Carina Conte es la benjamina de la familia italiana propietaria de La Dolce
Famiglia, una empresa de proyección internacional. Su hermano mayor,
Michael, un joven ultra protector apegado a la tradición, es el responsable de
la sede en Nueva York. Carina acaba de trasladarse allí con su flamante
máster bajo el brazo. Trabajará a las órdenes de Maximus Gray, director
ejecutivo de la firma y el mejor amigo de Michael desde la infancia.
A Max no le seduce en absoluto la perspectiva de cuidar de la cría torpe e
insulsa que recuerda. Pero nada lo había preparado para la transformación
de ese patito feo en una mujer lista, fuerte y exquisitamente voluptuosa.
Carina, por su parte, está decidida a despojarse de las normas
conservadoras que han reprimido su vida… en todos los sentidos.
Cuando los acontecimientos se precipiten y la situación se les vaya de las
manos, la intervención de la familia, imponiendo la única solución digna
posible, obligará a Carina y Max a compartir mucho más que una noche de
pasión desenfrenada.
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Jennifer Probst
Matrimonio por error
Casarse con un millonario - 3
ePub r1.0
Titivillus 13.12.15
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Título original: The Marriage Mistake
Jennifer Probst, 2012
Traducción: Ana Isabel Domínguez Palomo & María del Mar Rodríguez Barrena
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
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En este mundo hay familias para todos los gustos, y cada una posee un grado de
locura específico que solo pueden entender sus miembros.
Este libro está dedicado a mi familia y a los maravillosos recuerdos que guardo
como oro en paño. Mamá, papá, Steve, el camino ha sido duro, pero hemos
llegado a donde necesitábamos llegar. Jamás olvidaré los torneos de Scrabble,
las travesuras tronchantes de mamá, el obstinado optimismo contra todo
pronóstico y las grandes cenas que convierten una casa en un hogar. ¡Y todavía
nos queda mucho más por compartir!
Y también a mi maravillosa familia política, a mis segundos padres, a Carolyn y
a Donald. Gracias por acogerme con los brazos abiertos y por permitirme
compartir vuestra locura familiar y vuestro amor. Siempre me habéis tratado
como a una hija y como a una hermana.
Os quiero a todos.
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Prólogo
Carina Conte fijó la vista en la trémula llama de la hoguera que acababa de
encender y pensó que no estaba loca.
Solo era una mujer enamorada.
Le temblaba la mano con la que sostenía el papel. Junto a sus pies, en la hierba,
descansaba el libro de hechizos amorosos de tela morada. Echó un vistazo a su
alrededor y le suplicó a Dios que su familia no se despertara. Le había prometido a su
cuñada que nunca intentaría realizar un hechizo, pero Maggie no tenía por qué
enterarse. Carina se encontraba en la parte de atrás de la propiedad, rodeada por el
olor de la madera al quemarse y el aroma dulzón de los crocos, y rezó para que la luz
de la hoguera no alertara a nadie.
Miró la página. Había llegado el momento de conjurar a la Madre Tierra. Ojalá
que el padre Richard no se enfadara. Recitó rápidamente las palabras para invocar los
poderes femeninos de la Tierra a fin de que le encontrara un hombre que poseyera
todas las cualidades especificadas en su lista.
Después, echó el papel al fuego.
El alivio la inundó de repente y soltó un enorme suspiro. Ya solo restaba ser
paciente. Se preguntó cuánto tardaría de media la Madre Tierra en concederle su
deseo. Claro que, en su caso, le había facilitado mucho el trabajo. En vez de redactar
una larga lista de cualidades, en el papel solo había escrito un nombre. El nombre de
quien llevaba enamorada toda la vida. De un hombre que la miraba como si fuera su
hermana pequeña. Un hombre de mundo que salía con las mujeres más guapas. Un
hombre que la dejaba sin palabras durante el día y presa del deseo más ardiente
durante la noche.
«Maximus Gray.»
Carina esperó a que el papel ardiera por completo y después apagó la hoguera con
un cubo de agua. Tras limpiarlo todo con rapidez y eficiencia, cogió el libro del suelo
y regresó a la casa.
La hierba le hacía cosquillas en los pies y su vaporoso camisón le otorgaba un
aspecto un tanto fantasmagórico. Entró en su dormitorio abrumada por una extraña
emoción que le provocó un escalofrío en la espalda. Guardó de nuevo el libro en el
cajón y se metió en la cama.
Por fin, ya estaba hecho.
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—He contratado a alguien. Trabajará bajo tus órdenes y serás responsable de su
formación.
Max fijó la vista en el hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa. El
anuncio lo puso en alerta, pero guardó silencio. Estiró las piernas por debajo de la
mesa de reuniones, cruzó los brazos por delante del pecho y enarcó una ceja. Había
trabajado incontables horas y había sudado la gota gorda para que el imperio de La
Dolce Maggie, la rama estadounidense de la empresa italiana La Dolce Famiglia,
despegara, y no pensaba hacerse a un lado sin luchar.
—¿Estás pensando en destituirme, jefe?
Dado que era más un hermano que un jefe, Michael Conte lo miró con una
sonrisa.
—¿Para que venga tu madre a darme una patada en el culo? Ni lo sueñes.
Necesitas ayuda con la expansión.
Max hizo una mueca socarrona.
—Tu madre es más dura que la mía. ¿No te obligó a casarte con tu mujer? Menos
mal que la querías, porque si no, menudo marrón.
—Muy gracioso, Gray. La boda no era el problema. El problema lo causaron tus
dudas acerca de mi mujer, eso sí que fue un marrón.
Max dio un respingo.
—Lo siento. Solo intentaba proteger a un amigo de una cazafortunas. Y, lo que
son las cosas, ahora adoro a Maggie. Es lo bastante fuerte como para aguantar tus
chorradas.
—Sí, menudo club de fans os habéis montado entre los dos.
—Es mejor que tener una guerra abierta. Bueno, ¿quién es esa estrella?
—Carina.
Max cerró la boca de golpe.
—¿Perdona? ¿Carina? ¿Tu hermana pequeña? Tienes que estar de broma… ¿No
estaba en la universidad?
Michael se sirvió un vaso de agua de la jarra y bebió un sorbo.
—Obtuvo su máster en Gestión y Administración de Empresas en mayo, se lo
sacó en la SDA Bocconi, y ha estado trabajando en prácticas en Dolce di Notte.
—¿En la competencia?
Michael sonrió.
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—Yo no diría que son la competencia. No quieren conquistar el mundo como
nosotros, amigo. Pero confío en ellos para que le enseñen lo básico del negocio
pastelero. Quería que trabajara en prácticas con Julietta, pero se niega a estar bajo la
sombra de su hermana mayor. Lleva mucho tiempo insistiendo que quiere venir a
Estados Unidos y el contrato de prácticas está a punto de acabar. Ha llegado el
momento de que entre en la empresa familiar. Capisce?
Joder… Sí, lo entendía. Acababa de recibir el encargo de cuidar de la hermana
pequeña. Sí, la quería como a una hermana, pero su tendencia a echarse a llorar en
situaciones emotivas no encajaba con los negocios. Se estremeció. ¿Y si hería sus
sentimientos y empezaba a llorar? Era una pésima idea se mirara como se mirase.
—Esto, Michael, a lo mejor deberías asignarla al departamento de contabilidad.
Siempre has dicho que tiene maña con los números y no creo que esté hecha para la
dirección. Tengo la agenda hasta arriba y estoy en mitad de unas negociaciones
críticas. Por favor, asígnasela a otro.
Michael negó con la cabeza.
—Con el tiempo, la transferiré al departamento financiero. Pero por ahora quiero
que esté contigo. Necesita aprender en qué consiste una buena administración y cómo
funciona La Dolce Maggie. Eres el único en quien confío para que no se meta en
problemas. Eres de la familia.
Esas palabras clavaron la última estaca en su corazón de vampiro. Familia.
Michael siempre se había ocupado de él, y él había demostrado que era merecedor de
su puesto. Siempre había soñado con un lugar hecho a su medida. Estar en la cima de
la cadena alimentaria, por decirlo de alguna manera. Nadie había puesto en duda su
trabajo como director ejecutivo, pero de un tiempo a esa parte comenzaba a
preguntarse si el hecho de carecer de la valiosísima sangre Conte era una desventaja.
Los contratos eran temporales y el suyo se renegociaba cada tres años. Ansiaba un
puesto fijo en el imperio que había ayudado a construir, y si lograba abrir tres
pastelerías más podría ser la culminación de sus sueños. Si cumplía con esa misión,
se aseguraría un puesto en la cima, junto a Michael… como socio permanente en vez
de como director ejecutivo provisional. Preocuparse por una chica recién salida de la
universidad solo lo distraería. A menos que…
Se dio unos golpecitos en el labio inferior con un dedo. Tal vez Michael
necesitaba que le recordase lo importantes que eran sus esfuerzos para la empresa. Si
le lanzaba ciertos desafíos a Carina, se aseguraría de poner de manifiesto sus faltas y
su juventud mientras la mantenía bajo su supuesta protección. Después de la
expansión, pensaba pedirle a Michael que lo convirtiera en socio de pleno derecho.
Tal vez Carina pudiera ayudarlo, sobre todo si se convertía en su mentor y ella
dependía de sus consejos.
Sí, tal vez esa situación tuviera alguna ventaja.
—De acuerdo, Michael, si eso es lo que quieres.
—Estupendo. Llegará dentro una hora. ¿Por qué no vienes a cenar esta noche?
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Vamos a celebrar una pequeña fiesta de bienvenida.
—¿Cocina Maggie?
Michael sonrió.
—Joder, no.
—En ese caso, iré.
—Chico listo.
Michael aplastó la taza de papel, la tiró a la papelera y cerró la puerta al salir.
Max miró el reloj. Tenía un montón de cosas que hacer antes de que Carina
llegara.
Carina observó la brillante placa dorada que decoraba la elegante puerta de madera.
Tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta y se secó las palmas
húmedas en la falda negra. Menuda tontería. Era una mujer adulta y había dejado
atrás los días en los que suspiraba por Max Gray.
Al fin y al cabo, tres años eran mucho tiempo.
Se colocó bien un mechón de pelo que se le había escapado del elegante recogido,
enderezó los hombros y llamó a la puerta.
—Adelante.
Al escuchar su voz no pudo evitar que la envolvieran un montón de recuerdos.
Era una voz grave y seductora que sugería la clase de sexo salvaje y de aventuras al
que solo una monja podría resistirse. A duras penas.
Abrió la puerta y entró con una seguridad que no sentía. Sabía que eso daba igual.
En el mundo empresarial solo se veía lo que reflejaba la superficie. Esa idea la
tranquilizó… Se había convertido en una maestra a la hora de ocultar sus emociones
durante su trabajo en prácticas. A fin de cuentas, era cuestión de supervivencia.
—Hola, Max.
El hombre sentado tras el enorme escritorio de teca la miró con una extraña
mezcla de calidez y sorpresa, como si no esperase a la mujer que tenía delante. Esos
penetrantes ojos azules adoptaron una expresión intensa y recorrieron su cuerpo de
arriba abajo antes de que su cara reflejase una cariñosa bienvenida.
A Carina le dio un vuelco el corazón, se le cayó a los pies y después se recuperó.
Por un instante, se permitió admirar su imponente presencia. Su cuerpo era atlético y
delgado, y su estatura siempre añadía un punto intimidante a todas sus interacciones,
algo que lo ayudaba a la hora de conseguir contratos. Su cara reflejaba la imagen de
un ángel y de un demonio atrapados en una aventura amorosa. Pómulos afilados, una
nariz elegante y unas cejas arqueadas le conferían cierto aire aristocrático. La perilla
tan sexy que adornaba su mentón acrecentaba la sensualidad de sus labios. Su
abundante pelo negro caía en rebeldes ondas sobre su frente y resaltaba sus increíbles
ojos azules. Cuando se acercó a ella, lo hizo con una elegancia innata que no solía ser
característica de los hombres altos, y el incitante perfume de su colonia jugueteó con
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sus sentidos. La extraña mezcla de madera, especias y limón la empujó a enterrar la
cara en su cuello y aspirar su aroma.
Por supuesto, no lo hizo. Ni siquiera cuando él le dio un breve abrazo de
bienvenida. Carina le colocó los dedos en los hombros, apenas contenidos por el traje
azul hecho a medida. Hacía mucho tiempo que se había enfrentado a su criptonita
personal y que había aprendido unas lecciones valiosísimas. Había reconocido su
debilidad. La había aceptado. Y había seguido con su vida. Las sencillas reglas de los
negocios se aplicaban a todos los ámbitos de su vida en ese momento.
Lo miró con una sonrisa.
—Hace mucho que no nos vemos.
—Demasiado, cara. —Una expresión nerviosa apareció en su mirada, pero
desapareció al instante—. Me he enterado de que te has licenciado como la mejor de
tu clase. Bien hecho.
Ella asintió con la cabeza.
—Gracias. ¿Y qué me dices de ti? Michael me ha contado que estás trabajando
muy duro para expandir La Dolce Maggie.
Max apretó los dientes.
—Sí. Y por lo que parece nos vas a ayudar en ese sentido. ¿Has hablado ya con tu
hermano?
Carina frunció el ceño.
—No, he venido directamente a la oficina para trabajar unas cuantas horas.
Supuse que él me enseñaría las instalaciones. ¿En qué departamento quiere que
empiece? ¿Nóminas, presupuesto u operaciones?
Max se quedó un rato en silencio estudiando su cara, recorrió con la mirada cada
uno de sus rasgos como una caricia. Carina se mantuvo muy quieta y se dejó analizar.
Necesitaba acostumbrarse a su presencia dado que se toparía con él en el trabajo.
Menos mal que tendría la cabeza puesta en los libros contables. Su capacidad de
concentración y sus dotes contables eran muy buenas, así que Max no tendría que
aparecer a menudo para comprobar sus progresos.
Esos sensuales labios esbozaron una sonrisa, distrayéndola brevemente.
—Conmigo.
—¿Cómo dices?
—El departamento. Vas a trabajar conmigo, en calidad de mi ayudante. Yo seré tu
mentor.
El pánico la embargó. Retrocedió un paso como si Max fuera un demonio que
acabara de pedirle que le entregase su alma.
—No creo que sea buena idea. —Una carcajada histérica brotó de sus labios—.
Lo último que pretendo es molestar. Hablaré con Michael para que me ponga en otro
departamento.
—¿No quieres trabajar conmigo? —Levantó las manos—. No tienes que
preocuparte de nada, Carina. Te trataré bien.
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Carina se imaginó esos dedos introduciéndose entre sus piernas y acariciándola
hasta llevarla al orgasmo. Bien sabía Dios que era capaz de tratar bien a una mujer.
En todos los aspectos. Se ruborizó, de modo que se dio la vuelta para inspeccionar su
despacho. Menuda ridiculez. Estaba perdiendo el control a los cinco minutos de
haberle visto.
Sus tacones resonaron en el suelo de madera mientras se acercaba para mirar con
fingido interés la enorme foto de la inauguración del local junto al río. Esa era su
prueba de fuego y se negaba a fracasar. Max era su amor de la adolescencia y ya no
vivía encerrada en una prisión emocional. Había ido a esa ciudad por dos motivos:
demostrar su valía y exorcizar el fantasma de Maximus Gray.
De momento, había fracasado en ambos aspectos.
Carraspeó y se volvió para mirarlo una vez más.
—Te agradezco que estés dispuesto a enseñarme —dijo con voz agradable—,
pero me sentiría más cómoda en otro departamento.
Max contuvo una sonrisa.
—Como prefieras. Pero creo que tu hermano tiene una idea muy clara de lo que
quiere. ¿Te apetece que te enseñe las oficinas después de avisarle que ya estás aquí?
Me parece que no te esperaba hasta más tarde.
—De acuerdo. —Levantó la barbilla con gesto desafiante—. Tal vez haya llegado
el momento de recordarle a mi hermano que ya no me controla.
Carina se aseguró de abrir la marcha al salir.
¿Qué narices pasaba?
Max caminaba, obediente, detrás de una mujer distante y segura de sí misma
mientras intentaba recuperar la compostura. No era la misma Carina que vio la última
vez en Italia, una chica emocional, sensible… tímida.
No, esa Carina Conte había madurado. En el pasado le gustaban su mirada de
veneración y su costumbre de agachar la cabeza cuando algo la avergonzaba. Carina
estaba acostumbrada a escuchar las órdenes de los demás. Era una persona que se
desvivía por agradar a todo el mundo, muy sensible; una chica encantadora por la que
siempre había sentido un fuerte afán protector. Sin embargo, la mujer que tenía
delante parecía controlar las riendas de su vida y ser muy capaz. La idea de que se
enfrentara a su hermano mayor lo dejó sin palabras. Se preguntó por qué se sentía tan
contrariado, pero desterró la idea enseguida. Tal vez Carina resultara ser un activo
para la empresa, después de todo.
Por supuesto, su cuerpo también había madurado. ¿O nunca antes había reparado
en él? Max apartó los ojos de la voluptuosa curva de su trasero mientras Carina se
contoneaba con el atávico ritmo diseñado para volver locos a los hombres. Era más
baja que sus hermanas, pero llevaba unos tacones de diez centímetros que resaltaban
los músculos de sus piernas. Al presentársela a varios trabajadores a medida que
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recorrían esa planta, irremediablemente se percató de que sus pechos también habían
crecido.
Lo asaltó una oleada de calor sofocante. La delicada blusa blanca se abría en el
cuello y dejaba al descubierto un poquito de encaje. Sus pechos pugnaban contra el
material como si se murieran por escapar, de modo que el respetable traje se
convertía en el atuendo de una stripper. Espantado por el rumbo de sus pensamientos,
se apresuró a imaginarse a una monja en ropa interior para recuperar el control.
Carina estaba prohibida. Era su mentor, su segundo protector. Max meneó la
cabeza y miró su rostro casi de forma analítica. Siempre había sido guapa, pero solía
llevar tanto maquillaje que apenas se le distinguían las facciones. En ese momento
unos labios carmesí eran su único maquillaje. Su piel morena relucía por la luz y
tentaba a un hombre a tocarla. Se había recogido los rizos rebeldes, un peinado que
resaltaba sus gruesas cejas y sus pómulos definidos. Tenía una nariz muy italiana que
dominaba su rostro, pero la fuerza de esos turbulentos ojos oscuros hipnotizaba a las
personas sin remisión. Jamás había sido delgada, y Max se preguntó por qué la
mayoría de las mujeres querían serlo. Las voluptuosas curvas que amenazaban las
costuras de su traje eran pura tentación.
¿Tenía algún amante?
Joder, ¿de dónde había salido esa pregunta? Se frotó los ojos y casi gimió aliviado
al ver a Michael acercarse por el pasillo.
Su amigo extendió los brazos tal como marcaba la antigua tradición familiar, pero
Carina no corrió a su encuentro. En cambio, sonrió y recorrió el pasillo muy despacio
antes de abrazarlo. La fuerza de sus lazos era evidente, y una vez más Max
experimentó una punzada de soledad. Siempre había ansiado tener un hermano con
quien compartir su vida. Al menos, Michael y sus hermanas lo habían adoptado. Sin
embargo, tras sufrir el abandono de su padre, solo tenía un objetivo que lo mantenía
en el camino de la venganza: el éxito.
«Así que no la jodas.»
Estuvo de acuerdo con su voz interior y recobró la razón. Michael le había echado
un brazo por encima de los hombros a su hermana y se acercaba a él.
—Me alegro muchísimo de que por fin hayas llegado, bella mia. Pero le dije a mi
chófer que te llevara a casa. Maggie te esperaba ahí.
Carina ladeó la cabeza y sonrió.
—¿Y cómo está mi cuñada?
—Gruñona.
—Lógico. —Se echó a reír—. Le dije a tu chófer que había un cambio de planes.
Se me ocurrió dar una vuelta por las instalaciones, sentarme a mi escritorio un rato y
luego ir a tu casa. Max me ha explicado las cosas por encima.
Michael le dio una palmada en la espalda a Max y se volvió hacia Carina.
—Estás en buenas manos. ¿Por qué no te quedas en el despacho que hay junto al
suyo? Lleva vacío un tiempo y puedo hacer que saquen las cajas hoy mismo. Mañana
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tendremos una reunión para discutir la estrategia a seguir en ciertas áreas nuevas.
Se hizo un silencio incómodo. Michael puso cara de no comprender al ver la
expresión pétrea de su hermana.
—Sí, pero antes tenemos que dejar claras unas cuantas cosas. ¿Podemos hablar en
tu despacho?
Max asintió con la cabeza.
—Os dejo solos. Ya nos veremos esta noche.
—No, Max, me gustaría que nos acompañaras, por favor —dijo Carina.
Su franca mirada le provocó una extraña sensación en la piel, pero se desentendió
de ella. Asintió con la cabeza y se reunieron en el despacho de Michael. Los sillones
eran mullidos y cómodos, pensados para escuchar una conferencia durante horas.
Max contuvo una carcajada al ver que Carina parecía engullida por el terciopelo y
tenía que cambiar de postura para tocar el suelo. Carina le lanzó una mirada irritada,
indicándole que no le había pasado desapercibido su gesto burlón, y procedió a juntar
las rodillas en una pose elegante, con los pies en el suelo. Esas pantorrillas estaban
hechas para que se aferraran a los muslos de un hombre mientras la penetraba con
fuerza.
«Joder, para ya», se ordenó. Tenía treinta y cuatro años. Que sí, que ese aspecto
de bibliotecaria sensual lo había pillado por sorpresa, pero Carina seguía siendo como
de la familia y tenía muchos años menos que él. Era una chica tímida. Inocente.
Seguramente se moriría de la vergüenza si descubriera que su aspecto había puesto su
mundo patas arriba… y había afectado a cierta parte de su anatomía.
Se apresuró a desterrar la imagen.
—Michael, me preocupa el lugar que voy a ocupar aquí. A lo mejor puedes
indicarme cuáles crees que deberían ser mis funciones y podemos hacer los cambios
oportunos.
Michael se echó hacia atrás. Al parecer, Max no era el único al que la racional
Carina Conte había pillado por sorpresa.
—No deberías preocuparte de eso, cara. Con el tiempo tomarás posesión del
cargo de directora financiera, pero de momento ayudarás a Max en todo lo que
implica dirigir La Dolce Maggie. Necesito que aprendas todos los aspectos de la
empresa. Por supuesto, vivirás con Maggie y conmigo. Te hemos preparado una suite
completa y podrás decorarla a tu gusto. Cuando tengas dudas, acude a mí y las
despejaremos. —Michael estaba a punto de estallar de orgullo por su generosa oferta.
De alguna manera, Max percibió que se acercaba una tormenta. Y de las gordas.
Esperó la explosión de temperamento femenino.
Carina asintió con la cabeza.
—Entiendo. En fin, es una oferta muy generosa y te lo agradezco. Pero no he
venido a Nueva York para vivir en casa de mi hermano y ser la sombra de su director
ejecutivo. Tengo planes propios. Voy a instalarme en el antiguo apartamento de Alexa
este fin de semana. En cuanto a La Dolce Maggie, creo que seré de más utilidad a la
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empresa en los departamentos de contabilidad y operaciones, dado que ese será mi
puesto definitivo. Max no necesita que nadie lo distraiga de su principal objetivo.
Max se apresuró a cerrar la boca de golpe mientras suplicaba que no se hubieran
dado cuenta del gesto. ¿Dónde estaban los fuegos artificiales y los gritos? Carina era
una chica apasionada y emocional que nunca se callaba y que siempre se dejaba
llevar por sus sentimientos. Por eso se había metido en tantos problemas. Recordó el
día que se bajó del coche para seguir a un perro callejero hasta el bosque y se perdió.
Dio, menudo fiasco. Creyeron que la habían secuestrado y la encontraron horas
después con una sucia bola de pelo, acurrucada en el refugio improvisado que había
construido con ramitas y hojas. Sin haber derramado una sola lágrima, anunció que
estaba convencida de que la encontrarían y se alejó con el perro mientras su hermano
despotricaba a pleno pulmón y él casi se desmayaba del alivio.
Michael la miró fijamente.
—De eso nada. Eres mi hermana y te quedarás con nosotros. Nueva York es un
lugar aterrador. En cuanto a la empresa, no necesito a otra persona en el departamento
de contabilidad ahora mismo. Aprenderás más con Max.
—No. —Carina esbozó una sonrisa conciliadora, pero la negativa resonó en el
despacho como un disparo.
—¿Cómo dices?
—No me estás prestando atención, Michael. Si no podemos comunicarnos como
adultos que somos, esto no funcionará. Ya he recibido ofertas de trabajo de dos
empresas de Manhattan y todavía no les he dado una contestación definitiva. Quiero
demostrar mi valía, pero si sigues tratándome como a tu hermana pequeña, no podré
realizar mi trabajo como es debido. No sería justo para nadie. Ahora bien, si tienes
una razón de peso para que Max me vigile y se encargue de que no me meta en líos,
me gustaría que me la dieras. En caso contrario, seguiré mi camino sin malos rollos.
Capisce?
Max se preparó para una demostración del temperamento italiano del que era su
amigo y jefe. Si había algo que Michael encaraba con la persistencia de un asedio
medieval era la protección de su hermana pequeña. Su palabra era ley en la casa de
los Conte, una tradición pasada de generación en generación. La idea de que Carina
se enfrentara a las decisiones de su hermano nada más llegar a su terreno lo
fascinaba.
Y en ese momento el mundo se puso patas arriba.
Michael asintió con la cabeza. Sus labios esbozaron el asomo de una sonrisa.
—Muy bien, cara. Quiero que te quedes en mi casa porque Maggie disfrutará con
tu compañía. Podemos enseñarte la ciudad hasta que te sientas cómoda para vivir por
tu cuenta. En cuanto a la empresa, sé que tu fuerte son los números, pero necesito que
te formes en todos los aspectos del negocio, sobre todo en la dirección. Max es el
único en quien confío para desarrollar tu potencial.
«¿Cómo?»
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Max miró a su alrededor en busca de las cámaras, pero no las encontró. Carina
parecía complacida.
—Muy bien. Admito que Max es la persona más indicada. Yo también echo de
menos a Maggie, así que me quedaré toda la semana en tu casa. Pero después tengo
que mudarme… Vivir con mi hermano mayor no era lo que esperaba cuando decidí
venir. Es hora de que tenga mi propia casa y el apartamento de Alexa me parece
perfecto. ¿Estamos de acuerdo?
Michael no parecía muy conforme con la segunda mitad del trato, de modo que
Max esperó más negociaciones.
—De acuerdo.
Los hermanos se miraron con sendas sonrisas. ¿Quiénes eran esos dos?
—Ahora, si no te importa voy a ir al aseo y después nos vamos a casa. Estoy
agotada y tengo que cambiarme de ropa.
—Por supuesto. Hemos organizado una pequeña cena de bienvenida en tu honor,
pero tendrás tiempo para echarte una siesta.
—Estupendo. —Carina se puso en pie con elegancia y se detuvo delante de él—.
Gracias por la visita guiada, Max. Nos vemos esta noche.
Asintió con la cabeza, aturdido todavía por la civilizada charla a la que había
asistido. Cuando Carina salió del despacho, miró a su jefe.
—¿Qué narices ha pasado? ¿Por qué no le estás dejando las cosas claras como
siempre haces? ¿Y qué le ha pasado a Carina? No ha llorado ni se ha alterado una
sola vez desde que llegó.
Michael agitó una mano y se puso la chaqueta del traje.
—Maggie me ha convencido de que necesita que la respetemos como persona
para que pueda tomar sus propias decisiones. ¿Detesto la idea? Sí. Pero ya es adulta y
tiene que encontrar su camino. —Se le ensombrecieron los ojos—. Soy su hermano,
no su padre. Pero te agradezco que le eches un ojo, amico mio. Confío en ti para que
la mantengas a salvo y le enseñes todo lo que necesita saber para dirigir esta empresa.
La inquietud le provocó un escalofrío en la espalda.
—¿Dirigir la empresa?
Michael se echó a reír.
—Pues claro. Es una Conte y algún día llevará las riendas de La Dolce Maggie.
Para eso la estamos formando.
Mientras Max miraba a su amigo, notó que el frío se apoderaba de él. ¿Alguna
vez sentiría que era parte de la familia y lo bastante bueno para ser socio de pleno
derecho? ¿Estaba siendo egoísta y desagradecido? Habían levantado La Dolce
Maggie juntos pero, en el fondo, Max sabía que él era reemplazable. Tal vez Carina
fuera nombrada directora del departamento financiero, pero también poseía una parte
de la empresa. Max nunca le había pedido un contrato blindado a Michael, temeroso
de que su amistad empañara una decisión que debía basarse únicamente en los
negocios. ¿Por qué siempre tenía la sensación de que debía esforzarse más para
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hacerse un hueco? Cierto, el gilipollas de su padre los había abandonado, pero esa
constante lucha por ser aceptado empezaba a pasarle factura.
—Nos vemos a las siete. Gracias, Max.
La puerta se cerró tras él.
Max se quedó en el despacho, solo con el silencio. Con los recuerdos. Y con ese
mal presentimiento que nunca parecía abandonarlo del todo.
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Carina se sentó en la cama con las piernas cruzadas y rio entre dientes al ver que su
cuñada caminaba con dificultad para sentarse en el sillón. Bajo el largo vestido
asomaban unos pies hinchadísimos que llevaba descalzos, y la posición hacía que su
enorme barriga dominara su cuerpo. Maggie sopló hacia arriba para quitarse el pelo
rubio oscuro de los ojos. Los mechones se apartaron dejando a la vista unos
asombrosos ojos verdes que mostraban la incomodidad general y la irritación que
sentía en ese momento.
—Tu hermano me tiene harta —anunció.
—¿Qué ha hecho ahora? —preguntó Carina, que trató de parecer seria frente a la
actual condición de su cuñada, normalmente tan estilosa y peripuesta.
—Qué no ha hecho, dirás. Se pasa la noche durmiendo y roncando mientras que
yo parezco una ballena varada en la cama. No deja de preguntarme si necesito algo. Y
hoy me ha informado de que no se me permite asistir a mi próxima sesión de fotos,
aduciendo que es muy peligroso viajar en mi estado.
Carina tuvo que esforzarse para contener la risa. Maggie salía de cuentas dentro
de ocho semanas y se negaba a asimilar que no podía continuar con su agenda de
trabajo habitual.
—Bueno, ya sabes que Michael es excesivamente protector —replicó Carina—.
Y… en fin, no sé cómo vas a poder agacharte para hacer las fotos, Mags.
Maggie frunció el ceño.
—Lo sé. ¿Por qué no me dijisteis que en tu familia es habitual tener gemelos?
—¿Habría supuesto alguna diferencia?
—Es posible. ¡Dios, no lo sé! Seguramente no. Estoy harta de los hombres.
La puerta se abrió, de modo que Carina se libró de tener que responder. Por la
rendija de la puerta apareció una melena de rizos negros.
—¡Bien, esperaba que estuvieras aquí! ¡Carina!
Carina chilló de alegría mientras se abrazaban y se besaban. Alexa era la mejor
amiga de Maggie y estaba casada con el hermano de esta. Para Carina era como una
hermana mayor. Era una mujer alegre y entusiasta, y formaba parte del núcleo
familiar que la había acogido en su seno. Mientras Carina se apartaba, sintió que algo
se movía entre ellas.
—¡Ay, Dios mío! ¡El bebé se ha movido!
Alexa se cubrió el vientre con una mano y sonrió.
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—Voy a apuntarlo a kárate en cuanto nazca. —Se acercó a Maggie moviéndose
también con dificultad y, tras saludarla con un beso, se sentó en el segundo sillón—.
Gracias a Dios que estáis aquí. Necesito desahogarme con otras mujeres. Mi marido
me tiene frita.
Maggie rio por lo bajo.
—Parece que está de moda. ¿Qué ha hecho ahora mi hermano?
—Me ha dicho que me prohíbe ir a la librería de ahora en adelante. Como si
estuviera dispuesta a soltar las riendas de mi negocio por un embarazo. No deja de
recordarme que no necesitamos el dinero. —Resopló—. ¿Sabéis a cuántos animales
podemos salvar con ese dinero? Pero él insiste en mostrarse como un galante
caballero, y también insiste en que me quede en casa para descansar. ¿Cómo voy a
descansar con una niña de tres años? Sí, vamos, como si pudiera pasarme el día con
los pies en alto comiendo bombones. Ni de coña. Por lo menos en Locos por los
Libros hay tranquilidad y puedo hablar con adultos.
Maggie se estremeció.
—La última vez que fui de visita, Lily me encerró en su habitación y me obligó a
jugar con ella a las casitas durante dos horas. La primera hora no estuvo mal, pero
¡venga ya! ¿Cuánto tiempo puedes estar fingiendo que bebes té y comes pastas?
Carina se echó a reír.
—Estáis matando mis ilusiones. ¿Qué ha pasado con los finales felices de los
cuentos de hadas? ¿No hay romanticismo después del matrimonio? ¿No existe la
relación perfecta?
Maggie y Alexa se miraron.
—Hazte a la idea —le aconsejó Maggie—. La vida real es dura.
Alexa asintió con la cabeza.
—Te interesa encontrar un hombre capaz de aguantar lo bueno y lo malo. Porque
lo malo abunda.
Carina las miró con atención. Ambas estaban en el último tramo del embarazo,
incómodas y con las hormonas revolucionadas.
—Y… ¿merece la pena?
Maggie suspiró.
—Ajá —admitió a regañadientes—. Merece la pena.
Alexa sonrió de oreja a oreja.
—Sí que la merece. Y ahora te toca a ti. ¿Alguna información jugosa que
compartir? ¿Has decidido aceptar mi sugerencia y mudarte a mi antiguo apartamento?
La emoción la embargó, provocándole un escalofrío en la espalda.
—Sí —respondió Carina—. Me parece genial. Me mudaré dentro de dos
semanas. Así evitaré que Maggie mate a mi hermano mientras tanto.
—Gracias, hermanita.
Carina sonrió.
—De nada. Antes de venir a casa he estado en las oficinas de La Dolce Maggie.
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Max va a enseñarme los entresijos del negocio.
—Max es un encanto. Simpático y amable —comentó Alexa.
Maggie la miró con gesto preocupado.
—Carina, ¿es buena idea? ¿Crees que podrás trabajar estando tan cerca de Max?
«Has dado en el centro de la diana», pensó Carina.
Recordó cuando, tres años antes, su cuñada le dijo lo que opinaba sobre su
enamoramiento de Max, un hombre que era ocho años mayor, poco adecuado por el
abismo que existía entre ellos. Un hombre que le robaba el sueño y que le provocaba
continuos ataques de llanto porque no lograba encontrar el modo de que se fijara en
ella. Maggie le echó un sermón y le dijo que antes debía vivir la vida tal como le
apetecía vivirla. Pero el amor era obstinado. Así que necesitó que una noche ocurriera
lo que ocurrió para comprender que Max siempre la vería como la hermana pequeña
de su amigo. El recuerdo de la humillación se agitó en su mente, pero necesitaba que
le abrieran los ojos para poder encauzar su vida.
Respiró hondo y miró a su cuñada.
—Sí —contestó con firmeza—. No me importa trabajar con Max.
Maggie la miró atentamente y después asintió con la cabeza.
—Vale. Bueno, la gente estará esperando. —Apoyó las manos en los brazos del
sillón y tomó impulso para levantarse—. Ven cuando hayas acabado de arreglarte.
—Vale, bajaré dentro de un rato.
Carina se tumbó sobre los cojines y clavó la mirada en el techo. Se había pasado
la vida luchando por ocupar un lugar en su familia, entre sus guapísimas hermanas y
el increíble talento de su hermano. Al parecer, todo el mundo tenía un lugar especial
salvo ella. La emoción la embargó al pensar que por fin iba a empezar de cero. Otro
país. Trabajo nuevo. Un lugar donde vivir a su antojo. Las posibilidades eran infinitas
y se extendían ante ella como si fueran un regalo. Estaba cansada de malgastar el
tiempo pensando en un hombre que jamás la querría.
Su objetivo ya no era casarse y sentar la cabeza al lado de un hombre.
En ese momento buscaba una aventura apasionada y sin compromisos.
La emoción le provocó un escalofrío. Por fin se había librado de las restricciones
y estaba dispuesta a explorar su sexualidad. Encontraría un hombre digno de ella y se
lanzaría de cabeza para disfrutar de una relación plenamente física, sin ataduras de
ningún tipo.
«Seré una chica mala», se dijo.
Sí. Ya era hora de que lo fuera.
La idea la animó. Se levantó de la cama, cogió el vestido rojo de la percha y se
dispuso a cambiarse.
Max se lo estaba pasando bien. Solía cenar con Michael y Maggie, y a veces también
se unían Alexa y Nick. Esas horas que pasaba con ellos, llenas de risas, vino y
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tranquilidad, le recordaban las interminables noches que había compartido en
Bérgamo con la familia Conte. Mamá Conte y su madre habían crecido juntas, eran
amigas desde la infancia. Así que cuando su padre los abandonó, mamá Conte los
adoptó y los trató como miembros de su familia. Siempre se había sentido como un
primo más que como un buen amigo.
Sin embargo, experimentaba cierta incomodidad. Aunque tenía más dinero que
Michael, no quería tocarlo. No quería dinero a menos que lo hubiera ganado con su
esfuerzo y su trabajo. Su padre, un ricachón suizo, apareció de la nada y sedujo a una
chica italiana como si fuera un acuerdo comercial sin importancia. Se casaron de la
noche a la mañana y cuando el bebé nació, depositó una importante cantidad en la
cuenta de su mujer. Luego, se marchó para siempre. Max no llegó a conocerlo
siquiera, pero el dinero depositado en la cuenta había aumentado con el paso de los
años gracias a los intereses. Puesto que no tenían familia, su madre necesitó ese
dinero para sobrevivir, pero Max no soportaba depender de él y se pasó la juventud
deseando ganarse la vida por su cuenta. No quería nada procedente de un hombre que
había humillado a su madre sin tener en cuenta que vivían en una ciudad pequeña de
profundas raíces católicas, donde quedó estigmatizada por su abandono y posterior
divorcio.
No, no quería ese dinero. Se había jurado que jamás avergonzaría a su madre y
que jamás huiría de sus responsabilidades. En su caso, la astilla no sería como el palo.
Se había asegurado de que así fuera.
Se rellenó la copa de chianti, cogió un trozo de bruschetta y se dio media vuelta.
«¡Dios!», exclamó para sus adentros.
Carina acababa de bajar la escalera con una elegancia innata, sonriendo con
naturalidad y con ese cuerpo de infarto envuelto en un vestido rojo intenso. Jamás
había tenido la oportunidad de verla ataviada con ese color y mucho menos con un
vestido. Solo la había visto con ropa holgada y camisetas, con prendas que ocultaban
sus curvas.
Al parecer, había cambiado. El escote de pico enfatizaba su generoso busto y
acentuaba la curva de sus caderas. Se había dejado el pelo suelto y le caía por la
espalda, clamando por que la mano de un hombre se enterrara en él. Llevaba los
labios pintados de rojo, lo que resaltaba la oscuridad de sus ojos.
Se detuvo delante de él y lo dejó sin palabras, incapaz de saludarla. Max, que
estaba tan acostumbrado a ver cómo lo miraba con deseo. Se había percatado de que
Carina estaba enamorada de él hacía años. Siempre le había parecido entrañable y
halagador. Pero en ese momento tenía la impresión de que Carina había tomado
posesión de sus poderes mágicos. Había dado por seguros sus halagos, su admiración
y su afán protector. Sin embargo, en ese momento lo trataba como a cualquier otro.
Sintió una profunda decepción, pero se obligó a desterrarla.
—Hola —dijo.
Un tanto avergonzado por tan somero saludo, se recordó que era como su
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hermana pequeña y que su última novia pertenecía a la realeza.
—¿Quieres un poco de vino? —añadió.
—Claro. ¿Chianti?
Señaló su copa al tiempo que un mechón de pelo se deslizaba por su frente y se
detenía delante de un ojo.
Max distinguió el olor a pepino de inmediato, y de algún modo le resultó más
embriagador que el aroma de los perfumes sintéticos.
—Esto… sí.
—Perfecto.
Se apresuró a servirle una copa que después le ofreció.
—Gracias.
Los dedos de Carina rozaron los suyos mientras aceptaba la copa, y estuvo
tentado de dar un respingo para apartarse. El leve hormigueo seguía presente, no
había desaparecido. Justo lo que menos necesitaba. Sacudió la cabeza para
despejarse.
—Si tienes alguna pregunta sobre la ciudad, no dudes en hacérmela. Me
encantará enseñártela.
Carina bebió un sorbo de vino y entrecerró los ojos, encantada.
—Mmm… Hay una cosa que necesito con urgencia.
—¿El qué?
—Un gimnasio. ¿Me recomiendas alguno?
—Michael ha instalado uno muy completo en las oficinas de la empresa. Mañana
te lo enseñaré. Yo suelo entrenar a primera hora de la mañana, por si alguna vez te
apetece acompañarme. —Se percató de que ella lo miraba como si quisiera
comprobar el estado de su musculatura y no pudo evitar sonreír—. ¿Quieres ver mis
bíceps?
La antigua Carina se habría sonrojado. La que tenía delante hizo un puchero y
contestó:
—A lo mejor.
—Qué mala eres. —Enarcó una ceja—. Siempre has odiado hacer ejercicio.
—Y todavía lo odio. Pero me encanta comer y tengo un problema de sobrepeso.
El ejercicio me permite guardar cierto equilibrio.
Max frunció el ceño.
—No tienes problemas de sobrepeso.
Carina suspiró.
—Hazme caso, cuando la ropa se diseña pensando en mujeres altas con piernas
largas y sin caderas, tienes un problema de sobrepeso.
La irritación se apoderó de él.
—Eso es ridículo. Tienes culo y pecho. Ese es el tipo de sobrepeso que nos gusta
a los hombres.
Estuvo a punto de jadear al comprender lo que acababa de decir. Las
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conversaciones con Carina jamás incluían partes del cuerpo. Sintió que enrojecía.
¿Qué narices estaba haciendo?
Sin embargo, Carina no parecía avergonzada. Al contrario, se echó a reír y acercó
la copa a la suya para brindar.
—Bien dicho, Max. Pero tal vez acepte tu ofrecimiento. ¿Qué tal está Rocky?
Max sonrió.
—Genial. Está completamente curado y se ha convertido en un perro faldero. Es
un poco vergonzoso. Nunca he visto un pitbull que pase de los desconocidos, a
menos que le rasquen la barriga.
Los ojos almendrados de Carina adoptaron una expresión amable. Su familia la
llamaba «la encantadora de animales» por su habilidad para comunicarse con ellos.
Tras rescatar a Rocky del mundo de las peleas de perros, llamó inmediatamente a
Carina, que le indicó cómo tenía que tratar y cuidar al pobre pitbull. Pese a la
distancia, habían trabajado en equipo para rehabilitar al maltratado animal.
—Estoy deseando conocerlo en persona —afirmó ella—. Por fotos no es lo
mismo.
Se imaginó a Carina en su casa, con su perro. El intenso deseo de verla en su
territorio le resultó extraño. Por lo general odiaba llevar a sus parejas a su casa e
intentaba no caer en la trampa de ir a las suyas. Carina bebió un sorbo de vino y lo
sobresaltó con una pregunta.
—¿Cómo va tu vida amorosa? ¿Cuál es el sabor preferido este mes?
Max cambió el peso del cuerpo al otro pie.
—Ninguno en especial.
—¿No hace tiempo que pasaste de los treinta?
—¿Qué tiene eso que ver? —replicó él, aunque se arrepintió de haberse puesto a
la defensiva—. Solo tengo treinta y cuatro.
Ella se encogió de hombros.
—Es que me preguntaba si no tienes interés en sentar la cabeza y formar una
familia. Como ellos.
Las dos parejas a las que se refería estaban muy juntas, conversando. Una de las
manos de Nick descansaba sobre la barriga de su mujer, mientras Michael se acercaba
a Maggie para decirle algo al oído. La obvia camaradería y la alegría que existía entre
el reducido grupo le provocó una especie de vacío en las entrañas. Claro que quería
algo así. ¿Quién no? Pero ninguna mujer había logrado que renunciara a su libertad,
ninguna había hecho que quisiera comprometerse para siempre. Había jurado que
seguiría soltero a menos que estuviera cien por cien seguro. Jamás abandonaría a su
mujer y a su familia como había hecho su padre. Jamás abandonaría a alguien que lo
necesitara. Por tanto, no podía permitirse el lujo de cometer errores con sus relaciones
sentimentales. En cuanto una mujer mostraba indicios de querer seguir en su cama
más tiempo o lo invitaba a algún acontecimiento familiar, analizaba dicha relación a
fondo. Si no encontraba sentimientos profundos, cortaba por lo sano.
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Por desgracia, llevaba años cortando por lo sano y sin tener relaciones duraderas.
—Algún día —dijo—. Cuando conozca a la mujer adecuada.
—Tu madre se está poniendo nerviosa —bromeó Carina—. Creo que está
empezando a rezar más rosarios de la cuenta con el padre Richard, suplicando que no
seas gay.
Max se atragantó con un sorbo de vino. ¿Quién era esa mujer? La expresión
traviesa con la que lo miraba despertaba el deseo de retarla.
—Ah, ¿sí? ¿Y tú crees que soy gay?
Sus músculos se contrajeron bajo el escrutinio de Carina, cuyos ojos recorrieron
cada centímetro de su cuerpo.
—Mmm… siempre me lo he preguntado. Vistes muy bien. Tienes diseñadores de
cabecera. Y eres demasiado guapo para mi gusto.
Max soltó el aire de golpe.
—¿Cómo?
—No te ofendas. Me gusta más la imagen de tío duro. Ya sabes, pelo más largo,
estilo informal… tal vez una moto…
—Tu hermano te mataría, y me apuesto lo que quieras a que no has montado en
moto en tu vida. —Se avergonzó de este arranque temperamental, porque sabía
perfectamente que Carina estaba bromeando—. Y sabes que no soy gay.
—Vale. —Enderezó los hombros como si la conversación la aburriera—. Lo que
tú digas.
La evasiva lo cabreó. ¿Habría montado en moto con algún tío que quisiera
aprovecharse de ella? En cualquier caso, ¿a él qué más le daba? Era una mujer hecha
y derecha, no tenía por qué preocuparse por ella. Podía salir con quien quisiera. Se la
imaginó montada en una moto, abrazando a un tío por la cintura. Sintiendo en los
muslos la vibración del motor. Con el pelo ondeando al viento. Experimentando la
velocidad que entrañaba la promesa de lo que llegaría después.
A lo mejor había llegado la hora de demostrarle a Carina Conte que no era un
hombre con el que se pudiera tontear.
Inclinó la cabeza y se percató de que ella abría mucho los ojos al ver que acercaba
la boca a la suya. Se acercó tanto que distinguió el leve rubor de su piel, el intenso
tono rojo de sus labios y el jadeo que soltó por la sorpresa.
—¿Quieres que te demuestre que no soy gay?
Carina guardó silencio un instante y después le soltó:
—No sabía que mi opinión te importase tanto.
Las palabras lo golpearon con deliberada precisión. Siempre se había sentido
fascinado por el brillante intelecto de Carina, oculto bajo una capa de dulzura. En el
pasado habían discutido pocas veces porque a ella le faltaba valor para enfrentarse a
él, pero en ese momento estaba disfrutando mucho con la mujer que tenía delante.
—A lo mejor las cosas han cambiado.
—A lo mejor me da igual.
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Max esbozó una sonrisa.
—A lo mejor ha llegado la hora de que te transmita un mensaje para mi madre.
Una especie de prueba.
Se percató de que el pulso de Carina estaba acelerado, ya que le latía una vena en
la base del cuello. No obstante, cuando habló lo hizo con tono distante y controlado.
—A lo mejor no me gusta que me utilicen. —Retrocedió un paso y lo despachó
—. A lo mejor he pasado página, Maximus Gray. Ya no soy el simpático perrito que
te sigue para que le des un hueso. Supéralo.
Se alejó con la cabeza bien alta y se acercó a su hermano. Max siguió mirándola
mientras se preguntaba a qué estaba jugando. ¿Estaba loco? Un desafío sexual con
Carina era impensable, pero ella lo había presionado. Sus insinuaciones le habían
dolido. ¿De verdad la había tratado así? Lo abrumó la culpa de pensar que había
podido ofender en algún momento a un ser querido. Porque la quería. Como a una
hermana.
Meneó la cabeza y salió en busca de aire. Necesitaba controlarse. Se acabaron las
pullas con Carina. Se acabaron las bromas. Necesitaban cultivar una relación
profesional mientras le enseñaba las reglas del juego, y esperaba que no demostrara
ser más capaz que él y acabase quitándole el puesto. La situación ya era bastante
resbaladiza de por sí como para añadir otras complicaciones… sobre todo si se
trataba de una atracción sexual.
Respiró hondo para disfrutar del aire fresco y limpio, y se relajó. Solo era un
contratiempo aislado causado por la curiosidad.
No se repetiría.
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Tonta. Había sido pero que muy tonta.
Carina lo miró con los párpados entornados mientras Max mascullaba órdenes por
teléfono a uno de sus proveedores. La noche anterior había cometido un tremendo
error. Desafiarlo en el plano sexual estaba fuera de lugar, pero había sido incapaz de
contenerse. Por primera vez, se enfrentó a él de tú a tú, y la sensación fue tan
poderosa que no pudo controlarse.
Hasta que Max se inclinó hacia delante y su boca quedó a escasos centímetros de
la suya. Ese voluptuoso labio inferior, esa perilla tan erótica que le adornaba la
barbilla, el hechizante ardor de sus ojos azules. Incluso con vaqueros, una camisa
blanca y una americana negra, le recordaba a James Bond de vacaciones. No a
cualquier James Bond. No, era Pierce Brosnan, con esa elegancia, ese pelo negro y
ese cuerpo musculoso. Seguro que era capaz de saltar de un edificio y matar a los
malos sin despeinarse siquiera. Su ligero acento hacía que cada sílaba sonara
especial, lo justo para provocar una reacción casi hipnótica en cualquier mujer
presente.
Casi se desmayó como una heroína sacada de una novela victoriana. Sin embargo,
luchó contra la neblina sensual con el instinto de una superviviente y consiguió
imponerse. Lástima que la victoria fuera tan efímera. El doloroso deseo que sentía
entre los muslos y la tirantez de sus pezones le indicaron que nunca olvidaría por
completo sus sentimientos por Max. Su cuerpo cobraba vida y moría en su presencia.
Aunque también es cierto que se había pasado incontables años reaccionando de esa
forma, y era algo con lo que tendría que vivir.
Su extraña conversación estaba minada de insinuaciones que no quería analizar.
Al menos esa mañana ambos se concentraron en los negocios. Se mostraron educados
y dispuestos para trabajar, justo lo que le hacía falta.
Max colgó y se levantó, desplegando más de metro noventa de puro músculo.
—Ven conmigo. Tengo una reunión con el departamento comercial.
Carina cogió su maletín y lo siguió, aunque para ello se vio obligada a dar dos
pasos por cada uno de Max. Las oficinas centrales de La Dolce Maggie se
encontraban ya separadas de La Dolce Famiglia, empresa que dirigía su hermana
Julietta en Italia. Cuando Michael decidió ampliar el negocio de las pastelerías y
establecerse en Nueva York, desarrolló un ambicioso plan según el cual anunciaría
una nueva apertura cada trimestre. Los locales se escogían en función de varias
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estadísticas, y Carina estaba de acuerdo con su elección después de leer los informes.
Por supuesto, lidiar con varios chefs, distintos proveedores y constructores era
abrumador, aunque Max parecía haberse involucrado en todos los pasos.
Había tres hombres sentados a la reluciente mesa de madera pulida. Ataviados
con traje y corbata, proyectaban una imagen profesional y refinada. Se pusieron en
pie al verlos entrar y los saludaron con un gesto de cabeza.
—Carina, te presento a Edward, a Tom y a David. Son nuestros ejecutivos
regionales y esta reunión es para discutir cómo aumentar las ventas en cada zona.
Carina es mi nueva ayudante en prácticas.
La saludaron con gesto afable y se sentaron. Max se lanzó de inmediato a una
detallada discusión acerca de las cuotas de mercado, las proyecciones y una variedad
de métodos de captación de clientes que ella había aprendido en la universidad.
Carina empezó a tomar notas con rapidez, anotando las respuestas de los tres
ejecutivos a las sugerencias de Max.
Edward dijo:
—El principal problema que tenemos es distanciarnos de la competencia habitual.
Panera sigue teniendo mucha fuerza. Otras tiendas familiares se concentran en el pan.
Por supuesto, venden pasteles en los supermercados.
—La clave es tener arraigo local —repuso Max—. Puede que New Paltz sea una
comunidad universitaria, pero hay una mezcla ecléctica entre lo nuevo y lo antiguo.
Vamos a comprar espacio publicitario en todos los periódicos y en todas las revistas
locales. Hemos utilizado constructores y proveedores locales, de modo que tenemos
que encontrar la manera de mantener vivos esos contactos. No buscamos competir
con las cafeterías y los supermercados. Queremos eventos empresariales, bodas,
fiestas. Resaltaremos los ingredientes frescos, la variedad y la creatividad. Una
pastelería con tintes artísticos llamará la atención. Tenemos que centrarnos en eso.
Carina carraspeó.
—Perdona, Max. ¿Habéis pensado en los eventos o las celebraciones que tienen
lugar en primavera? Me refiero a ferias, catas y mercados ambulantes.
—Hay varios eventos de ese tipo en los que podemos tener un stand, pero no
sabemos si vale la pena —adujo Tom.
—Vale la pena —aseguró Max—. Encargaos de todo. Bien pensado, Carina.
Intentó no esbozar una sonrisa al escuchar el halago.
—La Feria de Productos Artesanales será dentro de dos semanas. Vamos a ir muy
justos, pero si conseguimos algunas muestras y le damos publicidad, a lo mejor
podemos participar —dijo Tom.
—Adelante. Que alguien se encargue del stand. Pero asegúrate de que el menú es
secreto. Queremos crear expectación acerca de lo que vamos a presentar y además así
nadie podrá copiarlo. Los datos indican que se consiguen más ventas y mejores
críticas si se desvela el menú en el último momento.
—Hecho.
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Hablaron algunas cosas más antes de que Max se levantara.
—Tom y Dave… ¿os importa que hable con vosotros un momento?
Carina empezó a recoger sus cosas y Edward se colocó junto a ella.
—Buena sugerencia. Encantado de conocerte.
Lo miró con una sonrisa y le tendió la mano.
—Gracias. Carina Conte.
—¿La hermana de Michael?
—La misma.
Edward parecía impresionado.
—Genial. Tienes un acento precioso. ¿Eres italiana?
—De Bérgamo.
—Estuve allí hace tres años. Preciosa ciudad.
La miraba con tanta admiración que la embargó una cálida sensación. Edward
llevaba el pelo más largo que la mayoría de sus conocidos, casi como su hermano, y
sus ojos castaños tenían destellos dorados, lo que les conferían un halo de misterio.
Era unos pocos centímetros más alto que ella, pero tenía un cuerpo musculoso bajo el
impecable traje negro.
—Si necesitas que alguien te enseñe la ciudad, será un honor hacerlo.
—Gracias, puede que te tome la palabra.
La miró con una sonrisa.
—Estupendo.
—Edward. —Max pronunció su nombre como si fuera un latigazo—. Te necesito
aquí.
—Por supuesto, jefe. —Tras guiñarle un ojo a Carina, Edward se alejó.
Carina reprimió una mueca socarrona. No estaba mal. Era su primer día de trabajo
y ya tenía una posible cita. Nada como un poco de admiración masculina para que
una mujer se concentre en su nueva vida.
Guardó los papeles en su maletín y echó a andar hacia la puerta.
Max se colocó delante de ella, con los brazos cruzados por delante del pecho y
cortándole el paso. Exudaba irritación.
—¿Qué pasa?
—No te líes con los trabajadores, Carina. No nos gusta mezclar los negocios con
el placer.
Se quedó boquiabierta.
—¿Cómo dices? Solo estaba charlando. Se ha ofrecido a enseñarme la ciudad. No
exageres.
En el mentón de Max apareció un tic nervioso. Su mirada desdeñosa consiguió
irritarla. ¿Dejaría algún día de protegerla como si fuera un bebé?
—Edward tiene fama de donjuán —dijo él en voz baja.
Una mezcla de sorna y espanto se apoderó de ella. Se aferró a la sorna cuando
extendió los brazos.
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—¡Ay, Dios, menos mal que me lo has dicho! Salir con un hombre a quien le
gusta tomarse una copa y cenar con mujeres es un destino aterrador. Al menos ahora
sé que si salgo con él, no pasará de ser una breve aventura.
Max dio un respingo.
—Intento decirte que no es tu tipo.
Carina lo fulminó con la mirada.
—Ya no sabes cuál es mi tipo, Max —le soltó—. Y nunca lo sabrás. Pero gracias
por el aviso. —Pasó junto a él—. Voy a tomarme un descanso para almorzar.
Max la cogió del brazo. La calidez de sus dedos se filtró a través de la chaqueta y
avivó su mal genio. Lo puso verde en silencio por presionarla de esa manera. Estaba
hasta el gorro de que todos los hombres de su vida la trataran como a una niña. Tal
vez había llegado el momento de demostrar su independencia de la forma más básica
posible. Cuando habló, su voz era gélida:
—¿Querías decirme algo más?
—Los hombres aquí son distintos. —Frunció el ceño como si estuviera a punto de
hablarle de sexo—. Puede que te pidan cosas que nunca te hubieran pedido los chicos
con quienes has salido en casa.
Ah, Dios, iba a ser muy gracioso. Torció el gesto como si sus palabras la
confundieran.
—¿Te refieres al sexo?
Max la aferró con más fuerza.
—Sí, al sexo. No quiero que te veas en una situación incómoda.
—Entiendo. Me alegro de que me lo hayas explicado. Así que si salgo a cenar con
un hombre, puede que quiera… ¿echar un polvo?
Al ver que Max se ponía colorado, tuvo que reprimir una carcajada.
—Eso es. Los estadounidenses están acostumbrados a que una mujer se acueste
con ellos en la primera cita y puede que no entiendan tu forma de actuar.
Carina hervía por la humillación, pero la venganza iba a ser muy dulce.
—¿Me estás diciendo que no debería salir a cenar?
—Con Edward no. A lo mejor puedes conocer a hombres agradables cuando
vayas a la iglesia el domingo. Puede que tengan un grupo para solteros.
—Ah, no hace falta, pero gracias de todos modos. Ahora que me lo has aclarado
todo, ya sé qué hacer.
Max apartó la mano y retrocedió un paso. El alivio era evidente en su cara.
—Bien. No quiero que te hagan daño ni que se aprovechen de ti.
—No pasará ni una cosa ni la otra. Verás, además de aprender el negocio familiar,
he venido a Estados Unidos por otro motivo. —Lo miró con una sonrisa
deslumbrante—. He venido para tener una aventura. Con mis reglas. No busco
casarme ni sentar la cabeza, y en Bérgamo si te acuestas con alguien, tienes que
casarte. Ya sabes lo agobiante que puede ser eso. ¿No es una de las razones por las
que te viniste a trabajar con Michael?
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—Bueno…
—Ajá. Tendré mi apartamento, mi estilo de vida, así que por fin podré disfrutar
de sesiones de sexo salvaje sin ataduras. Nada más y nada menos. —Le dio unas
palmaditas en el brazo—. Voy a aceptar el ofrecimiento de Eddie de enseñarme la
ciudad. Es precisamente mi tipo.
Carina lo dejó plantado en la puerta, boquiabierto, y se fue sin mirar atrás. Saludó
a los trabajadores por el pasillo mientras se dirigía al comedor, donde escogió un
sándwich integral de pavo. ¿Tan malo era querer que sus experiencias íntimas fueran
eso, íntimas, sin que nadie la espiase? Había salido con chicos en la universidad, pero
su madre y Julietta la vigilaban de cerca. Cuando asistía a las fiestas más locas,
siempre se topaba con la amiga de una amiga que conocía a su familia. La reputación
de La Dolce Famiglia y el largo brazo de su hermano conseguían estrangularla
incluso en Milán.
En el fondo, era una chica mala atrapada en el cuerpo de una chica buena.
Cogió una botella de agua de la nevera, desenvolvió el sándwich y se sentó en un
rincón del comedor, al fondo. ¿Cómo sabía Max cuál era su tipo? Seguramente creía
que era una virgen inexperta que se desmayaba con solo pensar en la erección de un
hombre.
¡Ja! Max no tenía ni idea. Cierto que seguía siendo virgen, pero había tenido
experiencias. Experiencias bastante intensas. El único motivo de que no hubiera
consumado del todo una relación se debía a que nunca había encontrado a un hombre
que la instara a desnudarse y a llegar hasta el final. Casi todos eran tan tiernos y
dulces que siempre pensaba que acabaría durmiéndose por el aburrimiento. Y desde
luego que no pensaba perder la virginidad durante una noche de borrachera o con un
«aquí te pillo, aquí te mato». Quería una aventura sexual adulta y consciente. Con sus
reglas.
Sus fantasías giraban en torno a un hombre un poco brusco que controlase su
cuerpo de formas deliciosas. Técnicamente tal vez fuera inocente, pero ansiaba que
un amante le hiciera traspasar sus límites. Físicos. Emocionales. Dado que estaba en
Estados Unidos, pensaba encontrar a dicho hombre. Y tal vez Edward encajara en el
perfil.
Le temblaron los dedos al recordar la sugerencia de Max de que conociera a un
hombre en la iglesia. Dio, estaba pazzo. Desde luego que él no conocía a sus citas en
la iglesia. Tampoco tenía relaciones castas. Además de aparecer de forma constante
en Page Six, todas las revistas del corazón lo adoraban por ser un soltero de oro; en
muchas fotos se exhibía con sus conquistas de fin de semana. Se le encogió el
corazón al pensarlo, pero hacía mucho tiempo que aceptó que nunca sería bastante
para Maximus Gray.
De repente, rememoró la noche de su humillación. Acababa de regresar a casa
después de su tercer año en la universidad, y Michael y Max estaban de visita. Max
se quedó esa noche a dormir. El plan era sencillo. Más segura y mejor equipada en lo
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referente a su aspecto físico, se propuso seducirlo. Se puso un vestido negro muy
sexy y unos taconazos de vértigo que le había robado a su hermana, y lo buscó en la
fiesta que celebraban. La noche fue estupenda. Max le prestó atención durante toda la
velada. Se rio de sus bromas. Le tocó el brazo. Esos ojos azules permanecieron
atentos a ella durante horas. No hizo ademán de entablar conversación con otras
personas, de modo que Carina estaba exultante mientras se preparaba para la segunda
parte de su plan.
Con dos copas de vino en la mano, salió para encontrarse con él en el jardín, con
la esperanza de compartir su primer beso. Por supuesto, no había planeado quedarse
clavada bajo la enredadera mientras él besaba a otra mujer. Y no era una mujer
cualquiera. No, esa llevaba un vestido negro muy parecido al suyo, pero su cuerpo era
esbelto, bien formado y perfecto. Carina los observó espantada mientras Max le
murmuraba al oído a la otra mujer y le ponía una mano en el culo para pegarla a él.
Una excitación desconocida y unos celos viscerales se apoderaron de ella. Para ella
era algo imperioso convertirse en la mujer que abrazaba Max, en la mujer a quien
amaba.
Lo demás sucedió a cámara lenta. Su gemido angustiado. La forma en la que Max
volvió la cabeza para observarla. La mezcla de arrepentimiento, disculpas y decisión
en su mirada. Y en ese momento Carina supo que nunca sería esa mujer. La rubia
esbozó una sonrisa fría, como si ella fuera una hermana menor o una prima. La cruda
realidad la abrumó. Nunca podría competir con todas las mujeres que perseguían a
Maximus Gray. No era lo bastante guapa ni lo bastante lista. No era sofisticada, ni
inteligente ni sexy. Solo era una universitaria enamorada hasta las cejas. Max le había
seguido la corriente unas cuantas horas debido a la relación con su familia.
Carina decidió no alejarse corriendo. Con pasos firmes y lentos, acortó la
distancia que los separaba y le dio a Max una de las copas de vino. Los dedos de Max
rozaron los suyos al aceptar la copa, y la calidez de esa piel casi hizo que estallara en
lágrimas. Casi.
Acto seguido, le ofreció la otra copa a su acompañante.
Max dio un respingo como si captara el simbolismo de ese gesto. Carina lo miró y
memorizó sus adoradas facciones por última vez. Lo dejó en el jardín con la rubia y
no volvió la vista atrás. Abandonó no solo al amor de su vida. Abandonó sus viejos
sueños y su antigua vida.
Regresó a la universidad y se convirtió en otra mujer, se concentró por completo
en su trabajo. Se licenció con honores y se matriculó enseguida en la SDA Bocconi
para conseguir su máster en Gestión y Administración de Empresas, tras lo cual se
lanzó en cuerpo y alma a trabajar con su contrato en prácticas. Aunque no le gustara
mucho el mundo empresarial, estaba decidida a ser muy buena en su campo.
Lo que sí le gustaban era el poder y el control que sus habilidades le
proporcionaban. Ya no era una chica débil que buscaba la felicidad en los demás, sino
una mujer que llevaba las riendas de su destino y que estaba preparada para los
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desafíos que le deparase la vida. Una mujer que se las valía por sí sola con sus
conocimientos empresariales y su ágil mente. Una mujer que jamás volvería a
perseguir a Max.
Terminó el sándwich, apuró el agua y apartó la bolsa. Era normal que al trabajar
tan cerca de él se despertaran viejos recuerdos. Debía mantenerse fiel a su visión y
seguir adelante.
Tiró a la papelera los restos de su almuerzo y regresó al trabajo.
Dos semanas después Max se preguntaba si necesitaba echar un polvo.
Miró el reloj y contuvo un gemido. Casi la una. Le ardía el estómago por el
exceso de café. Llevaba retraso con los informes y una extraña tensión se había
apoderado de sus músculos. ¿Qué le pasaba? Ya había tenido que luchar contra el
reloj antes y nunca había experimentado semejante… irritabilidad. Estaba que se
subía por las paredes, pero no podía desahogarse. ¿Cuándo fue la última vez que se
acostó con alguien? ¿Y dónde estaba Carina?
Ella atravesó la puerta con una sonrisa y una bolsa grasienta en la mano justo
cuando esas ideas inconexas pasaban por su cabeza. Su falda era demasiado corta
para la oficina y distraía a varios ejecutivos, pero cuando se lo dijo a Michael, a este
no pareció importarle. Dijo algo acerca de la moda y de lo que era adecuado. Menuda
ridiculez. ¿Dónde había quedado la falda a la altura de la rodilla? Además, ¿no podía
usar medias? De alguna manera, carecer de esa barrera solo provocaba más estrés,
sobre todo al ver esa gran cantidad de piel suave y morena.
—¿Dónde te habías metido? Necesito el informe actualizado de proveedores para
ir a la nueva localización y repasarlo todo.
Carina llevaba la melena recogida en su severo moño, resaltando la elegante
curva de su cuello y sus mejillas. Con la frente cubierta de sudor, dejó la bolsa en su
escritorio y soltó el maletín.
—Lo siento. Wayne ha llamado para avisar de que estaba enfermo, así que le dije
que yo me ocuparía de su trabajo.
—¿Otra vez? —Miró el calendario—. Joder, es el primer partido de la temporada
en el Yankee Stadium, Carina. Tiene mucho cuento. Llámalo.
Su voluptuoso labio inferior tembló por el esfuerzo de contener la sonrisa.
—Venga, deja que disfrute del partido, no seas aguafiestas. Tendré listo el
informe en una hora. Toma, a ver si así te sientes mejor. —Le pasó un generoso trozo
de bruschetta, bien cargada de tomate y con suficiente ajo como para provocarle una
punzada de añoranza.
Su estómago rugió en ese instante. ¿Cuándo había comido por última vez?
Como si Carina hubiera escuchado esa pregunta silenciosa, contestó:
—Te has vuelto a saltar el desayuno. Tómate un descanso mientras yo redacto el
informe.
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—¿Has comido?
Ella agitó una mano mientras se dirigía hacia la puerta.
—No tengo hambre.
—Para. —Su orden la frenó en seco. Cogió el cuchillo de plástico y cortó un
trozo—. No vas a irte a ninguna parte hasta que compartas esto conmigo.
—No me hace falta.
—Como no te sientes, estás despedida.
Carina se echó a reír, pero se sentó. Acercó la silla, cogió el trozo que le ofrecía
con una servilleta y le hincó el diente. Durante un rato disfrutaron de la comida, que
era un recuerdo común de la infancia para ambos. Max se relajó y parte de la tensión
abandonó sus hombros. Era curioso. La mayoría de las mujeres con las que salía solo
consideraban la comida como algo necesario o un ente diabólico que provocaba el
aumento de peso. ¿Cuántas veces había preparado mamá Conte una comida y Carina
y él fueron los únicos que se quedaron sentados a la mesa? Su pasión por la comida
mientras compartían un cómodo silencio era algo que había echado de menos.
Michael y sus otras hermanas comían deprisa para regresar a lo que estuvieran
haciendo. Pero en lo tocante a la buena comida, Max adoraba tomarse su tiempo para
saborear cada bocado. Carina compartía con él ese respeto por la comida, así era
como disfrutaba de todo lo que ofrecía la vida.
La miró de reojo. La dichosa falda se le había subido por los muslos. Esos tacones
de vértigo deberían estar prohibidos en el trabajo, circunscritos a los bares de copas.
Eran demasiado eróticos con todas esas tiras. Además, ¿por qué no usaba un perfume
normal? Estaba acostumbrado a perfumes florales y almizcleños. En cambio, ella olía
a limpio, como a manteca de cacao con un toquecito de limón. Max se concentró en
la bruschetta.
—¿Cómo lo llevas? Sé que te he estado dando mucho trabajo.
—No me importa. —Se pasó la lengua por el labio inferior para recoger hasta la
última gota de aceite y él tuvo que apartar la mirada—. Tengo un renovado respeto
por Michael y por Julietta. De pequeña creía que solo era cosa de hornear postres y de
meterlos en una caja para venderlos.
Se echó a reír al escucharla.
—Lo mismo que yo. Cuando Michael me contrató, no tenía ni idea, pero
aprendimos juntos y construimos un imperio. Pero me gusta mantenerme informado
de lo que ocurre en todos los departamentos. A lo mejor soy un obseso del control.
Carina puso los ojos en blanco.
—Desde luego. Nos volvías locos cuando éramos niños. Nos dabas órdenes y te
enfurruñabas cuando no te hacíamos caso.
—No me enfurruñaba.
—Claro que sí. Y cuando eso no te funcionaba, clavabas esos ojos azules en la
primera mujer que se te cruzara y se derretía. Sigues haciéndolo.
La miró, sorprendido y también con cierta vergüenza.
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—Menuda tontería. Haces que parezca una especie de gigoló que usa su físico
para conseguir lo que quiere.
Ella dio otro bocado y se encogió de hombros.
—A ver, no solo usas tu cuerpo. También tu encanto.
—Vale ya, me estás cabreando. —Intentó no removerse en el asiento al pensar
que ella creía que su aspecto le abría puertas—. No he ayudado a construir un
imperio sin algo de cerebro.
—Pues claro que tienes cerebro. De ahí viene el encanto letal, porque sabes
cuándo usarlo. Si solo fueras un cuerpo bonito, será fácil pasar de ti.
¿Por qué estaba manteniendo esa conversación tan ridícula? Intentó no entrar al
trapo, pero acabó abriendo la boca.
—Trato a las mujeres con todo el respeto que se merecen. Siempre lo he hecho.
Carina se limpió los labios con la servilleta y se acomodó en el asiento con los
brazos cruzados por delante del pecho. El gesto hizo que la tela de la decente camisa
blanca se pegara a la curva de sus pechos.
—¿Qué me dices de cuando Angelina consiguió aquel videojuego nuevo y tú la
convenciste para que te lo prestara un mes entero?
Max se indignó al escucharla.
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