a muchos gitanos por el

camino; los gitanos viajaban y, sin embargo, no cuidaban ovejas. La gente decía que su

vida se basaba en engañar a los demás; también decían que tenían un pacto con los

demonios, y que raptaban criaturas para tenerlas como esclavas en sus misteriosos

campamentos. De pequeño siempre había tenido mucho miedo de que lo raptaran los

gitanos, y ese temor antiguo revivió mientras la vieja le sujetaba las manos.

«Pero tiene la imagen del Sagrado Corazón de Jesús», pensó procurando calmarse.

No quería que sus manos empezaran a temblar y la vieja percibiese su miedo. Rezó un

padrenuestro en silencio.

—Qué interesante —dijo la vieja sin apartar los ojos de la mano del muchacho. Y

volvió a guardar silencio.

El chico se estaba poniendo nervioso. Sin poder impedirlo, sus manos empezaron a

temblar, y la vieja se dio cuenta. Él las retiró rápidamente.

—No he venido aquí para que me lean las manos —dijo, ya arrepentido de haber

entrado en aquella casa.

Pensó por un momento que era mejor pagar la consulta e irse de allí sin saber nada.

Le estaba dando demasiada importancia a un sueño repetido.

—Tú has venido a saber de sueños —respondió la vieja—. Y los sueños son el

lenguaje de Dios. Cuando Él habla el lenguaje del mundo, yo puedo interpretarlo. Pero

si habla el lenguaje de tu alma, sólo tú podrás entenderlo. Y yo te voy a cobrar la

consulta de cualquier manera.

«Otro truco», pensó el muchacho. Sin embargo, decidió arriesgarse. Un pastor

corre siempre el riesgo de los lobos o de la sequía, y eso es lo que hace que el oficio

de pastor sea más excitante.

—Tuve el mismo sueño dos veces seguidas —explicó—. Soñé que estaba en un

prado con mis ovejas cuando aparecía un niño y empezaba a jugar con los animales. No

me gusta que molesten a mis ovejas, porque se asustan de los extraños. Pero los niños

siempre consiguen tocar a los animales sin que ellos se asusten. No sé por qué. No sé

cómo pueden saber los animales la edad de los seres humanos.

—Vuelve a tu sueño —ordenó la vieja—. Tengo una olla en el fuego. Además,

tienes poco dinero y no puedes comprar todo mi tiempo.

—El niño seguía jugando con las ovejas durante algún tiempo —continuó el

muchacho, un poco presionado— y de repente me cogía de la mano y me llevaba hasta

las Pirámides de Egipto.

El chico esperó un poco para ver si la vieja sabía lo que eran las Pirámides de

Egipto. Pero la vieja continuó callada.

—Entonces, en las Pirámides de Egipto —pronunció las tres últimas palabras

lentamente, para que la vieja pudiera entender bien—, el niño me decía: « Si vienes

hasta aquí encontrarás un tesoro escondido». Y cuando iba a mostrarme el lugar exacto,

me desperté. Las dos veces.

La vieja continuó en silencio durante algún tiempo. Después volvió a coger las

manos del muchacho y a estudiarlas atentamente.

—No voy a cobrarte nada ahora —dijo la vieja—. Pero quiero una décima parte

del tesoro si lo encuentras.

El muchacho rio feliz. ¡Iba a ahorrarse el poco dinero que tenía gracias a un sueño

que hablaba de tesoros escondidos! La vieja debía de ser realmente gitana, porque los

gitanos tenían fama de ser un poco tontos.

—Entonces interprete el sueño —le pidió.

—Antes, jura. Júrame que me vas a dar la décima parte de tu tesoro a cambio de lo

que voy a decirte.

El chico juró. La vieja le pidió que repitiera el juramento mirando la imagen del

Sagrado Corazón de Jesús.

—Es un sueño del Lenguaje del Mundo —dijo ella—. Puedo interpretarlo, aunque

es una interpretación muy difícil. Por eso creo que merezco mi parte en tu hallazgo. He

aquí la interpretación: tienes que ir hasta las Pirámides de Egipto. Nunca oí hablar de

ellas, pero si fue un niño el que te las mostró es porque existen. Allí encontrarás un

tesoro que te hará rico.

El muchacho se quedó sorprendido y después irritado. No necesitaba haber

buscado a la vieja para esto. Finalmente recordó que no iba a pagar nada.

—Para esto no necesitaba haber perdido mi tiempo —dijo. —Por eso te dije que tu

sueño era difícil. Las cosas simples son las más extraordinarias, y sólo los sabios

consiguen verlas. Puesto que yo no soy sabia, tengo que conocer otras artes, como la

lectura de las manos.

—¿Y cómo voy a llegar hasta Egipto?

—Yo sólo interpreto sueños. No sé transformarlos en realidad. Por eso tengo que

vivir de lo que mis hijas me dan.

—¿Y si no llego hasta Egipto?

—Me quedo sin cobrar. No sería la primera vez.

Y la vieja no dijo nada más. Le pidió al muchacho que se fuera, porque ya había

perdido mucho tiempo con él.

El muchacho salió decepcionado y convencido de que no creería nunca más en

sueños. Se acordó de que tenía varias cosas que hacer: fue al colmado a comprar algo

de comida, cambió su libro por otro más grueso y se sentó en un banco de la plaza para

saborear el nuevo vino que había comprado. Era un día caluroso y el vino, por uno de

estos misterios insondables, conseguía refrescar un poco su cuerpo. Las ovejas estaban

a la entrada de la ciudad, en el establo de un nuevo amigo suyo. Conocía a mucha gente

por aquellas zonas, y por eso le gustaba viajar. Uno siempre acaba haciendo amigos

nuevos y no es necesario quedarse con ellos día tras día. Cuando vemos siempre a las

mismas personas (y esto pasaba en el seminario) terminamos haciendo que pasen a

formar parte de nuestras vidas. Y como ellas forman parte de nuestras vidas, pasan

también a querer modificar nuestras vidas. Y si no somos como ellas esperan que

seamos, se molestan. Porque todas las personas saben exactamente cómo debemos

vivir nuestra vida.

Y nunca tienen idea de cómo deben vivir sus propias vidas. Como la mujer de los

sueños, que no sabía transformarlos en realidad.

Decidió esperar a que el sol estuviera un poco más bajo antes de seguir con sus

ovejas en dirección al campo. Dentro de tres días estaría con la hija del comerciante.

Empezó a leer el libro que le había proporcionado el cura de Tarifa. Era un libro

voluminoso, que hablaba de un entierro ya desde la primera página. Además, los

nombres de los personajes eran complicadísimos. Pensó que si algún día él escribía un

libro haría aparecer a los personajes de forma sucesiva, para que los lectores no

tuviesen tanto trabajo en recordar nombres.

Cuando consiguió concentrarse un poco en la lectura —y era buena, porque hablaba

de un entierro en la nieve, lo que le transmitía una sensación de frío debajo de aquel

inmenso sol—, un viejo se sentó a su lado y empezó a buscar conversación.

—¿Qué están haciendo? —preguntó el viejo señalando a las personas en la plaza.

—Están trabajando —repuso el muchacho secamente, y volvió a fingir que estaba

concentrado en la lectura. En realidad estaba pensando en esquilar las ovejas delante

de la hija del comerciante, para que ella viera que era capaz de hacer cosas

interesantes. Ya había imaginado esta escena una infinidad de veces: en todas ellas, la

chica quedaba deslumbrada cuando él empezaba a explicarle que las ovejas se deben

esquilar desde atrás hacia adelante. También intentaba acordarse de algunas buenas

historias para contarle mientras esquilaba las ovejas. Casi todas las historias las había

leído en los libros, pero las contaría como si las hubiera vivido personalmente. Ella

nunca se daría cuenta porque no sabía leer libros.

El viejo, sin embargo, insistió. Explicó que estaba cansado, con sed, y le pidió un

trago de vino. El muchacho le ofreció su botella; quizá así se callaría.

Pero el viejo quería conversación a toda costa. Le preguntó qué libro estaba

leyendo. Él pensó en ser descortés y cambiarse de banco, pero su padre le había

enseñado a respetar a los ancianos. Entonces ofreció el libro al viejo por dos razones:

la primera, porque no sabía pronunciar el título; y la segunda, porque si el viejo no

sabía leer, sería él quien se cambiaría de banco para no sentirse humillado.

—Humm… —dijo el viejo inspeccionando el volumen por todos los costados,

como si fuese un objeto extraño—. Es un libro importante, pero muy aburrido.

El muchacho se quedó sorprendido. El viejo sabía leer, y además ya había leído

aquel libro. Y si era aburrido, como él decía, aún tendría tiempo de cambiarlo por otro.

—Es un libro que habla de lo que hablan casi todos los libros —continuó el viejo

—. De la incapacidad que las personas tienen para escoger su propio destino. Y

termina haciendo que todo el mundo crea la mayor mentira del mundo.

—¿Cuál es la mayor mentira del mundo? —indagó, sorprendido, el muchacho.

—Es ésta: en un determinado momento de nuestra existencia, perdemos el control

de nuestras vidas, y éstas pasan a ser gobernadas por el destino. Ésta es la mayor

mentira del mundo.

—Conmigo no sucedió tal cosa —replicó el muchacho—. Querían que yo fuese

cura, pero yo decidí ser pastor.

—Así es mejor —dijo el viejo—, porque te gusta viajar.

«Ha adivinado mi pensamiento», reflexionó el chico. El viejo, mientras tanto,

hojeaba el grueso libro sin la menor intención de devolvérselo. El muchacho observó

que vestía una ropa extraña; parecía un árabe, lo cual no era raro en aquella región.

África quedaba a pocas horas de Tarifa; sólo había que cruzar el pequeño estrecho en

un barco. Muchas veces aparecían árabes en la ciudad, haciendo compras y rezando

oraciones extrañas varias veces al día.

—¿De dónde es usted? —preguntó.

—De muchas partes.

—Nadie puede ser de muchas partes —dijo el muchacho—. Yo soy un pastor y

estoy en muchas partes, pero soy de un único lugar, de una ciudad cercana a un castillo

antiguo. Allí fue donde nací.

—Entonces podemos decir que yo nací en Salem.

El muchacho no sabía dónde estaba Salem, pero no quiso preguntarlo para no

sentirse humillado con la propia ignorancia. Permaneció un rato contemplando la plaza.

Las personas iban y venían, y parecían muy ocupadas.

—¿Cómo está Salem? —preguntó buscando alguna pista.

—Como siempre.

Esto no era ninguna pista. Pero sabía que Salem no estaba en Andalucía, si no él ya

la habría conocido.

—¿Y qué hace usted en Salem? —insistió.

—¿Que qué es lo que hago en Salem? —El viejo por primera vez soltó una buena

carcajada—. ¡Vamos! ¡Yo soy el rey de Salem!

La gente dice muchas cosas raras, pensó el muchacho. A veces es mejor estar con

las ovejas, que son calladas y se limitan a buscar alimento y agua. O es mejor estar con

los libros, que cuentan historias fantásticas siempre en los momentos en que uno quiere

oírlas. Pero cuando uno habla con personas, éstas dicen ciertas cosas que nos dejan sin

saber cómo continuar la conversación.

—Mi nombre es Melquisedec —dijo el viejo—. ¿Cuántas ovejas tienes?

—Las suficientes —respondió el muchacho. El viejo empezaba a querer saber

demasiado sobre su vida.

—Entonces estamos ante un problema. No puedo ayudarte mientras tú consideres

que tienes las ovejas suficientes.

El muchacho se irritó. No había pedido ayuda. Era el viejo quien había pedido

vino, conversación y el libro.

—Devuélvame el libro —dijo—. Tengo que ir a buscar mis ovejas y seguir

adelante.

—Dame la décima parte de tus ovejas —propuso el viejo—, y yo te enseñaré cómo

llegar hasta el tesoro escondido.

El chico volvió a acordarse entonces del sueño y de repente lo vio todo claro. La

vieja no le había cobrado nada pero el viejo —que quizá fuese su marido— iba a

conseguir arrancarle mucho más dinero a cambio de una información inexistente. El

viejo debía de ser gitano también.

Antes de que el muchacho dijese nada, el viejo se inclinó, cogió una rama y

comenzó a escribir en la arena de la plaza. Cuando se inclinaba, algo se vio brillar en

su pecho, con una intensidad tal que casi cegó al muchacho. Pero en un movimiento

excesivamente rápido para alguien de su edad, volvió a cubrir el brillo con el manto.

Los ojos del muchacho recobraron su normalidad y pudo ver lo que el viejo estaba

escribiendo.

En la arena de la plaza principal de aquella pequeña ciudad, leyó el nombre de su

padre y de su madre. Leyó la historia de su vida hasta aquel momento, los juegos de su

infancia, las noches frías del seminario. Leyó el nombre de la hija del comerciante, que

ignoraba. Leyó cosas que jamás había contado a nadie, como el día en que robó el

arma de su padre para matar venados, o su primera y solitaria experiencia sexual.

«Soy el rey de Salem», había dicho el viejo.

—¿Por qué un rey conversa con un pastor? —preguntó el muchacho, avergonzado y

admiradísimo.

—Existen varias razones. Pero la más importante es que tú has sido capaz de

cumplir tu Leyenda Personal.

El muchacho no sabía qué era eso de la Leyenda Personal.

—Es aquello que siempre deseaste hacer. Todas las personas, al comienzo de su

juventud, saben cuál es su Leyenda Personal. En ese momento de la vida todo se ve

claro, todo es posible, y ellas no tienen miedo de soñar y desear todo aquello que les

gustaría hacer en sus vidas. No obstante, a medida que el tiempo va pasando, una

misteriosa fuerza trata de convencerlas de que es imposible realizar la Leyenda

Personal.

Lo que el viejo estaba diciendo no tenía mucho sentido para el muchacho. Pero él

quería saber qué eran esas «fuerzas misteriosas»; la hija del comerciante se quedaría

boquiabierta con esto.

—Son fuerzas que parecen malas, pero en verdad te están enseñando cómo realizar

tu Leyenda Personal. Están preparando tu espíritu y tu voluntad, porque existe una gran

verdad en este planeta; seas quien seas o hagas lo que hagas, cuando deseas con

firmeza alguna cosa, es porque este deseo nació en el alma del Universo. Es tu misión

en la Tierra.

—¿Aunque sólo sea viajar? ¿O casarse con la hija de un comerciante de tejidos?

—O buscar un tesoro. El Alma del Mundo se alimenta con la felicidad de las

personas. O con la infelicidad, la envidia, los celos. Cumplir su Leyenda Personal es la

única obligación de los hombres. Todo es una sola cosa. Y cuando quieres algo, todo el

Universo conspira para que realices tu deseo.

Durante algún tiempo permanecieron silenciosos, contemplando la plaza y la gente.

Fue el viejo quien habló primero.

—¿Por qué cuidas ovejas?

—Porque me gusta viajar.

El viejo señaló a un vendedor de palomitas de maíz que, con su carrito rojo, estaba

en un rincón de la plaza.

—Aquél vendedor también deseó viajar cuando era niño; pero prefirió comprar un

carrito para vender sus palomitas y así juntar dinero durante años. Cuando sea viejo,

piensa pasar un mes en África. Jamás entendió que la gente siempre está en

condiciones de realizar lo que sueña.

—Debería haber elegido ser pastor —pensó en voz alta el muchacho.

—Lo pensó —dijo el viejo—. Pero los vendedores de palomitas de maíz son más

importantes que los pastores. Tienen una casa, mientras que los pastores duermen a la

intemperie. Las personas prefieren casar a sus hijas con vendedores de palomitas antes

que con pastores.

El muchacho sintió una punzada en el corazón al recordar a la hija del comerciante.

En su ciudad debía de haber algún vendedor de palomitas.

—En fin, que lo que las personas piensan sobre vendedores de palomitas y

pastores pasa a ser más importante para ellas que la Leyenda Personal. El viejo hojeó

el libro y se distrajo leyendo una página. El chico esperó un poco y lo interrumpió de

la misma manera que él lo había interrumpido.

—¿Por qué habla de todo esto conmigo?

—Porque tú intentas vivir tu Leyenda Personal. Y estás a punto de desistir de ella.

—¿Y usted aparece siempre en estos momentos?

—No siempre de esta forma, pero jamás dejé de aparecer. A veces aparezco bajo

la forma de una buena salida, de una buena idea. Otras veces, en un momento crucial,

hago que todo se vuelva más fácil. Y cosas así. Pero la mayor parte de la gente no se

da cuenta.

El viejo le contó que la semana pasada había tenido que aparecer ante un

garimpeiro (buscador de oro y piedras preciosas) bajo la forma de una piedra. El

garimpeiro lo había dejado todo para partir en busca de esmeraldas. Durante cinco

años trabajó en un río, y había partido 999 999 piedras en busca de una esmeralda. En

ese momento el garimpeiro pensó en desistir, y sólo le faltaba una piedra, solamente

UNA PIEDRA, para descubrir su esmeralda. Como era un hombre que había apostado

por su Leyenda Personal, el viejo decidió intervenir. Se transformó en una piedra, que

rodó sobre el pie del garimpeiro. Éste, con la rabia y la frustración de los cinco años

perdidos, arrojó la piedra lejos. Pero la arrojó con tanta fuerza que chocó contra otra y

se rompió, mostrando la esmeralda más bella del mundo.

—Las personas aprenden muy pronto su razón de vivir —dijo el viejo con cierta

amargura en los ojos—. Quizá también sea por eso que desisten tan pronto. Pero así es

el mundo.

Entonces el muchacho se acordó de que la conversación había empezado con el

tesoro escondido.

—Los tesoros son levantados de la tierra por los torrentes de agua, y enterrados

también por ellos —prosiguió el viejo—. Si quieres saber sobre tu tesoro, tendrás que

cederme la décima parte de tus ovejas.

—¿Y no sirve una décima parte del tesoro?

El viejo se decepcionó.

—Si empiezas por prometer lo que aún no tienes, perderás tu voluntad para

conseguirlo.

El muchacho le contó que había prometido una parte a la gitana.

—Los gitanos son muy listos —dijo el viejo con un suspiro—. De cualquier

manera, es bueno que aprendas que todo en la vida tiene un precio. Y esto es lo que los

Guerreros de la Luz intentan enseñar.

El viejo le devolvió el libro.

—Mañana, a esta misma hora, me traes aquí una décima parte de tus ovejas. Y yo te

enseñaré cómo conseguir el tesoro escondido. Buenas tardes.

Y desapareció por una de las esquinas de la plaza.

El muchacho intentó leer el libro, pero ya no consiguió concentrarse. Estaba

agitado y tenso, porque sabía que el viejo decía la verdad. Se fue hasta el vendedor y

le compró una bolsa de palomitas, mientras meditaba si debía o no contarle lo que le

había dicho el viejo. «A veces es mejor dejar las cosas como están», pensó el chico, y

no dijo nada. Si se lo contaba, el vendedor se pasaría tres días pensando en

abandonarlo todo, pero estaba muy acostumbrado a su carrito. Podía evitarle ese

sufrimiento.

Comenzó a caminar sin rumbo por la ciudad, y llegó hasta el puerto. Había un

pequeño edificio, y en él una ventanilla donde la gente compraba pasajes. Egipto

estaba en África.

—¿Quieres algo? —preguntó el hombre de la ventanilla.

—Quizá mañana —contestó el chico alejándose. Sólo con vender una oveja podría

cruzar hasta el otro lado del estrecho. Era una idea que le espantaba.

—Otro soñador —dijo el hombre de la ventanilla a su ayudante, mientras el

muchacho se alejaba—. No tiene dinero para viajar.

Cuando estaba en la ventanilla el muchacho se había acordado de sus ovejas, y

sintió miedo de volver junto a ellas. Había pasado dos años aprendiéndolo todo sobre

el arte del pastoreo: sabía esquilar, cuidar a las ovejas preñadas, protegerlas de los

lobos. Conocía todos los campos y pastos de Andalucía. Conocía el precio justo de

comprar y vender cada uno de sus animales.

Decidió volver al establo de su amigo por el camino más largo. La ciudad también

tenía un castillo, y decidió subir la rampa de piedra y sentarse en una de sus murallas.

Desde allí arriba se podía ver África. Alguien le había explicado en cierta ocasión que

por allí llegaron los moros que ocuparon durante tantos años casi toda España. Y el

muchacho detestaba a los moros. Además, habían sido ellos los que trajeron a los

gitanos.

Desde allí podía ver también casi toda la ciudad, inclusive la plaza donde había

conversado con el viejo.

«Maldita sea la hora en que encontré a ese viejo», pensó. Había ido solamente a

buscar a una mujer que interpretase sueños. Ni la mujer ni el viejo concedían

importancia al hecho de que él era un pastor. Eran personas solitarias, que ya no

confiaban en la vida, y no entendían que los pastores terminaran aficionándose a sus

ovejas. Él conocía los detalles de cada una de ellas: sabía cuál cojeaba, cuál tendría

cría dentro de dos meses, y cuáles eran las más perezosas. Sabía también cómo

esquilarlas y cómo matarlas. Si se decidiera a partir, ellas sufrirían.

Comenzó a soplar el viento. Él conocía aquel viento: la gente lo llamaba Levante,

porque con él llegaron también las hordas de infieles. Hasta que conoció Tarifa nunca

había imaginado que África estuviera tan cerca. Eso suponía un gran peligro: los moros

podían invadirnos nuevamente.

El Levante comenzó a soplar más fuerte. «Estoy entre las ovejas y el tesoro»,

pensaba el muchacho. Tenía que decidirse entre una cosa a la que se había

acostumbrado y una cosa que le gustaría tener. Estaba también la hija del comerciante,

pero ella no era tan importante como las ovejas, porque no dependía de él. Hasta era

posible que ni se acordara de él. Tuvo la seguridad de que si no aparecía dentro de dos

días, la chica ni siquiera lo notaría; para ella todos los días eran iguales y cuando

todos los días parecen iguales es porque las personas han dejado de percibir las cosas

buenas que aparecen en sus vidas siempre que el sol cruza el cielo.

«Yo abandoné a mi padre, a mi madre y el castillo de mi ciudad. Ellos se

acostumbraron y yo me acostumbré. Las ovejas también se acostumbrarán a mi

ausencia», pensó el muchacho.

Desde allá arriba contempló la plaza. El vendedor de palomitas continuaba

vendiendo sus papelinas. Una joven pareja se sentó en el banco donde él había estado

conversando con el viejo y se dio un largo beso.

«El vendedor de palomitas», dijo para sí sin completar la frase. Porque el Levante

había comenzado a soplar con más fuerza y él se quedó sintiendo el viento en el rostro.

El viento traía a los moros, es verdad, pero también traía el olor del desierto y de las

mujeres cubiertas con velo. Traía el sudor y los sueños de los hombres que un día

habían partido en busca de lo desconocido, de oro, de aventuras… y de pirámides. El

muchacho comenzó a envidiar la libertad del viento, y percibió que podría ser como él.

Nada se lo impedía, excepto él mismo. Las ovejas, la hija del comerciante, los campos

de Andalucía no eran más que los pasos de su Leyenda Personal.

Al día siguiente, el muchacho se encontró con el viejo a mediodía. Traía seis

ovejas consigo.

—Estoy sorprendido —exclamó—. Mi amigo compró inmediatamente las ovejas.

Dijo que toda su vida había soñado con ser pastor, y que aquello era una buena señal.

—Siempre es así —dijo el viejo—. Lo llamamos el Principio Favorable. Si juegas

a las cartas por primera vez, verás que casi con seguridad ganas. Es la suerte del

principiante.

—¿Y por qué?

—Porque la vida quiere que vivas tu Leyenda Personal.

Después comenzó a examinar las seis ovejas y descubrió que una de ellas cojeaba.

El muchacho le explicó que no tenía importancia porque era la más inteligente y

producía bastante lana.

—¿Dónde está el tesoro? —preguntó.

—El tesoro está en Egipto, cerca de las Pirámides.

El muchacho se asustó. La vieja le había dicho lo mismo, pero no le había cobrado

nada.

—Para llegar hasta él tendrás que seguir las señales. Dios escribió en el mundo el

camino que cada hombre debe seguir. Sólo hay que leer lo que Él escribió para ti.

Antes de que el muchacho dijera nada, una mariposa comenzó a revolotear entre él

y el viejo. Se acordó de su abuelo: cuando era pequeño, su abuelo le había dicho que

las mariposas son señal de buena suerte. Como los grillos, las mariquitas, las lagartijas

y los tréboles de cuatro hojas.

—Eso es —dijo el viejo, que era capaz de leer sus pensamientos—. Exactamente

como tu abuelo te enseñó. Éstas son las señales.

Después el viejo abrió el manto que le cubría el pecho. El muchacho se quedó

impresionado con lo que vio, y recordó el brillo que había detectado el día anterior. El

viejo llevaba un pectoral de oro macizo, cubierto de piedras preciosas.

Era realmente un rey. Debía de ir disfrazado así para huir de los asaltantes.

—Toma —dijo el viejo sacando una piedra blanca y una piedra negra que llevaba

prendidas en el centro del pectoral de oro—. Se llaman Urim y Tumim. La negra quiere

decir «sí» y la blanca quiere decir «no». Cuando tengas dificultad para percibir las

señales, te serán de utilidad. Hazles siempre una pregunta objetiva, pero en general

procura tomar tú las decisiones. El tesoro está en las Pirámides y esto tú ya lo sabías;

pero tuviste que pagar seis ovejas porque yo te ayudé a tomar una decisión.

El muchacho se guardó las piedras en el zurrón. De ahora en adelante, tomaría sus

propias decisiones.

—No te olvides de que todo es una sola cosa. Y, sobre todo, no te olvides de llegar

hasta el fin de tu Leyenda Personal.

»Antes, sin embargo, me gustaría contarte una pequeña historia:

»Cierto mercader envió a su hijo con el más sabio de todos los hombres para que

aprendiera el Secreto de la Felicidad. El joven anduvo durante cuarenta días por el

desierto, hasta que llegó a un hermoso castillo, en lo alto de una montaña. Allí vivía el

sabio que buscaba.

»Sin embargo, en vez de encontrar a un hombre santo, nuestro héroe entró en una

sala y vio una actividad inmensa; mercaderes que entraban y salían, personas

conversando en los rincones, una pequeña orquesta que tocaba melodías suaves y una

mesa repleta de los más deliciosos manjares de aquella región del mundo. El sabio

conversaba con todos, y el joven tuvo que esperar dos horas para que le atendiera.

»El sabio escuchó atentamente el motivo de su visita, pero le dijo que en aquel

momento no tenía tiempo de explicarle el Secreto de la Felicidad. Le sugirió que diese

un paseo por su palacio y volviese dos horas más tarde.

»Pero quiero pedirte un favor —añadió el sabio entregándole una cucharilla de té

en la que dejó caer dos gotas de aceite—. Mientras camines lleva esta cucharilla y

cuida de que el aceite no se derrame.

»El joven comenzó a subir y bajar las escalinatas del palacio manteniendo siempre

los ojos fijos en la cuchara. Pasadas las dos horas, retornó a la presencia del sabio.

»¿Qué tal? —preguntó el sabio—. ¿Viste los tapices de Persia que hay en mi

comedor? ¿Viste el jardín que el Maestro de los Jardineros tardó diez años en crear?

¿Reparaste en los bellos pergaminos de mi biblioteca?

»El joven, avergonzado, confesó que no había visto nada. Su única preocupación

había sido no derramar las gotas de aceite que el Sabio le había confiado.

»Pues entonces vuelve y conoce las maravillas de mi mundo —dijo el Sabio—. No

puedes confiar en un hombre si no conoces su casa.

»Ya más tranquilo, el joven cogió nuevamente la cuchara y volvió a pasear por el

palacio, esta vez mirando con atención todas las obras de arte que adornaban el techo y

las paredes. Vio los jardines, las montañas a su alrededor, la delicadeza de las flores,

el esmero con que cada obra de arte estaba colocada en su lugar. De regreso a la

presencia del sabio, le relató detalladamente todo lo que había visto.

»¿Pero dónde están las dos gotas de aceite que te confié? —preguntó el Sabio.

»El joven miró la cuchara y se dio cuenta de que las había derramado.

»Pues éste es el único consejo que puedo darte —le dijo el más Sabio de los

Sabios—. El secreto de la felicidad está en mirar todas las maravillas del mundo, pero

sin olvidarse nunca de las dos gotas de aceite en la cuchara.

El muchacho guardó silencio. Había comprendido la historia del viejo rey. A un

pastor le gusta viajar, pero jamás olvida a sus ovejas.

El viejo miró al muchacho y con las dos manos extendidas hizo algunos gestos

extraños sobre su cabeza. Después cogió las ovejas y siguió su camino.

En lo alto de la pequeña ciudad de Tarifa existe un viejo fuerte construido por los

moros, y quien se sienta en sus murallas consigue ver al mismo tiempo una plaza, un

vendedor de palomitas de maíz y un pedazo de África. Melquisedec, el rey de Salem,

se sentó en la muralla del fuerte aquella tarde y sintió el viento de Levante en su rostro.

Las ovejas se agitaban a su lado, temerosas de su nuevo dueño, y excitadas ante tantos

cambios. Todo lo que ellas querían era sólo comida y agua.

Melquisedec contempló el pequeño barco que estaba zarpando del puerto. Nunca

más volvería a ver al muchacho, del mismo modo que jamás volvió a ver a Abraham,

después de haberle cobrado el diezmo. No obstante, ésta era su obra.

Los dioses no deben tener deseos, porque los dioses no tienen Leyenda Personal.

Sin embargo, el rey de Salem deseó íntimamente que el muchacho tuviera éxito.

«Lástima que se olvidará en seguida de mi nombre —pensó—. Debería habérselo

repetido varias veces. Así, cuando hablase de mí, diría que soy Melquisedec, el rey de

Salem».

Después miró hacia el cielo, un poco arrepentido.

«Sé que es vanidad de vanidades, como Tú dijiste, Señor. Pero un viejo rey a veces

tiene que estar orgulloso de sí mismo».

«Qué extraña es África», pensó el muchacho.

Estaba sentado en una especie de bar igual que otros bares que había encontrado en

las callejuelas estrechas de la ciudad. Algunas personas fumaban una pipa gigante que

se pasaban de boca en boca. En pocas horas había visto a hombres cogidos de la mano,

mujeres con el rostro cubierto y sacerdotes que subían a altas torres y comenzaban a

cantar, mientras todos a su alrededor se arrodillaban y golpeaban la cabeza contra el

suelo.

«Cosas de infieles», se dijo. Cuando era niño, veía siempre en la iglesia de su

aldea una imagen de Santiago Matamoros en su caballo blanco, con la espada

desenvainada y figuras como aquéllas bajo sus pies. El muchacho se sentía mal y

terriblemente solo. Los infieles tenían una mirada siniestra.

Además de eso, con las prisas de viajar, se había olvidado de un detalle, un único

detalle que podía alejarlo de su tesoro por mucho tiempo: en aquel país todos hablaban

árabe.

El dueño del bar se aproximó y el muchacho le señaló una bebida que había

servido en otra mesa. Era un té amargo. Hubiera preferido beber vino.

Pero no debía preocuparse por eso ahora. Tenía que pensar exclusivamente en su

tesoro y en la manera de conseguirlo. La venta de las ovejas lo había dejado con

bastante dinero en el bolsillo, y el muchacho sabía que el dinero era mágico: con él

nadie está solo jamás. Dentro de poco, quizá unos pocos días, estaría junto a las

Pirámides. Un viejo con todo aquel oro en el pecho no tenía necesidad de mentir para

obtener seis ovejas.

El viejo le había hablado de señales. Mientras atravesaba el mar, había estado

pensando en las señales. Sí, sabía a qué se refería: durante el tiempo en que estuvo en

los campos de Andalucía se había acostumbrado a leer en la tierra y en los cielos las

condiciones del camino que debía seguir. Había aprendido que cierto pájaro indicaba

la cercanía de alguna serpiente, y que determinado arbusto era señal de la presencia de

agua a pocos kilómetros. Las ovejas le habían enseñado todo eso.

«Si Dios conduce tan bien a las ovejas, también conducirá al hombre», reflexionó,

y se quedó más tranquilo. El té parecía menos amargo.

—¿Quién eres? —oyó que le preguntaba una voz en español.

El muchacho se sintió inmensamente aliviado. Estaba pensando en señales y alguien

había aparecido. —¿Cómo es que hablas español? —se interesó.

El recién llegado era un hombre joven vestido a la manera de los occidentales,

pero el color de su piel indicaba que debía de ser de aquella ciudad. Tendría más o

menos su misma altura y edad.

—Aquí casi todo el mundo habla español. Estamos sólo a dos horas de España.

—Siéntate y pide algo por mi cuenta —le ofreció el muchacho—. Y pide un vino

para mí. Detesto este té.

—No hay vino en este país —dijo el recién llegado—. La religión no lo permite.

El muchacho le explicó entonces que tenía que llegar a las Pirámides. Estuvo a

punto de hablarle del tesoro, pero decidió callarse. El árabe era capaz de querer una

parte a cambio de llevarlo hasta allí. Se acordó de lo que el viejo le había dicho

respecto a los ofrecimientos.

—Me gustaría que me llevaras, si es posible. Puedo pagarte como guía.

—¿Tú tienes idea de cómo se llega hasta allí?

El muchacho se dio cuenta de que el dueño del bar andaba cerca, escuchando

atentamente la conversación. Se sentía molesto por su presencia; pero había encontrado

un guía, y no podía perder aquella oportunidad.

—Hay que atravesar todo el desierto del Sahara —continuó el recién llegado—, y

para eso se necesita dinero. Quiero saber si tienes el dinero suficiente.

Al muchacho le extrañó la pregunta que le había formulado el recién llegado. Pero

confiaba en el viejo, y el viejo le había dicho que cuando se quiere una cosa, el

Universo siempre conspira a favor.

Sacó su dinero del bolsillo y se lo mostró. El dueño del bar se acercó y miró

también. Los dos intercambiaron algunas palabras en árabe. El dueño del bar parecía

irritado.

—¡Vámonos! —dijo el recién llegado—. Él no quiere que nos quedemos aquí.

El muchacho se sintió aliviado: Se levantó para pagar la cuenta, pero el dueño lo

agarró y comenzó a hablarle sin parar. Aunque era fuerte, estaba en una tierra

extranjera. Fue su nuevo amigo quien empujó al dueño hacia un lado y acompañó al

chico hasta la calle.

—Quería tu dinero —dijo—. Tánger no es igual que el resto de África. Estamos en

un puerto, y en los puertos hay siempre muchos ladrones. Podía confiar en su nuevo

amigo. Le había ayudado en una situación crítica. Sacó nuevamente el dinero y lo

contó.

—Podemos llegar mañana a las Pirámides —dijo el otro cogiendo el dinero—.

Pero necesito comprar dos camellos.

Salieron andando por las estrechas calles de Tánger. En todas las esquinas había

puestos de cosas para vender. Por fin llegaron al centro de una gran plaza, donde

funcionaba el mercado. Había millares de personas discutiendo, vendiendo,

comprando; hortalizas mezcladas con dagas, alfombras junto a todo tipo de pipas. Pero

el muchacho no apartaba los ojos de su nuevo amigo. Al fin y al cabo, tenía todo su

dinero en las manos. Pensó en pedirle que se lo devolviera, pero temió que lo

considerara una falta de delicadeza. Él no conocía las costumbres de las tierras

extrañas que estaban pisando.

«Bastará con vigilarlo», se dijo. Era más fuerte que el otro.

De repente, en medio de toda aquella confusión, apareció la espada más hermosa

que jamás había visto en su vida: la vaina era plateada y la empuñadura negra, con

piedras incrustadas. Se prometió a sí mismo que cuando regresara de Egipto la

compraría.

—Pregúntale al dueño cuánto cuesta —pidió al amigo. Pero se dio cuenta de que se

había quedado dos segundos distraído mirándola.

Sintió el corazón comprimido, como si todo su pecho se hubiera encogido de

repente. Tuvo miedo de mirar a su lado, porque sabía con lo que se iba a encontrar. Sus

ojos continuaron fijos en la hermosa espada algunos momentos más hasta que se armó

de valor y se dio vuelta.

A su alrededor, el mercado, las personas yendo y viniendo, gritando y comprando,

las alfombras mezcladas con las avellanas, las lechugas junto a las monedas de cobre,

los hombres cogidos de la mano por las calles, las mujeres con velo, el olor a comida

extraña, pero en ninguna parte, absoluta y definitivamente en ninguna parte, el rostro de

su compañero.

El muchacho aún quiso pensar que se habían perdido de vista momentáneamente.

Resolvió quedarse allí mismo, esperando a que el otro volviera. Al poco tiempo, un

individuo subió a una de aquellas torres y comenzó a cantar; todos se arrodillaron,

golpearon la cabeza en el suelo y cantaron también. Después, como un ejército de

laboriosas hormigas, deshicieron los puestos de venta y se marcharon.

El sol comenzó a irse también. El muchacho lo contempló durante mucho tiempo,

hasta que se escondió detrás de las casas blancas que rodeaban la plaza. Recordó que

cuando aquel sol había nacido por la mañana, él estaba en otro continente, era un

pastor, tenía sesenta ovejas y una cita concertada con una chica. Por la mañana,

mientras andaba por los campos, sabía todo lo que le iba a suceder.

Sin embargo, ahora que el sol se escondía, estaba en un país diferente, era un

extraño en una tierra extraña, donde ni siquiera podía entender el idioma que hablaban.

Ya no era un pastor y no tenía nada más en la vida, ni siquiera dinero para volver y

empezar de nuevo.

«Todo esto entre el nacimiento y la puesta del mismo sol», pensó. Y sintió pena de

sí mismo, porque en la vida a veces las cosas cambian en el espacio de un simple grito,

antes de que las personas puedan acostumbrarse a ellas.

Le daba vergüenza llorar. Jamás había llorado delante de sus propias ovejas. Pero

el mercado estaba vacío y él estaba lejos de la patria.

El muchacho lloró. Lloró porque Dios era injusto, y retribuía de esta forma a las

personas que creían en sus propios sueños. «Cuando yo estaba con las ovejas era feliz,

e irradiaba siempre felicidad a mi alrededor. Las personas me veían llegar y me

recibían bien. Pero ahora estoy triste e infeliz. ¿Qué haré? Voy a ser más duro y no

confiaré más en las personas, porque una de ellas me traicionó. Voy a odiar a los que

encontraron tesoros escondidos, porque yo no encontré el mío. Y siempre procuraré

conservar lo poco que tengo, porque soy demasiado pequeño para abarcar al mundo».

Abrió su zurrón para ver lo que tenía dentro; quizá le había sobrado algo del

bocadillo que había comido en el barco. Pero sólo encontró el libro grueso, la

chaqueta y las dos piedras que le había dado el viejo.

Al mirar las piedras sintió una inmensa sensación de alivio. Había cambiado seis

ovejas por dos piedras preciosas, extraídas de un pectoral de oro. Podía vender las

piedras y comprar el pasaje de regreso. «Ahora seré más listo», pensó el chico

sacando las piedras de la bolsa para esconderlas en el bolsillo. Aquello era un puerto

y ésta era la única verdad que el otro chico le había dicho: un puerto está siempre lleno

de ladrones.

Ahora entendía también la desesperación del dueño del bar; estaba intentando

avisarle de que no confiara en aquel hombre. «Soy como todas las personas: veo el

mundo tal como desearía que sucedieran las cosas, y no como realmente suceden».

Se quedó mirando las piedras, y las tocó sucesivamente con cuidado, sintiendo la

temperatura y la superficie lisa. Ellas eran su tesoro. El simple contacto de las piedras

le dio más tranquilidad. Le recordaban al viejo.

«Cuando quieres una cosa, todo el Universo conspira para ayudarte a conseguirla»,

le había dicho.

Le gustaría saber cómo podía ser verdad aquello. Estaba en un mercado vacío, sin

un céntimo en el bolsillo y sin ovejas para guardar aquella noche. Pero las piedras eran

la prueba de que había encontrado un rey, un rey que sabía su historia, sabía acerca del

arma de su padre y de su primera experiencia sexual.

«Las piedras sirven para la adivinación. Se llaman Urim y Tumim». El muchacho

colocó de nuevo las piedras dentro del zurrón y decidió hacer la prueba. El viejo le

había dicho que formulara preguntas claras, porque las piedras sólo servían para quien

sabe lo que quiere.

El muchacho preguntó entonces si la bendición del viejo continuaba aún con él.

Sacó una de las piedras. Era «sí».

—¿Voy a encontrar mi tesoro?

Metió la mano en el saco para coger una piedra cuando ambas se escurrieron por

un agujero en la tela. El muchacho nunca se había dado cuenta de que su zurrón

estuviera roto. Se inclinó para recoger a Urim y Tumim y colocarlas otra vez dentro. Al

verlas en el suelo, sin embargo, otra frase surgió en su cabeza.

«Aprende a respetar y a seguir las señales» le había dicho el viejo rey.

Una señal. El chico se rio para sus adentros. Después recogió las dos piedras del

suelo y las volvió a colocar en el zurrón. No pensaba coser el agujero: las piedras

podrían escaparse por allí siempre que quisieran. Había entendido que no se deben

preguntar ciertas cosas para no huir del propio destino. «Prometí tomar mis propias

decisiones», se dijo.

Pero las piedras le habían dicho que el viejo seguía con él, y eso le dio más

confianza. Miró nuevamente el mercado vacío y ya no sintió la desesperación de antes.

No era un mundo extraño; era un mundo nuevo.

Y, al fin y al cabo, todo lo que él quería era exactamente eso: conocer mundos

nuevos. Incluso aunque jamás llegase hasta las Pirámides él ya había ido mucho más

lejos que cualquier pastor que conociese. «¡Ah, si ellos supieran que apenas a dos

horas de barco existen tantas cosas diferentes!»

El mundo nuevo aparecía frente a él bajo la forma de un mercado vacío, pero él ya

había visto aquel mercado lleno de vida y nunca más lo olvidaría. Se acordó de la

espada: le costó muy caro contemplarla durante unos instantes, pero tampoco había

visto nada igual en su vida.

Sintió de repente que él podía contemplar el mundo como una pobre víctima de un

ladrón o como un aventurero en busca de un tesoro.

«Soy un aventurero en busca de un tesoro», pensó, antes de que un inmenso

cansancio le hiciese caer dormido.

Lo despertó un hombre que le estaba tocando con el codo. Se había dormido en

medio del mercado y la vida de aquella plaza estaba a punto de recomenzar.

Miró a su alrededor, buscando a sus ovejas, y se dio cuenta de que estaba en otro

mundo. En vez de sentirse triste, se sintió feliz. Ya no tenía que seguir buscando agua y

comida; ahora podía seguir en busca de un tesoro. No tenía un céntimo en el bolsillo,

pero tenía fe en la vida. La noche anterior había escogido ser un aventurero, igual que

los personajes de los libros que solía leer.

Comenzó a deambular sin prisa por la plaza. Los comerciantes levantaban sus

paradas; ayudó a un pastelero a montar la suya. Había una sonrisa diferente en el rostro

de aquel pastelero: estaba alegre, despierto ante la vida, listo para empezar un buen día

de trabajo. Era una sonrisa que le recordaba algo al viejo, aquel viejo y misterioso rey

que había conocido.

«Éste pastelero no hace dulces porque quiera viajar, o porque se quiera casar con

la hija de un comerciante. Éste pastelero hace dulces porque le gusta hacerlos», pensó

el muchacho, y notó que podía hacer lo mismo que el viejo: saber si una persona está

próxima o distante de su Leyenda Personal sólo con mirarla. «Es fácil, yo nunca me

había dado cuenta de esto».

Cuando acabaron de montar el tenderete, el pastelero le ofreció el primer dulce que

había hecho. El muchacho se lo comió, le dio las gracias y siguió su camino. Cuando ya

se había alejado un poco se acordó de que se había montado el puesto entre una

persona que hablaba árabe y la otra, español. Y se habían entendido perfectamente.

«Existe un lenguaje que va más allá de las palabras —pensó el muchacho—. Ya lo

experimenté con mis ovejas, y ahora lo practico con los hombres».

Estaba aprendiendo varias cosas nuevas. Cosas que él ya había experimentado y

que, sin embargo, eran nuevas porque habían pasado por él sin notarlas. Y no las había

notado porque estaba acostumbrado a ellas. «Si aprendo a descifrar este lenguaje sin

palabras, conseguiré descifrar el mundo».

«Todo es una sola cosa», había dicho el viejo.

Decidió caminar sin prisas y sin ansiedad por las callejuelas de Tánger; sólo así

conseguiría percibir las señales. Exigía mucha paciencia, pero ésta es la primera virtud

que un pastor aprende.

Nuevamente se dio cuenta de que estaba aplicando a aquel mundo extraño las

mismas lecciones que le habían enseñado sus ovejas.

«Todo es una sola cosa», había dicho el viejo.

El Mercader de Cristales vio nacer el día y sintió la misma angustia que

experimentaba todas las mañanas. Llevaba casi treinta años en aquel mismo lugar, una

tienda en lo alto de una ladera, donde raramente pasaba un comprador. Ahora era tarde

para cambiar las cosas: lo único que sabía hacer en la vida era comprar y vender

cristal. Hubo un tiempo en que mucha gente conocía su tienda: mercaderes árabes,

geólogos franceses e ingleses, soldados alemanes, siempre con dinero en el bolsillo.

En aquella época era una gran aventura vender cristales y él pensaba que se haría rico

y que tendría hermosas mujeres en su vejez.

Pero el tiempo fue pasando y la ciudad se transformó. Ceuta creció más que Tánger

y el comercio cambió de rumbo. Los vecinos se mudaron, y en la ladera quedaron muy

pocas tiendas. Y nadie subía la ladera por unas pocas tiendas.

Pero el Mercader de Cristales no tenía elección. Había pasado treinta años de su

vida comprando y vendiendo piezas de cristal, y ahora era demasiado tarde para

cambiar de rumbo.

Durante toda la mañana estuvo mirando el movimiento de la calle. Hacía aquello

desde años atrás, y ya conocía el horario de cada persona. Cuando faltaban algunos

minutos para el almuerzo, un muchacho extranjero se detuvo delante de su escaparate.

No iba mal vestido, pero los ojos experimentados del Mercader de Cristales

adivinaron que el muchacho no tenía dinero. Aun así decidió esperar un momento, hasta

que el muchacho se fuera. Había un cartel en la puerta en el que ponía que allí se

hablaban varias lenguas. El muchacho vio aparecer a un hombre tras el mostrador.

—Puedo limpiar estos jarros si usted quiere —dijo el chico—. Tal como están

ahora, nadie va a querer comprarlos.

El hombre lo miró sin decir nada.

—A cambio, usted me paga un plato de comida.

El hombre continuó en silencio, y el chico sintió que debía tomar una decisión.

Dentro de su zurrón tenía la chaqueta, que no iba a necesitar en el desierto. La sacó y

comenzó a limpiar los jarros. Durante media hora limpió todos los jarros del

escaparate; en ese intervalo entraron dos clientes y compraron algunas piezas al dueño.

Cuando acabó de limpiarlo todo, pidió al hombre un plato de comida.

—Vamos a comer —le dijo el Mercader de Cristales.

Colgó un cartel en la puerta y fueron hasta un minúsculo bar, situado en lo alto de la

ladera. En cuanto se sentaron a la única mesa existente, el Mercader de Cristales

sonrió.

—No era necesario limpiar nada —aseguró—. La ley del Corán obliga a dar de

comer a quien tiene hambre.

—¿Entonces por qué dejó que lo hiciera? —preguntó el muchacho.

—Porque los cristales estaban sucios. Y tanto tú como yo necesitábamos apartar

los malos pensamientos de nuestras cabezas.

Cuando acabaron de comer, el Mercader se dirigió al muchacho:

—Me gustaría que trabajases en mi tienda. Hoy entraron dos clientes mientras

limpiabas los jarros, y eso es buena señal.

«Las personas hablan mucho de señales —pensó el pastor—, pero no se dan cuenta

de lo que están diciendo. De la misma manera que yo no me daba cuenta de que desde

hacía muchos años hablaba con mis ovejas un lenguaje sin palabras».

—¿Quieres trabajar para mí? —insistió el Mercader.

—Puedo trabajar el resto del día —repuso el muchacho. Limpiaré hasta la

madrugada todos los cristales de la tienda. A cambio, necesito dinero para estar

mañana en Egipto.

El hombre rio.

—Aunque limpiases mis cristales durante un año entero, aunque ganases una buena

comisión de venta en cada uno de ellos, aún tendrías que conseguir dinero prestado

para ir a Egipto. Hay miles de kilómetros de desierto entre Tánger y las Pirámides.

Hubo un momento de silencio tan grande que la ciudad pareció haberse dormido. Ya no

existían los bazares, las discusiones de los mercaderes, los hombres que subían a los

alminares y cantaban, las bellas espadas con sus empuñaduras con piedras incrustadas.

Ya se habían terminado la esperanza y la aventura, los viejos reyes y las Leyendas

Personales, el tesoro y las Pirámides. Era como si todo el mundo permaneciese

inmóvil, porque el alma del muchacho estaba en silencio. No había ni dolor, ni

sufrimiento, ni decepción; sólo una mirada vacía a través de la pequeña puerta del bar,

y unas tremendas ganas de morir, de que todo se acabase para siempre en aquel

instante.

El Mercader, asustado, miró al muchacho. Era como si toda la alegría que había

visto en él aquella mañana hubiese desaparecido de repente.

—Puedo darte dinero para que vuelvas a tu tierra, hijo mío —le ofreció.

El muchacho continuó en silencio. Después se levantó, se arregló la ropa y cogió el

zurrón.

—Trabajaré con usted —dijo. Y después de otro largo silencio, añadió—:

Necesito dinero para comprar algunas ovejas.

SEGUNDA PARTE

El muchacho llevaba casi un mes trabajando para el Mercader de Cristales, pero aquél

no era exactamente el tipo de empleo que lo hacía feliz. El Mercader se pasaba el día

entero refunfuñando detrás del mostrador, pidiéndole que tuviera cuidado con las

piezas, que no fuera a romper nada.

Pero continuaba en el empleo porque a pesar de que el mercader era un viejo

cascarrabias, no era injusto; el muchacho recibía una buena comisión por cada pieza

vendida, y ya había conseguido juntar algún dinero. Aquélla mañana había hecho

ciertos cálculos: si continuaba trabajando todos los días a ese ritmo, necesitaría un año

entero para poder comprar algunas ovejas.

—Me gustaría hacer una estantería para los cristales —dijo el muchacho al

Mercader—. Podríamos colocarla en el exterior para captar la atención de los que

pasan por la parte de abajo de la ladera.

—Nunca he hecho ninguna estantería hasta ahora —repuso el Mercader—. La gente

puede tropezar al pasar, y los cristales se romperían.

—Cuando yo andaba por el campo con las ovejas, si encontraban una serpiente

podían morir. Pero esto forma parte de la vida de las ovejas y de los pastores.

El Mercader atendió a un cliente que deseaba tres jarras de cristal. Estaba

vendiendo mejor que nunca, como si hubieran vuelto los buenos tiempos en que aquella

calle era una de las principales atracciones de Tánger.

—Ya hay mucho movimiento —dijo al muchacho cuando el cliente se fue—. El

dinero permite que yo viva mejor y a ti te devolverá las ovejas en poco tiempo. ¿Para

qué exigir más de la vida?

—Porque tenemos que seguir las señales —respondió el muchacho, casi sin querer;

y se arrepintió de lo que había dicho, porque el Mercader nunca se había encontrado

con un rey. «Se llama Principio Favorable, la suerte del principiante. Porque la vida

quiere que tú vivas tu Leyenda Personal», había dicho el viejo.

El Mercader, no obstante, entendía lo que el chico decía. Su simple presencia en la

tienda era ya una señal y con todo el dinero que entraba diariamente en la caja él no

podía estar arrepentido de haber contratado al español. Aunque el chico estuviera

ganando más de lo que debía, porque como él había pensado que las ventas ya no

aumentarían jamás, le había ofrecido una comisión alta, y su intuición le decía que en

breve el chico estaría junto a sus ovejas.

—¿Por qué querías ir a las Pirámides? —preguntó para cambiar el tema de la

estantería.

—Porque siempre me han hablado de ellas —dijo el chico sin mencionar su sueño.

Ahora el tesoro era un recuerdo siempre doloroso y él trataba en la medida de lo

posible de evitarlo.

—Yo aquí no conozco a nadie que quiera atravesar el desierto sólo para ver las

Pirámides —replicó el Mercader—. No son más que una montaña de piedras. Tú

puedes construirte una en tu huerto.

—Usted nunca soñó con viajar —dijo el muchacho mientras iba a atender a un

nuevo cliente que entraba en la tienda.

Dos días después el viejo buscó al chico para hablar de la estantería.

—No me gustan los cambios —le dijo—. Ni tú ni yo somos como Hassan, el rico

comerciante. Si él se equivoca en una compra, no le afecta demasiado. Pero nosotros

dos tenemos que convivir siempre con nuestros errores.

«Es verdad», pensó el chico.

—¿Por qué quieres hacer la estantería? —preguntó el Mercader.

—Quiero volver lo más pronto posible con mis ovejas. Tenemos que aprovechar

cuando la suerte está de nuestro lado, y hacer todo lo posible por ayudarla, de la misma

manera que ella nos está ayudando. Se llama Principio Favorable, o «suerte del

principiante».

El viejo permaneció algún tiempo callado. Después dijo:

—El Profeta nos dio el Corán y nos dejó únicamente cinco obligaciones que

tenemos que cumplir en nuestra existencia. La más importante es la siguiente: sólo

existe un Dios. Las otras son: rezar cinco veces al día, ayunar en el mes del Ramadán,

hacer caridad con los pobres…

Se interrumpió. Sus ojos se llenaron de lágrimas al hablar del Profeta. Era un

hombre fervoroso y, a pesar de su carácter impaciente, procuraba vivir su vida de

acuerdo con la ley musulmana. —¿Y cuál es la quinta obligación? —quiso saber el

muchacho.

—Hace dos días me dijiste que yo nunca sentí deseos de viajar —repuso el

Mercader—. La quinta obligación de todo musulmán es hacer un viaje. Debemos ir, por

lo menos una vez en la vida, a la ciudad sagrada de La Meca.

»La Meca está mucho más lejos que las Pirámides. Cuando era joven, preferí juntar

el poco dinero que tenía para poner en marcha esta tienda. Pensaba ser rico algún día

para ir a La Meca. Empecé a ganar dinero, pero no podía dejar a nadie cuidando los

cristales porque son piezas muy delicadas. Al mismo tiempo, veía pasar frente a mi

tienda a muchas personas que se dirigían hacia allí. Algunos peregrinos eran ricos, e

iban con un séquito de criados y camellos, pero la mayor parte de las personas eran

mucho más pobres que yo.

»Todos iban y volvían contentos, y colocaban en la puerta de sus casas los

símbolos de la peregrinación. Uno de los que regresaron, un zapatero que vivía de

remendar botas ajenas, me dijo que había caminado casi un año por el desierto, pero

que se cansaba mucho más cuando tenía que caminar algunas manzanas en Tánger para

comprar cuero.

—¿Por qué no va a La Meca ahora? —inquirió el muchacho.

—Porque La Meca es lo que me mantiene vivo. Es lo que me hace soportar todos

estos días iguales, esos jarrones silenciosos en los estantes, la comida y la cena en

aquel restaurante horrible. Tengo miedo de realizar mi sueño y después no tener más

motivos para continuar vivo.

»Tú sueñas con ovejas y con Pirámides. Eres diferente de mí, porque deseas

realizar tus sueños. Yo sólo quiero soñar con La Meca. Ya imaginé miles de veces la

travesía del desierto, mi llegada a la plaza donde está la Piedra Sagrada, las siete

vueltas que debo dar en torno a ella antes de tocarla. Ya imaginé qué personas estarán a

mi lado, frente a mí, y las conversaciones y oraciones que compartiremos juntos. Pero

tengo miedo de que sea una gran decepción, y por eso sólo prefiero seguir soñando.

Ése día el Mercader dio permiso al muchacho para construir la estantería. No todos

pueden ver los sueños de la misma manera.

Pasaron más de dos meses y la estantería atrajo a muchos clientes a la tienda de los

cristales. El muchacho calculó que con seis meses más de trabajo ya podría volver a

España, comprar sesenta ovejas y aun otras sesenta más. En menos de un año habría

duplicado su rebaño, y podría negociar con los árabes, porque ya había conseguido

hablar aquella lengua extraña. Desde aquella mañana en el mercado no había vuelto a

utilizar el Urim y el Tumim, porque Egipto pasó a ser un sueño tan distante para él

como lo era la ciudad de La Meca para el Mercader. Sin embargo, el muchacho estaba

ahora contento con su trabajo y pensaba siempre en el momento en que desembarcaría

en Tarifa como un triunfador.

«Acuérdate de saber siempre lo que quieres», le había dicho el viejo rey. El chico

lo sabía, y trabajaba para lograrlo. Quizá su tesoro había sido llegar a esa tierra

extraña, encontrar a un ladrón y doblar el número de su rebaño sin haber gastado

siquiera un céntimo.

Estaba orgulloso de sí mismo. Había aprendido cosas importantes, como el

comercio de cristales, el lenguaje sin palabras y las señales. Una tarde vio a un hombre

en lo alto de la colina quejándose de que era imposible encontrar un lugar decente para

beber algo después de toda la subida. El muchacho ya conocía el lenguaje de las

señales, y llamó al viejo para conversar.

—Vamos a vender té para las personas que suben la colina —le dijo.

—Ya hay muchos que venden té por aquí —replicó el Mercader.

—Podemos vender té en jarras de cristal. Así la gente degustará el té y también

querrá comprar los recipientes de cristal. Porque lo que más seduce a los hombres es

la belleza.

El mercader contempló al chico durante algún tiempo sin decir nada. Pero aquella

tarde, después de rezar sus oraciones y cerrar la tienda, se sentó en el borde de la

acera con él y lo convidó a fumar narguile, aquella extraña pipa que usaban los árabes.

—¿Qué es lo que buscas? —preguntó el viejo Mercader de Cristales.

—Ya se lo dije. Tengo que volver a comprar las ovejas, y para eso necesito dinero.

El viejo colocó algunas brasas nuevas en el narguile y le dio una profunda calada.

—Hace treinta años que tengo esta tienda. Conozco el cristal bueno y el malo y

todos los detalles de su funcionamiento. Estoy acostumbrado a su tamaño y a su

movimiento. Si sirves té en los cristales, la tienda crecerá, y entonces tendré que

cambiar mi forma de vida.

—¿Y eso no es bueno?

—Estoy acostumbrado a mi vida. Antes de que llegaras, pensaba en todo el tiempo

que había perdido en el mismo lugar mientras mis amigos cambiaban, se iban a la

quiebra o progresaban. Esto me provocaba una inmensa tristeza. Ahora yo sé que no

era exactamente así: la tienda tiene el tamaño exacto que yo siempre quise que tuviera.

No quiero cambiar porque no sé cómo hacerlo. Ya estoy muy acostumbrado a mí

mismo.

El muchacho no sabía qué decir.

—Tú fuiste una bendición para mí —continuó el viejo—. Y hoy estoy entendiendo

una cosa: toda bendición no aceptada se transforma en maldición. Yo no quiero nada

más de la vida. Y tú me estás empujando a ver riquezas y horizontes que nunca conocí.

Ahora que los conozco, y que conozco mis inmensas posibilidades, me sentiré aún peor

de lo que me sentía antes. Porque sé que puedo tenerlo todo, y no lo quiero.

«Menos mal que no le dije nada al vendedor de palomitas de maíz», pensó el

muchacho.

Continuaron fumando el narguile durante algún tiempo, mientras el sol se escondía.

Estaban conversando en árabe, y el muchacho se sentía muy satisfecho por haber

logrado hablar el idioma. Hubo una época en la que creyó que las ovejas podían

enseñarle todo lo que hay que saber sobre el mundo. Pero las ovejas no podían enseñar

árabe.

«Debe de haber otras cosas en el mundo que las ovejas no pueden enseñar —pensó

el chico mirando al Mercader en silencio—. Porque ellas sólo se preocupan de buscar

agua y comida. Creo que no son ellas las que enseñan: soy yo quien aprendo».

—Maktub —dijo finalmente el Mercader.

—¿Qué significa eso?

—Tendrías que haber nacido árabe para entenderlo —repuso él—. Pero la

traducción sería algo así como «está escrito».

Y mientras apagaba las brasas del narguile, le dijo al muchacho que podía empezar

a vender el té en las jarras.

A veces es imposible detener el río de la vida.

Los hombres llegaban cansados después de subir la ladera. Y allí encontraban una

tienda de bellos cristales con refrescante té de menta. Los hombres entraban para beber

el té, que era servido en preciosas jarras de cristal.

«A mi mujer nunca se le ocurrió esto», pensaba uno, y compraba algunas piezas

porque iba a tener visitas por la noche, y quería impresionar a sus invitados con la

riqueza de aquellas jarras. Otro hombre afirmó que el té tiene siempre mejor sabor

cuando se sirve en recipientes de cristal, pues conservaban mejor su aroma. Un tercero

añadió que era tradición en Oriente utilizar jarras de cristal para el té, pues tenían

poderes mágicos.

En poco tiempo la noticia se difundió y muchas personas empezaron a subir hasta

lo alto de la ladera para conocer la tienda que estaba haciendo algo nuevo con un

comercio tan antiguo. Se abrieron otras tiendas que servían el té en vasos de cristal,

pero no estaban en la cima de una colina, y por eso siempre estaban desiertas.

El Mercader en seguida tuvo que contratar a dos empleados más. Pasó a importar,

junto con los cristales, cantidades enormes de té que diariamente consumían los

hombres y mujeres con sed de cosas nuevas.

Y así transcurrieron seis meses.

El muchacho se despertó antes de que saliera el sol. Habían pasado once meses y

nueve días desde que pisó por primera vez el continente africano.

Se vistió con su ropa árabe, de lino blanco, comprada especialmente para aquel

día. Se colocó el pañuelo en la cabeza, fijado por un anillo hecho de piel de camello.

Se calzó las sandalias nuevas y bajó sin hacer ruido.

La ciudad aún dormía. Se hizo un sandwich de sésamo y bebió té caliente en una

jarra de cristal. Después se sentó en el umbral de la puerta, fumando solo el narguile.

Fumó en silencio, sin pensar en nada, escuchando apenas el ruido siempre

constante del viento que soplaba trayendo el olor del desierto. Cuando acabó de fumar,

metió la mano en uno de los bolsillos del traje y se quedó algunos instantes

contemplando lo que había extraído de allí.

Era un gran mazo de billetes. El dinero suficiente para comprar ciento veinte

ovejas, un pasaje de regreso y una licencia de comercio entre su país y el país donde

estaba.

Esperó pacientemente a que el viejo se levantara y abriera la tienda. Entonces los

dos fueron juntos a tomar más té.

—Me voy hoy —dijo el muchacho—. Tengo dinero para comprar mis ovejas.

Usted tiene dinero para ir a La Meca.

El viejo no dijo nada.

—Le pido su bendición —insistió el muchacho—. Usted me ayudó.

El viejo continuó preparando el té en silencio. Poco después, no obstante, se

dirigió al muchacho. —Estoy orgulloso de ti —dijo—. Tú trajiste alma a mi tienda de

cristales. Pero sabes que yo no voy a ir a La Meca. Como también sabes que no

volverás a comprar ovejas.

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó el muchacho asustado.

—Maktub —repuso simplemente el viejo Mercader de Cristales.

Y lo bendijo.

El muchacho volvió a su cuarto para recoger sus cosas. Llenó tres bolsas. Cuando

ya estaba saliendo, reparó en su viejo zurrón de pastor tirado en un rincón. Estaba todo

arrugado, y él casi lo había olvidado. Allí dentro estaban aún el mismo libro y la

chaqueta. Cuando sacó esta última, pensando en regalársela a algún chico de la calle,

las dos piedras rodaron por el suelo. Urim y Tumim.

Entonces el muchacho se acordó del viejo rey, y se sorprendió al darse cuenta del

tiempo que hacía que no pensaba en él. Durante un año había trabajado sin parar,

pensando sólo en conseguir dinero para no tener que volver a España con la cabeza

gacha.

«Nunca desistas de tus sueños —había dicho el viejo rey—. Sigue las señales».

El muchacho recogió a Urim y Tumim del suelo y tuvo nuevamente aquella extraña

sensación de que el rey estaba cerca. Había trabajado duro un año, y las señales

indicaban que ahora era el momento de partir.

«Volveré a ser exactamente lo que era antes —pensó—. Aunque las ovejas no me

enseñaron a hablar árabe».

Las ovejas, sin embargo, le habían enseñado una cosa mucho más importante: que

había un lenguaje en el mundo que todos entendían, y que el muchacho había usado

durante todo aquel tiempo para hacer progresar la tienda. Era el lenguaje del

entusiasmo, de las cosas hechas con amor y con voluntad, en busca de algo que se

deseaba o en lo que se creía. Tánger ya había dejado de ser una ciudad extraña, y él

sentía que de la misma manera que había conquistado aquel lugar, podría conquistar el

mundo.

«Cuando deseas alguna cosa, todo el Universo conspira para que puedas

realizarla», había dicho el viejo rey.

Pero el viejo rey no había hecho referencia a robos, desiertos inmensos o personas

que conocen sus sueños pero que no desean realizarlos. El viejo rey no había dicho que

las Pirámides no eran más que una montaña de piedras, y que cualquiera podía hacer

una montaña de piedras en su huerto. Y se había olvidado de decir que cuando se tiene

dinero para comprar un rebaño mayor que el que se poseía, hay que comprar ese

rebaño.

El muchacho cogió el zurrón y lo juntó con sus otras bolsas. Bajó la escalera; el

viejo estaba atendiendo a una pareja extranjera, mientras otros dos clientes paseaban

por la tienda tomando el té en jarras de cristal. Había bastante movimiento para ser

aquella hora de la mañana.

Desde el lugar donde estaba, notó por primera vez que el cabello del Mercader le

recordaba bastante al del viejo rey. Y se acordó de la sonrisa del pastelero el primer

día en Tánger, cuando no tenía adonde ir ni qué comer; también aquella sonrisa hacía

recordar al viejo rey.

«Como si él hubiera pasado por aquí y hubiera dejado una marca —pensó—. Y

cada persona hubiera conocido ya a ese rey en algún momento de su vida. Al fin y al

cabo, él dijo que siempre aparecía para quien vive su Leyenda Personal».

Salió sin despedirse del Mercader de Cristales. No quería llorar porque la gente lo

podía ver. Pero sabía que iba a sentir nostalgia de todo aquel tiempo y de todas las

cosas buenas que había aprendido. Sin embargo, ahora tenía más confianza en sí mismo

y ánimos para conquistar el mundo.

«Pero estoy volviendo a los campos que ya conozco para conducir otra vez las

ovejas». Ya no estaba tan contento con su decisión; había trabajado un año entero para

realizar un sueño y cada minuto que pasaba ese sueño iba perdiendo importancia. Quizá

porque no era su sueño.

«Quién sabe si no es mejor ser como el Mercader de Cristales; él nunca irá a La

Meca y vivirá con la ilusión de conocerla». Pero estaba sosteniendo a Urim y Tumim

en sus manos, y estas piedras le traían la fuerza y la voluntad del viejo rey. Por una

coincidencia (o una señal, pensó el muchacho) llegó al bar donde había entrado el

primer día. No estaba el ladrón, y el dueño le trajo una taza de té.

«Siempre podré volver a ser pastor —pensó el muchacho—. Aprendí a cuidar las

ovejas y nunca más me olvidaré de cómo son. Pero tal vez no tenga otra oportunidad de

llegar hasta las Pirámides de Egipto. El viejo tenía un pectoral de oro y conocía mi

historia. Era un rey de verdad, un rey sabio».

Estaba apenas a dos horas de barco de las llanuras andaluzas, pero había un

desierto entero entre él y las Pirámides. El muchacho quizá contempló esta otra manera

de enfocar la misma situación: en realidad, estaba dos horas más cerca de su tesoro.

Aunque para caminar estas dos horas hubiera tardado un año entero.

«Sé por qué quiero volver a mis ovejas. Yo ya las conozco; no dan mucho trabajo,

y pueden ser amadas. No sé si el desierto puede ser amado, pero es el desierto que

esconde mi tesoro. Si no consigo encontrarlo, siempre podré volver a casa. Por lo

pronto la vida me ha dado suficiente dinero, y tengo todo el tiempo que necesito; ¿por

qué no?»

En aquel momento sintió una alegría inmensa. Siempre podía volver a ser pastor de

ovejas. Siempre podía volver a ser vendedor de cristales. Tal vez el mundo escondiera

otros muchos tesoros, pero él había tenido un sueño repetido y había encontrado a un

rey. Ésas cosas no le sucedían a cualquiera.

Cuando salió del bar estaba muy contento. Se había acordado de que uno de los

proveedores del Mercader traía los cristales en caravanas que cruzaban el desierto.

Mantuvo a Urim y Tumim en las manos; gracias a aquellas dos piedras había

reemprendido el camino hacia su tesoro.

«Siempre estoy cerca de los que viven su Leyenda Personal», había dicho el viejo

rey.

No costaba nada ir hasta el almacén y averiguar si las Pirámides estaban realmente

muy lejos.

El Inglés estaba sentado en el interior de una edificación que olía a animales, a

sudor y a polvo. Aquello no se podía considerar un almacén; apenas era un corral.

«Toda mi vida para tener que pasar por un lugar como éste —pensó mientras hojeaba

distraído una revista de química—. Diez años de estudio me conducen a un corral».

Pero era necesario seguir adelante. Tenía que creer en las señales. Durante toda su

vida, sus estudios se concentraron en la búsqueda del lenguaje único hablado por el

Universo. Primero se había interesado por el esperanto, después por las religiones y

finalmente por la Alquimia. Sabía hablar esperanto, entendía perfectamente las

diversas religiones, pero aún no era Alquimista. Es verdad que había conseguido

descifrar cosas importantes. Pero sus investigaciones llegaron hasta un punto a partir

del cual no podía progresar más. Había intentado en vano entrar en contacto con algún

alquimista. Pero los alquimistas eran personas extrañas, que sólo pensaban en ellos

mismos, y casi siempre rehusaban ayudar a los demás. Quién sabe si no habían

descubierto el secreto de la Gran Obra —llamada Piedra Filosofal— y por eso se

encerraban en su silencio.

Ya había gastado parte de la fortuna que su padre le había dejado buscando

inútilmente la Piedra Filosofal. Había consultado las mejores bibliotecas del mundo y

comprado los libros más importantes y más raros sobre Alquimia. En uno de ellos

descubrió que, muchos años atrás, un famoso alquimista árabe había visitado Europa.

Decían de él que tenía más de doscientos años, que había descubierto la Piedra

Filosofal y el Elixir de la Larga Vida. El Inglés se quedó impresionado con la historia.

Pero no habría pasado de ser una leyenda más si un amigo suyo, al volver de una

expedición arqueológica en el desierto, no le hubiese hablado de la existencia de un

árabe que tenía poderes excepcionales.

—Vive en el oasis de al-Fayum —dijo su amigo—. Y la gente dice que tiene

doscientos años y que es capaz de transformar cualquier metal en oro.

El Inglés no cabía en sí de tanta emoción. Inmediatamente canceló todos sus

compromisos, juntó sus libros más importantes y ahora estaba allí, en aquel almacén

parecido a un corral, mientras allá afuera una inmensa caravana se preparaba para

cruzar el Sahara. La caravana pasaba por al-Fayum.

«Tengo que conocer a ese maldito Alquimista», pensó el Inglés. Y el olor de los

animales se hizo un poco más tolerable.

Un joven árabe, también cargado de bolsas, entró en el lugar donde estaba el Inglés

y lo saludó.

—¿Adonde va? —preguntó el joven árabe.

—Al desierto —repuso el Inglés, y volvió a su lectura. Ahora no quería conversar.

Tenía que recordar todo lo que había aprendido durante diez años, porque el

Alquimista seguramente lo sometería a alguna especie de prueba.

El joven árabe sacó un libro escrito en español y empezó a leer. «¡Qué suerte!»,

pensó el Inglés. Él sabía hablar español mejor que árabe, y si este muchacho fuese

hasta al-Fayum tendría a alguien con quien conversar cuando no estuviese ocupado en

cosas importantes.

«Tiene gracia —pensó el muchacho mientras intentaba leer otra vez la escena del

entierro con que comenzaba el libro—. Hace casi dos años que empecé a leerlo y no

consigo pasar de estas páginas». Aunque no había un rey que lo interrumpiera, no

conseguía concentrarse. Aún tenía dudas respecto a su decisión. Pero se daba cuenta de

una cosa importante: las decisiones eran solamente el comienzo de algo. Cuando

alguien tomaba una decisión, estaba zambulléndose en una poderosa corriente que

llevaba a la persona hasta un lugar que jamás hubiera soñado en el momento de

decidirse.

«Cuando resolví ir en busca de mi tesoro, nunca imaginé que llegaría a trabajar en

una tienda de cristales —se dijo el muchacho para confirmar su razonamiento—. Del

mismo modo, el hecho de que me encuentre en esta caravana puede ser una decisión

mía, pero el curso que tomará será siempre un misterio».

Frente a él había un europeo que también iba leyendo. Era antipático y le había

mirado con desprecio cuando él entró. Podían haberse hecho buenos amigos, pero el

europeo había interrumpido la conversación.

El muchacho cerró el libro. No quería hacer nada que le hiciese parecerse a aquel

europeo. Sacó a Urim y Tumim del bolsillo y comenzó a jugar con ellos.

El extranjero dio un grito:

—¡Un Urim y un Tumim!

El chico volvió a guardar las piedras rápidamente.

—No están en venta —dijo.

—No valen mucho —replicó el Inglés—. No son más que cristales de roca. Hay

millones de cristales de roca en la tierra, pero para quien entiende, éstos son Urim y

Tumim. No sabía que existiesen en esta parte del mundo.

—Me las regaló un rey —aseguró el muchacho.

El extranjero se quedó mudo. Después metió la mano en su bolsillo y retiró,

tembloroso, dos piedras iguales.

—¿Has dicho un rey? —repitió.

—Y usted no cree que los reyes conversen con pastores —dijo el chico. Ésta vez

era él quien quería acabar la conversación.

—Al contrario. Los pastores fueron los primeros en reconocer a un rey que el resto

del mundo rehusó reconocer. Por eso es muy probable que los reyes conversen con los

pastores.

»Está en la Biblia —prosiguió el Inglés temiendo que el muchacho no lo estuviera

entendiendo—. El mismo libro que me enseñó a hacer este Urim y este Tumim. Éstas

piedras eran la única forma de adivinación permitida por Dios. Los sacerdotes las

llevaban en un pectoral de oro.

El muchacho se alegró enormemente de estar allí. —Quizá esto sea una señal —

dijo el Inglés como pensando en voz alta.

—¿Quién le habló de señales?

El interés del chico crecía a cada momento.

—Todo en la vida son señales —aclaró el Inglés cerrando la revista que estaba

leyendo—. El Universo fue creado por una lengua que todo el mundo entiende, pero

que ya fue olvidada. Estoy buscando ese Lenguaje Universal, entre otras cosas.

»Por eso estoy aquí. Porque tengo que encontrar a un hombre que conoce el

Lenguaje Universal. Un Alquimista.

La conversación fue interrumpida por el jefe del almacén.

—Tenéis suerte —dijo el árabe gordo—. Ésta tarde sale una caravana para alFayum.

—Pero yo voy a Egipto —replicó el muchacho.

—Al-Fayum está en Egipto —dijo el dueño—. ¿Qué clase de árabe eres tú?

El muchacho explicó que era español. El Inglés se sintió satisfecho: aunque vestido

de árabe, el joven, al menos, era europeo.

—Él llama «suerte» a las señales —dijo el Inglés después de que el árabe gordo se

fue—. Si yo pudiese, escribiría una gigantesca enciclopedia sobre las palabras

«suerte» y «coincidencia». Es con estas palabras con las que se escribe el Lenguaje

Universal.

Después comentó con el muchacho que no había sido «coincidencia» encontrarlo

con Urim y Tumim en la mano. Le preguntó si él también estaba buscando al

Alquimista.

—Voy en busca de un tesoro —confesó el muchacho, y se arrepintió de inmediato.

Pero el Inglés pareció no darle importancia.

—En cierta manera, yo también —dijo.

—Y ni siquiera sé lo que quiere decir Alquimia —añadió el muchacho, cuando el

dueño del almacén empezó a llamarlos para que salieran.

—Yo soy el Jefe de la Caravana —dijo un señor de barba larga y ojos oscuros—.

Tengo poder sobre la vida y la muerte de las personas que viajan conmigo. Porque el

desierto es una mujer caprichosa que a veces enloquece a los hombres.

Eran casi doscientas personas, y el doble de animales: camellos, caballos, burros,

aves. El Inglés llevaba varias maletas llenas de libros. Había mujeres, niños, y varios

hombres con espadas en la cintura y largas espingardas al hombro. Una gran algarabía

llenaba el lugar, y el Jefe tuvo que repetir varias veces sus palabras para que todos lo

oyesen.

—Hay varios hombres y dioses diferentes en el corazón de estos hombres. Pero mi

único Dios es Alá, y por él juro que haré todo lo posible para vencer una vez más al

desierto. Ahora quiero que cada uno de vosotros jure por el Dios en el que cree, en el

fondo de su corazón, que me obedecerá en cualquier circunstancia. En el desierto, la

desobediencia significa la muerte.

Un murmullo recorrió a todos los presentes, que estaban jurando en voz baja ante

su Dios. El muchacho juró por Jesucristo. El Inglés permaneció en silencio. El

murmullo se prolongó más de lo necesario para un simple juramento, porque las

personas también estaban pidiendo protección al cielo.

Se oyó un largo toque de clarín y cada cual montó en su animal. El muchacho y el

Inglés habían comprado camellos, y montaron en ellos con cierta dificultad. Al

muchacho le dio lástima el camello del Inglés: iba cargado con pesadas maletas llenas

de libros.

—No existen las coincidencias —dijo el Inglés intentando continuar la

conversación que habían iniciado en el almacén—. Fue un amigo quien me trajo hasta

aquí porque conocía a un árabe que…

Pero la caravana se puso en marcha y le resultó imposible escuchar lo que el Inglés

estaba diciendo. No obstante, el muchacho sabía exactamente de qué se trataba: era la

cadena misteriosa que va uniendo una cosa con otra, la misma que lo había llevado a

ser pastor, a tener el mismo sueño repetido, a estar en una ciudad cerca de África, y a

encontrar en la plaza a un rey, a que le robaran para conocer a un mercader de

cristales, y…

«Cuanto más se aproxima uno al sueño, más se va convirtiendo la Leyenda Personal

en la verdadera razón de vivir», pensó el muchacho.

La caravana se dirigía hacia poniente. Viajaban por la mañana, paraban cuando el

sol calentaba más, y proseguían al atardecer. El muchacho conversaba poco con el

Inglés, que pasaba la mayor parte del tiempo entretenido con sus libros.

Entonces se dedicó a observar en silencio la marcha de animales y hombres por el

desierto. Ahora todo era muy diferente del día en que partieron. Aquél día de

confusión, gritos, llantos, criaturas y relinchos de animales se mezclaban con las

órdenes nerviosas de los guías y de los comerciantes. En el desierto, en cambio,

reinaba el viento eterno, el silencio y el casco de los animales. Hasta los guías

conversaban poco entre sí.

—He cruzado muchas veces estas arenas —dijo un camellero cierta noche—. Pero

el desierto es tan grande y los horizontes tan lejanos que hacen que uno se sienta

pequeño y permanezca en silencio.

El muchacho entendió lo que el camellero quería decir, aun sin haber pisado nunca

antes un desierto. Cada vez que miraba el mar o el fuego era capaz de quedarse horas

callado, sin pensar en nada, sumergido en la inmensidad y la fuerza de los elementos.

«Aprendí con las ovejas y aprendí con los cristales —pensó—. Puedo aprender

también con el desierto. Él me parece más viejo y más sabio».

El viento no paraba nunca. El muchacho se acordó del día en que sintió ese mismo

viento, sentado en un fuerte en Tarifa. Tal vez ahora estaría rozando levemente la lana

de sus ovejas, que seguían en busca de alimento y agua por los campos de Andalucía.

«Ya no son mis ovejas —se dijo sin nostalgia—. Deben de haberse acostumbrado a

otro pastor y ya me habrán olvidado. Es mejor así. Quien está acostumbrado a viajar,

como las ovejas, sabe que siempre es necesario partir un día».

También se acordó de la hija del comerciante y tuvo la seguridad de que ya se

habría casado. Quién sabe si con un vendedor de palomitas, o con un pastor que como

él supiera leer y contase historias extraordinarias; al fin y al cabo, él no debía de ser el

único. Pero se quedó impresionado con su presentimiento: quizá él estuviese

aprendiendo también esta historia del Lenguaje Universal, que sabe el pasado y

presente de todos los hombres. «Presentimientos», como acostumbraba decir su madre.

El muchacho comenzó a entender que los presentimientos eran las rápidas zambullidas

que el alma daba en esta corriente Universal de vida, donde la historia de todos los

hombres está ligada entre sí, y podemos saberlo todo, porque todo está escrito.

—Maktub —dijo el muchacho recordando las palabras del Mercader de Cristales.

El desierto a veces se componía de arena y otras veces de piedra. Si la caravana

llegaba frente a una piedra, la contorneaba; si se encontraba frente a una roca, daba una

larga vuelta. Si la arena era demasiado fina para los cascos de los camellos, buscaban

un lugar donde fuera más resistente. En algunas ocasiones el suelo estaba cubierto de

sal, lo cual indicaba que allí debía de haber existido un lago. Los animales entonces se

quejaban, y los camelleros se bajaban y los descargaban. Después se colocaban las

cargas en su propia espalda, pasaban sobre el suelo traicionero y nuevamente cargaban

a los animales. Si un guía enfermaba y moría, los camelleros echaban suertes y

escogían a un nuevo guía.

Pero todo esto sucedía por una única razón: por muchas vueltas que tuviera que dar,

la caravana se dirigía siempre a un mismo punto. Una vez vencidos los obstáculos,

volvía a colocarse de nuevo hacia el astro que indicaba la posición del oasis. Cuando

las personas veían aquel astro brillando en el cielo por la mañana, sabían que estaba

señalando un lugar con mujeres, agua, dátiles y palmeras. El único que no se enteraba

de todo eso era el Inglés, pues se pasaba la mayor parte del tiempo sumergido en la

lectura de sus libros.

El muchacho también tenía un libro que había intentado leer durante los primeros

días de viaje. Pero encontraba mucho más interesante contemplar la caravana y

escuchar el viento. Así que aprendió a conocer mejor a su camello y al aficionarse a él,

tiró el libro. Era un peso innecesario, aunque el chico había alimentado la superstición

de que cada vez que abría el libro encontraba a alguien importante.

Terminó trabando amistad con el camellero que viajaba siempre a su lado. De

noche, cuando paraban y descansaban alrededor de las hogueras, solía contarle sus

aventuras como pastor.

Durante una de esas conversaciones, el camellero comenzó a su vez a hablarle de

su vida.

—Yo vivía en un lugar cercano a El Cairo —le explicó—. Tenía mi huerto, mis

hijos y una vida que no iba a cambiar hasta el momento de mi muerte. Un año que la

cosecha fue excelente, fuimos todos hasta La Meca y yo cumplí con la única obligación

que me faltaba llevar a cabo en la vida. Podía morir en paz, y me agradaba la idea…

»Cierto día la tierra comenzó a temblar, y el Nilo se desbordó. Lo que yo pensaba

que sólo ocurría a los otros terminó pasándome a mí. Mis vecinos tuvieron miedo de

perder sus olivos con las inundaciones; mi mujer de que las aguas se llevaran a

nuestros hijos, y yo de ver destruido todo lo que había conquistado.

»Pero no hubo solución. La tierra quedó inservible y tuve que buscar otro medio de

subsistencia. Hoy soy camellero. Pero entonces entendí la palabra de Alá, nadie siente

miedo de lo desconocido porque cualquier persona es capaz de conquistar todo lo que

quiere y necesita.

»Sólo sentimos miedo de perder aquello que tenemos, ya sean nuestras vidas o

nuestras plantaciones. Pero este miedo pasa cuando entendemos que nuestra historia y

la historia del mundo fueron escritas por la misma Mano.

A veces las caravanas se encontraban durante la noche. Siempre una de ellas tenía

lo que la otra necesitaba, como si realmente todo estuviera escrito por una sola Mano.

Los camelleros intercambiaban informaciones sobre las tempestades de viento y se

reunían en torno a las hogueras para contar las historias del desierto.

En otras ocasiones llegaban misteriosos hombres encapuchados; eran beduinos que

espiaban las rutas seguidas por las caravanas. Traían noticias de asaltantes y de tribus

bárbaras. Llegaban y partían en silencio, con sus ropas negras que sólo dejaban ver los

ojos.

Una de esas noches el camellero se acercó hasta la hoguera donde el muchacho

estaba sentado junto al Inglés.

—Se rumorea que hay guerra entre los clanes —dijo el camellero.

Los tres se quedaron callados. El muchacho notó que el miedo flotaba en el aire,

aunque nadie dijese ni una palabra. Nuevamente estaba percibiendo el lenguaje sin

palabras, el Lenguaje Universal.

Poco después el Inglés preguntó si había peligro.

—Quien entra en el desierto no puede volver atrás —repuso el camellero—. Y

cuando no se puede volver atrás, sólo debemos preocuparnos por la mejor manera de

seguir hacia adelante. El resto es por cuenta de Alá, inclusive el peligro.

Y concluyó diciendo la misteriosa palabra: Maktub.

—Tendría que prestar más atención a las caravanas —dijo el muchacho al Inglés

cuando el camellero se fue—. Dan muchas vueltas, pero siempre mantienen el mismo

rumbo.

—Y tú tendrías que leer más sobre el mundo —replicó el Inglés—. Los libros son

igual que las caravanas.

El inmenso grupo de hombres y animales empezó a caminar más rápido. Además

del silencio durante el día, las noches —cuando las personas se reunían para conversar

en torno a las hogueras— comenzaron a hacerse también silenciosas. Cierto día el Jefe

de la Caravana decidió que no podían encenderse más hogueras, para no llamar la

atención.

Los viajeros se vieron obligados a formar un gran círculo con los animales y a

colocarse todos en el centro, intentando protegerse del frío nocturno. El Jefe instaló

centinelas armados alrededor del grupo.

Una de aquellas noches, el Inglés no podía dormir. Llamó al muchacho y

comenzaron a pasear por las dunas que rodeaban el campamento. Era una noche de luna

llena, y el muchacho contó al Inglés toda su historia.

El Inglés se quedó fascinado con el relato de la tienda que había prosperado

después de que el chico empezó a trabajar allí.

—Éste es el principio que mueve todas las cosas —dijo—. En Alquimia se le

denomina el Alma del Mundo. Cuando deseas algo con todo tu corazón, estás más

próximo al Alma del Mundo. Es una fuerza siempre positiva.

Le explicó también que esto no era un don exclusivo de los hombres; todas las

cosas sobre la faz de la Tierra tenían también una alma, independientemente de si era

mineral, vegetal, animal o apenas un simple pensamiento.

—Todo lo que está sobre la faz de la Tierra se transforma siempre, porque la

Tierra está viva, y tiene una alma. Somos parte de esta Alma y raramente sabemos que

ella siempre trabaja en nuestro favor. Pero tú debes entender que en la tienda de los

cristales, hasta los jarros estaban colaborando en tu éxito.

El muchacho se quedó callado unos instantes, mirando la luna y la arena blanca.

—He visto la caravana caminando a través del desierto —dijo por fin—. Ella y el

desierto hablan la misma lengua y por eso él permite que ella lo atraviese. Probará

cada paso suyo, para ver si está en perfecta sintonía con él; y si lo está, ella llegará al

oasis.

»Si uno de nosotros llegase aquí con mucho valor, pero sin entender este lenguaje,

moriría el primer día.

Continuaron mirando la luna juntos.

—Ésta es la magia de las señales —continuó el muchacho—. He visto cómo los

guías leen las señales del desierto y cómo el alma de la caravana conversa con el alma

del desierto.

Permanecieron varios minutos en silencio.

—Tengo que prestar más atención a la caravana —dijo por fin el Inglés.

—Y yo tengo que leer sus libros —dijo el muchacho. Eran libros extraños.

Hablaban de mercurio, sal, dragones y reyes, pero él no conseguía entender nada. Sin

embargo, había una idea que parecía repetirse en todos los libros: todas las cosas eran

manifestaciones de una cosa sola.

En uno de los libros descubrió que el texto más importante de la Alquimia constaba

de unas pocas líneas, y había sido escrito en una simple esmeralda.

—Es la Tabla de la Esmeralda —dijo el Inglés, orgulloso de enseñarle algo al

muchacho.

—Y entonces, ¿para qué tantos libros?

—Para entender estas líneas —repuso el Inglés, aunque no estaba muy convencido

de su propia respuesta.

El libro que más interesó al muchacho contaba la historia de los alquimistas

famosos. Eran hombres que habían dedicado toda su vida a purificar metales en los

laboratorios; creían que si un metal se mantenía permanentemente al fuego durante

muchos años, terminaría liberándose de todas sus propiedades individuales y sólo

restaría el Alma del Mundo. Ésta Cosa Única permitía que los alquimistas entendiesen

cualquier cosa sobre la faz de la Tierra, porque ella era el lenguaje a través del cual

las cosas se comunicaban. A este descubrimiento lo llamaban la Gran Obra, que estaba

compuesta por una parte líquida y una parte sólida.

—¿No basta con observar a los hombres y a las señales para descubrir este

lenguaje? —preguntó el chico.

—Tienes la manía de simplificarlo todo —repuso el Inglés irritado—. La Alquimia

es un trabajo muy serio. Exige que se siga cada paso exactamente como los maestros lo

enseñaron.

El muchacho descubrió que la parte líquida de la Gran Obra era llamada Elixir de

la Larga Vida, que curaba todas las enfermedades y evitaba que el alquimista

envejeciese. Y la parte sólida se conocía con el nombre de Piedra Filosofal.

—No es fácil descubrir la Piedra Filosofal —dijo el Inglés—. Los alquimistas

pasaban muchos años en los laboratorios contemplando aquel fuego que purificaba los

metales. Miraban tanto el fuego que poco a poco sus cabezas iban perdiendo todas las

vanidades del mundo. Entonces, un buen día, descubrían que la purificación de los

metales había terminado por purificarlos a ellos mismos.

El muchacho se acordó del Mercader de Cristales. Él le había dicho que era buena

idea limpiar los jarros para que ambos se liberasen también de los malos

pensamientos. Cada vez estaba más convencido de que la Alquimia podría aprenderse

en la vida cotidiana.

—Además —añadió el Inglés—, la Piedra Filosofal tiene una propiedad

fascinante: un pequeño fragmento de ella es capaz de transformar grandes cantidades de

metal en oro.

A partir de esta frase, el muchacho empezó a interesarse en la Alquimia. Pensaba

que, con un poco de paciencia, podría transformarlo todo en oro. Leyó la vida de

varias personas que lo habían conseguido: Helvetius, Elias, Fulcanelli, Geber. Eran

historias fascinantes: todos estaban viviendo hasta el final su Leyenda Personal.

Viajaban, encontraban sabios, hacían milagros frente a los incrédulos, poseían la

Piedra Filosofal y el Elixir de la Larga Vida.

Pero cuando quería aprender la manera de conseguir la Gran Obra, se quedaba

totalmente perdido. Eran sólo dibujos, instrucciones codificadas, textos oscuros.

—¿Por qué son tan difíciles? —preguntó cierta noche al Inglés. Notó que el Inglés

andaba un poco malhumorado por la falta de sus libros.

—Para que sólo los que tienen la responsabilidad de entenderlos los entiendan —

repuso—. Imagina qué pasaría si todo el mundo se pusiera a transformar el plomo en

oro. En poco tiempo el oro no valdría nada.

»Sólo los persistentes, sólo aquellos que investigan mucho, son los que consiguen

la Gran Obra. Por eso estoy en medio de este desierto. Para encontrar a un verdadero

Alquimista que me ayude a descifrar los códigos.

—¿Cuándo se escribieron estos libros? —quiso saber el muchacho.

—Muchos siglos atrás.

—En aquella época no había imprenta —insistió el muchacho—, por lo tanto, no

había posibilidad de que todo el mundo pudiera conocer la Alquimia. ¿Por qué,

entonces, ese lenguaje tan extraño, tan lleno de dibujos?

El Inglés no respondió. Dijo que desde hacía varios días estaba prestándole mucha

atención a la caravana y que no conseguía descubrir nada nuevo. Lo único que había

notado era que los comentarios sobre la guerra aumentaban cada vez más.

Un buen día el muchacho devolvió los libros al Inglés. —¿Entonces, has aprendido

mucho? —preguntó el otro expectante—. Empezaba a necesitar a alguien con quien

conversar para olvidar el miedo a la guerra. —He aprendido que el mundo tiene una

Alma y que quien entienda esa Alma entenderá el lenguaje de las cosas. Aprendí que

muchos alquimistas vivieron su Leyenda Personal y terminaron descubriendo el Alma

del Mundo, la Piedra Filosofal y el Elixir.

»Pero, sobre todo, he aprendido que estas cosas son tan simples que pueden

escribirse sobre una esmeralda.

El Inglés se quedó decepcionado. Los años de estudio, los símbolos mágicos, las

palabras difíciles, los aparatos de laboratorio, nada de eso había impresionado al

muchacho. «Debe de tener una alma demasiado primitiva como para comprender esto»,

se dijo.

Cogió sus libros y los guardó en las alforjas que colgaban del camello.

—Vuelve a tu caravana —dijo—. Ella tampoco me ha enseñado gran cosa.

El muchacho volvió a contemplar el silencio del desierto y la arena que levantaban

los animales. «Cada uno tiene su manera de aprender —se repetía a sí mismo—. La

manera de él no es la mía, y la mía no es la de él. Pero ambos estamos buscando

nuestra Leyenda Personal, y yo lo respeto por eso».

La caravana comenzó a viajar día y noche. A cada momento aparecían los

mensajeros encapuchados, y el camellero que se había hecho amigo del muchacho

explicó que la guerra entre los clanes había comenzado. Tendrían mucha suerte si

conseguían llegar al oasis.

Los animales estaban agotados y los hombres cada vez más silenciosos. El silencio

era más terrible por la noche, cuando un simple relincho de camello —que antes no

pasaba de ser un relincho de camello— ahora asustaba a todo el mundo y podía ser una

señal de invasión.

El camellero, no obstante, no parecía estar muy impresionado con la amenaza de

guerra.

—Estoy vivo —dijo al muchacho mientras comía un plato de dátiles en la noche sin

hogueras ni luna—. Mientras estoy comiendo, no hago nada más que comer. Si

estuviera caminando, me limitaría a caminar. Si tengo que luchar, será un día tan bueno

para morir como cualquier otro.

»Porque no vivo ni en mi pasado ni en mi futuro. Tengo sólo el presente, y eso es lo

único que me interesa. Si puedes permanecer siempre en el presente serás un hombre

feliz. Percibirás que en el desierto existe vida, que el cielo tiene estrellas, y que los

guerreros luchan porque esto forma parte de la raza humana. La vida será una fiesta, un

gran festival, porque ella sólo es el momento que estamos viviendo.

Dos noches después, cuando se preparaba para dormir, el muchacho miró en

dirección al astro que seguían durante la noche. Le pareció que el horizonte estaba un

poco más bajo, porque sobre el desierto había centenares de estrellas. —Es el oasis —

dijo el camellero. —¿Y por qué no vamos inmediatamente? —Porque necesitamos

dormir.

El muchacho abrió los ojos cuando el sol comenzaba a nacer. Frente a él, donde las

pequeñas estrellas habían estado durante la noche, se extendía una fila interminable de

palmeras que cubría todo el horizonte.

—¡Lo conseguimos! —dijo el Inglés, que también acababa de levantarse.

El muchacho, sin embargo, permaneció callado. Había aprendido el silencio del

desierto y se contentaba con mirar las palmeras que tenía delante de él. Aún debía

caminar mucho para llegar a las Pirámides, y algún día aquella mañana no sería más

que un recuerdo. Pero ahora era el momento presente, la fiesta que había descrito el

camellero, y él estaba procurando vivirlo con las lecciones de su pasado y los sueños

de su futuro. Un día, aquella visión de millares de palmeras sería sólo un recuerdo.

Pero para él, en este momento, significaba sombra, agua y un refugio para la guerra. De

la misma manera que un relincho de camello podía transformarse en peligro, una hilera

de palmeras podía significar un milagro.

«El mundo habla muchos lenguajes», pensó el muchacho.

«Cuando los tiempos van deprisa, las caravanas corren también», pensó el

Alquimista mientras veía llegar a centenares de personas y animales al Oasis. Los

habitantes gritaban detrás de los recién llegados, el polvo cubría el sol del desierto y

los niños saltaban de excitación al ver a los extraños. El Alquimista vio cómo los jefes

tribales se aproximaban al Jefe de la Caravana y conversaban largamente entre sí.

Pero nada de todo aquello interesaba al Alquimista. Ya había visto a mucha gente

llegar y partir, mientras el Oasis y el desierto permanecían invariables. Había visto a

reyes y mendigos pisando aquellas arenas que siempre cambiaban de forma a causa del

viento, pero que eran las mismas que él había conocido de niño. Aun así, no conseguía

contener en el fondo de su corazón un poco de la alegría de vida que todo viajero

experimentaba cuando, después de tierra amarilla y cielo azul, el verde de las palmeras

aparecía delante de sus ojos. «Tal vez Dios haya creado el desierto para que el hombre

pueda sonreír con las palmeras», pensó.

Después decidió concentrarse en asuntos más prácticos. Sabía que en aquella

caravana venía el hombre al cual debía enseñar parte de sus secretos. Las señales se lo

habían contado. Aún no conocía a ese hombre, pero sus ojos experimentados lo

reconocerían en cuanto lo viese. Esperaba que fuese alguien tan capaz como su

aprendiz anterior.

«No sé por qué estas cosas tienen que ser transmitidas de boca a oreja», pensaba.

No era exactamente porque fueran secretas, pues Dios revelaba pródigamente sus

secretos a todas las criaturas.

Él sólo tenía una explicación para este hecho: las cosas tenían que ser transmitidas

así porque estarían hechas de Vida Pura, y este tipo de vida difícilmente consigue ser

captado en pinturas o palabras.

Porque las personas se fascinan con pinturas y palabras y terminan olvidando el

Lenguaje del Mundo.

Los recién llegados fueron conducidos inmediatamente ante los jefes tribales de alFayum. El muchacho no podía creer lo que estaba viendo: en vez de ser un pozo

rodeado de palmeras —como había leído cierta vez en un libro de historia—, el oasis

era mucho mayor que muchas aldeas de España. Tenía trescientos pozos, cincuenta mil

palmeras datileras y muchas tiendas de colores diseminadas entre ellas.

—Parece las Mil y Una Noches —dijo el Inglés, impaciente por encontrarse con el

Alquimista.

En seguida se vieron rodeados de chiquillos, que contemplaban curiosos a los

animales, los camellos y las personas que llegaban. Los hombres querían saber si

habían visto algún combate y las mujeres se disputaban los tejidos y piedras que los

mercaderes habían traído. El silencio del desierto parecía un sueño distante; las

personas hablaban sin parar, reían y gritaban, como si hubiesen salido de un mundo

espiritual para estar de nuevo entre los hombres. Estaban contentos y felices.

A pesar de las precauciones del día anterior, el camellero explicó al muchacho que

los oasis en el desierto eran siempre considerados terreno neutral, porque la mayor

parte de sus habitantes eran mujeres y niños, y había oasis en ambos bandos. Así, los

guerreros lucharían en las arenas del desierto, pero respetarían los oasis como

ciudades de refugio. El Jefe de la Caravana los reunió a todos con cierta dificultad y

comenzó a darles instrucciones. Permanecerían allí hasta que la guerra entre los clanes

hubiese terminado. Como eran visitantes, deberían compartir las tiendas con los

habitantes del oasis, que les cederían los mejores lugares. Era la hospitalidad que

imponía la Ley. Después pidió que todos, inclusive sus propios centinelas, entregasen

las armas a los hombres indicados por los jefes tribales.

—Son las reglas de la guerra —explicó el Jefe de la Caravana. De esta manera, los

oasis no pueden hospedar a ejércitos ni guerreros.

Para sorpresa del muchacho, el Inglés sacó de su chaqueta un revólver cromado y

lo entregó al hombre que recogía las armas.

—¿Para qué quiere un revólver? —preguntó.

—Para aprender a confiar en los hombres —repuso el Inglés. Estaba contento por

haber llegado al final de su búsqueda.

El muchacho, en cambio, pensaba en su tesoro. Cuanto más se acercaba a su sueño,

más difíciles se tornaban las cosas. Ya no funcionaba aquello que el viejo rey había

llamado «suerte del principiante». Lo único que él sabía que funcionaba era la prueba

de la persistencia y del coraje de quien busca su Leyenda Personal. Por eso no podía

apresurarse, ni impacientarse. Si actuara así, terminaría no viendo las señales que Dios

había puesto en su camino.

«… que Dios colocó en mi camino», pensó el muchacho sorprendido. Hasta aquel

momento había considerado las señales como algo perteneciente al mundo. Algo como

comer o dormir, algo como buscar un amor o conseguir un empleo. Nunca antes había

pensado que éste era un lenguaje que Dios estaba usando para mostrarle lo que debía

hacer.

«No te impacientes —se repitió para sí—. Como dijo el camellero, come a la hora

de comer. Y camina a la hora de caminar».

El primer día todos durmieron de cansancio, inclusive el inglés. El muchacho

estaba instalado lejos de él, en una tienda con otros cinco jóvenes de edad similar a la

suya. Eran gente del desierto, y querían saber historias de las grandes ciudades.

El muchacho les habló de su vida de pastor, e iba a empezar a relatarles su

experiencia en la tienda de cristales cuando se presentó el Inglés.

—Te he buscado toda la mañana —dijo mientras se lo llevaba afuera—. Necesito

que me ayudes a descubrir dónde vive el Alquimista.

Empezaron por recorrer las tiendas donde vivieran hombres solos. Un Alquimista

seguramente viviría de manera diferente de las otras personas del oasis, y sería muy

probable que en su tienda hubiera un horno permanentemente encendido. Caminaron

bastante, hasta que se quedaron convencidos de que el oasis era mucho mayor de lo que

podían imaginar, y que albergaba centenares de tiendas.

—Hemos perdido casi todo el día —dijo el Inglés mientras se sentaba junto al

chico cerca de uno de los pozos del oasis.

—Será mejor que preguntemos —propuso el muchacho.

El Inglés no quería revelar su presencia en el oasis, y se mostró indeciso ante la

sugerencia. Pero acabó accediendo y le pidió al muchacho, que hablaba mejor el árabe,

que lo hiciera. Éste se aproximó a una mujer que había ido al pozo para llenar de agua

un saco de piel de carnero.

—Buenas tardes, señora. Me gustaría saber dónde vive un Alquimista en este oasis

—preguntó el muchacho.

La mujer le respondió que jamás había oído hablar de eso, y se marchó

inmediatamente. Antes, no obstante, avisó al chico de que no debía conversar con

mujeres vestidas de negro porque eran mujeres casadas, y él tenía que respetar la

Tradición.

El Inglés se quedó decepcionadísimo. Había hecho todo el viaje para nada. El

muchacho también se entristeció. Su compañero también estaba buscando su Leyenda

Personal, y cuando alguien hace esto, todo el Universo conspira para que la persona

consiga lo que desea. Lo había dicho el viejo rey, y no podía estar equivocado.

—Yo nunca había oído hablar antes de alquimistas —dijo el chico—. Si no

intentaría ayudarte.

De repente los ojos del Inglés brillaron.

—¡De eso se trata! ¡Quizá aquí nadie sepa lo que es un alquimista! Pregunta por el

hombre que cura las enfermedades en la aldea.

Varias mujeres vestidas de negro fueron a buscar agua al pozo, pero el muchacho

no se dirigió a ninguna de ellas, por más que el Inglés le insistió. Hasta que por fin se

acercó un hombre.

—¿Conoce a alguien que cure las enfermedades aquí? —preguntó el chico.

—Alá cura todas las enfermedades —dijo el hombre, visiblemente espantado por

los extranjeros—. Vosotros estáis buscando brujos.

Y después de recitar algunos versículos del Corán, siguió su camino. Otro hombre

se aproximó. Era más viejo, y traía sólo un pequeño cubo. El muchacho repitió la

pregunta.

—¿Por qué queréis conocer a esa clase de hombre? —respondió el árabe con otra

pregunta.

—Porque mi amigo viajó muchos meses para encontrarlo —repuso el chico.

—Si este hombre existe en el oasis, debe de ser muy poderoso —dijo el viejo

después de meditar unos instantes—. Ni los jefes tribales consiguen verlo cuando lo

necesitan. Sólo cuando él lo decide.

»Esperad a que termine la guerra. Y entonces, partid con la caravana. No queráis

entrar en la vida del oasis —concluyó alejándose.

Pero el Inglés quedó exultante. Estaban en la pista correcta.

Finalmente apareció una moza que no iba vestida de negro. Traía un cántaro en el

hombro, y la cabeza cubierta con un velo, pero tenía el rostro descubierto. El muchacho

se aproximó para preguntarle sobre el Alquimista.

Entonces fue como si el tiempo se parase y el Alma del Mundo surgiese con toda su

fuerza ante él. Cuando vio sus ojos negros, sus labios indecisos entre una sonrisa y el

silencio, entendió la parte más importante y más sabía del Lenguaje que todo el mundo

hablaba y que todas las personas de la tierra eran capaces de entender en sus

corazones. Y esto se llamaba Amor, algo más antiguo que los hombres y que el propio

desierto, y que sin embargo resurgía siempre con la misma fuerza dondequiera que dos

pares de ojos se cruzaran como se cruzaron los de ellos delante del pozo. Los labios

finalmente decidieron ofrecer una sonrisa, y aquello era una señal, la señal que él

esperó sin saberlo durante tanto tiempo en su vida, que había buscado en las ovejas y

en los libros, en los cristales y en el silencio del desierto.

Allí estaba el puro lenguaje del mundo, sin explicaciones, porque el Universo no

necesitaba explicaciones para continuar su camino en el espacio sin fin. Todo lo que el

muchacho entendía en aquel momento era que estaba delante de la mujer de su vida, y

sin ninguna necesidad de palabras, ella debía de saberlo también. Estaba más seguro

de esto que de cualquier cosa en el mundo, aunque sus padres, y los padres de sus

padres, dijeran que era necesario salir, simpatizar, prometerse, conocer bien a la

persona y tener dinero antes de casarse. Los que decían esto quizá jamás hubiesen

conocido el Lenguaje Universal, porque cuando nos sumergimos en él es fácil entender

que siempre existe en el mundo una persona que espera a otra, ya sea en medio del

desierto o en medio de una gran ciudad. Y cuando estas personas se cruzan y sus ojos

se encuentran, todo el pasado y todo el futuro pierde su importancia por completo, y

sólo existe aquel momento y aquella certeza increíble de que todas las cosas bajo el

sol fueron escritas por la misma Mano. La Mano que despierta el Amor, y que hizo un

alma gemela para cada persona que trabaja, descansa y busca tesoros bajo el sol.

Porque sin esto no habría ningún sentido para los sueños de la raza humana.

Maktub, pensó el muchacho.

El Inglés se levantó de donde estaba sentado y sacudió al chico.

—¡Vamos, pregúntaselo a ella!

Él se aproximó a la joven. Ella volvió a sonreír. Él sonrió también.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Me llamo Fátima —dijo la joven mirando al suelo.

—En la tierra de donde yo vengo algunas mujeres se llaman así.

—Es el nombre de la hija del Profeta —explicó Fátima—. Los guerreros lo

llevaron allí.

La delicada moza hablaba de los guerreros con orgullo. Como a su lado el Inglés

insistía, el muchacho le preguntó por el hombre que curaba todas las enfermedades.

—Es un hombre que conoce los secretos del mundo. Conversa con los djins del

desierto —dijo ella.

Los djins eran los demonios. La moza señaló hacia el sur, hacia el lugar donde

habitaba aquel extraño hombre.

Después llenó su cántaro y se fue. El Inglés se fue también, en busca del

Alquimista. Y el muchacho se quedó mucho tiempo sentado al lado del pozo,

entendiendo que algún día el Levante había dejado en su rostro el perfume de aquella

mujer, y que ya la amaba incluso antes de saber que existía, y que su amor por ella

haría que encontrase todos los tesoros del mundo.

Al día siguiente el muchacho volvió al pozo a esperar a la moza. Para su sorpresa,

se encontró allí con el Inglés, mirando por primera vez hacia el desierto.

—Esperé toda la tarde y toda la noche —le dijo—. Él llegó con las primeras

estrellas. Le conté lo que estaba buscando. Entonces él me preguntó si ya había

transformado plomo en oro, y yo le dije que eso era lo que quería aprender.

»Y me mandó intentarlo. Todo lo que me dijo fue: «Ve e inténtalo». El chico guardó

silencio. El Inglés había viajado tanto para oír lo que ya sabía. Entonces se acordó de

que él había dado seis ovejas al viejo rey por la misma razón.

—Entonces, inténtelo —le dijo al Inglés.

—Es lo que voy a hacer. Y empezaré ahora.

Al poco rato de haberse ido el Inglés, llegó Fátima para recoger agua con su

cántaro.

—Vine a decirte una cosa muy sencilla —dijo el chico—. Quiero que seas mi

mujer. Te amo.

La moza dejó que su cántaro derramase el agua.

—Te esperaré aquí todos los días. Crucé el desierto en busca de un tesoro que se

encuentra cerca de las Pirámides. La guerra fue para mí una maldición, pero ahora es

una bendición porque me mantiene cerca de ti.

—La guerra se acabará algún día —dijo la moza.

El muchacho miró las datileras del oasis. Había sido pastor. Y allí existían muchas

ovejas. Fátima era más importante que el tesoro.

—Los guerreros buscan sus tesoros —dijo la joven, como si estuviera adivinando

el pensamiento del muchacho—. Y las mujeres del desierto están orgullosas de sus

guerreros.

Después volvió a llenar su cántaro y se fue.

Todos los días el muchacho iba al pozo a esperar a Fátima. Le contó su vida de

pastor, su encuentro con el rey, su estancia en la tienda de cristales. Se hicieron amigos,

y a excepción de los quince minutos que pasaba con ella, el resto del día se le hacía

interminable. Cuando ya llevaba casi un mes en el oasis, el Jefe de la Caravana los

convocó a todos para una reunión.

—No sabemos cuándo se va a acabar la guerra, y no podemos seguir el viaje —

dijo—. Los combates durarán mucho tiempo, tal vez muchos años. Cuentan con

guerreros fuertes y valientes en ambos bandos, y existe el honor de combatir en ambos

ejércitos. No es una guerra entre buenos y malos. Es una guerra entre fuerzas que

luchan por el mismo poder, y cuando este tipo de batalla comienza, se prolonga más

que las otras, porque Alá está en los dos bandos.

Las personas se dispersaron. El muchacho se volvió a encontrar con Fátima aquella

tarde, y le habló de la reunión.

—El segundo día que nos encontramos —dijo ella—, me hablaste de tu amor.

Después me enseñaste cosas bellas, como el Lenguaje y el Alma del Mundo. Todo esto

me hace poco a poco ser parte de ti.

El muchacho oía su voz y la encontraba más hermosa que el sonido del viento entre

las hojas de las datileras.

—Hace mucho tiempo que estuve aquí, en este pozo, esperándote. No consigo

recordar mi pasado, la Tradición, la manera en que los hombres esperan que se

comporten las mujeres del desierto. Desde pequeña soñaba que el desierto me traería

el mayor regalo de mi vida. Éste regalo llegó, por fin, y eres tú.

El muchacho sintió deseos de tocar su mano. Pero Fátima estaba sosteniendo las

asas del cántaro.

—Tú me hablaste de tus sueños, del viejo rey y del tesoro. Me hablaste de las

señales. Ya no tengo miedo de nada, porque fueron estas señales las que te trajeron a

mí. Y yo soy parte de tu sueño, de tu Leyenda Personal, como sueles decir.

»Por eso quiero que sigas en la dirección de lo que viniste a buscar. Si tienes que

esperar hasta el final de la guerra, muy bien. Pero si tienes que partir antes, ve en

dirección a tu Leyenda. Las dunas cambian con el viento, pero el desierto sigue siendo

el mismo. Así sucederá con nuestro amor.

»Maktub —añadió—. Si yo soy parte de tu Leyenda, tú volverás un día.

El muchacho se quedó triste tras el encuentro con Fátima. Se acordaba de mucha

gente que había conocido. A los pastores casados les costaba mucho convencer a sus

esposas de que debían andar por los campos. El amor exigía estar junto a la persona

amada.

Al día siguiente contó todo esto a Fátima.

—El desierto se lleva a nuestros hombres y no siempre los devuelve —dijo ella—.

Entonces nos acostumbramos a esto. Y ellos pasan a existir en las nubes sin lluvia, en

los animales que se esconden entre las piedras, en el agua que brota generosa de la

tierra. Pasan a formar parte de todo, pasan a ser el Alma del Mundo.

»Algunos vuelven. Y entonces todas las mujeres se alegran, porque los hombres

que ellas esperan también pueden volver algún día. Antes yo miraba a esas mujeres y

envidiaba su felicidad. Ahora yo también tendré una persona a quien esperar.

»Soy una mujer del desierto, y estoy orgullosa de ello. Quiero que mi hombre

también camine libre como el viento que mueve las dunas. También quiero poder ver a

mi hombre en las nubes, en los animales y en el agua.

El muchacho fue a buscar al Inglés. Quería hablarle de Fátima. Se sorprendió al ver

que el Inglés había construido un pequeño horno al lado de su tienda. Era un horno

extraño, con un frasco transparente encima. El Inglés alimentaba el fuego con leña, y

miraba el desierto. Sus ojos parecían brillar más cuando pasaba todo el tiempo

leyendo libros.

—Ésta es la primera fase del trabajo —dijo—. Tengo que separar el azufre impuro.

Para esto, no puedo tener miedo de fallar. El miedo a fallar fue lo que me impidió

intentar la Gran Obra hasta hoy. Es ahora cuando estoy empezando lo que debería haber

comenzado diez años atrás. Pero me siento feliz de no haber esperado veinte años para

esto.

Y continuó alimentando el fuego y mirando el desierto. El muchacho se quedó junto

a él un rato, hasta que el desierto comenzó a ponerse rosado con la luz del atardecer.

Entonces sintió un inmenso deseo de ir hasta allí, para ver si el silencio conseguía

responder a sus preguntas.

Caminó sin rumbo por algún tiempo, manteniendo las palmeras del oasis al alcance

de sus ojos. Escuchaba el viento, y sentía las piedras bajo sus pies. A veces encontraba

alguna concha y sabía que aquel desierto, en una época remota, había sido un gran mar.

Después se sentó sobre una piedra y se dejó hipnotizar por el horizonte que tenía

delante de él. No conseguía entender el Amor sin el sentimiento de posesión; pero

Fátima era una mujer del desierto, y si alguien podía enseñarle esto era el desierto.

Se quedó así, sin pensar en nada, hasta que presintió un movimiento sobre su

cabeza. Miró hacia el cielo y vio que eran dos gavilanes que volaban muy alto.

El muchacho observó a los gavilanes, y los dibujos que trazaban en el cielo.

Parecía una cosa desordenada y, sin embargo, tenían algún sentido para él. Sólo que no

conseguía comprender su significado. Decidió que debía acompañar con los ojos el

movimiento de los pájaros, y quizá entonces pudiera leer algo. Tal vez el desierto

pudiera explicarle el amor sin posesión.

Empezó a sentir sueño. Su corazón le pidió que no se durmiera: por el contrario,

debía entregarse. «Estaba penetrando en el Lenguaje del Mundo y todo en esta tierra

tiene sentido, incluso el vuelo de los gavilanes», dijo. Y aprovechó la ocasión para

agradecer el hecho de estar lleno de amor por una mujer. «Cuando se ama, las cosas

adquieren aún más sentido», pensó.

De repente, un gavilán dio una rápida zambullida en el cielo y atacó al otro.

Cuando hizo este movimiento, el muchacho tuvo una súbita y rápida visión: un ejército,

con las espadas desenvainadas, entraba en el oasis. La visión desapareció en seguida,

pero aquello le dejó sobresaltado. Había oído hablar de los espejismos, y ya había

visto algunos: eran deseos que se materializaban sobre la arena del desierto. Sin

embargo, él no deseaba que ningún ejército invadiera el oasis.

Decidió olvidar todo aquello y volver a su meditación. Intentó nuevamente

concentrarse en el desierto color de rosa y en las piedras. Pero algo en su corazón lo

mantenía intranquilo.

«Sigue siempre las señales», le había dicho el viejo rey. Y el muchacho pensó en

Fátima. Se acordó de lo que había visto, y presintió lo que estaba a punto de suceder.

Con mucha dificultad salió del trance en que había entrado. Se levantó y comenzó a

caminar en dirección a las palmeras. Una vez más percibía el múltiple lenguaje de las

cosas: esta vez, el desierto era seguro, y el oasis se había transformado en un peligro.

El camellero estaba sentado al pie de una datilera, contemplando también la puesta

del sol. Vio salir al muchacho de detrás de una de las dunas.

—Se aproxima un ejército —dijo—. He tenido una visión.

—El desierto llena de visiones el corazón de un hombre —repuso el camellero.

Pero el muchacho le explicó lo de los gavilanes: estaba contemplando su vuelo

cuando se había sumergido de repente en el Alma del Mundo.

El camellero permaneció callado; entendía lo que el muchacho decía. Sabía que

cualquier cosa en la faz de la tierra puede contar la historia de todas las cosas. Si

abriese un libro en cualquier página, o mirase las manos de las personas, o las cartas

de la baraja, o el vuelo de los pájaros, o fuera lo que fuese, cualquier persona

encontraría alguna conexión de sentido con alguna situación que estaba viviendo. Pero

en verdad, no eran las cosas las que mostraban nada; eran las personas que, al

mirarlas, descubrían la manera de penetrar en el Alma del Mundo.

El desierto estaba lleno de hombres que se ganaban la vida porque podían penetrar

con facilidad en el Alma del Mundo. Se les conocía con el nombre de Adivinos, y eran

muy temidos por las mujeres y los ancianos. Los Guerreros raramente los consultaban,

porque era imposible entrar en una batalla sabiendo cuándo se va a morir. Los

Guerreros preferían el sabor de la lucha y la emoción de lo desconocido. El futuro

había sido escrito por Alá, y cualquier cosa que hubiese escrito era siempre para el

bien del hombre. Entonces los Guerreros apenas vivían el presente, porque el presente

estaba lleno de sorpresas y ellos tenían que vigilar muchas cosas: dónde estaba la

espada del enemigo, dónde estaba su caballo, cuál era el próximo golpe que debía

lanzar para salvar la vida.

El camellero no era un Guerrero, y ya había consultado a algunos Adivinos.

Muchos le habían dicho cosas acertadas, otros, cosas equivocadas. Hasta que uno de

ellos, el más viejo (y el más temido) le preguntó por qué estaba tan interesado en saber

su futuro.

—Para poder hacer las cosas —repuso el camellero—. Y cambiar lo que no me

gustaría que sucediera.

—Entonces dejará de ser tu futuro —replicó el Adivino.

—Entonces tal vez quiero conocer el futuro para prepararme para las cosas que

vendrán.

—Si son cosas buenas, cuando lleguen serán una agradable sorpresa —dijo el

Adivino—. Y si son malas, empezarás a sufrir mucho antes de que sucedan.

—Quiero conocer el futuro porque soy un hombre —dijo el camellero al Adivino

—. Y los hombres viven en función de su futuro.

El Adivino guardó silencio unos instantes. Él era especialista en el juego de

varillas, que se arrojaban al suelo y se interpretaban según la manera en que caían.

Aquél día él no lanzó las varillas, sino que las envolvió en un pañuelo y las volvió a

colocar en el bolsillo.

—Me gano la vida adivinando el futuro de las personas —dijo—. Conozco la

ciencia de las varillas y sé cómo utilizarla para penetrar en este espacio donde todo

está escrito. Allí puedo leer el pasado, descubrir lo que ya fue olvidado y entender las

señales del presente.

»Cuando las personas me consultan, yo no estoy leyendo el futuro; estoy adivinando

el futuro. Porque el futuro pertenece a Dios, y Él sólo lo revela en circunstancias

extraordinarias. ¿Y cómo consigo adivinar el futuro? Por las señales del presente. Es

en el presente donde está el secreto; si prestas atención al presente, podrás mejorarlo.

Y si mejoras el presente, lo que sucederá después también será mejor. Olvida el futuro

y vive cada día de tu vida en las enseñanzas de la Ley y en la confianza de que Dios

cuida de sus hijos. Cada día trae en sí la Eternidad. El camellero quiso saber cuáles

eran las circunstancias en las que Dios permitía ver el futuro:

—Cuando Él mismo lo muestra. Y Dios muestra el futuro raramente, y por una

única razón: es un futuro que fue escrito para ser cambiado.

Dios había mostrado un futuro al muchacho, pensó el camellero, porque quería que

el muchacho fuese Su instrumento.

—Ve a hablar con los jefes tribales —le dijo—. Háblales de los guerreros que se

aproximan.

—Se reirán de mí.

—Son hombres del desierto, y los hombres del desierto están acostumbrados a las

señales.

—Entonces ya deben de saberlo.

—Ellos no se preocupan por eso. Creen que si tienen que saber algo que Alá quiera

contarles, lo sabrán a través de alguna persona. Ya pasó muchas veces antes. Pero hoy,

esa persona eres tú.

El muchacho pensó en Fátima. Y decidió ir a ver a los jefes tribales.

—Traigo señales del desierto —dijo al guardián que estaba frente a la entrada de

la inmensa tienda blanca, en el centro del oasis—. Quiero ver a los jefes.

El guarda no respondió. Entró y tardó mucho en regresar. Lo hizo acompañado de

un árabe joven, vestido de blanco y oro. El muchacho contó al joven lo que había visto.

Él le pidió que esperase un poco y volvió a entrar.

Cayó la noche. Entraron y salieron varios árabes y mercaderes. Poco a poco las

hogueras se fueron apagando y el oasis comenzó a quedar tan silencioso como el

desierto. Sólo la luz de la gran tienda continuaba encendida. Durante todo este tiempo,

el muchacho estuvo pensando en Fátima, aún sin comprender la conversación de

aquella tarde.

Finalmente, después de muchas horas de espera, el guardián le mandó entrar.

Lo que vio lo dejó extasiado. Nunca hubiera podido imaginar que en medio del

desierto existiese una tienda como aquélla. El suelo estaba cubierto con las más bellas

alfombras que jamás había pisado y del techo pendían lámparas de metal amarillo

labrado, cubierto de velas encendidas. Los jefes tribales estaban sentados en el fondo

de la tienda, en semicírculo, descansando sus brazos y piernas en almohadas de seda

con ricos bordados. Diversos criados entraban y salían con bandejas de plata llenas de

especias y té. Algunos se encargaban de mantener encendidas las brasas de los

narguiles. Un suave aroma llenaba el ambiente.

Había ocho jefes, pero el muchacho pronto se dio cuenta de cuál era el más

importante: un árabe vestido de blanco y oro, sentado en el centro del semicírculo. A

su lado estaba el joven árabe con quien había conversado antes.

—¿Quién es el extranjero que habla de señales? —preguntó uno de los jefes

mirándole.

—Soy yo —repuso. Y le contó lo que había visto.

—¿Y por qué el desierto iba a contar esto a un extraño, cuando sabe que estamos

aquí desde varias generaciones? —dijo otro jefe tribal.

—Porque mis ojos aún no se han acostumbrado al desierto —respondió el

muchacho—, y puedo ver cosas que los ojos demasiado acostumbrados no consiguen

ver.

«Y porque yo sé acerca del Alma del Mundo», pensó para sí. Pero no dijo nada,

porque los árabes no creen en estas cosas.

—El Oasis es un terreno neutral. Nadie ataca a un Oasis —replicó un tercer jefe.

—Yo sólo cuento lo que vi. Si no queréis creerlo, no hagáis nada.

Un completo silencio se abatió sobre la tienda, seguido de una exaltada

conversación entre los jefes tribales. Hablaban en un dialecto árabe que el muchacho

no entendía, pero cuando hizo ademán de irse, un guardián le dijo que se quedara. El

muchacho empezó a sentir miedo; las señales decían que algo andaba mal. Lamentó

haber conversado con el camellero sobre esto.

De repente, el viejo que estaba en el centro insinuó una sonrisa casi imperceptible,

que tranquilizó al muchacho. El viejo no había participado en la discusión, ni había

dicho palabra hasta aquel momento. Pero el muchacho ya estaba acostumbrado al

Lenguaje del Mundo, y pudo sentir una vibración de Paz cruzando la tienda de punta a

punta. Su intuición le dijo que había actuado correctamente al ir.

La discusión terminó. Se quedaron en silencio durante algún tiempo, escuchando al

viejo. Después, éste se giró hacia el muchacho. Ésta vez su rostro era frío y distante.

—Hace dos mil años, en una tierra lejana, arrojaron a un pozo y vendieron como

esclavo a un hombre que creía en los sueños —dijo—. Nuestros mercaderes lo

compraron y lo trajeron a Egipto. Y todos nosotros sabemos que quien cree en los

sueños también sabe interpretarlos.

«Aun cuando no siempre consiga realizarlos», pensó el muchacho acordándose de

la vieja gitana.

—A causa de los sueños del faraón con vacas flacas y gordas, este hombre libró a

Egipto del hambre. Su nombre era José. También era un extranjero en una tierra

extranjera, como tú, y debía de tener más o menos tu edad.

El silencio continuó. Los ojos del viejo se mantenían fríos.

—Siempre seguimos la Tradición. La Tradición salvó a Egipto del hambre en

aquella época y lo convirtió en el más rico de todos los pueblos. La Tradición enseña

cómo los hombres deben atravesar el desierto y casar a sus hijas. La Tradición dice

que un Oasis es un terreno neutral, porque ambos lados tienen Oasis y son vulnerables.

Nadie dijo una palabra mientras el viejo hablaba.

—Pero la Tradición dice también que debemos creer en los mensajes del desierto.

Todo lo que sabemos nos lo enseñó el desierto.

El viejo hizo una señal y todos los árabes se levantaron. La reunión estaba a punto

de terminar. Los guardianes apagaron los narguiles y se alinearon en posición de

firmes. El muchacho se preparó para salir, pero el viejo habló una vez más:

—Mañana romperemos un acuerdo que dice que nadie en el oasis puede portar

armas. Durante todo el día aguardaremos a los enemigos. Cuando el sol descienda en el

horizonte, los hombres me devolverán las armas. Por cada diez enemigos muertos, tú

recibirás una moneda de oro.

»Sin embargo, las armas no pueden salir de su lugar sin experimentar la batalla.

Son caprichosas como el desierto, y si las acostumbramos a esto, la próxima vez

pueden tener pereza de disparar. Si al acabar el día de mañana ninguna de ellas ha sido

utilizada, por lo menos una será usada contra ti.

El oasis sólo estaba iluminado por la luna llena cuando el muchacho salió. Tenía

veinte minutos de caminata hasta su tienda y echó a andar.

Estaba asustado por todo lo sucedido. Se había sumergido en el Alma del Mundo y

el precio que tenía que pagar por creer en aquello era su vida. Una apuesta elevada.

Pero había apostado alto desde el día en que vendió sus ovejas para seguir su Leyenda

Personal. Y, como decía el camellero, no hay tanta diferencia entre morir mañana u otro

día. Cualquier día estaba hecho para ser vivido o para abandonar el mundo. Todo

dependía de una palabra: Maktub.

Caminó en silencio. No estaba arrepentido. Si muriese mañana sería porque Dios

no tendría ganas de cambiar el futuro. Pero moriría después de haber cruzado el

estrecho, trabajado en una tienda de cristales, conocido el silencio del desierto y los

ojos de Fátima. Había vivido intensamente cada uno de sus días desde que salió de su

casa, hacía ya tanto tiempo. Si muriese mañana, sus ojos habrían visto muchas más

cosas que los ojos de otros pastores, y el muchacho estaba orgulloso de ello.

De repente oyó un estruendo y fue arrojado súbitamente a tierra por el impacto de

un viento que no conocía. El lugar se llenó de una polvareda tan grande que casi cubrió

la luna. Y, ante él, un enorme caballo blanco se alzó sobre sus patas y dejó oír un

relincho aterrador.

El muchacho casi no podía ver lo que pasaba, pero cuando la polvareda se asentó

un poco, sintió un pavor como jamás había sentido antes. Sobre el caballo había un

caballero vestido de negro, con un halcón sobre su hombro izquierdo. Usaba turbante, y

un pañuelo le cubría todo el rostro, dejando ver sólo sus ojos. Parecía un mensajero

del desierto, pero su presencia era más fuerte que la de cualquier persona que hubiera

conocido en toda su vida.

El extraño caballero alzó una enorme espada curva que traía sujeta a la silla. El

acero brilló con la luz de la luna.

—¿Quién ha osado leer el vuelo de los gavilanes? —preguntó con una voz tan

fuerte que pareció resonar entre las cincuenta mil palmeras de al-Fayum.

—He sido yo —dijo el muchacho. Se acordó inmediatamente de la imagen de

Santiago Matamoros y de su caballo blanco con los infieles bajo sus patas. Era

exactamente igual. Sólo que ahora la situación estaba invertida—. He sido yo —repitió

bajando la cabeza para recibir el golpe de la espada—. Se salvarán muchas vidas

porque vosotros no contabais con el Alma del Mundo.

La espada, no obstante, no bajó de golpe. La mano del extraño fue descendiendo

lentamente, hasta que la punta de la lámina tocó la cabeza del chico. Era tan afilada que

salió una gota de sangre.

El caballero estaba completamente inmóvil. El muchacho también. Ni por un

momento pensó en huir. Una extraña alegría se había apoderado de su corazón: iba a

morir por su Leyenda Personal. Y por Fátima. Finalmente, las señales habían resultado

verdaderas. Allí estaba el Enemigo y precisamente por eso él no necesitaba

preocuparse por la muerte, porque había un Alma del Mundo. Dentro de poco él estaría

formando parte de ella. Y mañana el Enemigo, también.

El extraño, sin embargo, se limitaba a mantener la espada apoyada en su cabeza.

—¿Por qué leíste el vuelo de los pájaros?

—Leí sólo lo que los pájaros querían contar. Ellos quieren salvar el oasis, y

vosotros moriréis. El oasis tiene más hombres que vosotros.

La espada continuaba en su cabeza.

—¿Quién eres tú para cambiar el destino de Alá?

—Alá creó los ejércitos, y creó también los pájaros. Alá me mostró el lenguaje de

los pájaros. Todo fue escrito por la misma Mano —dijo el muchacho recordando las

palabras del camellero.

El extraño finalmente retiró la espada de la cabeza. El muchacho sintió cierto

alivio. Pero no podía huir.

—Cuidado con las adivinaciones —le advirtió el extraño—. Cuando las cosas

están escritas, no hay manera de evitarlas.

—Sólo vi un ejército —dijo el muchacho—. No vi el resultado de la batalla.

Al caballero pareció complacerle la respuesta. Pero mantenía la espada en la

mano.

—¿Qué es lo que haces, extranjero en una tierra extranjera?

—Busco mi Leyenda Personal. Algo que tú no entenderás nunca.

El caballero envainó su espada y el halcón en su hombro dio un grito extraño. El

muchacho empezó a tranquilizarse.

—Tenía que poner a prueba tu valor —dijo el extraño—. El coraje es el don más

importante para quien busca el Lenguaje del Mundo.

El muchacho se sorprendió. Aquél hombre hablaba de cosas que poca gente

conocía.

—Es necesario no claudicar nunca, aun habiendo llegado tan lejos —continuó—.

Es necesario amar el desierto, pero jamás confiar enteramente en él. Porque el desierto

es una prueba para todos los hombres; cada paso es una prueba, y mata a quien se

distrae.

Sus palabras le recordaban a las palabras del viejo rey.

—Si llegan los guerreros, y tu cabeza aún está sobre los hombros después de la

puesta de sol, búscame —dijo el extraño.

La misma mano que había empuñado la espada empuñó un látigo. El caballo se

empinó nuevamente levantando una nube de polvo.

—¿Dónde vives? —gritó el chico mientras el caballero se alejaba.

La mano con el látigo señaló hacia el sur.

El muchacho había encontrado al Alquimista.

A la mañana siguiente había dos mil hombres armados entre las palmeras de alFayum. Antes de que el sol llegase a lo alto del cielo, quinientos guerreros aparecieron

en el horizonte. Los jinetes entraron en el oasis por la parte norte; parecía una

expedición de paz, pero llevaban armas escondidas en sus mantos blancos. Cuando

llegaron cerca de la gran tienda que quedaba en el centro de al-Fayum, sacaron las

cimitarras y las espingardas. Pero lo único que atacaron fue una tienda vacía.

Los hombres del oasis cercaron a los jinetes del desierto. A la media hora había

cuatrocientos noventa y nueve cuerpos esparcidos por el suelo. Los niños estaban en el

otro extremo del bosque de palmeras, y no vieron nada. Las mujeres rezaban por sus

maridos en las tiendas, y tampoco vieron nada. Si no hubiera sido por los cuerpos

esparcidos, el oasis habría parecido vivir un día normal.

Sólo le perdonaron la vida a un guerrero: el comandante del batallón. Por la tarde

fue conducido ante los jefes tribales, que le preguntaron por qué había roto la

Tradición. El comandante respondió que sus hombres tenían hambre y sed, estaban

exhaustos por tantos días de batalla, y habían decidido tomar un oasis para poder

recomenzar la lucha.

El jefe tribal dijo que lo sentía por los guerreros, pero la Tradición jamás puede

quebrantarse. La única cosa que cambia en el desierto son las dunas cuando sopla el

viento.

Después condenó al comandante a una muerte sin honor. En vez de morir por el

acero o por una bala de fusil, fue ahorcado desde una palmera también muerta, y su

cuerpo se balanceó con el viento del desierto.

El jefe tribal llamó al extranjero y le dio cincuenta monedas de oro. Después

volvió a recordar la historia de José en Egipto y le pidió que fuese el Consejero del

Oasis.

Cuando el sol se hubo puesto por completo y las primeras estrellas comenzaron a

aparecer (no brillaban mucho, porque aún había luna llena), el muchacho se dirigió

caminando hacia el sur. Solamente había una tienda, y algunos árabes que pasaban por

allí decían que el lugar estaba lleno de djins. Pero el muchacho se sentó y esperó

durante mucho tiempo. El Alquimista apareció cuando la luna ya estaba alta en el cielo.

Traía dos gavilanes muertos en el hombro.

—Aquí estoy —dijo el muchacho.

—Pero no es aquí donde deberías estar —respondió el Alquimista—. ¿O tu

Leyenda Personal era llegar hasta aquí?

—Hay guerra entre los clanes. No se puede cruzar el desierto.

El Alquimista bajó del caballo e hizo una señal al muchacho para que entrase con

él en la tienda. Era una tienda igual que todas las otras que había conocido en el oasis

—exceptuando la gran tienda central, que tenía el lujo de los cuentos de hadas—. El

chico buscó con la mirada los aparatos y hornos de alquimia, pero no encontró nada:

sólo unos pocos libros apilados, un fogón para cocinar y las alfombras llenas de

dibujos misteriosos.

—Siéntate, que prepararé un té —dijo el Alquimista. Y nos comeremos juntos estos

gavilanes.

El muchacho sospechó que eran los mismos pájaros que había visto el día anterior,

pero no dijo nada. El Alquimista encendió el fuego y al poco tiempo un delicioso olor

a carne llenaba la tienda. Era mejor que el perfume de los narguiles.

—¿Por qué quiere verme? —preguntó el chico.

—Por las señales —repuso el Alquimista—. El viento me contó que vendrías y que

necesitarías ayuda.

—No soy yo. Es el otro extranjero, el Inglés. Él es quien lo estaba buscando.

—Él debe encontrar otras cosas antes de encontrarme a mí. Pero está en el camino

adecuado: ya ha empezado a contemplar el desierto.

—¿Y yo?

—Cuando se quiere algo, todo el Universo conspira para que esa persona consiga

realizar su sueño —dijo el Alquimista repitiendo las palabras del viejo rey. El

muchacho lo comprendió: otro hombre estaba en su camino para conducirlo hacia su

Leyenda Personal.

—Entonces, ¿usted me enseñará?

—No. Tú ya sabes todo lo que necesitas. Sólo te voy a ayudar a que puedas seguir

en dirección a tu tesoro.

—Pero hay una guerra entre los clanes —repitió el muchacho.

—Yo conozco el desierto.

—Ya encontré mi tesoro. Tengo un camello, el dinero de la tienda de cristales y

cincuenta monedas de oro. Puedo ser un hombre rico en mi tierra.

—Pero nada de esto está cerca de las Pirámides —dijo el Alquimista.

—Tengo a Fátima. Es un tesoro mayor que todo lo que conseguí juntar.

—Ella tampoco está cerca de las Pirámides.

Se comieron los gavilanes en silencio. El Alquimista abrió una botella y vertió un

líquido rojo en el vaso del muchacho. Era vino, uno de los mejores vinos que había

tomado en su vida. Pero el vino estaba prohibido por la Ley.

—El mal no es lo que entra en la boca del hombre —dijo el Alquimista—. El mal

es lo que sale de ella.

El muchacho empezó a sentirse alegre con el vino. Pero el Alquimista le inspiraba

miedo. Se sentaron fuera de la tienda contemplando el brillo de la luna, que ofuscaba a

las estrellas.

—Bebe y distráete un poco —dijo el Alquimista, que se había dado cuenta de que

el chico se iba poniendo cada vez más alegre—. Reposa como un guerrero reposa

siempre antes del combate. Pero no olvides que tu corazón está junto a tu tesoro. Y

debes hallar tu tesoro para que todo esto que descubriste durante el camino pueda

tomar sentido.

»Mañana vende tu camello y compra un caballo. Los camellos son traicioneros:

andan miles de pasos y no dan ninguna señal de cansancio. De repente, sin embargo, se

arrodillan y mueren. El caballo se va cansando poco a poco. Y tú siempre podrás saber

lo que puedes exigirle, o en qué momento va a morir.

A la noche siguiente, el muchacho apareció con un caballo en la tienda del

Alquimista. Esperó un poco y apareció montado en el suyo y con un halcón en el

hombro izquierdo.

—Muéstrame la vida en el desierto —dijo el Alquimista—. Sólo quien encuentra

vida puede encontrar tesoros.

Comenzaron a caminar por las arenas, con la luna aún brillando sobre ellos. «No sé

si conseguiré encontrar vida en el desierto —pensó el chico—. No conozco el

desierto».

Quiso decirle esto al Alquimista, pero le inspiraba miedo. Llegaron al lugar con

piedras donde había visto a los gavilanes en el cielo; ahora, todo era silencio y viento.

—No consigo encontrar vida en el desierto —dijo el muchacho—. Sé que existe,

pero no consigo encontrarla.

—La vida atrae a la vida —respondió el Alquimista.

El muchacho lo entendió. Al momento soltó las riendas de su caballo, que corrió

libremente por las piedras y la arena. El Alquimista los seguía en silencio. El caballo

del muchacho anduvo suelto casi media hora. Ya no se distinguían las palmeras del

oasis; sólo la luna gigantesca en el cielo y las rocas brillando con tonalidades

plateadas. De repente, en un lugar donde jamás había estado antes, el muchacho notó

que su caballo paraba.

—Aquí hay vida —le comunicó al Alquimista—. No conozco el lenguaje del

desierto, pero mi caballo conoce el lenguaje de la vida.

Desmontaron. El Alquimista no dijo nada. Comenzó a mirar las piedras, caminando

despacio. De repente se detuvo y se agachó cuidadosamente. Había un agujero en el

suelo, entre las piedras; el Alquimista metió la mano dentro del agujero y después todo

el brazo, hasta el hombro. Algo se movió allá dentro, y los ojos del Alquimista —el

muchacho sólo podía verle los ojos— se encogieron por el esfuerzo y la tensión. El

brazo parecía luchar con lo que había allí adentro. De repente, el Alquimista retiró el

brazo y se puso de pie de un salto. El muchacho se asustó. El Alquimista sostenía una

serpiente cogida por la cola.

El muchacho también dio un salto, sólo que hacia atrás. La serpiente se debatía sin

cesar, emitiendo ruidos y silbidos que herían el silencio del desierto. Era una naja,

cuyo veneno podía matar a un hombre en pocos minutos.

«Cuidado con el veneno», llegó a pensar el muchacho. Pero el Alquimista había

metido la mano en el agujero y con toda seguridad la serpiente ya le habría mordido.

Su rostro, no obstante, estaba tranquilo. «El Alquimista tiene doscientos años», había

dicho el Inglés. Ya debía de saber cómo tratar a las serpientes del desierto.

El muchacho vio cómo su compañero iba hasta su caballo y cogía la larga espada

en forma de media luna. Trazó un círculo en el suelo con ella y colocó a la serpiente en

el centro. El animal se tranquilizó inmediatamente.

—Puedes estar tranquilo —dijo el Alquimista—. No saldrá de ahí. Y tú ya has

descubierto la vida en el desierto, la señal que yo necesitaba.

—¿Por qué es tan importante esto?

—Porque las Pirámides están rodeadas de desierto.

El muchacho no quería oír hablar de las Pirámides. Desde la noche anterior su

corazón estaba pesaroso y triste, porque seguir en busca de su tesoro significaba tener

que abandonar a Fátima.

—Voy a guiarte a través del desierto —dijo el Alquimista. —Quiero quedarme en

el oasis —repuso el muchacho—. Ya encontré a Fátima. Y ella, para mí, vale más que

el tesoro.

—Fátima es una mujer del desierto —dijo el Alquimista—. Sabe que los hombres

deben partir para poder volver. Ella ya encontró su tesoro: tú. Ahora espera que tú

encuentres lo que buscas.

—¿Y si decido quedarme?

—Serás el Consejero del Oasis. Tienes oro suficiente como para comprar muchas

ovejas y muchos camellos. Te casarás con Fátima y viviréis felices el primer año.

Aprenderás a amar el desierto y conocerás cada una de las cincuenta mil palmeras.

Verás cómo crecen, mostrando un mundo siempre cambiante. Y entenderás cada vez

más las señales, porque el desierto es el mejor de todos los maestros.

»El segundo año te empezarás a acordar de que existe un tesoro. Las señales

empezarán a hablarte insistentemente sobre ello, y tú intentarás ignorarlas. Dedicarás

todos tus conocimientos al bienestar del oasis y de sus habitantes. Los jefes tribales te

quedarán agradecidos por ello. Y tus camellos te aportarán riqueza y poder.

»Al tercer año, las señales continuarán hablando de tu tesoro y tu Leyenda

Personal. Pasarás noches enteras andando por el oasis, y Fátima será una mujer triste,

porque ella fue la que interrumpió tu camino. Pero tú le darás amor, y ella te

corresponderá. Tú recordarás que ella jamás te pidió que te quedaras, porque una

mujer del desierto sabe esperar a su hombre. Por eso no puedes culparla. Pero andarás

muchas noches por las arenas del desierto y paseando entre las palmeras, pensando que

tal vez pudiste haber seguido adelante y haber confiado más en tu amor por Fátima.

Porque lo que te retuvo en el oasis fue tu propio miedo a no volver nunca. Y, a estas

alturas, las señales te indicarán que tu tesoro está enterrado para siempre.

»El cuarto año, las señales te abandonarán, porque tú no quisiste oírlas. Los Jefes

Tribales lo sabrán, y serás destituido del Consejo. Entonces serás un rico comerciante

con muchos camellos y muchas mercancías. Pero pasarás el resto de tus días vagando

entre las palmeras y el desierto, sabiendo que no cumpliste con tu Leyenda Personal y

que ya es demasiado tarde para ello.

»Sin comprender jamás que el Amor nunca impide a un hombre seguir su Leyenda

Personal. Cuando esto sucede, es porque no era el verdadero Amor, aquel que habla el

Lenguaje del Mundo.

El Alquimista deshizo el círculo en el suelo, y la serpiente corrió y desapareció

entre las piedras. El muchacho se acordaba del mercader de cristales, que siempre

quiso ir a La Meca, y del Inglés, que buscaba a un alquimista. Se acordaba también de

una mujer que confió en el desierto y un día el desierto le trajo a la persona a quien

deseaba amar.

Montaron en sus caballos y esta vez fue el muchacho quien siguió al Alquimista. El

viento traía los ruidos del oasis, y él intentaba identificar la voz de Fátima. Aquél día

no había ido al pozo a causa de la batalla.

Pero esta noche, mientras miraban a una serpiente dentro de un círculo, el extraño

caballero con su halcón en el hombro había hablado de amor y de tesoros, de las

mujeres del desierto y de su Leyenda Personal.

—Iré contigo —dijo el muchacho. E inmediatamente sintió paz en su corazón.

—Partiremos mañana, antes de que amanezca —fue la única respuesta del

Alquimista.

El muchacho se pasó toda la noche despierto. Dos horas antes del amanecer,

despertó a uno de los chicos que dormía en su tienda y le pidió que le mostrara dónde

vivía Fátima. Salieron juntos y fueron hasta allí. A cambio, el muchacho le dio dinero

para comprar una oveja.

Después le pidió que descubriera dónde dormía Fátima, que la despertara y le

dijese que él la estaba esperando. El joven árabe lo hizo, y a cambio recibió dinero

para comprar otra oveja.

—Ahora déjanos solos —dijo el muchacho al joven árabe, que volvió a su tienda a

dormir, orgulloso de haber ayudado al Consejero del Oasis y contento por tener dinero

para comprar ovejas.

Fátima apareció en la puerta de la tienda, y ambos se dirigieron hacia las palmeras.

El muchacho sabía que esto iba contra la Tradición, pero para él ahora eso carecía de

importancia.

—Me voy —dijo—. Y quiero que sepas que volveré. Te amo porque…

—No digas nada —le interrumpió Fátima—. Se ama porque se ama. No hay

ninguna razón para amar.

Pero el muchacho prosiguió:

—Yo te amo porque tuve un sueño, encontré un rey, vendí cristales, crucé el

desierto, los clanes declararon la guerra, y estuve en un pozo para saber dónde vivía un

Alquimista. Yo te amo porque todo el Universo conspiró para que yo llegara hasta ti.

Los dos se abrazaron. Era la primera vez que sus cuerpos se tocaban.

—Volveré —repitió el muchacho. —Antes yo miraba al desierto con deseo —dijo

Fátima—. Ahora lo haré con esperanza. Mi padre un día partió, pero volvió junto a mi

madre, y continúa volviendo siempre.

Y no dijeron nada más. Anduvieron un poco entre las palmeras y el muchacho la

dejó a la puerta de la tienda.

—Volveré como tu padre volvió para tu madre —aseguró.

Se dio cuenta de que los ojos de Fátima estaban llenos de lágrimas.

—¿Lloras?

—Soy una mujer del desierto —dijo ella escondiendo el rostro—. Pero por encima

de todo soy una mujer.

Fátima entró en la tienda. Dentro de poco amanecería. Cuando llegara el día, ella

saldría a hacer lo mismo que había hecho durante tantos años; pero todo habría

cambiado. El muchacho ya no estaría en el oasis, y el oasis no tendría ya el significado

que tenía hasta hacía unos momentos. Ya no sería el lugar con cincuenta mil palmeras y

trescientos pozos, adonde los peregrinos llegaban contentos después de un largo viaje.

El oasis, a partir de aquel día, sería para ella un lugar vacío.

A partir de aquel día el desierto iba a ser más importante. Siempre lo miraría

intentando saber cuál era la estrella que él debía de estar siguiendo en busca del

tesoro. Tendría que mandar sus besos con el viento con la esperanza de que tocase el

rostro del muchacho y le contase que estaba viva, esperando por él, como una mujer

espera a un hombre valiente que sigue en busca de sueños y tesoros. A partir de aquel

día, el desierto sería solamente una cosa: la esperanza de su retorno.

—No pienses en lo que quedó atrás —le advirtió el Alquimista cuando comenzaron

a cabalgar por las arenas del desierto—. Todo está grabado en el Alma del Mundo, y

allí permanecerá para siempre.

—Los hombres sueñan más con el regreso que con la partida —dijo el muchacho,

que ya se estaba volviendo a acostumbrar al silencio del desierto.

—Si lo que tú has encontrado está formado por materia pura, jamás se pudrirá. Y tú

podrás volver un día. Si fue sólo un momento de luz, como la explosión de una estrella,

entonces no encontrarás nada cuando regreses. Pero habrás visto una explosión de luz.

Y esto sólo ya habrá valido la pena.

El hombre hablaba usando el lenguaje de la Alquimia. Pero el muchacho sabía que

se estaba refiriendo a Fátima.

Era difícil no pensar en lo que había quedado atrás. El desierto, con su paisaje casi

siempre igual, acostumbraba a llenarse de sueños. El muchacho aún veía las palmeras,

los pozos y el rostro de la mujer amada. Veía al Inglés con su laboratorio y al

camellero, que era un maestro sin saberlo. «Tal vez el Alquimista no haya amado

nunca», pensó.

El Alquimista cabalgaba delante, con el halcón en el hombro. El halcón conocía

bien el lenguaje del desierto y cuando paraban, abandonaba el hombro y volaba en

busca de alimento. El primer día trajo una liebre. El segundo día, dos pájaros.

De noche extendían sus mantas y no encendían hogueras. Las noches del desierto

eran frías, y se fueron haciendo más oscuras a medida que la luna comenzó a menguar

en el cielo. Durante una semana anduvieron en silencio, conversando apenas sobre las

precauciones necesarias para evitar los combates entre los clanes. La guerra

continuaba, y el viento a veces traía el olor dulzón de la sangre. Alguna batalla se

había librado cerca, y el viento recordaba al muchacho que existía el Lenguaje de las

Señales, siempre dispuesto a mostrar lo que sus ojos no conseguían ver.

Cuando completaron siete días de viaje, el Alquimista decidió acampar más

temprano que de costumbre. El halcón salió en busca de caza y él sacó la cantimplora

de agua y se la ofreció al muchacho.

—Ahora estás casi al final de tu viaje —dijo el Alquimista—. Te felicito por haber

seguido tu Leyenda Personal.

—Y usted me está guiando en silencio —replicó el muchacho—. Pensé que me

enseñaría lo que sabe. Hace algún tiempo estuve en el desierto con un hombre que tenía

libros de Alquimia. Pero no conseguí aprender nada.

—Sólo existe una manera de aprender —respondió el Alquimista—. A través de la

acción. Todo lo que necesitabas saber te lo enseñó el viaje. Sólo falta una cosa.

El muchacho quiso saber qué era, pero el Alquimista mantuvo los ojos fijos en el

horizonte, esperando el regreso del halcón.

—¿Por qué le llaman Alquimista?

—Porque lo soy.

—¿Y en qué fallaron los otros alquimistas que buscaron oro y no lo consiguieron?

—Sólo buscaban oro —repuso su compañero—. Buscaban el tesoro de su Leyenda

Personal, sin desear vivir su propia Leyenda. —¿Qué es lo que me falta saber? —

insistió el muchacho.

Pero el Alquimista continuó mirando el horizonte. Poco después, el halcón retornó

con la comida. Cavaron un agujero y encendieron una hoguera en su interior, para que

nadie pudiese ver la luz de las llamas.

—Soy un Alquimista porque soy un Alquimista —dijo mientras preparaban la

comida—. Aprendí la ciencia de mis abuelos, que a su vez la aprendieron de sus

abuelos, y así hasta la creación del mundo. En aquella época, toda la ciencia de la

Gran Obra podía ser escrita en una simple esmeralda. Pero los hombres no dieron

importancia a las cosas simples y comenzaron a escribir tratados, interpretaciones y

estudios filosóficos. También empezaron a decir que sabían el camino mejor que los

otros.

»Pero la Tabla de la Esmeralda continúa viva hasta hoy.

—¿Qué es lo que estaba escrito en la Tabla de la Esmeralda? —quiso saber el

muchacho.

El Alquimista empezó a dibujar en la arena y no tardó más de cinco minutos.

Mientras él dibujaba, el muchacho se acordó del viejo rey y de la plaza donde se

habían encontrado un día; parecía que hubieran pasado muchísimos años.

—Esto es lo que estaba escrito en la Tabla de la Esmeralda —dijo el Alquimista

cuando terminó de escribir.

El muchacho se aproximó y leyó las palabras en la arena.

—Es un código —dijo el muchacho, un poco decepcionado con la Tabla de la

Esmeralda—. Se parece a los libros del Inglés.

—No —respondió el Alquimista—. Es como el vuelo de los gavilanes; no debe ser

comprendido simplemente por la razón. La Tabla de la Esmeralda es un pasaje directo

para el Alma del Mundo.

»Los sabios entendieron que este mundo natural es solamente una imagen y una

copia del Paraíso. La simple existencia de este mundo es la garantía de que existe un

mundo más perfecto que éste. Dios lo creó para que, a través de las cosas visibles, los

hombres pudiesen comprender sus enseñanzas espirituales y las maravillas de su

sabiduría. A esto es a lo que yo llamo Acción.

—¿Debo entender la Tabla de la Esmeralda? —preguntó el chico.

—Si estuvieras en un laboratorio de Alquimia, quizá ahora sería el momento

adecuado para estudiar la mejor manera de entender la Tabla de la Esmeralda. Sin

embargo, te encuentras en el desierto. Entonces, sumérgete en el desierto. Él sirve para

comprender el mundo tanto como cualquier otra cosa sobre la faz de la tierra. Tú ni

siquiera necesitas entender el desierto: basta con contemplar un simple grano de arena

para ver en él todas las maravillas de la Creación.

—¿Qué debo hacer para sumergirme en el desierto?

—Escucha a tu corazón. Él lo conoce todo, porque proviene del Alma del Mundo, y

un día retornará a ella.

Anduvieron en silencio dos días más. El Alquimista iba mucho más cauteloso,

porque se aproximaban a la zona de combates más violentos. Y el muchacho procuraba

escuchar a su corazón.

Era un corazón difícil: antes estaba acostumbrado a partir siempre, y ahora quería

llegar a cualquier precio. A veces, su corazón pasaba horas enteras contando historias

nostálgicas, otras veces se emocionaba con la salida del sol en el desierto y hacía que

el muchacho llorara a escondidas. El corazón latía más rápido cuando hablaba sobre el

tesoro y se volvía más perezoso cuando los ojos del muchacho se perdían en el

horizonte infinito del desierto. Pero nunca estaba en silencio, incluso aunque el chico

no intercambiara una palabra con el Alquimista.

—¿Por qué hemos de escuchar al corazón? —preguntó él muchacho cuando

acamparon aquel día.

—Porque donde él esté es donde estará tu tesoro.

—Mi corazón está muy agitado —dijo el chico—. Tiene sueños, se emociona y está

enamorado de una mujer del desierto. Me pide cosas y no me deja dormir muchas

noches, cuando pienso en ella.

—Eso es bueno. Quiere decir que está vivo. Continúa escuchando lo que tenga que

decirte.

Durante los tres días siguientes, pasaron cerca de algunos guerreros y vieron a

otros grupos en la lejanía. El corazón del muchacho empezó a hablarle de miedo. Le

contaba historias que había escuchado del Alma del Mundo, historias de hombres que

fueron en busca de sus tesoros y jamás los encontraron. A veces lo asustaba con el

pensamiento de que tal vez no conseguiría el tesoro, o que podría morir en el desierto.

Otras veces le decía que ya era suficiente, que ya estaba satisfecho, que ya había

encontrado un amor y muchas monedas de oro.

—Mi corazón es traicionero —dijo el muchacho al Alquimista cuando pararon

para dejar descansar un poco a los caballos—. No quiere que yo siga adelante.

—Eso es una buena señal —respondió el Alquimista—. Prueba que tu corazón está

vivo. Es natural que se tenga miedo de cambiar por un sueño todo aquello que ya se

consiguió.

—Entonces, ¿para qué debo escuchar a mi corazón?

—Porque no conseguirás jamás mantenerlo callado. Y aunque finjas no escuchar lo

que te dice, estará dentro de tu pecho repitiendo siempre lo que piensa sobre la vida y

el mundo.

—¿Aunque sea traicionero?

—La traición es el golpe que no esperas. Si conoces bien a tu corazón, él jamás lo

conseguirá. Porque tú conocerás sus sueños y sus deseos, y sabrás tratar con ellos.

Nadie consigue huir de su corazón. Por eso es mejor escuchar lo que te dice. Para que

jamás venga un golpe que no esperas.

El muchacho continuó escuchando a su corazón mientras avanzaban por el desierto.

Fue conociendo sus artimañas y sus trucos, y aceptándolo como era. Entonces el

muchacho dejó de tener miedo y de sentir ganas de volver, porque cierta tarde su

corazón le dijo que estaba contento. «Aunque proteste un poco —decía su corazón— es

porque soy un corazón de hombre, y los corazones de hombre son así. Tienen miedo de

realizar sus mayores sueños porque consideran que no los merecen, o no van a

conseguirlos. Nosotros, los corazones, nos morimos de miedo sólo de pensar en los

amores que partieron para siempre, en los momentos que podrían haber sido buenos y

que no lo fueron, en los tesoros que podrían haber sido descubiertos y se quedaron

para siempre escondidos en la arena. Porque cuando esto sucede, terminamos sufriendo

mucho».

—Mi corazón tiene miedo de sufrir —dijo el muchacho al Alquimista, una noche en

que miraban al cielo sin luna.

—Explícale que el miedo a sufrir es peor que el propio sufrimiento. Y que ningún

corazón jamás sufrió cuando fue en busca de sus sueños, porque cada momento de

búsqueda es un momento de encuentro con Dios y con la Eternidad.

«Cada momento de búsqueda es un momento de encuentro —dijo el muchacho a su

corazón—. Mientras busqué mi tesoro, todos mis días fueron luminosos, porque yo

sabía que cada momento formaba parte del sueño de encontrar. Mientras busqué este

tesoro mío, descubrí por el camino cosas que jamás habría soñado encontrar, si no

hubiese tenido el valor de intentar cosas imposibles para los pastores».

Entonces su corazón se quedó callado una tarde entera. Por la noche, el muchacho

durmió tranquilo y cuando se despertó, su corazón empezó a contarle cosas del Alma

del Mundo. Le dijo que todo hombre feliz era un hombre que llevaba a Dios dentro de

sí. Y que la felicidad se podía encontrar en un simple grano de arena del desierto,

como había dicho el Alquimista. Porque un grano de arena es un momento de la

Creación, y el Universo tardó miles de millones de años para crearlo.

«Cada hombre sobre la faz de la tierra tiene un tesoro que lo está esperando —le

explicó—. Nosotros, los corazones, acostumbramos a hablar poco de esos tesoros,

porque los hombres ya no tienen interés en encontrarlos. Sólo hablamos de ellos a los

niños. Después, dejamos que la vida encamine a cada uno hacia su destino. Pero,

desgraciadamente, pocos siguen el camino que les ha sido trazado, y que es el camino

de la Leyenda Personal y de la felicidad. Consideran el mundo como algo amenazador

y, justamente por eso, el mundo se convierte en algo amenazador. Entonces, nosotros,

los corazones, vamos hablando cada vez más bajo, pero no nos callamos nunca. Y

deseamos que nuestras palabras no sean oídas, pues no queremos que los hombres

sufran porque no siguieron a sus corazones».

—¿Por qué los corazones no explican a los hombres que deben continuar siguiendo

sus sueños? —preguntó el muchacho al Alquimista.

—Porque, en este caso, el corazón es el que sufre más. Y a los corazones no les

gusta sufrir.

A partir de aquel día, el muchacho entendió a su corazón. Le pidió que nunca más

lo abandonara. Le pidió que, cuando estuviera lejos de sus sueños, el corazón se

apretase en su pecho y diese la señal de alarma. Y le juró que siempre que escuchase

esta señal, también lo seguiría.

Aquélla noche conversó sobre todo esto con el Alquimista. Y el Alquimista

entendió que el corazón del muchacho había vuelto al Alma del Mundo.

—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó el chico.

—Sigue en dirección a las Pirámides —dijo el Alquimista—. Y continúa atento a

las señales. Tu corazón ya es capaz de mostrarte el tesoro.

—¿Era esto lo que me faltaba saber?

—No —repuso el Alquimista—. Lo que te falta saber es lo siguiente:

»Siempre, antes de realizar un sueño, el Alma del Mundo decide comprobar todo

aquello que se aprendió durante el camino. Hace esto no porque sea mala, sino para

que podamos, junto con nuestro sueño, conquistar también las lecciones que

aprendimos mientras íbamos hacia él. Es el momento en el que la mayor parte de las

personas desiste. Es lo que llamamos, en el lenguaje del desierto, morir de sed cuando

las palmeras ya aparecieron en el horizonte.

»Una búsqueda comienza siempre con la Suerte del Principiante. Y termina siempre

con la Prueba del Conquistador.

El muchacho se acordó de un viejo proverbio de su tierra. Decía que la hora más

oscura era la que venía antes del nacimiento del sol.

Al día siguiente apareció la primera señal concreta de peligro. Tres guerreros se

aproximaron y les preguntaron qué estaban haciendo por allí.

—Vine a cazar con mi halcón —repuso el Alquimista.

—Tenemos que registrarlos para comprobar que no llevan armas —dijo uno de los

guerreros.

El Alquimista desmontó con calma de su caballo. El chico hizo lo mismo.

—¿Para qué llevas tanto dinero? —preguntó el guerrero cuando vio la bolsa del

muchacho.

—Para llegar a Egipto —respondió él.

El guarda que estaba registrando al Alquimista encontró un pequeño frasco de

cristal lleno de líquido y un huevo de vidrio amarillento, poco mayor que un huevo de

gallina.

—¿Qué es todo esto? —inquirió.

—Es la Piedra Filosofal y el Elixir de la Larga Vida. Es la Gran Obra de los

Alquimistas. Quien tome este elixir jamás caerá enfermo, y una partícula de esta piedra

transforma cualquier metal en oro.

Los guardas rieron a más no poder, y el Alquimista rio con ellos. Les había hecho

mucha gracia la respuesta, y los dejaron partir sin mayores contratiempos con todas sus

pertenencias.

—¿Está usted loco? —preguntó el muchacho al Alquimista cuando ya se habían

distanciado bastante—. ¿Por qué les dijo eso?

—Para enseñarte una simple ley del mundo —repuso el Alquimista—. Cuando

tenemos los grandes tesoros delante de nosotros, nunca los reconocemos. ¿Y sabes por

qué? Porque los hombres no creen en tesoros.

Continuaron andando por el desierto. Cada día que pasaba, el corazón del

muchacho iba quedando más silencioso. Ya no quería saber de cosas pasadas o de

cosas futuras; se contentaba con contemplar también el desierto y beber junto con el

muchacho el Alma del Mundo. Él y su corazón se hicieron grandes amigos, y cada uno

pasó a ser incapaz de traicionar al otro.

Cuando el corazón hablaba era para estimular y dar fuerzas al muchacho, que a

veces encontraba terriblemente aburridos los días de silencio. El corazón le contó por

primera vez sus grandes cualidades: su coraje al abandonar las ovejas, al vivir su

Leyenda Personal, y su entusiasmo en la tienda de cristales.

Le explicó también otra cosa que el chico nunca había notado: los peligros que

habían pasado cerca sin que él los percibiera. Su corazón le dijo que en una ocasión

había escondido la pistola que él había robado a su padre, pues podía haberse herido

con ella muy fácilmente. Y recordó un día en que el chico había empezado a sentirse

mal y a vomitar en pleno campo, y después se quedó dormido durante mucho rato. Ése

día, a poca distancia, lo esperaban dos asaltantes que estaban planeando asesinarlo

para robarle las ovejas. Pero como el chico no apareció, decidieron marcharse,

pensando que habría cambiado su ruta.

—¿Los corazones siempre ayudan a los hombres? —preguntó el muchacho al

Alquimista.

—Sólo a los que viven su Leyenda Personal. Pero ayudan mucho a los niños, a los

borrachos y a los viejos.

—¿Quiere decir eso entonces que no hay peligro?

—Quiere decir solamente que los corazones se esfuerzan al máximo —repuso el

Alquimista.

Cierta tarde pasaron por el campamento de uno de los clanes. Había árabes con

vistosas ropas blancas y armas por todos los rincones. Los hombres fumaban narguile y

conversaban sobre los combates. Nadie prestó atención a los viajeros.

—No hay ningún peligro —dijo el muchacho cuando ya se habían alejado un poco

del campamento.

El Alquimista se puso furioso.

—Confía en tu corazón —dijo—, pero no olvides que te encuentras en el desierto.

Cuando los hombres están en guerra, el Alma del Mundo también siente los gritos de

combate. Nadie deja de sufrir las consecuencias de cada cosa que sucede bajo el sol.

«Todo es una sola cosa», pensó el muchacho.

Y como si el desierto quisiera mostrar que el viejo Alquimista tenía razón, dos

jinetes aparecieron por detrás de los viajeros.

—No podéis seguir adelante —dijo uno de ellos—. Estáis en las arenas donde se

libran los combates.

—No voy muy lejos —respondió el Alquimista mirando profundamente a los ojos

de los guerreros. Después de un breve silencio, éstos accedieron a dejarles seguir el

viaje.

El muchacho presenció todo aquello fascinado.

—Ha dominado a los guardias con la mirada —comentó.

—Los ojos muestran la fuerza del alma —repuso el Alquimista.

Era verdad, pensó el chico. Se había dado cuenta de que, en medio de la multitud

de soldados en el campamento, uno de ellos los había estado mirando fijamente. Y

estaba tan distante que ni siquiera se podía distinguir bien su rostro. Pero el muchacho

tenía la certeza de que los estaba mirando.

Finalmente, cuando comenzaron a franquear una montaña que se extendía por todo

el horizonte, el Alquimista le dijo que faltaban dos días para llegar a las Pirámides.

—Si nos vamos a separar pronto, enséñeme Alquimia —pidió el muchacho.

—Tú ya sabes. Es penetrar en el Alma del Mundo y descubrir el tesoro que ella nos

reservó.

—No es eso lo que quiero saber. Me refiero a transformar el plomo en oro.

El Alquimista respetó el silencio del desierto, y sólo respondió al muchacho

cuando se detuvieron para comer.

—Todo evoluciona en el Universo —dijo—. Y para los sabios, el oro es el metal

más evolucionado. No me preguntes por qué; no lo sé. Sólo sé que la Tradición

siempre acierta.

»Son los hombres quienes no interpretaron bien las palabras de los sabios. Y, en

vez de ser un símbolo de la evolución, el oro pasó a ser la señal de las guerras.

—Las cosas hablan muchos lenguajes —dijo el muchacho—. Vi cuando el relincho

de un camello era solamente un relincho, después pasó a ser una señal de peligro y

finalmente volvió a ser un simple relincho.

Guardó silencio. El Alquimista ya debía de saber todo aquello. —Conocí a

verdaderos Alquimistas —continuó—. Se encerraban en el laboratorio, intentaban

evolucionar como el oro y acababan descubriendo la Piedra Filosofal. Porque habían

entendido que cuando una cosa evoluciona, evoluciona también todo lo que la rodea.

»Otros consiguieron la Piedra de manera accidental. Ya tenían el don, sus almas

estaban más despiertas que las de otras personas. Pero éstos no cuentan, pues no

abundan.

»Otros, finalmente, sólo buscaban el oro. Éstos jamás descubrieron el secreto. Se

olvidaron de que el plomo, el cobre y el hierro también tienen su Leyenda Personal

para cumplir. Quien interfiere en la Leyenda Personal de los otros nunca descubrirá la

suya.

Las palabras del Alquimista sonaron como una maldición. El muchacho se inclinó y

recogió una concha del suelo del desierto.

—Esto un día ya fue un mar —dijo el Alquimista.

—Ya me había dado cuenta —repuso el muchacho.

El Alquimista le pidió que se colocara la concha en el oído. Él ya lo había hecho

muchas veces de niño, y escuchó, como entonces, el sonido del mar.

—El mar continúa dentro de esta concha, porque es su Leyenda Personal. Y jamás

la abandonará, hasta que el desierto se cubra nuevamente de agua.

Después montaron en sus caballos y prosiguieron en dirección a las Pirámides de

Egipto.

El sol había comenzado a descender cuando el corazón del muchacho dio señal de

peligro. Estaban en medio de gigantescas dunas, y el muchacho miró al Alquimista,

pero al parecer éste no había notado nada. Cinco minutos más tarde vio, delante de

ellos, las siluetas de dos jinetes recortadas contra el sol. Antes de que pudiese hablar

con el Alquimista, los dos jinetes se transformaron en diez, después en cien, hasta que

las gigantescas dunas quedaron cubiertas por ellos.

Eran guerreros vestidos de azul, con una tiara negra sobre el turbante. Llevaban el

rostro tapado por otro velo azul que sólo dejaba al descubierto los ojos.

Aun a distancia, los ojos mostraban la fuerza de sus almas. Y esos ojos hablaban de

muerte.

Los llevaron a un campamento militar en las inmediaciones. Un soldado empujó al

muchacho y al Alquimista al interior de una tienda, donde se hallaban reunidos un

comandante y su estado mayor. La tienda era diferente de las que había conocido en el

oasis.

—Son los espías —anunció uno de los hombres.

—Sólo somos viajeros —replicó el Alquimista.

—Se os ha visto en el campamento enemigo hace tres días. Y estuvisteis hablando

con uno de los guerreros.

—Soy un hombre que camina por el desierto y conoce las estrellas —dijo el

Alquimista—. No tengo informaciones de tropas o de movimiento de clanes. Sólo estoy

guiando a mi amigo hasta aquí.

—¿Quién es tu amigo? —preguntó el comandante.

—Un Alquimista —repuso el Alquimista—. Conoce los poderes de la naturaleza.

Y desea mostrar al comandante su capacidad extraordinaria.

El muchacho, aterrado, escuchaba en silencio.

—¿Qué hace un extranjero en nuestra tierra? —quiso saber otro hombre.

—Ha traído dinero para ofrecer a vuestro clan —respondió el Alquimista antes de

que el chico pudiese abrir la boca. Le cogió la bolsa y entregó las monedas de oro al

general.

El árabe las aceptó en silencio. Permitían comprar muchas armas.

—¿Qué es un Alquimista? —preguntó finalmente.

—Un hombre que conoce la naturaleza y el mundo. Si él quisiera, destruiría este

campamento sólo con la fuerza del viento.

Los hombres rieron. Estaban acostumbrados a la fuerza de la guerra, y el viento no

detiene un golpe mortal. Dentro del pecho de cada uno, sin embargo, sus corazones se

encogieron. Eran hombres del desierto y como tales temían a los hechiceros.

—Quiero verlo —dijo el general.

—Necesitamos tres días —respondió el Alquimista—. Y él se transformará en

viento para mostrar la fuerza de su poder. Si no lo consigue, nosotros os ofrecemos

humildemente nuestras vidas, en honor de vuestro clan.

—No puedes ofrecerme lo que ya es mío —dijo, arrogante, el general.

Pero concedió tres días a los viajeros.

El muchacho estaba paralizado de terror. Salió de la tienda porque el Alquimista lo

sostenía por el brazo.

—No dejes que perciban tu miedo —dijo el Alquimista—. Son hombres valientes,

y desprecian a los cobardes. El muchacho, no obstante, se había quedado sin voz. Sólo

consiguió hablar después de algún tiempo, mientras caminaban por el campamento. No

era necesario encerrarlos: los árabes se habían limitado a quitarles los caballos. Y una

vez más el mundo mostró sus múltiples lenguajes; el desierto, que antes era un terreno

libre e infinito, se había convertido ahora en una muralla infranqueable.

—¡Les ha dado todo mi tesoro! —exclamó el muchacho—. ¡Todo lo que gané en

toda mi vida!

—¿Y de qué te serviría si murieras? —replicó el Alquimista—. Tu dinero te ha

salvado por tres días. Pocas veces el dinero sirve para retrasar la muerte.

Pero el muchacho estaba demasiado asustado para escuchar palabras sabias. No

sabía cómo transformarse en viento. No era un Alquimista.

El Alquimista pidió té a un guerrero y colocó un poco en las muñecas del

muchacho, sobre la vena que transmite el pulso. Una ola de tranquilidad inundó su

cuerpo, mientras el Alquimista decía unas palabras que él no conseguía entender.

—No te desesperes —dijo el Alquimista con una voz extrañamente dulce—,

porque esto impide que puedas conversar con tu corazón.

—Pero yo no sé transformarme en viento.

—Quien vive su Leyenda Personal sabe todo lo que necesita saber. Sólo una cosa

hace que un sueño sea imposible: el miedo a fracasar.

—No tengo miedo de fracasar. Simplemente no sé transformarme en viento.

—Pues tendrás que aprender. Tu vida depende de ello.

—¿Y si no lo consigo?

—Morirás mientras estabas viviendo tu Leyenda Personal. Pero eso ya es mucho

mejor que morir como millones de personas que jamás supieron que la Leyenda

Personal existía.

»Mientras tanto, no te preocupes. Generalmente la muerte hace que las personas se

tornen más sensibles a la vida.

Pasó el primer día. Hubo una gran batalla en las inmediaciones, y varios heridos

fueron trasladados al campamento militar. «Nada cambia con la muerte», pensaba el

muchacho. Los guerreros que morían eran sustituidos por otros, y la vida continuaba.

—Podrías haber muerto más tarde, amigo mío —dijo el guarda al cuerpo de un

compañero suyo—. Podrías haber muerto cuando llegase la paz. Pero hubieras

terminado muriendo de cualquier manera.

Al caer el día, el muchacho fue a buscar al Alquimista. Llevaba al halcón hacia el

desierto.

—No sé transformarme en viento —repitió el muchacho.

—Acuérdate de lo que te dije: el mundo no es más que la parte visible de Dios. Y

que la Alquimia es traer al plano material la perfección espiritual.

—¿Y ahora qué hace?

—Alimento a mi halcón.

—Si no consigo transformarme en viento, moriremos —dijo el muchacho—. ¿Para

qué alimentar al halcón?

—Quien morirá eres tú —replicó el Alquimista—. Yo sé transformarme en viento.

El segundo día, el muchacho fue hasta lo alto de una roca que quedaba cerca del

campamento. Los centinelas lo dejaron pasar; ya habían oído hablar del brujo que se

transformaba en viento, y no querían acercarse a él. Además, el desierto era una

enorme e infranqueable muralla.

Se pasó el resto de la tarde del segundo día mirando al desierto. Escuchó a su

corazón. Y el desierto escuchó su angustia.

Ambos hablaban la misma lengua.

Al tercer día, el general se reunió con los principales comandantes.

—Vamos a ver al muchacho que se transforma en viento —dijo el general al

Alquimista.

—Vamos a verlo —repuso el Alquimista.

El muchacho los condujo hasta el lugar donde había estado el día anterior. Entonces

les pidió a todos que se sentaran.

—Tardaré un poco —advirtió el muchacho.

—No tenemos prisa —respondió el general—. Somos hombres del desierto.

El muchacho comenzó a mirar al frente, hacia el horizonte. En la lejanía se

divisaban montañas, rocas y plantas rastreras que insistían en vivir en un lugar en el

que la supervivencia era imposible. Allí estaba el desierto, que él había recorrido

durante tantos meses y del que, aun así, sólo conocía una pequeña parte. En esta

pequeña parte había encontrado ingleses, caravanas, guerras de clanes y un oasis con

cincuenta mil palmeras y trescientos pozos.

—¿Qué haces aquí de nuevo? —le preguntó el desierto—. ¿Acaso no nos

contemplamos suficientemente ayer? —En algún punto guardas a la persona que amo —

dijo el muchacho—. Entonces, cuando miro a tus arenas, también la veo a ella. Quiero

volver junto a ella, y necesito tu ayuda para transformarme en viento.

—¿Qué es el amor? —preguntó el desierto.

—El amor es cuando el halcón vuela sobre tus arenas. Porque para él, tú eres un

campo verde, y él nunca volvió sin caza. Él conoce tus rocas, tus dunas y tus montañas,

y tú eres generoso con él.

—El pico del halcón arranca pedazos de mí —dijo el desierto—. Durante años yo

crío su caza, la alimento con la escasa agua que tengo, le muestro dónde está la comida.

Y un día, justamente cuando yo empezaba a sentir el cariño de la caza sobre mis arenas,

el halcón baja del cielo y se lleva lo que yo crie.

—Pero tú criaste la caza precisamente para eso —respondió el muchacho—. Para

alimentar al halcón. Y el halcón alimentará al hombre. Y el hombre entonces alimentará

un día tus arenas, de donde volverá a surgir la caza. Así se mueve el mundo.

—¿Y eso es el amor?

—Sí, eso es el amor. Es lo que hace que la caza se transforme en halcón, el halcón

en hombre y el hombre de nuevo en desierto. Es esto lo que hace que el plomo se

transforme en oro, y que el oro vuelva a esconderse bajo la tierra.

—No entiendo tus palabras —dijo el desierto.

—Entonces entiende que en algún lugar de tus arenas, una mujer me espera. Y para

poder regresar con ella, tengo que transformarme en viento.

El desierto guardó silencio durante unos instantes.

—Yo te ofrezco mis arenas para que el viento pueda soplar. Pero yo solo no puedo

hacer nada. Pide ayuda al viento.

Una pequeña brisa comenzó a soplar. Los comandantes oían al muchacho a lo lejos,

hablando un lenguaje que desconocían.

El Alquimista sonreía.

El viento se acercó al muchacho y tocó su rostro. Había escuchado su conversación

con el desierto, porque los vientos siempre lo oyen todo. Recorrían el mundo sin un

lugar donde nacer y sin un lugar donde morir.

—Ayúdame —le pidió el muchacho al viento—. Un día escuché en ti la voz de mi

amada.

—¿Quién te enseñó a hablar el lenguaje del desierto y del viento?

—Mi corazón —repuso el muchacho.

El viento tenía muchos nombres. Allí lo llamaban siroco, porque los árabes creían

que provenía de tierras cubiertas de agua, habitadas por hombres negros. En la tierra

lejana de donde procedía el muchacho lo llamaban Levante, porque creían que traía las

arenas del desierto y los gritos de guerra de los moros. Tal vez en algún lugar más allá

de los campos de ovejas, los hombres pensaran que el viento nacía en Andalucía. Pero

el viento no venía de ninguna parte, y no iba a ninguna parte, y por eso era más fuerte

que el desierto. Un día ellos podrían plantar árboles en el desierto, e incluso criar

ovejas, pero jamás conseguirían dominar el viento.

—Tú no puedes ser viento —le dijo el viento—. Somos de naturalezas diferentes.

—No es verdad —replicó el muchacho—. Conocí los secretos de la Alquimia

mientras vagaba por el mundo contigo. Tengo en mí los vientos, los desiertos, los

océanos, las estrellas, y todo lo que fue creado en el Universo. Fuimos hechos por la

misma Mano, y tenemos la misma Alma. Quiero ser como tú, penetrar en todos los

rincones, atravesar los mares, levantar la arena que cubre mi tesoro, acercar a mí la

voz de mi amada.

—Escuché tu conversación con el Alquimista el otro día —dijo el viento—. Él dijo

que cada cosa tiene su Leyenda Personal. Las personas no pueden transformarse en

viento.

—Enséñame a ser viento durante unos instantes —le pidió el muchacho—, para que

podamos conversar sobre las posibilidades ilimitadas de los hombres y de los vientos.

El viento era curioso, y aquello era algo que él no conocía. Le gustaría conversar

sobre aquel asunto, pero no sabía cómo transformar a los hombres en viento. ¡Y eso

que sabía hacer infinidad de cosas! Construía desiertos, hundía barcos, derribaba

bosques enteros y paseaba por ciudades llenas de música y de ruidos extraños. Se

consideraba ilimitado y, sin embargo, ahí estaba ese muchacho diciéndole que aún

había más cosas que un viento podía hacer.

—Es eso que llaman Amor —dijo el muchacho al ver que el viento estaba a punto

de acceder a su petición—. Cuando se ama es cuando se consigue ser algo de la

Creación. Cuando se ama no tenemos ninguna necesidad de entender lo que sucede,

porque todo pasa a suceder dentro de nosotros, y los hombres pueden transformarse en

viento. Siempre que los vientos ayuden, claro está.

El viento era muy orgulloso y le molestó lo que el chico decía. Comenzó a soplar

con más fuerza, levantando las arenas del desierto. Pero finalmente tuvo que reconocer

que, aun habiendo recorrido el mundo entero, no sabía cómo transformar a los hombres

en viento. Y no conocía el Amor.

—Mientras paseaba por el mundo noté que muchas personas hablaban de amor

mirando hacia el cielo —dijo el viento, furioso por tener que aceptar sus limitaciones

—. Tal vez sea mejor preguntar al cielo.

—Entonces ayúdame —dijo el muchacho—. Llena este lugar de polvo para que yo

pueda mirar al sol sin quedarme ciego.

El viento sopló con mucha fuerza, y el cielo se llenó de arena, dejando apenas un

disco dorado en el lugar del sol.

Desde el campamento resultaba muy difícil ver lo que sucedía. Los hombres del

desierto ya conocían aquel viento. Se llamaba simún, y era peor que una tempestad en

el mar (porque ellos no conocían el mar). Los caballos relinchaban y las armas

empezaron a quedar cubiertas de arena.

En el peñasco, uno de los comandantes le dijo al general:

—Quizá sea mejor parar todo esto.

Ya casi no podían ver al muchacho. Los rostros seguían cubiertos por los velos

azules, pero los ojos ahora transmitían solamente espanto.

—Vamos a poner fin a esto —insistió otro comandante.

—Quiero ver la grandeza de Alá —dijo, con respeto, el general—. Quiero ver

cómo los hombres se transforman en viento.

Pero anotó mentalmente el nombre de los dos hombres que habían tenido miedo. En

cuanto el viento parase, los destituiría de sus respectivos puestos, porque los hombres

del desierto no sienten miedo.

—El viento me dijo que tú conoces el Amor —dijo el muchacho al Sol—. Si

conoces el Amor, conoces también el Alma del Mundo, que está hecha de Amor.

—Desde donde estoy puedo ver el Alma del Mundo —dijo el Sol—. Ella se

comunica con mi alma y los dos juntos hacemos crecer las plantas y caminar en busca

de sombra a las ovejas. Desde donde estoy, y estoy muy lejos del mundo, aprendí a

amar. Sé que si me aproximo un poco más a la Tierra, todo lo que hay en ella morirá, y

el Alma del Mundo dejará de existir. Entonces nos contemplamos y nos queremos, y yo

le doy vida y calor y ella me da una razón para vivir.

—Tú conoces el Amor —aseguró el muchacho.

—Y conozco el Alma del Mundo, porque conversamos mucho en este viaje sin fin

por el Universo. Ella me cuenta que su mayor preocupación es que, hasta hoy, sólo los

minerales y los vegetales entendieron que todo es una sola cosa. Y para eso no es

necesario que el hierro sea igual que el cobre, ni que el cobre sea igual que el oro.

Cada uno cumple su función exacta en esta cosa única, y todo sería una Sinfonía de Paz

si la Mano que escribió todo esto se hubiera detenido en el quinto día de la creación.

»Pero hubo un sexto día —añadió el Sol.

—Tú eres sabio porque lo ves todo desde la distancia —respondió el muchacho—.

Pero no conoces el Amor. Si no hubiera habido un sexto día de la creación, no existiría

el hombre, y el cobre sería siempre cobre, y el plomo siempre plomo. Cada uno tiene

su Leyenda Personal, es verdad, pero un día esta Leyenda Personal se cumplirá.

Entonces es necesario transformarse en algo mejor, y tener una nueva Leyenda

Personal, hasta que el Alma del Mundo sea realmente una sola cosa.

El Sol se quedó pensativo y decidió brillar más fuerte. El viento, que estaba

disfrutando con la conversación, sopló también más fuerte, para que el Sol no cegase al

muchacho.

—Para eso existe la Alquimia —prosiguió el muchacho—. Para que cada hombre

busque su tesoro, y lo encuentre, y después quiera ser mejor de lo que fue en su vida

anterior. El plomo cumplirá su papel hasta que el mundo no necesite más plomo;

entonces tendrá que transformarse en oro.

»Es lo que hacen los Alquimistas. Muestran que, cuando buscamos ser mejores dé

lo que somos, todo a nuestro alrededor se vuelve mejor también.

—¿Y por qué dices que yo no conozco el Amor? —preguntó el Sol.

—Porque el amor no es estar parado como el desierto, ni recorrer el mundo como

el viento, ni verlo todo de lejos, como tú. El Amor es la fuerza que transforma y mejora

el Alma del Mundo. Cuando penetré en ella por primera vez, la encontré perfecta. Pero

después vi que era un reflejo de todas las criaturas, y tenía sus guerras y sus pasiones.

Somos nosotros quienes alimentamos el Alma del Mundo, y la tierra donde vivimos

será mejor o peor según seamos mejores o peores. Ahí es donde entra la fuerza del

Amor, porque cuando amamos, siempre deseamos ser mejores de lo que somos.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —quiso saber el Sol.

—Que me ayudes a transformarme en viento —respondió el muchacho.

—La Naturaleza me reconoce como la más sabia de todas las criaturas —dijo el

Sol—, pero no sé cómo transformarte en viento.

—¿Con quién debo hablar, entonces?

Por un momento, el Sol se quedó callado. El viento lo estaba escuchando todo, y

difundiría por todo el mundo que su sabiduría era limitada. Sin embargo, no había

manera de eludir a aquel muchacho que hablaba el Lenguaje del Mundo.

—Habla con la Mano que lo escribió todo —dijo el Sol.

El viento gritó de alegría y sopló con más fuerza que nunca. Las tiendas

comenzaron a arrancarse de la arena y los animales se soltaron de sus riendas. En el

peñasco, los hombres se agarraban los unos a los otros para no ser lanzados lejos.

El muchacho se dirigió entonces a la Mano que Todo lo Había Escrito. Y, en vez de

empezar a hablar, sintió que el Universo permanecía en silencio, y él guardó silencio

también.

Una fuerza de Amor surgió de su corazón y el muchacho comenzó a rezar. Era una

oración nueva, pues era una oración sin palabras y sin ruegos. No estaba agradeciendo

que las ovejas hubieran encontrado pasto, ni implorando para vender más cristales, ni

pidiendo que la mujer que había encontrado estuviese esperando su regreso. En el

silencio que siguió, el muchacho entendió que el desierto, el viento y el Sol también

buscaban las señales que aquella Mano había escrito, y procuraban cumplir sus

caminos y entender lo que estaba escrito en una simple esmeralda. Sabía que aquellas

señales estaban diseminadas por la Tierra y el Espacio, y que en su apariencia no

tenían ningún motivo ni significado, y que ni los desiertos, ni los vientos, ni los soles ni

los hombres sabían por qué habían sido creados. Pero aquella Mano tenía un motivo

para todo ello, y sólo ella era capaz de operar milagros, de transformar océanos en

desiertos y hombres en viento. Porque sólo ella entendía que un designio mayor

empujaba al Universo hacia un punto donde los seis días de la creación se

transformarían en la Gran Obra. Y el muchacho se sumergió en el Alma del Mundo y

vio que el Alma del Mundo era parte del Alma de Dios, y vio que el Alma de Dios era

su propia alma. Y que podía, por lo tanto, realizar milagros.

El simún sopló aquel día como jamás había soplado. Durante muchas generaciones

los árabes contaron la leyenda de un muchacho que se había transformado en viento,

había semidestruido un campamento militar y desafiado el poder del general más

importante del ejército.

Cuando el simún cesó de soplar, todos miraron hacia el lugar donde estaba el

muchacho. Ya no se encontraba allí; estaba junto a un centinela casi cubierto de arena y

que vigilaba el lado opuesto del campamento.

Los hombres estaban aterrorizados con la brujería. Sólo dos personas sonreían: el

Alquimista, porque había encontrado a su verdadero discípulo, y el general porque el

discípulo había entendido la gloria de Dios.

Al día siguiente, el general se despidió del muchacho y del Alquimista y ordenó

que una escolta los acompañara hasta donde ellos quisieran.

Viajaron todo el día. Al atardecer llegaron frente a un monasterio copto. El

Alquimista despidió a la escolta y bajó del caballo.

—A partir de aquí seguirás solo —dijo—. Dentro de tres horas llegarás a las

Pirámides.

—Gracias —dijo el muchacho—. Usted me ha enseñado el Lenguaje del Mundo.

—Me limité a recordarte lo que ya sabías.

El Alquimista llamó a la puerta del monasterio. Un monje vestido de negro fue a

atenderles. Hablaron algo en copto, y el Alquimista invitó al muchacho a entrar.

—Le he pedido que me presten la cocina durante un rato —informó al muchacho.

Fueron hasta la cocina del monasterio. El Alquimista encendió el fuego y el monje

le dio un poco de plomo, que el Alquimista derritió dentro de un recipiente circular de

hierro. Cuando el plomo se hubo vuelto líquido, el Alquimista sacó de su bolsa aquel

extraño huevo de vidrio amarillento. Raspó una capa del grosor de un cabello, la

envolvió en cera y la tiró en el recipiente que contenía el plomo derretido. La mezcla

fue adquiriendo un color rojizo como la sangre. El Alquimista retiró entonces el

recipiente del fuego y lo dejó enfriar. Mientras tanto, se puso a conversar con el monje

sobre la guerra de los clanes.

—Aún durará mucho —le dijo al monje.

El monje estaba un poco harto. Hacía tiempo que las caravanas estaban paradas en

Gizeh, esperando que la guerra terminara.

—Pero cúmplase la voluntad de Dios —dijo el monje. —Exactamente —repuso el

Alquimista.

Cuando el recipiente acabó de enfriarse, el monje y el muchacho miraron

deslumbrados. El plomo se había secado y adquirido la forma circular del recipiente,

pero ya no era plomo. Era oro.

—¿Aprenderé a hacer esto algún día? —preguntó el muchacho.

—Ésta fue mi Leyenda Personal, y no la tuya —respondió el Alquimista—. Pero

quería mostrarte que es posible hacerlo.

Caminaron de vuelta hasta la puerta del convento. Allí, el Alquimista dividió el

disco en cuatro partes.

—Ésta es para usted —dijo ofreciéndole una parte al monje—. Por su generosidad

con los peregrinos.

—Esto es un pago que excede a mi generosidad —replicó el monje.

—Jamás repita eso. La vida puede escucharlo y darle menos la próxima vez.

Después se aproximó al muchacho.

—Ésta es para ti. Para compensar lo que le diste al general.

El muchacho iba a decir que era mucho más de lo que había entregado al general.

Pero se calló porque había oído el comentario que el Alquimista le había hecho al

monje.

—Ésta es para mí —dijo el Alquimista guardándose una parte—. Porque tengo que

volver por el desierto y hay guerra entre los clanes.

Entonces tomó el cuarto pedazo y se lo entregó nuevamente al monje.

—Ésta es para el muchacho, en caso de que la necesite.

—¡Pero si voy en busca de mi tesoro! —se quejó el chico—. ¡Ahora ya estoy bien

cerca de él!

—Y estoy seguro de que lo encontrarás —dijo el Alquimista.

—Entonces, ¿a qué viene esto?

—Porque tú ya perdiste en dos ocasiones, con el ladrón y con el general, el dinero

que ganaste en tu viaje. Yo soy un viejo árabe supersticioso, y creo en los proverbios

de mi tierra. Y existe un proverbio que dice: «Todo lo que sucede una vez puede que

no suceda nunca más. Pero todo lo que sucede dos veces, sucederá, ciertamente, una

tercera».

Montaron en sus caballos.

—Quiero contarte una historia sobre sueños —dijo el Alquimista.

El muchacho aproximó su caballo.

—En la antigua Roma, en la época del emperador Tiberio, vivía un hombre muy

bondadoso que tenía dos hijos: uno era militar, y cuando entró en el ejército fue

enviado a las más lejanas regiones del Imperio. El otro hijo era poeta, y encantaba a

toda Roma con sus hermosos versos.

»Una noche, el viejo tuvo un sueño. Se le aparecía un ángel para decirle que las

palabras de uno de sus hijos serían conocidas y repetidas en el mundo entero por todas

las generaciones futuras. Aquélla noche el anciano se despertó agradecido y llorando,

porque la vida era generosa y le había revelado una cosa que cualquier padre estaría

orgulloso de saber.

»Poco tiempo después el viejo murió al intentar salvar a un niño que iba a ser

aplastado por las ruedas de un carruaje. Como se había portado de manera correcta y

justa durante toda su vida, fue directo al cielo y se encontró con el ángel que se le

había aparecido en su sueño.

»Fuiste un hombre bueno —le dijo el ángel—. Viviste tu existencia con amor, y

moriste con dignidad. Ahora puedo concederte cualquier deseo que tengas.

»La vida también fue buena conmigo —respondió el viejo—. Cuando apareciste en

mi sueño sentí que todos mis esfuerzos estaban justificados. Porque los versos de mi

hijo quedarán entre los hombres de los siglos venideros. Nada tengo que pedir para mí;

no obstante, todo padre estaría orgulloso de ver la fama de alguien a quien cuidó

cuando niño y educó cuando joven. Me gustaría oír, en el futuro lejano, las palabras de

mi hijo.

»El ángel tocó al viejo en el hombro y ambos fueron proyectados hasta un futuro

lejano. Alrededor de ellos apareció un lugar inmenso, con millones de personas que

hablaban una lengua extraña.

»El viejo lloró de alegría.

»Yo sabía que los versos de mi hijo poeta eran buenos e inmortales —le dijo al

ángel entre lágrimas—. Me gustaría que me dijeras cuál de sus poesías es la que estas

personas están repitiendo. «Entonces el ángel se aproximó al viejo con cariño, y se

sentaron en uno de los bancos que había en aquel inmenso lugar.

»Los versos de tu hijo poeta fueron muy populares en Roma —dijo el ángel—. A

todos gustaban, y todos se divertían con ellos. Pero cuando el reinado de Tiberio

acabó, sus versos también fueron olvidados. Éstas palabras son de tu otro hijo, el que

entró en el ejército.

»El viejo miró sorprendido al ángel.

»Tu hijo fue a servir a un lugar muy lejano, y se hizo centurión. También era un

hombre justo y bueno. Cierta tarde, uno de sus siervos enfermó y estaba a punto de

morir. Tu hijo, entonces, oyó hablar de un rabino que curaba enfermos, y anduvo días y

días buscando a ese hombre. Mientras caminaba descubrió que el hombre que estaba

buscando era el Hijo de Dios. Encontró a otras personas que habían sido curadas por

él, aprendió sus enseñanzas y, a pesar de ser un centurión romano, se convirtió a su fe.

Hasta que cierta mañana llegó hasta el Rabino.

»Le contó que tenía un siervo enfermo, y el Rabino se ofreció a ir hasta su casa.

Pero el centurión era un hombre de fe y, mirando al fondo de los ojos del Rabino,

comprendió que estaba delante del propio Hijo de Dios cuando las personas de su

alrededor se levantaron.

»Éstas son las palabras de tu hijo —prosiguió el ángel—. Son las palabras que le

dijo al Rabino en aquel momento, y que nunca más fueron olvidadas: "Señor, yo no soy

digno de que entréis en mi casa, pero decid una sola palabra y mi siervo será salvo."».

El Alquimista espoleó su caballo.

—No importa lo que haga, cada persona en la Tierra está siempre representando el

papel principal de la Historia del mundo —dijo—. Y normalmente no lo sabe.

El muchacho sonrió. Nunca había pensado que la vida pudiese ser tan importante

para un pastor.

—Adiós —dijo el Alquimista.

—Adiós —repuso el muchacho.

El muchacho caminó dos horas y media por el desierto, procurando escuchar

atentamente lo que decía su corazón. Era él quien le revelaría el lugar exacto donde

estaba escondido el tesoro.

«Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón», le había dicho el Alquimista.

Pero su corazón hablaba de otras cosas. Contaba con orgullo la historia de un pastor

que había dejado sus ovejas para seguir un sueño que se repitió dos noches. Hablaba

de la Leyenda Personal, y de muchos hombres que hicieron lo mismo, que fueron en

busca de tierras lejanas o de mujeres bonitas, haciendo frente a los hombres de su

época, con sus prejuicios y con sus ideas. Habló durante todo aquel tiempo de viajes,

de descubrimientos, de libros y de grandes cambios.

Cuando se disponía a subir una duna —y sólo en aquel momento—, su corazón le

susurró al oído: «Estate atento cuando llegues a un lugar en donde vas a llorar. Porque

en ese lugar estoy yo, y en ese lugar está tu tesoro».

El muchacho comenzó a subir la duna lentamente. El cielo, cubierto de estrellas,

mostraba nuevamente la luna llena; habían caminado un mes por el desierto. La luna

iluminaba también la duna, en un juego de sombras que hacía que el desierto pareciese

un mar lleno de olas, y que hizo recordar al muchacho el día en que había soltado a su

caballo para que corriera libremente por él, ofreciendo una buena señal al Alquimista.

Finalmente, la luna iluminaba el silencio del desierto y el viaje que emprenden los

hombres que buscan tesoros.

Cuando después de algunos minutos llegó a lo alto de la duna, su corazón dio un

salto. Iluminadas por la luz de la luna llena y por la blancura del desierto, erguíanse,

majestuosas y solemnes, las Pirámides de Egipto.

El muchacho cayó de rodillas y lloró. Daba gracias a Dios por haber creído en su

Leyenda Personal y por haber encontrado cierto día a un rey, un mercader, un inglés y

un alquimista. Y, por encima de todo, por haber encontrado a una mujer del desierto,

que le había hecho entender que el Amor jamás separará a un hombre de su Leyenda

Personal.

Los muchos siglos de las Pirámides de Egipto contemplaban, desde lo alto, al

muchacho. Si él quisiera, ahora podría volver al oasis, recoger a Fátima y vivir como

un simple pastor de ovejas. Porque el Alquimista vivía en el desierto, a pesar de que

comprendía el Lenguaje del Mundo y sabía transformar el plomo en oro. No tenía que

mostrar a nadie su ciencia y su arte. Mientras se dirigía hacia su Leyenda Personal

había aprendido todo lo que necesitaba y había vivido todo lo que había soñado vivir.

Pero había llegado a su tesoro, y una obra sólo está completa cuando se alcanza el

objetivo. Allí, en aquella duna, el muchacho había llorado. Miró al suelo y vio que, en

el lugar donde habían caído sus lágrimas, se paseaba un escarabajo. Durante el tiempo

que había pasado en el desierto había aprendido que en Egipto los escarabajos eran el

símbolo de Dios.

Allí tenía, pues, otra señal. Y el muchacho comenzó a cavar acordándose del

vendedor de cristales; nadie podría tener una Pirámide en su huerto, aunque acumulase

piedras durante toda su vida.

El muchacho cavó toda la noche en el lugar marcado sin encontrar nada. Desde lo

alto de las Pirámides, los siglos lo contemplaban en silencio. Pero el muchacho no

desistía: cavaba y cavaba, luchando contra el viento, que muchas veces volvía a echar

la arena en el agujero. Sus manos, cansadas, terminaron lastimadas, pero el muchacho

seguía teniendo fe en su corazón. Y su corazón le había dicho que cavara donde

hubieran caído sus lágrimas.

De repente, cuando estaba intentando sacar algunas piedras que habían aparecido,

el muchacho oyó pasos. Algunas personas se acercaron a él. Estaban contra la luna, y

no podía ver sus ojos ni su rostro.

—¿Qué estás haciendo ahí? —preguntó uno de los bultos.

El muchacho no respondió. Pero tuvo miedo. Ahora tenía un tesoro para

desenterrar, y por eso tenía miedo.

—Somos refugiados de la guerra de los clanes —dijo otro bulto—. Tenemos que

saber qué escondes ahí. Necesitamos dinero.

—No escondo nada —repuso el muchacho.

Pero uno de los recién llegados lo agarró y lo sacó fuera del agujero. Otro comenzó

a revisar sus bolsillos. Y encontraron el pedazo de oro.

—¡Tiene oro! —exclamó uno de los asaltantes.

La luna iluminó el rostro del asaltante que lo estaba registrando y él pudo ver la

muerte en sus ojos.

—Debe de haber más oro escondido en el suelo —dijo otro.

Y obligaron al muchacho a cavar. El muchacho continuó cavando y no encontraba

nada. Entonces empezaron a pegarle. Continuaron pegándole hasta que aparecieron los

primeros rayos del sol en el cielo. Su ropa quedó hecha jirones, y él sintió que su

muerte estaba próxima.

«¿De qué sirve el dinero, si tienes que morir? Pocas veces el dinero es capaz de

librar a alguien de la muerte», había dicho el Alquimista. —¡Estoy buscando un tesoro!

—gritó finalmente el muchacho. E incluso con la boca herida e hinchada a puñetazos,

contó a los salteadores que había soñado dos veces con un tesoro escondido junto a las

Pirámides de Egipto.

El que parecía el jefe permaneció largo rato en silencio. Después habló con uno de

ellos:

—Puedes dejarlo. No tiene nada más. Debe de haber robado este oro.

El muchacho cayó con el rostro en la arena. Dos ojos buscaron los suyos; era el

jefe de los salteadores. Pero el muchacho estaba mirando a las Pirámides.

—¡Vámonos! —dijo el jefe a los demás. Después se dirigió al muchacho—: No

vas a morir —aseguró—. Vas a vivir y a aprender que el hombre no puede ser tan

estúpido. Aquí mismo, en este lugar donde estás tú ahora, yo también tuve un sueño

repetido hace casi dos años. Soñé que debía ir hasta los campos de España y buscar

una iglesia en ruinas donde los pastores acostumbraban a dormir con sus ovejas y que

tenía un sicómoro dentro de la sacristía. Según el sueño, si cavaba en las raíces de ese

sicómoro, encontraría un tesoro escondido. Pero no soy tan estúpido como para cruzar

un desierto sólo porque tuve un sueño repetido.

Después se fue.

El muchacho se levantó con dificultad y contempló una vez más las Pirámides. Las

Pirámides le sonreían, y él les devolvió la sonrisa, con el corazón repleto de felicidad.

Había encontrado el tesoro.

EPÍLOGO

El muchacho se llamaba Santiago. Llegó a la pequeña iglesia abandonada cuando ya

estaba casi anocheciendo. El sicómoro aún continuaba en la sacristía, y aún se podían

ver las estrellas a través del techo semiderruido. Recordó que una vez había estado allí

con sus ovejas y que había pasado una noche tranquila, aunque tuvo aquel sueño.

Ahora ya no tenía el rebaño. En cambio, llevaba una pala consigo.

Permaneció mucho tiempo contemplando el cielo. Después sacó del zurrón una

botella de vino y bebió. Se acordó de la noche en el desierto, cuando también había

mirado las estrellas y bebido vino con el Alquimista. Pensó en los numerosos caminos

que había recorrido y en la extraña manera que tenía Dios de mostrarle el tesoro. Si no

hubiera creído en los sueños repetidos, no habría encontrado a la gitana, ni al rey, ni al

ladrón, ni… «bueno, la lista es muy larga. Pero el camino estaba escrito por las

señales, y yo no podía equivocarme», dijo para sus adentros.

Se durmió sin darse cuenta y cuando despertó, el sol ya estaba alto. Entonces

comenzó a cavar en la raíz del sicómoro.

«Viejo brujo —pensaba el muchacho—, lo sabías todo. Incluso guardaste aquel

poco de oro para que yo pudiera volver hasta esta iglesia. El monje se rio cuando me

vio regresar con la ropa hecha jirones. ¿No podías haberme ahorrado eso?»

«No —escuchó que respondía el viento. Si te lo hubiese dicho, no habrías visto las

Pirámides. Son muy bonitas, ¿no crees?»

Era la voz del Alquimista. El muchacho sonrió y continuó cavando. Media hora

después, la pala golpeó algo sólido. Una hora después tenía ante sí un baúl lleno de

viejas monedas de oro españolas. También había pedrería, máscaras de oro con plumas

blancas y rojas, ídolos de piedra con brillantes incrustados. Piezas de una conquista

que el país ya había olvidado mucho tiempo atrás, y que el conquistador olvidó contar

a sus hijos. El muchacho sacó a Urim y Tumim del zurrón, Había utilizado las piedras

solamente una vez, una mañana en un mercado. La vida y su camino estuvieron siempre

llenos de señales.

Guardó a Urim y a Tumim en el baúl de oro. Era también parte de su tesoro, porque

le recordaban a un viejo rey que jamás volvería a encontrar.

«Realmente la vida es generosa con quien vive su Leyenda Personal —pensó el

muchacho. Entonces se acordó de que tenía que ir a Tarifa para dar la décima parte de

todo aquello a la gitana—. Qué listos son los gitanos», se dijo. Tal vez fuese porque

viajaban tanto.

Pero el viento volvió a soplar. Era el Levante, el viento que venía de África. No

traía el olor del desierto, ni la amenaza de invasión de los moros. Por el contrario,

traía un perfume que él conocía bien, y el sonido de un beso —que fue llegando

despacio, despacio, hasta posarse en sus labios.

El muchacho sonrió. Era la primera vez que ella hacía eso.

—Ya voy, Fátima —dijo él.

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