Cómo ganar amigos e influir sobre las personas parte 03

«QUIEN PUEDE HACER ESTO TIENE AL MUNDO ENTERO CONSIGO; QUIEN NO PUEDE, MARCHA SOLO POR EL CAMINO»

  Yo iba a pescar al estado de Maine todos los veranos. Personalmente, me gustan sobremanera las fresas con crema; pero por alguna razón misteriosa los peces prefieren las lombrices. Por eso, como cuando voy de pesca no pienso en lo que me gusta a mí, sino en lo que prefieren los peces, no cebo el anzuelo con fresas y crema. En cambio, balanceo una lombriz o saltamontes frente al pez y le digo: «¿Te gustaría comer esto?»
¿Por qué no proceder con igual sentido común cuando se pesca a la gente?

  Así procedía Lloyd George, Primer Ministro inglés durante la Primera Guerra Mundial. Cuando alguien le preguntó cómo había conseguido continuar en el poder después de que todos los demás jefes de la guerra. —Wilson, Orlando, Clemenceau— habían desaparecido en el olvido, respondió que si se podía atribuir su permanencia en la cumbre a alguna cosa, era probablemente al hecho de que había aprendido que era necesario poner en el anzuelo el cebo capaz de satisfacer al pez.

  ¿Por qué hablar de lo que necesitamos o deseamos? Eso es infantil. Absurdo. Claro está que a usted le interesa lo que necesita o desea. Eso le interesa eternamente. Pero a nadie más le interesa. Los demás son como usted o como vo: les interesa lo que ellos desean o necesitan.

  De modo que el único medio de que disponemos para influir sobre el prójimo es hablar acerca de lo que él quiere, y demostrarle cómo conseguirlo.

  Recuerde esa frase mañana, cuando trate de lograr que alguien haga algo. Si, por ejemplo, no quiere que su hijo fume, no le predique, y no hable de lo que usted quiere; muéstrele, en cambio, que los cigarrillos pueden impedirle formar parte del equipo deportivo del colegio, o ganar la carrera de cien metros.

  Es bueno recordar esto, ya sea que se trate con niños o con terneros o con monos. Por ejemplo: Ralph Waldo Emerson y su hijo trataron un día de meter un ternero en el establo. Pero cometieron el error común de pensar solamente en lo que querían ellos: Emerson empujaba y su hijo tironeaba. Pero el tenero hacía como ellos: pensaba solamente en lo que quería; atiesó las patas, y se negó empecinadamente a salir del prado. Una criada irlandesa vio la dificultad en que estaban sus amos. No era capaz de escribir ensayos ni libros pero, al menos en esta ocasió
mostró más sentido común que Emerson. Pensó en lo que quería el ternero, puso un dedo maternal en la boca del ternero y lo dejó que chupara y chupara mientras lo conducía lentamente al establo.

  Todos los actos que ha realizado usted desde que nació se deben a que quería algo. ¿Y aquella vez que entregó una donación a la Cruz Roja? No es una excepción a la regla. Hizo esa donación a la Cruz Roja porque quería prestar ayuda, porque quería realizar un acto hermoso, altruista, divino. «Por cuanto lo has hecho para uno de los menores de este mi rebaño, lo has hecho para mí.»

  Si no hubiera querido usted alentar ese sentimiento más de lo que quería guardar el dinero, no habría hecho la contribución. Es claro que puede haberla efectuado porque le avergonzaba negarse o porque un cliente le pidió que la hiciera. Pero lo cierto es que la hizo porque quería algo.

  El profesor Henry A. Overstreet, en su ilustrativo libro Influenciando el comportamiento humano, dice: «La acción surge de lo que deseamos fundamentalmente… y el mejor consejo que puede darse a los que pretenden ser persuasivos, ya sea en los negocios, en el hogar, en la escuela o en la política es éste: primero, despertar en la otra persona un franco deseo. Quien puede hacerlo tiene al mundo entero consigo. Quien no puede, marcha solo por el camino».

  Andrew Carnegie, el pequeñuelo escocés empobrecido que comenzó a trabajar con una paga de dos centavos por hora y finalmente donó trescientos sesenta y cinco millones de dólares, aprendió en sus primeros años que el único medio de influir sobre la gente es hablar acerca de lo que el otro quiere. Fue a la escuela durante cuatro años solamente, y sin embargo aprendió a tratar con los demás.

  Para ilustrar: Su cuñada se hallaba preocupadísima por sus dos hijos, que estudiaban en Yale, pues tan ocupados estaban en sus cosas, que no escribían a casa y no prestaban atención a las frenéticas cartas de la madre.
Carnegie ofreció apostar cien dólares a que conseguiría una respuesta a vuelta de correo, sin pedirla siquiera. Alguien aceptó el reto. Carnegie escribió entonces a sus sobrinos una carta chacotona, en la que mencionaba como al pasar, en una posdata, el envío de cinco dólares para cada sobrino. Pero no adjuntó el dinero. A vuelta de correo llegaron respuestas que agradecían al «querido tío Andrew» su atenta carta y…ya sabe usted el resto.

  Otro ejemplo de persuasión proviene de Stan Novak, de Cleveland, Ohio, un participante de nuestro Curso. Una noche Stan volvió a casa del trabajo encontró a su hijo menor, Tim, pataleando y gritando en el piso de la sala. Al día siguiente debía empezar el jardín de infantes, y ahora protestaba diciendo que no iría. La reacción normal de Stan habría sido ordenarle al niño que fuera a su cuarto, y recomendarle que se hiciera a la idea de ir de todos modos. No le habría dejado alternativa. Pero, al reconocer que esto no ayudaría a Tim a iniciar con la mejor disposición su carrera escolar, Stan se detuvo a pensar:

  «Si yo fuera Tim, ¿qué podría gustarme en el jardín de infantes?» junto con su esposa, hicieron una lista de todas las cosas divertidas que haría Tim, como pintar con los dedos, cantar canciones, jugar con amigos nuevos, etc. Después pasó a la acción. «Todos empezamos a pintar con los dedos en la mesa de la cocina: mi esposa Lil, mi otro hijo Bob, y yo mismo, y nos divertimos mucho. Al poco rato asomó Tim a espiar. De inmediato, nos rogó que lo dejáramos participar. '¡Oh, no, tienes que ir al jardín de infantes a aprender a pintar con los dedos!' Con todo el entusiasmo que pude reunir, seguí adelante con la lista, hablándole en términos que pudiera entender, explicándole todo lo bueno que haría en el jardín de infantes. A la mañana siguiente fui el primero en levantarme. Bajé y encontré a Tim profundamente dormido en el sillón de la sala. `¿Qué estás haciendo aquí?' le pregunté. `Estoy esp
rando para ir al jardín de infantes. No quiero llegar tarde.`El entusiasmo de toda la familia había despertado en Tim la ansiedad por iniciar las clases, mucho más de lo que podría haberlo hecho la más persuasiva de las conversaciones».

  Mañana querrá usted persuadir a alguien de que haga algo. Antes de hablar, haga una pausa y pregúntese: «¿Cómo puedo lograr que quiera hacerlo?»

  Esa pregunta impedirá que nos lancemos impetuosamente a hablar inútilmente de todos nuestros deseos. En una época yo arrendaba el gran salón de baile de cierto hotel de Nueva York veinte noches por temporada, a fin de realizar una serie de conferencias.

  Al comenzar una temporada se me informó repentinamente que tendría que pagar casi el triple de alquiler. Esta noticia me llegó después de impresas y distribuidas las entradas, y hechos todos los anuncios.

  Naturalmente, yo no quería pagar ese aumento, pero ¿de qué me valdría hablar a la gerencia del hotel de lo que yo quería? Sólo les interesaba lo que querían ellos. Un par de días más tarde fui a ver al gerente.

  —Quedé algo sorprendido cuando recibí su carta —dije— pero no me quejo. Si yo hubiera estado en su situación, es probable que habría escrito una carta similar. Su deber, como gerente del hotel, es realizar todos los beneficios posibles. Si no procede así, lo despedirán, como es lógico. Pero tomemos un papel y escribamos las ventajas y desventajas que resultarán para el hotel si insiste en este aumento del alquiler.

  Tomé entonces una hoja de papel, tracé una línea por el medio, y encabecé una columna con la palabra «Ventajas» y la otra con «Desventajas».

  Bajo el título de «Ventajas» escribí estas palabras: «Salón de baile libre». Luego dije: —Tendrán ustedes la ventaja de quedarse con el salón de baile para alquilarlo para bailes y convenciones. Es una gran ventaja, porque esas fun
ciones le rendirán mucho mas dinero del que pueden conseguir con una serie de conferencias. Si comprometen el salón por veinte noches en el curso de la temporada, es casi seguro que perderán algunos negocios muy provechosos.

  «Ahora —agregué— consideremos las desventajas. Primero, en lugar de aumentar sus ingresos por lo que yo les pague, verán ustedes que disminuyen. En realidad, los van a perder del todo, porque no puedo pagar el alquiler que me piden. Me veré obligado a efectuar estas conferencias en algún otro local.

  Hay además otra desventaja para ustedes. Estas conferencias atraen multitudes de personas educadas y cultas. Se trata, pues, de una buena propaganda, ¿verdad? Lo cierto es que si gastaran ustedes cinco mil dólares en anuncios periodísticos no conseguirían atraer al hotel tanta gente como la que viene a estas conferencias. Esto vale mucho para el hotel, ¿verdad?»

  Mientras hablaba escribí estas dos «desventajas» bajo el título correspondiente, y entregué la hoja de papel al gerente, diciéndole:

  —Deseo que estudie cuidadosamente las ventajas y las desventajas que van a resultar para el hotel de esta decisión, y que después me haga conocer su resolución definitiva.

  Al día siguiente recibí una carta en que se me informaba que mi alquiler aumentaría sólo en cincuenta por ciento en lugar del trescientos por ciento. Recuérdese que obtuve esta reducción sin decir una palabra de lo que yo quería. No hablé más que de lo que quería el hotel, y cómo podría lograrlo.

  Supongamos que yo hubiese procedido en la forma humana, natural; que hubiera entrado violentamente en la oficina del gerente para decirle:
—¿Qué es esto de aumentarme el alquiler en trescientos por ciento cuando sabe que ya se han impreso y repartido las entradas, y efectuado todos los anuncios? ¡Trescientos por ciento! ¡Absurdo! ¡No lo voy a pagar!

  ¿Qué habría ocurrido entonces? Sencillamente, que habría comenzado una discusión, y ya se sabe cómo terminan las discusiones. Aunque yo hubiese convencido al gerente de su error, su orgullo habría hecho difícil que cediera.

  Veamos uno de los mejores consejos que jamás se han dado en cuanto al arte de las relaciones humanas. «Si hay un secreto del éxito —dijo Henry Ford— reside en la capacidad para apreciar el punto de vista del prójimo y ver las cosas desde ese punto de vista así como del propio.»

  Tan bueno es el consejo, que quiero repetirlo: «Si hay un secreto del éxito, reside en la capacidad para apreciar el punto de vista del prójimo y ver las cosas desde ese punto de vista así como del propio».

  Es tan sencillo, tan evidente, que cualquiera debería apreciar a primera vista la verdad que encierra; sin embargo el noventa por ciento de la gente de la tierra lo ignora el noventa por ciento de las veces.

  ¿Un ejemplo? Estudie las cartas que llegan a su escritorio mañana por la mañana y verá que casi todas ellas violan esta norma de sentido común. Veamos esta carta, escrita por el jefe del departamento de radio de una agencia de publicidad que tiene sucursales en todo el continente. Esta carta fue enviada a los gerentes de estaciones locales de radio en todo el país. (He fijado, entre paréntesis, mis reacciones ante cada párrafo.)

 
    Sr. Fulano de Tal Ciudad de Cual, Indiana, 46070.

    Estimado Sr. Fulano
La compañía Tal desea conservar su posición como principal agencia publicitaria en el terreno radiotelefónico.
 

  (¿A quién le interesa lo que desea su compañía? A mí me preocupan mis problemas. El banco va a ejecutar la hipoteca sobre mi casa, el jardín está lleno de plagas, el mercado de valores bajó ayer, perdí el tren de las 8.15 esta mañana, no me invitaron anoche al baile de los Pérez, el médico me dijo que tengo mucha presión arterial y neuritis y caspa. Y bien, ¿qué ocurre? Llego esta mañana a la oficina, preocupado, abro mi correspondencia, y me encuentro con un señor engreído que desde Nueva York se dedica a cacarear sobre lo que desea su compañía. ¡Bah! Si se diera cuenta de la impresión que hace esta carta, abandonaría el ramo de publicidad y se dedicaría a criar ovejas.)

 
    «Los contratos nacionales de publicidad de esta agencia fueron el baluarte de la primera cadena radiotelefónica. En los años sucesivos hemos ocupado en todas las estaciones más tiempo publicitario que cualquier otra agencia.»
 

  (Son ustedes ricos y poderosos y están en la cima, ¿verdad? ¿Y qué? A mí no me interesa para nada que sean ustedes tan grandes como la General Motors y la General Electric y el estado mayor del ejército, todos juntos. Si usted, señor, tuviera un asomo de sentido común habría comprendido que a mí me interesa cuán grande soy yo, y no ustedes. Toda esta charla sobre sus enormes triunfos me hace sentir pequeño y carente de importancia.
«Deseamos atender a nuestros clientes con la última palabra sobre información relativa a estaciones radiotelefónicas.»
 

  (¡Ustedes desean! ¡Ustedes! ¡Borrico! No me interesa lo que desea usted, ni lo que desea el Presidente de los Estados Unidos. Escuche de una vez por todas: me interesa lo que yo deseo, y de eso no ha dicho una sola palabra en toda la carta.)

 
    «Se servirá usted, por lo tanto, poner a la Compañía Tal en su lista de preferencia para el envío de informaciones semanales sobre su estación, todos los detalles que pueden resultar útiles para una agencia de nuestro carácter.»
 

  («Lista de preferencia.» ¡Qué desfachatez! Me hace sentir insignificante con toda esa referencia a su grandeza, y luego me pide que ponga a la compañía en la lista de preferencia, sin emplear siquiera una cortesía al pedirlo.)

 
    «Una pronta contestación de esta carta, con los últimos datos de esa estación, será mutuamente beneficiosa.»
 

  (¡Estúpido! Me envía usted una circular barata, una copia mimeografiada que se reparte por el país entero como las hojas de otoño, y tiene la osadía de pedirme, cuando estoy preocupado por la hipoteca y el jardín y mi presión, que me siente a dictar una nota personal en respuesta a su circular mimeografiada, y que la responda pronto. ¿Qué
es eso de «pronto»? ¿No sabe usted que yo estoy tan ocupado como usted, o al menos me gusta pensar que lo estoy? Y, ya que estamos en esto, ¿quién le dio derecho a impartirme órdenes…?

  Dice usted que será mutuamente beneficiosa. Al fin, al fin empieza usted a ver mi punto de vista. Pero, de todos modos, no me explica cómo puede ser beneficioso para mí.)

 
    Su seguro servidor,

    J. Zutano. Gerente del Departamento de Radio.

    «P. D. - La copia inclusa del `Diario de Cual' será de interés para usted y quizá quiera transmitirla por su estación.»
 

  (Finalmente, allí a lo último, en una posdata, menciona usted algo que puede ayudarme a resolver uno de mis problemas. ¿Por qué no empezó su carta por allí? Pero es inútil. Un hombre dedicado a publicidad,culpable de perpetrar tantas tonterías como me ha enviado usted, debe de padecer algo en la médula oblongada. Usted no necesita una carta con nuestras últimas novedades. Lo que necesita usted es un litro de yodo en la glándula tiroides.)

  Pero si un hombre que dedica su vida a la publicidad, y que se hace pasar por perito en el arte de influir sobre el público para que compre, si un hombre así escribe una carta de este tipo, ¿qué podemos esperar del carnicero o el panadero?
Aquí hay otra carta, escrita por el superintendente de una gran estación ferroviaria de cargas a un estudiante de este curso, Sr. Edward Vermylen. ¿Qué efecto tuvo esta carta en el hombre a quien fue dirigida? Leámosla y después lo diré.

 
    «A. Zerega's Sons, Inc., 28 Front Street, Brooklyn, N. Y. 11201.

    Atención: Sr. Edward Vermylen. Muy señores nuestros:

    Las operaciones en nuestra estación receptora de fletes para afuera son dificultosas porque una amplia proporción del movimiento total se nos entrega muy avanzada la tarde. Eso tiene por resultado congestiones, trabajo extraordinario para nuestro personal, retraso de los camiones y, en algunos casos, retraso del despacho de las consignaciones. El 10 de noviembre recibimos de esa compañía un lote de 510 piezas, que llegó aquí a las 16.20.

    Solicitamos su cooperación para impedir los efectos indeseables que surgen de la recepción tardía de consignaciones. Nos permitimos solicitar que, en los días en que envíen ustedes un volumen de mercadería como el que se recibió en la fecha mencionada, realicen ustedes un esfuerzo para hacer llegar más temprano el camión o entregarnos parte de la carga por la mañana.

    Ustedes obtendrían de tal cooperación la ventaja de una descarga más rápida de sus camiones, y la seguridad de que sus consignaciones serían despachadas en el día de su entrega en la estación.

    Su seguro servidor,

    J… B….Superintendente.
Después de leer esta carta, el Sr Vermylen, gerente de ventas de la casa A. Zerega's Sons, Inc., me la envió con el siguiente comentario: «Esta carta tuvo el efecto contrario del que se deseaba. La carta comienza describiendo las dificultades de la estación, que, en general, no nos interesan. Se pide luego nuestra cooperación, sin pensar en los inconvenientes que eso puede causarnos, y por fin, en el último párrafo, se menciona el hecho de que si cooperamos podremos obtener la descarga más rápida de nuestros camiones, y la seguridad de que nuestros envíos serán despachados en la fecha de su entrega en la estación.

  «En otras palabras, lo que más nos interesa es lo mencionado al final, y el efecto total de la carta es el de despertar un espíritu de antagonismo, más que de cooperación.»

  Veamos si podemos escribir mejor esta carta. No perdamos tiempo hablando de nuestros problemas. Según aconseja Henry Ford, comprendamos el punto de vista de la otra persona y veamos las cosas desde ese punto de vista así como del nuestro. Demos una muestra de la carta revisada. Quizá no sea la mejor pero, ¿no es mejor que el original?

 
    "Sr. Edward Vermylen

    C/o. A. Zerega's Sons, Inc., 28 Front Street, Brooklyn, N. Y. 11201.

    Estimado Sr. Vermylen:

    Su compañía es uno de nuestros buenos clientes desde hace catorce años. Naturalmente, agradecemos sobremanera ese patrocinio y ansiamos darle el servicio veloz y eficiente que merece. Lamentamos decir, sin embargo, que no nos es posible hacerlo cuando sus camiones nos hacen llegar una gran partida de mercadería en las últimas horas de la tarde, como ocurrió el 10 de noviembre. Sucede así porque muchos otros
clientes hacen también sus entregas en las últimas horas de la tarde y, naturalmente, esto produce una congestión. Como resultado de ello, sus camiones quedan inevitablemente detenidos en la estación, y a veces hasta se retrasa el envío de las mercancías al interior.

    Esta es una grave dificultad. ¿Cómo se puede evitar? Haciendo sus entregas en la estación por la mañana cuando les sea posible. Eso facilitará el movimiento de sus camiones, sus envíos obtendrán inmediata atención, y nuestro personal podrá retirarse temprano a gozar una comida con los deliciosos productos que ustedes fabrican.

    Cualquiera sea el momento en que lleguen sus envíos, haremos siempre todo lo posible por servirles con rapidez.

    Sé que usted está muy ocupado. Sírvase no molestarse en contestar esta nota.

    Lo saluda atte.

    J… B…, Superintendente.»
 

  Bárbara Anderson, empleada de un banco en Nueva York, deseaba mudarse a Phoenix, Arizona, en busca de mejor clima para la salud delicada de su hijo. Usando los principios que había aprendido en nuestro curso, escribió la siguiente carta a doce bancos de Phoenix:

 
    Estimado señor:

    Mis diez años de experiencia bancaria podrían resultar de interés para un banco en crecimiento como el suyo.
En distintos puestos de la operatoria bancaria con la Bankers Trust Company de Nueva York, hasta llegar a mi puesto actual de gerente de área, he adquirido conocimiento de todas las fases del mundo bancario, incluyendo relaciones entre depositantes, créditos, préstamos y administración interna.

    En mayo me trasladaré a Phoenix, y estoy segura de que si se me da la oportunidad podré contribuir al crecimiento de su institución. Llegaré a esa ciudad el 3 de abril, y le agradeceré que me permita mostrarle cómo puedo ayudar a su banco a alcanzar sus objetivos.

    Sinceramente Bárbara L. Anderson.
 

  ¿Recibió alguna respuesta a esta carta la señora Anderson? Once de los doce bancos la invitaron a presentarse para una entrevista, y posteriormente tuvo para elegir entre diversas ofertas de empleo. ¿Por qué? Porque la señora Anderson no les comunicó lo que ella quería; les escribió exclusivamente sobre cómo podía serles de utilidad a ellos; se concentró en los deseos de los bancos, no en los suyos.

  Miles de vendedores recorren hoy las calles, cansados, decepcionados, sin buena paga. ¿Por qué?

  Porque sólo piensan en lo que ellos quieren. No comprenden que ni usted ni yo queremos comprar nada.

  Si quisiéramos, saldríamos a comprarlo. Pero a usted y a mí nos interesa siempre resolver nuestros problemas. Y si un vendedor puede demostrarnos que sus servicios o sus productos nos ayudarán a resolver nuestros problemas, no tendrá que esforzarse por vendernos nada. Ya lo compraremos nosotros. Y un cliente desea creer que él es quien compra, no que hay quien le vende.

  Sin embargo, muchos hombres se pasan la vida como corredores de venta sin ver las cosas desde el punto de vista del cliente. Por ejemplo, yo viví durante muchos años en Forest Hills, pequeña comunidad de casas particu
lares en el centro del distrito de Nueva York. Un día, cuando iba de prisa hacia la estación, me encontré casualmente con un vendedor de terrenos que durante muchos años había comprado y vendido propiedades en Long Island. Conocía muy bien Forest Hills, y sabiéndolo le pregunté apresuradamente si mi casa estaba construida con vigas de metal. Me dijo que no lo sabía, y agregó algo que yo sabía ya: que podía averiguarlo telefoneando a la Asociación Forest Hills Gardens. A la mañana siguiente recibí una carta de él. ¿Me daba la información que yo quería? La podía haber conseguido en un minuto, mediante un llamado telefónico. Pero no lo hizo. Me decía otra vez cómo podía averiguarlo yo, y después me pedía que lo dejara encargarse de mi seguro.

  No le interesaba ayudarme. Le interesaba ayudarse a sí mismo.

  J. Howard Lucas, de Birmingham, Alabama, cuenta cómo manejaron una misma situación dos vendedores de la misma compañía:

 
    «Hace varios años yo estaba en el equipo de administración de una pequeña compañía. Teníamos cerca las oficinas distritales de una gran compañía de seguros. Sus agentes tenían asignados territorios, y nuestra compañía estaba encomendada a dos agentes, a los que llamaré Carl y John.

    Una mañana apareció Carl en nuestra oficina y mencionó, al pasar, que su compañía había introducido un nuevo seguro de vida para ejecutivos, y creía que podría interesarnos, por lo que volvería cuando tuviera más información al respecto.

    El mismo día nos vio John en la calle, cuando volvíamos de almorzar, y gritó:

    —Eh, Lucas, esperen, tengo una gran noticia para ustedes. —Corrió hacia nosotros, y, muy excitado, nos habló de un nuevo seguro de vida que su compañía había puesto en actividad ese mismo día. (Era
el mismo que había mencionado Carl al pasar.) Nos había reservado las primeras planillas que habían llegado. Nos hizo un esbozo del sistema y terminó diciendo: —Este seguro es algo tan novedoso, que mañana haré venir a alguien de la oficina central a que lo explique. Mientras tanto, llenemos y firmemos estas planillas, así él tendrá material más sólido para dar sus explicaciones.— Su entusiasmo despertó en nosotros un anhelo ardiente de tener esos seguros, aun cuando carecíamos de los detalles. Cuando los supimos, confirmaron la apreciación inicial de John, quien no sólo nos vendió una póliza a cada uno, sino que posteriormente duplicó la cobertura.

    «Carl podría haber hecho esas ventas, pero no hizo ningún esfuerzo por despertar en nosotros el deseo de comprar.»
 

  El mundo está lleno de personas egoístas, aprovechadoras. De manera que los pocos individuos que sin egoísmo tratan de servir a los demás tienen enormes ventajas. No hay competencia contra ellos. Owen D. Young dijo: «El hombre que se puede poner en el lugar de los demás, que puede comprender el funcionamiento de la mente ajena, no tiene por qué preocuparse por el futuro».

  Si por leer este libro gana usted una sola cosa: una creciente tendencia a pensar siempre según el punto de vista de la otra persona, y ver las cosas desde ese ángulo; si usted consigue tan sólo eso de este libro, bien podrá decir que ha subido un peldaño más en su carrera.

  Ver desde el punto de vista de la otra persona, y despertar en esa persona un deseo ferviente de algo, no debe confundirse con manipular a esa persona de modo que haga algo en detrimento de sus propios intereses. Ambos partidos deben salir ganando en la negociación. En las cartas al señor Vermylen, tanto el remitente como el recep
tor de la correspondencia ganaron al implementarse lo sugerido. Tanto el banco como la señora Anderson ganaron gracias a la carta de ella, porque el banco ganó una empleada valiosa, y la señora Anderson un buen empleo. Y en el ejemplo de la venta del seguro que hizo John al señor Lucas, ambos ganaron con la transacción.

  Otro ejemplo en el que ganan todos usando este principio de despertar un interés, viene de Michael E. Whidden, de Warwick, Rhode Island, que es vendedor distrital de la empresa Shell Oil. Mike quería llegar a ser el vendedor número uno de su distrito, pero había una estación de servicio que se retraía en sus servicios. La administraba un hombre anciano, a quien era imposible motivarlo para que aseara y pusiera en condiciones la estación. Estaba en tan mal estado que las ventas declinaban significativamente.

  Este administrador no quiso prestar oídos a ninguna de las súplicas de Mike para jerarquizar la estación de servicio. Después de muchas exhortaciones y discusiones privadas, en ninguna de las cuales obtuvo el menor resultado, Mike decidió invitar al anciano a visitar la estación de servicio Shell más nueva del territorio.

  El hombre quedó tan impresionado por las instalaciones de la nueva estación, que cuando Mike lo visitó la vez siguiente, la suya estaba limpia, pintada, y las ventas habían vuelto a subir. Esto le permitió a Mike alcanzar su tan ansiado puesto de Número Uno en su distrito. Todas sus súplicas habían fallado, pero al despertar un anhelo en el administrador, al mostrarle una estación de servicio moderna, logró su objetivo y ambos se beneficiaron.

  Casi todos los hombres van al colegio y aprenden a leer a Virgilio y a dominar los misterios del cálculo, sin descubrir jamás cómo funciona su mente. Por ejemplo: Yo daba una vez un curso sobre oratoria para los jóvenes graduados en diversos colegios que entraban como empleados de la empresa Carrier Corporation, la organización que refrigera edificios y que instala aire acondicionado en todas partes. Uno de los estudiantes quiso persuadir a los demás de que jugaran al basquetbol, y este fue, más o menos, su argumento: «Quiero que ustedes vengan a ju

gar al básquetbol. Me gusta jugar, pero las últimas veces que fui al gimnasio no había bastantes muchachos para organizar un partido. Dos o tres nos pusimos a arrojarnos la pelota uno al otro, y quedé con un ojo negro. Deseo que ustedes vengan conmigo mañana por la noche. Quiero jugar al basquetbol».

  ¿Habló acaso de lo que querían los demás? A nadie le gusta ir a un gimnasio al que nadie va, ¿verdad? Los otros no se interesaban por lo que deseaba este mozo. Y no querían salir con un ojo negro.

  ¿Pudo haber demostrado que al ir al gimnasio los demás obtendrían algo que querían? Es claro. Más actividad. Mejor apetito. Cerebro más despejado. Diversión.

  Repitamos el sabio consejo del profesor Overstreet: Primero, despertar en la otra persona un franco deseo. Quien puede hacerlo tiene al mundo entero consigo. Quien no puede, marcha solo por el camino.

  Uno de los estudiantes que asistía a mi curso se hallaba preocupado por su hijito. El niño estaba muy flaco y se negaba a comer lo debido. Los padres recurrían al método acostumbrado. Lo regañaban y retaban. «Mamita quiere que comas esto y aquello.» «Papito quiere que crezcas y seas un hombre.»

  Pero el niño no prestaba atención alguna a estas requisitorias. Quien tenga un adarme de sentido común no puede esperar que un niño de tres años reaccione según el punto de vista de un padre que tiene treinta. Pero era eso precisamente lo que esperaba el padre. Resultaba absurdo. Por fin lo comprendió, y se dijo: «¿Qué quiere este niño? ¿Cómo puedo vincular lo que yo quiero con lo que quiere él?»

  Era fácil, una vez que se puso a pensar. Su hijito tenía un triciclo en el que le gustaba pedalear por la acera, frente a su casa. Unas casas más lejos vivía un «matón»: un niño algo mayor, que le quitaba el triciclo al niñito y empezaba a pedalear. Naturalmente, el niñito corría hasta su madre, que tenía que ir a quitar el triciclo al «matón» y devolverlo a su hijito. Esto ocurría casi todos los días
¿Qué quería, pues, el niño? No se necesitaba ser Sherlock Holmes para saberlo. Su orgullo, su ira, su deseo de sentirse importante -las emociones mas fuertes en su composición mental-, le instaban a la venganza, a dar un buen puñetazo en la nariz al «matón». Y cuando el padre le dijo que algún día podría cerrar los ojos del «matón» a puñetazos, si comía las cosas que la madre le recomendaba, cuando el padre le prometió esto, ya no hubo problema dietético. Aquel niño comía espinacas, coles, cualquier cosa, a fin de poder castigar al «matón» que tantas veces lo había humillado.

  Después de resolver este problema, el padre encaró otro: el niño tenía la mala costumbre de empapar la cama. Dormía con su abuela. Por la mañana, la abuela se despertaba, tocaba la sábana y decía:

  —Mira, Johnny, lo que hiciste anoche.

  —No —respondía el niño—; yo no fui. Fuiste tú.

  Retos, castigos, intentos de avergonzarlo, reiteración de que la madre no quería que hiciera eso: por ningún medio se conseguía tener seca la cama. Entonces se preguntaron los padres: «¿Cómo podríamos hacer que este niño quiera dejar de mojar la cama?»

  ¿Qué era lo que quería el niño? Primero, quería usar pijama como su papito, y no un camisón como la abuela. La abuela se estaba hartando de los inconvenientes nocturnos, de manera que de muy buen grado ofreció comprar unos pijamas para el niño, siempre que se corrigiera. Segundo, el pequeño quería una cama para él solo… la abuela no se opuso.

  La madre lo llevó consigo a una mueblería de Brooklyn, guiñó un ojo a la vendedora y dijo: —Aquí hay un caballerito que desea hacer unas compras.

  La vendedora hizo que el niño se sintiera importante
Joven, ¿qué cosas desearía ver?

  Se irguió el niño en toda su altura, y contestó: —Quiero comprar una cama para mí solo.

  Cuando le mostraron la camita que la madre quería que comprara, la vendedora lo supo por un guiño de la madre, y persuadió al niño de que esa era la cama que debía comprar.

  Al día siguiente fue entregada la cama; y por la noche, cuando el padre volvió a su casa, su hijo corrió a la puerta gritando:

  —¡Papito! iPapito! Ven arriba a ver mi cama, la que yo compré.

  El padre, ante la camita, obedeció la recomendación de Charles Schwab: fue caluroso en su aprobación y generoso en el elogio.

  —¿No vas a mojar esta cama, verdad? —preguntó— ¡Ah, no, no! No voy a mojar esta cama.

  El niño cumplió su promesa, porque su orgullo estaba en juego. Era su cama. Él, y sólo él la había comprado. Y ahora usaba pijama como un hombrecito. Quería portarse como un hombre. Y así fue.

  Otro padre, K. T. Dutschmann, ingeniero telefónico, no podía conseguir que su hijita, de tres años de edad, comiera lo debido en el desayuno. Los regaños, pedidos, promesas de costumbre fueron inútiles.

  Los padres se preguntaron entonces: «¿Cómo podemos hacer para que quiera comer?»

  La niñita gustaba imitar a su madre, sentirse grande; una mañana la sentaron en una silla y la dejaron que preparara su desayuno. En el momento psicológico, el padre entró en la cocina, donde la niña preparaba su comida, y la pequeña le dijo: «Mira, papito; estoy haciendo el cereal esta mañana»

Comió dos porciones de cereal esa mañana, sin que nadie se lo pidiera, porque estaba interesada personalmente. Había satisfecho su sentido de la importancia; había hallado, en la preparación del desayuno, un camino para expresar su yo.

  William Winter señaló una vez que la «expresión del yo es la necesidad dominante en el carácter humano». ¿Por qué no hemos de recurrir a la misma psicología en los negocios? Cuando tenemos una idea brillante, en lugar de hacer que la otra persona piense que es nuestra, ¿por qué no dejarle que prepare esa idea por sí mismo, como preparó el desayuno aquella niñita? Entonces considerará que esa idea es suya; le gustará, y quizá se sirva dos porciones.

  Recordemos: «Primero, despertar en el prójimo un franco deseo. Quien puede hacerlo tiene al mundo entero consigo. Quien no puede, marcha solo por el camino».

  REGLA 3:

  Despierte en los demás un deseo vehemente.

  En pocas palabras,

  TÉCNICAS FUNDAMENTALES PARA TRATAR CON EL PRÓJIMO

  REGLA 1

  No critique, no condene, ni se queje.

  REGLA 2

  Demuestre aprecio honrado y sincero.

  REGLA 3
Despierte en los demás un deseo vehemente

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