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CRUZAR LA NOCHE parte 01

 


A las Madres y Abuelas

De Plaza de Mayo.

A todas las víctimas del

Terrorismo de Estado.

A la verdad y a

la memoria.

Para vivir con un pedazo basta:

en un rincón de carne cabe un hombre.

Un dedo sólo,

Un trozo sólo de ala

Alza el vuelo total de

Todo un cuerpo.

Silencio.

Detened ese tren

Agonizante

Que nunca acaba de

Cruzar la noche…

Miguel Hernández


1

La mañana en que Mónica llegó con Mariana a la quinta, Pablo no tuvo ninguna premonición de que

iba a conocer a la persona que modificaría para siempre su vida.

Él había salido en su ciclomotor, con el canasto colmado de plantines, que despedían el olor intenso de

las flores de septiembre.

La arena reseca frenaba las ruedas y hacía casi imposible que pudiera mantener el equilibrio. Al llegar

a la esquina de los pinos se encontró de frente con el automóvil.

La moto se le fue de las manos y su cabeza fue a estrellarse contra el tronco de uno de los árboles,

mientras los colores de las plantas se mezclaban con la arena revuelta.

Cuando bajaron del coche, Pablo ya estaba sentado, frotándose la frente dolorida y mirando el canasto

vacío.

— ¡Coño! ¿Te has lastimado? —le preguntó la mujer con un marcado acento español.

Pablo negó con la cabeza mientras las miraba desde el suelo. La que habló le recordaba a una hippie

del festival de Woodstock, con su túnica de colores indefinidos, sus colgantes extravagantes y su oreja

bordeada de aros diminutos, que quedaban al descubierto cada vez que ella acomodaba su largo

cabello ondulado. La más chica parecía salida de una foto publicitaria: zapatos inadecuados para las

calles de arena, piernas largas y elegantes que asomaban debajo de una falda diminuta y un rostro

hermoso en el que resaltaban sus ojos, enormes y grises, que parecían mirarlo con desaprobación. Él

hizo un gesto de bronca y se levantó de un salto.

Se miró y sintió cómo subía la sangre a su cara. Bajó la vista y comenzó a sacudirse —avergonzado—

la arena que se le había pegado al cuerpo, a la ropa, a los cabellos. Se sentía torpe y sucio, ante la

sonrisa burlona de la chica.

Mónica se puso a juntar los plantines y los fue metiendo en una caja que sacó del auto. Cuando

terminó le dio unos billetes y le dijo:

—Espero que alcance.

Entonces se oyó por primera vez la voz de Mariana, que habló con un tono deliberadamente

despectivo:

— ¿Por qué se los vas a pagar si no tenés la culpa? Si él estaba mirando la luna, lo lamento, ¿qué

querés?

Mónica continuó como si no la hubiese oído:

—Nosotras venimos a vivir a la quinta que está acá a la vuelta, "Palma sola", la que tiene rejas verdes.

Si llegaras a pasar por ahí y tienes más flores, te vamos a comprar. Seguro que tú estás bien, ¿no?

Pablo afirmó con su cabeza porque la voz, si le salía, delataría lo ridículo que se sentía en ese

momento. Miró con odio a Mariana y después se puso a enderezar la patente. Le dio marcha a la moto

y se alejó por el césped de la orilla, camino a su casa, deseando con todas sus fuerzas doblar en la

próxima esquina para que lo perdieran de vista.

Mónica observaba todo tratando de recuperar las imágenes, algo distorsionadas por la nostalgia, pero

que aún sobrevivían después de tantos años de exilio voluntario.

El lugar no había cambiado demasiado. Las casas de fin de semana, de líneas puras y simples,

emergían en medio de jardines enormes y bien cuidados, separadas unas de otras por vallas de troncos

secos, que apenas podían distinguirse debajo de las frondosas enredaderas. La villa se extendía

apacible, contenida por las aguas de la laguna en uno de sus límites, y separada del río por la única

ruta pavimentada que la conectaba con el mundo: hacia el sur con la ciudad, y hacia el norte con el

pueblo —casi una aldea—, que parecía detenido en el tiempo desde hacía más de cuatro siglos. Si bien

el lugar estaba notablemente más poblado, seguía emanando la misma pureza, la misma magia, que

Mónica percibiera la última Vez que estuvo allí, casi veinte años atrás.

Mariana bajó del automóvil y se reencontró —con algunas diferencias entre las proporciones reales y

las que guardaba su memoria— con la imagen de la casa de su abuela, que preservaba entre los

recuerdos más lejanos de su infancia, tal vez un poco envejecida, pero conservando el mismo olor a

leña de pino, a eucaliptos y a madreselvas.

Un parque alfombrado de césped verde y salpicado por matas de flores, delataba el cuidado de Juan, el

jardinero. Plátanos enormes anunciaban su sombra fresca sobre la galería de arcadas blancas con

baldosas coloradas y ruidosas, que le trajeron a la mente las rayuelas de tiza que saltaba en las

vacaciones de sus primeros años, cuando se quedaban algunas semanas, en los veranos calientes y

perfumados.

Pérgolas cubiertas de jazmines endulzaban el aire y debajo de la galería asomaban cacharros toscos de

barro, de los que salían los brazos verdes de los helechos.

El viento sacudía las ramas de los árboles y a Mariana le pareció, por un momento, que le traía la voz

de su abuela llamándola para la hora de la leche.

En el centro del parque se erguía —elegante— la palma que le valiera el nombre a la casa.

Mónica vio la mirada de Mariana y acariciándole el cabello le dijo con dulzura:

—Cuando yo tenía más o menos tu edad, tu abuelo compró la quinta. Alcancé a venir muy pocas veces,

pero siempre me atrajo la palma, que ya estaba grande. Cuando la vi por primera vez, me vino a la

memoria un poema de Guillen: Palma sola. Yo me sentía tan sola como ella, así que algunos

atardeceres venía a recitarle y a recitarme esos versos...

La palma que está en el patio,

nació sola;

creció sin que yo la viera,

creció sola;

bajo la luna y el sol,

vive sola.

Con su largo cuerpo fijo,

palma sola,

sola en el patio sellado,

siempre sola,

guardián del atardecer,

sueña sola.

La palma sola soñando,

palma sola,

que va libre por el viento,

libre y sola,

suelta de raíz y tierra,

suelta y sola,

cazadora de las nubes,

palma sola,

palma sola,

palma.

—Creo que de tanto escuchar ese poema, aceptaron al fin ponerle el nombre a esta casa. A lo mejor

con la secreta esperanza de que yo dejara de recitarlo.

— ¿Y dejaste de hacerlo?

—Nunca. Cuando estaba en España y la nostalgia me ahogaba lo recitaba para adentro, como si rezara,

y me parecía que estaba menos sola; quizás era cierto, porque los recuerdos me acompañaban.

Por primera vez, desde que su tía había llegado a su vida, Mariana la miró de otra manera. Tal vez el

hecho de que le confesara su soledad hizo que no se sintiese tan lejos. Cuántas veces ella se había

sentido sola, incluso antes de que sus padres se fueran y, sin embargo, nunca se había animado a

contárselo a nadie. Ni siquiera a Lucía. Le parecía mentira que esa mujer extraña, que se mostraba tan

segura, se hubiera podido sentir sola alguna vez.

—Algún día me gustaría que me contases cosas de cuando eras chica, de mi mamá, de esta casa, no sé,

si tenes tiempo, qué sé yo.

Pese al tono, todavía altivo y duro, Mónica sintió que por primera vez su sobrina demostraba interés en

algo que ella decía. Pero no le dio demasiada importancia y trató de que sus palabras sonaran casi

indiferentes:

—Podría ser. Supongo que ya tendremos tiempo para eso, pero ahora... ¿Qué te parece si empezamos a

bajar todas nuestras cosas...?

Y las dos fueron incorporando sus pertenencias a la casa, mezclándolas con los muebles rústicos, con

las pinturas de otras épocas, con los olores antiguos que la habitaban, hasta dejar impreso un sello

particular, casi imperceptible, que reflejaba la mixtura sutil del pasado con el presente.

2

Mariana releyó las últimas páginas de su diario, protegida por la puerta cerrada de su nueva habitación:

Agosto del 94

Un pedacito de cielo gris se recorta entre los edificios a través de la ventana. Me llega el perfume de

mi papú y, como no lo veo, me hago creer que todo está igual, pero sé que cuando deje de escribir y

regrese a la sala lo voy a encontrar en su sillón de ruedas, con la mirada perdida, seguramente

extrañando al igual que yo, nuestra casa que está a más de dos mil kilómetros de distancia.

Estaba todo tan bien un año atrás, que esto me parece una pesadilla. Y, para completar la mala onda,

lo de mi abuela. Yo sé que no la quería tanto, la traté poco, casi no la conocía, pero siempre me pasa

lo mismo, cuando comienzo a sentirme más cerca de alguien, pasa algo que me desbarata todo.

Este departamento oscuro, que huele a cosa vieja, me descompone, pero no estar acá significa

acompañar a mamá en la sala de velatorios y eso es todavía peor. No me gusta el contacto con la

muerte.

Cómo quisiera poder ver a Lucía. Me escribió contándome que sale con Fede, casi no puedo creerlo.

Por ahora voy a tener que acostumbrarme a seguir hablando con ella a través del papel. A lo mejor

más adelante, si la operación de mi papá resulta, nos volvemos. Pero se me va a hacer muy largo, más

ahora que se van tan lejos. Si al menos hubieran terminado las clases me podría ir con ellos. En

cambio me voy a tener que quedar acá, en esta ciudad aburrida, con una tía que todavía no conozco.

El tiempo me pasa despacio como si estuviese en una cárcel.

No tenía ánimos como para escribir nada, así que cerró su diario y lo escondió detrás de sus libros.

Recién estaban a principios de septiembre, faltaban casi tres meses para que terminasen las clases y

ahora debería vivir ese tiempo —que le parecía tan largo— en la quinta, con la hermana de su madre,

hasta que sus padres regresaran.

Mariana salió al parque a respirar el aire puro de la mañana. Las lechuzas vigilaban protegidas entre

las hojas de la palma, calentando sus plumas grises que el viento despeinaba.

Caminó un rato con las manos en los bolsillos y la mirada perdida, recordando el día en que acompañó

a su mamá al aeropuerto. Cuando vio descender a Mónica del avión, se dio cuenta de que ese

personaje era su tía por el abrazo que se dieron con su madre, y no pudo evitar el sentimiento de

rechazo hacia esa mujer excéntrica, de cabellos gruesos y enrulados como tirabuzones, que le cubrían

casi toda la espalda. Iba vestida con una falda de elefantes pintados que rozaba el piso y terminaba en

un ruedo de flecos, al igual que su blusa. Todo en ella era extraño, el abrigo tejido al telar que cubría

sus hombros, la carterita diminuta que llevaba cruzada sobre el pecho, los anteojos de sol, redondos y

chiquitos.

"Tiene olor a sahumerios. No la soporto" —le había dicho a su mamá cuando estuvieron a solas—. "Y

lo que menos aguanto es que hable como una española".

Le dieron ganas de reírse al recordarlo.

Mónica se acercaba a través del parque, con las manos cubiertas de barro y Mariana sintió fastidio al

tener que interrumpir sus pensamientos.

— ¿Quieres que tomemos unos mates?

— ¿Mates? No, gracias, no tomo. Como a mi papá no le gusta el mate, en casa nunca tomamos.

—Bueno, si quieres puedes probarlo... y de paso puedo contarte algunas cosas de cuando tu madre y

yo éramos pequeñas. Como el otro día me lo habías pedido...

—A lo mejor en otro momento, hoy tengo mucho que estudiar.

Y se alejó hacia su cuarto, con gesto hosco, dejando bien en claro la distancia que deseaba conservar.

Los estudiantes que vivían en la Villa o en el pueblo, viajaban a diario en colectivo para asistir a los

colegios de la ciudad. Pablo y Mariana se habían encontrado varias veces en la parada y él intentó

saludarla; pero, ante la mirada burlona de la chica, optó por mantenerse indiferente durante el resto de

los encuentros.

Era mediados de septiembre y la primavera ya se anunciaba. Ese mediodía, Nano había almorzado en

la casa de Pablo y ahora estaban juntos esperando el micro. Nano no paraba de hablar, proyectando

con entusiasmo el grupo de rock que querían formar.

Mariana se acercaba caminando entre las malezas que crecían en la orilla del camino. Venía pensando

en Lucía, en los lagos y en las montañas del sur, que en esta época seguirían cubiertos de nieve, y no

podía dejar de comparar sus recuerdos con el paisaje que la rodeaba, tan diferente, tan húmedo, tan

llano, que lograba producirle un gran aburrimiento.

Iba tan abstraída, que le pareció escuchar el ruido del colectivo y comenzó a correr para no perderlo.

Pablo la reconoció desde lejos, pese a que con el uniforme parecía más nena. Ella venía agitada y con

los cabellos revueltos y cuando estaba por llegar hasta ellos, uno de los zapatos le quedó atascado en la

arena. Pablo sintió un placer especial ante la posibilidad de vengarse, no sólo del primer encuentro,

sino de todos los días en que ella simulaba no verlo.

La esperó tranquilo, sintiéndose amparado por la compañía de Nano. La miró burlón, y le dijo: —Hola,

nos conocemos, ¿no?

Mariana apenas le respondió con un "Hola", que casi no se oyó, mientras trataba de calzarse el zapato.

Pablo se largó una carcajada mientras agregaba: — ¿En tu colegio usan medias decoradas? Ella miró

sus piernas y se dio cuenta de que las medias estaban cubiertas de abrojos. Se agachó y se los fue

quitando mientras le contestaba sin mirarlo:

—Parece que acá la estupidez es crónica. Por lo que veo, todavía no te curaste.

—No se puede creer lo forra que es —le dijo Pablo a Nano tratando de conseguir un aliado; pero,

cuando lo miró, se dio cuenta de que ni siquiera debió de haber oído las primeras palabras.

Su amigo estaba absorto en la contemplación de las piernas de Mariana, que asomaban debajo de la

falda color vino, plisada, que apenas le cubría la mitad de los muslos. Nano la miraba trenzarse el

largo cabello rubio hacia un costado y cuando ella levantó la vista y lo miró con sus enormes ojos

grises, él le sonrió, fascinado. Ella ajustó el cordón de sus zapatos y terminó de arreglar su uniforme de

colegiala. Después lo volvió a mirar a Nano devolviéndole la sonrisa y, al sonreír, se marcaron los dos

hoyuelos que se formaban a un costado de su boca y su cara pareció llenarse de luz.

—Subí, boludo —le dijo Pablo a Nano, dándole un empujón, cuando paró el colectivo y se dio cuenta

de que su amigo seguía como hipnotizado mirando a Mariana, que ascendía al coche con deliberada

lentitud.

Mónica pintaba una síntesis de escarabajos que formaban una guarda geométrica alrededor de un plato

de cerámica, cuando sintió que su sobrina la observaba por arriba de su hombro.

Hizo como que no la había visto. Encendió un cigarrillo y aspiró el humo lentamente. Después se puso

a tararear una melodía.

Dio los últimos retoques a sus escarabajos alineados y dijo:

—Hay una carta para ti sobre el escritorio. La he traído esta tarde del pueblo.

Mariana se sintió descubierta y, como disculpándose, susurró: "Me gusta lo que pintaste". Después se

fue a dormir, pasando antes a retirar la carta, para leerla tranquila en su cama.

Washington, septiembre de 1994 Querida Mariana:

Hace apenas unas horas que llegamos y ya te escribimos para contarte las últimas novedades.

Estamos instalados en este hospital que más se parece a un hotel de lujo. Papá está dormido,

seguramente agotado por el viaje, así que aprovecho a garabatear unos renglones antes de que se

despierte, porque después tengo que atenderlo continuamente.

Recién mañana lo verán los médicos, pero ya estuve hablando con Powell, un militar que es nuestro

contacto acá, y me asegura que los médicos intentarán una operación con altas posibilidades de éxito.

Sé que no te debe resultar fácil estar tan lejos nuestro, mi amor, pero estoy segura de que entendés

que ahora la salud de papá es lo más importante.

Nosotros te extrañamos mucho. Es la primera vez que tenemos que separarnos y no puedo dejar de

pensarte en todo momento. Me pregunto si estarás bien, si te sentará el clima tan húmedo, si te

resultará muy difícil adaptarte al nuevo colegio... En fin, me gustaría que me contaras todo eso en una

carta.

Espero que puedas llevarte bien con Mónica. En verdad estos dieciocho años sin vernos han

marcado grandes diferencias entre nosotras, pero de cualquier manera es tu tía, y en eso coincido

totalmente con tu padre: no quisiera que tuvieras que vivir con alguien que no sea de la familia. Me

acuerdo de tu cara de fastidio cuando la conociste... No puedo pedirte que trates de quererla, pero sí

que intentes al menos una buena convivencia. En ella podrás confiar como en nosotros, de eso estoy

completamente segura.

Apenas tengamos noticias de la fecha de operación volveremos a escribirte. Estudia mucho y no te

olvides de tu promesa, no sólo debes ser buena, sino que también lo debes parecer. Trata de evitar

cualquier murmuración de la gente, ya sabes que ese lugar es muy chico y los chismes corren rápido.

Hacelo sobre todo por papi, que está tan mal y te quiere tanto.

Contéstanos contándonos todo lo que puedas. Si te aburrís podes pedirle a tu tía que te dé algunas

clases de cerámica.

Un abrazo muy muy grande. Dale muchos cariños a Mónica y acordáte que te queremos mucho y que

para nosotros sos lo más importante del mundo.

Mami

Mariana dobló la carta después de haberla leído varias veces y se fue a dormir abrazada a un oso panda

de peluche, que había rescatado de un baúl en el departamento de su abuela, antes de que se mudaran.

La imagen de ese oso la llevó a una de las vacaciones de su niñez y se durmió soñando que corría por

el campo, al encuentro de su padre, con las rodillas perfumadas de tréboles y los cabellos adornados

con retamas.

3

Después del encuentro del colectivo Pablo había vuelto a ver a Mariana todos los días, pero ella seguía

sin saludarlo. Nano —que durante el año vivía en la ciudad—, lo volvía loco diciéndole que quería

instalarse en la quinta, por el sólo hecho de poder encontrarla lodos los días en el ómnibus.

Pablo y Nano asistían a un colegio estatal mixto, junto con Loli, Gastón y Cris. Los acercaba el hecho

de que los cinco pasaban los fines de semana en la Villa o en el pueblo, algunos porque vivían en

forma permanente, otros porque tenían casas quintas y Cris, porque siempre estaba invitada a lo de

Betiana Arce, que también formaba parte del grupo.

Betiana Arce cursaba cuarto año en un colegio religioso, en el mismo colegio y en el mismo curso

donde había comenzado Mariana, cuando se mudara, a fines de julio. Débora iba con ellas, pero en

quinto y, por ser prima de Betiana, se unía al grupo los fines de semana y durante las vacaciones. El

último domingo Nano vio alas chicas saludarse en la plaza del pueblo y así pudo averiguar que la rubia

de ojos grises que lo deslumbrara en el colectivo se llamaba Mariana.

Aún quedaban flotando entre Pablo y Cris los resabios de una historia de amor casi secreta que

comenzara durante el viaje de estudios, a mediados de agosto, pero que parecía ir diluyéndose en el

olvido, ahora que la magia desaforada del viaje había terminado.

Cris trataba de reavivar el fuego en todo momento y Pablo parecía corresponderle. Sin embargo, desde

hacía varios días el rostro de Mariana se le aparecía en medio de las explicaciones sobre la utilidad de

la merceología o entremezclado con fórmulas de fracciones y raíz cuadrada, e incluso cuando se ponía

a trabajar en el invernadero. Entonces —de acuerdo a las circunstancias en que esto ocurriera—

sacudía la cabeza tratando de regresar al aula, o se ponía a remover compulsivamente la turba húmeda,

hasta que el cansancio se llevaba las imágenes.

El domingo irían con todo el grupo al río. Esta vez el plan era un almuerzo compartido y un viaje hasta

la isla en piragua.

Nano le había dicho que iría Mariana, "la mina que me dio vuelta el mate, la amiga de Betiana" y él ya

no pudo quitársela de la mente.

"¿Qué me pasa? Si es una flaca tarada que no tiene nada, ni siquiera en la cabeza, y encima es una

forra..." Pero no podía dejar de pensar en ella.

Ana asomó la cabeza llamándolo:

—Pablo... —Estoy acá...

—Anda a llevar estos plantines a Palma Sola, me llamaron recién por teléfono, hay que llevarlos

urgente.

—Déjate de joder... si siempre lleva Juan las plantas para esa

quinta...

—Sí, pero después que murió doña Ángela, vino a vivir una de las hijas con una sobrina, la chica debe

de tener más o menos tu edad, según me dijeron, y parece que la tía es un poco estrafalaria. Y como se

encarga ella del jardín, a Juan lo despidieron. —No me extraña, deben ser bastante rayadas... — ¿Qué,

las conoces?

—Un día las vi, casi me pisan con el auto. La más vieja, que debe ser la tía, por lo que me decís,

parece una hippie, y la sobrina es una agrandada imbancable. Encima la hippie habla como los

gallegos... —Bueno, acá tenes. Lleva todo enseguida. —Ufa, ¡cómo jodés, vieja!

Pablo se fue adentro y demoró más de quince minutos peinándose y cambiándose de ropa.

Cuando Ana lo vio, sonrió para sus adentros. Era grande y fuerte, con músculos desarrollados, mucho

más alto que ella. Le vio la sonrisa blanca, de boca grande, que iluminaba su piel mate, cuando pasó a

su lado sacándole la lengua a modo de saludo. Lo miró alejarse por el sendero de arena bordeado de

llores, y se quedó contemplando la marca de sus enormes zapatillas, recordando las huellas que

dejaban sus primeros zapatitos en ese mismo sendero, cuando José le enseñaba a caminar llevándolo

de las manos, casi diecisiete años atrás.

Pablo dejó el ciclomotor en la entrada de Palma Sola y se puso a hacer sonar la campana que hacía las

veces de llamador.

Como nadie salía, se acercó a la galería y dejó la caja con plantines sobre una mesa. Iba a golpear las

manos, pero se quedó escuchando una voz dulce que entonaba una especie de letanía en un idioma

extraño.

Se asomó a un enorme ventanal abierto y la vio. El olor del barro flotaba en el aire y parecía hechizar a

la mujer, mientras hundía sus dedos en la masa oscura y pegajosa.

Su larga cabellera se sacudía con el movimiento de sus brazos, como si llevara el ritmo de la canción.

Estaba vestida totalmente de blanco y uno de sus hombros asomaba —desnudo— a través del borde

caído de su blusa.

Pablo la miraba en silencio sin poder despegar la vista. Al rato ella pareció salir de su encantamiento y

lo vio. Se acercó a la ventana con las manos embarradas y lo saludó con una sonrisa. —Hola.

—Hola. Le dejé el pedido sobre una mesita, no... no quería interrumpirla.

—Bueno, gracias. Pasa por favor que ya voy por el dinero. Pablo entró y se puso a esperar mientras

miraba una de las piezas de cerámica que estaba sobre un tablón. Después, como la mujer se demoraba,

probó a tocar un trozo de barro recién amasado, jugando a dejar la marca de la punta de sus dedos en

él. La voz de ella lo asustó.

—Acá tienes lo tuyo. Ya nos conocíamos, ¿no? —Sí, sí... Perdóneme... yo.

—Está bien. ¿Nunca has amasado barro? —No.

— ¿Quieres probar?

—Otro día porque... hoy estoy apurado. Se me hace tarde.

—Bueno... Para la próxima compra, te llamo más temprano y mientras te enseño algo del modelado

tomamos unos mates. No me has dicho cómo te llamas...

—Pablo.

—Yo soy Mónica.

—Bueno, ahora me tengo que ir. Hasta luego...

—Hasta prontito.

Pablo puso en marcha la moto y, al alejarse, le pareció ver que una de las cortinas se corría. Aceleró

tratando de mantenerse sobre el borde de césped, preguntándose si sería Mariana la que estaba

mirando detrás de la ventana.

Cuando Pablo se fue al colegio, Ana comenzó a trasplantar unas marimonas recién llegadas, en

cacharros y cestos de mimbre. Levantó el volumen de la música. Estaba segura de que Vivaldi hacía

que las plantas crecieran más fuertes y más verdes.

Cuando levantó la vista el hombre estaba a dos metros de ella. La música había impedido que

escuchara su llegada. —Está cerrado, señor. —Pero ya estoy adentro.

Era alto y fornido y aparentaba unos cincuenta años. Sus bigotes le llegaban hasta el borde justo del

labio superior, cubriendo el espacio amplio que tenía entre la boca y la prominente nariz, y Ana pensó

que seguramente los recortaba con meticulosidad frente al espejo cada mañana, para no mordérselos

con las tostadas. Llevaba la cabeza casi rapada y su mirada era tan penetrante que logró intimidarla.

Ella generalmente no se asustaba. Estaba acostumbrada a manejarse sola desde hacía mucho tiempo,

pero ni la cara ni la actitud del hombre le gustaron. Había una prepotencia sutil, una velada amenaza

en esa mirada dura, en esa sonrisa irónica, que apenas se adivinaba, por la torsión del bigote.

 —Abro a las cuatro.

Él, como si no la hubiese oído miró a su alrededor, y luego, deteniendo la vista un rato en las piernas

de ella, agregó: —Necesito treinta espinos de fuego, ahora. — ¿Los va a llevar usted?

—Los mando a buscar en un rato con mi empleado, téngalos preparados.

— ¿A nombre de quién pongo la factura?

—No necesito... Aproveche para evadir tranquila.

—No soy evasora, acá tiene su boleta.

Como el hombre no se iba, ella le indicó cortésmente la puerta.

Él volvió a mirarla de arriba a abajo, torció nuevamente el bigote como si sonriera y se fue, dejando

una sensación de inquietud en Ana.

La tarde pasó lenta para Pablo. Recién era jueves.

Mientras la profesora de matemática llenaba el pizarrón de fórmulas, él se imaginaba que era domingo.

Casi podía sentir el sol ardiendo sobre su espalda y el viento que le traía el olor del río. Se veía a sí

mismo nadando en las aguas barrosas y se imaginaba a las chicas, en traje de baño, tumbadas en la

arena de espaldas al cielo, con el corpiño desabrochado.

—¡Delconté! ¡Delconte! ¿Terminaste tu ejercicio?

Pablo pareció recordar que Delconte era su apellido y regresó al aula.

—¿Aterrizaste?

—Perdón, profesora, estaba distraído y... —No hace falta que lo digas. Tenes un uno. —Pero no,

escúcheme si yo...

—Es la última que te perdono, Delconte. Pónete las pilas. Por suerte el timbre anunció la hora de

salida. Nano lo aturdió hablándole del grupo de rock y de Mariana, mientras él asentía sin discutirle

absolutamente nada.

—¿Se puede saber qué te pasa, loco? —le preguntó su amigo. —Nada, que estoy cansado y no veo la

hora de que terminen las

clases.

El viaje en colectivo lo dejó a solas con su pensamiento. Sospechaba que los jueves Mariana debía

salir más tarde porque nunca la encontraba. A esa hora siempre viajaba de pie, sacudido por las

frenadas bruscas y apretujado entre la gente que luchaba por ganar

un asiento vacío.

Cuando llegó a la parada, el sol era un disco rojo que se marcaba en el horizonte tormentoso. Pablo se

descalzó y caminó las cuadras que lo separaban de su casa, sintiendo que, la arena tibia entre los dedos

de sus pies, lo ayudaba a descargar un poco la tensión que lo agobiaba.

4

—Mariana, el domingo iré hasta la ciudad, al departamento de la abuela a buscar unos papeles porque

el lunes tengo que pagar unos impuestos sin falta. Si quieres puedes venir conmigo.

—Lo que pasa es que el domingo me invitó una chica del colé para ir al río con un grupo de amigas y

de amigos y... —Me parece muy bueno que salgas un poco. —De cualquier manera todavía no sé si

voy a ir... Los pocos chicos que conozco son imbancables. Además nunca fui al río y no creo que me

guste. Debe estar lleno de mosquitos.

—Cuando éramos pequeñas, íbamos con tu mamá de tanto en tanto al río. Nos llevaba tu abuelo, por

supuesto sin que nuestra madre se enterara. A ella le hacíamos creer que íbamos a la playa.

Aprendimos a nadar con él. Algunos domingos cruzábamos a nado hasta las islas y jugábamos a que

éramos tres exploradores buscando tesoros perdidos. Tratábamos de llevar algo que nos pareciera

importante y lo enterrábamos haciendo alguna marca para volver a buscarlo en el próximo viaje. —¿Y

después lo encontraban?

—Casi siempre, porque apenas llegábamos trazábamos un mapa, indicando el lugar del tesoro

escondido.

—¿Y qué era el tesoro?

—El tesoro eran cosas diferentes. A veces eran golosinas que compraba papá, pero muchas veces

escondíamos cosas valiosas. Me acuerdo que un día habíamos enterrado unas pulseras de plata de la

abuela. Eso había sido idea mía. Jamás las encontramos, pero papá no protestó. Y por supuesto que

guardamos el secreto...

—Mi mamá nunca me contó esas cosas. Si le preguntaba algo de cuando era chica me decía que no se

acordaba de nada. ¿Cómo haces para acordarte de tantas cosas?

—Creo que a tu mamá no le gustaban tanto esas aventuras. Ella es más práctica, menos romántica. Le

molestaba demasiado el sol, y vivía quejándose de los mosquitos, las hormigas coloradas, las moscas,

el calor, el frío, la lluvia, la arena... Era muy parecida a la abuela. Venía con nosotros pero siempre

protestaba y decía "Por qué no me habré quedado con mami en la ciudad". Te digo más, tu abuelo

compró la quinta cuando ya éramos grandes, yo alcancé a venir algunas veces antes de irme, pero tu

madre —que yo recuerde—, no ha venido nunca.

—Sí que vino. AI menos vino cuando ya estaba casada, porque yo me acuerdo bien de las veces en

que veníamos a quedarnos cuando era chica. Casi siempre vinimos con ella sola, porque mi papá no

podía. Humm... ¿Qué es esa asquerosidad que estás preparando?

—Mira que no voy a permitirte, ¿en? Es comida sana y natural: semillas de sésamo, con zanahorias

ralladas, repollo, tomates, pimientos y copos de maíz.

—Suena horripilante. Yo quiero comer carne.

—Bueno... Tendrás que cocinarte entonces.

—Si yo no sé cocinar...

—Me parece que ya tienes la edad justa para aprender. Yo tenía apenas un par de años más que tú

cuando me fui a vivir a España. Y ahí no tenía a nadie que cocinara por mí.

— ¿A los dieciocho ya sabías cocinar?

—Bueno, cocinar cocinar... para ser sincera, voy a confesarte que no todas las comidas se me

quemaban. Y de las que sobrevivían al siniestro, cuando no me había propasado con la sal o las

especias, o estaban crudas o demasiado sosas, pero ya sabes... "Para el hambre no hay pan duro".

La convivencia iba suavizando la relación lentamente. Si bien Mariana todavía miraba a su tía como si

fuese extraterrestre, en algunos momentos se sentía atraída por esa mujer extraña, de polleras

desflecadas y costumbres extravagantes, tan distinta a todas las mujeres adultas que conocía. Hasta su

acento español, que al principio le chocara, contribuía a darle una cuota de encanto que le sumaba

magia a la personalidad fuerte y misteriosa de su tía. Mónica puso un trozo de barro sobre la mesa y le

dijo: — ¿Qué te parece si intentas modelar algo? Prueba sin miedo, como cuando eras pequeña y

jugabas con plastilina. Yo me voy hasta el pueblo para buscar la correspondencia.

Cuando Mariana quedó sola, se dejó llevar por la música que había puesto su tía. Cantos gregorianos,

le había dicho. Jugueteó con el barro, tocándolo apenas con la punta de los dedos, mientras su

pensamiento se cargaba de nostalgias. Extrañaba. La última carta de su mamá le trajo la noticia de que

la operación se haría recién a principios de noviembre, y que era muy probable que no pudieran volver

antes de enero.

Al rato comenzó a amasar el barro, a apretarlo entre sus dedos, a jugar con él. Después sus manos

fueron modelándolo, y poco a poco comenzó a emerger una forma humana con alas de ángel,

influenciada —tal vez— por las imágenes que veía todas las tardes en los muros de la iglesia, cuando

entraban a rezar, antes de su clase de religión.

Mariana sentía como si la figura de barro fuese tomando vida propia. Era extraño, pero no necesitaba

pensar demasiado adonde debía poner o quitar arcilla. Se dejaba llevar por su instinto y por la música,

mientras contemplaba sus manos como si fuesen ajenas, configurando la escultura.

—¿Y, Mariana, vas a ir el domingo?

—Mira Beti... no sé todavía. Los mosquitos no me atraen mucho y además no conozco a nadie.

—No conoces a nadie, pero si no vas no los vas a conocer nunca —le dijo Débora—. Va a estar

recopado porque van chicos, también. No como en este colegio inmundo que somos todas minas.

—Sí, por ahí tenes razón. Donde yo vivía antes nos juntábamos chicas y chicos, pese a que a mis

viejos mucho no les copaba.

Además estoy harta de pasarme los domingos a solas con mi tía.

—El otro día la vi. ¿Siempre te viene a buscar ella?

—No, ese día fue casualidad.

—Me gusta la onda que tiene, medio folk, ¿no?

—Lo que pasa es que es artesana y se viste de una forma algo estrafalaria...

—Me encantaría conocerla, nunca vi a ninguna artesana. ¿Me la vas a presentar el domingo cuando te

busquemos? —dijo Betiana. —Bueno, pero todavía no sé si voy, ¿eh?

Mónica estacionó el auto frente al correo como todos los viernes. Retiró la correspondencia y decidió

caminar un poco por las calles mágicas de ese pueblo perdido.

Miró las farolas antiguas, los frentes de las casas cubiertos por una pátina grisácea y verde, las rejas

artísticas cargadas del misterio de otra época. Era como si el tiempo no hubiese pasado.

Desde alguna ventana abierta le llegaba el sonido de un piano, que fue apagándose mientras ella

caminaba, dejando sus huellas silenciosas sobre el camino de arena.

Entró en una callecita que descendía en suave pendiente. Algunos rayos de sol se filtraban a través del

techo que formaban las ramas de las acacias, al unirse en una glorieta natural y salvaje.

Continuó caminando, mientras acariciaba la carta de Ismael en su bolsillo, dilatando el gozoso

momento de leerla. Sin prisa se dirigió hacia el río.

Un par de canoas descascaradas se hamacaban con el viento sobre las aguas barrosas. Los sauces

remojaban sus ramas en la orilla y más allá del río, todo era un horizonte verde que se recortaba contra

el cielo, y se reflejaba sobre las Ondulaciones del agua, con matices y tonalidades diferentes.

Unos pasos a sus espaldas la sobresaltaron. Al darse vuelta se encontró con un hombre que intentaba

—infructuosamente— pasar

inadvertido.

Había algo en él que no le gustó. No podía precisar qué era, pero su aspecto de indiferencia estudiada,

simulando un interés en el paisaje, que no concordaba con su imagen, quedó flotando en la mente de

Mónica.

El viento comenzó a soplar más fuerte, levantando remolinos de arena. El instante de magia había

terminado.

5

El domingo se presentó nublado y frío. De a ratos lloviznaba. Mariana estaba lista desde hacía más de

media hora cuando vio que llegaban las chicas, cantando a los gritos.

—Desafinamos como loros —dijo Débora a modo de saludo. — ¿Qué piensan hacer? —les dijo

Mariana— El día está horrible. —Quedamos en encontrarnos con los chicos en la plaza —le contestó

Cris—. Pero no creo que podamos ir al río.

—Pero vamos igual, loco —las interrumpió Betiana—, ya tenemos todo preparado.

—Para variar no penses, ¿no? ¡Cómo vamos a ir con el frío que

hace! —le dijo Débora.

—Mariana, ¿y tu tía, la artesana? —le preguntó Beli.

—Ella no tiene horarios muy normales... Generalmente duerme hasta las tres de la tarde —le contestó

Mariana—. Me parece que la vas a tener que conocer otro día...

Ana se puso a regar las plantas, mientras escuchaba "Concierto para dos mandolinas'', de Vivaldi.

Se sentía sola y, como todas las veces en que Pablo salía, se preguntaba si la vida tenía algún sentido

para ella cuando su hijo no estaba.

Sus amigas compartían los fines de semana con su familia y ella con su soledad.

Se daba cuenta de que sería muy difícil que su corazón se despertara otra vez. Estaba amordazado,

bien cubierto y a salvo de cualquier experiencia que la hiriera.

Sin embargo, muchas veces pensaba en Sergio. Lo conocía desde hacía poco tiempo, pero había algo

en esa mirada tierna que la seducía. Él había ido varias veces a comprar plantas, en las dos últimas

semanas, o simplemente a conversar con ella, y se enfrascaban en interminables charlas.

Por eso se alegró cuando atendió el teléfono y escuchó su voz invitándola para que almorzaran juntos.

Se sorprendió cantando frente al espejo, mientras se arreglaba para el encuentro.

Mariana apenas había respondido un "Ya nos conocemos", cuando los presentaron, enfatizando el tono

duro de sus palabras con una mirada cargada de desprecio.

Pablo la miró con indiferencia y le dijo despacio a Loli:

—Es una forra, pero te juro que no voy a pasarle bola.

Gastón, estirado sobre un banco, propuso:

— Dale, decidan... Vamos a alguna parte que esto es un embole.

—Si quieren damos una vuelta en "La Rana" —dijo Pablo.

"La Rana" era una camioneta Ford A muy antigua. Había pertenecido al abuelo de Pablo, y Ana,

cansada de escuchar las súplicas ile su hijo, decidió regalársela para el último cumpleaños, previa

promesa de que conduciría con cuidado. Después de trabajar durante varias semanas la habían

transformado en una especie de auto deportivo, quitándole la capota, retapizándole el asiento,

fileteando las llantas, colocándole una bocina vieja que sonaba como el grito de un animal prehistórico

y lustrando a fuerza de puño, la capa de pintura verde oscuro que le dieron con soplete, y los herrajes

metálicos. Había quedado soberbia, pero le faltaba un toque de "personalidad". Así que decidieron

dejar las huellas de sus manos y sus pies, en un tono de verde más claro. Después de esto, y debido al

parecido con los batracios, por votación unánime, la bautizaron con el nombre de "La Rana".

—Sí, dale, que hace mucho que no paseamos en "La Rana" —dijo Beti.

—¿En esa catramina? —le preguntó Mariana mirándolo directamente a Pablo, con sonrisa burlona.

—Bueno, si no te gusta puedo buscar el Mercedes de Pa —le contestó él, aflautando la voz.

—¡No seas mala onda, nene! —gritó Débora. — La mala onda es ella, no yo. Bueno el que quiere

venir que suba y el que no...

—Dale, chicas, déjense de joder y vamos. Está feo para ir al río —dijo Nano—. Yo conozco un lugar

que está buenísimo. Es un rancho abandonado. Podemos acampar ahí que si llueve no pasa nada.

—¡Ya sé cual es! —gritó Betiana—. Es el que está en el camino real. Está rebueno, vamos.

A Mariana no le quedó otra cosa que subir a la "catramina". Tuvo que sentarse en la parte trasera,

sobre un almohadón descolorido, justo detrás de Pablo. De tanto en tanto sus ojos se encontraban en el

retrovisor enmohecido.

Mónica se despertó después del mediodía. Encendió el grabador y mientras Kítaro la arrullaba con su

música, estiró su cuerpo lentamente.

Dormía siempre con la ventana abierta para poder ver el cielo apenas se despertaba. Hoy estaba

amenazante. Abrió la carta de Ismael que esperaba desde el viernes en su bolsillo.

Terminó de leerla y sonrió. Lo extrañaba, pero no tenía ganas de volver.

Después de almorzar se puso a quemar unas vasijas de la nueva serie que había comenzado y sintió,

como siempre, que la magia del fuego se confabulaba con la tierra y el agua para darle vida a sus vasos,

pero el alma se la daba ella.

Eran más de las seis de la tarde cuando terminó y salió hacia la ciudad en su coche.

El camino real era un sendero tortuoso de arena que iba bordeando el río. Tenía profundas estrías que

le dejaba la lluvia y algunos iremos estaban tan poceados que por muy despacio que fueran, no pararon

de saltar en todo el trayecto.

Mariana se sujetaba como podía a las barandas de la camioneta y, cuando llegaron, se dio cuenta de

que su cabello estaba enmarañado y cubierto de arena.

—Estoy hecha un desastre —dijo al bajar—. ¡No podías ir un poco más despacio! ¿Sabes cómo me

golpeé en el piso de esa catramina?

Pablo tomó entre sus dedos la mejilla de Mariana y, acercando su rostro al de ella, puso la mejor de

sus sonrisas mientras la miraba a los ojos, diciéndole, como si le hablase a una nena chiquita:

—Pobrecita... Se le golpeó la colita... Por eso ahora es un poquito culo roto, la nena.

Mariana se puso roja de furia, pero, al mismo tiempo, al sentir la mano de Pablo en su piel y ver sus

ojos tan cerca, no pudo evitar una oleada de sentimientos confusos que no quiso tratar de aclararse.

—Déjala tranquila, loco —le dijo Betiana a Pablo.

Entraron al rancho y se pusieron a improvisar asientos con ladrillos huecos y los almohadones del auto.

Después abrieron una cerveza y los ánimos fueron calmándose.

Pablo había llevado la guitarra y —aunque no lo reconoció públicamente— Mariana se emocionó al

escuchar su voz entonada y profunda. Cantaba con los ojos cerrados y cuando los abría, su mirada

parecía regresar de un sueño. Las miraba a todas, menos a ella. Almorzaron adentro del rancho porque

la llovizna caía intermitente y soplaba un viento fuerte desde el río. Mariana tiritaba, sin abrigo, con

las ráfagas de aire frío que se colaban por las grietas de las paredes. La paja del techo estaba perforada

en varias partes, permitiendo que el viento y la llovizna también penetrasen por ahí. —Tenes frío —le

dijo Débora—. Chicos, ¿quién le presta una campera a Mariana?

Nano se quitó la remera, quedándose con el torso desnudo y se acercó para colocársela en la espalda.

—No —le dijo ella—. No te vas a quedar sin remera...

—Por vos soy capaz de cruzar el Aconcagua desnudo —le dijo

Nano.

Los chicos se largaron a reír y Mariana le agradeció con una de sus sonrisas de hoyuelos marcados,

que tanto seducían a Nano.

Pablo se levantó, se quitó la campera y se paró dirigiéndose hacia Mariana, pero después siguió un par

de pasos más adelante y le dijo a Cris, mientras le colocaba el abrigo sobre los hombros:

—Vos también estás temblando. Me parece que a esta casa le haría falla calefacción...

El grito de Mariana los asustó a todos.

—¡Saquen ese bicho monstruoso de mi pie! —gritaba.

Débora tomó con su mano al "bicho monstruoso", que no era otra cosa que una ranita verde minúscula,

casi transparente, y con enormes ojos saltones que le daban una apariencia muy cómica.

Todos se reían, pero Mariana estaba furiosa.

Después del almuerzo Sergio acompañó a Ana hasta su casa. Se sentó en una hamaca paraguaya y no

dejó de mirarla mientras ella servía el café.

Cuando Ana le alcanzó la taza, él se la quitó de las manos y la apoyó sobre una mesa. Después la tomó

por la cintura y la acercó despacio. Le rozó el cabello con los labios y cuando iba a besarla ella se

apartó.

—Se va enfriar el café —le dijo.

—¿Qué te pasa Ana?

—Que por ahora va a ser mejor que sigamos siendo solamente amigos.

—Por ahora...

Ella no contestó nada. Sonrió y se quedó con la mirada perdida, pensando.

La tarde pasó demasiado rápido, entre charlas y caminatas. Cuando Sergio se fue, anochecía.

Prepararon el mate, después de dos horas de cantar, de jugar a las cartas y contar chistes. Mariana se

sentía incapaz de soportar un minuto más. Le venían a la mente las imágenes de los encuentros con sus

amigos del sur, los paseos con el auto importado del padre de fede; las pistas de esquíes, donde se

encontraban con sus equipos fosforescentes; las tardes de nevadas en las confiterías del centro,

compartiendo fondue de chocolate, y no podía evitar el malestar que la invadía, mientras contemplaba

el río manso y barroso, desdibujado con la llovizna, a través de un agujero de la pared del rancho.

Cuando al fin decidieron regresar, y ya estaban subiendo a La Kana, Mariana resbaló en un charco y se

golpeó con el estribo de la camioneta. Al levantarse alcanzó a ver su ropa sucia y mojada y reaccionó

con furia ante las risas de Pablo. Primero tomó barro arenoso con sus dos manos y comenzó a tirárselo,

pero después, y al ver que él seguía riéndose, le quitó la guitarra y corrió hacia el río. Nano quiso

alcanzarla pero ya era tarde.

Pablo logró rescatar el instrumento, después de diez minutos de nado, porque la corriente era bastante

rápida y lo único que le dijo cuando salió del agua fue: "Pendeja boluda".

6

Cuando Mariana llegó a la quinta ya era de noche. Betiana le había prestado ropa seca que le quedaba

bastante ajustada y para aumentar la ingratitud de la tarde, había tenido que aceptar que Pablo la

trajera, porque le avergonzaba más confesar que no había llevado dinero para el colectivo y no se

sentía con ganas de caminar los dos kilómetros que separaban a Palma Sola de la casa de Betiana, que

estaba en las afueras del pueblo.

Nano era casi tan corpulento como Pablo, pero a diferencia de éste, tenía el cabello largo y rubio, hasta

casi la mitad de la espalda. También su piel, demasiado clara, contrastaba con la de su amigo. Sus

rasgos eran armoniosos y podía decirse que era lindo; pero Pablo, pese a que sus facciones eran

imperfectas, tenía una fuerza que cautivaba las miradas. Había a su alrededor como un halo de

misterio y su risa concordaba con una voz tan seductora, que era fácil entender por qué casi todas las

chicas estaban enamoradas de él.

Durante el trayecto Nano le hablaba a Mariana, tratando de seducirla, y le propuso pasar a buscarla el

lunes a la salida del colegio para ir a tomar algo. Incluso se rehusó a bajar en su casa antes de dejarla a

ella. Mientras Nano hablaba, Mariana miraba de reojo a Pablo y le parecía que se ponía molesto con

las invitaciones del amigo. Siguiendo un impulso aceptó que Nano pasara por ella el lunes y le dio un

beso en la mejilla al bajar, mientras a Pablo apenas le dejó un saludo entre dientes y no alcanzó a

escuchar si tuvo respuesta, debido al ruido del acelerador.

Ahora, al leer la nota que estaba pegada en la puerta, terminó de sentir que no era un buen día. El

mensaje de Mónica decía que se había ido a buscar los papeles al departamento de la abuela, que si se

le hacía demasiado tarde, dormiría en la ciudad, y que ella podía quedarse en la quinta, si así lo

deseaba.

La idea de pasar toda la noche sola en esa casa enorme, en medio del campo, la aterraba, así que no

tuvo que meditar demasiado la decisión.

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