Cómo ganar amigos e influir sobre las personas parte 04

SEIS MANERAS DE AGRADAR A LOS DEMÁS

HAGA ESTO Y SERÁ BIENVENIDO EN TODAS PARTES

  ¿Por qué hay que leer este libro para saber cómo ganar amigos? ¿Por qué no estudiar la técnica del más grande conquistador de amigos que ha conocido jamás el mundo? ¿Quién es? Tal vez lo encuentre usted mañana por la calle. Cuando esté a cinco metros de él le verá agitar la cola. Si se detiene usted a acariciarlo, saltará como enloquecido para mostrarle lo mucho que lo quiere. Y usted sabe que detrás de esa muestra de afecto no hay motivos ulteriores: no quiere venderle un terreno, ni una póliza de seguro, ni quiere casarse con usted.
Se ha detenido usted alguna vez a pensar que el perro es el único animal que no tiene que trabajar para ganarse el sustento? La gallina tiene que poner huevos: la vaca dar leche y el canario cantar. Pero el perro se gana la vida sólo con demostrar su cariño por el dueño. Cuando yo tenía cinco años, mi padre compró un cachorrito de pelo amarillo por cincuenta centavos. Fue la alegría y la luz de mi niñez.

  Todas las tardes a las cuatro y media se sentaba frente a mi casa, mirando fijamente al camino con sus hermosos ojos, y tan pronto como oía mi voz o me veía venir agitando mi lata de comida entre los árboles, salía disparando como una bala, corría sin aliento colina arriba para recibirme con brincos de júbilo y ladridos de puro éxtasis.

  Tippy fue mi constante compañero durante cinco años. Por fin, una noche trágica -jamás la olvidaré-, murió a tres metros de mi cabeza, murió alcanzado por un rayo. La muerte de Tippy fue la tragedia de mi niñez.

  Tippy nunca leyó un libro de psicología. No lo necesitaba. Sabía, por algún instinto divino, que usted puede ganar más amigos en dos meses interesándose de verdad en los demás, que los que se pueden ganar en dos años cuando se trata de interesar a los demás en uno mismo. Permítaseme repetir la idea. Se pueden ganar más amigos en dos meses si se interesa uno en los demás, que los que se ganarían en dos años si se hace que los demás se interesen por uno.

  Pero usted y yo conocemos personas que van a los tumbos por la vida porque tratan de forzar a los demás a que se interesen por ellas.

  Es claro que eso no rinde resultado. Los demás no se interesan en usted. No se interesan en mí. Se interesan en sí mismas, mañana, tarde y noche
La Compañía Telefónica de Nueva York realizó un detallado estudio de las conversaciones por teléfono y comprobó cuál es la palabra que se usa con mayor frecuencia en ellas. Sí, ya ha adivinado usted: es el pronombre personal «yo». Fue empleado 3.990 veces en quinientas conversaciones telefónicas. Yo. Yo.

  Yo. Yo. Yo.

  Cuando usted mira la fotografía de un grupo en que está usted, ¿a quién mira primero? Si nos limitamos a tratar de impresionar a la gente y de hacer que se interese por nosotros, no tendremos jamás amigos verdaderos, sinceros. Los amigos, los amigos leales, no se logran de esa manera.

  Napoleón lo intentó, y en su último encuentro con Josefina dijo: «Josefina, he tenido tanta fortuna como cualquiera en este mundo; y sin embargo, en esta hora, eres tú la única persona de la tierra en quien puedo confiar». Y los historiadores dudan que pudiera confiar aun en ella.

  Alfred Adler, el famoso psicólogo vienés, escribió un libro titulado: Qué debe significar la vida para usted. En ese libro dice así: «El individuo que no se interesa por sus semejantes es quien tiene las mayores dificultades en la vida y causa las mayores heridas a los demás. De esos individuos surgen todos los fracasos humanos».

  Es posible leer veintenas de eruditos tomos sobre psicología sin llegar a una declaración más significativa, para usted o para mí. No me agradan las repeticiones, pero esta afirmación de Adler está tan rica de significado que voy a repetirla en bastardilla:

  El individuo que no se interesa por sus semejantes es quien tiene las mayores dificultades en la vida y causa las mayores heridas a los demás. De esos individuos surgen todos los fracasos humanos.

  Yo seguí cierta vez en la Universidad de Nueva York un curso sobre redacción de cuentos cortos, y durante ese curso el director de una importante revista habló ante nuestra clase. Dijo que era capaz de tomar cualquiera de la
docenas de cuentos que cruzaban por su escritorio todos los días y, después de leer unos párrafos, decir si su autor gustaba o no de la gente. «Si el autor gusta de la gente —añadió—, la gente gustará de sus cuentos.»

  Este director, acostumbrado a tratar con la vida, se detuvo dos veces en el curso de su conferencia sobre la forma de escribir, y pidió excusas por predicarnos un sermón. «Les estoy diciendo —expresó— las mismas cosas que diría un predicador. Pero recuerden que deben tener interés por la gente si quieren atraer interés como cuentistas.»

  Si así ocurre con los cuentistas, puede tenerse la seguridad de que lo mismo es triplemente cierto en cuanto a las relaciones con la gente.

  Yo pasé una noche en el camarín de Howard Thurston la última vez que se presentó en Broadway: Thurston, el decano de los magos; Thurston, el rey de la prestidigitación. Durante cuarenta años viajó por el mundo entero una y otra vez, creando ilusiones, engañando con sus tretas al público, y haciendo que la gente quedara boquiabierta de asombro. Más de sesenta millones de personas pagaron entrada por verlo actuar, y así consiguió ganar casi dos millones de dólares.

  En esa ocasión pedí al Sr. Thurston que me confiara el secreto de sus triunfos. Su instrucción no tenía nada que ver con ellos, porque huyó de su casa siendo niño, fue vagabundo por los caminos, viajó en trenes de carga, durmió en pajares, pidió comida de puerta en puerta, y aprendió a leer gracias a los carteles que desde un vagón de carga veía junto al ferrocarril.

  ¿Tenía extraordinarios conocimientos como prestidigitador? No: me dijo que se han escrito centenares de libros sobre pruebas de magia, y que muchísimas personas saben tanto como él. Pero Thurston tenía dos cosas de que carecían los demás. Primero, la capacidad necesaria para que su personalidad llegara al otro lado de las candilejas. Conocía la naturaleza humana. Todo lo que hacía, cada gesto, cada entonación de la voz, cada elevación de una ce
ja había sido cuidadosamente ensayado con anterioridad, y sus actos respondían a una perfecta noción del tiempo. Pero, además, Thurston tenía verdadero interés por el público. Me refirió que muchos prestidigitadores miraban al público y decían para sus adentros: «Bien, ya tenemos otro montón de tontos: qué bien los engañaré». Pero el método de Thurston era del todo diferente. Confesóme que cada vez que entraba al escenario se decía: «Estoy agradecido a toda esta gente que ha venido a verme. Son ellos quienes me permiten ganarme la vida en forma tan agradable. Por ellos haré esta noche todo lo mejor que pueda».

  Declaró que jamás se acercaba a las candilejas sin decirse primero, una vez tras otra: «Adoro a mi público. Adoro a mi público». ¿Ridículo? ¿Absurdo? Tiene usted derecho a pensar lo que quiera. Yo no hago más que repetir, sin comentarios, una receta utilizada por uno de los magos más famosos de todos los tiempos.

  George Dyke, de North Warren, Pennsylvania, se vio obligado a retirarse de su negocio de estación de servicio, después de trabajar en él durante treinta años, cuando se construyó una nueva autopista por el sitio que ocupaba su establecimiento. Al poco tiempo, los días ociosos de un jubilado empezaron a aburrirlo, por lo que trató de ocupar el tiempo tocando en su viejo violín. Pronto empezó a viajar por toda su área, asistiendo a conciertos y visitando a consumados violinistas. En su estilo humilde y amistoso, se interesó por conocer el pasado y las ideas de todos los músicos que conocía. Aunque él mismo no era un gran violinista, hizo muchos amigos en el mundo de la música. Asistió a toda clase de eventos musicales, y los aficionados a la música country de todo el este de los Estados Unidos llegaron a conocerlo como «el Tío George, el Rascador de Violín del Condado Kinzua». Cuando conocimos al Tío George, tenía 72 años y disfrutaba de cada minuto de su vida. Gracias a su interés en otras personas, logró crearse una nueva vida en un momento en que la mayoría de la gente considera terminados sus años productivos.
Ese mismo era uno de los secretos de la asombrosa popularidad de Theodore Roosevelt. Hasta sus sirvientes lo adoraban. Su valet James E. Amos, escribió acerca de él un libro titulado Theodore Roosevelt, héroe de su valet. En ese libro narra Amos este ilustrativo incidente:

 
    Mi mujer preguntó una vez al presidente qué era una codorniz. Jamás había visto una, y el presidente se la describió detalladamente. Algún tiempo después sonó el teléfono de nuestra casita. (Amos y su esposa vivían en una casita alejada del edificio principal, en la finca que Roosevelt tenía en Oyster Bay.) Mi mujer respondió al llamado. Era el Sr. Roosevelt. Dijo que había llamado para decirle que frente a la ventana había una codorniz, y que si mi mujer se asomaba podría verla. Estas cositas eran características de él. Cada vez que pasaba frente a nuestra casita, aunque no nos viera, le oíamos llamar: «iUhú, Annie!» o «iUhú, James!»
 

  ¿Cómo es posible que los empleados no gustaran de un hombre así? ¿Cómo podría dejar de gustar a nadie? Roosevelt fue a la Casa Blanca un día en que su sucesor, el presidente Taft y su esposa no estaban. Su auténtica simpatía por la gente humilde quedó demostrada por el hecho de que saludó uno por uno a todos los sirvientes de la Casa Blanca, hasta los peones de la cocina. «Cuando vio a Alice, ayudante de cocina —escribe Archie Butt—, le preguntó si todavía hacía pan de maíz. Alice le respondió que a veces lo hacía para el personal de servicio, pero que nadie lo comía entre los amos. »—Muestran muy mal gusto —repuso Roosevelt—, y ya se lo diré al presidente cuando lo vea.
Alice le llevó un trozo de pan de maíz, y Roosevelt fue hasta el despacho principal comiendo y saludando a jardineros y criados al pasar

  Hablaba con cada uno como lo había hecho en el pasado. lke Hoover, que había sido ujier en la Casa Blanca durante cuarenta años, me dijo con los ojos llenos de lágrimas:

  «—Es el único día feliz que hemos tenido en casi dos años, y ninguno de nosotros lo cambiaría por un billete de cien dólares.»

  El mismo interés por la gente al parecer sin importancia, ayudó al representante de ventas Edward M. Sykes, hijo, de Chatham, Nueva jersey, a conservar una cuenta.

  —Hace muchos años —nos dijo—, visité a clientes de la empresa Johnson y Johnson en el área de Massachusetts. Una cuenta era la de una farmacia en Hinghain. Cada vez que iba a este negocio, siempre hablaba con el empleado de refrescos y el del mostrador unos minutos, antes de hablar con el dueño para recibir la orden. Un día el dueño me dijo que no tenía interés en comprar productos de Johnson y Johnson porque consideraba que esta firma estaba concentrando sus actividades en los supermercados, en detrimento de las farmacias chicas como la suya. Salí muy decaído y di vueltas por el pueblo varias horas. Al fin decidí volver a la farmacia y tratar de explicarle nuestra posición al dueño.

  Cuando volví a entrar, como siempre saludé a los empleados. Al verme el dueño, me sonrió y me dio la bienvenida. Me dio una orden de compras que superaba las suyas habituales. Lo miré, sorprendido, y le pregunté qué había sucedido para hacerle cambiar de opinión, desde mi visita anterior apenas unas horas antes. Me señaló al muchacho que atendía el mostrador de refrescos y dijo que cuando yo había salido antes, este joven había venido a decirle que yo era uno de los pocos vendedores que venían a la farmacia que se molestaba en saludarlo, a él y
a los otros empleados. Le dijo al dueño que si había un vendedor que se merecía hacer buenos negocios, era yo. El dueño estuvo de acuerdo, y siguió siendo un buen cliente. Nunca olvidé que un genuino interés en la otra persona es la cualidad más importante que pueda tener un vendedor, o, en realidad, cualquier persona.

  Por experiencia personal he descubierto que se puede lograr la atención y la cooperación hasta de las personas más ocupadas de los Estados Unidos, si uno se interesa debidamente en ellas. Un ejemplo:

  Hace años yo dirigía un curso de literatura en el Instituto de Artes y Ciencias de Brooklyn, y quisimos que escritores tan importantes y ocupados como Kathleen Norris, Fanny Hurst, Ida Tarbell, Albert Payson, Terhune y Rupert Hughes fueran al Instituto y nos hicieran conocer sus experiencias. Les escribimos, pues, diciendo que admirábamos sus obras y que nos interesaba profundamente obtener sus consejos y conocer los secretos de sus triunfos.

  Cada una de estas cartas estaba firmada por unos ciento cincuenta estudiantes. Decíamos comprender que los destinatarios estaban ocupados, demasiado ocupados para preparar una conferencia. Por ese motivo acompañábamos una lista de preguntas para que las respondieran con referencias acerca de ellos y de sus métodos de trabajo. A todos les gustó la carta. Aquellos escritores famosos dejaron sus tareas y fueron hasta Brooklyn a ayudarnos.

  Con el mismo método persuadí a Leslie M. Shaw, secretario del Tesoro en el gabinete de Theodore Roosevelt, a George W. Wickersham, procurador general en el gabinete de Taft, a William Jennings Bryan, a Franklin D. Roosevelt y a muchos otros hombres prominentes de que acudieran a hablar ante los estudiantes de uno de mis cursos de oratoria.

  Todos nosotros, seamos obreros en una fábrica, empleados en una oficina, o incluso reyes, gustamos de la gente que nos admira. Recordemos al Káiser Guillermo II, por ejemplo. Al terminar la guerra mundial era quizás el hom
bre más universal y brutalmente despreciado de la Tierra. Hasta su misma nación se volvió contra él cuando huyó a Holanda para salvar la cabeza. Era tan intenso el odio contra él, que millones de personas habrían querido despedazarlo o quemarlo en la hoguera. En medio de esta furia general, un niño escribió al Káiser una carta sencilla y sincera, que mostraba gran bondad y admiración.

  Este niño decía que, cualquiera fuese la idea de los demás, él siempre amaría a su Emperador Guillermo.

  El Káiser se sintió conmovido e invitó al niño a que fuera a visitarlo. Así lo hizo el pequeño, acompañado de su madre, y con ella contrajo enlace el Káiser. Aquel niño no necesitaba leer un libro como éste. Ya sabía instintivamente cómo hacerlo.

  Si queremos obtener amigos, dediquémonos a hacer cosas para los demás, cosas que requieren tiempo, energía, altruismo. Cuando el Duque de Windsor era Príncipe de Gales tuvo que hacer una gira por la América del Sur, y antes de emprenderla pasó varios meses estudiando español, para poder hablar en el idioma de los países que visitaba; y los habitantes de América del Sur lo tuvieron en gran estima por eso.

  Durante años me he preocupado por conocer los cumpleaños de mis amigos. ¿Cómo? Aunque no tengo el menor asomo de fe en la astrología., empiezo por preguntar a un amigo si cree que la fecha de nacimiento tiene algo que ver con el carácter y la disposición de cada uno. Luego le pido que me diga el día y el mes de su nacimiento. Si me dice 24 de noviembre, por ejemplo, no hago más que repetir para mis adentros «24 de noviembre, 24 de noviembre». En cuanto mi amigo vuelve la espalda escribo su nombre y su cumpleaños, y después, en casa, paso el dato a un libro especial. Al comienzo de cada año escribo estas fechas y nombres en las hojas de mi calendario, de modo que les presto atención automáticamente. Cuando llega el día, envío una carta o telegrama. ¡Qué buena impresión causa! A veces soy la única persona del mundo que ha recordado un cumpleaños de esos.
Si queremos hacer amigos, saludemos a los demás con animación y entusiasmo. Cuando llama alguien por teléfono, empleemos la misma psicología. Digamos: «Hola» con un tono que revele cuán complacidos estamos por escuchar a quien llama. Muchas compañías dan instrucciones a sus operadores telefónicos de saludar a todos los llamados en un tono de voz que irradie interés y entusiasmo. El que llama siente así que la compañía se interesa en él. Recordémoslo cuando respondamos mañana al teléfono.

  Mostrar un interés genuino en los demás no sólo le reportará amigos, sino que también puede crear lealtad a la compañía por parte de los clientes.

  En un núrnero de la publicación del National Bank of North América de Nueva York se publicó la siguiente carta de Madeline Rosedale, una depositante[2]:

  Quiero que sepan cuánto aprecio a su personal. Todos son tan corteses, tan amables y serviciales. Es un placer que, después de hacer una larga cola, el cajero la salude a una con una sonrisa.

  «El año pasado mi madre estuvo hospitalizada durante cinco meses. Cada vez que visité el banco, Marie Petrucello, una cajera, se interesó por la salud de mi madre, y se alegró de su recuperación.»

  ¿Puede haber alguna duda de que la señora Rosedale seguirá usando los servicios de este banco? Charles R. Walters, empleado en uno de los grandes bancos de Nueva York, fue encargado de preparar un informe confidencial sobre cierta empresa. Sólo sabía de un hombre dueño de los hechos que necesitaba con tanta urgencia. El Sr. Walters fue a ver a ese hombre, presidente de una gran empresa industrial. Cuando el Sr. Walters era acompañado al despacho del presidente, una secretaria asomó la cabeza por una puerta y dijo al presidente que no podía darle ese día ningún sello de correos.

  —Colecciono estampillas para mi hijo, que tiene doce años —explicó el presidente al Sr. Walters
El Sr. Walters expuso su misión y comenzó a hacer preguntas. El presidente se mostró vago, general, nebuloso. No quería hablar, y aparentemente nada podía persuadirle de que hablara. La entrevista fue muy breve e inútil.

  Francamente, no sabía qué hacer —dijo la Sra. Walters al relatar este episodio ante nuestra clase—. Pero entonces recordé a la secretaria, las estampillas, y el hijo… Y también recordé que el departamento extranjero de nuestro banco coleccionaba estampillas llegadas con las cartas que se reciben de todos los países del mundo.

  A la tarde siguiente visité a este hombre y le hice decir que llevaba algunas estampillas para su hijo.

  ¿Me recibió con entusiasmo? Pues, señor, no me habría estrechado la mano con más fruición si hubiese sido candidato a legislador. Era todo sonrisas y buena voluntad.

  —A mi George le encantará ésta —decía mientras examinaba las estampillas—. ¡Y mire ésta! Esta es un tesoro.

  Pasamos media hora hablando de estampillas y mirando retratos de su hijo, y después dedicó más de una hora de su valioso tiempo a darme todos los informes que yo quería, y sin que tuviese yo que pedírselo siquiera. Me confió todo lo que sabía, y después llamó a sus empleados y los interrogó en mi presencia. Telefoneó a algunos de sus socios. Me abrumó con hechos, cifras, informes y correspondencia.

  Como dirían los periodistas, tenía yo una primicia.

  Veamos otro ejemplo:

  C. M. Knaphle, Jr., de Filadelfia, había tratado durante años de vender combustible a una gran cadena de tiendas. Pero la compañía seguía comprando el combustible a un comerciante lejano, y lo hacía pasar, en tránsito, frente a la oficina del Sr. Knaphle. Este pronunció una noche ante una de mis clases un discurso en el que volcó toda su ira contra las cadenas de tiendas, a las que calificó de maldición del país. Y todavía se preguntaba por qué no podía vender su carbón.
Le sugerí que intentara otra táctica. En resumen, lo que sucedió fue esto. Organizamos entre los miembros del curso un debate sobre: «Está decidido que la propagación de las cadenas de tiendas hace al país más mal que bien».

  Por indicación mía, Knaphle asumió el bando negativo: convino en defender a las cadenas de tiendas, y fue a ver derechamente a un director de la misma organización que él despreciara.

  —No he venido —le dijo— a tratar de venderle combustible. He venido a pedirle un favor. — Le informó luego sobre el debate y agregó: —He venido a pedirle ayuda porque no conozco otra persona que sea tan capaz de hacerme conocer los hechos que quiero. Deseo ganar este debate, y le agradeceré sobremanera que me ayude.

  Oigamos el resto del episodio en las propias palabras del Sr. Knaphle:

  Había pedido a este hombre exactamente un minuto de tiempo. Con esa condición consintió en verme.

  Después de exponer yo mi situación, me invitó a sentarme y me habló durante una hora y cuarenta y siete minutos. Llamó a otro director que había escrito un libro sobre el tema. Escribió a la Asociación Nacional de Cadenas de Tiendas y me consiguió un ejemplar de un folleto. Este hombre entiende que las cadenas de tiendas prestan un verdadero servicio a la humanidad. Está orgulloso de lo que hace en centenares de comunidades. Le brillaban los ojos al hablar; y he de confesar que me abrió los ojos sobre cosas que yo jamas había soñado. Cambió toda mi actitud mental.

  Cuando me marchaba, fue conmigo hasta la puerta, me puso un brazo alrededor de los hombros, me deseó felicidad en el debate, y me pidió que fuera a verlo otra vez para hacerle saber cómo me había ido. Las últimas palabras que me dirigió fueron:

  —Haga el favor de verme dentro de unos días. Me gustaría hacerle un pedido de combustible.

  Para mí, aquello era casi un milagro. Ofrecía comprarme el combustible sin haberlo mencionado yo siquiera
«Conseguí más en dos horas, interesándome honradamente en él y en sus problemas, que en muchos años de bregar por que se interesara en mí y en mi producto.»

  No ha descubierto usted, Sr. Knaphle, una verdad nueva, porque hace mucho tiempo, cien años antes de que naciera jesucristo, un famoso poeta romano, Publilio Syro, señaló: «Nos interesan los demás cuando se interesan por nosotros».

  El interés, lo mismo que todo lo demás en las relaciones humanas, debe ser sincero. Debe dar dividendos no sólo a la persona que muestra el interés, sino también a la que recibe la atención. Es una vía de dos manos: las dos partes se benefician.

  Martin Ginsberg, que siguió nuestro curso en Long Island, Nueva York, nos contó cómo el interés especial que había tomado una enfermera en él había afectado profundamente su vida.

  Era el Día de Acción de Gracias, y yo tenía diez años. Estaba en una sala de beneficencia de un hospital, y al día siguiente se me haría una importante operación de ortopedia. Sabía que lo único que me esperaba eran meses de confinamiento, convalecencia y dolor. Mi padre había muerto; mi madre y yo vivíamos solos en un pequeño departamento y dependíamos de la asistencia social. Mi madre no podía visitarme ese día porque no era día de visitas en el hospital.

  A medida que transcurría el día, me abrumaba cada vez más el sentimiento de soledad, desesperación y miedo. Sabía que mi madre estaba sola en casa preocupándose por mí, sin compañía alguna, sin nadie con quien cenar y sin el dinero siquiera para permitirse una cena de Día de Acción de Gracias.

  Me subían las lágrimas, y terminé metiendo la cabeza bajo la almohada y tapándome todo con las frazadas.

  Lloré en silencio, pero con tanta amargura que me dolía el cuerpo entero.
Una joven estudiante de enfermería oyó mis sollozos y vino hacia mi cama. Me hizo asomar la cabeza y comenzó a secarme las lágrimas. Me contó lo sola que estaba, pues debía trabajar todo el día y no podía pasarlo con su familia. Me preguntó si quería cenar con ella. Trajo dos bandejas de comida: pavo, puré de papas, salsa de fresas y helado de crema de postre. Me habló y trató de calmar mis temores. Aun cuando su hora de salida eran las cuatro de la tarde, se quedó conmigo hasta casi las once de la noche. jugó a varios juegos conmigo, y no se marchó hasta que me quedé dormido.

  «Desde entonces, han pasado muchos días de Acción de Gracias, pero nunca paso uno sin recordar aquél, y mis sentimientos de frustración, miedo, soledad y la calidez y ternura de la desconocida que me lo hizo soportable.»

  Si usted quiere gustar a los otros, si quiere tener amigos de verdad, si quiere ayudar a los otros, al mismo tiempo que se ayuda a usted mismo, no olvide esto:

  REGLA 1

  Interésese sinceramente por los demás
UNA MANERA SENCILLA DE CAUSAR UNA BUENA PRIMERA IMPRESIÓN

  En una comida en Nueva York, uno de los invitados, una mujer que acababa de heredar dinero, ansiaba causar una impresión agradable en todos. Había despilfarrado una fortuna en pieles, diamantes y perlas. Pero no había hecho nada con la cara. Irradiaba acidez y egoísmo. No había comprendido esta mujer lo que sabe todo el mundo: que la expresión de un rostro es mas importante, mucho más, que la ropa que nos ponemos.
Charles Schwab me dijo que su sonrisa le ha valido un millón de dólares. Y es probable que haya pecado por defecto más que por exceso en ese cálculo. Porque la personalidad de Schwab, su encanto, su capacidad para gustar a los demás fueron casi la única causa de su extraordinario éxito; y uno de los factores más deliciosos de su personalidad es su cautivadora sonrisa.

  Las acciones dicen más que las palabras, y una sonrisa expresa: «Me gusta usted. Me causa felicidad. Me alegro tanto de verlo».

  Por eso es que los perros tienen tantos amigos. Se alegran tanto cuando nos ven, que brincan como locos. Y nosotros, naturalmente, nos alegramos de verlos.

  La sonrisa de un bebé tiene el mismo efecto.

  ¿Ha estado usted alguna vez en la sala de espera de un médico, y ha visto a su alrededor las caras sombrías de la gente impaciente por entrar al consultorio? El Dr. Stephen K. Sproul, veterinario de Raytown, Missouri, nos contó de un típico día de primavera, con su sala de espera llena de clientes que esperaban para hacer vacunar a sus animalitos mascota. Nadie hablaba con nadie, y probablemente estaban pensando en una docena de cosas que preferirían estar haciendo antes que «perder tiempo» en ese consultorio. Nos contó lo siguiente en una de nuestras clases: «Había seis o siete clientes esperando cuando entró una joven con una criatura de nueve meses y su gatito. La suerte quiso que se sentara justo al lado del caballero que más malhumorado parecía por lo prolongado de la espera. El niñito lo miró con esa gran sonrisa tan característica de las criaturas. ¿Qué hizo el caballero? Lo que habríamos hecho ustedes o yo, por supuesto: le sonrió a su vez al niñito. No tardó en iniciar una conversación con la mujer, sobre el niño, y sobre los nietos de él, y todos los demás pacientes se unieron a la conversación, y el aburrimiento y la tensión se convirtieron en una experiencia agradable
¿Una sonrisa poco sincera? No. A nadie engañaremos. Sabemos que es una cosa mecánica y nos causa enojo. Hablo de una verdadera sonrisa, que alegre el corazón, que venga de adentro, que valga buen precio en el mercado.

  El profesor James V. McConnel, psicólogo de la Universidad de Michigan, expresó sus sentimientos sobre una sonrisa:

  —La gente que sonríe —dijo— tiende a trabajar, enseñar y vender con más eficacia, y a criar hijos más felices.

  En una sonrisa hay mucha más información que en un gesto adusto. Es por eso que en la enseñanza es mucho más eficaz el estímulo que el castigo.

  El jefe de personal de una gran tienda de Nueva York me confiaba que prefería emplear a una vendedora sin instrucción, siempre que poseyera una hermosa sonrisa, que a un doctor en filosofía con cara de pocos amigos.

  El efecto de una sonrisa es poderos\1\2 aún cuando no se la ve. Las compañías de teléfono de los EE.UU. tienen un programa llamado «poder telefónico» que se le ofrece a compañías que usan el teléfono para vender sus servicios o productos. En este programa sugieren que uno sonría cuando habla por teléfono. Su «sonrisa» es transmitida, por la voz, al interlocutor.

  Robert Cryer, gerente del departamento de computación de una compañía de Cincinnati, Ohio, contó cómo había logrado conseguir la persona justa para un puesto difícil:

  —Trataba desesperadamente de encontrar un licenciado en Computación para mi departamento. Al fin localicé a un joven con los antecedentes ideales, que estaba a punto de graduarse en la Universidad de Purdue. Después de varias conversaciones telefónicas me enteré de que tenía diversas ofertas de otras compañías, muchas de ellas más grandes y más conocidas que la mía. Me encantó oír que había aceptado mi oferta. Cuando ya estaba trabajando
le pregunté por qué nos había preferido a los otros. Quedó un momento en silencio, y después me dijo: «Creo que fue porque los ejecutivos de las otras compañías hablaban por teléfono de un modo frío, que me hacía sentir como si yo fuera una transacción comercial más para ellos. Su voz en cambio sonaba como si usted se alegrara de oírme… como si realmente quisiera que yo fuera parte de su organización». Puedo asegurarles que hasta el día de hoy sigo respondiendo al teléfono con una sonrisa.

  El presidente del directorio de una de las mayores industrias del caucho de los Estados Unidos me dijo que, según sus observaciones, rara vez triunfa una persona en cualquier cosa a menos que le divierta hacerla. Este jefe industrial no tiene mucha fe en el viejo adagio de que solamente el trabajo nos da la llave para la puerta de nuestros deseos. «He conocido personas —agregó— que triunfaron porque disfrutaron efectuando sus trabajos.

  Después vi a las mismas personas cuando se dedicaban a lo mismo como a una tarea. Se aburrían. Perdieron así todo interés en la tarea y fracasaron.»

  Tiene usted que disfrutar cuando se encuentra con la gente, si espera que los demás lo pasen bien cuando se encuentran con usted.

  He pedido a miles de gente de negocios que sonrían a toda hora del día, durante una semana, y que vuelvan después a informar a la clase sobre los resultados obtenidos. Veamos cómo ha resultado esto… Aquí tenemos una carta de William B. Steinhardt, miembro de la bolsa de valores de Nueva York. No es un caso aislado. Por cierto que es típico de centenares de otros casos.
Hace dieciocho años que me casé —escribe el Sr; Steinhardt— y en todo ese lapso pocas veces he sonreído a mi mujer, o le he dicho dos docenas de palabras desde el momento de levantarme hasta la hora de ir a trabajar. Yo era uno de los hombres más antipáticos que jamás ha habido en la ciudad.

    Desde que me pidió usted que diera un informe oral a la clase sobre mi experiencia con la sonrisa, pensé que debía hacer la prueba durante una semana. A la mañana siguiente, cuando me peinaba, me miré el seco semblante en el espejo y me dije: hoy vas a quitarte el ceño de esa cara de vinagre. Vas a sonreír. Y ahora mismo vas a empezar. Así me dije, y cuando me senté a tomar el desayuno saludé a mi esposa con un `Buen día, querida', y una sonrisa.

    Ya me advirtió usted que seguramente mi mujer se sorprendería. Bien. Eso fue poco. Quedó atónita. Le dije que en el futuro mi sonrisa iba a ser de todos los días, y ya hace dos meses que la mantengo todas las mañanas.

    Este cambio de actitud en mí ha producido en nuestro hogar más felicidad en estos dos meses que durante todo el año anterior.

    Ahora, al ir a mi oficina, saludo al ascensorista de la casa de departamentos en que vivo con un `Buen día' y una sonrisa. Saludo al portero con una sonrisa. Saludo al cajero del subterráneo cuando le pido cambio. Y en el recinto de la Bolsa sonrío a muchos hombres que jamás me habían visto sonreír.

    Bien pronto advertí que todos me respondían con sonrisas. A quienes llegan a mí con quejas o protestas atiendo con buen talante. Sonrío mientras los escucho, y compruebo que es mucho más fácil arreglar las cosas. He llegado a la conclusión de que las sonrisas me producen dinero, mucho dinero por día.
Comparto una oficina con otro corredor de bolsa. Uno de sus empleados es un joven muy simpático, y tan encantado estaba yo de los resultados que iba obteniendo, que hace poco le referí mi nueva filosofía para las relaciones humanas. Entonces me confesó que cuando empecé a ir a la oficina me creyó un antipático, y sólo últimamente cambió de idea. Agregó que yo era humano solamente cuando sonreía.

    También he eliminado las críticas de mi sistema. Expreso apreciación y elogio ahora, en lugar de censurar.

    He dejado de hablar de lo que yo quiero. Trato de ver el punto de vista de los demás. Y estas cosas han revolucionado del todo mi vida. Soy un hombre diferente, más feliz, más rico, más rico en amistades y en felicidad, las únicas cosas que importan, al fin y al cabo.»
 

  ¿No tiene usted ganas de sonreír? Bien, ¿qué hacer? Dos cosas. Primero, esforzarse en sonreír. Si está solo, silbe o tararee o cante. Proceda como si fuera feliz y eso contribuirá a hacerlo feliz.

  Veamos la forma en que lo dijo el extinto profesor William James:

 
    La acción parece seguir al sentimiento, pero en realidad la acción y el sentimiento van juntos; y si se regula la acción, que está bajo el control más directo de la voluntad, podemos regular el sentimiento, que no lo está.

    «De tal manera, el camino voluntario y soberano hacia la alegría, si perdemos la alegría, consiste en proceder con alegría, actuar y hablar con alegría, como si esa alegría estuviera ya con nosotros…
Todo el mundo busca la felicidad, Y hay un medio seguro para encontrarla. Consiste en controlar nuestros pensamientos. La felicidad no depende de condiciones externas, depende de condiciones internas.

  No es lo que tenemos o lo que somos o donde estamos o lo que realizamos, nada de eso, lo que nos hace felices o desgraciados. Es lo que pensamos acerca de todo ello. Por ejemplo, dos personas pueden estar en el mismo sitio, haciendo lo mismo; ambas pueden tener sumas iguales de dinero y de prestigio, y sin embargo una es feliz y la otra no. ¿Por qué? Por una diferente actitud mental. He visto tantos semblantes felices entre los campesinos que trabajan y sudan con sus herramientas primitivas bajo el calor agobiante de los trópicos como los he visto en las oficinas con aire acondicionado en Nueva York, Chicago, Los Ángeles y otras ciudades. «Nada es bueno o malo —dijo Shakespeare—, sino que el pensamiento es lo que hace que las cosas sean buenas o malas.”

  Abraham Lincoln señaló una vez que «casi todas las personas son tan felices como se deciden a serlo». Tenía razón. Hace poco conocí un notable ejemplo de esa verdad. Subía las escaleras de la estación de Long Island, en Nueva York. Frente a mí, treinta o cuarenta niños inválidos, con bastones y muletas, salvaban trabajosamente los escalones. Uno de ellos tenía que ser llevado en brazos. Me asombró la alegría y las risas de todos ellos, y hablé al respecto con uno de los hombres a cargo de los niños. «Ah, sí —me dijo—. Cuando un niño comprende que va a ser inválido toda la vida, queda asombrado al principio; pero, después de transcurrido ese asombro, se resigna generalmente a su destino y llega a ser más feliz que los niños normales.»

  Sentí deseos de quitarme el sombrero ante aquellos niños. Me enseñaron una lección que espero no olvidar. Trabajar solo en un cuarto cerrado no sólo lo hace sentir a uno solitario, sino que no da oportunidad de hacer amistades entre los demás empleados de la compañía. La señora María González, de Guadalajara, México, tenía un trabajo así. Envidiaba la camaradería de las demás empleadas cada vez que oía sus charlas y risas. Durante sus prim
ras semanas en el trabajo, cuando las cruzaba en los pasillos, miraba tímidamente en otra dirección. Al cabo de unas semanas, se dijo a sí misma: «María, no debes esperar que esas mujeres vengan a ti. Tienes que ir tú hacia ellas». Cuando volvió a salir al pasillo para tomar un vaso de agua, puso su mejor sonrisa y saludó con un «hola, qué tal» a todas las empleadas que encontró. El efecto fue inmediato. Las sonrisas y saludos fueron correspondidos, el pasillo pareció más luminoso, el trabajo mas cálido. Se hizo de conocidas, y algunas de ellas llegaron a ser amigas.

  Estudie estos consejos de Elbert Hubbard, pero recuerde que ningún provecho le dará su estudio si no los aplica en la vida:

 
    Cada vez que salga al aire libre, retraiga el mentón, lleve erguida la cabeza y llene los pulmones hasta que no pueda más; beba el sol; salude a sus amigos con una sonrisa, y ponga el alma en cada apretón de manos. No tema ser mal comprendido y no pierda un minuto en pensar en sus enemigos. Trate de determinar firmemente la idea de lo que desearía hacer; y entonces, sin cambiar de dirección, irá directamente a la meta. Tenga fija la atención en las cosas grandes y espléndidas que le gustaría hacer, pues, a medida que pasen los días, verá que, inconscientemente, aprovecha todas las oportunidades requeridas para el cumplimiento de su deseo, tal como el zoófito del coral obtiene de la marea los elementos que necesita. Fórjese la idea de la persona capaz, empeñosa, útil, que desea ser, y esa idea lo irá transformando hora tras hora en tal individuo… El pensamiento es supremo. Observe una actitud mental adecuada: la actitud del valor, la franqueza y el buen talante. Pensar bien es crear. Todas las cosas se pro

ducen a través del deseo y todas las plegarias sinceras tienen respuesta. Llegamos a identificarnos con aquello en que se fijan nuestros corazones. Lleve, pues, retraído el mentón y erguida la cabeza: Todos somos dioses en estado de crisálida.
 

  Los chinos eran hombres sabios, sabios en las cosas de este mundo, y tenían un proverbio que usted y yo deberíamos recortar y pegar en el tafilete del sombrero. Dice más o menos así: «El hombre cuya cara no sonríe no debe abrir una tienda».

  Su sonrisa es una mensajera de bondad. Su sonrisa ilumina la vida de aquellos que la ven. A pesar de haber visto docenas de personas fruncir el entrecejo, de mal humor o apáticas, su sonrisa sigue siendo como el sol que rompe a través de las nubes. Especialmente cuando alguien se encuentra bajo la presión del patrón, los clientes o maestros, de sus padres o de sus hijos, una sonrisa puede ayudar a comprender que no todo es en vano, que aún hay alegría en el mundo.

  Unos años atrás, un gran almacén de la ciudad de Nueva York, reconociendo la presión de trabajo durante la temporada de Navidad por la que pasaban sus empleados, decidió exponer esta filosofía casera en su publicidad a los clientes.

  EL VALOR DE LA SONRISA

  No cuesta nada, pero crea mucho.

  Enriquece a quienes reciben, sin empobrecer a quienes dan.

  Ocurre en un abrir y cerrar de ojos, y su recuerdo dura a veces para siempre.

Nadie es tan rico que pueda pasarse sin ella, y nadie tan pobre que no pueda enriquecer por sus beneficios. Crea la felicidad en el hogar, alienta la buena voluntad en los negocios y es la contraseña de los amigos.

  Es descanso para los fatigados, luz para los decepcionados, sol para los tristes, y el mejor antídoto contra las preocupaciones.

  Pero no puede ser comprada, pedida, prestada o robada, porque es algo que no rinde beneficio a nadie a menos que sea brindada espontánea y gratuitamente.

  Y si en la extraordinaria afluencia de último momento de las compras de Navidad alguno de nuestros vendedores está demasiado cansado para darle una sonrisa, ¿podemos pedirle que nos deje usted una sonrisa suya?

  Porque nadie necesita tanto una sonrisa como aquel a quien no le queda ninguna que dar.

  REGLA 2

  Sonría

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