Cómo ganar amigos e influir sobre las personas parte 07

SI SE EQUIVOCA USTED, ADMÍTALO

  A un minuto de marcha de mi casa había un amplio terreno con bosques vírgenes, donde las plantas salvajes florecían en la primavera, donde las ardillas hacían sus hogares y criaban a sus hijos, y donde los matorrales crecían hasta tapar a un hombre. Este bosque se llamaba Forest Park, y era un bosque que probablemente no difiriera mucho
en aspecto de lo que era cuando Colón descubrió América. Con frecuencia iba a pasear por este bosque con Rex, mi pequeño bullterrier de Boston. Era un perrito amigable, nada dañino, y como rara vez encontrábamos a alguien en el parque, lo llevaba sin collar y sin bozal.

  Un día encontramos a un policía montado, un hombre deseoso de mostrar su autoridad.

  —¿Qué es eso de dejar al perro suelto en el parque, sin bozal? —me reprendió—. ¿No sabe que es ilegal? —Sí, lo sé —respondí suavemente—, pero no creí que podría hacer daño aquí.

  —¡No creyó! ¡No creyó! La ley no se interesa un pepino por lo que usted cree. Ese perro puede matar a una ardilla o morder a un niño. Por esta vez no le diré nada; pero si vuelvo a encontrar a ese perro sin bozal y sin su collar y correa, lo llevaré ante el juez.

  Prometí obedecer.

  Y obedecí, unas pocas veces. Pero Rex estaba incómodo con el bozal; y a mí me dolía ponérselo, de modo que decidí no colocárselo más. Todo marchó bien por un tiempo, pero de pronto tuvimos un tropiezo.Rex y yo corríamos por un sendero, cierta tarde, cuando repentinamente vi la majestad de la ley, montada en un caballo alazán. Rex corría adelante, directamente hacia el policía.

  —Yo sabía ya que estaba perdido. No esperé que el policía empezara a hablar. Le gané. Le dije:

  —Agente, me ha sorprendido con las manos en la masa. Soy culpable. No tengo excusas ni disculpas. La semana pasada me advirtió usted que si volvía a traer al perro sin bozal me iba a aplicar una multa.

  —Sí, es cierto —respondió el agente con tono muy suave—. Pero yo sé que es una tentación dejar que el pobre perrito corra un poco por aquí, cuando no hay nadie cerca.

  —Claro que es una tentación, pero es contrario a la ley
—Bueno, un perrito tan chico no va a hacer daño a nadie —recordó el agente.

  —No, pero puede matar a alguna ardilla —insistí.

  —Vamos, creo que usted está extremando las cosas. Escúcheme. Déjelo correr más allá de esa colina, donde yo no pueda verlo… y aquí no ha pasado nada.

  Aquel agente de policía, por ser humano, quería sentirse importante; cuando yo empecé a condenar mi proceder, la única forma en que él podía satisfacer su deseo de importancia era la de asumir una actitud magnánima.

  Pero supongamos que yo hubiera tratado de defenderme… ¿Ha discutido usted alguna vez con la policía?

  En lugar de lanzarme a la batalla contra él, admití desde el principio que la razón estaba de su parte, que yo no la tenía; lo admití rápidamente, abiertamente, y con entusiasmo. Y la cuestión terminó agradablemente: él pasó a ocupar mi parte y yo pasé a ocupar la suya. Si sabemos que de todas maneras se va a demostrar nuestro error, ¿no es mucho mejor ganar la delantera y reconocerlo por nuestra cuenta?

  ¿No es mucho más fácil escuchar la crítica de nuestros labios que la censura de labios ajenos?

  Diga usted de sí mismo todas las cosas derogatorias que sabe está pensando la otra persona, o quiere decir, o se propone decir, y dígalas antes de que él haya tenido una oportunidad de formularlas, y le quitará la razón de hablar. Lo probable -una probabilidad de ciento a uno- es que su contendor asuma entonces una actitud generosa, de perdón, y trate de restar importancia al error por usted cometido, exactamente como ocurrió en el episodio del policía montado.

  Ferdinand E. Warren, artista comercial, utilizó esta técnica para obtener la buena voluntad de un comprador petulante, irritable.

  El Sr. Warren nos narró su experiencia en estos términos
Es de suma importancia, al hacer dibujos para fines de publicidad y para los periódicos, ser muy preciso y muy exacto.

    Algunos compradores exigen que sus pedidos sean ejecutados inmediatamente, y en esos casos suelen ocurrir algunos ligeros errores. Yo conocí particularmente a uno que se complacía en encontrar hasta los menores defectos. A menudo he salido de su despacho irritado, no por sus críticas sino por sus métodos de ataque. Hace poco entregué un trabajo apresurado a este comprador y poco después me dijo por teléfono que fuera inmediatamente a su oficina. Cuando llegué encontré lo que esperaba y temía. Estaba lleno de hostilidad, encantado de tener una oportunidad de criticarme. Preguntó, acaloradamente, por qué yo había hecho esto y aquello. Vi una oportunidad para aplicar la autocrítica, según lo recomendado en este curso. Así, pues, le contesté:

    —Señor Fulano, si lo que dice usted es cierto, la culpa es mía y no hay excusas por este error. Después de hacer dibujos para usted durante tanto tiempo, ya debía saber estas cosas. Estoy avergonzado por lo que ocurre.

    «El comprador empezó a defenderme inmediatamente. »—Sí, es cierto —afirmó—, pero al fin y al cabo no es un error muy grave. Es solamente…

    —Cualquier error —le interrumpí— puede resultar costoso, y todos son irritantes.

    Quiso hablar, pero no lo dejé. Yo estaba a mis anchas. Por primera vez en la vida me criticaba a mí mismo, y estaba encantado.

    —Debí tener más cuidado —proseguí—. Usted me encarga mucho trabajo y merece que se le entregue lo mejor. Así, pues, voy a hacer este dibujo de nuevo
— ¡No, no! —protestó—. Ni piense en tomarse toda esa molestia.

    Elogió después mi trabajo, me aseguró que sólo hacía falta una leve modificación, y que mi ligero error no había costado dinero a su firma; que, al fin y al cabo, era una cuestión de detalle, que no valía la pena preocuparse.

    «Mi prontitud en criticarme le había quitado el ansia de pelear. Terminó por invitarme a almorzar, y antes de separarnos me pagó mi trabajo y me encargó otro.»
 

  Hay un cierto grado de satisfacción en tener el valor de admitir los errores propios. No sólo limpia_el aire de culpa y actitud defensiva, sino que a menudo ayuda a resolver el problema creado por el error.

  Bruce Harvey, de Albuquerque, Nueva México, había autorizado incorrectamente el pago del salario completo a un empleado que tenía licencia por enfermedad. Cuando descubrió su error, llamó al empleado, le explicó la situación y le dijo que para corregir el error tendría que descontar de su siguiente pago el monto completo del exceso pagado antes. El empleado dijo que eso le causaría un grave problema financiero, y pidió que los descuentos se hicieran a lo largo de determinado espacio de tiempo. Harvey le explicó que para hacer esto último necesitaba la aprobación de su supervisor.

  —Y yo sabía que esto —nos dijo Harvey—, provocaría una explosión por parte de mi jefe. Mientras trataba de decidir cómo manejar esta situación, comprendí que todo el problema había salido de un error mío, y tendría que admitirlo así.

  «Entré en la oficina de mi jefe, le dije que había cometido un error, y después le hice un informe completo de los hechos. Replicó de modo explosivo que era culpa del departamento de personal. Repetí que la culpa era mía
Volvió a explotar contra el descuido del departamento contable. Una vez más le expliqué que la culpa era toda mía. Culpó a otras dos personas de la oficina. Pero cada vez yo repetía que era culpa mía. Al fin me miró y me dijo: `De acuerdo, es culpa suya. Arréglelo como mejor le parezca'. El error fue corregido y no hubo problemas para nadie. Me sentí muy satisfecho porque pude manejar una situación tensa y tuve el valor de no buscar excusas. Desde entonces mi jefe me respetó más.»

  Cualquier tonto puede tratar de defender sus errores -y casi todos los tontos lo hacen-, pero está por encima de los demás, y asume un sentimiento de nobleza y exaltación quien admite los propios errores. Por ejemplo, una de las cosas más bellas que registra la historia de Robert E. Lee es la forma en que se echó toda la culpa por el fracaso de la carga de Pickett en Gettysburg.

  La carga de Pickett fue sin duda el ataque más brillante y pintoresco que jamás ha ocurrido en el mundo occidental. El mismo general George E. Pickett era pintoresco. Usaba tan largos los cabellos que sus rizos castaños le tocaban casi los hombros; y, como Napoleón en sus campañas de Italia, escribía ardientes cartas de amor día por día en el campo de batalla. Sus soldados, adictos a él, lo saludaron con vítores aquella trágica tarde de julio en que emprendió la marcha hacia las líneas de la Unión, la gorra requintada sobre la oreja derecha. Le dieron vítores y lo siguieron, hombro contra hombro, fila tras fila, estandartes al viento y bayonetas resplandecientes al sol. Era un gallardo espectáculo. Osado. Magnífico. Un murmullo de admiración corrió por las líneas de la Unión al avistarlo.

  Las tropas de Pickett avanzaron con paso fácil, a través de huertos y maizales, a través de un prado, y sobre una quebrada. Pero entretanto los cañones del enemigo destrozaban sus filas. Y ellos seguían, decididos, irresistibles. De pronto la infantería de la Unión se alzó detrás del muro de piedra en el Cerro del Cementerio, donde se había ocultado, y disparó andanada tras andanada contra las fuerzas indefensas que iban avanzando. La cima del cerro
era una llamarada, un matadero, un volcán. En pocos minutos, todos los comandantes de brigada, salvo uno, habían caído, y con ellos estaban en el suelo las cuatro quintas partes de los cinco mil hombres que mandaba Pickett.

  El general Lewis A. Armistead, que conducía las tropas en el embate final, corrió adelante, saltó sobre el muro de piedra y, agitando la gorra en la punta de la espada, gritó:

  —A ellos, muchachos.

  Así lo hicieron. Saltaron sobre el muro, hincaron bayonetas en los cuerpos enemigos, aplastaron cráneos con sus mosquetes, y clavaron las banderas del Sur en el Cerro del Cementerio.

  Las banderas flamearon allí por un momento apenas. Pero ese momento, breve como fue, resultó el momento supremo para la Confederación. La carga de Pickett, brillante, heroica, fue no obstante el comienzo del fin. Lee había fracasado. No podía penetrar en el Norte. Y lo sabía. El Sur estaba perdido. Tan triste, tan atónito quedó Lee, que envió su renuncia y pidió a Jefferson Davis, presidente de la Confederación, que designara a «un hombre más joven y más capaz». Si hubiera querido culpar a cualquier otro jefe por el desastroso fracaso de la carga de Pickett, habría encontrado muchas excusas. Algunos de sus comandantes divisionarios fallaron. La caballería no llegó a tiempo para apoyar el ataque de la infantería. Esto resultó mal y aquello también.

  Pero Lee era demasiado noble para culpar a los demás. Cuando los soldados de Pickett, vencidos, ensangrentados, volvieron trabajosamente a las líneas confederadas, Robert E. Lee salió a su encuentro, a solas, y los recibió con una autocrítica que era poco menos que sublime.

  —Todo esto —confesó— ha sido por culpa mía. Yo, y solamente yo, he perdido esta batalla.

  Pocos generales de la historia han tenido el valor y la fuerza de carácter necesarios para admitir tal cosa.
Michael Cheung, instructor de uno de nuestros cursos en Hong Kong, nos contó que la cultura china presenta algunos problemas especiales, y dijo que a veces es necesario reconocer que los beneficios de aplicar un principio pueden superar las ventajas de mantener una antigua tradición. Tenía un alumno, un hombre maduro, que hacía muchos años estaba distanciado de su hijo. El padre había sido adicto al opio, pero ahora estaba curado. En la tradición china, una persona mayor no puede tomar la iniciativa en un caso como aquél. El padre sentía que le correspondía al hijo dar el primer paso hacia la reconciliación. En una de las primeras clases del curso habló de sus nietos que no conocía, y de lo mucho que deseaba reunirse con su hijo. Los alumnos del curso, todos chinos, comprendieron su conflicto entre su deseo y una antigua tradición. El padre sentía que los jóvenes debían mostrar respeto por sus mayores, y que estaba en lo justo al no ceder a su deseo y esperar a que fuera su hijo quien se acercara a él.

  Hacia el fin del curso, el padre volvió a dirigirse a la clase:

  —He estado pensando en mi problema —dijo—. Dale Carnegie dice: «Si usted se equivoca, admítalo rápida y enfáticamente». Es demasiado tarde para que yo lo admita rápido, pero puedo hacerlo enfáticamente. Me porté mal con mi hijo. Él tuvo razón en no querer verme y en alejarme de su vida.

  Puedo perder dignidad al pedirle perdón a una persona más joven, pero fue mi culpa, y es mi responsabilidad admitirlo.

  La clase lo aplaudió y le dio todo su apoyo. En la clase siguiente contó que había ido a la casa de su hijo, le había pedido perdón, y ahora había iniciado una nueva relación con su hijo, su nuera y sus nietos a los que al fin había conocido
Elbert Hubbard fue uno de los autores más originales y que más agitaron a los Estados Unidos, y sus mordaces escritos despertaron a menudo fieros resentimientos. Pero Hubbard, gracias a su rara habilidad para tratar con la gente, convirtió frecuentemente a sus enemigos en amigos. Por ejemplo, cuando un lector irritado le escribía para decir que no estaba de acuerdo con tal o cual artículo, y terminaba llamando a Hubbard esto y aquello, el escritor solía responder más o menos así: Ahora que lo pienso bien, yo tampoco estoy muy de acuerdo con ese artículo. No todo lo que escribí ayer me gusta hoy. Me alegro de poder saber lo que opina usted al respecto. Si alguna vez viene por aquí, debe visitarnos, y ya desgranaremos este tema para siempre. A la distancia, con un apretón de manos, soy de usted, muy atentamente.

  ¿Qué se puede decir a un hombre que nos trata así? Cuando tenemos razón, tratemos pues de atraer, suavemente y con tacto, a los demás a nuestra manera de pensar; y cuando nos equivocamos -muy a menudo, por cierto, a poco que seamos honestos con nosotros mismos- admitamos rápidamente y con entusiasmo el error. Esa técnica, no solamente producirá resultados asombrosos, sino que, créase o no, nos hará comprender que criticarse es en esas circunstancias mucho más divertido que tratar de defenderse.

  Recordemos el viejo proverbio: "Peleando no se consigue jamás lo suficiente, pero cediendo se consigue más de lo que se espera".

  REGLA 3

  Si usted está equivocado, admítalo rápida y enfáticamente.
UNA GOTA DE MIEL

  Si se irrita usted y dice unas cuantas cosas a otra persona, usted descarga sus sentimientos. Pero, ¿y la otra persona? ¿Compartirá acaso ese placer suyo? ¿Le será fácil convenir con usted, al oír sus arranques belicosos, y su actitud hostil?

  «Si vienes hacia mí con los puños cerrados —dijo Woodrow Wilson— creo poder prometerte que los míos se aprestarán más rápido que los tuyos; pero si vienes a mí y me dices: `Sentémonos y conversemos y, si esta
mos en desacuerdo, comprendamos por qué estamos en desacuerdo, y precisamente en qué lo estamos', llegaremos a advertir que al fin y al cabo no nos hallamos tan lejos uno de otro, que los puntos en que diferimos son pocos y los puntos en que convenimos son muchos, y que si tenemos la paciencia y la franqueza y el deseo necesario para ponernos de acuerdo, a ello llegaremos.»

  Nadie aprecia más que John D. Rockefeller, hijo, la verdad de esta afirmación de Woodrow Wilson. Allá por 1915, Rockefeller era el hombre más despreciado en Colorado. Durante dos años terribles había sacudido a ese Estado una de las más cruentas huelgas en la historia de la industria norteamericana. Los mineros, furiosos, belicosos, exigían paga más elevada a la Colorado Fuel Iron Company; y Rockefeller dominaba en esa compañía. Había habido destrucción de propiedades, y se había llamado a las fuerzas del ejército. Había corrido sangre, habían caído huelguistas alcanzados por las balas.

  En un momento como ese, ardiente de odio el aire, Rockefeller quería conquistar a su manera de pensar a todos los huelguistas. Y lo consiguió. ¿Cómo? Veamos cómo. Después de varias semanas dedicadas a conquistar amigos entre ellos, Rockefeller dirigió la palabra a los representantes de los huelguistas. Ese discurso, completo, es una obra maestra. Produjo resultados asombrosos. Calmó las tempestuosas olas de odio que amenazaban envolverlo. Le valió una hueste de admiradores. Presentó los hechos en forma tan amistosa, que los huelguistas volvieron a trabajar sin decir una sola palabra más acerca de los aumentos de salarios por los cuales habían luchado tan violentamente. Estudiemos la iniciación de ese notable discurso. Veamos que resplandece, literalmente, de amistad.

  Recordemos que Rockefeller hablaba a unos hombres que pocos días antes querían colgarlo de la rama más alta de un árbol; pero su discurso no pudo ser más gentil, más amistoso, si lo hubiera dirigido a un grupo de misioneros. Lleno está el discurso de frases como «estoy orgulloso de encontrarme aquí», «después de visitaros en vuestros
hogares», «no nos encontramos aquí como extraños, sino como amigos», »espíritu de mutua amistad«, »nuestros intereses comunes«, »sólo por vuestra cortesía me encuentro aquí«.

 
    Este es un día de fiesta en mi vida —comenzó Rockefeller—. Es la primera vez que tengo la fortuna de encontrarme con los representantes de los empleados de esta gran compañía, sus funcionarios y superintendentes, todos juntos, y puedo aseguraros que estoy orgulloso de encontrarme aquí, y que mientras viva recordaré esta reunión. Si este mitin se hubiese efectuado hace dos semanas, hubiera estado yo aquí como un extraño para casi todos vosotros, pues sólo habría podido reconocer unas pocas caras.

    Pero he tenido la oportunidad de visitar durante la última semana todos los campamentos en las minas del sur y de hablar individualmente con casi todos los representantes, salvo los que se habían marchado; después de visitaros en vuestros hogares, y de conocer a muchas de vuestras esposas e hijos, no nos reunimos aquí como extraños, sino como amigos, y en ese espíritu de mutua amistad me complace tener esta oportunidad de discutir con vosotros acerca de nuestros intereses comunes.

    «Como se trata de una reunión de funcionarios de la compañía y representantes de los empleados, sólo por vuestra cortesía me encuentro aquí, porque no tengo la fortuna de ser un funcionario ni un empleado; y sin embargo entiendo estar íntimamente asociado con vosotros porque, en cierto sentido, yo represento a la vez a los accionistas y a los directores.»
 

  ¿No es éste un ejemplo espléndido del arte de convertir a los enemigos en amigos?
maginemos que Rockefeller hubiese tomado otro camino. Imaginemos que hubiese discutido con los mineros, y les hubiese dicho cosas desagradables. Imaginemos que, por sus tonos e insinuaciones, les hubiese imputado que se equivocaban. Imaginemos que, con todas las reglas de la lógica, les hubiese demostrado cada uno de sus errores. ¿Qué habría ocurrido? Habría despertado más ira, más odio, más rebelión.

  Si el corazón de un hombre está lleno de discordia y malos sentimientos contra usted, no puede usted atraerlo a su manera de pensar ni con toda la lógica de la Creación. Los padres regañones, los patrones mandones y los maridos o esposas rezongones deben comprender que a nadie le gusta cambiar de idea. A nadie es posible obligar por la fuerza a que convenga con usted o conmigo. Pero es posible conducir a la otra persona a ello, si somos suaves y amables.

  Ya lo dijo Lincoln hace cerca de cien años. Estas son sus palabras:

 
    Una vieja y exacta máxima dice que «una gota de miel caza más moscas que un galón de hiel» También ocurre con los hombres que si usted quiere ganar a alguien a su causa, debe convencerlo primero de que es usted un amigo sincero. Ahí está la gota de miel que caza su corazón; el cual, dígase lo que se quiera, es el camino real hacia su razón.
 

  Las personas de negocios van aprendiendo que rinde beneficios el ser amables con los huelguistas.

  Por ejemplo, cuando dos mil quinientos empleados de la fábrica de la White Motor Company se declararon en huelga, pidiendo aumento de salarios y reconocimiento del sindicato, Robert F. Black, presidente de la empresa, no formuló acres censuras, ni amenazas, ni habló de tiranía y de comunismo. Elogió a los huelguistas. Publicó en los
diarios de Cleveland un anuncio en que los felicitaba por la «forma pacífica en que han abandonado sus herramientas». Al ver que los huelguistas que cuidaban que no trabajaran los rompehuelgas estaban ociosos, les compró un par de docenas de palos de béisbol, y los guantes correspondientes, y los invitó a jugar en terrenos baldíos. Para quienes preferían jugar a los bolos, alquiló un local adecuado.

  Esta muestra de amistad por parte del Sr. Black logró lo que siempre logra la amistad: engendró más amistad. Entonces los huelguistas consiguieron escobas, palas y carros, y comenzaron a recoger los fósforos, papeles y colillas de cigarros en torno a la fábrica. Imaginemos eso. Imaginemos a unos huelguistas dedicados a limpiar el terreno de la fábrica mientras batallaban por salarios más elevados y por el reconocimiento del sindicato. Jamás se había producido un acontecimiento así en la larga y tempestuosa historia de los conflictos obreros en los Estados Unidos. Esta huelga terminó en menos de una semana con una transacción, y terminó sin rencores ni malos sentimientos.

  Daniel Webster, que parecía un dios y hablaba como Jehová, fue uno de los abogados de mayor éxito; pero solía emitir sus argumentos más poderosos con expresiones tan amables como éstas: «Al jurado corresponde considerar», «Quizá valga la pena pensar en esto, caballeros», »Aquí hay algunos hechos que espero no serán perdidos de vista, caballeros«, o »Ustedes, señores, con su conocimiento del carácter humano, verán fácilmente el significado de estos hechos«. Nada de presión. Ni un intento de forzar las opiniones sobre los demás. Webster utilizaba el método tranquilo, calmo, amistoso, y esto contribuyó a hacerlo famoso.

  Tal vez no tenga usted que resolver una huelga o que dirigirse a un jurado jamás, pero acaso quiera obtener una rebaja en el alquiler. ¿Le servirá entonces este método? Veamos
O. L. Straub, ingeniero, quería que le rebajaran el alquiler. Y sabía que el dueño de casa era un hombre muy enérgico. En una conversación ante nuestra clase relató:

 
    Escribí al dueño de casa notificándole que iba a dejar el departamento tan pronto como expirara el contrato. La verdad es que no quería mudarme de casa. Quería permanecer en ella, siempre que me redujeran el alquiler. Pero la situación no ofrecía esperanzas. Otros inquilinos lo habían intentado infructuosamente. Pero yo me dije: `Estoy estudiando la manera de tratar con la gente, de modo que puedo probarlo con él, para ver qué resulta'.

    El dueño de casa y su secretario vinieron a verme tan pronto como recibieron la carta.

    Los recibí en la puerta con amistosa deferencia. Irradiaba buena voluntad y entusiasmo. No empecé a hablar de lo elevado que era el alquiler. Empecé hablando de lo mucho que me gustaba el departamento. Fui caluroso en mi aprobación y generoso en mis elogios'. Lo felicité por la forma en que se atendía a los inquilinos y funcionaba la casa de departamentos, y agregué que me encantaría poder seguir otro año allí, pero no me alcanzaba el presupuesto.

    Es evidente que jamás había tenido aquel hombre una recepción así de un inquilino. No sabía qué pasaba.

    Entonces empezó a narrarme sus dificultades. Inquilinos quejosos. Uno había escrito catorce cartas, varias de ellas insultantes. Otro amenazaba desconocer el contrato a menos que el propietario prohibiera roncar al hombre que vivía en el piso superior.

    —Qué consuelo —dijo— es tener un inquilino como usted
Y luego, sin que se lo pidiera yo, ofreció reducirme algo el alquiler. Yo quería una rebaja mayor, de modo que indiqué la cifra que podía pagar sin desequilibrar el presupuesto, y el dueño aceptó sin una protesta.

    «Cuando se marchaba, se volvió hacia mí y preguntó: »—¿Cómo quiere que le decoremos el departamento?

    «Si yo hubiese tratado de obtener una rebaja de alquiler por el método de los otros inquilinos, estoy seguro de que habría tropezado con el mismo fracaso que ellos. El triunfo se debió al método amistoso, de simpatía, de apreciación.»
 

  Dean Woodcock, de Pittsburgh, Pennsylvania, es superintendente de un departamento de la compañía eléctrica local. Se llamaba personal a su cargo para reparar unos equipos en lo alto de un poste. Antes este tipo de trabajo lo había realizado otro departamento, y hacía poco que la responsabilidad había sido transferida a la sección de Woodcock. Aunque sus hombres estaban preparados para hacerlo, era la primera vez que los llamaban para hacer este tipo de reparaciones. Todo el mundo en la compañía estaba interesado en ver cómo se las arreglarían. El señor Woodcock, varios de sus funcionarios subordinados y gente de otros departamentos fueron a ver la operación. Se reunieron muchos autos y camiones, y una cantidad de gente observaba a los dos hombres que habían subido al poste.

  Woodcock vio que un hombre en la calle había salido de su auto con una cámara y estaba tomando fotografías de la escena. El personal de la compañía de electricidad es extremadamente sensible a las relaciones públicas, y d
pronto Woodcock comprendió cómo debía de estar viendo el espectáculo el hombre de la cámara: exceso de personal ocioso, docenas de personas sin hacer nada, mirando a dos hombres que hacían su trabajo. Cruzó la calle y fue hacia el fotógrafo.

  —Veo que está interesado en nuestra operación.

  —Sí, pero mi madre estará más interesada. Ella tiene acciones en la compañía. Esto le abrirá los ojos. Incluso puede decidir que su inversión fue imprudente. Desde hace años vengo diciéndole que en compañías como la suya hay mucha gente ociosa. Esto lo prueba. Y es posible que a los diarios también les interesen las fotos.

  —Da esa impresión, ¿no es cierto? Yo pensaría lo mismo en su caso. Pero sucede que es una situación muy especial… —Y explicó de qué se trataba: que era la primera salida de este tipo para su departamento, y todos estaban interesados en ver los resultados, de los ejecutivos para abajo. Le aseguró que bajo condiciones normales, los dos hombres vendrían a trabajar solos. El fotógrafo bajó la cámara, le dio la mano a Woodcock y le agradeció que se hubiera tomado la molestia de explicarle la situación.

  La actitud amistosa de Dean Woodcock le ahorró a su compañía una mala publicidad.

  Otro miembro de una de nuestras clases, Gerald H. Winn, de Littleron, New Hampshire, nos contó cómo, mediante una actitud amistosa, obtuvo un arreglo muy ventajoso en un caso de reclamo por daños.

 
    —A comienzos de la primavera —contó—, antes de que comenzara el deshielo, hubo una tormenta especialmente fuerte, y el agua, que normalmente se habría escurrido por los desagües, tomó otra dirección al encontrar helados a éstos, y se introdujo en un lote donde yo acababa de construir una casa
Al no poder salir, el agua hizo presión contra los cimientos de la casa. Se filtró bajo el piso de concreto del sótano, lo rajó, y el sótano terminó inundado—. Esto arruinó la caldera y los calentadores de agua. El costo de las reparaciones superaba los dos mil dólares. Y yo no tenía seguro que cubriera este tipo de daños.

    No obstante, descubrí que el dueño del lote había olvidado hacer un drenaje cerca de la casa, que habría impedido que se produjera el daño. Hice una cita para verlo. Durante el viaje de cuarenta kilómetros hasta su oficina, pensé cuidadosamente en todos los detalles de la situación, y recordé los principios que había aprendido en este curso: decidí entonces que mostrar mi ira no serviría de nada, como no fuera hacerme más difíciles las cosas. Cuando llegué, me mantuve muy tranquilo, y comencé hablando de sus recientes vacaciones al Caribe; después, cuando sentí que había llegado el momento, le mencioné el `pequeño' problema de los daños que había causado el agua. Accedió inmediatamente a pagar su parte en los arreglos.

    Pocos días después me llamó para decirme que no sólo pagaría todo el arreglo, sino que mandaría hacer un drenaje para impedir que volviera a suceder algo parecido en el futuro.

    «Aún cuando la culpa era de él, si yo no hubiera empezado de un modo amistoso, habría tenido muchas dificultades para lograr que pagara una parte de los arreglos.»
 

  Hace años, cuando yo era un niño que caminaba descalzo por los bosques hasta una escuela campestre en el noroeste de Missouri, leí una fábula acerca del sol y el viento. Discutieron ambos acerca de cuál era más fuerte, y el viento dijo
—Te demostraré que soy el más fuerte. ¿Ves aquel anciano envuelto en una capa? Te apuesto a que le haré quitar la capa más rápido que tú.

  Se ocultó el sol tras una nube y comenzó a soplar el viento, cada vez con más fuerza, hasta ser casi un ciclón, pero cuanto más soplaba tanto más se envolvía el hombre en la capa. Por fin el viento se calmó y se declaró vencido. Y entonces salió el sol y sonrió benignamente sobre el anciano. No pasó mucho tiempo hasta que el anciano, acalorado por la tibieza del sol, se quitó la capa. El sol demostró entonces al viento que la suavidad y la amistad son más poderosas que la furia y la fuerza.

  Los beneficios de la suavidad y la amistad los demuestra cotidianamente la gente que ha aprendido que una gota de miel captura más moscas que un litro de hiel. F. Gale Connor, de Lutherville, Maryland, lo comprobó cuando tuvo que llevar por tercera vez al taller del concesionario a su auto de sólo cuatro meses de vida. Le contó a nuestra clase:

 
    —Ya era evidente que hablar, razonar o gritarle a la gente de la concesionaria no me daría una solución satisfactoria al problema.

    Entré al salón de exposición y pedí ver al dueño de la agencia, el señor White. Tras una corta espera, me hicieron pasar a su oficina.

    Me presenté, y le dije que había comprado mi auto en su agencia en razón de las recomendaciones de amigos que habían hecho tratos con él. Me habían dicho que los precios eran competitivos, y el servicio excelente. Sonrió con satisfacción al escucharme. Después le expliqué el problema que tenía con el departamento de servicio. «Pensé que le interesaría enterarse de una situación que podría empañar
su buena reputación», le dije. Me agradeció que se lo hubiera hecho notar, y me aseguró que no tendría más problemas. No sólo se ocupó personalmente de mi caso, sino que además me prestó un auto suyo para que usara mientras reparaban el mío.
 

  Esopo era un esclavo griego que vivió en la corte de Creso y que ideó fábulas inmortales seiscientos años antes de Jesucristo. Pero las verdades que enseñó acerca de la naturaleza humana son tan exactas en Boston o en Birmingham ahora como lo fueron veinticinco- siglos atrás en Atenas. El sol puede hacernos quitar la capa más rápidamente que el viento; y la bondad, la amabilidad y la apreciación para con el prójimo puede hacerle cambiar de idea más velozmente que todos los regaños y amenazas del mundo.

  Recordemos lo que dijo Lincoln: «Una gota de miel caza más moscas que un galón de hiel».

  REGLA 4

  Empiece en forma amigable
EL SECRETO DE SÓCRATES

  Cuando hable con alguien, no empiece discutiendo las cosas en que hay divergencia entre los dos.

  Empiece destacando -y siga destacando- las cosas en que están de acuerdo. Siga acentuando -si es posible- que los dos tienden al mismo fin y que la única diferencia es de método y no de propósito.

  Haga que la otra persona diga «Sí, sí», desde el principio. Evite, si es posible, que diga «No». «Un No como respuesta —dice el profesor Overstreet[5]— es un obstáculo sumamente difícil de vender.
Cuando una persona ha dicho No, todo el orgullo que hay en su personalidad exige que sea consecuente consigo mismo. Tal vez comprenda más tarde que ese «No» fue un error; pero de todos modos tiene que tener en cuenta su precioso orgullo. Una vez dicha una cosa, tiene que atenerse a ella. Por lo tanto, es de primordial importancia que lancemos a una persona en la dirección afirmativa.»

  El orador hábil obtiene «desde el principio una serie de Síes», como respuesta. Con ello ha puesto en movimiento en la dirección afirmativa, los procesos psicológicos de quienes lo escuchan. Es como el movimiento de una bola de billar. Impúlsesela en una dirección, y se necesita cierta fuerza para desviarla; mucha más para enviarla de vuelta en la dirección opuesta.

  Son muy claros aquí los patrones psicológicos. Cuando una persona dice “No” y en realidad quiere decir “sí”, ha hecho mucho más que pronunciar una palabra de dos letras. Todo su organismo -glandular, nervioso, muscular- se aúna en un estado de rechazo. Suele haber, en un grado diminuto pero a veces perceptible, una especie de retirada física, o de prontitud para la retirada. Todo el sistema neuromuscular, en suma, se pone en guardia contra la aceptación. Por lo contrario, cuando una persona dice “Sí”, no se registra ninguna de estas actividades de retirada. El organismo está en una actitud de movimiento positivo, aceptable, abierta. Por ende, cuantos más “Sí” podamos incluir desde un comienzo, tanto más probable es que logremos captar la atención del interlocutor para nuestra proposición final.

  Es una técnica muy sencilla esta respuesta afirmativa. ¡Y cuán descuidada! A menudo parece que la gente lograra un sentimiento de importancia mediante el antagonismo inicial en una conversación.

  «Si hacemos que un estudiante, o un cliente, o un hijo, o un esposo, o una esposa, diga “No” en un comienzo, necesitaremos la sabiduría y la paciencia de los ángeles para transformar esa erizada negativa en una afirmativa.»
El empleo de esta técnica del «sí, sí» permitió a James Eberson, cajero del Greenwich Savings Bank, de Nueva York, obtener un nuevo cliente que, en el caso contrario, se habría perdido.

 
    Este hombre —relató Eberson— entró a abrir una cuenta, y yo le di la solicitud acostumbrada para que la llenara. Respondió de buen grado a algunas de las preguntas, pero se opuso rotundamente a responder a otras.

    Antes de empezar mi estudio de las relaciones humanas, yo habría dicho a este futuro cliente que si se negaba a dar la información al banco tendríamos que negarnos a aceptar su cuenta. Me avergüenza confesar que en el pasado hice muchas veces tal cosa. Naturalmente, un ultimátum como ese me daba la impresión de mi importancia. Demostraba que yo era el que mandaba y que no se podían desobedecer las reglas del banco. Pero esa actitud no causaba por cierto una sensación de bienvenida y de importancia al hombre que entraba a confiarnos sus depósitos.

    Esa mañana resolví emplear el sentido común. Decidí no hablar de lo que quería el banco sino de lo que quería el cliente. Y, sobre todo, resolví lograr que me dijera `sí, sí' desde un principio. Convine con él, pues. Le dije que la información que se negaba a dar no era absolutamente necesaria.

    —Pero —agregué— supóngase que al morir tiene usted dinero en este banco. ¿No le gustaría que lo transfiriéramos a su pariente más cercano, que tiene derecho a ese dinero según la ley?

    —Sí, claro.

    —¿No le parece, pues, que sería una buena idea darnos el nombre de su pariente más cercano para que, en el caso de morir usted, podamos cumplir sus deseos sin errores ni retrasos
—Sí —dijo otra vez el hombre.

    Se suavizó y cambió la actitud del cliente cuando comprendió que no pedíamos la información para beneficio del banco sino para el suyo. Antes de retirarse, este joven no solamente me dio una información completa sino que, por indicación mía, abrió una cuenta auxiliar por la cual designaba a su madre como beneficiaria de sus depósitos en caso de muerte, y respondió con presteza a todas las preguntas relativas a su madre.

    «Comprobé que al hacerle decir `sí, sí' desde un comienzo, le había hecho olvidar la cuestión principal y responder complacido todas las cosas que yo quería.»
 

  Había en mi territorio un hombre a quien nuestra compañía deseaba vender motores —nos contaba otra vez el señor Joseph Allison, vendedor de la Westinghouse. Mi predecesor lo había visitado durante diez años sin conseguir nada. Cuando yo me hice cargo del territorio seguí insistiendo durante tres años sin lograr nada. Por fin, al cabo de trece años de visitas y esfuerzos, conseguimos venderle unos pocos motores. Yo tenía la seguridad de que si esos motores daban buen resultado nos compraría varios centenares. Estas eran mis esperanzas.

  Yo sabía que los motores darían resultado, de modo que cuando lo visité, tres semanas más tarde, iba encantado de la vida.

  Pero no me duró mucho el entusiasmo, porque el jefe de mecánicos de la fábrica me recibió con este sorprendente anuncio:

  «—Allison, no puedo comprarle más motores. »—¿Por qué? —inquirí atónito.

  —Porque esos motores recalientan mucho. No se los puede ni tocar
Yo sabía que de nada serviría discutir. Muchas veces lo había intentado infructuosamente. Pensé, pues, en obtener por respuesta `sí, sí'.

  —Bien —dije—. Escuche, Sr. Smith: estoy en un todo de acuerdo con usted. Si esos motores recalientan demasiado, no debe comprarnos más. Debe tener motores que no se recalientan más de lo establecido por los reglamentos de la Asociación Nacional de Fabricantes Eléctricos. ¿No es así?

  Advirtió que era así. Ya había obtenido mi primer `sí'.

  —La Asociación de Fabricantes Eléctricos dice en sus estipulaciones que un motor debidamente construido puede tener una temperatura de 72 grados Fahrenheit sobre la temperatura ambiente. ¿Es así?

  —Sí —convino—. Es así. Pero sus motores recalientan mucho más.

  No discutí con él. Sólo le pregunté:

  —¿Qué temperatura hay en la sala de los motores? —Ah —dijo—, unos 75 grados Fahrenheit.

  —Bien. Si la sala está a 75 grados, y usted le agrega 72, se llega a un total de 147 grados Fahrenheit. ¿No se quemaría la mano si la pusiera usted bajo un chorro de agua caliente, a una temperatura de 147 grados Falurgnheit?

  Otra vez se vio obligado a responder afirmativamente.

  —¿No sería una buena idea, pues, no poner la mano en esos motores?

  —Sí —me respondió—. Creo que usted tiene razón. Continuamos un rato la conversación, y por fin mi interlocutor llamó a su secretario y concluyó conmigo un nuevo negocio para el mes siguient
«Necesité años de tiempo y mucho dinero en negocios perdidos antes de aprender que discutir no da beneficios, que es mucho más provechoso e interesante mirar las cosas desde el punto de vista del interlocutor, y hacerle decir `sí, sí' desde un principio.»

  Eddie Snow, patrocinador de nuestros cursos en Oakland, California, cuenta cómo se volvió buen cliente de un negocio sólo porque el propietario logró hacerle decir «sí, sí». Eddie se había interesado en la caza con arco y flecha, y había gastado bastante dinero en la compra de equipo en un negocio de artículos deportivos. En una ocasión en que su hermano fue a visitarlo, quiso llevarlo de caza con él, trató de alquilar un arco en este mismo negocio. El empleado que atendió a su llamado telefónico le respondió, sin más, que no alquilaban arcos. De modo que Eddie llamó a otro negocio. He aquí su relato de lo que pasó:

 
    —Me respondió un caballero muy agradable. Su respuesta a mi pedido de alquiler fue totalmente diferente a la que había recibido en el otro negocio. Me dijo que lamentablemente ya no alquilaban más arcos, porque no les resultaba rentable. Después me preguntó si yo había alquilado alguna vez un arco., Le dije que sí, que lo había hecho años atrás. Me recordó que probablemente yo habría pagado entre 25 y 30 dólares por el alquiler. Volví a decir que sí. Entonces me preguntó si yo era de la clase de personas a las que les agrada ahorrar dinero. Naturalmente, respondí que sí. Me explicó que tenían equipos de arcos con todos los extras, en venta por 34,95 dólares. Yo podía comprarme un equipo por sólo 4,95 más que lo que me costaría alquilarlo. Me explicó que ése era el motivo por el que habían dejado de alquilar. ¿No me parecía razonable?
Mi respuesta, que volvió a ser afirmativa, llevó a mi adquisición de un equipo, y cuando fui al local a retirarlo le compré varios elementos más, y desde entonces he seguido siendo cliente suyo.
 

  Sócrates, «el tábano de Atenas», fue uno de los más grandes filósofos que haya habido. Hizo algo que sólo un puñado de hombres han podido lograr en toda la historia: cambió radicalmente todo el curso del pensamiento humano, y ahora, veinticuatro siglos después de su muerte, se lo honra como a uno de los hombres más hábiles para persuadir a los demás.

  ¿Sus métodos? ¿Decía a los demás que se equivocaban? Oh, no. Era demasiado sagaz para eso. Toda su técnica, llamada ahora «método socrático», se basaba en obtener una respuesta de «sí, sí». Hacía preguntas con las cuales tenía que convenir su interlocutor. Seguía ganando una afirmación tras otra, hasta que tenía una cantidad de «síes» a su favor. Seguía preguntando, hasta que por fin, casi sin darse cuenta, su adversario se veía llegando a una conclusión que pocos minutos antes habría rechazado enérgicamente.

  La próxima vez que deseamos decir a alguien que se equivoca, recordemos al viejo Sócrates y hagamos una pregunta amable, una pregunta que produzca la respuesta: «Sí, sí».

  Los chinos tienen un proverbio lleno de la vieja sabiduría oriental: «Quien pisa con suavidad va lejos«. Estos chinos, tan cultos, han pasado cinco mil años estudiando la naturaleza humana, y han empleado en ello mucha perspicacia: »Quien pisa con suavidad va lejos».

  REGLA 5

  Consiga que la otra persona diga «sí, sí» inmediatamente.
LA VÁLVULA DE SEGURIDAD PARA ATENDER QUEJAS

  Casi todos nosotros, cuando tratamos de atraer a los demás a nuestro modo de pensar, hablamos demasiado. Los vendedores, especialmente, son adictos a este costoso error. Dejemos que hable la otra persona. Ella sabe más que nosotros acerca de sus negocios y sus problemas. Hagámosle preguntas. Permitámosle que nos explique unas cuantas cosas
Si estamos en desacuerdo con ella, podemos vernos tentados a interrumpirla. Pero no lo hagamos. Es peligroso. No nos prestará atención mientras tenga todavía una cantidad de ideas propias que reclaman expresión. Escuchemos con paciencia y con ecuanimidad. Seamos sinceros. Alentémosla a expresar del todo sus ideas.

  ¿Da resultados esta política en los negocios? Veamos. Aquí tenemos el relato de un hombre que se vio obligado a emplearla.

  Uno de los más grandes fabricantes de automóviles de los Estados Unidos negociaba la compra de tejidos para tapizar sus coches durante todo el año. Tres fábricas importantes habían preparado tejidos de muestra. Todos habían sido inspeccionados por los directores de la compañía de automóviles, y a cada fabricante se le había comunicado que en un día determinado se daría a su representante una oportunidad para intentar por última vez la obtención del contrato.

  G. B. R., representante de uno de los fabricantes, llegó a la ciudad con un ataque de laringitis muy fuerte.

 
    Cuando me llegó el turno de reunirme con los directores en conferencia —relataba el Sr. R. ante una de mis clases— había perdido la voz. Apenas podía hablar en un susurro. Se me hizo entrar en una sala, donde me encontré ante el jefe de tapicería, el agente de compras, el director de ventas y el presidente de la compañía. Yo hice un valiente esfuerzo por hablar, pero de mi garganta no salió más que un chillido.

    —Estaban todos sentados en torno a una mesa, de modo que escribí en un trozo de papel: `Señores, he perdido la voz. No puedo hablar
—Yo hablaré por usted —dijo el presidente. Así lo hizo. Exhibió mis muestras y ensalzó sus ventajas. Se planteó una viva discusión acerca de los méritos de mi mercancía. Y el presidente, como hablaba por mí, tomó mi partido en la discusión. Yo no participé más que para sonreír, asentir con la cabeza y hacer unos pocos gestos.

    Como resultado de esta conferencia extraordinaria se me concedió el contrato, que significaba la venta de un millón de metros de tejidos para tapizados, con un valor total de 1.600.000 dólares, o sea el negocio más grande que jamás he realizado.

    «Sé que lo habría perdido si hubiese conservado la voz, porque tenía ideas erróneas de todo el asunto. Sólo por este accidente descubrí cuánto beneficio rinde a veces que el interlocutor sea el que hable.»
 

  Dejar hablar a la otra persona ayuda en situaciones familiares, así como en los negocios. Las relaciones de Bárbara Wilson con su hija, Laurie, se estaban deteriorando rápidamente. Laurie, que fue siempre una criatura quieta, complaciente, se convirtió en una joven hostil y algunas veces agresiva. La Sra. de Wilson le hablaba, la amenazaba y castigaba, pero sin lograr nada.

  Un día, la Sra. de Wilson dijo en una de nuestras clases: me di por vencida. Laurie me desobedeció y dejó la casa para visitar a una amiga antes de completar sus quehaceres. Cuando retornó a la casa yo estaba por gritar por milésima vez, pero ya no tenía fuerzas para hacerlo. Simplemente la miré y tristemente le pregunté: ¿por qué, Laurie, por qué?

  Laurie notó mi estado de ánimo y en voz calmada respondió: ¿De verdad quieres saber? Yo afirmé con la cabeza y Laurie comenzó a hablar, primero con hesitación y luego fue un torrente de palabras. Yo jamás la escuchaba. Siem
pre estaba ordenándole lo que debía hacer. Cuando ella quería contarme sus pensamientos, sentimientos, ideas, yo la interrumpía con más órdenes. Entonces comencé a darme cuenta de que ella me necesitaba, no como una madre dominadora, sino como una confidente, un escape por toda la confusión que sentía en sus años de crecimiento. Y todo lo que yo estuve haciendo fue hablar, cuando lo que debía haber hecho era escucharla.

  «Desde ese momento la dejo hablar. Ella me dice lo que piensa y nuestras relaciones han mejorado inmensurablemente. Ella es otra vez una persona que colabora.»

  En la página financiera de un diario de Nueva York apareció un gran anuncio en que se pedía un hombre de capacidad y experiencia. Charles T. Cubellis respondió al anuncio, con una carta enviada a una casilla postal. Unos días más tarde se le invitó, también por carta, a entrevistarse con los patrones. Antes de ir pasó varias horas en Wall Street para averiguar todo lo que pudiera acerca del fundador de la casa. Durante la entrevista final declaró francamente:

  —Sería para mí un orgullo estar vinculado con una gran entidad como esta. Creo que usted se inició hace veintiocho años sin más elementos que una oficina y una estenógrafa. ¿No es cierto?

  Casi todos los hombres que han triunfado se complacen en recordar sus luchas iniciales. Este hombre no era una excepción. Habló un largo rato acerca de cómo había comenzado en los negocios, con cuatrocientos cincuenta dólares y una idea original. Relató sus luchas contra el desaliento y sus batallas contra las mofas ajenas, cómo trabajaba los domingos y feriados, de doce a dieciséis horas por día y cómo triunfó al fin, contra todas las probabilidades, hasta que ahora los hombres más importantes de Wall Street iban a pedirle consejo e informaciones
Estaba orgulloso de esa historia. Tenía derecho a sentirse orgulloso, y pasó un rato espléndido contando su actuación. Por fin interrogó brevemente a Cubellis acerca de su experiencia, llamó entonces a uno de los vicepresidentes y le dijo:

  —Creo que este es el hombre que necesitamos.

  El Sr. Cubellis se había tomado el trabajo de averiguar los antecedentes de su patrón en perspectiva. Demostró interés en los demás y por sus problemas. Lo alentó a hablar de él, y así causó una impresión favorable.

  Roy G. Bradley, de Sacramento, California, tenía el problema opuesto. Escuchó cuando un buen candidato para un puesto se convenció a sí mismo de aceptar el trabajo en su firma. Nos contó esto:

  —Como éramos una firma pequeña, no teníamos beneficios sociales para nuestros empleados, como hospitalización, seguro médico y pensiones. En nuestra compañía, cada representante es un agente independiente. Ni siquiera les damos tantas facilidades de trabajo como nuestros competidores más importantes, por cuanto no podemos publicitar su trabajo.

  Richard Pryor tenía el carácter y la experiencia que necesitábamos para este puesto, y lo entrevistó primero mi ayudante, quien le explicó todos los aspectos negativos de este empleo. Cuando entró en mi oficina, parecía ligeramente desalentado. Yo me limité a mencionar el único beneficio claro de asociarse con mi firma, que era el de ser un contratista independiente, y en consecuencia no tener prácticamente patrones.

  El respondió hablando de esta ventaja, y poco a poco empezó a sacarse de encima las ideas negativas con que había entrado para la entrevista. En varias ocasiones me pareció como si estuviera hablando para sí mismo. Por momentos me sentía tentado de agregar algo; pero, cuando la entrevista llegó a su fin, sentí que él se había convencido a sí mismo, él solo, de que le gustaría trabajar para mi firma
«Al escucharlo con atención y dejar que Dick hablara, sin interrumpirlo, le permití sopesar los pros y los contras, y llegar a la conclusión de que el empleo era un desafío que le gustaría enfrentar. Lo contratamos, y desde entonces ha sido un prominente representante de nuestra empresa.»

  La verdad es que hasta nuestros amigos prefieren hablarnos de sus hazañas antes que escucharnos hablar de las nuestras.

  La Rochefoucauld, el filósofo francés, dijo «Si quieres tener enemigos, supera a tus amigos; si quieres tener amigos, deja que tus amigos te superen». ¿Por qué es así? Porque cuando nuestros amigos nos superan tienen sensación de su importancia; pero cuando los superamos se sienten inferiores y ello despierta su envidia y sus celos.

  De lejos, la más querida de las consejeras de colocación de la Agencia de Personal Midtown, era Henrietta G., pero no siempre había sido así. Durante los primeros meses de su asociación con la agencia, Henrietta no tenía un solo amigo entre sus colegas. ¿Por qué? Porque todos los días se jactaba de las cuentas nuevas que había abierto y de todo lo que había logrado.

  —Yo era buena en mi trabajo; y estaba orgullosa de ello —contó Henrietta en una de nuestras clases—. Pero mis colegas, en lugar de alegrarse de mis triunfos, parecían resentirse por ellos. Yo quería ser apreciada por esta gente. De veras quería que fueran mis amigos. Después de escuchar algunas de las sugerencias hechas en este curso, empecé a hablar menos sobre mí y a escuchar más a mis asociados.

  Ellos también tenían cosas de qué jactarse, y les entusiasmaba más la idea de hablar sobre ellos que de escucharme a mí. Ahora, cuando nos reunimos a charlar, les pido que compartan sus alegrías conmigo y sólo menciono mis, logros cuando ellos me preguntan
REGLA 6

  Permita que la otra persona sea quien hable más
CÓMO OBTENER COOPERACIÓN

  ¿No tiene usted más fe en las ideas que usted mismo descubre que en aquellas que se le sirven en bandeja de plata? Si es así, ¿no demuestra un error de juicio al tratar que los demás acepten a toda fuerza las opiniones que usted sustenta? ¿No sería más sagaz hacer sugestiones y dejar que los demás lleguen por sí solos a la conclusión?

  El Sr. Adolph Seltz, de Filadelfia, estudiante en uno de mis cursos, se vio de pronto ante la necesidad de inyectar entusiasmo a un grupo de vendedores de automóviles, desalentados y desorganizados. Los convocó a una reunión
y los instó a decirle con claridad qué esperaban de él. A medida que hablaba, el Sr. Seltz iba escribiendo sus ideas en un pizarrón. Finalmente dijo: «Yo voy a hacer todo lo que ustedes esperan de mí. Ahora quiero que me digan qué tengo derecho a esperar de ustedes». Las respuestas fueron rápidas: lealtad, honestidad, iniciativa, optimismo, trabajo de consuno, ocho horas por día de labor entusiasta. Un hombre se ofreció para trabajar catorce horas por día. La reunión terminó con una nueva valentía, una nueva inspiración, en todos los presentes, y el Sr. Seltz me informó luego que el aumento de ventas fue fenomenal.

  «Estos vendedores —concluyó Seltz— hicieron una especie de pacto moral conmigo, y mientras yo cumpliera con mi parte ellos estaban decididos a cumplir con la suya. Consultarles sobre sus deseos era el aliciente que necesitaban.»

  A nadie agrada sentir que se le quiere obligar a que compre o haga una cosa determinada. Todos preferimos creer que compramos lo que se nos antoja y aplicamos nuestras ideas. Nos gusta que se nos consulte acerca de nuestros deseos, nuestras necesidades, nuestras ideas.

  El gran poeta inglés Alexander Pope lo expresó de modo sucinto:

  Al hombre hay que enseñarle como si no se le enseñara, y proponerle lo desconocido como olvidado.

  Tomemos, por ejemplo, el caso de Eugene Wesson. Perdió incontables millares de dólares en comisiones antes de aprender esta verdad. El Sr. Wesson vendía dibujos para un estudio que crea diseños para estilistas y para fábr
cas textiles. Wesson venía visitando una vez por semana, durante tres años, a uno de los principales estilistas de modas en Nueva York. «Nunca se negaba a verme —contaba Wesson— pero jamás me compraba nada. Miraba siempre con mucho cuidado mis dibujos y luego los rechazaba.»

  Después de ciento cincuenta fracasos, Wesson comprendió que debía de estar en una especie de estancamiento mental, y resolvió dedicar una noche por semana al estudio de la forma de influir en el comportamiento humano, y a desarrollar nuevas ideas y generar nuevos entusiasmos.

  Por fin se resolvió a probar una nueva manera de actuar. Recogió media docena de dibujos sin terminar, en que estaban trabajando todavía los artistas, y fue con ellos a la oficina del comprador en perspectiva.

  —Quiero —le dijo—, que me haga usted un favor, si es que puede. Aquí traigo algunos dibujos sin terminar. ¿No quiere usted tener la gentileza de decirnos cómo podríamos terminarlos de manera que le sirvan?

  El comprador miró los dibujos un buen rato, sin hablar, y por fin manifestó:

  —Déjelos unos días, Wesson, y vuelva a verme.

  Wesson regresó tres días más tarde, recibió las indicaciones del cliente, volvió con los dibujos al estudio y los hizo terminar de acuerdo con las ideas del comprador. ¿El resultado? Todos aceptados. Desde entonces el mismo comprador ha ordenado muchos otros dibujos, trazados todos de conformidad con sus ideas.

 
    «Ahora comprendo —nos refería el Sr. Wesson— por qué durante años no conseguí vender un solo diseño a este comprador. Le recomendaba que comprara lo que se me ocurría que debía comprar. Ahora hago todo lo contrario. Le pido que me dé sus ideas, y él cree que los dibujos son de su creación, como es cierto. Ahora no tengo que esforzarme por venderle nada. Él compra solo.
Dejar que la otra persona sienta que la idea es suya no sólo funciona en los negocios o la política, sino también en la vida familiar. Paul M. Davis, de Tulsa, Oklahoma, le contó a su clase cómo aplicaba este principio.

  —Mi familia y yo pasamos una de las vacaciones más interesantes que hayamos tenido. Yo soñaba desde hacía mucho tiempo con visitar sitios históricos como el campo de batalla de Gettysburg, el Salón de la Independencia en Filadelfia, y la capital de la nación. En la lista de cosas que quería ver figuraban en lugar prominente el Valle Forge, Jamestown y la aldea colonial restaurada de Williamsburg.

 
    En marzo mi esposa Nancy dijo que tenía ciertas ideas para nuestras vacaciones de verano, que incluían una gira por los estados del oeste, visitando puntos de interés en Nuevo México, Arizona, California y Nevada. Hacía años que quería realizar este viaje. Obviamente, no podíamos satisfacer ambos deseos.

    Nuestra hija Anne terminaba de hacer un curso en la secundaria sobre historia nacional, y se había interesado mucho en los hechos que conformaron el crecimiento de nuestro país. Le pregunté si le gustaría visitar los sitios sobre los que había estado estudiando, en nuestras próximas vacaciones. Dijo que le encantaría hacerlo.

    «Dos noches después, sentados a la cena, Nancy anunció que si todos estábamos de acuerdo, en las vacaciones de verano haríamos un viaje por los estados del este, lo que sería instructivo para Anne e interesante para todos nosotros. No hubo objeciones.»
Esta misma psicología fue utilizada por un fabricante de aparatos de rayos X para vender su equipo a uno de los más grandes hospitales de Brooklyn. Este hospital iba a construir un nuevo pabellón y se disponía a equiparlo con el mejor consultorio de rayos X que hubiera en el país. El Dr. L., a cargo del departamento de rayos, se veía abrumado por vendedores que defendían entrañablemente las ventajas de sus respectivos equipos.

  Pero un fabricante fue más hábil que los demás. Sabía más acerca de la forma de tratar con las personas. Escribió al Dr. L. una carta concebida más o menos en estos términos:

 
    Nuestra fábrica ha completado recientemente una serie de aparatos de rayos X. La primera partida de estas máquinas acaba de llegar a nuestros salones de venta. No son perfectas. Lo sabemos y queremos mejorarlas. Nos sentiríamos profundamente agradecidos a usted si pudiera dedicarnos el tiempo necesario para estudiar estos aparatos y darnos sus impresiones acerca de la forma en que pueden ser más útiles a su profesión. Sabiendo lo ocupado que está usted, me complacerá enviarle mi automóvil a buscarlo, a la hora que usted decida.

    Me sorprendió recibir aquella carta —dijo el Dr. L., al relatar este incidente ante nuestra clase—. Quedé sorprendido y halagado. Jamás un fabricante de aparatos de rayos X me había pedido consejo. Me sentí importante. Estaba ocupado, tan ocupado que no tenía libre una sola noche de aquella semana, pero dejé sin efecto un compromiso para una comida, a fin de revisar aquellos aparatos. Cuanto más los estudiaba, tanto más descubría, por mi propia cuenta, que me gustaban mucho
«Nadie había tratado de vendérmelos. Consideré que la idea de comprar aquel equipo era mía, solamente mía. Yo mismo me convencí de su superior calidad y ordené que fuera instalado en el hospital.»
 

  Ralph Waldo Emerson, en su ensayo «Autodependencia», dijo: «En todo trabajo de genio reconocemos nuestras propias ideas desechadas: vuelven a nosotros con cierta majestad ajena».

  El coronel Edward H. House tenía una enorme influencia en los asuntos nacionales e internacionales cuando Woodrow Wilson ocupaba la Casa Blanca. Wilson recurría al coronel House para pedirle consejos y ayuda en secreto, más que a cualquier otra persona, sin exceptuar los miembros de su gabinete.

  ¿Qué método empleaba el coronel para influir sobre el presidente? Afortunadamente, lo sabemos, porque el mismo House lo reveló a Arthur D. Howden Smith, quien lo refirió en un artículo aparecido en el diario The Saturday Evening Post.

 
    «Una vez que llegué a conocer bien al presidente —relató House— supe que el mejor medio para convertirlo a cualquier idea era dársela a conocer como al pasar, pero interesándolo en ella, de modo de hacerle pensar en esa idea por su propia cuenta. La primera vez que utilicé este sistema fue por accidente. Yo lo había visitado en la Casa Blanca, y recomendado una política que él parecía rechazar. Pero unos días después, en una comida, me sorprendió oírle proponer mi indicación como si fuera de él.»
House no lo interrumpió para decirle: «Esa idea no es suya. Es mía». No. House no iba a hacer tal cosa. Era demasiado diestro para hacerlo. No le interesaba darse importancia. Quería resultados. Por eso dejó que Wilson siguiera creyendo que la idea era suya. Aun más; anunció públicamente que Wilson era el autor de esas ideas.

  Recordemos que las personas con quienes entraremos mañana en contacto serán por lo menos tan humanas como Woodrow Wilson. Utilicemos, pues, la técnica del coronel House.

  Un hombre de la hermosa provincia canadiense de Nueva Brunswick utilizó esta técnica conmigo hace algún tiempo y me ganó como cliente. Por aquel entonces yo pensaba hacer una excursión de pesca y de remo por Nueva Brunswick. Escribí a la oficina de turismo para pedir información. Mi nombre y dirección, evidentemente, aparecieron en una lista pública, porque me vi inmediatamente asediado por cartas y folletos y revistas de campamentos y guías para veraneantes. Yo estaba atónito. No sabía cuál elegir. Pero el dueño de uno de los campamentos hizo algo muy hábil. Me envió los nombres y números telefónicos de varias personas de Nueva York que habían ido a su campamento, y me invitó a descubrir por mi cuenta qué me podía ofrecer. Con gran sorpresa vi que conocía a un hombre que figuraba en la lista. Le hablé por teléfono, supe cuál había sido su experiencia en el campamento, y luego telegrafié al dueño la fecha de mi llegada. Los demás habían tratado de convencerme, pero este hombre no: éste medejó que yo decidiera. Y fue quien ganó.

  Hace veinticinco siglos el sabio chino Lao Tsé dijo ciertas cosas que los lectores de este libro podrían utilizar hoy:

 
    «La razón por la cual los ríos y los mares reciben el homenaje de cien torrentes de la montaña es que se mantienen por debajo de ellos. Así son capaces de reinar sobre todos los torrentes de la montaña. De
igual modo, el sabio que desea estar por encima de los hombres se coloca debajo de ellos; el que quiere estar delante de ellos, se coloca detrás. De tal manera, aunque su lugar sea por encima de los hombres, éstos no sienten su peso; aunque su lugar sea delante de ellos, no lo toman como insulto.»
 

  REGLA 7

  Permita que la otra persona sienta que la idea es de ella
UNA FÓRMULA QUE LE RESULTARÁ MARAVILLOSA

  Recuerde que la otra persona puede estar equivocada por completo. Pero ella no lo cree. No la censure.

  Cualquier tonto puede hacerlo. Trate de comprenderla. Sólo las personas sagaces, tolerantes, excepcionales, tratan de proceder así.

  Hay una razón por la cual la otra persona piensa y procede como lo hace. Descubra esa razón oculta y tendrá la llave de sus acciones, quizá de su personalidad.
Trate honradamente de ponerse en el lugar de la otra persona. Si usted llegara a decirse: «¿Qué pensaría; cómo reaccionaría yo si estuviera en su lugar?», habrá ahorrado mucho tiempo e irritación, pues «al interesarnos en las causas es menos probable que nos disgusten los efectos». además, habrá aumentado usted considerablemente su habilidad para tratar con la gente.

  «Deténgase usted un minuto —dice Kenneth M. Goode en su libro Cómo convertir a la gente en oro— a destacar el contraste de su hondo interés por los asuntos propios con su escaso interés por todo lo demás. Comprenda, entonces, que todos los demás habitantes del mundo piensan exactamente lo mismo.

  Entonces, junto con Lincoln y Roosevelt, habrá captado usted la única base sólida en relaciones interpersonales: que el buen éxito en el trato con los demás depende de que se capte con simpatía el punto de vista de la otra persona.»

  Sam Douglas, de Hampstead, Nueva York, solía decirle a su esposa que pasaba demasiado tiempo trabajando en el jardín, sacando malezas, fertilizando, cortando la hierba dos veces por semana, a pesar de todo lo cual el jardín no lucía mucho mejor que cuatro años atrás, cuando se habían mudado a esa casa. Naturalmente, ella quedaba deprimida por estos comentarios, y cada vez que él los hacía, la velada quedaba arruinada.

  Después de seguir nuestro curso, el señor Douglas comprendió qué tonto había sido durante todos esos años. Nunca se le había ocurrido que a su esposa podía agradarle hacer ese trabajo, y también podría agradarle oír un elogio a su laboriosidad.

  Una noche después de la cena, su esposa dijo que quería salir a arrancar unas malezas, y lo invitó a acompañarla. Al principio él se sintió tentado de no aceptar, pero después lo pensó mejor y salió con ella y la ayudó a arrancar malezas. Ella quedó visiblemente complacida, y pasaron una hora trabajando y charlando muy contentos
Desde esa vez, la ayudó siempre en la jardinería, y la felicitó con frecuencia por lo bien que se veía el prado, el trabajo fantástico que estaba haciendo a pesar de lo malo del terreno. Resultado: una vida más feliz para los dos, gracias a que él aprendió a ver las cosas desde el punto de vista de ella… aunque se tratara de algo tan nimio como unas malezas.

  En su libro Cómo llegar a la gente[6], el doctor Gerald S. Nirenberg comentó: «Se coopera eficazmente en la conversación cuando uno muestra que considera las ideas y sentimiento de la otra persona tan importantes como los propios. El modo de alentar al interlocutor a tener la mente abierta a nuestras ideas, es iniciar la conversación dándole claras indicaciones sobre nuestras intenciones, dirigiendo lo que decimos por lo que nos gustaría oír si estuviéramos en la piel del otro, y aceptando siempre sus puntos de vista».

  Durante años he pasado muchos de mis ratos de ocio caminando y andando a caballo en un parque cercano a mi casa. Como los druidas de la antigua Galia, yo veneraba los robles, de manera que todos los años me afligía ver los arbustos y matorrales asesinados por fuegos innecesarios. Esos fuegos no eran causados por fumadores descuidados. Casi todos eran producidos por niños que iban al parque a convertirse en exploradores y a asar una salchicha bajo los árboles. A veces estos incendios cundían tanta que era menester llamar a los bomberos para luchar contra las llamas.

  Al borde del parque había un cartel que amenazaba con multa y prisión a todo el que encendiera fuego; pero el cartel estaba en una parte poco frecuentada del parque y pocos niños lo veían. Un policía montado debía cuidar el parque; pero no se tomaba muy en serio estos deberes, y los incendios seguían propagándose verano tras verano
En una ocasión corrí hasta un policía y le dije que un incendio se estaba propagando rápidamente ya y que debía avisar al cuartel de bomberos; y me respondió despreocupadamente que no era cuestión suya, pues no estaba en su jurisdicción. Desde entonces, cuando salía a caballo, iba yo constituido en una especie de comité individual para proteger los bienes públicos. Me temo que en un principio no intenté siquiera comprender el punto de vista de los niños. Cuando veía una hoguera entre los árboles, tanto me afligía el hecho, tanto deseaba hacer lo que correspondía, que hacía lo que no correspondía. Me acercaba hasta los niños, les advertía que se les podía encarcelar por encender fuego, les ordenaba que lo apagaran, con tono de mucha autoridad; y si se negaban los amenazaba con hacerlos detener. Yo descargaba mis sentimientos, sin pensar en los otros.

  ¿El resultado? Los niños obedecían, de mala gana y con resentimiento. Lo probable es que, una vez que me alejaba yo, volvieran a encender su hoguera, y con muchos deseos de incendiar el parque entero.

  Al pasar los años creo haber adquirido un poco de conocimiento de las relaciones humanas, algo más de tacto, mayor tendencia a ver las cosas desde el punto de vista del prójimo. Así, pues, años más tarde, al ver una hoguera en el parque, ya no daba órdenes, sino que me acercaba a decir algo como esto:

  ¿Se están divirtiendo, muchachos? ¿Qué van a hacer de comida? Cuando yo era niño, también me gustaba hacer hogueras como esta, y todavía me gusta. Pero ya saben ustedes que son peligrosos los fuegos en el parque. Yo sé que ustedes no quieren hacer daño; pero hay otros menos cuidadosos.

  Llegan y los ven junto a la hoguera, se entusiasman y encienden otra, y no la apagan cuando se marchan, y se propaga a las hojas secas y mata los árboles. Si no ponemos un poco más de cuidado no nos quedarán árboles en el parque. Ustedes podrían ir a la cárcel por lo que hacen, pero yo no quiero hacerme el mandón y privarlos de este placer. Lo que me gusta es ver que se divierten, pero, ¿por qué no quitan las hojas secas alrededor del fuego? Y
cuando se marchen, tendrán cuidado de tapar las brasas con mucha tierra, ¿verdad? La próxima vez que quieran divertirse, ¿por qué no encienden el fuego allá en el arenal? Allá no hay peligro alguno… Gracias, muchachos. Que se diviertan. ¡Qué diferencia notaba cuando hablaba así! Conseguía que los niños quisieran cooperar. Nada de asperezas ni de resentimientos. No les obligaba a obedecer mis órdenes. Les dejaba salvar las apariencias. Ellos quedaban contentos, y yo también porque había encarado la situación teniendo en cuenta el punto de vista de los demás.

  Ver las cosas según el punto de vista ajeno puede facilitarlo todo cuando los problemas personales se vuelven abrumadores. Elizabeth Novak, de Nueva Gales del Sur, Australia, estaba atrasada seis semanas en el pago de las cuotas de su auto.

 
    —Un viernes —contó—, recibí un desagradable llamado telefónico del hombre que se ocupaba de mi cuenta,para informarme que si no me presentaba con U$S 122 el lunes a la mañana, la compañía iniciaría acciones legales contra mi persona. No tuve modo alguno de reunir el dinero durante el fin de semana, por lo que, al recibir otro llamado de la misma persona el lunes a la mañana, anticipé lo peor. En lugar de derrumbarme, traté de ver la situación desde el punto de vista de este hombre. Me disculpé con la mayor sinceridad posible por causarle tantos inconvenientes, y le hice notar que yo debía de ser la clienta que más problemas le traía, pues no era la primera vez que me demoraba en los pagos. Su tono de voz cambió inmediatamente, y me tranquilizó diciéndome que yo estaba muy lejos de ser uno de sus clientes realmente problemáticos. Me contó algunos ejemplos de lo groseros que podían llegar a ser sus clientes en ocasiones, cómo le mentían o trataban de evitar hablar con él. No dije nada. Lo es
cuché y dejé que descargara en mí sus problemas. Después, sin que mediara ninguna sugerencia de mi parte, dijo que no tenía tanta importancia si no podía pagar de inmediato. Estaría bien con que le pagara U$S 20 a fin de mes y me pusiera al día cuando pudiera.
 

  Mañana, antes de pedir a alguien que apague una hoguera o compre su producto o contribuya a su caridad favorita, ¿por qué no cierra usted los ojos y trata de verlo todo desde el punto de vista de la otra persona? Pregúntese: ¿Por qué esta persona va a querer hacerlo? Es cierto que esto le llevará tiempo; pero le ayudará a lograr amigos y a obtener mejores resultados, con menos fricción y menos trabajo.

  «Yo prefiero caminar dos horas por la acera frente a la oficina de un hombre a quien debo entrevistar —dijo el decano de la escuela de negocios de Harvard, Sr. Donham—, antes que entrar en su oficina sin una idea perfectamente clara de lo que voy a decirle y de lo que es probable que él, según mis conocimientos de sus intereses y motivos, ha de responderme.»

  Esto es de tal importancia que voy a repetirlo:

  Yo prefiero caminar dos horas por la acera frente a la oficina de un hombre a quien debo entrevistar, antes que entrar en su oficina sin una idea perfectamente clara de lo que voy a decirle y de lo que es probable que él, según mis conocimientos de sus intereses y motivos, ha de responderme
Si como resultado de la lectura de este libro consigue usted tan sólo una cosa, una mayor tendencia a pensar siempre en términos del punto de vista ajeno, y a ver las cosas desde ese punto de vista tanto como desde el suyo; si tan sólo ese resultado logra de la lectura de este libro, bien puede resultar uno de los pasos culminantes de su carrera.

  REGLA 8

  Trate honradamente de ver las cosas desde el punto de vista de la otra persona

LO QUE TODOS QUIEREN

  ¿No le gustaría tener una frase mágica que sirva para detener las discusiones, para eliminar malos sentimientos, crear buena voluntad y hacer que se lo escuche atentamente?

  ¿Sí? Pues bien, aquí está. Comience diciendo: «Yo no lo puedo culpar por sentirse como se siente. Si yo estuviera en su lugar, no hay duda de que me sentiría de la misma manera»
Una frase como esa suavizará a la persona más pendenciera del mundo. Y usted puede pronunciarla con toda sinceridad, porque si estuviera usted en el lugar del otro es evidente que pensaría como él. Un ejemplo. Tomemos a Al Capone. Supongamos que usted hubiera heredado el mismo cuerpo y el temperamento y el cerebro que heredó Al Capone. Supongamos que hubiese tenido usted su misma educación, sus experiencias y ambiente. Sería usted precisamente lo que él era, y estaría donde estuvo él. Porque esas cosas —y solamente esas cosas— son las que lo han hecho como es.

  La única razón, por ejemplo, de que no sea usted una víbora de cascabel, es que sus padres no eran víboras de cascabel.

  Muy poco crédito merece usted por ser lo que es, y recuerde también que muy poco descrédito merece por ser como es la persona que se le acerca irritada, llena de prejuicios, irrazonable. Tenga compasión del pobre diablo.

  Apiádese de él. Simpatice con él. Dígase: «Ese, si no fuera por la gracia de Dios, podría ser yo».

  Las tres cuartas partes de las personas con quienes se encontrará usted mañana tienen sed de simpatía. Déles esa simpatía, y le tendrán cariño.

  Yo pronuncié cierta vez una conferencia radiotelefónica acerca de la autora de “Mujercitas”, Louisa May Alcott. Naturalmente, yo sabía que había vivido y escrito sus libros inmortales en Concord, Massachusetts.

  Pero, sin pensar en lo que decía, hablé de una visita hecha por mí a su viejo hogar en Concord, Nueva Hampshire. Si hubiese dicho Nueva Hampshire sólo una vez, se me podría haber perdonado. Pero, desgraciadamente, lo dije dos veces. Me vi asediado por cartas y telegramas, agrios mensajes que giraban en torno a mi indefensa cabeza como un enjambre de avispas. Muchos de ellos mostraban indignación. Unos pocos eran insultantes. Una dama colonial, criada en Concord, Massachusetts, y residente por entonces en Filadelfia, volcó en mí su ira más ardiente
No podría haberse mostrado más punzante si yo hubiese dicho que la Srta. Alcott pertenecía a una tribu de caníbales. Al leer la carta, reflexioné: «Gracias a Dios que no me he casado con esta señora». Tuve impulsos de escribirle manifestándole que, si bien yo había cometido un error geográfico, ella lo había cometido en cuanto a cortesía. Esa iba a ser mi frase inicial. Después, ya vería lo que pensaba de ella. Pero no lo hice. Me dominé. Comprendí que cualquier tonto acalorado haría lo mismo. Yo quería estar por encima de los tontos. Por eso decidí tratar de convertir esa hostilidad en amistad. Sería una especie de desafío, una especie de juego para mí. Me dije: «Después de todo, si yo estuviera en su lugar, pensaría probablemente lo mismo que ella». Así, pues, decidí simpatizar con su punto de vista.

  Tuve que ir a Filadelfia, y no tardé en llamarla por teléfono. La conversación fue algo así:

  YO: Señora Fulana de Tal, usted me escribió una carta hace pocas semanas, y quiero darle las gracias.

  ELLA (en tono culto, bien educado): ¿Con quién tengo el honor de hablar?

  YO: Usted no me conoce. Me llamo Dale Carnegie. Hace unos pocos domingos di una conferencia sobre Louisa May Alcott, y cometí el error imperdonable de decir que había vivido en Concord, Nueva Hampshire. Fue un error estúpido y quiero pedirle disculpas. Fue usted muy amable al dedicar parte de su tiempo a escribirme.

  ELLA: Siento mucho, Sr. Carnegie, haberle escrito como lo hice. Perdí el tino. Quiero que me disculpe.

  YO: ¡No, no! No es usted quien debe pedir disculpas, sino yo. Un niño no habría cometido el error que hice yo. Pedí disculpas por radio el domingo siguiente, pero quiero pedírselas personalmente ahora.

  ELLA: Es que yo nací en Concord, Massachusetts. Mi familia se ha destacado en ese estado durante dos siglos, y yo estoy muy orgullosa de todo lo que se refiere a Massachusetts. Me afligió mucho, en verdad, oírle decir que la Srta. Alcott nació en Nueva Hampshire. Pero estoy avergonzada de esa carta
YO: Le aseguro que usted no pudo afligirse ni la décima parte de lo que me afligí yo. Mi error no lastimó a Massachusetts, pero a mí sí. Pocas veces las personas de su posición y su cultura tienen tiempo para escribir a quienes hablan por radio, y abrigo la esperanza de que me escribirá otra vez si nota algún error en mis conferencias.

  ELLA: Quiero que sepa que me ha gustado mucho la forma en que acepta usted mis críticas. Debe ser usted muy simpático. Me gustaría conocerlo mejor. Así, pidiendo disculpas y simpatizando con su punto de vista, logré que ella se disculpara y simpatizara con el mío. Tuve la satisfacción de dominar mi mal genio, la satisfacción de devolver bondad por un insulto. Y me divertí mucho más al conseguir la simpatía de esa mujer que si le hubiera dicho que se arrojara de cabeza al río.

  Todo hombre que ocupa la Casa Blanca se ve diariamente ante espinosos problemas de relaciones humanas. El presidente Taft no fue una excepción, y por experiencia conoció el enorme valor químico de la simpatía para neutralizar el ácido de los resquemores. En su libro “Etica en Servicio”, Taft da un ejemplo bastante divertido sobre la forma en que suavizó la ira de una madre decepcionada y ambiciosa.

  Una señora de Washington —escribe Taft— cuyo marido tenía cierta influencia política, trató conmigo durante seis semanas o más a fin de que designara a su hijo para cierto cargo. Consiguió la ayuda de senadores y representantes en número formidable, y los acompañaba a verme para cuidar que defendieran bien su pedido. El cargo requería una preparación técnica y, según las recomendaciones del cuerpo administrativo, designé a otra persona. Entonces recibí una carta de la madre, diciéndome que yo era un desagradecido, por haberme negado a convertirla en una mujer feliz con un trazo de mi pluma. Se quejaba, además, de haber trabajado con los legisladores de su estado para conseguir todos los votos en favor de un proyecto en que yo estaba especialmente interesado, y que esta era la forma en que yo le pagaba
Cuando uno recibe una carta así, lo primero que hace es pensar cómo puede mostrar severidad con una persona que ha cometido una impropiedad, o aun cierta impertinencia. Entonces escribe uno la respuesta. Pero, si es prudente, guarda la carta en un cajón y cierra el cajón con llave. La saca uno a los dos días -estas comunicaciones pueden retrasarse siempre dos días- y entonces no la envía ya. Ese es el camino que seguí yo. Pasados dos días me senté a escribir otra carta, una carta tan cortés como pude, en la cual decía comprender la decepción maternal en las circunstancias, pero que en verdad el nombramiento no dependía solamente de mis preferencias personales, que tenía que elegir a una persona con experiencia técnica y, por lo tanto, había tenido que seguir las recomendaciones del cuerpo administrativo. Expresaba la esperanza de que su hijo realizara en el cargo que ocupaba, las esperanzas que en él depositaba la madre.

  Esto la calmó, y me escribió para decirme que lamentaba haberme enviado la primera carta.

  «Pero el nombramiento no fue confirmado en seguida, y al cabo de un tiempo recibí una carta que figuraba ser del marido de esta mujer, aunque la letra era la misma de antes. Se me informaba en esa carta que, debido a la postración nerviosa sufrida por la decepción de la señora en este caso, había tenido que ponerse en cama y sufría ahora un grave cáncer al estómago. ¿No querría yo devolverle la salud, retirando el primer candidato y reemplazándolo por su hijo? Tuve que escribir otra carta, esta vez al marido, para decirle que esperaba que el diagnóstico no fuera exacto, que lo acompañaba en la pena que debía producirle la enfermedad de su esposa, pero que me era imposible retirar el nombre del candidato al cargo. El hombre por mí designado fue confirmado, y dos días después de
haber recibido esa carta dimos una fiesta en la Casa Blanca. Las primeras dos personas que llegaron a saludar a mi esposa y a mí fueron el marido y la mujer del caso, a pesar de que ella había estado in articulo mortis tan poco tiempo antes.»

  Jay Mangum representaba a una compañía de mantenimiento de ascensores y escaleras mecánicas en Tulsa, Oklahoma, que tenía el contrato de mantenimiento de las escaleras mecánicas de uno de los principales hoteles de Tulsa. El director del hotel no quería clausurar las escaleras por más de dos horas seguidas, debido a los inconvenientes que eso causaría a los pasajeros. La reparación que debía hacerse insumiría por lo menos ocho horas, y la compañía no disponía de un mecánico especializado en todo momento, como habría sido necesario para satisfacer al hotel.

  Cuando el señor Mangum logró agendar a un buen mecánico para hacer el trabajo, llamó al gerente del hotel y en lugar de discutir con él para obtener el tiempo necesario, le dijo:

  —Rick, sé que su hotel tiene muchos pasajeros y a usted le gustaría que la clausura de las escaleras mecánicas se redujera a un mínimo. Entiendo su preocupación por este punto, y haré todo lo posible por acomodarme. No obstante, después de estudiar la situación hemos llegado a la conclusión de que si no hacemos el trabajo completo ahora, la escalera podría sufrir un perjuicio más serio, y la clausura a la larga sería más prolongada. Estoy seguro de que usted no querrá causarle ese inconveniente a sus pasajeros durante varios días seguidos.

  El gerente debió admitir que un cierre de ocho horas seguidas era preferible a uno de varios días.

  Simpatizando con el deseo del gerente de mantener felices a sus pasajeros, el señor Mangum pudo hacerlo pensar como él, fácilmente y sin rencores.
Joyce Norris, una profesora de piano de St. Louis, Missouri, contó cómo había manejado un problema que las profesoras de piano suelen tener con chicas adolescentes. Babette tenía uñas excepcionalmente largas. Lo cual es un inconveniente serio para quienquiera que desee ejecutar el piano con buena y brillante técnica. La señora Norris nos contó:

  —Yo sabía que sus uñas largas serían una barrera a su deseo de aprender a tocar bien. Durante nuestras conversaciones antes de iniciar las lecciones, no le dije nada sobre las uñas. No quería desalentarla al comenzar el estudio, y además sabía que no querría perder esas uñas de las que se enorgullecía y cuidaba tanto.

  Después de la primera lección, cuando sentí que era el momento adecuado, le dije:

  —Babette, tienes manos atractivas y uñas hermosas. Si quieres tocar el piano tan bien como puedes hacerlo, y como te gustaría, te sorprenderá ver cuánto te ayudará tener las uñas algo recortadas. Piénsalo, ¿eh? —Hizo un gesto que representaba una negativa absoluta. Hablé con su madre sobre esta situación, pero sin olvidar hacer mención de lo hermosas que eran sus uñas. Otra reacción negativa. Era evidente que las hermosas uñas manicuradas de Babette eran importantes para ella.

  A la semana siguiente Babette volvió para la segunda lección. Para mi sorpresa, se había cortado las uñas. La felicité y la elogié por haber hecho el sacrificio. También le agradecí a la madre por haber ejercido su influencia para que Babette se cortara las uñas. La respuesta de la madre fue:

  «—Oh, yo no tuve nada que ver con el asunto. Ella decidió hacerlo por sí misma, y es la primera vez que se ha cortado las uñas por pedido de alguien.»
¿La señora Norris amenazó a Babette? ¿Le dijo que se negaría a darle clases a una estudiante con uñas largas? No, nada de eso. Le informó a Babette que sus uñas eran hermosas, y que sería un sacrificio cortárselas. Fue como si le dijera: «Me pongo en tu lugar: sé que no será fácil, pero la recompensa será un desarrollo musical más rápido».

  S. Hurok fue probablemente el primer empresario musical de los Estados Unidos. Durante un quinto de siglo ha dirigido artistas, artistas tan famosos como Chaliapin, Isadora Duncan y la Pavlova. El Sr. Hurok me dijo que una de las primeras lecciones que aprendió al tratar con estas estrellas llenas de temperamento se refería a la necesidad de mostrar simpatía, simpatía y más simpatía por su ridícula idiosincrasia.

  Durante tres años fue empresario de Feodor Chaliapin, uno de los más grandes bajos que ha conocido el mundo. Pero Chaliapin era un problema constante. Se comportaba como un niño mal criado. La frase de Hurok es inimitable: «Era un infierno de tipo en todo sentido».

  Por ejemplo, Chaliapin llamaba un día al Sr. Hurok, a mediodía, para decirle:

  —Me siento muy mal. Tengo la garganta inflamada. Me va a ser imposible cantar esta noche.

  ¿Discutía con él el Sr. Hurok? Jamás. Ya sabía que un empresario no podía tratar así con los artistas.

  Corría al hotel de Chaliapin, lleno de compasión.

  —¡Qué lástima! —se lamentaba—. ¡Qué lástima! Pobre amigo mío. Es claro que no podrá cantar. Ahora mismo voy a cancelar el concierto. No le costará más que una gran cantidad de dinero, pero eso no es nada comparado con su reputación.

  Entonces suspiraba Chaliapin, y decía
—Quizá sea mejor que vuelva usted más tarde. Venga a verme a las cinco y ya veremos cómo me encuentro entonces.

  A las cinco volvía Hurok al hotel, siempre lleno de simpatía y compasión. Insistía en que debía cancelarse el concierto, y otra vez suspiraba Chaliapin y decía:

  —Bueno, quizá sea mejor que vuelva más tarde. Quizás esté mejor entonces.

  A las 7.30 el gran bajo aceptaba cantar pero con la condición de que Hurok apareciera primero en el escenario de la Opera Metropolitana para anunciar que Chaliapin sufría un resfriado y no estaba esa noche en plena posesión de su voz. El Sr. Hurok debía mentir, pero dijo que así lo haría, porque sabía que esa era la única manera de conseguir que el gran bajo se presentara en público.

  El Dr. Arthur I. Gates dice en su espléndido libro “Psicología educacional”: La especie humana ansía universalmente la simpatía. El niño muestra a todos unas lastimaduras; o aún llega a infligirse un tajo o un machucón para que se conduelan de él. Con el mismo fin los adultos muestran sus cicatrices, relatan sus accidentes, enfermedades, especialmente los detalles de sus operaciones quirúrgicas. La 'autocondolencia' por los infortunios reales o imaginarios es, en cierto modo, una práctica casi universal».

  De manera que si usted quiere que los demás piensen como usted, ponga en práctica la…

  REGLA 9

  Muestre simpatía por las ideas y deseos de la otra persona
UN LLAMADO QUE GUSTA A TODOS

  Yo me crié en el linde del país de Jesse James en Missouri, y he visitado la granja de los James, en Kearney, Missouri, donde vive todavía el hijo del bandolero. Su esposa me ha narrado cómo Jesse asaltaba trenes y bancos y luego daba el dinero a granjeros vecinos para que pagaran sus hipotecas.

  Jesse James se consideraba, probablemente, un idealista en el fondo, tal como pensaron por su parte Dutch Schultz, «Dos Pistolas» Crowley, Al Capone y muchos otros grupos de «Padrinos» del crimen organizado dos ge
neraciones más tarde. Lo cierto es que todas las personas con quienes se encuentra usted -hasta la persona a quien ve en el espejo- tienen un alto concepto de ellas mismas, y quieren ser nobles y altruistas para su propio juicio.

  J. Pierpont Morgan observó, en uno de sus interludios analíticos, que por lo común la gente tiene dos razones para hacer una cosa: una razón que parece buena y digna, y la otra, la verdaderarazón.

  Cada uno piensa en su razón verdadera. No hay necesidad de insistir en ello. Pero todos, como en el fondo somos idealistas, queremos pensar en los motivos que parecen buenos. Así pues, a fin de modificar a la gente, apelemos a sus motivos más nobles.

  ¿Es este sistema demasiado idealista para aplicarlo a los negocios? Veamos. Tomemos el caso de Hamilton J. Farrell, de la Farrell-Mitchell Company, de Glenolden, Pennsylvania. El Sr. Farrell tenía un inquilino descontento, que quería mudarse de casa. El contrato de alquiler debía seguir todavía durante cuatro meses; pero el inquilino comunicó que iba a dejar la casa inmediatamente, sin tener en cuenta el contrato.

 
    Aquella familia —dijo Farrell al relatar el episodio ante nuestra clase— había vivido en la casa durante el invierno entero, o sea la parte más costosa del año para nosotros, y yo sabía que sería difícil alquilar otra vez el departamento antes del otoño. Pensé en el dinero que perderíamos, y me enfurecí.

    Ordinariamente, yo habría ido a ver al inquilino para advertirle que leyera otra vez el contrato. Le habría señalado que, en el caso de dejar la casa, podríamos exigirle inmediatamente el pago de todo el resto de su alquiler, y que yo podría, y haría, los trámites necesarios para cobrar.

    «Pero, en lugar de dejarme llevar por mis impulsos, decidí intentar otra táctica. Fui a verlo, y le hablé así: » —Señor Fulano; he escuchado lo que tiene que decirme, y todavía no creo que se proponga usted
mudarse. Los años que he pasado en este negocio me han enseñado algo acerca de la naturaleza humana, y desde un principio he pensado que usted es un hombre de palabra. Tan seguro estoy, que me hallo dispuesto a jugarle una apuesta.

    Escuche mi proposición. Postergue su decisión por unos días y piense bien en todo. Si, entre este momento y el primero de mes, cuando vence el alquiler, me dice usted que sigue decidido a mudarse, yo le doy mi palabra que aceptaré esa decisión como final. Le pemitiré que se mude y admitiré que me he equivocado. Pero todavía creo que usted es un hombre de palabra y respetará el contrato. Porque, al fin y al cabo, somos hombres o monos, y nadie más que nosotros debe decidirlo.

    «Bien: cuando llegó el mes siguiente, este caballero fue a pagarnos personalmente el alquiler. Dijo que había conversado con su esposa… y decidido quedarse en el departamento. Habían llegado a la conclusión de que lo único honorable era respetar el contrato.»
 

  Cuando el extinto Lord Northcliffe veía en un diario una fotografía suya que no quería que se publicara, escribía una carta al director. Pero no le decía: «Por favor, no publique más esa fotografía, pues no me gusta». No, señor, apelaba a un motivo más noble. Apelaba al respeto y al amor que todos tenemos por la madre. Escribía así: «Le ruego que no vuelva a publicar esa fotografía mía. A mi madre no le gusta».

  Cuando John D. Rockefeller, hijo, quiso que los fotógrafos de los diarios no obtuvieran instantáneas de sus hijos, también apeló a los motivos más nobles. No dijo: «Yo no quiero que se publiquen sus fotografías». No; apeló al d
seo, que todos tenemos en el fondo, de abstenernos de hacer daño a los niños. Así pues, les dijo: «Ustedes saben cómo son estas cosas. Algunos de ustedes también tienen hijos. Y saben que no hace bien a los niños gozar de demasiada publicidad».

  Cuando Cyrus H. K. Curtis, el pobre niño de Maine, iniciaba su meteórica carrera que lo iba a llevar a ganar millones como propietario del diario The Saturday Evening Post y The Ladies' Home Journal, no podía allanarse a pagar el precio que pagaban otras revistas por las contribuciones. No podía contratar autores de primera categoría. Por eso apeló a los motivos más nobles. Por ejemplo, persuadió hasta a Louisa May Alcott, la inmortal autora de Mujercitas, de que escribiera para sus revistas, cuando la Srta. Alcott estaba en lo más alto de su fama; y lo consiguió ofreciéndole un cheque de cien dólares, no para ella, sino para una institución de caridad. Tal vez diga aquí el escéptico: «Sí, eso está muy bien para Northcliffe o Rockefeller o una novelista sentimental. Pero, ya querría ver este método con la gente a quienes tengo que cobrar cuentas».

  Quizá sea así. Nada hay que dé resultado en todos los casos, con todas las personas. Si está usted satisfecho con los resultados que logra, ¿a qué cambiar? Si no está satisfecho, ¿por qué no hace la prueba?

  De todos modos, creo que le agradará leer este relato veraz, narrado por James L. Thomas, ex estudiante mío:

 
    Seis clientes de cierta compañía de automóviles se negaban a pagar sus cuentas por servicios prestados por la compañía. Ningún cliente protestaba por la cuenta total, pero cada uno sostenía que algún renglón estaba mal acreditado. En todos los casos los clientes habían firmado su conformidad por los trabajos realizados, de modo que la compañía sabía que tenía razón, y lo decía
Ese fue el primer error.

  Veamos los pasos que dieron los empleados del departamento de créditos para cobrar esas cuentas ya vencidas. ¿Cree usted que consiguieron algo?

  1. Visitaron a cada cliente y le dijeron redondamente que habían ido a cobrar una cuenta vencida hacía mucho tiempo.

  2. Dijeron con mucha claridad que la compañía estaba absoluta e incondicionalmente en lo cierto; por lo tanto, el cliente estaba absoluta e incondicionalmente equivocado.

  3. Dieron a entender que la compañía sabía de automóviles mucho más de lo que el cliente podría aprender jamás. ¿Cómo iba a discutir entonces el cliente?

  4. Resultado: discusiones.

  ¿Se consiguió, con estos métodos, apaciguar al cliente y arreglar la cuenta? No hay necesidad de que respondamos.

  Cuando se había llegado a tal estado de cosas, el gerente de créditos estaba por encargarle el problema a un batallón de abogados, pero afortunadamente el caso pasó a consideración del gerente general, quien investigó debidamente y descubrió que todos los clientes en mora tenían la reputación de pagar puntualmente sus cuentas. Había, pues, un error, un error tremendo en el método de cobranza.

  Llamó entonces a James L. Thomas y le encargó que cobrara esas cuentas incobrables.

  Veamos los pasos que dio el Sr. Thomas, según sus mismas palabras
1. «Mi visita a cada cliente fue también con el fin de cobrar una cuenta, que debía haber pagado mucho tiempo antes, y que nosotros sabíamos era una cuenta justa. Pero yo no dije nada de esto. Expliqué que iba a descubrir qué había hecho de malo, o qué no había hecho la compañía.»

    2. «Aclaré que, hasta después de escuchar la versión del cliente, yo no podía ofrecer una opinión. Le dije que la compañía no pretendía ser infalible.»

    3. «Le dije que sólo me interesaba su automóvil, y que él sabía de su automóvil más que cualquier otra persona; que él era la autoridad sobre este tema.»

    4. «Lo dejé hablar, y lo escuché con todo el interés y la simpatía que él deseaba y esperaba.»

    5. «Finalmente, cuando el cliente estuvo con ánimo razonable, apelé a su sentido de la decencia. Apelé a los motivos más nobles. Le dije así: —Primero, quiero que sepa que esta cuestión ha sido mal llevada. Se lo ha molestado e incomodado e irritado con las visitas de nuestros representantes. Nunca debió procederse así. Lo lamento y, como representante de la compañía, le pido disculpas. Al escuchar ahora su versión no he podido menos que impresionarme por su rectitud y su paciencia. Y ahora, como usted es ecuánime y paciente, voy a pedirle que haga algo por mí. Es algo que usted puede hacer mejor que cualquiera, porque usted sabe más que cualquiera. Aquí está su cuenta. Sé que no me arriesgo al pedirle que la ajuste, como lo haría si fuera el presidente de mi compañía. Dejo todo en sus manos. Lo que usted decida se hará. —¿Pagó la cuenta? Claro que sí, y muy complacido quedó al hacerlo. Las cuentas oscilaban entre 150 y 400 dólares, y ¿se aprovecharon los clientes? Sí, uno de ellos se neg
a pagar un centavo del renglón protestado, pero los otros cinco pagaron todo lo que decía la compañía. Y lo mejor del caso es que en los dos años siguientes entregamos automóviles nuevos a los seis clientes, encantados ahora de tratar con nosotros.»

    «La experiencia me ha enseñado —dijo el Sr. Thomas finalmente— que, cuando no se puede obtener un informe exacto acerca del cliente, la única base sobre la cual se puede proceder es la de presumir que es una persona sincera, honrada, veraz, deseosa de pagar sus cuentas, una vez convencida de que las cuentas son exactas. En otras palabras, más claras quizá, la gente es honrada y quiere responder a sus obligaciones. Las excepciones de esta regla son comparativamente escasas, y yo estoy convencido de que el individuo inclinado a regatear reaccionará favorablemente en casi todos los casos si se le hace sentir que se lo considera una persona honrada, recta y justa.»
 

  REGLA 10

  Apele a los motivos más nobles

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