Matrimonio por error parte 05

 




Carina tragó saliva y trató de hablar aunque se le había desbocado el corazón.

—¿A qué viene este cambio tan radical? Habíamos establecido ciertas reglas. Una

noche juntos y luego pasaríamos página. Dijiste que no querías sentar la cabeza.

Sacaste a colación la diferencia de edad, a Michael, a mi familia y a tu costumbre de

ir de flor en flor. ¿Qué está pasando?

Max se colocó sobre ella en un abrir y cerrar de ojos y la besó. Le sostuvo la

cabeza entre las manos y reclamó sus labios, explorando con la lengua el interior de

su boca hasta que ella se dejó llevar y le clavó las uñas en los hombros. Se estremeció

abrumada por la lujuria y se derritió entre sus manos. Max se apartó de repente y la

miró a los ojos con una expresión dominante y muy tentadora.

—He cambiado de opinión. Te deseo, por completo y a todas horas. No me hagas

suplicar. Dime que te casarás conmigo.

Carina separó los labios para decirle que sí. ¿Por qué no? Había pasado la noche

más increíble de su vida con el hombre al que siempre había deseado. Estaban en Las

Vegas, donde sucedían las cosas más desquiciadas y las bodas repentinas eran la

norma. ¿Y si Max había descubierto que la quería durante las largas horas de la

noche? Al fin y al cabo, ¿no era ese el único motivo por el que querría casarse con

ella?

A menos que…

Se le retorcieron las entrañas al caer en la cuenta de algo en lo que no quería

ahondar. Pero esa era la nueva Carina y no era tan tonta como para creer que Max

Gray había sucumbido de repente al bichito del amor como para estar dispuesto a

renunciar a su libertad.

Lo alejó de un empujón y se sentó en la cama para mirarlo con expresión seria. Su

cara mostraba una determinación firme, como si se enfrentara a un acuerdo

empresarial que necesitaba cerrar. Carina siguió su instinto y decidió ponerlo a

prueba.

—Gracias por la proposición, Max, pero me gustan las cosas tal como están.

Vamos a ver a dónde nos lleva esto. No es necesario que nos precipitemos

casándonos después de haber pasado una noche loca.

El pánico brilló al instante en esos ojazos azules. Max apretó los dientes.

—¿Me has escuchado? ¡Te estoy pidiendo que te cases conmigo! Te estoy

diciendo que eres la mujer de mi vida y que quiero hacer lo correcto, hoy mismo.

Vamos a cometer una locura y a casarnos en Las Vegas. Nuestro destino era que

estuviésemos juntos y por fin lo he comprendido.

Se inclinó hacia delante y Carina supo que acabaría seduciéndola. Que acabaría

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engatusándola y le diría que sí con los labios y con el corazón antes de que pudiera

analizar a fondo lo que estaba sucediendo. Su instinto de supervivencia hizo que se

apartara de él y se sentara abrazándose las rodillas en un intento por mantenerlo

alejado.

—¿Por qué ahora?

Max levantó las manos en señal de derrota.

—¿Por qué no ahora? Anoche comprendí que no puedo estar sin ti.

La desolación más gélida se adueñó de sus entrañas. Max estaba mintiendo.

Había tensado los músculos como si estuviera preparado para un asalto de boxeo. A

su alrededor se levantaba un muro defensivo, todo lo contrario de lo que sucedería

con un hombre relajado que estuviera junto a la mujer que amaba. Además, empezó a

pasearse de un lado para otro, otra señal de nerviosismo.

¿Qué era lo que se le escapaba? Max no actuaba así movido por la culpa. Más

bien lo hacía por pánico, como si estuviera atrapado y…

Atrapado.

Carina tragó saliva para deshacer el nudo que sentía en la garganta.

—¿Quién lo ha descubierto?

Max se quedó helado. Se pasó los dedos por el pelo. Paseó un poco más de un

lado para otro.

—No sé de qué estás hablando. Acabo de pedirte que te cases conmigo y me estás

interrogando como si fuera un prisionero de guerra. Perdona si estoy un poco

confundido.

—¿Michael? ¿Ha llamado al hotel?

—No. Escúchame. No quiero volver a casa y limitarme a salir contigo. Quiero

que esto sea una relación estable. Quiero vivir contigo, dormir contigo y trabajar

contigo. Es lo correcto, nena.

«Es lo correcto.»

Carina se apretó con más fuerza la sábana en torno al pecho y se esforzó por

mantener la cordura. Le temblaban los dedos, pero logró decir:

—Max, como no me cuentes la verdad ahora mismo, te juro que me da un ataque.

Me lo debes.

Él se dio media vuelta, pero los músculos de su espalda evidenciaron la tensión

que lo embargaba. Tras soltar una fea palabrota, se volvió para mirarla.

—Tu madre está aquí. Entró esta mañana en la habitación y nos pilló.

Carina jadeó y meneó la cabeza.

—Dio, no. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Cómo es posible que nos haya encontrado?

—Quería pasar un día en Las Vegas y verte antes de coger un vuelo para ver a tu

hermano. Michael le dio el número de tu habitación.

La mente se le abotargó mientras sopesaba las distintas posibilidades, todas

horribles. Con razón Max le había propuesto matrimonio. Si su madre lo había

presionado para que hiciera lo que dicta el honor, Max se doblegaba de inmediato. Se

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le retorcieron las entrañas por la ira y la humillación. Ni siquiera podía tener un rollo

de una noche decente. ¿Qué otra mujer pasaba una noche loca de sexo y tenía que

enfrentarse a la furia de su madre al día siguiente? Los nervios hicieron que empezara

a sudar y de repente deseó estar vestida y sola. En cambio, se obligó a hablar.

—Ahora lo entiendo. —Su risa amarga resonó en la silenciosa habitación—.

Nada como una madre sobreprotectora para inspirar una proposición matrimonial. No

te preocupes, yo me encargo de todo. ¿Dónde está?

—Desayunando.

—Bajaré para hablar con ella y lo aclararé todo. ¿Me dejas sola unos minutos

para vestirme, por favor?

Max se acercó a la cama y se arrodilló en el suelo. El corazón le dio un vuelco,

dividido entre la emoción y la traición al ver la expresión pétrea de su rostro. Qué

fácil le resultaba tratar de conquistarla con falsos halagos que no significaban nada

para él. ¿De verdad la creía tan tonta como para lanzarse de cabeza a un matrimonio

solo por gratitud? ¿En tan poca consideración la tenía?

—Carina, tenemos que casarnos.

Ella abrió mucho los ojos.

—Joder, no. No tenemos por qué casarnos. Estamos en Estados Unidos y el

simple hecho de haber pasado la noche juntos no significa que tengamos que legalizar

nuestra situación. ¡Ni siquiera me apetece casarme contigo!

Max dio un respingo, pero siguió en sus trece.

—Tu madre no aceptará otra cosa. Tu familia lo descubrirá y eso arruinará tu

reputación.

—Me alegro, le hace falta un poco de color.

—Esto no tiene gracia. Mi madre también se enterará y esto la afectará mucho.

Se sintió sacudida por una oleada de emociones. Al cuerno con Max. Cerró los

ojos con fuerza y suplicó poder despertarse de esa pesadilla.

—Lo superará —dijo—. Haremos que los demás lo entiendan. No nos afectará ni

en Bérgamo ni aquí.

—No puedo hacerle eso a mi madre. No puedo permitir que crea que le he dado la

espalda a todo lo que valoro. No hay alternativa.

Carina abrió los ojos de nuevo.

—Joder, sí que la hay. Max, necesito que te vayas. Por favor. Deja que hable con

mi madre y te prometo que lo arreglaré todo. ¿Vale?

Max la observó en silencio a la luz de la mañana y acabó asintiendo despacio con

la cabeza. Se alejó de la cama con elegancia. Sus últimas palabras de advertencia le

acariciaron los oídos.

—Ve a verla. Pero ya sé que no supondrá diferencia alguna.

La puerta que unía sus habitaciones se cerró. Carina se levantó de un salto,

esforzándose por superar el pánico, y se vistió a la carrera. Sus doloridos músculos

protestaron con fuerza mientras se ponía los vaqueros y un top de tirantes negro, tras

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lo cual se recogió el pelo en un moño. Después se puso unas chanclas, se lavó los

dientes y bajó al restaurante del hotel.

El elegante comedor tenía techos abovedados e increíbles ventanales. Atravesó la

estancia principal con sus mesas llenas de bandejas humeantes con las distintas

opciones para desayunar o almorzar, suficientes para satisfacer todos los gustos y

caprichos. Los chefs, ataviados con sus gorros blancos, la saludaron inclinando la

cabeza mientras ella buscaba a su madre. Por fin su mirada se detuvo en una mujer

mayor sentada sola en la terraza, con tres platos delante. Al lado de la mesa

descansaba su bastón tallado.

Sintió una punzada en el corazón al ver esa cara tan familiar que había sido su

apoyo durante toda la vida. Su madre le sonrió y tiró de ella para darle un beso. Olía a

jarabe de arce y a tostada de canela.

—Carina, cariño, en la vida había visto tanta comida. Ni un Gran Canal falso tan

bonito.

—Hola, mamá. —Se sentó frente a ella—. ¿Qué haces aquí?

—Quería verte antes de irme a casa de Michael. Y también tenía muchas ganas de

conocer la famosa ciudad de Las Vegas. ¿Quién iba a imaginar que existiese tanto

glamour en mitad del desierto?

—Pues sí. Espero poder acompañarte hoy para verlo todo. Pero antes tengo una

noticia muy emocionante.

—¿Ah, sí?

—Max y yo vamos a casarnos.

Carina lo soltó así sin más. Su madre era una curtida jugadora de póquer. Su cara

se iluminó y unió las manos encantada, con fingida alegría.

—¡No! No sabía que estuvierais saliendo. Cariño, estoy muy contenta. Ya verás

cuando se lo cuente a tus hermanas.

—¿Deberíamos esperar y casarnos en Italia o nos casamos aquí?

—Aquí, definitivamente. Mira qué sitio. ¡Es el lugar perfecto para una boda!

—Mamá, ya vale.

La aludida ni parpadeó. Se limitó a mirarla con esos penetrantes ojos oscuros que

no demostraban ni pizca de remordimiento.

—¿A qué te refieres?

—Sé lo que ha pasado, mamá. Has descubierto que anoche me acosté con Max y

lo has obligado a pedirme que me case con él. ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo

has podido obligar a un hombre a que se case conmigo como si solo fuera

responsabilidad suya?

Su madre suspiró y apartó el plato que tenía delante. Se tomó un momento

mientras bebía un sorbo de café expreso.

—Carina, no pretendía engañarte. Creí que sería más romántico que Max te

pidiera matrimonio sin que te enterases de mi intervención.

Carina jadeó.

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—¡Pero tu intervención es crucial! A ver si puedo explicártelo. Max y yo hemos

pasado la noche juntos pero no queremos mantener una relación estable. No somos

compatibles como pareja. Al convertirlo en una cuestión de honor, lo estás obligando

a tomar una decisión que no quiere tomar. Él y yo solucionaremos esto a nuestro

modo. Si guardas el secreto, nadie tiene por qué enterarse. Nadie sufrirá.

La mujer que había criado a cuatro hijos y que había construido un imperio

entrecerró los ojos y se inclinó hacia delante. Carina se estremeció bajo su mirada

dictatorial.

—No entiendes nada. Te has acostado con Max. No os he educado, ni a Maximus

ni a ti, para que rehuyáis vuestras responsabilidades. El hecho de que estés en Estados

Unidos no significa que tengas que abandonar tus valores. Debemos enmendar la

situación.

El corazón le latía con tanta fuerza que le atronaba los oídos. Respiró hondo y

trató de enfocar el tema como si fuera una negociación empresarial que tuviera que

ganar a toda costa. Por desgracia, su madre era el opositor más fuerte con el que se

había enfrentado.

—Mamá, nada más lejos de mi intención que hacerte sufrir, pero esta es mi vida.

No puedo casarme con Max. Debes entenderlo.

—¿Por qué?

—¡Porque no! Porque no nos queremos de esa manera. Porque el hecho de que

dos personas se acuesten no significa que tengan que comprometerse de por vida.

Su madre cruzó los brazos por delante del pecho y dijo con voz gélida:

—Entiendo. En ese caso, contéstame a una pregunta. Si estás dispuesta a hacerme

daño y a burlarte de todo aquello que te he enseñado a valorar, de todas las reglas

morales y éticas en las que tu padre y yo siempre hemos creído, prométeme que me

dirás la verdad.

La abrumó la vergüenza. Apretó los dedos con fuerza al tiempo que asentía con la

cabeza.

—Te lo prometo. Pregúntame lo que quieras.

—Carina Conte, mírame a los ojos y dime sinceramente que no quieres a Max.

El aire abandonó sus pulmones como si acabaran de golpearla en el pecho. Miró a

su madre con una mezcla de horror y alivio.

«Dilo y ya está.»

Solo tenía que decirle que no quería a Max y el problema quedaría resuelto. Sí, se

sentiría culpable y su madre se llevaría una decepción, pero no los obligarían a

casarse. No habría una relación falsa ni votos ficticios ni un afecto que en realidad

ninguno de los dos sentía.

«No. Quiero. A. Max.»

Abrió la boca.

Ante ella pasaron todos los años que había estado bajo el cuidado de su madre.

Después de que su padre muriera, los cimientos de su mundo cedieron y le resultó

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difícil recuperar el equilibrio. Michael la ayudó. Pero su madre era la roca que los

mantuvo firmes a todos. Con un puño de hierro y un corazón de oro puro, se mantuvo

a su lado todas las noches mientras ella lloraba, contándole historias sobre su padre,

sin temor a hablarle del hombre que había sido el amor de su vida. Superó su dolor

con honestidad y un coraje que ella se juró imitar en su honor.

Estaba a punto de pronunciar las palabras, pero su corazón le decía a gritos que

era una mentirosa. Había llegado a una encrucijada vital.

Su madre seguía esperando. Confiaba en que le dijera la verdad. Confiaba en que

fuera sincera consigo misma y en que jamás actuara por cobardía.

Seguía enamorada de Max.

La certeza de ese hecho la golpeó con fuerza. El dolor y la desesperanza la

arrastraron cual tsunami que lo destrozara todo a su paso.

Se le quebró la voz mientras decía:

—No puedo.

Su madre extendió un brazo para darle un apretón en una mano.

—Lo sé. Siempre lo has querido. Y como lo sé, debo obligaros a casaros y tú

debes intentar encontrar el camino. Max siente algo profundo por ti, cariño mío. No

permitiré que le dé la espalda a sus sentimientos ni te negaré esta oportunidad. Si no

accedes, llamaré a la madre de Max. Se lo contaré todo a Michael y ocasionarás más

daño del que te puedes imaginar. Porque me destrozarás el corazón.

Carina tenía el corazón en un puño y se sentía completamente agotada. Las ganas

de luchar la abandonaron y se desplomó en la silla. Ansiaba echarse a llorar como si

fuera una niña y buscar el consuelo en el regazo de su madre. Pero ya era una mujer

adulta y debía asumir las consecuencias de sus decisiones.

No tenía alternativa.

Tenía que casarse con Max.

Aunque lo hiciera a regañadientes.

Carina llamó a la puerta de la habitación de Max.

Su débil corazón explotó por la lujuria y por un sentimiento mucho más profundo

cuando él abrió y se apartó para dejarla pasar. Menos mal que se había vestido,

aunque la ropa no lo tapara mucho. Llevaba unos pantalones cortos azules muy bajos

de cintura, lo que dejaba a la vista un trocito de sus abdominales. La camiseta de

manga corta del mismo color estaba muy desgastada y se ceñía a sus hombros y a su

torso como si fuera una amante.

Luchó contra el impulso de pegarse a él y aspirar su olor: una mezcla de jabón y

café con una sutil nota almizcleña. Se había duchado y tenía el pelo húmedo,

apartado de la frente.

—¿Y bien? —Tenía un pie descalzo sobre el otro.

—Tenías razón. Quiere que nos casemos.

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Carina esperó que soltara una palabrota. Que tuviera un repentino ataque de

pánico. Cualquier cosa que le ofreciera una excusa para destrozarle el corazón a su

madre y aceptar la penitencia. En cambio, Max asintió con la cabeza como si lo

supiera de antemano.

—Me lo imaginaba. ¿Quieres café? —Señaló la mesa que había preparado el

servicio de habitaciones.

Levantó las tapas de las bandejas y dejó a la vista huevos revueltos y tostadas.

Junto a un jarrón que contenía una solitaria rosa de tallo largo descansaba una

cafetera.

Carina sufrió un arranque temperamental.

—No, ¡no quiero café, joder! Y tampoco quiero un marido que no está enamorado

de mí. ¿De verdad estás dispuesto a hacerlo? ¿Estás dispuesto a acabar atrapado en

una relación que ni siquiera has elegido tú?

Max levantó su taza y la miró con atención. Su rostro le recordó a una máscara,

completamente carente de emoción.

—Sí.

—¿Por qué?

Lo vio beber un sorbo del humeante café.

—Porque es lo correcto.

La ira se apoderó de ella y estalló.

—¡Vete a la mierda, Max! Me casaré contigo, pero no voy a ser tu marioneta.

Recuerda que esto no lo he buscado yo. No necesito ni tu lástima ni tus buenas

intenciones. Ya he tenido mi noche perfecta y no necesito otra.

El día pasó envuelto en una especie de neblina.

La capilla La Capella era un lugar inspirado en la Toscana que les pareció muy

adecuado. Sus tonos tierra, su reluciente suelo de mármol pulido y sus bancos de

caoba le recordaban a su hogar. Carina se puso el sencillo vestido blanco y largo de

Vera Wang con los dedos entumecidos. Su madre le estaba arreglando el pelo como si

se tratara de una boda de verdad, atusándole los rizos para que mantuvieran la forma.

Cuando le colocó el velo en la cabeza y la parte delantera le cubrió la cara, nadie vio

que se le llenaban los ojos de lágrimas.

Siempre había imaginado que sus hermanas estarían a su lado, y que recorrería el

pasillo hasta el altar para casarse con un hombre que la quisiera. En cambio, se

detuvo en el vano de la puerta y por fin comprendió cómo se sentía su cuñada cuando

intentaba controlar sus ataques de pánico. Tenía el estómago revuelto y había

empezado a sudar, de forma que le picaba todo el cuerpo.

En el aire flotaba una música de órgano muy ñoña. Carina dio un paso atrás con

sus zapatos Ciccotti, que tenían diez centímetros de tacón e incrustaciones de

diamantes verdaderos, y sintió deseos de echar a correr. Joder, se convertiría en una

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novia a la fuga. Encontraría un camión de reparto al que subirse y viviría una gran

aventura. Se cambiaría el nombre, llevaría una vida encubierta y…

Su mirada se cruzó con la de Max.

Su pose y el aura que lo rodeaba exudaban control. Esos ojos azules como el

océano la atravesaron y le dieron la fuerza necesaria para tomar una bocanada de aire.

Y otra más. Su madre la tomó del brazo con firmeza, levantó el bastón y enfiló el

largo pasillo.

Sin apartar ni un momento la mirada de sus ojos, Max la instó a seguir caminando

hasta que estuvo a su lado, frente al altar. Era el epítome de la perfección masculina.

Llevaba un impecable esmoquin negro con toques de rojo y una rosa en el ojal. Su

porte era elegante y atlético.

Lo escuchó pronunciar sus votos sin titubear lo más mínimo. La seriedad del

momento contrastaba enormemente con la impulsividad de la decisión que habían

tomado. De alguna manera, no le pareció real hasta que pronunció los votos. Se le

trabó la lengua cuando le llegó el turno de hablar. ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Podía

casarse con un hombre que no la quería? Las preguntas le atravesaron la mente,

creando el caos a su paso. En la capilla se hizo el silencio. Su madre ladeó la cabeza y

esperó. Sentía el rugido de la sangre en los oídos y se tambaleó.

Max la ayudó a guardar el equilibrio con delicadeza. Lo vio asentir despacio con

la cabeza, animándola a que dijera las palabras. Exigiéndole que diera el salto.

—Sí quiero.

Max le puso en el dedo el anillo de diamantes de tres quilates.

«Soy suya.»

Sintió la calidez de sus labios, aunque el beso fue casto. Un final formal para una

ceremonia que los cambiaría para siempre.

Sawyer les ofreció un comedor privado. Un grupo de música muy conocido

interpretó clásicos italianos mientras se daban un festín consistente en platos de pasta,

vino y distintos canapés. La tarta era una creación del chef repostero del hotel, en

honor a ellos.

Las siguientes horas pasaron como si Carina lo observara todo desde el exterior.

Sonrió cuando fue necesario. Llamó a la madre de Max y a su familia para darles la

noticia. Se obligó a chillar de alegría mientras hablaba con sus hermanas, y describió

un romance secreto entre ellos que le provocó un nudo en la garganta. Max no la tocó

en ningún momento. Apenas la miró mientras bailaban como mandaba la tradición.

Carina bebió champán sin parar en un esfuerzo por olvidarlo todo hasta que por fin

subieron a su habitación.

La enorme cama parecía burlarse de ella. La noche anterior aún flotaba en el aire

o tal vez todo fuera producto de su imaginación. Max estaba delante de ella, ataviado

con su impecable esmoquin, tan guapo y tan cerca, pero a la vez tan lejos. Su cuerpo

se derritió bajo el ardiente deseo de su mirada.

—Es nuestra noche de bodas.

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Carina se imaginó quitándose el vestido de novia y las bragas. Separando las

piernas. Se imaginó que Max inclinaba la cabeza para chuparla y lamerla hasta que

por fin la penetrara y la ayudara a olvidar todo salvo lo que sentía cuando estaba con

él.

Cogió la botella de champán de la cubitera y una copa mientras se quitaba los

zapatos. Sonrió de forma burlona.

—Por nosotros, Maxie. Buenas noches.

En un arranque temperamental, se despidió con un gesto y se marchó con el

champán. Una vez en su habitación cerró la puerta con llave. Se apoyó contra la

pared, aún con el vestido de novia.

Y lloró.

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12

Dos semanas después Max se dio cuenta de que su vida ya no era la misma.

Le gustaba el orden y la sencillez. Su dormitorio reflejaba su estilo de vida, ya

que estaba lleno de muebles de madera de cerezo y decorado de forma casi espartana.

En ese momento los tonos oscuros quedaban equilibrados por explosivas pinceladas

de color: una alfombra naranja sobre el suelo de madera, un pañuelo rosa sobre el

pomo de la puerta, los frascos de perfume y los zapatos en un rincón…

Su cuarto de baño olía a pepino, melón y jabón. Su cuchilla de afeitar había

abandonado el armarito, reemplazada por botes de cremas y lociones. Cuando bajó la

escalera de caracol hacia el salón, se fijó en las revistas de cotilleos desperdigadas por

el sofá junto a unas cuantas novelas románticas. Cogió una para colocarla en la

estantería, pero decidió echarle un vistazo. Después de leer una escena en concreto,

se preguntó por qué le ardía la cara. La puso en el estante a toda prisa y entró en la

cocina.

Estaba vacía, salvo por las miguitas de pan que había sobre la encimera de granito

blanco, como si las hubiera dejado un ratoncillo. Siguió el reguero por el pasillo,

hasta la parte trasera. Carina había declarado que esa sala acristalada era su nuevo

lugar de trabajo y pasaba largas horas allí dentro. Max llamó a la puerta y la abrió.

La vio en mitad de la sala, bañada por la luz, con la vista clavada en un lienzo

negro. Ya que él solo usaba ese espacio para guardar cosas, Carina se había apropiado

del lugar demostrando una vorágine organizativa. Las cajas habían desaparecido, los

estores habían volado y el papel de la pared había sido arrancado. En ese momento la

estancia había cobrado una nueva vida y se había convertido en el refugio de un

artista con el sol que entraba a raudales por los ventanales y que se reflejaba en las

paredes color melocotón, y con los incontables estantes llenos de material de pintura.

Dado que había conectado el hilo musical, se escuchaba a Beyoncé cantado sus

sensuales letras a pleno pulmón.

Los dedos de Carina aferraban un pincel cargado de verde musgo, y su delantal ya

estaba manchado de color y de carboncillo. Las paredes estaban decoradas con

bocetos básicos donde se atisbaban distintas siluetas, y también había intentado pintar

un paisaje, pero lo había dejado a la mitad. Llevaba el pelo recogido en un moño

descuidado en la coronilla. Tenía los labios apretados, con una expresión

concentrada, viendo algo que todavía no estaba plasmado, una imagen que quería

revelar, y Max se sintió fascinado por esa mujer a la que nunca había visto. Rocky

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estaba roncando bajo un rayo de sol junto a la ventana. El mejor amigo de un hombre

se había pasado al lado oscuro sin pensarlo. La encantadora de animales que Carina

llevaba dentro había hipnotizado al perro por completo, y el animal la seguía

fielmente de una estancia a otra, confirmando cuál era su preferencia.

En cuestión de dos semanas Carina le había puesto la vida patas arriba. Era

bastante desordenada con sus cosas. Dejaba la pasta de dientes destapada, se quitaba

los zapatos junto a la puerta y parecía incapaz de alcanzar la cesta de la ropa sucia

cuando lanzaba la ropa.

Descubrió que Carina compartía su pasión por las series policíacas con tramas

forenses y algún que otro reality sobre desastres. A veces se sentaban con Rocky

junto a ellos, bebían vino y veían la tele sumidos en un maravilloso silencio. Las

comidas de alta cocina con la que le gustaba experimentar por fin contaban con otro

participante, y descubrió más placer al crear platos para ella.

Por supuesto, se pasaba los días esperando el ataque de pánico que se apoderaría

de él al comprender que su antigua vida se había acabado y que estaba atado a una

sola mujer para siempre. Supuso que experimentaría rabia, resentimiento o puro

terror. Pero desde la desastrosa noche de bodas, cuando Carina le arrojó sus propias

palabras a la cara, había decidido mantener las distancias. Habían alcanzado una

trémula tregua y se trataban con la cordialidad y el respeto más absolutos. Se dijo que

era un alivio que Carina no lo presionara para compartir una falsa intimidad. Aunque

tampoco había esperado que ella se mostrara tan resentida por el matrimonio. Ya no

lo necesitaba de ninguna manera, algo evidente en su repentina decisión de

asegurarse de si quería o no seguir trabajando en La Dolce Maggie. Carina no había

vuelto a hablar del tema y, dado que no habían surgido grandes problemas, tal vez

decidiera seguir adelante.

—¿Carina?

El corazón le dio un vuelco cuando ella se volvió. Con el pelo medio suelto

alrededor de la cara, un restregón de carboncillo en la mejilla y el delantal manchado

de pintura, no se parecía a la mujer con la que trabajaba. Sus pantalones cortos

dejaban al descubierto buena parte de sus piernas morenas y las uñas pintadas de rojo

cereza destacaban en sus pies descalzos. Lo miró con el ceño fruncido.

—¿Qué?

Max cambió de postura y tuvo la sensación de haber regresado a la adolescencia.

—¿Qué estás pintando?

—No lo sé muy bien. —La vio hacer ese mohín tan suyo que cada vez le gustaba

más—. Lo que pinto normalmente no me satisface. Es como si buscara algo más,

pero todavía no sé de qué se trata.

—Lo conseguirás.

—Con el tiempo. —Hizo una pausa—. ¿Querías algo?

Joder, ¿por qué se sentía como un imbécil? Perseguía a su mujer en busca del

contacto más breve. Carraspeó.

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—Estoy preparando la cena. Pensé que te gustaría hacer un descanso.

—¿Te importa guardarme un plato? Ahora no puedo pararme.

—Claro. No trabajes mucho.

—Vale.

Su réplica, distante y distraída, lo cabreó. ¿Por qué le molestaba tanto que los

hubieran obligado a casarse? Él también había sacrificado su vida.

—¿Estás lista para la inauguración dentro de dos semanas? Has hecho un gran

trabajo preparándolo todo. A lo mejor hay que trabajar hasta tarde durante los

próximos días.

Carina agitó una mano en el aire, como si hubiera caído en la cuenta de que se le

había olvidado decirle algo importante.

—Ah, se me ha olvidado decírtelo: voy a dejar el puesto.

Max se balanceó sobre los talones.

—¿Cómo dices?

La vio pasarse los dedos por el pelo y un ramalazo de rojo le manchó varios

mechones.

—Lo siento, iba a decírtelo antes. Ya no me va. Hablaré con Michael mañana. Me

quedaré todo el tiempo que me necesites, hasta que consigas una ayudante adecuada.

La sorpresa lo mantuvo inmóvil. ¿Cuándo lo había decidido? Desde que

volvieron de Las Vegas, Carina había seguido trabajando en la oficina, aunque había

reducido sus horas. Realizaba todo el trabajo que se le encomendaba, pero era

evidente que el entusiasmo que demostraba en el pasado había disminuido. El

estómago le dio un vuelco ante la idea de no verla más en la oficina, pero también lo

embargó el orgullo. La imagen de la noche que pasaron juntos lo torturaba. Desnuda

entre sus brazos, Carina le había confesado sus emociones de una forma que lo hizo

sentirse valorado. En ese momento ella tomaba decisiones sola sin pestañear.

Experimentó un profundo anhelo, pero no supo cómo afrontarlo.

—¿Y qué vas a hacer?

Carina sonrió con los ojos brillantes por la emoción.

—Voy a trabajar en la tienda de Alexa, en Locos por los Libros.

—Interesante. Sabía que Alexa necesitaba ayuda ahora que va a tener el segundo

niño, pero no tenía ni idea de que habías visitado la librería.

—Me pasé a principios de semana para echarle una mano. Es malísima en

contabilidad y había metido la pata hasta el fondo. Le dije que le echaría un ojo a los

libros de contabilidad, pero después de pasar allí unas cuantas horas, me di cuenta de

que me encanta ese sitio.

Max sonrió al escuchar su entusiasmo. Su habilidad para dejar de ser una

ejecutiva controlada y convertirse en una mujer llena de vida y amor lo sorprendía

constantemente.

—Es comprensible. Las librerías son la mezcla perfecta de negocios y

creatividad.

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—¡Exacto! Voy a trabajar en prácticas las próximas semanas y a probar a ver qué

tal.

Se sintió muy orgulloso de ella.

—Lo harás de maravilla, como todo lo que haces.

—Gracias.

Se miraron fijamente. Quería acortar la distancia que los separaba, tanto física

como mental. Al fin y al cabo, se había casado para toda la vida. Conectaban de

forma espectacular en el sexo. ¿Por qué tenía que renunciar a esa parte de su

relación?

El deseo crepitó entre ellos cobrando vida, y vio que Carina inspiraba hondo. La

tensión aumentó y se le puso dura, dispuesto al instante para entrar en acción. La idea

de tumbarla sobre la mesa de trabajo y hundirse en su húmeda calidez lo excitó como

a un semental. Dio un paso hacia delante, con los ojos oscurecidos por las promesas.

Ella le dio la espalda.

—Gracias por venir a ver cómo iba. Será mejor que vuelva al trabajo.

Max se mordió la lengua para no soltar un taco después de semejante corte.

¿Cuánto iba a durar esa situación? ¿Iba a seguir castigándose y castigándolo a él por

haberse visto obligados a casarse? A lo mejor debería enseñarle lo que se perdía, la

buena pareja que hacían en la cama.

A lo mejor había llegado el momento de seducir a su mujer.

Esperó un momento, pero Carina ya se había puesto manos a la obra y atacaba el

lienzo oscuro con pinceladas rápidas. La dejó al sol, sola, y se preguntó qué tenía que

hacer.

¿Qué se le escapaba?

Carina analizó la imagen que tenía delante. Técnicamente las sombras y las

estructuras eran impecables, pero le faltaba ese elemento desconocido. Ese puntito.

Se desentumeció el cuello rotándolo despacio antes de mirar a su alrededor. ¿Qué

hora era? Hacía mucho que había oscurecido y la última vez que Max fue a verla era

la hora de la cena. Su reloj le confirmó que llevaba varias horas pintando.

La frustración la estaba poniendo de los nervios. Era muy duro volver a pintar

después de varios años sin hacerlo. La pintura fue algo para lo que dejó de tener

tiempo cuando se centró en conseguir el máster, con la esperanza de que una buena

carrera profesional acallara las voces que la instaban a crear.

No. Las voces habían vuelto… a lo grande. Sin embargo, su técnica estaba

oxidada y sus trazos habituales carecían de personalidad. El taller de arte en el que

por fin se había inscrito la había ayudado a reconectar con las habilidades básicas.

Entre su nuevo trabajo en Locos por los Libros y la pintura, su vida por fin parecía

haber tomado el camino correcto. Ya era hora.

Salvo por el matrimonio por error.

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El recuerdo de Max en el estudio le quemaba los párpados. Era la personificación

de la sexualidad y del deseo más ardiente. Le había costado la misma vida darle la

espalda, pero no había tenido más remedio. Si la había tomado por su cachorrito fiel,

dispuesta a acudir a su llamada cada vez que chasqueara los dedos, iba a llevarse una

sorpresa. Perseguirlo durante toda la vida era agotador. Había llegado el momento de

recuperar su vida y decidir qué hacer con esa relación.

Suspiró y se miró. Uf, sí, estaba hecha un desastre. Rocky levantó la cabeza tras

pasar horas durmiendo y bostezó. Se echó a reír y se arrodilló para acariciarlo,

rascándole la barriga hasta dar con ese punto en el que empezó a mover el rabo de

puro placer.

—Creo que estoy celoso de mi perro.

Levantó la vista. Don Cañón estaba en la puerta del estudio con un tarro en las

manos. Llevaba unos Levi’s bajos de cintura y una sencilla camiseta blanca que se

ceñía a su musculoso torso. Iba descalzo.

Su cuerpo cobró vida de repente, dispuesto para jugar. Lo miró con expresión

recelosa.

—Rocky siempre será lo primero para mí. ¿Qué es eso?

Un brillo travieso apareció en los ojos de Max. Se le aceleró el corazón al verlo.

—Has trabajado mucho. Se me ha ocurrido traerte algo que te suba el azúcar.

—Qué amable.

—¿A que sí? ¿Quieres probarlo?

Carina miró el tarro con los ojos entrecerrados antes de clavar la vista en Max.

—¿Qué es?

—Chocolate.

La palabra brotó de sus labios como crema caliente. El estómago le dio un vuelco

al escucharla. Max movió las caderas y la recorrió con una mirada ardiente, desde la

coronilla hasta los pies descalzos. Carina intentó carraspear, pero tenía la boca seca.

Ese hombre debería estar prohibido. Se obligó a hablar.

—No tengo hambre.

—Mentirosa.

Se cabreó al escucharlo.

—No pienso jugar a esto contigo, Max. ¿Por qué no te vas a hacer lo que mejor se

te da? Vete a salvar a alguien que lo necesite.

—No quiero a nadie más.

Las palabras la quemaron como una llama. Echó la cabeza hacia atrás y apretó los

dientes.

—¿Y qué quieres?

—A ti. Ahora. Desnúdate.

Carina se quedó paralizada.

—¿Qué?

Como un depredador, se acercó a ella con una elegancia innata, sin dejar de

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mirarla. Carina cerró los puños mientras respiraba con dificultad. Max se detuvo

delante de ella. Sintió un ramalazo de energía tras otro, exigiéndole que le hiciera

caso. Algo en su interior cobró vida y la instó a obedecer. Madre del amor hermoso,

¿por qué se ponía tan cachonda cada vez que le daba una orden? ¿Y por qué se moría

por obedecer?

—Voy a decirte todo lo que quiero, Carina. Estas últimas semanas he estado en

mi cama solo, con una erección que no había forma de bajar. No paro de pensar en

aquella noche, una y otra vez, y de preguntarme de cuántas formas distintas puedo

conseguir que te corras.

El deseo se apoderó de ella. Sintió que los pezones se le endurecían contra el

sujetador hasta un punto casi doloroso. Sometiéndola a su hechizo, Max inclinó la

cabeza hasta que quedó a escasos centímetros de su boca. Su olor la envolvió,

haciendo que le diera vueltas la cabeza. Max le colocó el pulgar sobre el labio

inferior y se lo acarició.

—Sé que estás cabreada. Sé que la he cagado. Pero te deseo tanto que me estoy

volviendo loco. ¿Por qué no compartir esto?

Sus palabras contenían una verdad que ella se moría por creer. Porque era

totalmente cierto. Sentía su erección contra el muslo y su cuerpo lo deseaba con

desesperación. Ansiaba disfrutar de una sesión de sexo salvaje, orgásmico y

satisfactorio. Nada más. Nada menos.

Como aquella noche.

Carina titubeó al borde del abismo. ¿Sería capaz de jugar a algo tan peligroso a

sabiendas de que seguía albergando sentimientos por él?

Max extendió un brazo y cogió un pincel limpio del caballete. Con movimientos

lentos y precisos, le acarició la mejilla con el pincel. Se estremeció por la caricia y

sus terminaciones nerviosas chisporrotearon como el aceite hirviendo.

—Di que sí. Porque quiero jugar.

Le fallaron las rodillas como en el tópico más predecible. Se preguntó si también

se desmayaría o si la palmaría cuando por fin la besara. El deseo corría por sus venas

y palpitaba en su clítoris de tal forma que solo quedó una respuesta posible.

—Sí.

Los dedos de Max procedieron a desatarle el delantal para tirarlo al suelo. A

continuación, le quitó la camiseta. Max contempló su sujetador negro con expresión

lujuriosa y la rodeó con los brazos. Siseó al sentir que se lo desabrochaba con

habilidad y que el delicado encaje caía a sus pies. Sus grandes manos le cubrieron los

pechos, levantándoselos, acariciándoselos, hasta que le arrancó un gemido ronco. Sin

detenerse siquiera, Max deslizó los dedos hacia abajo y le desabrochó los pantalones

cortos. Le bajó la cremallera. Y se los quitó.

Intentó no jadear mientras se quedaba delante de él con el minúsculo tanga negro.

Un intenso rubor le cubría las mejillas. Max inclinó la cabeza y la besó. Con pasión,

sin reservas, con lánguidas caricias de su lengua. El sabor a menta y a café la intoxicó

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hasta que se pegó a él y le mordisqueó los labios a modo de castigo. Cuando Max se

apartó, un brillo salvaje iluminaba sus ojos azules.

—Joder, eres preciosa. Deja que te mire.

Medio borracha por esa mirada ardiente, se quitó el tanga.

Max la miró un buen rato, tocando con dedos voraces cada parte de su cuerpo que

quedaba desnuda ante sus ojos. Saber que él seguía vestido aumentaba su excitación

y la mojaba cada vez más, al igual que la impresión de que la estaba dominando por

completo. Con una sonrisa satisfecha, Max se llevó una mano al bolsillo y sacó un

largo pañuelo de seda.

Carina abrió mucho los ojos al verlo.

—¿Vamos a recrear Cincuenta sombras de Grey? —susurró.

Max se echó a reír.

—Dio, te adoro. Podemos hablar del tema. Esta noche solo quiero taparte los ojos

para una cata. ¿Confías en mí?

Titubeó antes de recordarse que solo se trataba de su cuerpo, que solo era sexo.

—Sí.

Sintió la frescura de la tela sobre los ojos mientras él la ataba sin apretar. La

oscuridad la engulló. Tardó un momento en encontrar el equilibrio. Utilizó el olfato y

el calor corporal de Max para localizarlo. Aguzó el oído cuando escuchó que se abría

algo, seguido de un siseo y del frufrú de la ropa. Su voz ronca junto al oído.

—Relájate y disfruta. Dime qué hueles.

Inspiró hondo y el maravilloso olor le arrancó un gemido.

—Chocolate.

—Muy bien. Ahora pruébalo.

Le derramó una gotita en la lengua. El sabor, entre amargo y dulce, explotó en su

boca y le provocó un subidón de azúcar.

—Mmm. —Sacó la lengua y se lamió el labio inferior—. Delicioso.

Max se quedó sin aliento.

—Me toca.

Carina abrió la boca, a la espera, pero no sucedió nada. En cambio, le sorprendió

la suave caricia del pincel contra un pezón. Se sacudió, por la sorpresa, pero Max

insistió con movimientos incitantes, hasta que le cubrió el pezón de chocolate. Carina

jadeó mientras se tensaba por la expectación.

—Preciosa —murmuró él. Sintió su lengua caliente y húmeda mientras la lamía

hasta que ella arqueó la espalda y se aferró a sus hombros a fin de no caerse. La

excitación se había apoderado de su cuerpo hasta un punto doloroso y estaba

empapada—. Tienes razón, nena. El chocolate está delicioso.

—Cabrón.

Su carcajada ronca le puso los nervios a flor de piel.

—Vas a pagar por eso.

Y lo hizo. Max le pintó el otro pezón y se lo chupó, acariciándoselo con la lengua

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hasta que le pidió clemencia. El pincel se convirtió en un instrumento de tortura y de

placer. Max le pintó una línea entre los pechos y le hundió la punta del pincel en el

ombligo. Lamió la línea. Le mordisqueó el abdomen y los muslos. Sintió su ardiente

aliento entre las piernas, pero pasó de sus súplicas para investigar la sensible curva de

su rodilla, de su pantorrilla e incluso del tobillo.

Carina se convirtió en un torbellino de sensaciones agónicas. La cabeza comenzó

a darle vueltas, atrapada en la oscuridad y guiada a través de cada valle y de cada

montaña por el sonido de la voz de Max o por las caricias de sus manos. Jadeó

mientras se acercaba a un grandioso orgasmo, justo al borde del precipicio, a la

espera de su siguiente orden.

—Por favor. Ya no aguanto más.

Max la silenció y le pintó los labios con el chocolate. Acto seguido la besó con

ansia y ardor, compartiendo el amargo y a la vez dulce sabor. La frustración hizo que

a Carina se le llenaran los ojos de lágrimas. De repente, Max la levantó en volandas.

Escuchó cómo los pinceles caían al suelo y también que se volcaban algunos botes.

La colocó sobre una superficie dura, que no tardó en comprender que se trataba de su

mesa de dibujo.

—Casi hemos terminado. Pero todavía falta un lugar que no he saboreado.

—¡No!

—Oh, sí. —Le separó los muslos y le atormentó el clítoris con el pincel, con el

que después la penetró.

Carina se clavó las uñas en las palmas de las manos mientras luchaba por

mantener la cordura.

Lo siguiente que sintió fue su boca.

Gritó y se corrió como una loca mientras los espasmos sacudían su cuerpo. Se le

llenaron los ojos de lágrimas cuando alcanzó el clímax y él la sujetó contra la mesa,

obligándola a experimentar cada oleada de placer hasta que todo terminó. Carina

escuchó que algo se rasgaba y después un taco. Y acto seguido, Max la penetró.

La suave penetración la devolvió a la cima, y en esa ocasión Max voló con ella

cuando se corrió por segunda vez. El tiempo se detuvo. Pasaron horas, minutos,

segundos… El pañuelo de seda se aflojó y ella parpadeó.

Su cara fue lo primero que vio. Cejas gruesas. Pómulos afilados. Un mentón duro

como el granito, sensual, y unos labios voluptuosos que habrían hecho llorar a Miguel

Ángel. Max sonrió.

—¿Te ha gustado el chocolate?

Consiguió soltar una carcajada.

—Qué cabrón eres, lo sabes, ¿no? Christian Grey a tu lado es un aficionado.

Max se echó a reír.

—Puede que nuestros apellidos se parezcan, pero yo nunca diría «Nos vemos

luego, nena».

Se quedó boquiabierta.

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—¡Te lo has leído!

Max pareció ofenderse.

—Lo he leído en Twitter. Y no se te ocurra cabrearme o te torturaré con un bote

de nata.

Carina se preguntó si estaba mal de la cabeza. Porque esa idea le resultaba muy

emocionante.

Max la ayudó a bajar de la mesa y le apartó el pelo de la cara con gesto cariñoso.

El apresurado acuerdo al que había accedido cristalizó de repente en la mente de

Carina. Una vez libre de los deseos de su cuerpo, se preguntó si acababa de hacer un

pacto con el diablo. Su desnudez aumentaba la sensación de vulnerabilidad. ¿De

verdad creía posible separar el sexo de lo que sentía por ese hombre? El pánico le

atenazó el estómago.

—Max…

—Esta noche no, nena. —Como si se diera cuenta de su dilema, la cogió en

brazos—. Voy a llevarte a la cama. Te demostraré qué otras habilidades he aprendido

leyendo novelas eróticas.

Carina se aferró a él y decidió no insistir en el tema.

—¿Carina y tú tenéis problemas?

Se habían reunido en el despacho. Los enormes ventanales estaban orientados

hacia el jardín y a través de ellos escuchaban el zumbido de las abejas y el borboteo

del agua del arroyo. Michael le ofreció una copa de coñac y se sentaron en los

sillones de cuero. La estancia inspiraba calma y serenidad, con esas estanterías que

cubrían las paredes hasta el techo, las lámparas rojas de estilo art déco y el piano de

media cola emplazado junto a la pared más alejada. El olor a cuero, a papel y a cera

de naranja flotaba en el ambiente.

Después de que Carina le contara a su hermano que pensaba dejar la empresa,

Michael le había dicho a Max que quería hablar con él a solas cuando salieran del

trabajo. Max accedió, a sabiendas de que había llegado el momento de airear algunos

asuntos. En el aire flotaban demasiadas mentiras y ya se estaba cansando.

—¿Por qué lo preguntas?

—Es la heredera del negocio familiar. No la he presionado hasta ahora porque

suponía que necesitaba sacarse lo del arte del cuerpo. Ahora quiere trabajar con

Alexa en la librería, y eso me preocupa. Pienso nombrarla mi segunda al mando en

La Dolce Maggie. Es su legado.

Max sintió un nudo en la garganta al escucharlo. La sangre tiraba mucho y él no

la tenía. Daba igual que se hubiera dejado la piel para que la empresa fuera un éxito.

Aunque lo acogieran como si fuera de la familia, jamás lo considerarían como tal,

aun habiéndose casado con Carina. Si Michael no quería que se hiciera con el timón,

había llegado el momento de volar a otros pastos. Crear algo propio. Pero ni de coña

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iba a dejar que su amigo presionara a su mujer.

Su voz sonó tan gélida como una botella helada de Moretti.

—Olvídalo, Michael. No quiere trabajar en la empresa y no va a hacerlo.

Michael agitó una mano en el aire, acostumbrado como estaba a salirse con la

suya.

—Puedes ayudarme a convencerla.

—No.

Michael lo miró sin dar crédito.

—¿Cómo?

Max se levantó del sillón y acortó la distancia que los separaba.

—He dicho que no. Es feliz pintando. Y para que lo sepas, es increíble. Carina

tiene talento y pasión, y le hemos dicho demasiadas veces que solo es una afición.

Ahora mismo está descubriendo quién es y me encanta verla. Y si no soy lo bastante

bueno para ti porque no cuento con tu preciosa sangre en las venas, ha llegado el

momento de que me vaya.

Michael se sacudió como si lo hubiera golpeado.

—Scusa? ¿De qué hablas?

—Dale tu preciosa empresa a Maggie o a tus hijos. Ya me he hartado de esperar a

ser lo bastante bueno. —Se le escapó una carcajada seca—. Es curioso, pero por fin

entiendo qué ha sentido Carina todos estos años. Ahora entiendo lo que es intentar

estar a la altura pero no conseguirlo nunca. Déjala tranquila. Deja que sea quien

quiere ser, sin que le digamos lo que nosotros queremos que sea.

Michael soltó la copa en la mesita auxiliar y lo miró fijamente.

—No sabía que pensabas así. ¿Por qué no lo habías dicho antes?

—Quería hacerme valer sin tener que depender de nuestra amistad.

Michael soltó una retahíla de tacos muy imaginativos.

—Durante todo este tiempo he contado con tu presencia sin cuestionar tu

posición. Porque eres de la familia, Maximus. Mi hermano, mi amigo, mi mano

derecha. Tu puesto en la empresa nunca ha peligrado. Pero nunca se me ha ocurrido

formalizarlo por escrito. Mi dispiace. Lo corregiré.

La sencillez de su aceptación lo dejó pasmado. Durante todo ese tiempo el

problema no había sido que no mereciera lo que tenía. El problema había radicado en

la costumbre masculina de perseguir un objetivo sin hablar abiertamente de sus

sentimientos. Ante sus ojos apareció el sueño por el que tanto había trabajado. Solo

tenía que extender la mano y hacerlo realidad.

Había llegado la hora de poner todas las cartas sobre la mesa.

—Me acosté con tu hermana en Las Vegas.

Las palabras resonaron como un cañonazo en mitad de una iglesia.

Michael ladeó la cabeza. El trino de un pájaro entró por la ventana abierta.

—¿A qué te refieres? Os casasteis en Las Vegas.

Max se metió las manos en los bolsillos y miró al hombre a quien quería como a

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un hermano.

—Antes de casarnos. Tuvimos una aventura de una noche.

Michael se levantó del sillón y atravesó la alfombra oriental color vino. Aunque

mantuvo la expresión impertérrita, la rabia brillaba en sus ojos.

—¿Te acostaste con ella antes de casaros? ¿Durante un viaje de negocios al que

os envié?

—Pues sí.

—Pero ¿la querías lo suficiente como para casarte con ella?

—No. Tu madre nos descubrió a la mañana siguiente y nos convenció de que nos

casáramos.

Michael masculló:

—¿Ni siquiera quieres a mi hermana? ¿Yo confiaba en ti y tú la has tratado como

a una de tus amantes baratas? —Bajó la voz y añadió con tono amenazante—: Quiero

todos los detalles.

—No.

Michael dio un respingo.

—¿Qué acabas de decirme?

Max se mantuvo firme.

—Ya no es asunto tuyo. Lo que sucede entre Carina y yo en nuestro matrimonio

es cosa nuestra. Consideraba que debía contarte la verdad, pero no pienso ayudarte a

convencer a mi esposa de que cambie de opinión acerca de la empresa. Necesita

encontrar su propio camino, y yo la respaldo incondicionalmente.

La expresión que vio en los ojos de su amigo le dolió más que una cuchillada.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? Confiaba en ti para que protegieras a mi

hermana y la has utilizado. Te casaste con ella sin amor y te has burlado de nuestra

amistad. —Le temblaba la mano cuando agitó un dedo en el aire—. Me has roto el

corazón.

Max se acordó de la escena de El padrino, y de repente supo lo que debió de

sentir Fredo. Merda, menudo follón. Miró a Michael a los ojos y asumió la culpa. No

le quedaba alternativa. Sentía la imperiosa necesidad de proteger a Carina de

cualquier mal, de defenderla por una vez.

—Lo siento, Michael. Nunca fue mi intención hacerte daño. Pero esto es algo

entre Carina y yo, no tiene que ver contigo.

—¡Estaba dispuesto a darte un puesto permanente en la empresa! A hacerte socio.

¿Así es como le demuestras tu lealtad y tu respeto a mi familia?

Max reprimió la rabia e intentó mantener la calma.

—También es mi familia. Carina es mi esposa.

—No sé si podremos seguir trabajando juntos, Maximus. No así. Y no sin

confianza.

El sueño de ser socio explotó como un castillo de fuegos artificiales, y los

pedazos cayeron desperdigados a su alrededor. A lo mejor si explicaba mejor la

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situación, Michael podría entenderlo. Podrían discutir de opciones y…

No.

La noche anterior había estado entre esos sedosos muslos y había dormido

abrazado a ella. Carina conseguía enfadarlo, volverlo loco de deseo y hacerlo reír, y

lo consoló cuando le habló de su padre. Hacía que se sintiera vivo, completo.

Adoraba sus largas cenas, las conversaciones sobre el trabajo y verla con su perro. No

pensaba traicionar la frágil confianza existente entre ellos al venderla para conseguir

un puesto en la empresa. Michael ya no tenía derecho sobre la vida de Carina.

Ni sobre la suya.

Max soltó una carcajada carente de humor. Darse cuenta de que le daba igual no

ser socio lo alteró.

—Me da igual.

—Scusa?

—Si dices que ya no puedes seguir trabajando conmigo, lo entiendo. Carina me

importa más.

Michael lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Qué estás diciendo?

—No me hagas socio. Despídeme. Me da igual. Pero no te entrometas en la vida

de Carina y déjala tomar sus propias decisiones, incluyendo lo que suceda en nuestro

matrimonio.

Salió del despacho sin mirar atrás, dejando en el aire sus bruscas palabras. A la

mierda con todo. Estaba harto de mentir y de disculparse por su mal comportamiento.

Ya había hecho ambas cosas de sobra para toda la vida.

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13

Se había acostado con Max.

De nuevo.

Carina volvió a casa después de su turno en Locos por los Libros, y condujo

golpeando el volante con los dedos mientras intentaba encontrarle sentido a la

situación. Detestaba la falsa propuesta de matrimonio, forzada por su madre. Sin

embargo, el deseo que veía en los ojos de Max le licuaba el cerebro hasta el punto de

que solo quedaba la necesidad de rendirse. El cuerpo de Max nunca mentía. ¿Por qué

no iba a disfrutar de ese aspecto de su relación? Estaban casados, por el amor de

Dios.

Una vocecilla interior le gritó la verdad.

Porque seguía enamorada de él.

Siempre lo había estado. Siempre lo estaría. Como una cruz que llevara a la

espalda, nunca había superado lo que sentía por Max. Añadir el sexo a la ecuación

complicaba el asunto. No tendría la misma capacidad para mantener sus defensas y

ser la mujer fuerte y controlada que necesitaba ser con desesperación.

Era curioso que en otros aspectos de su vida se sintiera… distinta. Más fuerte.

Dejar La Dolce Maggie había sido difícil. Seguro que Michael seguía creyendo que

podía convencerla para volver. Julietta la llamó enseguida para intentar que cambiase

de opinión. Esas conversaciones la convencieron de que había tomado la decisión

correcta. Su técnica mejoraba a marchas forzadas, y el taller de pintura por fin

confirmó que debía atravesar sus barreras y pintar lo que le pedía el alma. Los

cuadros eróticos que vio en el despacho de Sawyer la habían atraído, y las imágenes

que brotaban de su pincel hacían que se encogiera de vergüenza, pero también hacían

que se sintiera orgullosa. ¿Quién iba a decir que sería una mujer que ansiaba un

amante dominante y una artista a quien le encantaba la erótica?

Incluso su trabajo en la librería calmaba algo en su interior. Al trabajar con libros

por fin había encontrado la mezcla perfecta entre negocios y creatividad; además,

disfrutaba de sus dotes contables al ayudar a Alexa.

Ojalá su matrimonio no hubiera empezado con falsos pretextos, porque en ese

caso todo sería perfecto.

¿Estaba loca por continuar junto a Max? ¿Por qué no hacía las maletas y se

largaba? La lenta tortura de estar con él y no conseguir lo que necesitaba era brutal. A

la mierda con todo. Se marcharía. Seguiría con su vida. Escucharía un montón de

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canciones de mujeres rabiosas, se liaría la manta a la cabeza y borraría su pasado con

un enorme salto al vacío.

«Mentirosa.»

La vocecilla de su interior se echó a reír, encantada. Todavía no estaba preparada.

Una llamita de esperanza la mantenía anclada en la casa, en la vida de Max. ¿No

decían que eso era lo que mantenía con vida durante años a víctimas de tortura? La

esperanza de escapar, de que los rescatasen. Sí, su destrozada alma no estaba lista

para renunciar al sueño de tener al hombre a quien quería. La idea de no volver a ver

su preciada cara lo convertía en un imposible.

Al menos de momento.

Suspiró al llegar a la casa. Aparcó en el camino de entrada circular y recorrió el

sendero pavimentado. Los frondosos rosales y los altos pinos creaban un paisaje

místico en torno a la mansión de Max. Una hilera de fuentes diminutas se extendía

junto al camino que se adentraba en el jardín y el borboteo del agua la tranquilizó. Le

encantaba sacar el caballete a la piscina y pintar. Repasó su agenda y calculó que

podría dedicarse a dibujar bocetos durante una hora antes de tener que volver a la

tienda para el siguiente turno.

Sacó las llaves del bolso.

La paloma cayó delante de ella.

Carina se apartó de un salto, horrorizada, al ver que la paloma blanca caía del

cielo y se estrellaba contra el suelo. Movió una patita y levantó la cabeza antes de

dejarla caer de nuevo y quedarse inmóvil.

—¡Dios mío!

Soltó las cosas y se arrodilló. Seguía respirando. Seguía viva. Iba anillada, y en la

chapa tenía un número grabado. Con dedos temblorosos comenzó a examinarla, con

cuidado para no hacerle daño. Tenía un ala torcida, rota. Las patitas parecían estar

bien. No encontró restos de sangre en el suelo, pero no abría los ojos.

Cogió la paloma y la acunó entre sus brazos para meterla en la casa. Buscó una

toalla vieja sin pérdida de tiempo y la colocó en el centro. Parpadeó para librarse de

las lágrimas, llamó al veterinario e hizo una rápida búsqueda en internet para saber

qué procedimiento seguir.

Después cogió el teléfono y marcó.

—Max, necesito que vengas a casa. Necesito ayuda.

—Voy para allá.

Cortó la comunicación y esperó a que Max llegase.

—¿Qué te parece?

Carina miraba la paloma, metida en una especie de pecera, con el ala firmemente

sujeta al cuerpo. Tenía los ojos abiertos, pero algo velados, como si aún no supiera

qué había pasado. Max leyó el número de la anilla y lo anotó en un trozo de papel.

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—Me parece que hemos hecho todo lo posible. El veterinario ha dicho que no

tiene heridas internas, así que el ala debería curarse bien, tras lo cual podremos

devolverla. Voy a buscar el número de la anilla a ver si podemos ponernos en

contacto con el dueño.

Carina se frotó las manos mientras observaba respirar a la paloma. Max la abrazó

y la invitó a pegarse a su pecho, donde pudo aspirar su familiar aroma.

—Se recuperará. No decimos que eres una encantadora de animales por nada. Si

tiene una oportunidad de ponerse bien, es gracias a ti.

Sonrió al escuchar esas palabras, que reconocían su puesto como encantadora de

animales dentro de la familia. Se relajó un momento contra su calor, envuelta en su

abrazo protector.

—Siento haberte obligado a salir del trabajo.

Max la besó en la coronilla.

—Me alegro de que me llamaras —murmuró él.

El consuelo se tornó en pasión. Sentía su erección contra el muslo. Carina se

tensó y el ambiente se cargó de tensión sexual. Dios, lo deseaba muchísimo. Quería

arrancarle esa corbata roja tan sexy, ese traje de raya diplomática, subirse a su regazo

y montarlo hasta olvidarlo todo. Quería olvidar que se había visto obligado a casarse

con ella y que no la quería como ella ansiaba. Lo recordó lamiéndole el chocolate de

los pezones y entre los muslos; abrazándola con ternura durante la noche, como si

supiera que necesitaba algo más. Inspiró con sequedad y lo apartó.

—No.

Max apretó los puños y apartó la mirada. Se tensó por entero, pero Carina

aguantó en silencio con paciencia.

—Lo siento. Puedo esperar hasta que estés lista. Es que… te echo de menos.

El corazón le dio un vuelco al escucharlo. Lo puso verde en silencio mientras

temblaba de rabia.

—Y una mierda. Echas de menos llevar las riendas de esta relación. Echas de

menos tenerme detrás de ti, jadeando como una perra en celo, mientras tomas todas

las decisiones. No me vengas con tonterías y no finjas que había algo más.

Max frunció el ceño.

—No pienso tolerar que te rebajes de esa manera —replicó él con frialdad—.

Tienes todo el derecho del mundo a estar cabreada, pero no nos rebajes a ambos. Las

cosas han cambiado.

Carina meneó la cabeza, sin dar crédito.

—Nada ha cambiado. Lo único distinto entre nosotros es el sexo. Lo demás es

una mentira como una catedral.

Max se tensó antes de que su expresión se ensombreciera.

—Ahora estamos casados. ¿No podemos avanzar? No somos unos desconocidos

y tampoco puede decirse que no tenemos cosas en común.

El último vestigio de control se esfumó y Carina estalló.

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—¿Dónde coño está mi final feliz de cuento de hadas, Max? Soñaba con una

proposición de matrimonio de verdad, con un hombre arrodillado delante de mí

declarando unos sentimientos reales. ¿Y qué fue lo que conseguí? Buenas

intenciones, responsabilidad y unos cuantos orgasmos. —Las siguientes palabras

salieron de su boca con brusquedad—. ¿Tanto deseas acostarte conmigo? ¿Con qué te

está chantajeando mi madre ahora? ¿O es que quieres acostarte conmigo para dejarme

embarazada y así tener un heredero?

Esos ojos azules la miraron furiosos y la despedazaron con una frialdad que la

estremeció.

—Voy a perdonarte por ese comentario. Esta vez. También voy a dejarte

tranquila, pero ten en cuenta una cosa: cuando considere que ya has tenido tiempo de

sobra, vendré a por ti. —Esbozó una sonrisa cruel—. Y te prometo que me suplicarás

más.

Max salió dando un portazo.

Era un capullo integral.

Max miró las escaleras y escuchó los acordes de Rihanna que vibraban en el aire.

Habían pasado dos días desde la discusión. Carina mantenía las distancias y lo trataba

con una educación gélida que lo volvía loco. También trabajaba turnos muy largos en

Locos por los Libros, se encerraba en su estudio y evitaba la cena.

Una soledad de la que nunca había sido consciente impregnaba su casa. Aunque

la energía de Carina se extendía por las habitaciones, ansiaba el contacto directo, una

conversación de verdad. Echaba de menos su risa, su entusiasmo y su ingenio.

Echaba de menos todo lo relacionado con ella. Rocky pasaba más tiempo con Carina

que él.

No debería haberla presionado. Cuando se dejó a abrazar con tanta naturalidad, su

aroma lo envolvió y se le subió a la cabeza. La suavidad de sus curvas contra su

torso. La sedosa caricia de sus rizos. Se sintió abrumado por el impulso de arrastrarla

al dormitorio y poseerla de nuevo. Algo que en ese instante se le antojaba el peor de

los momentos.

Gimió. «Imbécil», se dijo. En vez de comportarse con cabeza y darle el tiempo

que necesitaba, la había amenazado. Sí, desde luego que en aquel momento no estaba

pensando con la cabeza de arriba, y no tenía excusa. Su sentida declaración acerca del

«final feliz de cuento de hadas» se le había grabado a fuego en la cabeza y le había

destrozado el corazón. ¿Eso le había hecho? ¿Le había robado todas las ilusiones y

todos los sueños?

Siempre había temido que algún día acabaría rompiéndole el corazón. Cierto que

se vio obligado a casarse con ella, pero ¿por qué no le parecía tan malo? ¿Por qué

ansiaba volver a casa para verla aunque fuera un ratito? Carina se merecía muchísimo

más. Sin embargo, tenía que conformarse con él.

www.lectulandia.com - Página 172

La depresión se apoderó de él. A la mierda con todo. Prepararía la cena y la

obligaría a mantener una conversación.

Se dirigió al dormitorio, se quitó el traje y se puso unos vaqueros y una camiseta

negra. Sirvió dos copas de merlot y decidió preparar el pollo en salsa que tanto le

gustaba a Carina. Los pasos de preparar la cena lo tranquilizaron. La cocina fue

diseñada a medida, con encimeras de granito blanco, un frigorífico enorme, un horno

de piedra para pizzas y una cocina de gas. En el centro de la estancia se emplazaba

una isla con el fregadero, una zona de trabajo independiente y una barra para los

desayunos, con taburetes de cuero acolchado. Cogió unas cuantas cacerolas de cobre,

les echó aceite de oliva y comenzó a cortar los tomates y las cebollas. Diez minutos

después ella bajó la escalera y se detuvo en la puerta de la cocina.

—Me voy. No me esperes levantado.

Soltó el cuchillo y apoyó la cadera en la encimera.

—Estoy preparando la cena. ¿Adónde vas?

—A la librería.

—Quédate un poco más. Tienes que comer antes de un turno largo.

Carina cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, claramente tentada.

—No puedo. Comeré algo en la cafetería.

—Solo tienen aperitivos y tú necesitas proteínas. Por el amor de Dios, te prometo

que no tendrás que pasar mucho tiempo en mi presencia. Siéntate.

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