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Cómo ganar amigos e influir sobre las personas



























DALE CARNEGIE

, (seudónimo de Dale Breckenridge Carnegie, 24 de noviembre de 1888 - 1 de noviembre de 1955) fue un empresario y escritor de libros de auto ayuda, estadounidense. Principal promotor de lo que ahora se llama asunción de responsabilidades, aunque esto sólo aparece puntualmente en sus escritos. Una de las ideas centrales de sus libros es que es posible cambiar el comportamiento de los demás, al cambiar nuestra actitud hacia ellos.

  En su juventud, trabajó en el campo al tiempo que realizaba sus estudios en el State Teacher's College en Warrensburg, graduándose como maestro de escuela, fue durante sus estudios que recibió una influencia wesleyana en su pensamiento, fue gracias a su profesor Roberth Art que en él se crea el sentir del trato humanitario. Su primer trabajo tras la universidad fue vender cursos de correspondencia a hacendados (rancheros); luego pasó a ser
vendedor de tocino, jabón y manteca de la empresa Armour & Company. Tuvo tanto éxito que consiguió que su zona, Omaha del Sur, fuese líder nacional de ventas para la empresa. Murió de la enfermedad de Hodgkin y fue enterrado en el cementerio de Belton en el Condado de Cass, Missouri.

Cómo ganar amigos e influir sobre las personas parte 09

CRÍA FAMA Y ÉCHATE A DORMIR

  ¿Qué hacer cuando una persona que ha trabajado bien empieza a hacerlo mal? Se lo puede despedir, pero eso no soluciona nada. Se lo puede tratar con energía, pero eso por lo general provoca resentimiento. Henry Henke, gerente de servicios de una importante agencia de camiones en Lowell, Indiana, tenía un mecánico cuyo trabajo se había vuelto menos satisfactorio. En lugar de gritarle o amenazarlo, el señor Henke lo llamó a su oficina, y tuvo una charla sincera con el hombre
—Bill —le dijo—. Usted es un excelente mecánico. Hace años que trabaja con nosotros. Ha reparado muchos vehículos dejando plenamente satisfechos a los clientes. De hecho, hemos recibido no pocos elogios por el buen trabajo que usted ha hecho. Pero últimamente el tiempo que se toma para terminar cada tarea se está haciendo mayor, y los resultados no son los de antes. Como usted ha sido un mecánico tan excelente en el pasado, estoy seguro de que le interesará saber que no me siento feliz con la situación, y quizás entre los dos podamos encontrar el modo de corregir el problema.
 

  Bill respondió que no había advertido el desmejoramiento de su rendimiento, y le aseguró al jefe que seguía siendo capaz de realizar bien su trabajo, y trataría de mejorarlo en el futuro.

  ¿Lo hizo? Vaya si lo hizo. Volvió a ser un mecánico rápido y seguro. Con la reputación que le había dado el señor Henke para mantener, ¿qué otra cosa podía hacer sino realizar un trabajo comparable con el que había hecho en el pasado?

  «La persona común —escribe Samuel Vauclain, presidente de la Baldwin Locomotive Works— puede ser llevada fácilmente si se obtiene su respeto y se le muestra respeto por alguna clase de capacidad suya.»

  En suma, si quiere usted que una persona mejore en cierto sentido, proceda como si ese rasgo particular fuera una de sus características sobresalientes. Shakespeare dijo: «Asume una virtud si no la tienes». Y lo mismo se puede presumir con respecto a los demás y afirmar abiertamente que tiene aquella virtud que uno quiere desarrollar en él. Désele una reputación, y se le verá hacer esfuerzos prodigiosos antes de desmentirla.

  Georgette Leblanc, en su libro “Recuerdos. Mi vida con Maeterlinck”, describe la asombrosa transformación de una humilde Cenicienta belga
Una sirvienta de un hotel cercano me llevaba las comidas. Se llamaba Marie, la Lavaplatos, porque había comenzado su carrera como ayudante de cocina. Era una especie de monstruo, bizca, de piernas combadas, pobre en carne y en espíritu.

    Un día en que me acercaba con sus rojas manos un plato de fideos, le dije a boca de jarro:

    —Marre, no sabe usted qué tesoros tiene ocultos. Acostumbrada a dominar sus emociones, Marie esperó unos momentos, sin atreverse a hacer un gesto por temor a una catástrofe. Por fin dejó el plato en la mesa, suspiró y exclamó ingenuamente:

    —Señora, jamás lo habría creído.

    No tuvo una duda, ni hizo una pregunta. Volvió a la cocina y repitió lo que yo había dicho, y tal es la fuerza de la fe, que nadie se rió de ella. Desde aquel día se le tuvo cierta consideración. Pero el cambio más curioso se produjo en la misma Marie. Con la idea de que era el receptáculo de maravillas invisibles, comenzó a cuidarse la cara y el cuerpo, tanto que su olvidada juventud pareció florecer y ocultar su fealdad.

    Dos meses más tarde, cuando yo me marchaba de allí, anunció su próxima boda con el sobrino del `chef'.

    —Voy a ser una señora —dijo, y me agradeció. Una pequeña frase había cambiado su vida entera.
 

  Georgette Leblanc había dado a Marie una reputación que justificar, y esa reputación la transformó.

  Bill Parker, representante de ventas de una compañía de comida en Daytona Beach, Florida, se entusiasmó mucho con la nueva línea de productos que introducía su compañía, y quedó apesadumbrado cuando el gerente de
un gran almacén de alimentos rechazó la oportunidad de introducir el nuevo producto en su negocio. Bill pasó todo el día lamentando este rechazo, y decidió volver al almacén antes de irse a su casa esa noche, y probar una vez más.

  —Jack —le dijo al dueño—, cuando me marché esta semana, comprendí que no te había presentado un cuadro completo de la nueva línea, y te agradecería que me des unos minutos para señalarte todos los puntos que omití. Siempre te he admirado por tu capacidad para escuchar, y por tu buena disposición a cambiar cuando los hechos piden un cambio.

  ¿Podía rehusarse Jack a darle otra oportunidad? No después de que el vendedor le hubo establecido esa reputación.

  Una mañana, el doctor Martín Fitzhugh, dentista de Dublín, Irlanda, se sorprendió al oír que una paciente le señalaba que la taza metálica que estaba usando para enjuagarse la boca no estaba muy limpia. Es cierto que la paciente bebía del vasito de papel, pero de todos modos no era digno de un profesional usar equipo sucio.

  Cuando la paciente se marchó, el doctor Fitzhugh pasó a su oficina privada a escribirle una carta a Bridgit, la mujer que venía dos veces por semana a limpiar su oficina. Escribió esto:

 
    «Mi querida Bridgit:

    Nos vemos tan rara vez que quise tomarme un momento para agradecerle el excelente trabajo de limpieza que hace. A propósito, querría decirle que, como dos horas dos veces por semana es un tiempo muy limitado, puede trabajar una media hora extra de vez en cuando, cada vez que sienta necesidad
de ocuparse de esas cosas que se hacen «de tanto en tanto», como limpiar la taza de metal donde van los vasitos de papel, o cosas así. Por supuesto que le pagaré el tiempo extra.»
 

  —Al día siguiente cuando entré al consultorio —contó el doctor Fitzhugh—, mi escritorio había sido limpiado hasta quedar como un espejo, lo mismo que la silla, de la que casi me resbalé. Al entrar a la sala de tratamiento, encontré la taza de metal más brillante que hubiera visto nunca. Le había dado a la mujer de la limpieza una excelente reputación que mantener, y este pequeño gesto mío había hecho que se superara a sí misma. ¿Y cuánto tiempo adicional creen que le tomó? Ni un minuto.

  Hay un viejo dicho: «Cría fama y échate a dormir». Demos fama a los demás y veamos qué ocurre.

  Cuando la señora Ruth Hopkins, maestra de cuarto grado de una escuela de Brooklyn, Nueva York, echó una mirada a su clase el primer día del año, su entusiasmo y alegría por empezar un nuevo término quedaron matizados por el temor. En su clase este año tendría a Tommy T., el más notorio «chico malo» dela escuela. Su maestra de tercer grado se había quejado constantemente de Tommy T. con sus colegas, la directora y todos los que quisieran escucharla. No era sólo un chico díscolo, sino que además provocaba graves problemas de disciplina en la clase, buscaba pelea con los chicos, molestaba a las niñas, le respondía a la maestra, y parecía empeorar a medida que crecía. Su único rasgo redentor era su facilidad para aprender.

  La señora Hopkins decidió enfrentar el «problema Tommy» de inmediato. Cuando saludó a sus nuevos alumnos, hizo pequeños comentarios sobre cada uno de ellos: «Rose, es muy lindo el vestido que tienes»,.

  «Alicia, me han dicho que eres muy buena dibujante». Cuando llegó a Tommy, lo miró a los ojos y le dijo:
«Tommy, tengo entendido que tienes alma de líder. Dependeré de ti para que me ayudes a hacer de esta división el mejor de los cuartos grados». Reforzó esto en los primeros días de clase felicitando a Tommy por cada cosa que hacía, y comentando lo buen alumno que era. Con esa reputación que mantener, ni siquiera un chico de nueve años podía defraudarla… y no la defraudó.

  Si usted quiere obtener buenos resultados en esa difícil misión de cambiar la actitud o conducta de los otros, recuerde la…

  REGLA 7

  Atribuya a la otra persona una buena reputación para que se interese en mantenerla
HAGA QUE LOS ERRORES PAREZCAN FÁCILES DE CORREGIR

  Un amigo mío, soltero, de unos cuarenta años de edad, se comprometió para casarse, y su novia lo persuadió de que tomara unas tardías lecciones de baile
—Bien sabe Dios —me confesó este hombre al narrarme el caso— que necesitaba lecciones de baile, porque yo bailaba tal como cuando empecé, hace veinte años. La primera profesora a quien vi me dijo probablemente la verdad. Me dijo que tenía que olvidarme de todo lo aprendido y empezar otra vez. Con eso me desalentó. No me quedaba un incentivo para seguir aprendiendo. Así, pues, la dejé.

  Quizá mintiera la profesora a quien fui a ver después; pero de todos modos me gustó. Dijo, tranquilamente, que quizá mi manera de bailar era un poco anticuada, pero que en lo fundamental todo iba bien, y que no tendría inconveniente alguno para aprender unos cuantos pasos nuevos. La primera profesora me había desalentado al acentuar o destacar mis errores. Esta nueva profesora hizo lo contrario. Me aseguró que yo tenía un sentido natural del ritmo, que era un bailarín nato. El sentido común me dice que he sido siempre y siempre seré un bailarín de cuarta categoría; pero en lo hondo del corazón me gusta pensar que quizá la profesora tenía razón. Es claro que yo le pagaba para que me lo dijera, pero ¿a qué recordar eso?

  «De todos modos, sé que soy mejor bailarín de lo que habría sido si no me hubiese dicho que tengo un sentido natural del ritmo. Eso me alentó. Me dio esperanza. Me hizo desear el progreso.»

  Digamos a un niño, a un esposo, o a un empleado, que es estúpido o tonto en ciertas cosas, que no tiene dotes para hacerlas, que las hace mal, y habremos destruido todo incentivo para que trate de mejorar. Pero si empleamos la técnica opuesta; si somos liberales en la forma de alentar; si hacemos que las cosas parezcan fáciles de hacer; si damos a entender a la otra persona que tenemos fe en su capacidad para hacerlas, la veremos practicar hasta que asome la madrugada, a fin de superarse.

  Esta es la técnica que emplea Lowell Thomas, y a fe mía que este hombre es un artista supremo en cuanto atañe a las relaciones humanas. Da coraje a los demás. Da confianza. Inspira valor y fe. Por ejemplo, pasé el fin de sema
na con él y su esposa, y el sábado por la noche se me pidió que participara de un amistoso juego de la canasta. ¿Canasta? ¿Yo? ¡Ah, no! ¡No, no! Yo no. Yo no sabía nada de este juego. Siempre había sido un misterio para mí. ¡No, no! ¡Imposible!

  —Pero Dale —dijo Lowell—, si no es un misterio. No se necesita más que buena memoria y buen juicio. Tú escribiste una vez un capítulo sobre la memoria. La canasta será cosa facilísima para ti. Tienes todas las condiciones para juzgarlo.

  Y sin tardanza, casi antes de saber lo que hacía, me encontré por primera vez ante una mesa de canasta.

  Todo porque se me decía que tenía dotes naturales para el juego, y así se me hizo considerar que me sería fácil.

  Al hablar de canasta recuerdo a Ely Culbertson. Ahora, en todas partes donde se juega canasta, el nombre de Culbertson es cosa conocida; y sus libros sobre el tema han sido traducidos en una docena de idiomas, y vendidos a millones de lectores. Pero él mismo me ha dicho que nunca habría pensado en convertir el juego en una profesión si una joven no le hubiese asegurado que estaba especialmente dotado para ello.

  Cuando llegó a los Estados Unidos, en 1922, trató de conseguir empleo como profesor de psicología y sociología, pero no pudo.

  Después trató de vender carbón, y fracasó. Después trató de vender café, y fracasó.

  Jamás pensó, en esos días, en enseñar canasta. No solamente era un mal jugador sino también muy terco. Hacía tantas preguntas y efectuaba tantos estudios de cada partido después de hecho, que nadie quería jugar con él.

  Pero conoció a una bella jugadora, Josephine Dillon, se enamoró y se casó con ella. Josephine notó con cuánto cuidado analizaba Culbertson sus cartas, y lo persuadió de que era un genio en potencia. Este aliento, me ha dicho Culbertson, fue lo que lo llevó a hacer de la canasta una profesión
Clarence M. Jones, uno de los instructores de nuestro curso en Cincinnati, Ohio, contó cómo el elogio, y el hacer que los defectos fueran fáciles de corregir, cambiaron completamente la vida de su hijo David:

 
    —En 1970 mi hijo David, que tenía quince años, vino a vivir conmigo a Cincinnati. Su vida no había sido fácil. En 1958 se rompió la cabeza en un accidente automovi lístico, y quedó con una fea cicatriz en la frente. En 1960 su madre y yo nos divorciamos, y ella lo llevó a Dallas, Texas. Hasta los quince años había pasado la mayor parte de su vida escolar en clases especiales para aprendizaje lento. Posiblemente en razón de su cicatriz, los directores escolares habían decidido que tenía una lesión cerebral y no podía funcionar a nivel normal. Estaba dos años por debajo del nivel de su grupo de edad, por lo que sólo había alcanzado el séptimo grado. Pero no sabía las tablas de multiplicar, sumaba con los dedos, y apenas si podía leer.

    Había un punto positivo: le gustaba trabajar con aparatos de radio y televisión. Quería llegar a ser técnico de televisión. Lo alenté en este punto, y le recordé que necesitaría saber bastante de matemáticas para ese tipo de estudios. Decidí ayudarlo a mejorar en esa materia. Compramos cuatro series de tarjetas de ejercicios: multiplicación, división, suma y resta. Cuando íbamos sacando las tarjetas, yo ponía las respuestas correctas en una pila a un costado. Cuando David se equivocaba, le explicaba cuál era la respuesta acertada y volvía a poner la tarjeta en el montón a sacar, y así seguíamos hasta que no quedaba ninguna. Yo celebraba ruidosamente cada tarjeta que acertaba, sobre todo si se había equivocado en una antes. Todas las noches hacíamos de esa manera con todas las tarjetas. Yo siempre controlaba el tiempo con un cronómetro. Le prometí que cuando hiciera todas las tarjetas en ocho minutos, sin re
puestas incorrectas, dejaríamos de hacerlo todas las noches. A David le pareció un objetivo imposible. La primera noche le llevó 52 minutos, la segunda 48, después 45, 44, 41, después bajó de los 40 minutos. Celebrábamos cada reducción. Yo llamaba a mi esposa, y lo abrazábamos y nos reíamos. A fines del mes, estaba haciendo todas las tarjetas perfectamente en menos de ocho minutos. Cuando hacía un pequeño adelanto, pedía hacerlo otra vez. Había hecho el descubrimiento fantástico de que aprender era fácil y divertido.

    Naturalmente, sus notas en aritmética dieron un salto. Es increíble cuánto más fácil resulta la aritmética cuando uno puede multiplicar bien. Se asombró él mismo de traer una buena nota en matemáticas. Nunca antes había llegado a un nivel tan bueno. Y eso arrastró otros cambios, a una velocidad casi increíble. Su lectura mejoró rápidamente, y empezó a usar su talento natural para el dibujo. Ese mismo año, el maestro de ciencia le asignó la tarea de dar una clase. El quiso desarrollar una serie de modelos, altamente complejos, para demostrar el efecto de las palancas. Ese trabajo no sólo exigía habilidad en el dibujo y la fabricación de modelos, sino también en matemáticas aplicadas. Su clase ganó el primer premio en la feria científica de la escuela, y fue enviada a la competencia interescolar y ganó el tercer premio de toda la ciudad de Cincinnati.

    «Con eso bastó. Aquí estaba el chico que había repetido dos grados, que había sido diagnosticado con `lesión cerebral', al que sus compañeros de clase habían llamado `Frankenstein' y le habían dicho que los sesos se le habían salido por la herida. De pronto descubría que realmente podía aprender y lo
grar cosas. ¿El resultado? A partir del último término del octavo grado y a lo largo de toda la secundaria, nunca dejó de estar en el cuadro de honor. No bien descubrió que aprender era fácil, toda su vida cambió.»
 

  Si quiere ayudar a los otros a mejorar, recuerde la…

  REGLA 8

  Aliente a la otra persona. Haga que los errores parezcan fáciles de corregir.
PROCURE QUE LA OTRA PERSONA SE SIENTA SATISFECHA DE HACER LO QUE USTED QUIERE

  En 1915 los Estados Unidos estaban atemorizados. Durante más de un año las naciones de Europa se mataban en una escala jamás soñada en los sangrientos anales de la historia de la humanidad. ¿Se podría conseguir la paz? Nadie lo sabía. Pero Woodrow Wilson estaba decidido a hacer la prueba.
Decidió enviar un representante personal, un emisario de paz, para conferenciar con los señores de la guerra en Europa.

  William Jennings Bryan, secretario de Estado, abogado de la paz, ansiaba hacer el viaje. Veía en él la oportunidad de realizar un gran servicio e inmortalizar su nombre. Pero Wilson designó a otro hombre, a su amigo íntimo, el coronel Edward M. House; y a House le cupo la espinosa misión de dar la desagradable noticia a Bryan sin ofenderlo.

  Bryan estaba muy decepcionado cuando supo que yo iba a Europa como emisario de paz —ha anotado el coronel House en su diario—. Dijo que había pensado ir él…

  «Yo le contesté que el presidente consideraba imprudente efectuar esta gestión en forma oficial, y que el viaje de Bryan despertaría mucha atención y la gente se preguntaría por qué iba a Europa…»

  ¿Advierte usted la insinuación? House dijo, o dio a entender a Bryan, que él era demasiado importante para aquella misión, y Bryan quedó satisfecho.

  El coronel House, diestro, experimentado en las cosas del mundo, seguía así una de las reglas más importantes en las relaciones humanas: Procure que la otra persona se sienta satisfecha de hacer lo que usted sugiere.

  Woodrow Wilson siguió también esa política, hasta cuando invitó a William Gibbs McAdoo a ser miembro de su gabinete. Era este el más alto honor que podía conferir, y sin embargo lo hizo de manera tal que el otro se sintió doblemente importante. Veamos la narración de las palabras del mismo McAdoo
«Me dijo que estaba preparando su gabinete y que se sentiría muy contento si yo aceptaba el cargo de secretario del Tesoro. Tenía una forma encantadora de presentar las cosas; daba la impresión de que, al aceptar este gran honor, yo le haría un favor enorme».

  Desgraciadamente, Wilson no empleó siempre tanto tacto. Si lo hubiera hecho, podría ser diferente la historia. Por ejemplo, Wilson no contentó al Senado ni al Partido Republicano cuando incorporó los Estados Unidos a la Liga de las Naciones. Wilson se negó a llevar a Elihu Root, o a Hughes, o a Henry Cabot Lodge a la Conferencia de Paz. En lugar de ello, se hizo acompañar por hombres desconocidos de su propio partido. Hizo un desaire a los republicanos, no quiso dejarles pensar que la Liga era idea de ellos tanto como de él, se negó a permitirles una participación; y como resultado de estos errores en el manejo de las relaciones humanas, Wilson destruyó su carrera, arruinó su salud, abrevió su vida, hizo que los Estados Unidos quedaran al margen de la Liga, y alteró la historia del mundo.

  No sólo los estadistas y diplomáticos usan este método para hacer que la gente se sienta feliz haciendo lo que ellos quieren que haga. Dale O. Ferrier, de Fort Wayne, Indiana, nos contó cómo alentó a uno de sus hijos a hacer con buena voluntad sus tareas:

 
    —Una de las tareas de Jeff era recoger las peras de abajo del peral, para que la persona que estaba cortando el césped no tuviera que detenerse a hacerlo. No le gustaba este trabajo, y con frecuencia no lo hacía, o lo hacía tan mal que el que manejaba la cortadora de césped tenía que detenerse y recoger
varias peras que el niño había pasado por alto. En lugar de tener un enfrentamiento violento con él, salí un día cuando se preparaba para hacer el trabajo y le dije:

    Jeff, haré un trato contigo. Por cada cesta llena de peras que recojas, te pagaré un dólar. Pero cuando hayas terminado, por cada pera que yo encuentre en el patio, te cobraré un dólar. ¿Qué te parece?

    «Como podría esperarse, no sólo recogió todas las peras, hasta la última, sino que tuve que vigilarlo para que no arrancara más del árbol para llenar sus cestas.»
 

  Conozco a un hombre que ha rechazado muchas invitaciones para hablar, invitaciones hechas por amigos, por personas a quienes está obligado; pero lo hace con tal destreza que los demás quedan contentos con la negativa. ¿Cómo lo consigue? No es porque hable de estar muy ocupado o muy esto o aquello. No, después de expresar cuánto agradece la invitación y de lamentar la imposibilidad de aceptarla, sugiere un orador para que lo reemplace. En otras palabras, no da tiempo a que los demás se sientan desagradados por la negativa. Logra que los demás piensen inmediatamente en algún orador reemplazante.

  Gunter Schmidt, que siguió nuestro curso en Alemania Occidental, contó sobre una empleada en su almacén de comestibles, que olvidaba poner las tarjetas con los precios en los estantes donde se exhibían los productos. Esto provocaba confusión y quejas por parte de los clientes. Recordatorios, admoniciones, enfrentamientos, no servían de nada. Al fin, el señor Schmidt la llamó a su oficina y le dijo que la nombraría Supervisora de Marcación de Precios de todo el almacén, y ella sería la responsable de mantener cada producto con su precio bien visible. Esta nueva responsabilidad y título cambiaron por completo la actitud de la empleada, y desde entonces realizó sus tareas satisfactoriamente.
¿Infantil? Acaso. Pero lo mismo dijeron de Napoleón cuando creó su Legión de Honor y distribuyó 15.000 cruces entre sus soldados, y ascendió a dieciocho de sus generales a Mariscales de Francia, y llamó a sus tropas el Gran Ejército. Se criticó a Napoleón por dar «juguetes» a veteranos endurecidos en muchas guerras, y Napoleón respondió a ello: «Los hombres son manejados por los juguetes».

  Esta técnica de conceder títulos y autoridad rindió resultados a Napoleón, y los rendirá también para usted. Por ejemplo, una amiga mía, la Sra. Ernest Gent, de Scarsdale, Nueva York, se afligía porque unos niños le arruinaban el césped. Trató de corregirlos con sus críticas. Trató de corregirlos con sus retos. No obtuvo resultados. Pero después hizo la prueba de dar al peor de los niños de la banda un título y una sensación de autoridad. Lo nombró su «detective» y le encargó evitar que los demás pisaran el césped. Así se resolvió el problema. Su «detective» hizo una hoguera en el patio, calentó un hierro al rojo y amenazó con quemar al primer niño que pisara el césped.

  El líder eficaz tendrá presentes las siguientes guías cuando sea necesario cambiar conductas o actitudes:

  1. Ser sincero. No prometer nada que no se pueda cumplir. Olvidarse de los beneficios de uno y concentrarse en los de la otra persona.

  2. Saber exactamente qué es lo que se quiere que haga la otra persona.

  3. Ser empático. Preguntarse a sí mismo qué quiere verdaderamente la otra persona.

  4. Considerar los beneficios que recibirá la otra persona por hacer lo que usted le sugiere.

  5. Hacer coincidir esos beneficios con los deseos de la otra persona.

  6. Al hacer el pedido, hacerlo en una forma que destaque los beneficios que redundará para la otra persona
Por ejemplo, en lugar de dar una orden seca como ésta: «Juan, mañana vendrán clientes y quiero que el depósito esté limpio, así que bárralo, apile con prolijidad la mercadería y limpie el mostrador», podemos expresar lo mismo mostrando los beneficios que obtendrá Juan si hace su trabajo: «Juan, tenemos un trabajo que habrá que hacer, y si se hace ahora, no habrá que preocuparse después. Mañana traeré a unos clientes a mostrarles las instalaciones. Me gustaría mostrarles el depósito, pero no está presentable. Si usted puede barrerlo, apilar la mercadería con prolijidad y limpiar el mostrador, nos hará lucir más eficientes y usted habrá hecho su parte para darle una buena imagen a nuestra compañía».

  ¿Se sentirá feliz Juan haciendo lo que se le sugiere? Probablemente no muy feliz, pero más que si no se le hubieran indicado sus beneficios. Suponiendo que uno sabe que Juan se enorgullece de la higiene de su depósito, y está interesado en contribuir a la imagen de la compañía, habrá más probabilidades de que coopere. También se le ha indicado a Juan que ese trabajo habrá que hacerlo tarde o temprano, y si se lo hace ahora ya no causará problemas en el futuro.

  Es ingenuo creer que siempre se obtiene una reacción favorable de la otra persona cuando se usan estos métodos, pero la experiencia de la mayoría indica que es más probable cambiar actitudes de este modo que no usando estos principios; y si con ellos se aumenta el rendimiento aunque más no sea en un diez por ciento, usted es un líder un diez por ciento más eficaz y este es su beneficio.

  Es más probable que la gente haga lo que usted sugiere cuando se usa la…

  REGLA 9

  Procure que la otra persona se sienta satisfecha de hacer lo que usted sugiere.
En pocas palabras,

  SEA UN LIDER:

  El trabajo de un líder consiste, entre otras cosas, en cambiar la actitud y conducta de su gente. Algunas sugerencias para lograrlo:

  REGLA 1

  Empiece con elogio y aprecio sincero.

  REGLA 2

  Llame la atención sobre los errores de los demás indirectamente.

  REGLA 3

  Hable de sus propios errores antes de criticar los de los demás.

  REGLA 4

  Haga preguntas en vez de dar órdenes.

  REGLA 5

  Permita que la otra persona salve su propio prestigio.

  REGLA 6

  Elogie el más pequeño progreso y, además, cada progreso. Sea «caluroso en su aprobación y generoso en sus elogios».

  REGLA 7

  Atribuya a la otra persona una buena reputación para que se interese en mantenerla.
REGLA 8

  Aliente a la otra persona. Haga que los errores parezcan fáciles de corregir.

  REGLA 9

  Procure que la otra persona se sienta satisfecha de hacer lo que usted sugiere.
UN BREVE CAMINO HACIA LA DISTINCIÓN
  por Lowell Thomas

  Esta información biográfica acerca de Dale Carnegie fue escrita en la edición original de Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, como su Introducción. La incorporamos al final de esta edición para brindar mayor información acerca del autor.

  Una fría noche de invierno, en enero de 1935, dos mil quinientos hombres y mujeres llenaban el gran salón de baile del Hotel Pennsylvania, en Nueva York. Todos los asientos disponibles estaban ocupados a las 19.30. Media
hora después seguía llegando la ansiosa muchedumbre. El espacioso palco estuvo pronto repleto; más tarde, era difícil conseguir colocación de pie, y centenares de personas, fatigadas de lidiar un día con sus negocios, se mantuvieron de pie una hora y media aquella noche para presenciar… ¿qué? ¿Una exposición de modelos? ¿Una carrera de seis días en bicicleta o una presentación personal de Clark Gable?

  No. Esa gente había sido atraída por un anuncio periodístico. Dos noches antes habían leído un ejemplar de The New York Sun y encontrado un anuncio a toda página:

  “Aprenda a hablar con efectividad: prepárese para dirigir”.

  ¿Cosas ya sabidas? Sí, pero, créase o no, en la más moderna ciudad de la Tierra, durante una crisis que había dejado a cargo de la ayuda oficial un veinte por ciento de la población, dos mil quinientas personas dejaron sus casas y fueron presurosamente al hotel en respuesta a ese anuncio.

  Quienes respondieron fueron gentes de las capas económicas superiores: jefes de empresas, patrones y profesionales.

  Estos hombres y estas mujeres habían acudido a oír el cañonazo inicial de un curso ultramoderno y ultrapráctico sobre «Cómo hablar en forma eficaz e influir sobre los hombres en los negocios». curso organizado por el Instituto Dale Carnegie de Comunicación Eficaz y Relaciones Humanas.

  ¿Por qué acudieron esos dos mil quinientos hombres y mujeres de negocios? ¿Debido a una repentina ansia por educarse, a causa de la crisis
Aparentemente no, porque ese mismo curso se venía dictando, ante salas repletas, en Nueva York, todas las temporadas desde hacía veinticuatro años. Durante ese lapso, más de quince mil hombres de negocios y profesionales fueron preparados por Dale Carnegie. Y hasta organizaciones tan grandes, tan escépticas y tan conservadoras como la Westinghouse Electric Manufacturing Company, McGraw-Hill Publishing Company, Brooklyn Union Gas Company, la Cámara de Comercio de Brooklyn, el Instituto de Ingenieros Electricistas y la New York Telephone Company, han empleado a Carnegie para instruir a sus miembros y sus directores en las oficinas de las mismas entidades.

  El hecho de que estos hombres, diez o veinte años después de haber salido de sus escuelas o colegios, acudan a recibir estas enseñanzas, constituye un decisivo comentario con respecto a las sorprendentes fallas de nuestro sistema educativo.

  ¿Qué quieren estudiar los adultos? Se trata de una pregunta muy importante; y con el fin de responderla, la Universidad de Chicago, la Asociación para la Educación de Adultos y las Escuelas Unidas de la Asociación Cristiana de Jóvenes efectuaron un estudio que duró dos años.

  Esa indagación reveló que el interés primario de los adultos es la salud. Reveló también que en segundo término está el interés por lograr habilidad en el trato con los demás; los adultos quieren aprender la técnica de llevarse bien e influir sobre las personas. No quieren ser oradores públicos; y no quieren escuchar palabras rimbombantes sobre psicología: quieren indicaciones que les sea posible emplear inmediatamente en los negocios, en los contactos sociales y en el hogar.

  —¿De modo que era eso lo que querían estudiar los adultos?

  —Muy bien —dijeron quienes hacían la indagación—. Espléndido. Si quieren eso, los haremos estudiar.
A la busca de un texto, descubrieron que jamás se había escrito un manual para ayudar a la gente a resolver sus diarios problemas de las relaciones humanas.

  ¡Bonito estado de cosas! Durante centenares de años se habían escrito eruditos volúmenes sobre griego y latín y matemáticas superiores, temas que no interesan un pepino al adulto común. Pero en cuanto al único tema que despierta su sed de conocimiento, que reclama guía y ayuda: ¡nada!

  Esto explica la presencia de dos mil quinientos adultos en el gran salón de baile del Hotel Pennsylvania en respuesta a un anuncio periodístico. Pues allí, aparentemente, tenían por fin lo que buscaban con tanto afán.

  En los lejanos tiempos de la escuela o del colegio habían leído y releído libro tras libro, con la idea de que sólo el conocimiento era el «ábrete sésamo» para obtener recompensas financieras y profesionales.

  Pero unos pocos años en la brega de los negocios y la vida profesional les causaron aguda decepción.

  Vieron que algunos de los mayores triunfos correspondían, en la vida de los negocios, a hombres que además de sus conocimientos poseían la capacidad de hablar bien, de conquistar gentes a su manera de pensar, y de «vender» sus personalidades y sus ideas.

  Pronto descubrieron que si se quiere ser capitán y dirigir la nave de los negocios, la personalidad y la facilidad de palabra son más importantes que el conocimiento de los verbos latinos o un diploma de Harvard.

  El anuncio aparecido en The New York Sun prometía que la reunión en el Hotel Pennsylvania sería sumamente entretenida. Lo fue.

  Dieciocho personas que habían seguido el curso fueron presentadas ante el altoparlante, y a quince de ellas se les dio precisamente setenta y cinco segundos para que narraran sus experiencias. Sólo setenta y cinco segundos de elocución; luego caía el martillo y el presidente gritaba: ¡Tiempo! ¡El siguiente orador
La función tuvo la velocidad de un rebaño de búfalos disparado por la llanura. Los espectadores permanecieron allí una hora y media.

  Los oradores eran una muestra cabal de la vida de los negocios en los Estados Unidos: el director de una cadena de tiendas; un panadero; el presidente de una asociación comercial; dos banqueros; un vendedor de camiones; un vendedor de productos químicos; un corredor de seguros; el secretario de una asociación de fabricantes de ladrillos; un contador; un dentista; un arquitecto; un vendedor de whisky; un farmacéutico que había llegado de Indianápolis a Nueva York para seguir el curso; un abogado venido de La Habana para prepararse con el fin de pronunciar un importante discurso de tres minutos. El primer orador tenía el gaélico nombre de Patrick J. O'Haire. Nacido en Irlanda, asistió a la escuela durante cuatro años, emigró a los Estados Unidos, trabajó como mecánico y después como chofer.

  A los cuarenta años de edad, en aumento su familia, necesitaba más dinero; por ese motivo trató de vender camiones automóviles. Afectado por un complejo de inferioridad que, según sus palabras, le carcomía el corazón, tenía que pasar y volver a pasar frente a una oficina media docena de veces hasta adquirir el valor suficiente para abrir la puerta. Tan desalentado estaba por su actuación como vendedor, que ya pensaba volver a trabajar con sus manos en un taller mecánico, cuando un día recibió una carta en que se le invitaba a un mitin de organización del Curso Dale Carnegie© sobre comunicación eficaz.

  No quería ir. Temía verse fuera de su medio, encontrarse con una cantidad de profesionales.

  Su esposa, afligida, insistió en que fuera.

  —Quizá te dé resultado, Pat —dijo—. Dios sabe que lo necesitas
Fue, pues, al lugar donde se debía realizar la reunión, y durante cinco minutos estuvo en la acera, antes de poder reunir la suficiente confianza en sí mismo para entrar.

  Las primeras veces que quiso hablar se mareaba de temor. Pero al pasar las semanas perdió todo temor a los oyentes y pronto descubrió que le gustaba hablar, y cuanto mayor público, tanto mejor. Y perdió también el temor a los individuos. Perdió el temor a sus propios clientes. Sus ingresos aumentaron enormemente. Hoy es uno de los mejores vendedores de la ciudad. Aquella noche en el Hotel Pennsylvania, Patrick O'Haire se presentó ante dos mil quinientas personas y narró una alegre, risueña relación de sus realizaciones. Ola tras ola de risas sacudió al auditorio. Pocos oradores profesionales habrían igualado su actuación.

  El siguiente orador, Godfrey Meyer, era un canoso banquero, padre de siete niños. La primera vez que intentó hablar enmudeció, literalmente, de pánico. Su mente se rehusaba a funcionar. Su historia es claro ejemplo de cómo la dirección de las cosas va a manos de los hombres que saben hablar.

  Meyer trabajaba en Wall Street y desde hace veinticinco años vive en Clifton, Nueva jersey. Durante ese lapso no tomó parte activa en los asuntos de la comunidad y conoció, a lo sumo, a unas quinientas personas.

  Poco después de inscribirse en el Curso Carnegie® recibió su cuenta de impuestos y se enfureció al. ver tasas que consideraba injustas. Ordinariamente se hubiese contentado con quedarse en casa y pasar allí su ira, o ir a comentar la injusticia con sus vecinos. Pero en esta ocasión se puso el sombrero, fue a un mitin ciudadano y dio cauce a su ira en público.

  A raíz de esa elocuente muestra de indignación, los ciudadanos de Clifton lo instaron a presentar su candidatura a concejal municipal. Durante varias semanas fue Meyer de un mitin a otro, censurando los excesivos gastos municipales
Había noventa y seis candidatos. Cuando se contaron los votos, el nombre de Godfrey Meyer era el que estaba a la cabeza. Casi de la noche a la mañana se había convertido en una figura pública entre las cuarenta mil personas de la comunidad. Fruto de sus discursos y sus conversaciones: conquistó en seis semanas ochenta veces más amigos que en los veinticinco años anteriores.

  Y su salario como concejal significaba un rendimiento de mil por ciento anual con relación a su inversión en el Curso Dale Carnegie®.

  El tercer orador, jefe de una gran asociación nacional de fabricantes de productos alimenticios, narró que en las reuniones del directorio había sido incapaz de expresar sus ideas.

  Como consecuencia de su aprendizaje ocurrieron dos cosas asombrosas. Muy pronto fue elegido presidente de su asociación y, en tal carácter, se vio obligado a dirigir la palabra en reuniones efectuadas en todo el país. Los cables de la Associated Press transmitieron extractos de sus discursos, que fueron publicados en diarios y en revistas del ramo de la nación entera.

  En dos años, después de haber aprendido a hablar, recibió más publicidad gratuita para su compañía y sus productos que la que había podido obtener anteriormente a costa de doscientos cincuenta mil dólares de anuncios directos. Este orador admitió que con anterioridad hasta vacilaba antes de hablar por teléfono con algún jefe de empresa de Manhattan e invitarlo a almorzar con él. Pero como resultado del prestigio logrado mediante sus discursos, esos mismos jefes de empresa eran quienes le hablaban ahora, lo invitaban a almorzar y le pedían disculpas por molestarlo
La capacidad de hablar bien es el camino más breve hacia la distinción. Ella es la que destaca a una persona, la hace sobresalir entre la multitud. Y el hombre que puede hablar en forma aceptable es considerado dueño de cualidades ajenas a las que posee en realidad.

  Predomina hoy en los Estados Unidos un movimiento en favor de la educación de los adultos; y la fuerza más espectacular en ese movimiento es Dale Carnegie® un hombre que ha escuchado y criticado más discursos y conversaciones de adultos que cualquier otro hombre en cautividad. Según un reciente dibujo de Ripley en «Créase o no». ha hecho la crítica de 150.000 discursos. Si esta cifra no impresiona al lector, recuerde que significa un discurso por cada día transcurrido desde que Colón descubrió América. O, en otras palabras, si todas las personas que han hablado ante Carnegie sólo hubiesen empleado tres minutos cada una y se hubieran presentado ante él en orden sucesivo, se necesitaría un año entero para escuchar a todas, sin descansar un minuto de la noche o del día.

  La misma carrera de Dale Carnegie, llena de grandes contrastes, es un notable ejemplo de lo que puede realizar un hombre cuando siente obsesión por una idea original y le enciende el entusiasmo.

  Nacido en una granja de Missouri, a diez millas de un ferrocarril, no vio un tranvía hasta que tuvo doce años; pero hoy, a los 46, está familiarizado con todos los extremos de la Tierra, desde Hong Kong hasta Hammerfest; y en una ocasión estuvo más cerca del Polo Norte que lo que el cuartel general del almirante Byrd, en Pequeña América, estuvo jamás del Polo Sur.

  Este mozo de Missouri, que solía recoger fresas y cortar cizaña a razón dé cinco centavos la hora, percibe ahora un dólar por minuto por adiestrar en el arte de la autoexpresión a los dirigentes de grandes empresas.

  Este vaquero de otrora, que arreaba ganado y marcaba terneros en el oeste de Dakota del Sur, fue más tarde a Londres y organizó funciones teatrales bajo el patrocinio de la familia real
Este hombre, que fue un fracasado la primera docena de veces que trató de hablar en público, se convirtió después en mi gerente general. Gran parte de mis triunfos se han debido al. aprendizaje que realicé a las órdenes de Dale Carnegie.

  El joven Carnegie tuvo que luchar por conseguir una educación, porque la mala suerte golpeaba sin cesar a las puertas de la vieja granja en el noroeste de Missouri. Año tras año el Río 102 se salía de cauce y ahogaba el maíz y se llevaba el heno. Una vez tras otra, los cerdos ya engordados enfermaban y morían de cólera, desaparecía el mercado para las vacas y las mulas, y el banco amenazaba con ejecutar la hipoteca.

  Enferma de desaliento, la familia vendió la granja y compró otra, cerca del Colegio de Maestros del Estado, en Warrensburg, Missouri. Podía conseguirse alojamiento y comida en la ciudad a razón de un dólar por día; pero Carnegie no tenía ese dinero. Por eso vivía en la granja e iba a caballo al colegio, en un viaje de una legua todos los días. En la granja ordeñaba las vacas, cortaba leña, alimentaba los cerdos, y estudiaba sus verbos latinos a la luz de una lámpara primitiva hasta que se le nublaban los ojos y comenzaba a cabecear.

  Y al irse a la cama, a medianoche, ponía el despertador para las tres de la madrugada. Su padre criaba cerdos Duroc Jersey de pura raza, y durante las noches más frías había peligro de que los lechones murieran helados. Para impedirlo se los colocaba en un cesto, cubierto por una arpillera, y se los dejaba junto a la cocina. Los lechones exigían alimento a las tres de la mañana. Cuando sonaba el despertador, Dale Carnegie dejaba el abrigo de su cama, tomaba el cesto y llevaba los lechones hasta las madres; esperaba a que mamaran y los llevaba de vuelta a la tibieza de la cocina.

  Había seiscientos estudiantes en el Colegio de Maestros del Estado; y Dale Carnegie formaba parte de un aislado grupo de media docena de niños que no tenían dinero para vivir en la ciudad. Estaba avergonzado de la pobreza
que le hacía necesario volver a la granja, a ordeñar vacas, todas las noches. Le avergonzaba su ropa —pantalones demasiado cortos, chaqueta demasiado ajustada. A medida que se desarrollaba rápidamente su complejo de inferioridad, buscaba algún camino para distinguirse. Bien pronto vio que en el colegio había ciertos estudiantes que gozaban de influencia y prestigio: los jugadores de fútbol y béisbol y los que triunfaban en torneos de oratoria y de debates.

  Como comprendió que no tenía facilidad para el deporte, decidió ganar uno de los torneos de oratoria.

  Tardó meses en prepararse para ello. Practicaba mientras galopaba a caballo de su casa al colegio y del colegio a su casa; practicaba discursos mientras ordeñaba las vacas; y después subía a un fardo de heno en el granero y con gran entusiasmo y muchos gestos arengaba a las asustadas palomas acerca de la necesidad de contener la inmigración japonesa.

  Mas, a pesar de todo este entusiasmo y de tantos preparativos, fue derrotado una vez tras otra. Tenía entonces 18 años: era sensitivo y orgulloso. Tanto se desalentó, quedó tan deprimido, que hasta pensó suicidarse. Y de pronto comenzó a triunfar, no solamente en un torneo, sino en todos los torneos de oratoria. del colegio.

  Otros estudiantes le rogaron que los preparara; y también ellos triunfaron.

  Terminados ya sus estudios, empezó a vender cursos por correspondencia a los rancheros del oeste de Nebraska y del este de Wyoming.

  A pesar de su energía y su entusiasmo sin límites, no pudo prosperar. Llegó a tal punto su decepción, que fue a su cuarto en un hotel de Alliance, Nebraska, en pleno día, se arrojó sobre la cama y lloró desesperado.

  Ansiaba volver al colegio, anhelaba retirarse de la dura batalla de la vida; pero no podía. Decidió entonces ir a Omaha y conseguirse otro empleo. No tenía dinero para el pasaje ferroviario, y por ello viajó en un tren de carga
dando agua y forraje a dos vagones de caballos a cambio de su pasaje. Llegado al sur de Omaha, consiguió un empleo de vendedor de tocino, jamón y cecina para Armour y Cía. Le asignaron un territorio difícil, entre las Tierras Malas y las zonas de indios y de hacendados en el oeste de Dakota del Sur. Recorría el territorio en trenes de carga y en diligencias y a caballo, y dormía en hoteles primitivos donde la única separación entre las habitaciones era un tabique de lona. Estudió libros para viajantes de comercio, montó potros, jugó al póquer con hombres rudos, y aprendió a cobrar las cuentas. Cuando algún tendero no le podía pagar en efectivo el tocino y los jamones que había pedido, Dale Carnegie retiraba de los estantes una docena de pares de zapatos, los vendía a los empleados ferroviarios y entregaba el producto a la Armour y Cía.

  A menudo tenía que viajar en tren de carga ciento cincuenta kilómetros por día. Cuando el tren se detenía para descargar mercancías, Carnegie corría al centro de la población, veía a tres o cuatro comerciantes, recibía sus pedidos; y cuando sonaba el silbato de la locomotora corría calle abajo otra vez y subía al tren ya en movimiento.

  En menos de dos años convirtió a un territorio improductivo, que estaba en el vigesimoquinto lugar de la lista, en el primero de todos los 29 que dependían de la central de Omaha. Armour y Cía ofreció ascenderlo, diciéndole: «Usted ha conseguido lo que parecía imposible”: Pero rechazó el aumento y renunció. Sí, renunció, fue a Nueva York, estudió en la Academia de Artes Dramáticas y recorrió el país haciendo el papel de Dr. Hartley en Polly la del Circo.

  Jamás sería un Booth o un Barrymore. Tuvo sentido común para reconocerlo. De modo que volvió a trabajar como vendedor, esta vez de camiones automóviles, para la Packard Motor Car Company.
Nada sabía de mecánica, y nada le importaba de motores. Terriblemente desgraciado, tenía que hostigarse todos los días para ir a trabajar. Anhelaba tener tiempo para estudiar, para escribir los libros que allí, en el colegio, había deseado escribir. Por eso renunció otra vez. Iba a pasar su tiempo escribiendo cuentos y novelas, de día, y a ganarse el sustento como maestro en alguna escuela nocturna.

  ¿Maestro de qué? Al recapacitar y valorar su actuación en el colegio advirtió que su adiestramiento para hablar en público le había dado más confianza, valor, soltura y capacidad para conversar y tratar con la gente de negocios, que todo el resto de las asignaturas estudiadas. Por este motivo instó a las escuelas de la Asociación Cristiana de jóvenes en Nueva York a que le dieran una oportunidad para organizar cursos sobre oratoria para hombres de negocios.

  ¿Qué? ¿Convertir a los hombres de negocios en oradores? Absurdo. Ya lo sabían. Habían hecho la prueba con estos recursos, y siempre fracasaba.

  Cuando se negaron a pagarle el sueldo de dos dólares por noche que pedía Carnegie, éste convino en enseñar a comisión, y percibir un porcentaje de los beneficios netos, si es que se hacían beneficios. Y en menos de tres años le pagaban treinta dólares por noche, sobre esta base, en lugar de dos.

  El curso fue creciendo. Otras ramas de la Asociación oyeron hablar del caso; después la voz se pasó a otras ciudades. Dale Carnegie se convirtió bien pronto en un famoso profesor ambulante que cubría Nueva York, Filadelfia, Baltimore, y más adelante Londres y París. Todos los textos eran demasiado académicos y poco prácticos para los hombres de negocios que acudían a sus cursos. Intrépido como siempre, se sentó a escribir uno que tituló
“Cómo hablar bien en público e influir en los hombres de negocios”. Este libro es ahora el texto oficial de todas las escuelas de la Asociación Cristiana de jóvenes, así como de la Asociación de Banqueros y de la Asociación Nacional de Hombres de Crédito.

  Dale Carnegie sostiene que cualquier hombre puede hablar cuando se enoja. Dice que si se derriba de un puñetazo en la mandíbula al hombre más ignorante de la ciudad, se lo verá ponerse de pie y hablar con una elocuencia, un calor y un vigor que rivalizarán con los mejores esfuerzos de William Jennings Bryan en sus días famosos. Sostiene Carnegie que casi todas las personas pueden hablar pasablemente en público si tienen confianza en sí mismos y hay una idea que hierve en su interior.

  La forma de lograr confianza en sí mismo, añade, es hacer lo que se teme hacer, y reunir en este sentido una historia de experiencias felices. Por eso obliga a cada alumno a hablar en todas las clases del curso. El auditorio está lleno de simpatía por el orador. Todos están en el mismo aprieto; y mediante una práctica constante todos logran la confianza, el valor y el entusiasmo que han de hacer valer cuando hablen en privado.

  Dale Carnegie dice que se ha ganado la vida en estos años, pero no como profesor de oratoria pública: esto ha sido un incidente. Dice que su tarea principal ha consistido en ayudar a los hombres a dominar sus temores y a desarrollar su seguridad y su coraje.

  Al principio empezó solamente con un curso de oratoria pública, pero los estudiantes que lo seguían eran hombres de negocios. Muchos de ellos no habían entrado en una aula durante treinta años. Muchos pagaban esa enseñanza por cuotas. Querían resultados, y los querían rápidos: resultados que pudiesen utilizar al día siguiente en sus entrevistas comerciales y al hablar ante grupos de hombres de negocios.
Por esa razón Carnegie se vio obligado a ser veloz y práctico. De ello ha surgido su sistema de enseñanza, que es único: una notable combinación de oratoria en público, de capacidad como vendedor, de relaciones humanas y de psicología aplicada.

  Como no es un esclavo de ninguna regla inflexible, ha logrado presentar un curso que es tan eficaz como la viruela, y mucho más divertido.

  Cuando terminan las clases, los alumnos forman clubes y continúan reuniéndose en ellos cada quince días, durante muchos años. Un grupo de diecinueve hombres de Filadelfia se ha venido reuniendo dos veces por mes durante la época invernal desde hace diecisiete años. Hay muchos hombres que viajan ochenta o cien kilómetros en automóvil para asistir a las clases de Carnegie. Un estudiante solía hacer todas las semanas, con ese fin, el viaje de Chicago a Nueva York.

  El profesor William James, de la Universidad de Harvard, solía decir que la persona común sólo desarrolla el diez por ciento de su capacidad mental latente. Dale Carnegie, al ayudar a los hombres y las mujeres de negocios a desarrollar sus posibilidades latentes, ha creado uno de los movimientos más significativos en la historia de la educación de los adultos.

  LOWELL THOMAS 1936

Cómo ganar amigos e influir sobre las personas parte 08

ASI SE HACE EN EL CINE Y EN LA TELEVISION ¿POR QUÉ NO LO HACE USTED?

  Hace pocos años, el diario “Evening Bulletin”, de Filadelfia, sufría los perjuicios de una campaña de chismes consistente en peligrosas calumnias. Se hacía circular un malicioso rumor. Se decía a los clientes del diario que tenía demasiados anuncios y muy escasas noticias, que ya no resultaba atractivo para los lectores. Era necesario tomar medidas inmediatas. Había que aplastar el rumor.
Pero, ¿cómo? Veamos qué se hizo.

  El Bulletin recortó de su edición regular de un día cualquiera todo el material de lectura, lo clasificó y con él publicó un libro, que se tituló Un día. Constaba de 307 páginas, tantas como un libro corriente; pero el diario había publicado todo ese material en un día, para venderlo, no por varios dólares, sino por unos pocos centavos.

  La publicación de este libro dramatizó el hecho de que el diario daba a sus lectores una enorme cantidad de interesante material de lectura. Hizo conocer este hecho más vívidamente, con mayor interés, que lo que se podría haber logrado en muchos días de publicación de cifras y anuncios.

  Este es el tiempo de la dramatización. No basta con decir una verdad. Hay que hacerla vívida, interesante, dramática. El cine lo hace; la televisión lo hace. Y usted también tendrá que hacerlo si quiere llamar la atención. Los peritos en arreglo de vidrieras conocen el gran poder de la dramatización.

  Por ejemplo, los fabricantes de un nuevo veneno para ratas dieron a los comerciantes una vidriera que contenía dos ratas vivas. La semana en que se mostraron esas ratas, las ventas subieron cinco veces por encima de lo normal.

  Los comerciales de televisión muestran abundancia de ejemplos del uso de las técnicas dramáticas para vender productos. Siéntese una noche delante de su televisor y analice lo que hacen los publicitarios en cada una de sus presentaciones. Notará cómo un medicamento antiácido cambia el color de un ácido en un tubo de ensayo, mientras el producto de la competencia no lo hace, cómo una marca de jabón o detergente limpia una camisa engrasada mientras otra marca la deja grisácea. Verá un auto maniobrando a través de una serie de curvas y obstáculos… lo cual es mucho mejor que simplemente oír cómo lo dicen.

  Verá caras felices mostrando la satisfacción que dan una cantidad de productos. Todo lo cual dramatiza, para los espectadores, las ventajas de cualquier cosa que se venda… y logra que la gente la compre.
Pueden dramatizarse las ideas en los negocios o en cualquier otra área de la vida. Es fácil. Jim Yeamans, vendedor de la «NCR», una fábrica de cajas registradoras de Richmond, Virginia, nos contó cómo hizo una venta gracias a una demostración dramatizada.

  —La semana pasada visité a un almacenero del vecindario, y vi que la caja registradora que usaba en su mostrador era muy anticuada. Me acerqué entonces al dueño y le dije:

  «—Usted está literalmente tirando centavos a la calle cada vez que un cliente se pone en fila. —Y al decirlo arrojé hacia la puerta un puñado de monedas. Capté su atención de inmediato. Las meras palabras no le habrían resultado demasiado interesantes, pero el sonido de las monedas en el piso despertó de veras su interés. Y logré un pedido para reemplazar su vieja máquina.»

  También funciona en la vida doméstica. Cuando el novio clásico le proponía matrimonio a su chica, ¿lo hacía con meras palabras? ¡Claro que no! Se ponía de rodillas. Eso significaba que hablaba en serio. Ya no nos ponemos más de rodillas, pero muchos novios siguen prefiriendo una atmósfera romántica antes de lanzar su gran pregunta.

  Dramatizar lo que queremos también da resultado con los niños. Joe B. Fant, Jr., de Birmingham, Alabama, tenía dificultades para lograr que su hijo de cinco años y su hija de tres recogieran los juguetes, por lo que inventó un «tren». Joey era el maquinista (Capitán Casey Jones) montado en su triciclo. Al triciclo se enganchaba el carrito de Janet, y en poco rato ella cargaba todo el «carbón» sobre el vagón, y después subía ella misma y su hermano la llevaba de paseo por toda la casa. De este modo se juntaban todos los juguetes: sin retos, amenazas ni discusiones
Mary Catherine Wolf, de Mishawaka, Indiana, tenía problemas en el trabajo, y decidió hacerle una exposición de ellos a su patrón. El lunes a la mañana pidió una entrevista, pero él le hizo decir que estaba muy ocupado y que debería hacer una cita con la secretaria para algún otro día de la semana. La secretaria le indicó que la agenda del jefe estaba muy cargada, pero tratarían de hacerle un lugarcito.

  La señorita Wolf describió lo que sucedió:

 
    —No recibí respuesta alguna de la secretaria durante toda la semana. Cada vez que la interrogaba, me daba un motivo distinto por el que mi jefe no podía atenderme. El viernes a la mañana fui otra vez, y tampoco hubo nada definido. Yo realmente quería verlo y hablarle de mis problemas antes del fin de semana, así que me pregunté cómo podía lograr enfrentarlo.

    Lo que hice al fin fue esto. Le escribí una carta formal. En ella le decía que entendía perfectamente lo ocupado que estaba durante la semana. pero era importante que yo le hablara. Incluía un formulario hecho por mí, y un sobre con mi nombre, y le pedía que por favor lo llenara, o le pidiera a su secretaria que lo hiciera, y me lo enviara. El formulario decía esto:

    `Señorita Wolf:

    Podré verla el día………………………………a la hora…………………………

    Le concederé…………………………………………minutos de mi tiempo
Puse esta carta en su canasta de correspondencia a las 11 de la mañana. A las 2 de la tarde miré mi correspondencia. Allí estaba mi sobre. Había respondido diciendo que podría verme esa tarde, y me concedería 10 minutos de su tiempo. Fui a verlo, hablamos durante más de una hora, y mis problemas quedaron resueltos.
 

  «Si yo no hubiera dramatizado el hecho de que realmente quería verlo, probablemente seguiría esperando que me diera una cita.»

  James B. Boynton tuvo que presentar una vez un extenso informe sobre el mercado. Su firma acababa de terminar un detallado estudio sobre una conocida marca de crema facial. Se necesitaban sin tardanza datos sobre la amenaza de una venta por debajo del costo; el cliente en perspectiva era uno de los más grandes -y más formidables- publicistas.

 
    La primera vez que fui a verlo —admitió el Sr. Boynton— me encontré desviado hacia una inútil discusión de los métodos empleados en la investigación. Discutimos. El hombre me dijo que me equivocaba, y yo traté de demostrar que no.

    Gané finalmente la discusión, y quedé satisfecho en cuanto a eso, pero terminó la entrevista y yo no había conseguido resultado alguno.

    La segunda vez no me preocupé por tablas de cifras y datos. Dramaticé los hechos.
Al entrar en el despacho de este hombre lo vi hablando por teléfono. Mientras él seguía la conversación abrí una valija y puse treinta y dos frascos de crema facial sobre su escritorio. Eran productos conocidos por él, competidores del suyo.

    En cada frasco había puesto una etiqueta que exponía brevemente los resultados de la investigación comercial. Y cada una daba con brevedad, dramáticamente, una historia del caso.

    Ya no hubo discusiones. Yo presentaba algo nuevo, diferente. El cliente tomó uno y después otro de los frascos y leyó las informaciones de las etiquetas. Se produjo una amistosa conversación. Me hizo muchas preguntas, intensamente interesado. Me había concedido sólo diez minutos para exponer mis hechos, pero pasaron los diez, y veinte, y cuarenta, y al cabo de una hora seguíamos hablando.

    «Presentaba yo esta vez los mismos hechos de antes. Pero ahora empleaba la dramatización, el exhibicionismo… y ahí estaba toda la diferencia.»
 

  REGLA 11

  Dramatice sus ideas
CUANDO NINGUNA OTRA COSA LE DÉ RESULTADO, PRUEBE ESTO

  Charles Schwab tenía un capataz de altos hornos cuyo personal no producía su cuota de trabajo.

  —¿Cómo es —preguntó Schwab— que un hombre de su capacidad no consigue que esta planta rinda lo que debe?
—No sé —respondió el hombre—. He pedido a los obreros que trabajen más; les he dado el ejemplo; los he regañado; los he amenazado con el despido. Pero nada se consigue. No producen, y nada más.

  Estaba cayendo el día, poco antes de que entrara a trabajar el turno de la noche.

  Déme un trozo de tiza —dijo Schwab. Y luego, volviéndose a un obrero cercano—: ¿Cuántas veces descargó el horno el turno de hoy?

  Sin decir palabra, Schwab trazó un gran número seis en el piso y se alejó.

  Cuando entró el turno de la noche, los obreros vieron el seis y preguntaron qué significaba aquello.

  —Hoy estuvo el jefe —fue la respuesta— y después de preguntarnos cuántas veces descargamos el horno, escribió en el piso ese seis, el número que le dijimos.

  A la mañana siguiente volvió Schwab al taller. El turno de la noche había borrado el seis y escrito un siete.

  Cuando los obreros diurnos fueron a trabajar, vieron esa cifra. ¿De modo que los de la noche creían ser mejores, eh? Bien: ya les iban a enseñar a trabajar. Se pusieron a la tarea con entusiasmo y cuando se marcharon aquella noche dejaron en el piso un enorme número diez. A poco, este taller, que se había quedado atrás en producción, rendía más que cualquier otro de la fábrica. ¿Cuál es el principio?

  Dejemos que Charles Schwab nos lo diga. «La forma de conseguir que se hagan las cosas —dice Schwab— es estimular la competencia. No hablo del estímulo sórdido, monetario, sino del deseo de superarse.»

  ¡El deseo de superarse! ¡El desafío! ¡Arrojar el guante! Un medio infalible de apelar a los hombres de carácter.

  Sin un desafío, Theodore Roosevelt no habría sido jamás presidente de los Estados Unidos. Apenas de regreso de Cuba se le quería designar candidato a gobernador del Estado de Nueva York. La oposición descubrió que ya no
era residente legal en el estado; y Roosevelt, atemorizado, quería retirar su candidatura. Pero Thomas Collier Platt le arrojó el guante. Volviéndose de pronto hacia Roosevelt exclamó con su voz potente: «¿Es un cobarde el héroe del cerro de San Juan?»

  Roosevelt emprendió la lucha, y lo demás es ya cosa de la historia. Ese desafío no solamente cambió su vida sino que tuvo un efecto tremendo sobre la historia de la nación.

  «Todos los hombres tienen temores, pero los valientes los olvidan y van adelante, a veces hasta la muerte, pero siempre hasta la victoria.» Ese era el lema de la Guardia Real en la antigua Grecia. Qué mayor desafío puede ofrecerse que la oportunidad de superar estos temores.

  Cuando Al Smith era gobernador de Nueva York, se vio en un grave aprieto. Sing Sing, la más famosa penitenciaría después de la Isla del Diablo, no tenía alcaide.

  A través de sus murallas corrían rumores muy feos, escándalos y otras cosas. Smith necesitaba un hombre fuerte para que dirigiera la prisión, un hombre de hierro. Pero, ¿quién? Llamó a Lewis E. Lawes, de New Hampton.

  —¿Qué le parecería ir a hacerse cargo de Sing Sing? —dijo jovialmente cuando Lawes estuvo ante él—. Allí necesitaban a un hombre de experiencia.

  Lawes quedó alelado. Conocía los peligros de Sing Sing. Era un cargo político, sujeto a las variaciones de los caprichos políticos. Los alcaides entraban y salían de allí rápidamente; uno había durado apenas tres semanas. Y él tenía que tener en cuenta su carrera. ¿Valía la pena correr ese riesgo?

  Y entonces Smith, que advirtió su vacilación, se echó hacia atrás y sonrió:

  Joven, no lo puedo censurar por tener miedo. Es un lugar muy bravo. Necesita mucha valentía un hombre, para ir allí y quedarse.
Un desafío, eh? Lawes aceptó entonces la idea de intentar una labor que requería un hombre de hierro.

  Fue a Sing Sing. Y se quedó allí, hasta ser el más famoso de los alcaides habidos en la penitenciaría.

  Su libro “Veinte mil años en Sing Sing” se vendió a centenares de miles de lectores. Lawes ha hablado por radio; sus relatos de la vida en una prisión han inspirado muchas películas. Y su «humanización» de los criminales ha producido milagros en cuanto a las reformas carcelarias.

  «Según mi experiencia —ha dicho Harvey S. Firestone, fundador de la gran empresa Firestone Tire Rubber Company— con la paga por sí sola no se atrae ni se retiene a la gente de algún valor. Creo que es más bien el juego mismo…»

  Frederic Herzberg, uno de los grandes tratadistas del comportamiento humano, estuvo de acuerdo en este punto. Estudió en profundidad la actitud ante el trabajo de miles de personas, desde obreros de fábricas hasta importantes ejecutivos. Y descubrió que el factor más motivador, la faceta del trabajo que resultaba más estimulante, era… ¿Cuál creen ustedes? ¿El dinero? ¿Las buenas condiciones de trabajo? ¿Los beneficios adicionales? No, nada de eso. El principal factor motivador de la gente era el trabajo mismo. Si el trabajo era excitante e interesante, el obrero lo enfrentaba con gusto, y ésa era toda la motivación que necesitaba para hacerlo bien.

  Eso es lo que encanta a toda persona que triunfa: el juego. La oportunidad de expresarse. La oportunidad de demostrar lo que vale, de destacarse, de ganar. Esto es lo que da atracción a las carreras pedestres. El deseo de sobresalir. El deseo de sentirse importante
REGLA 12

  Lance, con tacto, un reto amable.

  En pocas palabras,

  LOGRE QUE LOS DEMÁS PIENSEN COMO USTED:

  REGLA 1

  La única forma de salir ganando en una discusión es evitándola.

  REGLA 2

  Demuestre respeto por las opiniones ajenas. Jamás diga a una persona que está equivocada.

  REGLA 3

  Si usted está equivocado, admítalo rápida y enfáticamente.

  REGLA 4

  Empiece en forma amigable.

  REGLA 5

  Consiga que la otra persona diga «Sí, sí», inmediatamente.

  REGLA 6

  Permita que la otra persona sea quien hable más.

  REGLA 7

  Permita que la otra persona sienta que la idea es de ella.

  REGLA 8
Trate honradamente de ver las cosas desde el punto de vista de la otra persona.

  REGLA 9

  Muestre simpatía por las ideas y deseos de la otra persona.

  REGLA 10

  Apele a los motivos más nobles.

  REGLA 11

  Dramatice sus ideas.

  REGLA 12

  Lance, con tacto, un reto amable
SEA UN LÍDER o CÓMO CAMBIAR A LOS DEMÁS SIN OFENDERLOS NI DESPERTAR RESENTIMIENTO
SI TIENE USTED QUE ENCONTRAR DEFECTOS, ESTA ES LA MANERA DE EMPEZAR

  Un amigo mío fue invitado a pasar un fin de semana en la Casa Blanca durante la administración de Calvin Coolidge. Al entrar por casualidad en la oficina privada del presidente le oyó decir, dirigiéndose a una de sus secretarias:

  —Lindo vestido lleva usted esta mañana, señorita; la hace aún más atractiva
Fue esa, quizá, la alabanza mayor que el silencioso Coolidge hizo a una secretaria en toda su vida.

  Resultó tan inesperada, tan inusitada, que la joven enrojeció confusa. Pero Coolidge manifestó en seguida:

  —No se acalore. Lo he dicho solamente para que se sintiera contenta. En adelante, desearía que tuviera algo más de cuidado con la puntuación.

  Su método, probablemente, pecaba por exceso de claridad, pero la psicología era espléndida. Siempre es más fácil escuchar cosas desagradables después de haber oído algún elogio.

  El barbero jabona la cara del hombre antes de afeitarlo, y esto es precisamente lo que hizo McKinley en 1896, cuando era candidato a la presidencia. Uno de los republicanos más prominentes de la época había escrito un discurso para la campaña electoral, y a su juicio era una pieza mejor que todas las de Cicerón, Patrick Henry y Daniel Webster reunidas. Con gran entusiasmo, este señor leyó su inmortal discurso a McKinley. Tenía el discurso sus cosas buenas, pero no servía. Despertaría una tormenta de críticas. McKinley no quería herir los sentimientos del autor. No debía anular el espléndido entusiasmo del hombre, pero tenía que decirle que no. Veamos con cuánta destreza lo logró.

 
    —Amigo mío —le dijo—, ese discurso es espléndido, magnífico. Nadie podría haber preparado uno mejor. En muchas ocasiones sería exactamente lo que habría que decir, pero ¿se presta para la situación actual? Veraz y sobrio como es, desde su punto de vista, yo tengo que considerarlo desde el punto de vista del partido. Yo desearía que volviera usted a su casa y escribiera un discurso según las indicaciones que yo le hago, enviándome después una copia.
Así lo hizo. McKinley tachó y corrigió, ayudó a su correligionario a escribir el nuevo discurso, y así pudo contar con él como uno de los oradores más eficaces de la campaña.

  Aquí tenemos una de las dos cartas más famosas que escribió Abraham Lincoln (la más famosa fue la escrita a la Sra. de Bixley para expresarle el pesar del presidente por la muerte de los cinco hijos de esta pobre mujer, todos ellos en combate). Lincoln terminó esta carta probablemente en cinco minutos; pero se vendió en subasta pública, en 1926, por doce mil dólares. Suma que, digámoslo al pasar, es mayor que todo el dinero que pudo economizar Lincoln al cabo de medio siglo de dura tarea.

  Esta carta fue escrita el 26 de abril de 1863, en el período más sombrío de la Guerra Civil. Durante dieciocho meses los generales de Lincoln venían conduciendo el ejército de la Unión de derrota en derrota. Aquello era trágico: nada más que una carnicería humana, inútil y estúpida. La nación estaba atónita, aterrorizada. Miles de soldados desertaban del ejército; y hasta los miembros republicanos del Senado se rebelaron y quisieron forzar a Lincoln a dejar la Casa Blanca. «Estamos ahora —dijo Lincoln por entonces— al borde de la destrucción. Me parece que hasta el Todopoderoso se halla contra nosotros. Apenas puedo ver un rayo de esperanza.» Tal era el período de negros pesares y de caos que dio origen a esta carta. Voy a reproducirla aquí porque demuestra cómo trató Lincoln de cambiar a un turbulento general cuando la suerte de la nación podía depender de los actos de ese general.

  Es, quizá, la carta más enérgica que escribió Lincoln en su presidencia; pero se ha de advertir que elogió al general Hooker antes de hablar de sus graves errores. Sí, eran defectos muy graves; pero Lincoln no los llamaba así. Lincoln era más conservador, más diplomático. Lincoln escribió solamente: «Hay ciertas cosas a cuyo respecto no estoy del todo satisfecho con usted». Eso es tacto y diplomacia.

  Aquí está la carta dirigida al mayor general Hooker
Yo lo he puesto al frente del Ejército del Potomac. He hecho así, claro está, por razones que me parecen suficientes, mas creo mejor hacerle saber que hay ciertas cosas a cuyo respecto no estoy del todo satisfecho con usted.

    Creo que es usted un soldado valiente y hábil, cosa que, naturalmente, me agrada. También creo que no mezcla usted la política con su profesión, en lo cual está acertado. Tiene usted confianza en sí mismo, cualidad valiosa, si no indispensable.

    Es usted ambicioso, lo cual, dentro de límites razonables, hace más bien que mal. Pero creo que durante el comando del general Burnside en el ejército se dejó llevar usted por su ambición y lo contrarió usted todo lo que pudo, con lo cual hizo un grave daño al país y a un compañero de armas sumamente meritorio y honorable.

    He escuchado, en forma tal que debo creerlo, que ha dicho usted recientemente que tanto el ejército como el gobierno necesitan un dictador. Es claro que no fue por esto sino a pesar de esto que le he dado el mando.

    Sólo los generales que obtienen triunfos pueden erigirse en dictadores. Lo que pido ahora de usted es que nos dé triunfos militares, y correré el riesgo de la dictadura.

    El gobierno le prestará apoyo hasta donde dé su capacidad, o sea ni más ni menos de lo que ha hecho y hará por todos los comandantes. Mucho me temo que el espíritu que ha contribuido usted a infundir en el ejército, de criticar al comandante y no tenerle confianza, se volverá ahora contra usted. Yo lo ayudaré, en todo lo que pueda, para acallarlo
Ni usted ni Napoleón, si volviera a vivir, obtendría bien alguno de un ejército en el que predomina tal espíritu, pero ahora cuídese de la temeridad. Cuídese de la temeridad, pero con energía y con constante vigilancia marche usted adelante y dénos victorias.
 

  Usted no es un Coolidge, ni un McKinley, ni un Lincoln. ¿Quiere saber usted si esta filosofía le dará resultados en los contactos de los negocios diarios? Veamos. Tomemos el caso de W. P. Gaw, de la Wark Company, Filadelfia.

  La empresa Wark había conseguido un contrato para construir y completar un gran edificio de escritorios en Filadelfia, para una fecha determinada. Todo marchaba como sobre rieles, el edificio estaba casi terminado, cuando de pronto el subcontratista encargado de la obra ornamental de bronce que debía adornar el exterior del edificio declaró que no podía entregar el material en la fecha fijada.

  ¡Toda la obra paralizada! ¡Grandes multas y tremendas pérdidas por la falla de un hombre!

  Hubo comunicaciones telefónicas a larga distancia, discusiones, conversaciones acaloradas. Todo en vano. Por fin el Sr. Gaw fue enviado a Nueva York para entrevistar al león en su cueva.

  —¿Sabe usted que es la única persona en Brooklyn con ese apellido? —preguntó Gaw apenas hubo entrado en el despacho del presidente.

  —No lo sabía —repuso sorprendido el presidente—. Así es —insistió Gaw—. Cuando salí del tren, esta mañana, miré la guía telefónica para conocer su dirección, y vi que es usted el único que tiene este apellido en la guía telefónica de Brooklyn
—No lo sabía —repitió el presidente, y examinó con interés la guía de teléfonos. Luego, con orgullo, añadió—: En realidad, no es un apellido muy común. Mi familia vino de Holanda y se instaló en Nueva York hace casi doscientos años.

  Siguió hablando unos minutos de su familia y sus antepasados. Cuando terminó, Gaw lo felicitó por la importancia de la fábrica que tenía, y la comparó elogiosamente con otras empresas similares que había conocido.

  —He pasado toda la vida dedicado a este negocio —dijo el presidente— y estoy orgulloso de ser el dueño. ¿Le gustaría dar una vuelta por la fábrica?

  Durante esta gira de inspección, el Sr. Gaw lo felicitó por el sistema de trabajo empleado, y le explicó cómo y por qué le parecía superior al de algunos competidores. Gaw comentó algunas máquinas poco comunes, y el presidente le anunció que las había inventado él. Dedicó mucho tiempo a mostrar cómo funcionaban y los buenos resultados que daban. Insistió en que Gaw lo acompañara a almorzar. Hasta entonces no se había pronunciado una palabra sobre el verdadero propósito de la visita del Sr. Gaw.

  Después de almorzar, el presidente manifestó: —Ahora, a lo que tenemos que hacer. Naturalmente, yo sé por qué ha venido usted. No esperaba que nuestra entrevista sería tan agradable. Puede volver a Filadelfia con mi promesa de que el material para esa obra será fabricado y despachado a tiempo, aunque haya que retrasar la entrega de otros pedidos.

  El Sr. Gaw consiguió lo que quería, sin pedirlo siquiera. El material llegó a tiempo, y el edificio quedó terminado el día en que expiraba el contrato para su entrega.

  ¿Habría ocurrido lo mismo si Gaw hubiera usado el método de la brusquedad que se suele emplear en tales ocasiones
Dorothy Wrublewski, gerente de área del Federal Credit Union de Fort Monmouth, Nueva jersey, contó en una de nuestras clases cómo pudo ayudar a una de sus empleadas a producir más.

 
    —Hace poco tomamos a una joven como cajera aprendiza. Su contacto con nuestros clientes era muy bueno. Era correcta y eficiente en el manejo de transacciones individuales. El problema aparecía al final de la jornada, cuando había que hacer el balance.

    El jefe de cajeros vino a verme y me sugirió con firmeza que despidiera a esta joven:

    —Está demorando a todos los demás por su lentitud en cerrar su caja. Se lo he dicho una y otra vez, pero no aprende. Tiene que irse.

    Al día siguiente la vi trabajar rápido y a la perfección en el manejo de las transacciones cotidianas, y era muy agradable en el trato con los demás empleados.

    «No me llevó mucho tiempo descubrir por qué tenía problemas con el balance. Después de cerrar las puertas al público, fui a hablar con ella. Se la veía nerviosa y deprimida. La felicité por su espíritu amistoso y abierto con los demás empleados, así como por la corrección y velocidad con que trabajaba.

    Después le sugerí que revisáramos el procedimiento que usaba para hacer el balance del dinero en su caja. No bien comprendió que yo confiaba en ella, siguió mis sugerencias, y no tardó en dominar sus funciones. Desde entonces no hemos tenido ningún problema con ella.
Empezar con elogios es hacer como el dentista que empieza su trabajo con novocaína. Al paciente se le hace todo el trabajo necesario, pero la droga ya ha insensibilizado al dolor. De modo que un líder debe usar la…

  REGLA 1

  Empiece con elogio y aprecio sincero
CÓMO CRITICAR Y NO SER ODIADO POR ELLO

  Charles Schwab pasaba por uno de sus talleres metalúrgicos, un mediodía, cuando se encontró con algunos empleados fumando. Tenían sobre las cabezas un gran letrero que decía: «Prohibido fumar». Pero Schwab no señaló el letrero preguntando: «¿No saben leer?» No, señor. Se acercó a los hombres, entregó a cada uno un cigarro y di
jo: «Les agradeceré mucho, amigos, que fumen éstos afuera». Ellos no ignoraban que él sabía que habían desobedecido una regla, y lo admiraron porque no decía nada al respecto, les obsequiaba y los hacía sentir importantes. No se puede menos que querer a un hombre así, ¿verdad?

  John Wanamaker empleaba la misma táctica. Todos los días solía efectuar una gira por su gran tienda de Filadelfia. Una vez vio a una clienta que esperaba junto a un mostrador. Nadie le prestaba la menor atención.

  ¿Los vendedores? Estaban reunidos en un grupo al otro extremo del mostrador, conversando y riendo. Wanamaker no dijo una palabra. Se colocó detrás del mostrador, atendió personalmente a la mujer y después entregó su compra a los vendedores, para que la hicieran envolver, y siguió su camino.

  A los funcionarios públicos se los suele criticar por no mostrarse accesibles a sus votantes. Son gente ocupada, y el defecto suele estar en empleados sobreprotectores que no quieren recargar a sus jefes con un exceso de vi sitantes. Carl Langford, que fue alcalde de Orlando, Florida, donde se encuentra Disney World, durante muchos años insistió en que su personal permitiera que la gente que fuera a verlo pudiera hacerlo.

  Decía tener una política de «puertas abiertas», y aun así los ciudadanos de su comunidad se veían bloqueados por secretarias y empleados cada vez que querían verlo.

  Al fin el alcalde encontró una solución. ¡Sacó la puerta de su oficina! Sus ayudantes comprendieron el mensaje, y el alcalde tuvo una administración realmente abierta al público desde que derribó simbólicamente la puerta.

  El mero cambio de una pequeña palabra puede representar la diferencia entre el triunfo y el fracaso en cambiar a una persona sin ofenderla o crear resentimientos.

  Muchos creen eficaz iniciar cualquier crítica con un sincero elogio seguido de la palabra «pero» y a continuación la crítica. Por ejemplo, si se desea cambiar la actitud descuidada de un niño respecto de sus estudios, podemos d
cir: «Estamos realmente orgullosos de ti, Johnnie, por haber mejorado tus notas este mes. Pero si te hubieras esforzado más en álgebra, los resultados habrían sido mejores todavía».

  Johnnie se sentirá feliz hasta el momento de oír la palabra «pero».

  En ese momento cuestionará la sinceridad del elogio, que le parecerá un truco para poder pasar de contrabando la crítica. La credibilidad sufrirá, y probablemente no lograremos nuestro objetivo de cambiar la actitud de Johnnie hacia sus estudios.

  Esto podría evitarse cambiando la palabra pero por y: «Estamos realmente orgullosos de ti, Johnnie, por haber mejorado tus notas este mes, y si sigues esforzándote podrás subir las notas de álgebra al nivel de las demás».

  Ahora sí Johnnie podrá aceptar el elogio porque no hubo un seguimiento con crítica. Le hemos llamado indirectamente la atención sobre la conducta que queríamos cambiar, y lo más seguro es que se adecuará a nuestras expectativas.

  Llamar la atención indirectamente sobre los errores obra maravillas sobre personas sensibles que pueden resentirse ante una crítica directa. Marge Jacob, de Woonsocket, Rhode Island, contó en una de nuestras clases cómo convenció a unos desprolijos obreros de la construcción de que hicieran la limpieza al terminar el trabajo mientras construían una adición en su casa.

  Durante los primeros días de trabajo, cuando la señora Jacob volvía de su oficina, notaba que el patio estaba cubierto de fragmentos de madera. No quería ganarse la enemistad de los obreros, que por lo demás hacían un trabajo excelente. De modo que cuando se marcharon, ella y sus hijos recogieron y apilaron todos los restos de madera en un rincón. A la mañana siguiente llamó aparte al capataz y le dijo:
—Estoy realmente contenta por el modo en que dejaron el patio anoche; así de limpio y ordenado, no molestará a los vecinos.

  Desde ese día, los obreros recogieron y apilaron los restos de madera, y el capataz se acercaba todos los días a la dueña de casa buscando aprobación por el orden que habían hecho el día anterior.

  Una de las áreas de controversia más áspera entre los miembros de la Reserva de las Fuerzas Armadas y los oficiales regulares, es el corte de pelo. Los reservistas se consideran civiles (cosa que son la mayor parte del tiempo), y no les agrada tener que hacerse un corte militar.

  El Sargento Harley Kaiser, de la Escuela Militar 542, se vio ante este problema al trabajar con un grupo de oficiales de la reserva sin destinos. Como veterano sargento, lo normal en él habría sido aullarle a las tropas, y amenazarlas. En lugar de eso, prefirió utilizar un enfoque indirecto.

  —Caballeros —comenzó—: ustedes son líderes. Y el modo más eficaz de practicar el liderazgo, es hacerlo mediante el ejemplo. Ustedes deben ser un ejemplo que sus hombres quieran seguir. Todos saben lo que dicen los Reglamentos del Ejército sobre el corte de pelo. Yo me haré cortar el cabello hoy, aunque lo tengo mucho más corto que algunos de ustedes. Mírense al espejo, y si sienten que necesitan un corte para ser un buen ejemplo, nos haremos tiempo para que hagan una visita al peluquero.

  El resultado fue predecible. Varios de los candidatos se miraron al espejo y fueron a la peluquería esa tarde y se hicieron un corte «de reglamento». A la mañana siguiente el Sargento Kaiser comentó que ya podía ver el desarrollo de las cualidades de liderazgo en algunos miembros del escuadrón

El 8 de marzo de 1887 murió el elocuente Henry Ward Beecher. Al domingo siguiente, Lyman Abbott fue invitado a hablar desde el púlpito vacante por el deceso de Beecher. Ansioso de causar buena impresión, Abbott escribió, corrigió y pulió su sermón con el minucioso cuidado de un Flaubert. Después lo leyó a su esposa. Era pobre, como lo son casi todos los discursos escritos. La esposa, si hubiera tenido menos cordura, podría haber dicho: «Lyman, eso es horrible. No sirve para nada. Harás dormir a los fieles. Parece un artículo de una enciclopedia. Al cabo de tantos años de predicar, ya deberías saber de estas cosas. Por Dios, ¿por qué no hablas como un ser humano? ¿Por qué no eres natural? No vayas a leer ese discurso».

  Eso es lo que pudo decirle. Y si así hubiera hecho, ya se sabe lo que habría ocurrido. Y ella también lo sabía.

  Por eso se limitó a señalar que aquel discurso podría servir como un excelente artículo para una revista literaria. En otras palabras, lo ensalzó y al mismo tiempo sugirió sutilmente que como discurso no servía. Lyman Abbott comprendió la indicación, desgarró el manuscrito tan cuidadosamente preparado, y predicó sin utilizar notas siquiera.

  Una eficaz manera de corregir los errores de los demás es…

  REGLA 2

  Llame la atención sobre los errores de los demás indirectamente
HABLE PRIMERO DE SUS PROPIOS ERRORES

  Mi sobrina, Josephine Carnegie, había venido a Nueva York para trabajar como secretaria mía. Tenía 19 años, se había recibido tres años antes en la escuela secundaria, y su experiencia de trabajo era apenas superior a cero. Hoy es una de las más perfectas secretarias del mundo; pero en los comienzos era… bueno, susceptible de mejorar. Un día en que empecé a criticarla, reflexioné: «Un minuto, Dale Carnegie; espera un minuto. Eres dos veces mayor que Josephine. Has tenido diez mil veces más experiencia que ella en estas cosas. ¿Cómo puedes esperar que ella teng
tus puntos de vista, tu juicio, tu iniciativa, aunque sean mediocres? Y, otro minuto, Dale; ¿qué hacías tú a los 19 años? ¿No recuerdas los errores de borrico, los disparates de tonto que hacías? ¿No recuerdas cuando hiciste esto… y aquello…?»

  Después de pensar un momento, honesta e imparcialmente llegué a la conclusión de que el comportamiento de Josephine a los diecinueve años era mejor que el mío a la misma edad, y lamento confesar que con ello no hacía un gran elogio a Josephine.

  Desde entonces, cada vez que quería señalar un error a Josephine, solía comenzar diciendo: «Has cometido un error, Josephine, pero bien sabe Dios que no es peor que muchos de los que he hecho. No has nacido con juicio, como pasa con todos. El juicio llega con la experiencia, y eres mejor de lo que era yo a tu edad. Yo he cometido tantas barrabasadas que me siento muy poco inclinado a censurarte.

  Pero, ¿no te parece que habría sido mejor hacer esto de tal o cual manera?»

  No es tan difícil escuchar una relación de los defectos propios si el que la hace empieza admitiendo humildemente que también él está lejos de la perfección.

  E. G. Dillistone, un ingeniero de Brandon, Manitoba, Canadá, tenía problemas con su nueva secretaria. Las cartas que le dictaba llegaban a su escritorio para ser firmadas con dos o tres errores de ortografía por página. El señor Dillistone nos contó cómo manejó el problema:

 
    —Como muchos ingenieros, no me he destacado por la excelencia de mi redacción u ortografía
Durante años he usado una pequeña libreta alfabetizada donde anotaba el modo correcto de escribir ciertas palabras. Cuando se hizo evidente que el mero hecho de señalarle a mi secretaria sus errores no la haría consultar más el diccionario, decidí proceder de otro modo. En la próxima carta donde vi errores, fui a su escritorio y le dije:

    —No sé por qué, pero esta palabra no me parece bien escrita. Es una de esas palabras con las que siempre he tenido problemas. Es por eso que confeccioné este pequeño diccionario casero. —Abrí la libreta en la página correspondiente.— Sí, aquí está cómo se escribe. Yo tengo mucho cuidado con la ortografía, porque la gente nos juzga por lo que escribimos, y un error de ortografía puede hacernos parecer menos profesionales.

    «No sé si habrá copiado mi sistema, pero desde esa conversación la frecuencia de sus errores ortográflcos ha disminuido significativamente.»
 

  El culto príncipe Bernhard von Bülow aprendió la gran necesidad de proceder así, allá por 1909. Von Bülow era entonces canciller imperial de Alemania, y el trono estaba ocupado por Guillermo II, Guillermo el altanero, Guillermo el arrogante, Guillermo el último de los Káiseres de Alemania, empeñado en construir una flota y un ejército que, se envanecía él, serían superiores a todos. Pero ocurrió una cosa asombrosa. El Káiser pronunciaba frases, frases increíbles que conmovían al continente y daban origen a una serie de explosiones cuyos estampidos se oían en el mundo entero. Lo que es peor, el Káiser hacía estos anuncios tontos, egotistas, absurdos, en público; los hizo siendo huésped de Inglaterra, y dio su permiso real para que se los publicara en el diario Daily Telegraph. Por ejemplo, declaró que era el único alemán que tenía simpatía por los ingleses; que estaba construyendo una flo
ta contra la amenaza del Japón; que él, y sólo él, había salvado a Inglaterra de ser humillada en el polvo por Rusiay Francia; que su plan de campaña había permitido a Lord Roberts vencer a los Bóers en Africa del Sur; y así por el estilo.

  En cien años, ningún rey europeo había pronunciado palabras tan asombrosas. El continente entero zumbaba con la furia de un nido de avispas. Inglaterra estaba furiosa. Los estadistas alemanes, asustados. Y en medio de esta consternación, el Káiser se asustó también y sugirió al príncipe von Bülow, el canciller imperial, que asumiera la culpa. Sí, quería que von Bülow anunciara que la responsabilidad era suya, que él había aconsejado al monarca decir tantas cosas increíbles.

  —Pero Majestad —protestó von Bülow—, me parece imposible que una sola persona, en Alemania o Inglaterra, me crea capaz de aconsejar a Vuestra Majestad que diga tales cosas.

  En cuanto hubo pronunciado estas palabras comprendió que había cometido un grave error. El Káiser se enfureció.

  —¡Me considera usted un borrico —gritó— capaz de hacer disparates que usted no habría cometido jamás! Von Bülow sabía que debió elogiar antes de criticar; pero como ya era tarde, hizo lo único que le quedaba, por remediar su error. Elogió después de haber criticado. Y obtuvo resultados milagrosos, como sucede tan a menudo.

  —Lejos estoy de pensar eso —respondió respetuosamente—. Vuestra Majestad me supera en muchas cosas; no sólo, claro está, en conocimientos navales y militares, sino sobre todo en las ciencias naturales. A menudo he escuchado lleno de admiración cuando Vuestra Majestad explicaba el barómetro, la telegrafía o los rayos Röntgen. Me avergüenzo de mi ignorancia en todas las ramas de las ciencias naturales, no tengo una noción siquiera de la quí
mica o la física, y soy del todo incapaz de explicar el más sencillo de los fenómenos naturales. Pero, como compensación, poseo ciertos conocimientos históricos, y quizás ciertas cualidades que son útiles en la política, especialmente la diplomacia.

  Sonrió encantado el Káiser. Von Bülow lo había elogiado. Von Bülow lo había exaltado y se había humillado. El Káiser podía perdonar cualquier cosa después de eso.

  —¿No he dicho siempre —exclamó con entusiasmo que nos complementamos espléndidamente?

  Debemos actuar siempre juntos, y así lo haremos.

  Estrechó la mano a von Bülow, no una sino varias veces. Y ese mismo día estaba tan entusiasmado, que exclamó con los puños apretados:

  —Si alguien me habla mal del príncipe von Bülow, le aplastaré la nariz de un puñetazo.

  Von Bülow se salvó a tiempo pero, a pesar de ser un astuto diplomático, cometió un error; debió empezar hablando de sus defectos y de la superioridad de Guillermo, y no dando a entender que el Kaiser era un imbécil que necesitaba un alienista.

  Si unas pocas frases para elogiar al prójimo y humillarse uno pueden convertir a un Káiser altanero e insultado en un firme amigo, imaginemos lo que podemos conseguir con la humildad y los elogios en nuestros diarios contactos. Si se los utiliza con destreza, darán resultados verdaderamente milagrosos en las relaciones humanas.

  Admitir los propios errores, aun cuando uno no los haya corregido, puede ayudar a convencer al otro de la conveniencia de cambiar su conducta. Esto lo ejemplificó Clarence Zerhusen, de Timonium, Maryland, cuando descubrió que su hijo de quince años estaba experimentando con cigarrillos
—Naturalmente, no quería que David empezara a fumar —nos dijo el señor Zerhusen—, pero su madre y yo fumábamos; le estábamos dando constantemente un mal ejemplo. Le expliqué a David cómo empecé a fumar yo más o menos a su edad, y cómo la nicotina se había apoderado de mí y me había hecho imposible abandonarla. Le recordé lo irritante que era mi tos, y cómo él mismo había insistido para que yo abandonara el cigarrillo, pocos años antes.

    No lo exhorté a dejar de fumar ni lo amenacé o le advertí sobre los peligros. Todo lo que hice fue contarle cómo me había enviciado con el cigarrillo, y lo que había significado para mí.

    El muchacho lo pensó, y decidió que no fumaría hasta terminar la secundaria. Pasaron los años y David nunca empezó a fumar, y ya no lo hará nunca.

    «Como resultado de esa misma conversación, yo tomé la decisión de dejar de fumar, y con el apoyo de mi familia lo he logrado.»
 

  Un buen líder sigue esta regla:

  REGLA

  Hable de sus propios errores antes de criticar los de los demás.
A NADIE LE AGRADA RECIBIR ÓRDENES

  Tuve recientemente el placer de comer con la Srta. Ida Tarbell, decana de los biógrafos norteamericanos. Cuando le comuniqué que estaba escribiendo este libro, comenzamos a tratar el tema, tan importante, de llevarse bien con la gente, y me confió que cuando escribía su biografía de Owen D.

  Young entrevistó a un hombre que durante tres años trabajó en el mismo despacho que el Sr. Young.

  Este hombre declaró que en todo ese lapso no oyó jamás al Sr. Young dar una orden directa a nadie
Siempre hacía indicaciones, no órdenes. Nunca decía, por ejemplo: «Haga esto o aquello», o «No haga esto» o «¿Le parece que aquello dará resultado?» Con frecuencia, después de dictar una carta, preguntaba: «¿Qué le parece esto?» Al revisar una carta de uno de sus ayudantes, solía insinuar: «Quizá si la corrigiéramos en este sentido sería mejor». Siempre daba a los demás una oportunidad de hacer una u otra cosa; los dejaba hacer, y los dejaba aprender a través de sus errores.

  Una técnica así facilita a cualquiera la corrección de sus errores. Una técnica así salva el orgullo de cada uno y le da una sensación de importancia. Le hace querer cooperar en lugar de rebelarse.

  El resentimiento provocado por una orden violenta puede durar mucho tiempo, aún cuando la orden haya sido dada para corregir una situación evidentemente mala. Dan Santarelli, maestro de una escuela vocacional en Wyoming, Pennsylvania, contó en una de nuestras clases cómo un estudiante suyo había bloqueado la entrada a uno de los talleres de la escuela estacionando ilegalmente su auto enfrente. Uno de los otros instructores irrumpió en la clase y preguntó en tono arrogante:

  —¿De quién es el auto que está bloqueando la entrada? —Cuando el estudiante dueño del auto respondió, el instructor le gritó:— Saque ese auto ya mismo, o iré yo y lo remolcaré muy lejos.

  Es cierto que ese estudiante había actuado mal. No debía haber estacionado en ese lugar. Pero desde ese día no sólo ese estudiante odió al instructor, sino que todos los estudiantes de la clase hicieron todo lo que pudieron por darle problemas al instructor y hacerle las cosas difíciles.

  ¿Cómo se habría podido manejar el problema? Preguntando de modo amistoso: «¿De quién es el auto que está en la entrada?» y después sugiriendo que si se lo movía de ahí, podrían entrar y salir otros autos; el estudiante lo habría movido con gusto, y ni él ni sus compañeros habrían quedado molestos y resentidos
Hacer preguntas no sólo vuelve más aceptables las órdenes, sino que con frecuencia estimula la creatividad de la persona a quien se le pregunta. Es más probable que la gente acepte con gusto una orden si ha tomado parte en la decisión de la cual emanó la orden.

  Cuando lan Macdonald, de Johannesburg, Sudáfrica, gerente general de una pequeña fábrica especializada en partes de máquinas de precisión, tuvo la oportunidad de aceptar un pedido muy grande, estaba convencido de que no podría mantener la fecha prometida de entrega. El trabajo ya agendado en la fábrica y el plazo tan breve que se le daba para esta entrega hacían parecer imposible que aceptara el pedido.

  En lugar de presionar a sus empleados para que aceleraran el trabajo, llamó a una reunión general, les explicó la situación y les dijo cuánto significaría para la compañía poder aceptar ese pedido.

  Después empezó a hacer preguntas:

  —¿Hay algo que podamos hacer para entregar el pedido?

  —¿A alguien se le ocurre una modificación en nuestro proceso de modo que podamos cumplir con el plazo? —¿Habría algún modo de reordenar nuestros horarios que pueda ayudarnos?

  Los empleados propusieron ideas, e insistieron en que se aceptara el pedido. Lo enfrentaron con una actitud de «Podemos hacerlo», y el pedido fue aceptado, producido y entregado a tiempo.

  Un líder eficaz utilizará la…

  REGLA 4

  Haga preguntas en vez de dar órdenes
PERMITA QUE LA OTRA PERSONA SALVE SU PRESTIGIO

  Hace años, la General Electric Company se vio ante la delicada necesidad de retirar a Charles Steinmetz de la dirección de un departamento. Steinmetz, genio de primera magnitud en todo lo relativo a electricidad, era un fracaso como jefe del departamento de cálculos. Pero la compañía no quería ofenderlo. Era un hombre indispensable
y sumamente sensible. Se le dio, pues, un nuevo título. Se lo convirtió en Ingeniero Consultor de la General Electric Company -nuevo título para el trabajo que ya hacía- al mismo tiempo que se puso a otro hombre al frente del departamento.

  Steinmetz quedó encantado. Y también los directores de la compañía. Habían maniobrado con su astro más temperamental, sin producir una tormenta, al dejarlo que salvara su prestigio. ¡Salvar el prestigio! ¡Cuán importante, cuán vitalmente importante es esto! ¡Y cuán pocos entre nosotros nos detenemos a pensarlo! Pisoteamos los sentimientos de los demás, para seguir nuestro camino, descubrimos defectos, proferimos amenazas, criticamos a un niño o a un empleado frente a los demás, sin pensar jamás que herimos el orgullo del prójimo. Y unos minutos de pensar, una o dos palabras de consideración, una comprensión auténtica de la actitud de la otra persona contribuirán poderosamente a aligerar la herida.

  Recordemos esto la próxima vez que nos veamos en la desagradable necesidad de despedir a un empleado.

  Despedir empleados no es muy divertido. Ser despedido lo es menos todavía —dice una carta que me escribió Marshall A. Granger, contador público—. Nuestro negocio trabaja según las temporadas. Por lo tanto, tenemos que despedir a muchos empleados en marzo.

  En nuestra profesión es cosa ya sabida que a nadie le agrada ser el verdugo. Por consiguiente, se adoptó la costumbre de acabar lo antes posible, generalmente así:

  —Siéntese, Sr. Fulano. Ha terminado la temporada y parece que ya no tenemos trabajo para usted. Claro está que usted sabía que lo íbamos a ocupar durante la temporada… etcétera
El efecto que se causaba en los empleados era de decepción, la sensación de que se los había `dejado en la estacada'. Casi todos ellos eran contadores permanentes y no conservaban cariño alguno por una casa que los dejaba en la calle con tan pocas contemplaciones.

  Yo decidí hace poco despedir a nuestros empleados extraordinarios con un poco más de tacto y consideración. He llamado a cada uno a mi despacho, después de considerar cuidadosamente el trabajo rendido durante el invierno. Y les he dicho algo así:

  —Sr. Fulano; ha trabajado usted muy bien (si así ha sido). La vez que lo enviamos a Newark tuvo una misión difícil. No obstante, la cumplió usted con grandes resultados, y queremos hacerle saber que la casa se siente orgullosa de usted. Progresará mucho, dondequiera que trabaje. La casa cree en usted, y no queremos que lo olvide.

  «El efecto obtenido es que los empleados despedidos se marchan con la sensación de que no se los `deja en la estacada'. Saben que si tuviéramos trabajo para ellos los conservaríamos. Y cuando los necesitamos nuevamente, vienen con gran afecto personal.»

  En una sesión de nuestro curso, dos alumnos hablaron ejemplificando los aspectos negativos y positivos de permitir que la otra persona salve su prestigio.

  Fred Clark, de Harrisburg, Pennsylvania, contó un incidente que había tenido lugar en su compañía:

 
    —En una de nuestras reuniones de producción, un vi cepresidente le hacía preguntas muy insistentes a uno de nuestros supervisores de producción, respecto de un proceso determinado. Su tono de voz era agresivo, y se proponía demostrar fallas en la actuación de este supervisor. Como no quería quedar mal
delante de sus compañeros, el supervisor era evasivo en sus respuestas. Esto hizo que el vicepresidente perdiera la paciencia, le gritara al supervisor y lo acusara de mentir.

    «En unos pocos momentos se destruyó toda la buena relación de trabajo que hubiera podido existir antes del encuentro. A partir de ese momento este supervisor, que básicamente era un buen elemento, dejó de ser de toda utilidad para nuestra compañía. Pocos meses después abandonó nuestra firma y fue a trabajar para un competidor, donde según tengo entendido ha hecho una espléndida carrera.»
 

  Otro participante de la clase, Anna Mazzone, contó un incidente similar que había tenido lugar en su trabajo… ¡pero con qué diferente enfoque y resultados! La señorita Mazzone, especialista en mercado de una empresa empacadora de alimentos, recibió su primera tarea de importancia: la prueba de mercado de un producto nuevo. Le contó a la clase:

 
    —Cuando llegaron los resultados de la prueba, me sentí morir. Había cometido un grave error en la planificación, y ahora toda la prueba tendría que volver a hacerse. Para empeorar las cosas, no tenía tiempo de exponerle la situación a mi jefe antes de la reunión de esa mañana, en la que debía informar de este proyecto. «Cuando me llamaron para dar el informe, yo temblaba de pavor. Había hecho todo lo posible por no derrumbarme, pero resolví que no lloraría y no les daría ocasión a todos esos hombres de decir que las mujeres no pueden recibir tareas de responsabilidad por ser demasiado emocionales. Di un informe muy breve, diciendo que debido a un error tendría que repetir todo el estudio, cosa que haría antes de la próxima reunión. Me senté, esperando que mi jefe estallara
Pero no lo hizo: me agradeció mi trabajo y observó que no era infrecuente que alguien cometiera un error la primera vez que se le asignaba una tarea de importancia, y que confiaba en que el informe final sería correcto y útil para la compañía. Me aseguró, delante de todos mis colegas, que tenía fe en mí, y sabía que yo había puesto lo mejor de mí, y que el motivo de esta falla era mi falta de experiencia, no mi falta de capacidad.

    Salí de esa reunión caminando en las nubes, y juré que nunca decepcionaría a ese extraordinario jefe que tenía.»
 

  Aún cuando tengamos razón y la otra persona esté claramente equivocada, sólo haremos daño si le hacemos perder prestigio.

  El legendario escritor y pionero de la aviación A. de Saint Exupéry escribió:

  «No tengo derecho a decir o hacer nada que disminuya a un hombre ante sí mismo. Lo que importa no es lo que yo pienso de él, sino lo que él piensa de sí mismo. Herir a un hombre en su dignidad es un crimen».

  Un auténtico líder siempre seguirá la…

  REGLA 5

  Permita que la otra persona salve su propio prestigio
CÓMO ESTIMULAR A LAS PERSONAS HACIA EL TRIUNFO

  Pete Barlow, un viejo amigo, tenía un número de perros y caballos amaestrados y pasó la vida viajando con circos y compañías de variedades. Me encantaba ver cómo adiestraba a los perros nuevos para su número. Noté que en cuanto el perro demostraba el menor progreso, Pete lo palmeaba y elogiaba y le daba golosinas.

  Esto no es nuevo. Los domadores de animales emplean esa técnica desde hace siglos
¿Por qué, entonces, no utilizamos igual sentido común cuando tratamos de cambiar a la gente que cuando tratamos de cambiar a los perros? ¿Por qué no empleamos golosinas en lugar de un látigo? ¿Por qué no recurrimos al elogio en lugar de la censura? Elogiemos hasta la menor mejora. Esto hace que los demás quieran seguir mejorando.

  En su libro “No soy gran cosa, nena, pero soy todo lo que puedo ser”, el psicólogo Jess Lair comenta:

  «El elogio es como la luz del sol para el espíritu humano; no podemos florecer y crecer sin él. Y aun así, aunque casi todos estamos siempre listos para aplicar a la gente el viento frío de la crítica, siempre sentimos cierto desgano cuando se trata de darle a nuestro prójimo la luz cálida del elogio»[7].

  Al recordar mi vida puedo ver las ocasiones en que unas pocas palabras de elogio cambiaron mi porvenir entero. ¿No puede usted decir lo mismo de su vida? La historia está llena de notables ejemplos de esta magia del elogio.

  Por ejemplo, hace medio siglo, un niño de diez años trabajaba en una fábrica de Nápoles. Anhelaba ser cantor, pero su primer maestro lo desalentó. Le dijo que no podría cantar jamás, que no tenía voz, que tenía el sonido del viento en las persianas.

  Pero su madre, una pobre campesina, lo abrazó y ensalzó y le dijo que sí, que sabía que cantaba bien, que ya notaba sus progresos; y anduvo descalza mucho tiempo a fin de economizar el dinero necesario para las lecciones de música de su hijo. Los elogios de aquella campesina, sus palabras de aliento, cambiaron la vida entera de aquel niño. Quizá haya oído usted hablar de él. Se llamaba Caruso. Fue el más famoso y el mejor cantante de ópera de su tiempo
A comienzos del siglo XIX, un jovenzuelo de Londres aspiraba a ser escritor. Pero todo parecía estar en su contra. No había podido ir a la escuela más que cuatro años. Su padre había sido arrojado a una cárcel porque no podía pagar sus deudas, y este jovencito conoció a menudo las punzadas del hambre. Por fin consiguió un empleo para pegar etiquetas en botellas de betún, dentro de un depósito lleno de ratas; y de noche dormía en un triste desván junto con otros dos niños, ratas de albañal en los barrios pobres. Tan poca confianza tenía en sus condiciones de escritor que salió a hurtadillas una noche a despachar por correo su primer manuscrito, para que nadie pudiera reírse de él. Un cuento tras otro le fue rechazado.

  Finalmente, llegó el gran día en que le aceptaron uno. Es cierto que no se le pagaba un centavo, pero un director lo elogiaba. Un director de diario lo reconocía como escritor. Quedó el mozo tan emocionado que ambuló sin destino por las calles, llenos los ojos de lágrimas.

  El elogio, el reconocimiento que recibía al conseguir que imprimieran un cuento suyo, cambiaban toda su carrera, pues si no hubiera sido por ello quizá habría pasado la vida entera trabajando como hasta entonces. Es posible que hayan oído hablar ustedes de este jovenzuelo. Se llamaba Charles Dickens.

  Otro niño de Londres trabajaba en una tienda de comestibles. Tenía que levantarse a las cinco, barrer la tienda y trabajar después como esclavo durante catorce horas. Era una esclavitud, en verdad, y el mozo la despreciaba. Al cabo de dos años no pudo resistir más; se levantó una mañana y, sin esperar el desayuno, caminó veinticinco kilómetros para hablar con su madre, que estaba trabajando como ama de llaves
El muchacho estaba frenético. Rogó a la madre, lloró, juró que se mataría si tenía que seguir en aquella tienda. Después escribió una extensa y patética carta a su viejo maestro de escuela, declarando que estaba desalentado, que ya no quería vivir. El viejo maestro lo elogió un poco y le aseguró que era un joven muy inteligente, apto para cosas mejores; y le ofreció trabajo como maestro.

  Esos elogios cambiaron el futuro del mozo, y dejaron una impresión perdurable en la historia de la literatura inglesa. Porque aquel niño ha escrito desde entonces innumerables libros y ha ganado cantidades enormes de dinero con su pluma. Quizá lo conozca usted. Se llamaba H. G. Wells.

  El uso del elogio en lugar de la crítica es el concepto básico de las enseñanzas de B. F. Skinner. Este gran psicólogo contemporáneo ha mostrado, por medio de experimentos con animales, y con seres humanos, que minimizando las críticas y destacando el elogio, se reforzará lo bueno que hace la gente, y lo malo se atrofiará por falta de atención.

  John Ringelspaugh, de Rocky Mount, Carolina del Norte, usó el método en el trato con sus hijos. Como en muchas familias, en la suya parecía que la única forma de comunicación entre madre y padre por un lado, e hijos por el otro, eran los gritos. Y, como suele suceder, los chicos se ponían un poco peores, en lugar de un poco mejores, después de cada una de tales sesiones… y los padres también. El problema no parecía tener una solución a la vista.

  El señor Ringelspaugh decidió usar alguno de los principios que estaba aprendiendo en nuestro curso.

  Nos contó
—Decidimos probar con los elogios en lugar de la crítica a sus defectos. No era fácil, cuando todo lo que podíamos ver eran las cosas negativas de nuestros hijos; fue realmente duro encontrar algo que elogiar.

    Conseguimos encontrar algo, y durante el primer día o dos algunas de las peores cosas que estaban haciendo desaparecieron. Después empezaron a desaparecer sus otros defectos. Empezaron a capitalizar los elogios que les hacíamos. Incluso empezaron a salirse de sus hábitos para hacer las cosas mejor. No podíamos creerlo, Por supuesto, no duró eternamente, pero la norma en que nos ajustamos después fue mucho mejor que antes. Ya no fue necesario reaccionar como solíamos hacerlo. Los chicos hacían más cosas buenas que malas. Todo lo cual fue resultado de elogiar el menor acierto en ellos antes que condenar lo mucho que hacían mal.
 

  También en el trabajo funciona. Keith Roper, de Woodland Hills, California, aplicó este principio a una situación en su compañía. Recibió un material impreso en las prensas de la compañía, que era de una calidad excepcionalmente alta. El hombre que había hecho este trabajo había tenido dificultades para adaptarse a su empleo. El supervisor estaba preocupado ante lo que consideraba una actitud negativa, y había pensado en despedirlo.

  Cuando el señor Roper fue informado de esta situación, fue personalmente a la imprenta y tuvo una charla con el joven. Le manifestó lo mucho que le había gustado el trabajo que había recibido, y dijo que era lo mejor que se había hecho en la imprenta desde hacía tiempo. Se tomó el trabajo de señalar en qué aspectos la impresión había sido excelente, y subrayó lo importante que sería la contribución de este joven a la compañía
¿Les parece que esto afectó la actitud del joven impresor hacia la empresa? En pocos días hubo un cambio completo. Les contó a varios de sus compañeros esta conversación, y se mostraba orgulloso de que alguien tan importante apreciara su buen trabajo. Desde ese día fue un empleado leal y dedicado.

  El señor Roper no se limitó a halagar al joven obrero diciéndole: «Usted es bueno». Señaló específicamente los puntos en que su trabajo era superior. Elogiando un logro específico, en lugar de hacer una alabanza generalizada, el elogio se vuelve mucho más significativo para la persona a quien se lo dirige. A todos les agrada ser elogiados, pero cuando el elogio es específico, se lo recibe como sincero, no algo que la otra persona puede estar diciendo sólo para hacemos sentir bien.

  Recordémoslo: todos anhelamos aprecio y reconocimiento, y podríamos hacer casi cualquier cosa por lograrlo. Pero nadie quiere mentiras ni adulación.

  Lo repetiré una vez más: los principios que se enseñan en este libro sólo funcionarán cuando provienen del corazón. No estoy promoviendo trucos. Estoy hablando de un nuevo modo de vida.

  No hablemos ya de cambiar a la gente. Si usted y yo inspiramos a aquellos con quienes entramos en contacto para que comprendan los ocultos tesoros que poseen, podemos hacer mucho más que cambiarlos. Podemos transformarlos, literalmente.

  ¿Exageración? Escuche usted estas sabias palabras del profesor William James, de Harvard, el más distinguido psicólogo y filósofo, quizá, que ha tenido Norteamérica
En comparación con lo que deberíamos ser, sólo estamos despiertos a medias. Solamente utilizamos una parte muy pequeña de nuestros recursos físicos y mentales. En términos generales, el individuo humano vive así muy dentro de sus límites. Posee poderes de diversas suertes, que habitualmente no utiliza.

  Sí, usted mismo posee poderes de diversas suertes que habitualmente no utiliza; y uno de esos poderes, que no utiliza en toda su extensión, es la mágica capacidad para elogiar a los demás e inspirarlos a comprender sus posibilidades latentes.

  Las capacidades se marchitan bajo la crítica; florecen bajo el estímulo. De modo que para volverse un líder más eficaz de la gente utilice la…

  REGLA 6

  Elogie el más pequeño progreso y, además, cada progreso. Sea «caluroso en su aprobación y generoso en sus elogios»

mcq general

 

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