Cómo ganar amigos e influir sobre las personas parte 09

CRÍA FAMA Y ÉCHATE A DORMIR

  ¿Qué hacer cuando una persona que ha trabajado bien empieza a hacerlo mal? Se lo puede despedir, pero eso no soluciona nada. Se lo puede tratar con energía, pero eso por lo general provoca resentimiento. Henry Henke, gerente de servicios de una importante agencia de camiones en Lowell, Indiana, tenía un mecánico cuyo trabajo se había vuelto menos satisfactorio. En lugar de gritarle o amenazarlo, el señor Henke lo llamó a su oficina, y tuvo una charla sincera con el hombre
—Bill —le dijo—. Usted es un excelente mecánico. Hace años que trabaja con nosotros. Ha reparado muchos vehículos dejando plenamente satisfechos a los clientes. De hecho, hemos recibido no pocos elogios por el buen trabajo que usted ha hecho. Pero últimamente el tiempo que se toma para terminar cada tarea se está haciendo mayor, y los resultados no son los de antes. Como usted ha sido un mecánico tan excelente en el pasado, estoy seguro de que le interesará saber que no me siento feliz con la situación, y quizás entre los dos podamos encontrar el modo de corregir el problema.
 

  Bill respondió que no había advertido el desmejoramiento de su rendimiento, y le aseguró al jefe que seguía siendo capaz de realizar bien su trabajo, y trataría de mejorarlo en el futuro.

  ¿Lo hizo? Vaya si lo hizo. Volvió a ser un mecánico rápido y seguro. Con la reputación que le había dado el señor Henke para mantener, ¿qué otra cosa podía hacer sino realizar un trabajo comparable con el que había hecho en el pasado?

  «La persona común —escribe Samuel Vauclain, presidente de la Baldwin Locomotive Works— puede ser llevada fácilmente si se obtiene su respeto y se le muestra respeto por alguna clase de capacidad suya.»

  En suma, si quiere usted que una persona mejore en cierto sentido, proceda como si ese rasgo particular fuera una de sus características sobresalientes. Shakespeare dijo: «Asume una virtud si no la tienes». Y lo mismo se puede presumir con respecto a los demás y afirmar abiertamente que tiene aquella virtud que uno quiere desarrollar en él. Désele una reputación, y se le verá hacer esfuerzos prodigiosos antes de desmentirla.

  Georgette Leblanc, en su libro “Recuerdos. Mi vida con Maeterlinck”, describe la asombrosa transformación de una humilde Cenicienta belga
Una sirvienta de un hotel cercano me llevaba las comidas. Se llamaba Marie, la Lavaplatos, porque había comenzado su carrera como ayudante de cocina. Era una especie de monstruo, bizca, de piernas combadas, pobre en carne y en espíritu.

    Un día en que me acercaba con sus rojas manos un plato de fideos, le dije a boca de jarro:

    —Marre, no sabe usted qué tesoros tiene ocultos. Acostumbrada a dominar sus emociones, Marie esperó unos momentos, sin atreverse a hacer un gesto por temor a una catástrofe. Por fin dejó el plato en la mesa, suspiró y exclamó ingenuamente:

    —Señora, jamás lo habría creído.

    No tuvo una duda, ni hizo una pregunta. Volvió a la cocina y repitió lo que yo había dicho, y tal es la fuerza de la fe, que nadie se rió de ella. Desde aquel día se le tuvo cierta consideración. Pero el cambio más curioso se produjo en la misma Marie. Con la idea de que era el receptáculo de maravillas invisibles, comenzó a cuidarse la cara y el cuerpo, tanto que su olvidada juventud pareció florecer y ocultar su fealdad.

    Dos meses más tarde, cuando yo me marchaba de allí, anunció su próxima boda con el sobrino del `chef'.

    —Voy a ser una señora —dijo, y me agradeció. Una pequeña frase había cambiado su vida entera.
 

  Georgette Leblanc había dado a Marie una reputación que justificar, y esa reputación la transformó.

  Bill Parker, representante de ventas de una compañía de comida en Daytona Beach, Florida, se entusiasmó mucho con la nueva línea de productos que introducía su compañía, y quedó apesadumbrado cuando el gerente de
un gran almacén de alimentos rechazó la oportunidad de introducir el nuevo producto en su negocio. Bill pasó todo el día lamentando este rechazo, y decidió volver al almacén antes de irse a su casa esa noche, y probar una vez más.

  —Jack —le dijo al dueño—, cuando me marché esta semana, comprendí que no te había presentado un cuadro completo de la nueva línea, y te agradecería que me des unos minutos para señalarte todos los puntos que omití. Siempre te he admirado por tu capacidad para escuchar, y por tu buena disposición a cambiar cuando los hechos piden un cambio.

  ¿Podía rehusarse Jack a darle otra oportunidad? No después de que el vendedor le hubo establecido esa reputación.

  Una mañana, el doctor Martín Fitzhugh, dentista de Dublín, Irlanda, se sorprendió al oír que una paciente le señalaba que la taza metálica que estaba usando para enjuagarse la boca no estaba muy limpia. Es cierto que la paciente bebía del vasito de papel, pero de todos modos no era digno de un profesional usar equipo sucio.

  Cuando la paciente se marchó, el doctor Fitzhugh pasó a su oficina privada a escribirle una carta a Bridgit, la mujer que venía dos veces por semana a limpiar su oficina. Escribió esto:

 
    «Mi querida Bridgit:

    Nos vemos tan rara vez que quise tomarme un momento para agradecerle el excelente trabajo de limpieza que hace. A propósito, querría decirle que, como dos horas dos veces por semana es un tiempo muy limitado, puede trabajar una media hora extra de vez en cuando, cada vez que sienta necesidad
de ocuparse de esas cosas que se hacen «de tanto en tanto», como limpiar la taza de metal donde van los vasitos de papel, o cosas así. Por supuesto que le pagaré el tiempo extra.»
 

  —Al día siguiente cuando entré al consultorio —contó el doctor Fitzhugh—, mi escritorio había sido limpiado hasta quedar como un espejo, lo mismo que la silla, de la que casi me resbalé. Al entrar a la sala de tratamiento, encontré la taza de metal más brillante que hubiera visto nunca. Le había dado a la mujer de la limpieza una excelente reputación que mantener, y este pequeño gesto mío había hecho que se superara a sí misma. ¿Y cuánto tiempo adicional creen que le tomó? Ni un minuto.

  Hay un viejo dicho: «Cría fama y échate a dormir». Demos fama a los demás y veamos qué ocurre.

  Cuando la señora Ruth Hopkins, maestra de cuarto grado de una escuela de Brooklyn, Nueva York, echó una mirada a su clase el primer día del año, su entusiasmo y alegría por empezar un nuevo término quedaron matizados por el temor. En su clase este año tendría a Tommy T., el más notorio «chico malo» dela escuela. Su maestra de tercer grado se había quejado constantemente de Tommy T. con sus colegas, la directora y todos los que quisieran escucharla. No era sólo un chico díscolo, sino que además provocaba graves problemas de disciplina en la clase, buscaba pelea con los chicos, molestaba a las niñas, le respondía a la maestra, y parecía empeorar a medida que crecía. Su único rasgo redentor era su facilidad para aprender.

  La señora Hopkins decidió enfrentar el «problema Tommy» de inmediato. Cuando saludó a sus nuevos alumnos, hizo pequeños comentarios sobre cada uno de ellos: «Rose, es muy lindo el vestido que tienes»,.

  «Alicia, me han dicho que eres muy buena dibujante». Cuando llegó a Tommy, lo miró a los ojos y le dijo:
«Tommy, tengo entendido que tienes alma de líder. Dependeré de ti para que me ayudes a hacer de esta división el mejor de los cuartos grados». Reforzó esto en los primeros días de clase felicitando a Tommy por cada cosa que hacía, y comentando lo buen alumno que era. Con esa reputación que mantener, ni siquiera un chico de nueve años podía defraudarla… y no la defraudó.

  Si usted quiere obtener buenos resultados en esa difícil misión de cambiar la actitud o conducta de los otros, recuerde la…

  REGLA 7

  Atribuya a la otra persona una buena reputación para que se interese en mantenerla
HAGA QUE LOS ERRORES PAREZCAN FÁCILES DE CORREGIR

  Un amigo mío, soltero, de unos cuarenta años de edad, se comprometió para casarse, y su novia lo persuadió de que tomara unas tardías lecciones de baile
—Bien sabe Dios —me confesó este hombre al narrarme el caso— que necesitaba lecciones de baile, porque yo bailaba tal como cuando empecé, hace veinte años. La primera profesora a quien vi me dijo probablemente la verdad. Me dijo que tenía que olvidarme de todo lo aprendido y empezar otra vez. Con eso me desalentó. No me quedaba un incentivo para seguir aprendiendo. Así, pues, la dejé.

  Quizá mintiera la profesora a quien fui a ver después; pero de todos modos me gustó. Dijo, tranquilamente, que quizá mi manera de bailar era un poco anticuada, pero que en lo fundamental todo iba bien, y que no tendría inconveniente alguno para aprender unos cuantos pasos nuevos. La primera profesora me había desalentado al acentuar o destacar mis errores. Esta nueva profesora hizo lo contrario. Me aseguró que yo tenía un sentido natural del ritmo, que era un bailarín nato. El sentido común me dice que he sido siempre y siempre seré un bailarín de cuarta categoría; pero en lo hondo del corazón me gusta pensar que quizá la profesora tenía razón. Es claro que yo le pagaba para que me lo dijera, pero ¿a qué recordar eso?

  «De todos modos, sé que soy mejor bailarín de lo que habría sido si no me hubiese dicho que tengo un sentido natural del ritmo. Eso me alentó. Me dio esperanza. Me hizo desear el progreso.»

  Digamos a un niño, a un esposo, o a un empleado, que es estúpido o tonto en ciertas cosas, que no tiene dotes para hacerlas, que las hace mal, y habremos destruido todo incentivo para que trate de mejorar. Pero si empleamos la técnica opuesta; si somos liberales en la forma de alentar; si hacemos que las cosas parezcan fáciles de hacer; si damos a entender a la otra persona que tenemos fe en su capacidad para hacerlas, la veremos practicar hasta que asome la madrugada, a fin de superarse.

  Esta es la técnica que emplea Lowell Thomas, y a fe mía que este hombre es un artista supremo en cuanto atañe a las relaciones humanas. Da coraje a los demás. Da confianza. Inspira valor y fe. Por ejemplo, pasé el fin de sema
na con él y su esposa, y el sábado por la noche se me pidió que participara de un amistoso juego de la canasta. ¿Canasta? ¿Yo? ¡Ah, no! ¡No, no! Yo no. Yo no sabía nada de este juego. Siempre había sido un misterio para mí. ¡No, no! ¡Imposible!

  —Pero Dale —dijo Lowell—, si no es un misterio. No se necesita más que buena memoria y buen juicio. Tú escribiste una vez un capítulo sobre la memoria. La canasta será cosa facilísima para ti. Tienes todas las condiciones para juzgarlo.

  Y sin tardanza, casi antes de saber lo que hacía, me encontré por primera vez ante una mesa de canasta.

  Todo porque se me decía que tenía dotes naturales para el juego, y así se me hizo considerar que me sería fácil.

  Al hablar de canasta recuerdo a Ely Culbertson. Ahora, en todas partes donde se juega canasta, el nombre de Culbertson es cosa conocida; y sus libros sobre el tema han sido traducidos en una docena de idiomas, y vendidos a millones de lectores. Pero él mismo me ha dicho que nunca habría pensado en convertir el juego en una profesión si una joven no le hubiese asegurado que estaba especialmente dotado para ello.

  Cuando llegó a los Estados Unidos, en 1922, trató de conseguir empleo como profesor de psicología y sociología, pero no pudo.

  Después trató de vender carbón, y fracasó. Después trató de vender café, y fracasó.

  Jamás pensó, en esos días, en enseñar canasta. No solamente era un mal jugador sino también muy terco. Hacía tantas preguntas y efectuaba tantos estudios de cada partido después de hecho, que nadie quería jugar con él.

  Pero conoció a una bella jugadora, Josephine Dillon, se enamoró y se casó con ella. Josephine notó con cuánto cuidado analizaba Culbertson sus cartas, y lo persuadió de que era un genio en potencia. Este aliento, me ha dicho Culbertson, fue lo que lo llevó a hacer de la canasta una profesión
Clarence M. Jones, uno de los instructores de nuestro curso en Cincinnati, Ohio, contó cómo el elogio, y el hacer que los defectos fueran fáciles de corregir, cambiaron completamente la vida de su hijo David:

 
    —En 1970 mi hijo David, que tenía quince años, vino a vivir conmigo a Cincinnati. Su vida no había sido fácil. En 1958 se rompió la cabeza en un accidente automovi lístico, y quedó con una fea cicatriz en la frente. En 1960 su madre y yo nos divorciamos, y ella lo llevó a Dallas, Texas. Hasta los quince años había pasado la mayor parte de su vida escolar en clases especiales para aprendizaje lento. Posiblemente en razón de su cicatriz, los directores escolares habían decidido que tenía una lesión cerebral y no podía funcionar a nivel normal. Estaba dos años por debajo del nivel de su grupo de edad, por lo que sólo había alcanzado el séptimo grado. Pero no sabía las tablas de multiplicar, sumaba con los dedos, y apenas si podía leer.

    Había un punto positivo: le gustaba trabajar con aparatos de radio y televisión. Quería llegar a ser técnico de televisión. Lo alenté en este punto, y le recordé que necesitaría saber bastante de matemáticas para ese tipo de estudios. Decidí ayudarlo a mejorar en esa materia. Compramos cuatro series de tarjetas de ejercicios: multiplicación, división, suma y resta. Cuando íbamos sacando las tarjetas, yo ponía las respuestas correctas en una pila a un costado. Cuando David se equivocaba, le explicaba cuál era la respuesta acertada y volvía a poner la tarjeta en el montón a sacar, y así seguíamos hasta que no quedaba ninguna. Yo celebraba ruidosamente cada tarjeta que acertaba, sobre todo si se había equivocado en una antes. Todas las noches hacíamos de esa manera con todas las tarjetas. Yo siempre controlaba el tiempo con un cronómetro. Le prometí que cuando hiciera todas las tarjetas en ocho minutos, sin re
puestas incorrectas, dejaríamos de hacerlo todas las noches. A David le pareció un objetivo imposible. La primera noche le llevó 52 minutos, la segunda 48, después 45, 44, 41, después bajó de los 40 minutos. Celebrábamos cada reducción. Yo llamaba a mi esposa, y lo abrazábamos y nos reíamos. A fines del mes, estaba haciendo todas las tarjetas perfectamente en menos de ocho minutos. Cuando hacía un pequeño adelanto, pedía hacerlo otra vez. Había hecho el descubrimiento fantástico de que aprender era fácil y divertido.

    Naturalmente, sus notas en aritmética dieron un salto. Es increíble cuánto más fácil resulta la aritmética cuando uno puede multiplicar bien. Se asombró él mismo de traer una buena nota en matemáticas. Nunca antes había llegado a un nivel tan bueno. Y eso arrastró otros cambios, a una velocidad casi increíble. Su lectura mejoró rápidamente, y empezó a usar su talento natural para el dibujo. Ese mismo año, el maestro de ciencia le asignó la tarea de dar una clase. El quiso desarrollar una serie de modelos, altamente complejos, para demostrar el efecto de las palancas. Ese trabajo no sólo exigía habilidad en el dibujo y la fabricación de modelos, sino también en matemáticas aplicadas. Su clase ganó el primer premio en la feria científica de la escuela, y fue enviada a la competencia interescolar y ganó el tercer premio de toda la ciudad de Cincinnati.

    «Con eso bastó. Aquí estaba el chico que había repetido dos grados, que había sido diagnosticado con `lesión cerebral', al que sus compañeros de clase habían llamado `Frankenstein' y le habían dicho que los sesos se le habían salido por la herida. De pronto descubría que realmente podía aprender y lo
grar cosas. ¿El resultado? A partir del último término del octavo grado y a lo largo de toda la secundaria, nunca dejó de estar en el cuadro de honor. No bien descubrió que aprender era fácil, toda su vida cambió.»
 

  Si quiere ayudar a los otros a mejorar, recuerde la…

  REGLA 8

  Aliente a la otra persona. Haga que los errores parezcan fáciles de corregir.
PROCURE QUE LA OTRA PERSONA SE SIENTA SATISFECHA DE HACER LO QUE USTED QUIERE

  En 1915 los Estados Unidos estaban atemorizados. Durante más de un año las naciones de Europa se mataban en una escala jamás soñada en los sangrientos anales de la historia de la humanidad. ¿Se podría conseguir la paz? Nadie lo sabía. Pero Woodrow Wilson estaba decidido a hacer la prueba.
Decidió enviar un representante personal, un emisario de paz, para conferenciar con los señores de la guerra en Europa.

  William Jennings Bryan, secretario de Estado, abogado de la paz, ansiaba hacer el viaje. Veía en él la oportunidad de realizar un gran servicio e inmortalizar su nombre. Pero Wilson designó a otro hombre, a su amigo íntimo, el coronel Edward M. House; y a House le cupo la espinosa misión de dar la desagradable noticia a Bryan sin ofenderlo.

  Bryan estaba muy decepcionado cuando supo que yo iba a Europa como emisario de paz —ha anotado el coronel House en su diario—. Dijo que había pensado ir él…

  «Yo le contesté que el presidente consideraba imprudente efectuar esta gestión en forma oficial, y que el viaje de Bryan despertaría mucha atención y la gente se preguntaría por qué iba a Europa…»

  ¿Advierte usted la insinuación? House dijo, o dio a entender a Bryan, que él era demasiado importante para aquella misión, y Bryan quedó satisfecho.

  El coronel House, diestro, experimentado en las cosas del mundo, seguía así una de las reglas más importantes en las relaciones humanas: Procure que la otra persona se sienta satisfecha de hacer lo que usted sugiere.

  Woodrow Wilson siguió también esa política, hasta cuando invitó a William Gibbs McAdoo a ser miembro de su gabinete. Era este el más alto honor que podía conferir, y sin embargo lo hizo de manera tal que el otro se sintió doblemente importante. Veamos la narración de las palabras del mismo McAdoo
«Me dijo que estaba preparando su gabinete y que se sentiría muy contento si yo aceptaba el cargo de secretario del Tesoro. Tenía una forma encantadora de presentar las cosas; daba la impresión de que, al aceptar este gran honor, yo le haría un favor enorme».

  Desgraciadamente, Wilson no empleó siempre tanto tacto. Si lo hubiera hecho, podría ser diferente la historia. Por ejemplo, Wilson no contentó al Senado ni al Partido Republicano cuando incorporó los Estados Unidos a la Liga de las Naciones. Wilson se negó a llevar a Elihu Root, o a Hughes, o a Henry Cabot Lodge a la Conferencia de Paz. En lugar de ello, se hizo acompañar por hombres desconocidos de su propio partido. Hizo un desaire a los republicanos, no quiso dejarles pensar que la Liga era idea de ellos tanto como de él, se negó a permitirles una participación; y como resultado de estos errores en el manejo de las relaciones humanas, Wilson destruyó su carrera, arruinó su salud, abrevió su vida, hizo que los Estados Unidos quedaran al margen de la Liga, y alteró la historia del mundo.

  No sólo los estadistas y diplomáticos usan este método para hacer que la gente se sienta feliz haciendo lo que ellos quieren que haga. Dale O. Ferrier, de Fort Wayne, Indiana, nos contó cómo alentó a uno de sus hijos a hacer con buena voluntad sus tareas:

 
    —Una de las tareas de Jeff era recoger las peras de abajo del peral, para que la persona que estaba cortando el césped no tuviera que detenerse a hacerlo. No le gustaba este trabajo, y con frecuencia no lo hacía, o lo hacía tan mal que el que manejaba la cortadora de césped tenía que detenerse y recoger
varias peras que el niño había pasado por alto. En lugar de tener un enfrentamiento violento con él, salí un día cuando se preparaba para hacer el trabajo y le dije:

    Jeff, haré un trato contigo. Por cada cesta llena de peras que recojas, te pagaré un dólar. Pero cuando hayas terminado, por cada pera que yo encuentre en el patio, te cobraré un dólar. ¿Qué te parece?

    «Como podría esperarse, no sólo recogió todas las peras, hasta la última, sino que tuve que vigilarlo para que no arrancara más del árbol para llenar sus cestas.»
 

  Conozco a un hombre que ha rechazado muchas invitaciones para hablar, invitaciones hechas por amigos, por personas a quienes está obligado; pero lo hace con tal destreza que los demás quedan contentos con la negativa. ¿Cómo lo consigue? No es porque hable de estar muy ocupado o muy esto o aquello. No, después de expresar cuánto agradece la invitación y de lamentar la imposibilidad de aceptarla, sugiere un orador para que lo reemplace. En otras palabras, no da tiempo a que los demás se sientan desagradados por la negativa. Logra que los demás piensen inmediatamente en algún orador reemplazante.

  Gunter Schmidt, que siguió nuestro curso en Alemania Occidental, contó sobre una empleada en su almacén de comestibles, que olvidaba poner las tarjetas con los precios en los estantes donde se exhibían los productos. Esto provocaba confusión y quejas por parte de los clientes. Recordatorios, admoniciones, enfrentamientos, no servían de nada. Al fin, el señor Schmidt la llamó a su oficina y le dijo que la nombraría Supervisora de Marcación de Precios de todo el almacén, y ella sería la responsable de mantener cada producto con su precio bien visible. Esta nueva responsabilidad y título cambiaron por completo la actitud de la empleada, y desde entonces realizó sus tareas satisfactoriamente.
¿Infantil? Acaso. Pero lo mismo dijeron de Napoleón cuando creó su Legión de Honor y distribuyó 15.000 cruces entre sus soldados, y ascendió a dieciocho de sus generales a Mariscales de Francia, y llamó a sus tropas el Gran Ejército. Se criticó a Napoleón por dar «juguetes» a veteranos endurecidos en muchas guerras, y Napoleón respondió a ello: «Los hombres son manejados por los juguetes».

  Esta técnica de conceder títulos y autoridad rindió resultados a Napoleón, y los rendirá también para usted. Por ejemplo, una amiga mía, la Sra. Ernest Gent, de Scarsdale, Nueva York, se afligía porque unos niños le arruinaban el césped. Trató de corregirlos con sus críticas. Trató de corregirlos con sus retos. No obtuvo resultados. Pero después hizo la prueba de dar al peor de los niños de la banda un título y una sensación de autoridad. Lo nombró su «detective» y le encargó evitar que los demás pisaran el césped. Así se resolvió el problema. Su «detective» hizo una hoguera en el patio, calentó un hierro al rojo y amenazó con quemar al primer niño que pisara el césped.

  El líder eficaz tendrá presentes las siguientes guías cuando sea necesario cambiar conductas o actitudes:

  1. Ser sincero. No prometer nada que no se pueda cumplir. Olvidarse de los beneficios de uno y concentrarse en los de la otra persona.

  2. Saber exactamente qué es lo que se quiere que haga la otra persona.

  3. Ser empático. Preguntarse a sí mismo qué quiere verdaderamente la otra persona.

  4. Considerar los beneficios que recibirá la otra persona por hacer lo que usted le sugiere.

  5. Hacer coincidir esos beneficios con los deseos de la otra persona.

  6. Al hacer el pedido, hacerlo en una forma que destaque los beneficios que redundará para la otra persona
Por ejemplo, en lugar de dar una orden seca como ésta: «Juan, mañana vendrán clientes y quiero que el depósito esté limpio, así que bárralo, apile con prolijidad la mercadería y limpie el mostrador», podemos expresar lo mismo mostrando los beneficios que obtendrá Juan si hace su trabajo: «Juan, tenemos un trabajo que habrá que hacer, y si se hace ahora, no habrá que preocuparse después. Mañana traeré a unos clientes a mostrarles las instalaciones. Me gustaría mostrarles el depósito, pero no está presentable. Si usted puede barrerlo, apilar la mercadería con prolijidad y limpiar el mostrador, nos hará lucir más eficientes y usted habrá hecho su parte para darle una buena imagen a nuestra compañía».

  ¿Se sentirá feliz Juan haciendo lo que se le sugiere? Probablemente no muy feliz, pero más que si no se le hubieran indicado sus beneficios. Suponiendo que uno sabe que Juan se enorgullece de la higiene de su depósito, y está interesado en contribuir a la imagen de la compañía, habrá más probabilidades de que coopere. También se le ha indicado a Juan que ese trabajo habrá que hacerlo tarde o temprano, y si se lo hace ahora ya no causará problemas en el futuro.

  Es ingenuo creer que siempre se obtiene una reacción favorable de la otra persona cuando se usan estos métodos, pero la experiencia de la mayoría indica que es más probable cambiar actitudes de este modo que no usando estos principios; y si con ellos se aumenta el rendimiento aunque más no sea en un diez por ciento, usted es un líder un diez por ciento más eficaz y este es su beneficio.

  Es más probable que la gente haga lo que usted sugiere cuando se usa la…

  REGLA 9

  Procure que la otra persona se sienta satisfecha de hacer lo que usted sugiere.
En pocas palabras,

  SEA UN LIDER:

  El trabajo de un líder consiste, entre otras cosas, en cambiar la actitud y conducta de su gente. Algunas sugerencias para lograrlo:

  REGLA 1

  Empiece con elogio y aprecio sincero.

  REGLA 2

  Llame la atención sobre los errores de los demás indirectamente.

  REGLA 3

  Hable de sus propios errores antes de criticar los de los demás.

  REGLA 4

  Haga preguntas en vez de dar órdenes.

  REGLA 5

  Permita que la otra persona salve su propio prestigio.

  REGLA 6

  Elogie el más pequeño progreso y, además, cada progreso. Sea «caluroso en su aprobación y generoso en sus elogios».

  REGLA 7

  Atribuya a la otra persona una buena reputación para que se interese en mantenerla.
REGLA 8

  Aliente a la otra persona. Haga que los errores parezcan fáciles de corregir.

  REGLA 9

  Procure que la otra persona se sienta satisfecha de hacer lo que usted sugiere.
UN BREVE CAMINO HACIA LA DISTINCIÓN
  por Lowell Thomas

  Esta información biográfica acerca de Dale Carnegie fue escrita en la edición original de Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, como su Introducción. La incorporamos al final de esta edición para brindar mayor información acerca del autor.

  Una fría noche de invierno, en enero de 1935, dos mil quinientos hombres y mujeres llenaban el gran salón de baile del Hotel Pennsylvania, en Nueva York. Todos los asientos disponibles estaban ocupados a las 19.30. Media
hora después seguía llegando la ansiosa muchedumbre. El espacioso palco estuvo pronto repleto; más tarde, era difícil conseguir colocación de pie, y centenares de personas, fatigadas de lidiar un día con sus negocios, se mantuvieron de pie una hora y media aquella noche para presenciar… ¿qué? ¿Una exposición de modelos? ¿Una carrera de seis días en bicicleta o una presentación personal de Clark Gable?

  No. Esa gente había sido atraída por un anuncio periodístico. Dos noches antes habían leído un ejemplar de The New York Sun y encontrado un anuncio a toda página:

  “Aprenda a hablar con efectividad: prepárese para dirigir”.

  ¿Cosas ya sabidas? Sí, pero, créase o no, en la más moderna ciudad de la Tierra, durante una crisis que había dejado a cargo de la ayuda oficial un veinte por ciento de la población, dos mil quinientas personas dejaron sus casas y fueron presurosamente al hotel en respuesta a ese anuncio.

  Quienes respondieron fueron gentes de las capas económicas superiores: jefes de empresas, patrones y profesionales.

  Estos hombres y estas mujeres habían acudido a oír el cañonazo inicial de un curso ultramoderno y ultrapráctico sobre «Cómo hablar en forma eficaz e influir sobre los hombres en los negocios». curso organizado por el Instituto Dale Carnegie de Comunicación Eficaz y Relaciones Humanas.

  ¿Por qué acudieron esos dos mil quinientos hombres y mujeres de negocios? ¿Debido a una repentina ansia por educarse, a causa de la crisis
Aparentemente no, porque ese mismo curso se venía dictando, ante salas repletas, en Nueva York, todas las temporadas desde hacía veinticuatro años. Durante ese lapso, más de quince mil hombres de negocios y profesionales fueron preparados por Dale Carnegie. Y hasta organizaciones tan grandes, tan escépticas y tan conservadoras como la Westinghouse Electric Manufacturing Company, McGraw-Hill Publishing Company, Brooklyn Union Gas Company, la Cámara de Comercio de Brooklyn, el Instituto de Ingenieros Electricistas y la New York Telephone Company, han empleado a Carnegie para instruir a sus miembros y sus directores en las oficinas de las mismas entidades.

  El hecho de que estos hombres, diez o veinte años después de haber salido de sus escuelas o colegios, acudan a recibir estas enseñanzas, constituye un decisivo comentario con respecto a las sorprendentes fallas de nuestro sistema educativo.

  ¿Qué quieren estudiar los adultos? Se trata de una pregunta muy importante; y con el fin de responderla, la Universidad de Chicago, la Asociación para la Educación de Adultos y las Escuelas Unidas de la Asociación Cristiana de Jóvenes efectuaron un estudio que duró dos años.

  Esa indagación reveló que el interés primario de los adultos es la salud. Reveló también que en segundo término está el interés por lograr habilidad en el trato con los demás; los adultos quieren aprender la técnica de llevarse bien e influir sobre las personas. No quieren ser oradores públicos; y no quieren escuchar palabras rimbombantes sobre psicología: quieren indicaciones que les sea posible emplear inmediatamente en los negocios, en los contactos sociales y en el hogar.

  —¿De modo que era eso lo que querían estudiar los adultos?

  —Muy bien —dijeron quienes hacían la indagación—. Espléndido. Si quieren eso, los haremos estudiar.
A la busca de un texto, descubrieron que jamás se había escrito un manual para ayudar a la gente a resolver sus diarios problemas de las relaciones humanas.

  ¡Bonito estado de cosas! Durante centenares de años se habían escrito eruditos volúmenes sobre griego y latín y matemáticas superiores, temas que no interesan un pepino al adulto común. Pero en cuanto al único tema que despierta su sed de conocimiento, que reclama guía y ayuda: ¡nada!

  Esto explica la presencia de dos mil quinientos adultos en el gran salón de baile del Hotel Pennsylvania en respuesta a un anuncio periodístico. Pues allí, aparentemente, tenían por fin lo que buscaban con tanto afán.

  En los lejanos tiempos de la escuela o del colegio habían leído y releído libro tras libro, con la idea de que sólo el conocimiento era el «ábrete sésamo» para obtener recompensas financieras y profesionales.

  Pero unos pocos años en la brega de los negocios y la vida profesional les causaron aguda decepción.

  Vieron que algunos de los mayores triunfos correspondían, en la vida de los negocios, a hombres que además de sus conocimientos poseían la capacidad de hablar bien, de conquistar gentes a su manera de pensar, y de «vender» sus personalidades y sus ideas.

  Pronto descubrieron que si se quiere ser capitán y dirigir la nave de los negocios, la personalidad y la facilidad de palabra son más importantes que el conocimiento de los verbos latinos o un diploma de Harvard.

  El anuncio aparecido en The New York Sun prometía que la reunión en el Hotel Pennsylvania sería sumamente entretenida. Lo fue.

  Dieciocho personas que habían seguido el curso fueron presentadas ante el altoparlante, y a quince de ellas se les dio precisamente setenta y cinco segundos para que narraran sus experiencias. Sólo setenta y cinco segundos de elocución; luego caía el martillo y el presidente gritaba: ¡Tiempo! ¡El siguiente orador
La función tuvo la velocidad de un rebaño de búfalos disparado por la llanura. Los espectadores permanecieron allí una hora y media.

  Los oradores eran una muestra cabal de la vida de los negocios en los Estados Unidos: el director de una cadena de tiendas; un panadero; el presidente de una asociación comercial; dos banqueros; un vendedor de camiones; un vendedor de productos químicos; un corredor de seguros; el secretario de una asociación de fabricantes de ladrillos; un contador; un dentista; un arquitecto; un vendedor de whisky; un farmacéutico que había llegado de Indianápolis a Nueva York para seguir el curso; un abogado venido de La Habana para prepararse con el fin de pronunciar un importante discurso de tres minutos. El primer orador tenía el gaélico nombre de Patrick J. O'Haire. Nacido en Irlanda, asistió a la escuela durante cuatro años, emigró a los Estados Unidos, trabajó como mecánico y después como chofer.

  A los cuarenta años de edad, en aumento su familia, necesitaba más dinero; por ese motivo trató de vender camiones automóviles. Afectado por un complejo de inferioridad que, según sus palabras, le carcomía el corazón, tenía que pasar y volver a pasar frente a una oficina media docena de veces hasta adquirir el valor suficiente para abrir la puerta. Tan desalentado estaba por su actuación como vendedor, que ya pensaba volver a trabajar con sus manos en un taller mecánico, cuando un día recibió una carta en que se le invitaba a un mitin de organización del Curso Dale Carnegie© sobre comunicación eficaz.

  No quería ir. Temía verse fuera de su medio, encontrarse con una cantidad de profesionales.

  Su esposa, afligida, insistió en que fuera.

  —Quizá te dé resultado, Pat —dijo—. Dios sabe que lo necesitas
Fue, pues, al lugar donde se debía realizar la reunión, y durante cinco minutos estuvo en la acera, antes de poder reunir la suficiente confianza en sí mismo para entrar.

  Las primeras veces que quiso hablar se mareaba de temor. Pero al pasar las semanas perdió todo temor a los oyentes y pronto descubrió que le gustaba hablar, y cuanto mayor público, tanto mejor. Y perdió también el temor a los individuos. Perdió el temor a sus propios clientes. Sus ingresos aumentaron enormemente. Hoy es uno de los mejores vendedores de la ciudad. Aquella noche en el Hotel Pennsylvania, Patrick O'Haire se presentó ante dos mil quinientas personas y narró una alegre, risueña relación de sus realizaciones. Ola tras ola de risas sacudió al auditorio. Pocos oradores profesionales habrían igualado su actuación.

  El siguiente orador, Godfrey Meyer, era un canoso banquero, padre de siete niños. La primera vez que intentó hablar enmudeció, literalmente, de pánico. Su mente se rehusaba a funcionar. Su historia es claro ejemplo de cómo la dirección de las cosas va a manos de los hombres que saben hablar.

  Meyer trabajaba en Wall Street y desde hace veinticinco años vive en Clifton, Nueva jersey. Durante ese lapso no tomó parte activa en los asuntos de la comunidad y conoció, a lo sumo, a unas quinientas personas.

  Poco después de inscribirse en el Curso Carnegie® recibió su cuenta de impuestos y se enfureció al. ver tasas que consideraba injustas. Ordinariamente se hubiese contentado con quedarse en casa y pasar allí su ira, o ir a comentar la injusticia con sus vecinos. Pero en esta ocasión se puso el sombrero, fue a un mitin ciudadano y dio cauce a su ira en público.

  A raíz de esa elocuente muestra de indignación, los ciudadanos de Clifton lo instaron a presentar su candidatura a concejal municipal. Durante varias semanas fue Meyer de un mitin a otro, censurando los excesivos gastos municipales
Había noventa y seis candidatos. Cuando se contaron los votos, el nombre de Godfrey Meyer era el que estaba a la cabeza. Casi de la noche a la mañana se había convertido en una figura pública entre las cuarenta mil personas de la comunidad. Fruto de sus discursos y sus conversaciones: conquistó en seis semanas ochenta veces más amigos que en los veinticinco años anteriores.

  Y su salario como concejal significaba un rendimiento de mil por ciento anual con relación a su inversión en el Curso Dale Carnegie®.

  El tercer orador, jefe de una gran asociación nacional de fabricantes de productos alimenticios, narró que en las reuniones del directorio había sido incapaz de expresar sus ideas.

  Como consecuencia de su aprendizaje ocurrieron dos cosas asombrosas. Muy pronto fue elegido presidente de su asociación y, en tal carácter, se vio obligado a dirigir la palabra en reuniones efectuadas en todo el país. Los cables de la Associated Press transmitieron extractos de sus discursos, que fueron publicados en diarios y en revistas del ramo de la nación entera.

  En dos años, después de haber aprendido a hablar, recibió más publicidad gratuita para su compañía y sus productos que la que había podido obtener anteriormente a costa de doscientos cincuenta mil dólares de anuncios directos. Este orador admitió que con anterioridad hasta vacilaba antes de hablar por teléfono con algún jefe de empresa de Manhattan e invitarlo a almorzar con él. Pero como resultado del prestigio logrado mediante sus discursos, esos mismos jefes de empresa eran quienes le hablaban ahora, lo invitaban a almorzar y le pedían disculpas por molestarlo
La capacidad de hablar bien es el camino más breve hacia la distinción. Ella es la que destaca a una persona, la hace sobresalir entre la multitud. Y el hombre que puede hablar en forma aceptable es considerado dueño de cualidades ajenas a las que posee en realidad.

  Predomina hoy en los Estados Unidos un movimiento en favor de la educación de los adultos; y la fuerza más espectacular en ese movimiento es Dale Carnegie® un hombre que ha escuchado y criticado más discursos y conversaciones de adultos que cualquier otro hombre en cautividad. Según un reciente dibujo de Ripley en «Créase o no». ha hecho la crítica de 150.000 discursos. Si esta cifra no impresiona al lector, recuerde que significa un discurso por cada día transcurrido desde que Colón descubrió América. O, en otras palabras, si todas las personas que han hablado ante Carnegie sólo hubiesen empleado tres minutos cada una y se hubieran presentado ante él en orden sucesivo, se necesitaría un año entero para escuchar a todas, sin descansar un minuto de la noche o del día.

  La misma carrera de Dale Carnegie, llena de grandes contrastes, es un notable ejemplo de lo que puede realizar un hombre cuando siente obsesión por una idea original y le enciende el entusiasmo.

  Nacido en una granja de Missouri, a diez millas de un ferrocarril, no vio un tranvía hasta que tuvo doce años; pero hoy, a los 46, está familiarizado con todos los extremos de la Tierra, desde Hong Kong hasta Hammerfest; y en una ocasión estuvo más cerca del Polo Norte que lo que el cuartel general del almirante Byrd, en Pequeña América, estuvo jamás del Polo Sur.

  Este mozo de Missouri, que solía recoger fresas y cortar cizaña a razón dé cinco centavos la hora, percibe ahora un dólar por minuto por adiestrar en el arte de la autoexpresión a los dirigentes de grandes empresas.

  Este vaquero de otrora, que arreaba ganado y marcaba terneros en el oeste de Dakota del Sur, fue más tarde a Londres y organizó funciones teatrales bajo el patrocinio de la familia real
Este hombre, que fue un fracasado la primera docena de veces que trató de hablar en público, se convirtió después en mi gerente general. Gran parte de mis triunfos se han debido al. aprendizaje que realicé a las órdenes de Dale Carnegie.

  El joven Carnegie tuvo que luchar por conseguir una educación, porque la mala suerte golpeaba sin cesar a las puertas de la vieja granja en el noroeste de Missouri. Año tras año el Río 102 se salía de cauce y ahogaba el maíz y se llevaba el heno. Una vez tras otra, los cerdos ya engordados enfermaban y morían de cólera, desaparecía el mercado para las vacas y las mulas, y el banco amenazaba con ejecutar la hipoteca.

  Enferma de desaliento, la familia vendió la granja y compró otra, cerca del Colegio de Maestros del Estado, en Warrensburg, Missouri. Podía conseguirse alojamiento y comida en la ciudad a razón de un dólar por día; pero Carnegie no tenía ese dinero. Por eso vivía en la granja e iba a caballo al colegio, en un viaje de una legua todos los días. En la granja ordeñaba las vacas, cortaba leña, alimentaba los cerdos, y estudiaba sus verbos latinos a la luz de una lámpara primitiva hasta que se le nublaban los ojos y comenzaba a cabecear.

  Y al irse a la cama, a medianoche, ponía el despertador para las tres de la madrugada. Su padre criaba cerdos Duroc Jersey de pura raza, y durante las noches más frías había peligro de que los lechones murieran helados. Para impedirlo se los colocaba en un cesto, cubierto por una arpillera, y se los dejaba junto a la cocina. Los lechones exigían alimento a las tres de la mañana. Cuando sonaba el despertador, Dale Carnegie dejaba el abrigo de su cama, tomaba el cesto y llevaba los lechones hasta las madres; esperaba a que mamaran y los llevaba de vuelta a la tibieza de la cocina.

  Había seiscientos estudiantes en el Colegio de Maestros del Estado; y Dale Carnegie formaba parte de un aislado grupo de media docena de niños que no tenían dinero para vivir en la ciudad. Estaba avergonzado de la pobreza
que le hacía necesario volver a la granja, a ordeñar vacas, todas las noches. Le avergonzaba su ropa —pantalones demasiado cortos, chaqueta demasiado ajustada. A medida que se desarrollaba rápidamente su complejo de inferioridad, buscaba algún camino para distinguirse. Bien pronto vio que en el colegio había ciertos estudiantes que gozaban de influencia y prestigio: los jugadores de fútbol y béisbol y los que triunfaban en torneos de oratoria y de debates.

  Como comprendió que no tenía facilidad para el deporte, decidió ganar uno de los torneos de oratoria.

  Tardó meses en prepararse para ello. Practicaba mientras galopaba a caballo de su casa al colegio y del colegio a su casa; practicaba discursos mientras ordeñaba las vacas; y después subía a un fardo de heno en el granero y con gran entusiasmo y muchos gestos arengaba a las asustadas palomas acerca de la necesidad de contener la inmigración japonesa.

  Mas, a pesar de todo este entusiasmo y de tantos preparativos, fue derrotado una vez tras otra. Tenía entonces 18 años: era sensitivo y orgulloso. Tanto se desalentó, quedó tan deprimido, que hasta pensó suicidarse. Y de pronto comenzó a triunfar, no solamente en un torneo, sino en todos los torneos de oratoria. del colegio.

  Otros estudiantes le rogaron que los preparara; y también ellos triunfaron.

  Terminados ya sus estudios, empezó a vender cursos por correspondencia a los rancheros del oeste de Nebraska y del este de Wyoming.

  A pesar de su energía y su entusiasmo sin límites, no pudo prosperar. Llegó a tal punto su decepción, que fue a su cuarto en un hotel de Alliance, Nebraska, en pleno día, se arrojó sobre la cama y lloró desesperado.

  Ansiaba volver al colegio, anhelaba retirarse de la dura batalla de la vida; pero no podía. Decidió entonces ir a Omaha y conseguirse otro empleo. No tenía dinero para el pasaje ferroviario, y por ello viajó en un tren de carga
dando agua y forraje a dos vagones de caballos a cambio de su pasaje. Llegado al sur de Omaha, consiguió un empleo de vendedor de tocino, jamón y cecina para Armour y Cía. Le asignaron un territorio difícil, entre las Tierras Malas y las zonas de indios y de hacendados en el oeste de Dakota del Sur. Recorría el territorio en trenes de carga y en diligencias y a caballo, y dormía en hoteles primitivos donde la única separación entre las habitaciones era un tabique de lona. Estudió libros para viajantes de comercio, montó potros, jugó al póquer con hombres rudos, y aprendió a cobrar las cuentas. Cuando algún tendero no le podía pagar en efectivo el tocino y los jamones que había pedido, Dale Carnegie retiraba de los estantes una docena de pares de zapatos, los vendía a los empleados ferroviarios y entregaba el producto a la Armour y Cía.

  A menudo tenía que viajar en tren de carga ciento cincuenta kilómetros por día. Cuando el tren se detenía para descargar mercancías, Carnegie corría al centro de la población, veía a tres o cuatro comerciantes, recibía sus pedidos; y cuando sonaba el silbato de la locomotora corría calle abajo otra vez y subía al tren ya en movimiento.

  En menos de dos años convirtió a un territorio improductivo, que estaba en el vigesimoquinto lugar de la lista, en el primero de todos los 29 que dependían de la central de Omaha. Armour y Cía ofreció ascenderlo, diciéndole: «Usted ha conseguido lo que parecía imposible”: Pero rechazó el aumento y renunció. Sí, renunció, fue a Nueva York, estudió en la Academia de Artes Dramáticas y recorrió el país haciendo el papel de Dr. Hartley en Polly la del Circo.

  Jamás sería un Booth o un Barrymore. Tuvo sentido común para reconocerlo. De modo que volvió a trabajar como vendedor, esta vez de camiones automóviles, para la Packard Motor Car Company.
Nada sabía de mecánica, y nada le importaba de motores. Terriblemente desgraciado, tenía que hostigarse todos los días para ir a trabajar. Anhelaba tener tiempo para estudiar, para escribir los libros que allí, en el colegio, había deseado escribir. Por eso renunció otra vez. Iba a pasar su tiempo escribiendo cuentos y novelas, de día, y a ganarse el sustento como maestro en alguna escuela nocturna.

  ¿Maestro de qué? Al recapacitar y valorar su actuación en el colegio advirtió que su adiestramiento para hablar en público le había dado más confianza, valor, soltura y capacidad para conversar y tratar con la gente de negocios, que todo el resto de las asignaturas estudiadas. Por este motivo instó a las escuelas de la Asociación Cristiana de jóvenes en Nueva York a que le dieran una oportunidad para organizar cursos sobre oratoria para hombres de negocios.

  ¿Qué? ¿Convertir a los hombres de negocios en oradores? Absurdo. Ya lo sabían. Habían hecho la prueba con estos recursos, y siempre fracasaba.

  Cuando se negaron a pagarle el sueldo de dos dólares por noche que pedía Carnegie, éste convino en enseñar a comisión, y percibir un porcentaje de los beneficios netos, si es que se hacían beneficios. Y en menos de tres años le pagaban treinta dólares por noche, sobre esta base, en lugar de dos.

  El curso fue creciendo. Otras ramas de la Asociación oyeron hablar del caso; después la voz se pasó a otras ciudades. Dale Carnegie se convirtió bien pronto en un famoso profesor ambulante que cubría Nueva York, Filadelfia, Baltimore, y más adelante Londres y París. Todos los textos eran demasiado académicos y poco prácticos para los hombres de negocios que acudían a sus cursos. Intrépido como siempre, se sentó a escribir uno que tituló
“Cómo hablar bien en público e influir en los hombres de negocios”. Este libro es ahora el texto oficial de todas las escuelas de la Asociación Cristiana de jóvenes, así como de la Asociación de Banqueros y de la Asociación Nacional de Hombres de Crédito.

  Dale Carnegie sostiene que cualquier hombre puede hablar cuando se enoja. Dice que si se derriba de un puñetazo en la mandíbula al hombre más ignorante de la ciudad, se lo verá ponerse de pie y hablar con una elocuencia, un calor y un vigor que rivalizarán con los mejores esfuerzos de William Jennings Bryan en sus días famosos. Sostiene Carnegie que casi todas las personas pueden hablar pasablemente en público si tienen confianza en sí mismos y hay una idea que hierve en su interior.

  La forma de lograr confianza en sí mismo, añade, es hacer lo que se teme hacer, y reunir en este sentido una historia de experiencias felices. Por eso obliga a cada alumno a hablar en todas las clases del curso. El auditorio está lleno de simpatía por el orador. Todos están en el mismo aprieto; y mediante una práctica constante todos logran la confianza, el valor y el entusiasmo que han de hacer valer cuando hablen en privado.

  Dale Carnegie dice que se ha ganado la vida en estos años, pero no como profesor de oratoria pública: esto ha sido un incidente. Dice que su tarea principal ha consistido en ayudar a los hombres a dominar sus temores y a desarrollar su seguridad y su coraje.

  Al principio empezó solamente con un curso de oratoria pública, pero los estudiantes que lo seguían eran hombres de negocios. Muchos de ellos no habían entrado en una aula durante treinta años. Muchos pagaban esa enseñanza por cuotas. Querían resultados, y los querían rápidos: resultados que pudiesen utilizar al día siguiente en sus entrevistas comerciales y al hablar ante grupos de hombres de negocios.
Por esa razón Carnegie se vio obligado a ser veloz y práctico. De ello ha surgido su sistema de enseñanza, que es único: una notable combinación de oratoria en público, de capacidad como vendedor, de relaciones humanas y de psicología aplicada.

  Como no es un esclavo de ninguna regla inflexible, ha logrado presentar un curso que es tan eficaz como la viruela, y mucho más divertido.

  Cuando terminan las clases, los alumnos forman clubes y continúan reuniéndose en ellos cada quince días, durante muchos años. Un grupo de diecinueve hombres de Filadelfia se ha venido reuniendo dos veces por mes durante la época invernal desde hace diecisiete años. Hay muchos hombres que viajan ochenta o cien kilómetros en automóvil para asistir a las clases de Carnegie. Un estudiante solía hacer todas las semanas, con ese fin, el viaje de Chicago a Nueva York.

  El profesor William James, de la Universidad de Harvard, solía decir que la persona común sólo desarrolla el diez por ciento de su capacidad mental latente. Dale Carnegie, al ayudar a los hombres y las mujeres de negocios a desarrollar sus posibilidades latentes, ha creado uno de los movimientos más significativos en la historia de la educación de los adultos.

  LOWELL THOMAS 1936

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