Rocky protestó estirando las patas y gruñendo. Carina se echó a reír, le rascó la
barriga una última vez y luego fue a cambiarse.
Mientras atravesaba la mansión su mirada se detuvo en todos los detalles. Al
igual que Michael, Max había ganado una fortuna con La Dulce Maggie, y su estilo
de vida era caro y elegante. Todas las estancias dejaban claro que allí vivía un
hombre soltero, desde la espartana decoración hasta el surtido bar, pasando por la sala
de juegos. Los televisores eran tan grandes como las pantallas de los cines, y había
sofás y sillones de cuero con portavasos incorporados. Un rápido vistazo a la cocina
le permitió descubrir las impecables baldosas de cerámica, muebles de madera de
cerezo y electrodomésticos de acero inoxidable. No había ni un plato sucio en el
fregadero. O bien tenía servicio doméstico o bien cenaba fuera todas las noches.
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Se cambió rápidamente y se reunió con él de nuevo en el salón. Se sentó en el
mismo lugar que antes. Los leños crepitaron mientras extendía los pies y se colocaba
la bata bajo las rodillas, tras lo cual clavó la mirada en el fuego.
Sentía el peso de la mirada de Max en la espalda, pero se mantuvo en silencio
porque quería que él hablara primero. Rocky se acercó a ella, bostezó y apoyó su
enorme cabeza en su regazo.
—Tenías razón —dijo Max con tono gruñón pero respetuoso.
Carina ladeó la cabeza, intrigada, y lo miró.
—¿Sobre qué?
Max estaba sentado en un sillón de cuero y tenía una copa de coñac en la mano.
La observó como si estuviera buscando una respuesta en su cara.
—Sobre Laura. No puede ver a Rocky.
Carina contuvo una risilla ufana.
—Te lo dije.
—¿Cómo lo adivinaste?
—La vi en el aparcamiento. Estaba aterrada por un perro callejero. Y descubrí su
verdadera personalidad. No tolera a los perros. Ni tampoco a los niños ni el desorden.
Solo se fija en el exterior, de modo que es normal que un perro como Rocky la asuste.
Max trató de contener una carcajada mientras bebía un sorbo de coñac.
—Sí, la verdad es que siempre has tenido un instinto sobrenatural con la gente.
¿Te acuerdas de la amiga del instituto de Julietta? La desenmascaraste de inmediato.
El recuerdo la golpeó con fuerza y sonrió.
—Se me había olvidado. Sabía que solo fingía ser la amiga de Julietta para
acercarse a Michael.
—Pues tu hermano estaba muy contento. La chica estaba muy buena.
Carina puso los ojos en blanco.
—Venga ya. En aquella época cualquier chica con dos piernas te parecía que
estaba buena. La discreción no era una de tus mejores cualidades.
—Eso no es cierto. Joder, recuerdo que Julietta se cabreó mucho. Se negó a que
Michael saliera con la chica como castigo, así que los dos acabaron sufriendo.
Carina suspiró y apoyó la barbilla en las rodillas.
—Julietta no estaba acostumbrada a que la utilizaran, al contrario de lo que me
pasaba a mí. Pero gracias a la amplia experiencia que conseguí, acabé siendo capaz
de detectar a un impostor a kilómetros.
—¿Quién quería mentirte en aquella época?
—Los chicos tontos. Cada vez que le gustaba a algún chico del colegio o que
alguno me invitaba a salir, descubría que solo era para acercarse a Venezia o a
Julietta. —Se obligó a reír, aunque el recuerdo aún le resultaba doloroso. Aún le
escocía que la consideraran la última de las tres. Aún le escocía que la tomaran por
una aburrida en comparación con la excentricidad, el atractivo o la aguda inteligencia
de sus hermanas. Le escocía recordar una y otra vez que no podía confiar en un
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hombre que la invitara a salir porque siempre recelaba de que quisiera utilizarla. Pero
ya no. Se había esforzado mucho para subir su autoestima y convertirse en la mujer
que siempre había querido ser. De modo que le restó importancia al asunto—. Es
normal, dadas las circunstancias. Me refiero al hecho de tener dos hermanas mayores
despampanantes.
—Me parece que ya no eres ni mucho menos aquella niña insegura que no creía
en sí misma.
Su comentario la sorprendió y se arrebujó un poco más en la cómoda bata de
cuadros.
—Lo sé. Por eso era tan importante venir a Estados Unidos. No solo para trabajar
en La Dolce Maggie. También por la libertad que me ofrece para descubrir quién soy.
—Las llamas oscilaron, calentándola casi tanto como la mirada de Max. Sus ojos la
observaban como si la comprendiera. Como si él hubiera pasado por lo mismo—. Si
intentaba cambiar de rumbo, mi familia siempre estaba ahí para devolverme al
camino y alejarme del desastre. No me han permitido cometer mis propios errores.
Los chicos con los que salía eran investigados y se decidía de antemano cuáles serían
mis estudios, así que acabé perdiendo el camino. Esta es mi oportunidad para
madurar y experimentar el mundo según mis reglas. Me despierto por las mañanas en
mi apartamento y no tengo que complacer a nadie más que a mí misma. Me gano el
sueldo, pago el alquiler y no tengo que disculparme ni buscar excusas.
Max dio un respingo.
—Lo siento, Carina. Bérgamo es nuestro hogar, pero sé lo que se siente cuando te
encasillan. Es difícil intentar algo nuevo si toda la ciudad está pendiente de ti para
criticarte.
—Exacto. —Esbozó una sonrisa—. Recuerdo que una vez mi amiga y yo nos
colamos en un club nocturno. Queríamos emborracharnos y coquetear con algún
chico guapo, divertirnos un poco. En cuanto pedimos las copas, el padre Richard me
vio y le dijo al camarero que era menor de edad.
—¿Estás de coña?
—No, no llevaba la sotana y supongo que le gusta bailar. Jamás he vuelto a
mirarlo con los mismos ojos. Mi madre me echó una bronca de campeonato cuando
se enteró.
—Pobrecilla. Es imposible que fueras una chica mala.
—Tampoco tenía a nadie con quien serlo.
La tensión apareció de nuevo entre ellos. Rocky gimoteó, como si hubiera
percibido la crispación, y levantó la cabeza. El apasionado momento que habían
vivido flotaba en el aire como si fuera una ramera en un banquete real, imposible de
esconder por más que se intentara.
De repente se sintió abrumada por las emociones vividas durante la noche. El
cansancio se apoderó de su cuerpo y percibió el escozor de las lágrimas en los ojos.
Qué tonta era. Tenía que largarse antes de que su plan se hiciera añicos y Max se
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diera cuenta de que solo era una niñata.
Se puso en pie y se cerró bien la bata en torno a la cintura. Cuando habló, lo hizo
con voz ronca y evitando mirarlo a los ojos.
—Me voy a la cama. Estoy agotada. ¿Qué dormitorio uso?
—Sube la escalera. El primero de la izquierda.
—Gracias.
Pasó junto a él conteniendo el aliento, pero Max no trató de detenerla. Cuando
puso el pie en el primer escalón, escuchó sus palabras como si fueran una caricia.
—Esos tíos eran gilipollas, Carina. Siempre has sido despampanante.
Ella se mordió el labio y aferró el pasamanos. Pero se negó a replicar.
Carina examinó el lienzo que tenía delante y luchó contra el deseo de estampar algo
contra la pared más cercana.
Estaba frustrada tanto a nivel físico como creativo.
Se mordió el labio inferior. Había tardado años en controlar sus famosas
emociones. Ya fueran pataletas o ataques de llanto, sus reacciones siempre habían
sido más intensas que las del resto de la familia. En ese momento estaba orgullosa de
su autocontrol y de su habilidad para funcionar sin dejarse arrastrar por la intensidad
de las emociones. Por desgracia, parte de dichas emociones surgían de la pintura, y
necesitaba ponerse en contacto de nuevo con la diva artística que llevaba dentro.
Rezongó algo entre dientes y abrió las ventanas para permitir que entrara el aire
fresco. Después subió el volumen de Usher. El ritmo machacón y sensual de la
música la animaba a explorar a fondo su faceta artística, pero no estaba segura de
cómo debía hacerlo. Al menos no todavía. Sus retratos eran aburridos y no le
interesaban los paisajes.
Dejó que sus pensamientos flotaran mientras ella atacaba el lienzo con
deslumbrantes pinceladas de color. Era curioso pero, pese a estar frustrada, sentía una
satisfacción que jamás la acompañaba cuando estaba en la oficina. Durante mucho
tiempo había trabajado para conseguir un objetivo: asombrar a su familia con sus
habilidades empresariales, obligarlos a todos a tenerla en cuenta y, al final, ocupar un
puesto importante en la empresa. Su desenvoltura con la contabilidad le facilitaba el
camino, y aunque le caía muy bien la gente que trabajaba en La Dolce Maggie y le
gustaban muchos aspectos del mundo empresarial, no acababa de abrazarlo por
completo.
Su sueño de hacerse un hueco en el mundo del arte hacía que su familia y sus
amigos le dieran palmaditas en la espalda y la alentaran a cultivar dicho pasatiempo.
No obstante, su instinto le decía que podía convertirse en algo más que un mero
pasatiempo si se esforzaba, aunque jamás había poseído la confianza suficiente para
enfrentarse al sistema. Le parecía más fácil acabar el máster y sentar la cabeza.
La melancolía se cernió sobre ella como la nubecita de Winnie the Pooh. Si no
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endurecía un poco su carácter, Michael la dejaría por imposible y ella acabaría
desilusionando a la familia. Intentaba ser firme con todas sus fuerzas, pero cuando
escuchaba las historias tristes de la gente, su tierno corazón la traicionaba. Sabía muy
bien cuáles eran sus puntos fuertes: los números y las ganas de trabajar. Sin embargo,
parecía que esas cualidades tan apreciadas, que convertían a un individuo en una
buena persona, no estaban muy bien vistas en el mundo empresarial.
Max dirigía La Dolce Maggie tan bien como Michael. Su seriedad y resolución
los hacían ser implacables con los competidores, pero con los empleados eran
generosos y afables. Sin embargo, no podía atribuir su éxito a su condición de
hombres porque Julietta era una versión femenina de ambos y dirigía La Dolce
Famiglia con puño de hierro y tacones altos.
La idea de pasar años encorsetada en un traje de chaqueta y sentada tras un
escritorio le puso los nervios de punta. La mitad de la diversión del trabajo procedía
de su relación con los demás, pero casi siempre acababa cubriendo la ausencia de
alguien o salvándole el culo. En el fondo no le importaba, pero Max comenzaba a
sospechar. Pronto saldría a la luz que sus habilidades al respecto eran un desastre.
Max.
El recuerdo de su beso la alteró como si se hubiera subido a una atracción de
feria. Dios, la experiencia había sido muy erótica. El afán dominante de su lengua, su
forma de controlar la situación, el fervor con el que le subió el vestido y la retó con la
mirada a detenerlo. Así era como soñaba que sería un encuentro sexual y, por
supuesto, había tenido que suceder con el hombre al que quería olvidar.
El destino tenía un sentido del humor espantoso.
Añadió un poco de fucsia y mantuvo el trazo grueso mientras pintaba libremente
para relajarse. Max no había mencionado el beso y ni siquiera había hecho referencia
a la noche en cuestión. Ya había pasado una semana y evitaba quedarse a solas con
ella a toda costa. Esbozó una sonrisa al pensarlo. El temible Maximus Gray asustado
por pasar demasiado tiempo con una chica inocente como ella.
Pero, ella también le había dado algo para pensar. Era imposible que esa química
tan explosiva fuera producto de su imaginación. Su erección demostraba que estaba
interesado, pero seguramente le aterrase la posibilidad de que Michael lo matara por
haberse tirado a su hermana.
«Cobarde», pensó.
La idea estalló de repente en su cabeza y dejó el pincel suspendido en el aire.
Un rollo de una noche.
La imagen de Max desnudo penetrándola hasta llevarla al orgasmo la hizo apretar
los muslos. ¿Por qué no? No tenía el menor interés en mantener una relación a largo
plazo con él y, además, quería buscarse a otro hombre. Pero tal vez si pasaban una
noche juntos liberarían la tensión sexual y eso los ayudaría. Ella se zafaría por fin del
ridículo enamoramiento que la acompañaba desde que era pequeña y podría hacer
realidad su fantasía. Michael no tenía por qué enterarse, y convencería a Max de que
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solo sería una noche. No habría recriminaciones, ni futuro, ni preguntas.
Aunque en el fondo era mucho más realista. No. Se quitaría la venda de los ojos y
lo planearía todo como la mujer madura que era. Una noche perfecta y orgásmica con
Max, y después se alejaría de él.
Echó la cabeza hacia atrás y se rio por la ocurrencia.
Sí, podría ser muy divertido.
Se concentró de nuevo en el trabajo y empezó a planear cómo conseguirlo.
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Max pulsó el botón del interfono.
—¿Puedes decirle a Carina que venga a verme, por favor?
Se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. Le ardía la piel.
Seguramente por el cabreo.
Carina lo había vuelto a hacer.
La semana anterior se convirtió en una retorcida cadena de acontecimientos que
le provocó un tremendo dolor de cabeza. Desde la noche en la que perdió el control y
la besó, el universo se había puesto en su contra. Por completo. Tal vez estuviera
recibiendo su merecido.
Bebió un sorbo del café tibio e intentó concentrarse en sus opciones.
Las prácticas de Carina habían empezado muy bien. Trabajaba sin descanso y era
un genio con la contabilidad, pero había una cuestión que le preocupaba: la gestión se
le daba de pena. De hecho, podía decirse que se le daba de pena el mundo
empresarial por un motivo tontísimo.
Su corazón.
Carina no tenía ni un ápice de maldad en el cuerpo. Por mucho que intentase
asimilar los secretos de dirigir una cadena de pastelerías, parecía incapaz de conectar
con la frialdad que caracterizaba a su hermana Julietta. Cuando los trabajadores
llamaban para avisar de que estaban enfermos, ella les enviaba tarjetas deseándoles
una pronta recuperación y los llamaba para preguntar por su salud. El equipo
comercial tardó menos de una semana en descubrir que era un objetivo fácil.
Apostaría cualquier cosa a que, en vez de un caldo de pollo, lo que necesitaban eran
aspirinas para la resaca.
Los ejecutivos de alto nivel necesitaban ser respetados, y temidos. El grupito de
fans de Carina adoraba su alegre personalidad, su generosidad y su capacidad para
trabajar en equipo. Por desgracia, le cubría las espaldas a tanta gente que se había
convertido en el equipo completo.
La puerta se abrió.
La vio acercarse a toda prisa con una de sus habituales faldas cortas y esa blusa
recatada tan sexy que le provocaba pesadillas. Desde su incomprensible pérdida de
control, se cuidaba mucho de pasar demasiado tiempo con ella. Aunque Carina no
parecía darle mucha importancia a lo que ocurrió. Era como si, después de todo, su
primer beso no fuera nada del otro mundo. Su dolorido ego se burlaba de él todos los
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días. ¿Besaba a todos los hombres de esa forma? ¿Se había convertido él en uno de
tantos y ni siquiera se merecía un rubor avergonzado?
—¿Querías verme?
Jadeaba un poco y apoyó la cadera en el borde del escritorio. Los taconazos de
casi diez centímetros lo instaban a ir en busca del segundo asalto, y en esa ocasión
conseguiría que se corriera. Se volvió cuando sintió que se ponía colorado y se
refugió tras el cabreo.
—Creía que habíamos acordado no revelar nuestro postre secreto hasta la
inauguración. —Mantuvo un tono frío y severo, aunque tuvo que recordarse que eran
negocios—. Tenemos que generar curiosidad y expectación en la zona para lograr un
éxito completo. ¿Correcto?
La miró. Carina fruncía el ceño, confundida, mientras golpeaba el suelo con la
punta de un pie, guiada por una música que solo ella escuchaba.
—Claro que lo recuerdo.
—En ese caso, ¿por qué acabo de recibir una llamada informándome de que la
tienda Bread Shop de Pete vende una de nuestras recetas?
Carina jadeó.
—¿Cuál?
—Polenta e Osci.
El bizcocho, amarillo y húmedo, recordaba la textura de la polenta, pero tenía un
relleno de crema de avellana, con un toquecito de melocotón y unos elaborados
pajarillos de chocolate por encima. Era un dulce típico de Bérgamo. Muchas
pastelerías norteamericanas evitaban los clásicos italianos más elaborados y se
quedaban con las recetas básicas, lo que hacía que el bizcocho en cuestión fuera un
producto exclusivo.
—Imposible. —Carina meneó la cabeza—. Yo misma hablé con Pete hace unos
días cuando estuvimos en el local. Carece de talento para hacer esa receta, y tampoco
tiene al pastelero adecuado.
«¡Bingo!»
Max la taladró con la mirada.
—¿Has hablado con la competencia?
Carina movió los pies.
—Bueno, sí, se acercó para presentarse. Fue muy amable, muy agradable, quería
darnos la bienvenida al barrio.
—Estoy seguro. Repasa la conversación. ¿Le dijiste que íbamos a presentar ese
postre?
—Por supuesto que no. Me estaba contando que un tío suyo había visitado Italia y
que le había gustado mucho una masa en concreto y quería saber… —Se interrumpió.
Max sintió una punzada de lástima al ver la cara de espanto de Carina cuando se
dio cuenta.
—Ay, no.
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—Quería saber cómo se llamaba y si íbamos a servirlo. ¿Me equivoco?
Carina se mordió el labio.
—No puedo creer que cayera en su trampa. Parecía muy sincero. Me dijo que su
tío estaba enfermo y que le encantaría probar ese postre de nuevo, y yo le contesté
que lo serviríamos en la inauguración. —Max esperaba que agachase la cabeza, pero
ella lo miró a los ojos—. Lo siento mucho, he metido la pata hasta el fondo.
A cualquier otro empleado le habría echado un buen rapapolvo. Abrió la boca
para hacerlo, pero provocarle más estrés a Carina le resultó imposible. Su abierta
sinceridad al admitir que había cometido un error lo instaba a acercarse a ella y a
abrazarla como en los viejos tiempos.
Mantuvo la distancia y también la cabeza despejada.
—Lo sé. —Hizo una pausa y la miró con seriedad—. Carina, ¿te gusta trabajar
aquí?
La vio apretar los labios.
—Sí. Siento haber metido la pata, pero Michael cuenta conmigo. Me esforzaré
más.
Un brillo decidido iluminó esos preciosos ojos de color chocolate. La necesidad
de reconfortarla lo abrumaba, pero mantuvo los pies en la tierra.
—Sé que Michael quiere que con el tiempo dirijas La Dolce Maggie. Eres
trabajadora y lista, nunca he puesto en duda esas cualidades, cara. Pero ¿es lo que
quieres hacer?
El ramalazo de duda desapareció enseguida.
—Por supuesto. Es para lo que me he formado. No pienso decepcionar a mi
familia.
El orgullo se apoderó de él. La mujer que tenía delante demostraba más lealtad y
más ética que cualquier otra persona que conociera. Sin embargo, recordaba su
creatividad y su anhelo por pintar. Recordaba que su madre había colgado sus dibujos
en la cocina y se había sorprendido por su talento.
—No has contestado la pregunta. ¿Es lo que quieres hacer?
Carina se mordió el labio inferior dejando ver sus blancos dientes. Recordó que
había introducido la lengua entre esos labios rojos y que la había devorado. Contuvo
un gemido de puro dolor.
—Es lo único que tengo —respondió ella en voz baja.
Max le colocó un dedo debajo de la barbilla y la obligó a levantar la cara para
analizar su expresión. ¿Por qué había dicho algo tan raro? Tenía por delante un sinfín
de posibilidades. Aunque Michael albergara la esperanza de que se hiciera con las
riendas de la empresa, cambiaría de opinión si ella insistía en elegir otro camino.
Venezia se había labrado una carrera en la moda y Michael siempre se jactaba de su
talento y de su independencia.
Tenía la sensación de que el corazón de Carina nunca había pertenecido al mundo
empresarial como el de Julietta. Su instinto le decía que el lugar de Carina estaba en
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otra parte. Pero no sabía dónde.
Unos golpecitos en la puerta lo distrajeron. Jim asomó la cabeza con un
pinganillo en la oreja.
—Jefe, tenemos un problema. Michael necesita que vayas al local del río. Por lo
visto hay algún lío con el proveedor y el chef está que trina.
—¿No puedo solucionarlo por teléfono?
—No, es necesario que vayas allí.
—De acuerdo. Dile a Michael que voy de camino y que después lo pondré al
corriente.
—Entendido. —Jim desapareció.
Max se puso la chaqueta del traje y cogió el maletín.
—Voy a arreglar esto primero y seguiremos hablando cuando vuelva. Cúbreme
mientras estoy fuera.
—Claro.
Max salió corriendo por la puerta y se dijo que después tendría que ahondar más
en el asunto.
Dos horas más tarde Carina seguía revisando el montón de documentos en el
escritorio de Max. Lo ocurrido esa mañana la molestaba, pero decidió no
obsesionarse con el tema y asumir el error. No pensaba martirizarse por un fallo.
Todo el mundo cometía errores al principio… ¿no era lo que le repetían tanto Max
como Michael una y otra vez?
Movió la cabeza varias veces e intentó concentrarse en las interminables
columnas de números que llenaban la pantalla del ordenador. Sonó el teléfono.
—¿Sí?
Escuchó la voz de la secretaria por el auricular.
—Robin está aquí y quiere ver a Max.
—¿De Robin’s Organics? —preguntó.
—Sí, dice que es urgente.
—Hazlo pasar, por favor.
El hombre que entró llevaba alborotado el pelo castaño, tenía los ojos marrones
empañados por las lágrimas y las mejillas sonrosadas. Llevaba una camiseta roja en
la que se podía leer «Robin es el rey» en el pecho y unos vaqueros con un agujero.
No era el típico ejecutivo de uno de sus proveedores importantes. Desde luego, era un
hombre que trabajaba con sus manos. Se levantó y dijo:
—Soy Carina Conte. Max no está ahora mismo. ¿En qué puedo ayudarlo?
Vio que al hombre le aparecía un tic en un ojo.
—Tengo que discutir un problema con usted, señorita Conte. Ojalá que pueda
ayudarme.
—Llámeme Carina. Y desde luego que haré todo lo posible. Deje que saque en
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pantalla su cuenta. —Pulsó unas cuentas teclas y leyó el historial y las notas activas
—. Lleva trabajando con nosotros bastante tiempo, desde que La Dolce Maggie abrió,
¿no es cierto?
—Sí. Nos enorgullecemos de tener la mejor fruta ecológica del valle del Hudson
y una reputación excelente. Pero hemos tenido algunos problemas con el local de
Newburgh. Los higos y las frambuesas se entregaron a destiempo. El chef me dijo
esta mañana que iba a cancelar nuestra cuenta.
Carina frunció el ceño.
—El chef no tiene la última palabra a ese respecto, la tenemos nosotros. ¿Es algo
puntual?
El hombre hizo una mueca.
—No. Ha pasado varias veces en el último mes.
Carina se acomodó en el sillón y lo miró con atención. Golpeó la mesa con el
lápiz que tenía en la mano.
—Cuando los proveedores nos sirven a destiempo, no podemos hacer nuestros
pasteles. Es un problema muy grave.
—Lo sé, y lo siento. Quería venir en persona y explicar lo que está pasando. —
Carraspeó—. Mi hijo ha sido el encargado de conducir el camión de reparto después
de que yo lo introdujera en la empresa. Acaba de salir de la universidad. Fue bien
durante un tiempo, pero ha empezado a tener malas compañías y… —Robin se
interrumpió, pero después se obligó a continuar—. Ha estado tomando drogas.
Robando dinero. Dejando los pedidos sin entregar. Yo di por sentado que todo iba
bien, no lo comprobé.
Carina suavizó la expresión, apenada. Ansiaba estirar la mano y aferrar la de ese
pobre hombre, que a todas luces sufría por su hijo.
—Lo siento muchísimo. ¿Qué va a hacer?
—Lo he ingresado en un centro de desintoxicación. No volverá a trabajar para mí,
se lo aseguro. Le pido que olvide este asunto y que me permita continuar sirviendo al
local de Newburgh. Mi empresa tiene una reputación intachable y no quiero perder la
cuenta de La Dolce Maggie.
Carina repasó los informes y reparó en el historial de Robin’s Organics. Ningún
problema grave hasta hacía unas cuantas semanas. Mientras el hombre esperaba que
ella tomara una decisión, pensó en lo que Max y Julietta harían en ese caso. Se
mostrarían comprensivos pero profesionales. Seguramente pedirían un descuento por
los fallos. Desde luego que demostrarían su descontento. Pero sabía que no era como
ellos y su instinto le decía que Robin ya había sufrido demasiado y no necesitaba que
ella lo pisoteara.
—Necesito garantizarle a mi chef que no habrá más problemas con las entregas.
¿Puede prometérmelo?
—Sí, ya he contratado a otra persona de absoluta confianza. No habrá más
errores.
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—Entendido. Me encargaré de este asunto y haremos borrón y cuenta nueva.
El alivio se reflejó en la cara del hombre. Un último tic apareció en su ojo antes
de levantarse para estrecharle la mano.
—Gracias, Carina. No sabe lo mucho que se lo agradezco.
—De nada. Buena suerte con su hijo. Comprendo que tenga el corazón
destrozado, pero estoy segura de que hará todo lo que esté en su mano para que salga
de esta. Contar con el apoyo de la familia es de muchísima ayuda.
El hombre asintió con brusquedad antes de abandonar el despacho.
Carina suspiró con el corazón apesadumbrado. Traer niños al mundo era correr un
tremendo riesgo por amor. Reconoció el valor y la honestidad de Robin.
Pasó otra hora mientras actualizaba las hojas de cálculo y esperaba a Max.
Cuando regresó, entró en el despacho muy cabreado. Aunque ni su aspecto
inmaculado ni su peinado perfecto ni su impecable traje gris revelaban su agitación.
Su corbata morada lucía un nudo perfecto y estaba recta. Sin embargo, tenía la cara
desencajada por la ira y sus ojos relampagueaban con un fuego azulado cuando soltó
el maletín sobre el escritorio.
—Tenemos un problema muy gordo. Necesito reunirme con Robin’s Organics.
«Uf, vaya», pensó ella.
Carina se levantó del sillón, rodeó el escritorio y se apoyó en él. Habló con voz
comedida y tranquila.
—Robin ya se ha reunido conmigo.
Max levantó la cabeza de golpe.
—¿De qué hablas? ¿Cuándo?
—Ha pasado por aquí mientras estabas en el local del río. Se ha retrasado en las
entregas de los pedidos de estas últimas semanas y temía perder la cuenta. He
hablado largo y tendido con él y hemos llegado a un acuerdo. Ya no habrá más
problemas.
En el mentón de Max apareció un tic nervioso. El olor almizcleño de su loción de
afeitado la envolvió.
—Acabo de tragarme un sermón de nuestro chef, y me ha insistido en que
cancelemos los servicios de este proveedor. ¿Qué excusa te ha puesto?
—Su hijo le ha dado problemas e iban cortos de personal.
Max enarcó una ceja con gesto desdeñoso.
—¿Y por qué tiene que ser problema mío? ¿Lo has amenazado? ¿Has conseguido
un descuento por sus meteduras de pata?
Escuchar sus preguntas la puso de los nervios y la enfureció.
—No me ha parecido necesario, Max. Lleva años trabajando con nosotros y
nunca habíamos tenido problemas graves. Todos atravesamos baches personales, y
las relaciones son fundamentales en los negocios. Echarle la bronca o insistir para
que nos hiciera un descuento no era lo adecuado en esta ocasión.
Max estaba perdiendo la paciencia a marchas forzadas. Soltó un taco y se pasó los
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dedos por el pelo. Carina detestaba ver cómo las ondas recuperaban su perfecto
estado. ¿De verdad era humano? ¿Cómo habían podido crear a un dios del sexo de
carne y hueso, y tan perfecto? El recuerdo de sus manos mientras la alzaba y la
estampaba contra la pared le provocó un nudo en el estómago y sintió la húmeda
evidencia del deseo entre los muslos, un deseo que reclamaba satisfacción. No
obstante, decidió concentrarse en lo que Max estaba diciendo. Le parecía que
mantenía una visión muy cerrada.
—Las relaciones son importantes, pero los proveedores respetan la fuerza. Si
dejas que se vaya de rositas una vez, sabrá que puede repetirlo. Te vuelvo a decir que
eres demasiado blanda. Tienes que echarle un par y aguantar el chaparrón.
Carina apretó los puños al escuchar ese tono tan paternalista.
—¿Echarle un par? —preguntó en voz baja—. Esto no tiene nada que ver con el
hecho de que sea blanda, tiene que ver con el hecho de que hay que promover la
confianza. Robin confía en que le demos esta segunda oportunidad, y eso inspira
lealtad y también el deseo de no volver a fallarnos. Es la primera regla en el mundo
de los negocios, Max, a lo mejor deberías refrescar la teoría.
Max dio unos pasos hasta que estuvieron cara a cara. Tenía la respiración agitada
y tuvo que contener el torbellino de emociones que estaba a punto a estallar. No iba a
consentir que ella perdiera los estribos con él en el despacho. Había llegado el
momento de que comprendiera con quién se está enfrentando.
—A lo mejor deberías decirle a nuestro chef que se olvide de los higos para la
fiesta de esta noche. ¿Qué te parece?
Ella se puso de puntillas y echó la cabeza hacia atrás.
—A lo mejor tú deberías echarle un par al asunto y decirle que somos nosotros
quienes tomamos las decisiones en La Dolce Maggie. Es un capullo ególatra y
siempre lo ha sido.
Max torció el gesto y dijo elevando la voz:
—Sus postres son excelentes.
—Compensa su falta de estatura con su mala leche y sus ridículas exigencias.
Solo lo estás consintiendo.
Max extendió las manos y la aferró de los brazos. Estaban tan cerca que ella
podía observar a placer la tentadora curva de su labio inferior, la perilla tan sexy que
le adornaba la barbilla y el brillo de sus ojos azules.
—El jefe soy yo, y también soy yo el que toma las decisiones finales.
—Es una pena que no tomes las adecuadas.
El aliento de Max le abrasó la boca. Carina entreabrió los labios. Sus dedos se le
clavaron con más fuerza en los brazos mientras él intentaba controlar su genio.
—Te veo muy suelta para alguien que se supone que está aprendiendo el negocio.
El deseo se apoderó de ella en un abrir y cerrar de ojos. Sintió los pezones tirantes
contra la seda de su blusa, anhelando el erótico roce de los dientes de Max. Cuando
habló, lo hizo en un susurro:
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—Pues oblígame a guardar silencio.
Max titubeó un segundo. Soltó un taco.
Y se apoderó de sus labios.
El beso fue ardiente, rápido y voraz. La lengua de Max se introdujo entre sus
labios y se adueñó de su boca mientras la levantaba y la sentaba en el escritorio.
Carina separó las piernas para dejarle espacio y se aferró a sus hombros. La falda se
le subió por los muslos y se acercó más al borde del escritorio para abrir todavía más
las piernas. Max se percató del movimiento, le subió la falda hasta la cintura, le cogió
los tobillos y la obligó a rodearle las caderas con las piernas.
Carina se dejó llevar por el beso mientras las sensaciones avivaban el deseo,
mojándole las bragas y enloqueciéndola. Max le devoró la boca como si fuera un
depredador hambriento que ansiara tragarse a su presa. Después de darle un apretón
en la sensible piel de la corva, subió la mano hasta llegar a las bragas blancas de
encaje. Capturó su gemido con los labios y le mordisqueó el labio inferior, tras lo
cual se lo lamió.
—Tengo que tocarte —susurró él—. Tengo que…
—Hazlo. Hazlo. Ya.
Los dedos de Max se colaron por debajo del elástico y encontraron su objetivo.
Carina gimió y arqueó la espalda al sentir la penetración y le clavó los talones. Max
le acarició el sensible clítoris con el pulgar y se lo frotó de forma enloquecedora. Ella
le tiró del pelo, separó todavía más las piernas y se dejó llevar hacia el orgasmo.
En ese momento alguien dijo a través del interfono:
—Max, tu cita de las dos acaba de llegar.
Max apartó la boca de la suya. Carina intentó que regresara para terminar el
trabajo, pero la expresión horrorizada de su cara hizo que lo soltara. La ausencia de
los dedos de Max la dejó vacía y dolorida. En el aire flotaba el olor de su deseo. Se
bajó del escritorio jadeando, se colocó bien la falda y se arregló la blusa. Después se
volvió para mirarlo.
—Joder, ¿qué coño estoy haciendo? —dijo Max—. No era mi intención.
La parte delantera de sus pantalones decía lo contrario. Harta de que negara la
explosiva atracción que sentían, ladeó la cabeza y clavó la mirada en su entrepierna
en un gesto elocuente.
—A mí me parece que sí.
—Carina…
—Déjalo, Max. Ve a tu reunión. Nos vemos luego.
Incapaz de soportar por más tiempo su negación y su sentimiento de culpa, salió
del despacho. Ah, sí, la cosa marchaba. Ya la había besado dos veces y era evidente
que quería más. Solo necesitaba convencerlo para que diera el salto. De alguna
manera tenía que arrastrarlo a territorio neutral para terminar lo que habían
empezado.
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Unas noches después, Carina estaba colocando la vajilla azul eléctrico en la mesa.
Menos mal que había terminado la semana. Desde su segundo encontronazo con
Max, parecía decidido a demostrarle que había cometido un error que no volvería a
suceder. «La mejor manera de subirle la autoestima a una mujer», se burló en
silencio.
Se volvió y vio el enorme bulto negro que reposaba sobre el respaldo de una silla.
Cruzó los brazos por delante del pecho y chasqueó la lengua.
—Dante, ya sabes las reglas. Bájate de la silla. —El enorme gato la miró con
expresión hastiada y se lamió una pata. Decidió usar un tono de voz autoritario—. Lo
digo en serio. Abajo. Ahora.
Dante meneó la cola, levantó la cabeza y siseó.
La voz de Maggie resonó por la habitación.
—Dante, corta el rollo. —El gato levantó la cabeza de nuevo y se bajó de la silla.
Con expresión disgustada se dirigió hacia Maggie para frotarle las piernas y
ronronear.
Carina suspiró.
—¿Cómo lo haces? Es el gato más desagradable, cabezón e insoportable del
mundo. Es el único animal que no me hace caso.
Maggie sonrió.
—Sí, lo sé. ¿A que es genial?
Las cenas de los viernes por la noche se habían convertido en una costumbre para
Carina, y le encantaban. Una semana quedaban en casa de Alexa y Nick, y a la
siguiente se turnaban y se reunían en casa de Michael y Maggie. Se había
acostumbrado a relajarse en el ambiente hogareño, alejada de la oficina.
Carina se sentó en uno de los taburetes de la cocina y empezó a preparar la
ensalada. Su cuñada intentaba no golpear la encimera con su vientre, algo que Carina
reconocía que tenía su mérito. La elegante falda roja y la camiseta de cuello de pico
le sentaban bien, y eran un atuendo adecuado como ropa premamá. Maggie
comprobó cómo iba el pan de ajo y bebió un sorbo de la burbujeante agua con gas
que tenía en el vaso.
—Cuéntame cómo vas con las citas. ¿Cuál fue la última? Fue Edward, ¿no?
Carina reprimió una mueca y añadió un puñado de aceitunas a la ensalada.
—Bueno, no salió muy bien. Tampoco es que fuese desagradable, pero no
conectamos.
Maggie hizo un mohín.
—La falta de química es una mierda. No sabes las citas que sufrí yo sin que
hubiera chispa alguna. Nada. ¿Algún otro candidato a la vista?
—Salvo en la oficina, no sé muy bien dónde conocer más hombres. ¿Qué hacías
cuando estabas soltera?
Maggie se echó a reír.
—Demasiadas cosas malas, justo lo que tú tienes que hacer. Te daré una lista con
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los clubes a los que puedes ir los fines de semana. Te acompañaría para ofrecerte
apoyo moral, pero nadie intentaría ligar contigo si llevas a una embarazada.
Resopló al escucharla.
—Seguro que ligarías antes que yo. Sigues estando genial.
Su cuñada se ruborizó, agradecida por el cumplido.
—Eres una hermana estupenda.
—Lo digo en serio, Maggie, tienes el atractivo sexual que yo siempre he querido
tener. ¿Cómo lo haces?
—¿Hacer el qué, cariño?
—Conseguir a tu hombre.
Maggie se dobló de la risa y soltó la sartén con el pan tostado en la encimera.
—Carina, ya tienes todo lo que te hace falta con ese cuerpazo tuyo. Solo tienes
que recordar una cosa: a los hombres les gustan las mujeres que van a por lo que
quieren. Si un hombre te atrae, saca a la tigresa que llevas dentro. No podrá resistirse.
—¿Eso crees?
—No, no lo creo, estoy segura.
La idea de ser ella quien se lanzara a la conquista la excitó. ¿Por qué no añadir
más leña al fuego e intentar conseguir lo que quería?
—Lo digo en serio, tienes que salir a bailar y a pasártelo bien. Hay muchos
hombres ahí fuera con los que puedes divertirte. Todas esas tonterías de que es mejor
que conozcas a hombres en las librerías y en la iglesia me cabrean.
Recordó el comentario de Max acerca de que buscara en la iglesia y tuvo que
morderse la lengua para no echarse a reír.
—O en el supermercado. A ver, ¿cuándo fue la última vez que se te acercó un
hombre para pedirte que comprobaras si su pan era fresco? —dijo Carina con cierta
ironía.
—¡O en el gimnasio! Vamos, no hay nada más sexy que una mujer sudorosa con
el maquillaje corrido mientras le tiembla todo el cuerpo. Si alguien te pregunta:
«¿Cuánto has levantado hoy, nena?», ¿cómo respondes?
—Y luego está la opción de internet, pero todavía no estoy preparada. No a
menos que sea como último recurso.
—Resérvalo para una emergencia. Alexa se lo pasaría en grande colgando tu
perfil.
—Te he oído. —La voz de Alexa les llegó desde la entrada.
El timbre sonó y escucharon voces en el pasillo.
—Ah, por fin llega Max. ¿Puedes abrir tú, Michael? —preguntó Maggie a voz en
grito.
Como seguía riéndose por la conversación con Maggie, Carina tardó un rato en
percatarse de la voz femenina. Llevada por la curiosidad, echó un vistazo.
Joder. Venía acompañado.
Observó cómo su futuro rollo de una noche entraba en la mansión con una mujer
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del brazo. Y no era cualquier mujer. Max solo salía con la flor y nata, y esa apestaba a
realeza y rancio abolengo. La melena pelirroja se rizaba como si fuera una obra de
arte sobre los hombros y su esquelética figura proclamaba su talla 32. Tenía unos ojos
verdes rasgados que lo miraban todo con una expresión somnolienta que rezumaba
sexo. Las uñas con manicura francesa y los tacones de aguja advertían a las demás
mujeres que se mantuvieran alejadas de su hombre. Y esa noche su hombre era Max.
Carina intentó no fulminarlos con la mirada mientras se escondía tras la puerta de
la cocina para espiarlos.
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Maggie—. Pareces cabreada.
Ella adoptó una expresión dulce y se obligó a sonreír.
—No, es que le estoy echando un ojo al ligue de la semana de Max. Esta parece
algo serio.
—Vaya, nadie me ha dicho que iba a venir con alguien esta noche. —Maggie
asomó la cabeza por la puerta de la cocina y vio que Max hacía las presentaciones de
rigor—. Ah, es Victoria Windsor. Su padre es un duque o algo así, así que pertenece a
la realeza, creo. Max ya ha salido varias veces con ella. Debe de haber vuelto a la
ciudad.
Carina parpadeó. Su odio aumentó hasta alcanzar proporciones épicas.
—Oh.
Su cuñada entrecerró los ojos y sacó las uñas.
—¿Quieres que me libre de ella? Dímelo y lo achacaré a la revolución hormonal.
Se le escapó una carcajada al escucharla.
—No, claro que no. Ya te he dicho que paso de Max.
Se escuchó un resoplido.
—Sí, y yo voy a venderte el puente de Brooklyn.
—¿Para qué quiero comprar un puente?
Maggie agitó una mano.
—Da igual. Siempre se me olvida que uso demasiados localismos. —Cogió la
ensalada de la encimera y la llevó al comedor.
Carina la siguió. La enorme estancia contaba con una larga mesa de cerezo, con
sillas de cuero, y un aparador a juego. El cristal relucía bajo las luces de la araña del
techo. Maggie cogió unas cuantas botellas de vino del mueble bar que había en un
rincón. La formalidad quedaba mitigada por las velas, por la luz atenuada y por las
maravillosas acuarelas de paisajes de la Toscana que colgaban de las paredes, así
como por el centro de flores frescas que adornaba la mesa. La mansión de soltero de
su hermano tenía muchas pinceladas femeninas, y a Carina le encantaba el contraste
entre la delicadeza y la masculinidad, entre la sencillez y la opulencia, que se
evidenciaba en toda la casa.
Alexa entró andando con dificultad y soltó un gemido.
—Me muero por una copa de vino, casi puedo saborearlo. Será mejor que me
llevéis una botella cuando vayáis a visitarme al hospital. ¿Quién acompaña a Max?
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—Parece ser la pregunta de la noche —contestó Maggie con sorna—. Se llama
Victoria y es la pareja actual de Max.
Alexa se estremeció.
—Está demasiado delgada. No me gusta.
La satisfacción inundó a Carina al escucharla. Cualquiera que no comiese lo
suficiente levantaba sospechas en la familia. Maggie se encogió de hombros.
—Pues yo me la encontré una vez y es bastante agradable. A lo mejor es una
señal.
Carina apretó los dientes. Joder, de haber sabido que iba a competir con una
dichosa princesa, al menos se habría puesto un vestido. Llevaba unos vaqueros, una
camiseta blanca y unas zapatillas Keds. Se puso de vuelta y media por parecer una
cría de doce años. Las mujeres que querían seducir a un hombre como Max tenían
que vestirse para la ocasión. Primer asalto para esa zorra.
Se escucharon unos pasos y Max apareció en el comedor. Volvió a hacer las
presentaciones y saludó a Carina con un gesto de la cabeza como si nunca se hubieran
metido la lengua en la boca.
—Carina, te presento a Victoria. Carina es una buena amiga.
Ella ladeó la cabeza al escucharlo.
—Sí, buenísima. Encantada de conocerte, Vicky.
La chica hizo una mueca al escuchar el diminutivo, pero Carina le reconoció el
mérito al ver que se limitaba a asentir con la cabeza.
—Es un placer conocer a la familia de Max. La última vez estuve muy poco
tiempo en la ciudad y solo pudimos asistir a unas cuantas fiestas formales, ¿no es
verdad, cariño? —Unas uñas rojo sangre le acariciaron el brazo—. Con suerte esta
estancia será más larga.
Max sonrió, pero la expresión risueña no le iluminó la mirada. Casi parecía…
resentido. Como si quisiera demostrar que nunca podría haber algo entre ellos dos.
Interesante. Se negaba a mirarla a la cara y le recordaba a los perros callejeros que
ella solía recoger, esos que ladeaban la cabeza para evitar el contacto visual. Para
evitar la realidad de su situación. Negar la verdad era algo muy habitual en todas las
especies.
Nick entró con un plato de penne al vodka.
—Espero que tengáis mucha hambre —dijo.
Carina se mordió el labio mientras Maggie y Alexa clavaban la vista en el palo
que era el cuerpo de Victoria, pero ella encabezó la avanzadilla al frotarse las manos.
—Traed los carbohidratos, chicos. —Maggie y Alexa sonrieron antes de sentarse
a la mesa. El instinto le decía a Carina que había un motivo de peso por el que Max
había llevado a Victoria esa noche y estaba dispuesta a averiguarlo—. Bueno,
Victoria, ¿a qué te dedicas?
—Ahora mismo estoy entregada al trabajo benéfico. Me licencié en Derecho en
Oxford, pero descubrí que ejercer la abogacía no era tan satisfactorio como ayudar a
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los demás. Cofundé un orfanato en Londres.
Max se incorporó en la silla como si estuviera a punto de hacer una presentación.
—Victoria tiene una educación excelente, pero también tiene los pies en el suelo.
Su fundación ayuda a cientos de adolescentes que no tienen ningún sitio adonde ir. En
determinado momento, las casas de acogida ya no les sirven y el sistema no les ofrece
apoyo.
Alexa asintió con la cabeza.
—Sí, como en El caballero oscuro: la leyenda renace, ¿no te acuerdas, Nick? En
la película, la fundación de Bruce Wayne explicaba el problema. Impresionante.
Nick soltó una carcajada por la habilidad de su esposa de relacionarlo todo con
libros, películas o poemas.
Victoria inclinó la cabeza y le dijo a Max:
—Cariño, me halagas. Pero yo cuento con un buen colchón para respaldarme. Tú
te abriste camino hasta la cima por tus propios medios, así que eres quien se merece
todas las alabanzas.
Carina se preguntó si le saldría una caries por el almíbar que destilaban. Sin
embargo, Max todavía no la había tocado. Y siempre era muy afectuoso, sobre todo
con alguien por quien sentía algo. ¿Cuántas veces lo había visto acariciar a sus
acompañantes? En cambio, con Victoria mantenía las distancias como si estuviera
cenando con la realeza en vez de con la familia. Tenía las manos apoyadas en la
mesa. El respeto y la admiración relucían en sus ojos, pero no había ni rastro de la
química necesaria para darse un revolcón con ella. Mmm, interesante.
Victoria habló un poco de su fundación benéfica y tampoco hizo ademán de
tocarlo. Parecían más amigos que amantes. La chispa de la atracción sexual estaba
totalmente apagada entre ellos, no parecía haber el menor rescoldo. Una mujer que no
quisiera meterse en la cama con Max tenía algún problema. ¿Sería frígida? Carina
aguzó sus dotes detectivescas y juró desentrañar el misterio.
Maggie desvió la conversación hacia Alexa.
—Bueno, ¿tenéis ya nombre para el bebé?
Nick asintió con la cabeza.
—Si es niña, la llamaremos María, por la madre de Alexa.
Carina suspiró.
—Qué bonito. ¿Y si es niño?
Nick miró a su mujer con expresión enfurruñada.
—Seguimos pensando.
Alexa se irguió y dijo:
—Si es niño, vamos a llamarlo Johan.
Nick se frotó la frente. Se hizo un breve silencio. Maggie puso fin a la pausa.
—Por el amor de Dios, ¿por qué? ¿De dónde leches has sacado ese nombre?
—Adivínalo —contestó Nick—. Tú la conoces mejor que nadie.
Carina miró a su cuñada mientras sopesaba todas las posibilidades, hasta que
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jadeó.
—¿Te has vuelto loca? Por el amor de Dios, ¡quieres llamarlo así en honor a
Johan Santana!
Alexa apretó los labios.
—Es un nombre precioso y no tiene nada que ver con los Mets.
Maggie soltó una carcajada y se limpió las lágrimas.
—Y una leche. Santana ha sido el primer lanzador de la historia de los Mets en
conseguir que el equipo contrario no golpeara una sola bola y tú intentas honrar su
gloria. Recuerdo aquella noche. Lloraste tanto que creía que te ibas a poner de parto.
Carina recordó haber oído hablar de la obsesión de Alexa con un equipo de
béisbol, los Mets de Nueva York, y también recordó su animadversión hacia el
equipo de Nick, los Yankees. Menos mal que a ella no le gustaban los deportes.
Parecía demasiado estresante, sobre todo a juzgar por la forma en la que Alexa
fulminaba con la mirada a su mejor amiga.
—No te metas conmigo, Maggie. Fue un momento digno de admiración. Nuestro
hijo debería sentirse orgulloso de llevar semejante nombre.
Nick resopló y se sirvió más vino.
—Por encima de mi cadáver —masculló—. Santana ha ido cuesta abajo desde
entonces y no ha tenido un buen partido en las últimas cinco temporadas. ¿Qué te
parece si le llamamos Derek?
Alexa soltó el tenedor de golpe.
—¡Ni de coña! Ningún hijo mío llevará un nombre en honor a Derek Jeter, so…
so… ¡amante de los Yankees!
Nick suspiró.
—Vamos a dejarlo para luego, cariño. ¿Has probado los calamares? Esta noche
me he superado.
Alexa masculló algo, pero empezó a comer de nuevo mientras Carina se
esforzaba por no reírse a carcajadas de las absurdas conversaciones de la pareja.
—¿Tienes algún proyecto activo en Nueva York o has venido para ver a Max? —
le preguntó Michael a Victoria.
—Mi padre está en la ciudad por negocios y me apeteció venir con él. Me
encantaría ir al teatro o a la ópera si consigo que Maxie se tome un respiro. —El
apelativo provocó unos cuantos resoplidos por la mesa—. El pobrecillo está
trabajando mucho con la nueva apertura. A lo mejor consigo engatusarlo para que se
tome unos días libres esta semana, siempre que el jefe me dé permiso.
—Claro, siempre que todo vaya bien puede tomarse unos días libres. Carina
puede ocuparse de todo.
—Qué bonito. ¿No es maravilloso trabajar con una buena amiga?
La sonrisa de Victoria era sincera y dejaba a la vista unos blanquísimos dientes.
Carina se sintió culpable. ¿Cómo podía juzgar a los demás por su aspecto? Victoria
parecía una mujer agradable e inteligente que, casualidades de la vida, tenía el
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aspecto de una supermodelo. ¿Era culpa suya? No. Decidió darle un respiro. Si Max
quería salir con ella, tal vez fuera lo mejor. Su constante necesidad de salir con
mujeres equivocadas la fascinaba, aunque parecía decidido a demostrar que había
cambiado.
Victoria empezó a hablar de un amigo suyo que la tenía preocupada.
—Richard ha sido mi apoyo durante años. Nuestros padres son muy amigos y
hemos crecido juntos. El pobre está pasando por un divorcio traumático ahora mismo.
Se casó con la mujer equivocada. Estoy haciendo todo lo que está en mi mano para
que supere el mal trago.
Maggie y Alexa murmuraron sus simpatías.
Carina captó el desesperado anhelo en la cara de la mujer al pronunciar ese
nombre. Richard.
—Qué pena —dijo al tiempo que pinchaba la pasta con el tenedor—. Pero tiene la
gran suerte de contar contigo.
Los ojos de Victoria relucieron un instante con expresión arrepentida.
—Sí. No dejo de repetírselo.
«¡Bingo!», exclamó para sus adentros.
Victoria estaba enamorada y seguramente el otro imbécil ni siquiera lo sabía. Con
razón se esforzaba tanto para hacer que la cosa funcionara con Max. Él nunca le
exigía demasiado a sus citas. ¿Había presión por parte de ella para formalizar la
relación? ¿O quería poner celoso a Richard? La empatía le provocó un nudo en el
estómago. Victoria estaba lidiando con la misma situación a la que ella se había
enfrentado: suspiraba por un hombre que la consideraba su hermana pequeña.
Patético. En fin, lo menos que podía hacer por ella era liberarla de Max y evitar que
cometiera un error fatal.
—¿Dónde está Lily? —preguntó Max mientras servía un poco de ensalada en el
plato de su cita antes de que esta le dijera que ya era suficiente. Una aceituna negra
cayó por el plato y rodó por el mantel. Victoria no hizo ademán de atraparla con el
tenedor. La forma en la que esa mujer despreciaba la comida entristeció a Carina.
—Está durmiendo en casa de los abuelos. La miman muchísimo y Nick pensó que
nos vendría bien disfrutar de una noche solo de adultos.
Nick dio un tironcito de uno de los ricitos de su mujer y le guiñó un ojo.
—Sí, a lo mejor hoy conseguimos mantenernos despiertos más allá de las diez.
Bonito sueño.
Carina se echó a reír.
—La paternidad te cambia.
—Joder, y tanto que sí —comentó Michael—. Por eso tienes que disfrutar
mientras estás soltero. Max y Carina están en lo mejor de sus vidas. —Dio un
respingo cuando Maggie le asestó un buen puñetazo en el brazo—. Es broma, cara.
Bastante me torturaste antes de casarnos. No cambiaría absolutamente nada de lo que
ha sucedido, pero debes admitir que la vida de soltero parece casi perfecta.
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Ella asintió y Michael le sostuvo la mano para besarle la palma.
Una oleada de puro anhelo abrumó a Carina. Se llenó la boca de pasta con la
esperanza de poder al menos alimentar su hambre física. Victoria se golpeó los labios
inyectados de bótox con el tenedor en un gesto reflexivo.
—Me muero por tener niños —anunció—. Estoy cansada de esta sucesión de
citas y de fiestas. ¿No te parece, Max?
Max se ruborizó bajo la atenta mirada de todos. Carina contuvo el aliento.
—Claro. —Ella parecía a la espera de que añadiera algo—. Me gustaría sentar la
cabeza en el futuro.
Victoria le miró a los ojos.
—¿En el futuro? ¿Qué quieres decir? ¿De cuánto tiempo estamos hablando?
Sabes que mi padre necesita que me case pronto, ¿verdad?
Alexa y Maggie soltaron los cubiertos. Incluso Nick y Michael se inclinaron hacia
delante para escuchar su respuesta.
Max carraspeó y cogió la copa de vino. Bebió un sorbo, pero el silencio seguía
siendo muy tenso en la mesa. Como un lobo acorralado, recorrió las caras de los
presentes con la mirada antes de clavarse en la suya.
El fuego brotaba de esos ojos azules, tan ardiente que abrasaba. La verdad golpeó
a Carina con fuerza. Max ansiaba que Victoria fuera la elegida. Pero no lo era.
Tampoco sabía que estaba enamorada de otro. Tal vez percibía su evidente
distanciamiento y había decidido que era otra apuesta segura.
Carina se relajó poco a poco y empezó a disfrutar del espectáculo.
—Max adora a los niños —comentó—. Su madre lleva diciéndole que siente la
cabeza desde hace bastante tiempo. Pero ¿dónde viviríais?
Max emitió un extraño sonido ronco, pero guardó silencio.
Victoria se lanzó.
—Bueno, tendríamos que hablarlo. Yo necesito estar en Inglaterra durante unos
cuantos meses al año, pero el resto del tiempo podríamos estar aquí en Nueva York.
Por supuesto, también visitaríamos Italia para poder conocer a la madre de Max. No
te parece maravilloso, ¿cariño?
—Sí, claro. Algún día.
—¿Cuándo?
Carina se vio obligada a contener una risilla. Por fin había visto a un hombre
hecho y derecho en pleno ataque de pánico.
—Pronto. —Max cogió una servilleta, se limpió la boca y se levantó—. Esto…
disculpadme un momento. Vuelvo enseguida.
Salió al pasillo y desapareció. Victoria se apartó, sorprendida.
Carina se levantó de la mesa.
—Si me disculpáis un momento, ahora vuelvo.
Salió en su busca.
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Max cerró la puerta de la biblioteca. ¿Qué le pasaba?
Apretó los puños y se los llevó a los ojos. Victoria era la mujer perfecta. Era
guapa, inteligente y quería formar una familia. Siempre había disfrutado de su
compañía cuando iba a la ciudad. Demostrar que Carina no llevaba razón era
importante. Sus palabras se burlaban de él mientras resonaban en su cabeza como una
perversa broma.
«Siempre escoges a la mujer equivocada.»
Imposible. En algunos casos podría ser cierto, pero Victoria por fin había
demostrado que no llevaba razón. Así que, ¿por qué no sentía una conexión real ni
deseo alguno de llevar la relación al siguiente nivel?
Recordó el momento en que la tenía encima del escritorio, cuando la penetró con
los dedos y sintió su húmeda calidez. Recordó cómo le clavó los talones en la
espalda. El dulce y atrevido sabor de su boca y el olor de su deseo. Subirle esa falda
de tubo hasta la cintura había sido su mejor fantasía hecha realidad. Si no los
hubieran interrumpido, la habría hecho suya allí mismo.
Dios, una vez tenía un pase. A duras penas. ¿Dos?
Se había ganado un lugar de honor en el infierno.
Un toquecito en la puerta fue el único aviso.
Hizo un mohín al percibir el fresco olor a pepino y a rosa. Sintió un escalofrío en
la espalda. El ambiente tan erudito y relajado de la biblioteca se llenó de repente de
electricidad. La suela de goma de sus zapatillas enmascaraban su avance, pero su
calor corporal era como un fuego a su espalda. La odiaba por comerle la cabeza.
La odiaba por hacerle desear cosas.
Se volvió para mirarla.
—Ya voy —dijo—. Solo necesitaba un momento.
Ella se acercó más. Él retrocedió. Se fijó en el asomo de sonrisa que había
aparecido en sus labios.
—¿Qué te ha provocado el ataque de pánico: la idea del matrimonio o la de los
niños?
Aceptó la pulla como un hombre.
—No lo sé.
Max se esperaba un comentario sarcástico, pero la vio asentir con la cabeza como
si lo entendiera.
—Te comprendo.
Cruzó los brazos y la miró.
—Vamos, ¿no vas a despedazarla?
Carina tuvo la audacia de aparentar sorpresa.
—¿Por qué? Si te gusta, me alegro por ti. La verdad es que parece muy agradable,
una vez que se pasan por alto sus limitaciones alimentarias.
La facilidad con la que aceptaba que saliera con otras mujeres era casi un insulto.
¿Por qué quería estamparla contra la pared y demostrarle que ella significaba algo
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para él?
—No podrás encontrarle una sola falta. Ya lo he comprobado: le encantan los
animales.
—Estupendo.
—Es una firme defensora de las obras benéficas. Es capaz de dirigir un negocio.
Tiene una familia maravillosa. Ya te digo que es perfecta.
Vio que a Carina le temblaban un poco los labios.
—Me alegro por ti. Ojalá que te comprometas y sientes la cabeza. Mejor que lo
hagas tú a que lo haga yo. Pienso divertirme un poco. Disfrutar del sexo salvaje
ahora. Los niños vendrán después.
Se irguió, muy atento. Sus voluptuosos labios pronunciaban las palabras como si
fueran un manjar. Sexo. Salvaje. La rabia le formó un nudo en el estómago.
—Deja de decir chorradas de ese tipo.
—¿Por qué? No pueden incomodarte más que lo que ocurrió hace unos días.
Dio un respingo al escucharla. Dado que se moría por repetir la experiencia, se
obligó a decirle lo contrario.
—Fue un error. —La voz le salió estrangulada—. En ambas ocasiones.
—Eso lo dirás tú.
El tono pensativo de sus palabras le retorcieron las entrañas. ¿Cómo era posible
que una mujer con zapatillas Keds pudiera hacerse con el control de la situación? Su
cuerpo y su mente era un ataque frontal a su fuerza de voluntad. Se aferró a su último
cartucho.
—Cualquier relación física entre nosotros sería la peor de las traiciones, ¿no?
La antigua Carina se habría sonrojado y habría empezado a tartamudear. Lo
habría mirado como si fuera Dios y se habría ido. La nueva Carina acortó la distancia
que los separaba y alzó la barbilla. Su metro sesenta vibraba de poder femenino.
—¿Lo sería? —susurró ella.
Una erección le tensó los pantalones, poniendo en tela de juicio sus palabras.
Dado que toda la sangre se había concentrado en el mismo punto, tardó un par de
segundos en responder.
—Sí, lo sería.
—Qué pena.
—No me vengas con jueguecitos, Carina. No podemos acostarnos. Aquella noche
en mi casa fue un error garrafal. Como el encuentro del despacho. Todavía me siento
culpable.
Esos ojos oscuros rebosaban misterio y secretos que se moría por desvelar. Vio
cómo su lengua surgía de entre sus labios para humedecerse el labio inferior. Tenía
una expresión traviesa en la cara.
—Siento chafarte las ilusiones, Maxie. Pero solo busco a un chico malo con el
que jugar.
La inocente camiseta blanca y las ridículas zapatillas solo lo instaban a desear
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arrancarle la ropa para revelar esas curvas de sirena. Su sabor lo atormentaba. Y,
como si fuera consciente de ese hecho, ella se inclinó hacia delante, de modo que su
aliento le rozó los labios de forma incitante.
—¿Quieres jugar?
Pasó un segundo. La sangre se le acumuló en la polla y empezó a escuchar un
zumbido. Era un hombre experimentado, un maestro del arte de la seducción. Pero
ese torbellino lo había noqueado. Su cabeza no dejaba de gritar: «¡Joder, sí!».
—No puedo. —Las palabras se le atascaron en la garganta—. Estoy saliendo con
Victoria.
Carina se apartó muy despacio. Se encogió de hombros.
—Entendido. Respetaré tu relación y no te molestaré más. —Se encaminó hacia
la puerta, contoneándose con elegancia. La voluptuosa curva de su trasero se despidió
de él con un gesto travieso—. Una cosilla más, algo que deberías saber.
—¿El qué?
—No pierdas de vista a Richard.
Frunció el ceño al escucharla.
—Richard es amigo suyo. No hay nada entre ellos. Ahora mismo se está
divorciando.
—Está enamorada de él. Siempre lo ha estado. Siempre lo estará. Pregúntaselo.
—Le guiñó el ojo—. Nos vemos fuera.
Max permaneció inmóvil mientras se preguntaba si su vida se había convertido en
un auténtico infierno.
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—Te necesito en Las Vegas. Mañana.
Max gruñó, tiró el vaso de café frío a la papelera y abrió el último cajón en busca
de algo decente para beber. Tras sacar dos vasos de chupito, sirvió la grappa, le
ofreció uno a Michael y alzó el suyo a modo de brindis.
Un trago rápido y el licor bajó por su garganta, ardiente y suave.
—Michael, me vas a matar. Tengo la inauguración en New Paltz la semana
próxima y ¿quieres que me vaya ahora?
Michael se pasó los dedos por la cara, un gesto habitual cuando estaba frustrado.
—Lo siento, amigo. No me gusta hacerte esto. El hotel Venetian de Las Vegas
está interesado en nosotros y necesito a alguien que cierre el acuerdo. Sawyer Wells
está ahora al frente del hotel. ¿No sois amigos?
—Sí, nos conocemos desde hace años.
—Bien. Había pensado ir en persona, pero mi madre ha decidido adelantar el
viaje. No puedo irme esta semana.
Max frunció el ceño.
—¿Va todo bien?
—Sí, pero Maggie no puede viajar en su estado y no quiero dejarla sola. Mi
madre llega mañana. Quiere ver a Maggie antes de que dé a luz.
—¿Cómo está? ¿Sigue teniendo problemas con el corazón?
Michael negó con la cabeza.
—Hay que controlarla, pero Julietta dice que está muy bien. El médico la ha
sometido a un reconocimiento y dice que no tendrá el menor problema por hacer un
viaje tan largo. Necesito que te quedes unos días en Las Vegas y que cierres el trato,
Max.
El aludido asintió con la cabeza.
—De acuerdo.
La expresión de Michael se relajó y soltó un hondo suspiro.
—Gracias. Yo me encargo de cualquier cosa que surja aquí. Ah, Carina te
acompañará.
Max se levantó del sillón como si le hubieran prendido fuego.
—¿Cómo? ¡Ni hablar!
Su amigo lo miró confundido.
—¿Por qué?
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Max decidió pasearse de un lado a otro del despacho para aliviar la repentina
tensión que se había apoderado de todos sus músculos.
—No está preparada para algo así. Necesito concentrarme y no puedo pasarme el
día preocupado por ella.
Michael se acomodó en el sillón y agitó una mano en el aire.
—Lo entiendo. Pero no hace falte que seas su niñero. —Sonrió—. Siento que las
cosas con Victoria no funcionaran, pero te apuesto lo que quieras a que en un par de
días tienes a una preciosa bailarina de Las Vegas colgada del brazo. Carina no será un
estorbo. Es una oportunidad para que aprenda y vea cómo se levanta el negocio desde
la fase inicial. Necesita ver todos los pasos y, además, así podrá ayudarte con el
papeleo, los trámites y demás. Puedo decirle a Edward que te acompañe. Es un
magnífico representante y puede ayudar a dejar claro nuestro compromiso.
El licor se le subió a la garganta de repente, ahogándolo. Tosió con fuerza al
tiempo que todo comenzaba a darle vueltas. Michael se levantó para darle unas
palmadas en la espalda.
—Edward no —logró decir—. He tenido unos… esto… unos problemillas con él.
—¿Debo intervenir?
—¡No! No, lo tengo controlado. No necesito que venga nadie más. Puedo
apañármelas. Todo saldrá bien. Cerraré el trato en persona. A estas alturas no
necesitamos que intervengan más departamentos.
—Sí, sé que puedes hacerlo. —Michael le colocó una mano en el hombro—. Esta
empresa no sería lo que es sin ti, amigo mío. Gracias por estar siempre ahí.
De repente, recordó la imagen de Carina apoyada contra la puerta con el vestido
levantado. El sudor le cubrió la frente.
—De nada.
—Le diré a Carina que se prepare para volar mañana a primera hora. —Abrió su
maletín y sacó un grueso informe—. Aquí tienes la documentación. El jet estará listo
para despegar a las nueve.
Max soltó un bufido en cuanto la puerta se cerró tras Michael. Sí. El universo se
había vuelto en su contra desde aquel momento de placer arrollador con la única
mujer a la que no podía tocar. Y para colmo tenía que pasar unos días con ella en Las
Vegas. A solas.
Luchó contra el pánico. A lo mejor estaba sobreestimando su encanto. Carina no
había hecho la menor referencia a la noche en cuestión desde que le hizo aquella
advertencia. Todavía tenía el ego tocado por no haber sido capaz de ver que su
Victoria estaba enamorada de otro. De un hombre que él conocía. Y lo peor de todo
era que entre ellos no existía la menor química sexual. En su desesperación había
llegado al extremo de forzar dicha química, pero dada la necesidad de Victoria de
casarse por culpa de las presiones de su padre, se había sentido atenazado por el
pánico. Su larga conversación dio frutos, ya que por fin admitió lo que de verdad
sentía por Richard. Max la besó en la frente y le deseó suerte, con la esperanza de
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haberla convencido de que diera el salto y fuera en busca del hombre al que quería.
En cuanto a Carina, fingía que no había sucedido nada entre ellos. Actuaba con
jovialidad. De forma amistosa. Alegre. Como si jamás le hubiera metido la lengua en
la boca y nunca le hubiera pellizcado un pezón, por no hablar de otras cosas.
«¡Ya vale!»
Iban a Las Vegas por negocios. Carina quería aprender. No había motivo alguno
para asustarse por la idea de pasar unos días con ella.
La atracción de cerrar un nuevo trato lo emocionaba. Al cuerno con todo. Le
encantaba Las Vegas. El calor. La adrenalina. El pecado. Vería a su amigo, jugaría al
póquer y haría lo que mejor se le daba. Cerrar un trato y buscarse a una mujer para
estar entretenido. Alguien que lo ayudara a olvidar a Carina y que lo devolviera al
terreno de juego.
Cogió el informe y empezó a trabajar.
Carina intentó con todas sus fuerzas no dar saltos de alegría en su asiento como si
fuera una niña, pero le estaba costando mucho. La limusina circulaba por las calles de
Las Vegas y ella tenía el cerebro cortocircuitado. Esa ciudad vivía por un solo motivo
y lo dejaba claro allá donde se mirara: el placer. Era un lugar para perderse, para
abandonar las inhibiciones y para llevarse por fin a Max a la cama.
Bienvenida a Las Vegas.
Max la miraba con mal disimulada sorna, algo que no le importaba.
—¿Podemos ir a ver a Celine Dion?
Max torció el gesto.
—Joder, no.
—¿Y al Cirque du Soleil?
Hizo un mohín.
—A lo mejor. Si estoy lo bastante borracho.
Carina le sacó la lengua y él se echó a reír.
—Me niego a dejar que tu cinismo me estropee la diversión. He soñado muchas
veces con venir a Las Vegas y aquí estoy. ¿Es verdad que las bailarinas y las coristas
se pasean prácticamente desnudas por ahí?
—Sí.
—¿Cuántas veces has venido?
Max se relajó en su asiento y Carina disimuló el deseo que le provocaba mirarlo.
Llevaba un traje oscuro con gemelos de oro hechos por encargo en los puños de la
camisa y se había peinado con gel fijador. Todas las mujeres se volvían para mirarlo,
incluso lo hizo una bailarina. Poseía una elegancia animal rodeada de un aura
civilizada. La llamativa corbata roja dejaba entrever lo que se ocultaba bajo la
superficie, y Carina ardía en deseos de arrancársela allí mismo, en la limusina, bajar
la pantalla tintada y recrear al detalle una de sus fantasías más ardientes. En cambio
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siguió sin moverse, escuchando su respuesta.
—Unas cuantas por negocios. Algunas por placer.
—Me imagino. ¿Ninguna boda vestido de Elvis que luego hayas tenido que
anular?
—Qué mala eres.
Carina sonrió y sacó la cabeza por la ventana, arrojando al viento la sofisticación.
El aire bochornoso de la ciudad inundó sus pulmones y le enredó el pelo, pero no le
importó. Al llegar al hotel Venetian se echó a reír nada más ver el falso decorado
italiano. Esbeltas esculturas de mármol, un sinfín de fuentes con chorros de agua y
frondosas plantas verdes que la invitaban a caminar hasta la majestuosa puerta.
Aunque esperaba un toque hortera en los hoteles de Las Vegas, lo cierto era que el
mobiliario le otorgaba al lugar un aire elegante.
Michael se detuvo al llegar al mostrador de recepción. Mientras tanto, ella no
paraba de mover la cabeza para absorber la imagen completa de la entrada al casino.
Una gigantesca esfera dominaba el centro del lugar, rodeada de altísimas columnas y
de bóvedas de cañón. El techo rivalizaba con la capilla Sixtina de Miguel Ángel. La
intensa mezcla de texturas, colores y lujo aturdió sus sentidos de forma placentera.
Una vez que les dieron la llave, los acompañaron hasta la torre. Subieron,
subieron y subieron como si estuvieran en el cuento de Las habichuelas mágicas. En
cuanto se abrió la puerta del ascensor, teclearon el código de acceso y accedieron a la
suite Penthouse.
Carina jadeó.
Sabía que Michael y Max eran muy ricos. Puesto que sus orígenes habían sido
humildes, había visto cómo crecía el imperio familiar hasta un punto en el que ya no
hubo que preocuparse por las facturas, por el vicio de Venezia con los zapatos o por
pagar los estudios universitarios. Aunque renovaron la casa de arriba abajo, ella
siguió protegida en Bérgamo. Siempre en el mismo entorno. De manera que su
personalidad siguió siendo la misma, ajena al éxito familiar y al dinero.
Sin embargo, la suite que veían sus ojos la dejó pasmada.
El salón al que se accedía desde el ascensor contaba con un sofá gris pizarra, un
sillón y preciosos muebles de madera de cerezo. Las exquisitas paredes estaban
decoradas con cuadros de paisajes italianos. A través de los ventanales se veía la
ciudad en toda su extensión. Carina era incapaz de hablar mientras recorría toda la
estancia, reparando en el completo bar, en el jacuzzi y en la enorme cama con sus
numerosos cojines que le provocó el deseo de estirarse en ella para echarse una siesta.
—Creo que tengo que pedirle un aumento de sueldo a Michael —dijo.
Max se echó a reír.
—Cara, la empresa también es tuya. Eres parte de la familia, así que todo te
pertenece en parte, incluso el dinero.
—No me resulta cómodo aprovecharme de algo que en realidad no me he ganado
—comentó con sinceridad—. Quiero ganarme el derecho a disfrutar del dinero.
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La expresión de Max se suavizó y por un instante sus ojos azules brillaron con un
feroz orgullo.
—Lo sé. Tienes carácter, algo de lo que carecen muchas mujeres de hoy en día.
Carina resopló.
—Max, muchas mujeres tienen carácter. Lo que pasa es que tú solo te fijas en las
equivocadas.
—¿Podemos darle hoy un descanso a mi fallida lista de relaciones?
—Claro —respondió ella, con una mirada culpable—. Siento lo de Victoria.
Max se encogió de hombros.
—Tenías razón. Como siempre. Al menos, ahora va detrás del hombre que
realmente le importa. —Cambió de tema de forma deliberada y señaló la puerta
adyacente—. Voy a enseñarte tu dormitorio.
Se acercó a la puerta, tecleó el código de acceso y la abrió. Carina entró y
descubrió una suite similar a la anterior, con una cama para ella sola y un baño. Tras
soltar un chillido emocionado, se quitó los zapatos e hizo algo que llevaba deseando
hacer desde que salieron del ascensor.
Corrió a toda velocidad y se arrojó a la cama. Tumbada sobre el mullido colchón,
suspiró y se desperezó, encantada con la comodidad de los cojines y la suavidad de la
colcha.
—Estoy en el paraíso —afirmó.
Max se detuvo al lado de la cama y sonrió.
—Siempre te ha gustado saltar. ¿Te acuerdas de aquel día que estábamos en casa
de tu primo Brian y monté aquel chisme espantoso para que pudieras fingir que
estabas compitiendo en la final olímpica de gimnasia?
Carina se echó a reír.
—¡Madre mía, es verdad! Intenté saltar por encima, pero lo hiciste demasiado
alto y me rompí la muñeca.
—Pensé que me pasaría meses castigado, pero cuando volviste del médico, nadie
mencionó más el tema.
Carina se incorporó sobre un codo y apoyó la cabeza en la palma de la mano.
—Porque nunca lo dije.
—¿Cómo?
El recuerdo la hizo sonreír.
—Sabía que si lo hacía, te metería en problemas. Joder, Michael y tú cargabais
con la responsabilidad de que no me pasara nada. Le dije a mi madre que fui yo quien
construyó el chisme.
Max la miró en silencio un buen rato.
—¿Mentiste para protegerme?
La pregunta que Max susurró le provocó una extraña sensación en el abdomen.
La miró como si la viera desde una nueva perspectiva, pero fue incapaz de decidir si
eso era algo bueno o malo. Tal vez no fuera buena idea sacar el tema de la infancia si
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quería que su plan para seducirlo tuviera éxito. Lo mejor sería cambiar de táctica de
inmediato.
—Quiero cambiar el espantoso futón que hay en el apartamento de Alexa.
Túmbate y dime qué te parece este colchón.
Max dio un respingo y retrocedió un paso.
—No. No estoy seguro de lo que pretendes.
—Venga ya, si es muy grande. Además, no tengo piojos. Acuéstate aquí y dime si
es mejor que el colchón que tienes en tu casa.
Max frunció el ceño.
—¿Y cómo sabes qué tipo de cama tengo?
—No lo sé, pero me da la impresión de que te encanta estar rodeado de lujos y he
supuesto que debes de tener una cama bien grande. No te imagino en uno de esos
dormitorios de soltero con estampados de cebra y altavoces ocultos mientras escuchas
«Let’s Get It On» de Marvin Gaye, ¿o sí?
Max se alejó, espantado.
—¿Cómo sabes ese tipo de cosas? Esa imagen es tan espantosa que no sé ni por
dónde empezar a criticarla.
—Me alegro. Un chico con el que salía tenía un dormitorio así. Cerró la puerta al
entrar, pulsó un botón y empezó a sonar esa canción tan horrible para ponerme en
situación.
Max se acercó de nuevo.
—Espero que no le dieras lo que quería. Mucho menos después de usar ese truco
tan barato.
Carina sonrió.
—No, no me impresionó. —Alargó un brazo, cogió uno de los cojines y le hizo
un gesto para que se tumbara a su lado—. Solo un minuto. Dime qué te parece.
—Carina…
—Olvídalo, no vaya a ser que se te arrugue el traje.
El comentario dio en el blanco. La expresión de Max se tensó como si le hubiera
lanzado un desafío. Puesto que jamás había sido capaz de resistirse a uno, se quitó los
zapatos. Carina contuvo una risilla tonta cuando lo vio colocarse con esmero
manteniendo las distancias con ella.
—Bueno, ¿qué te parece?
Max suspiró.
—Me resulta increíble que estemos comparando camas. Tengo la impresión de
estar en un anuncio de colchones.
Carina empezó a saltar sobre el colchón, pero sin incorporarse.
—Es firme, pero mullido. Las sábanas son carísimas, seguro que tienen muchos
hilos. Y los cojines son perfectos.
—Los cojines son espantosos. A los hombres no nos gustan los cojines ni los
almohadones, son agobiantes.
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—¿En serio?
—Sí, pero el grosor del colchón es estupendo. Firme, pero lo bastante cómodo
para…
—El sexo.
Max tensó todos los músculos del cuerpo. Carina contuvo el aliento mientras lo
veía volver la cabeza. Sus miradas se encontraron y fue consciente de que se
estremecía por el intenso deseo de colocarse sobre él, besarlo en la boca y dejarlo
hacer lo que quisiera. Vio que se le dilataban las pupilas y que tensaba el mentón.
Esperó. Se acercó un centímetro, asegurándose de que la camisa se le abriera para
dejar a la vista parte del canalillo. Con gran disimulo para que el movimiento no
pareciera deliberado, dobló una rodilla y la falda se le subió de forma indecente por el
muslo. Se dejó envolver por su maravilloso olor a loción de afeitado, limón y jabón,
que la embriagó con más fuerza que cualquier perfume de marca.
La tensión aumentó, cargando el ambiente entre ellos.
Carina esperó.
—Iba a decir para dormir —replicó Max, que se puso de lado para levantarse y
mirarla con gesto de desaprobación.
Carina se sentía frustrada y molesta por el palpitante deseo que sentía entre los
muslos. Hizo un mohín.
—Mentiroso —susurró.
Max se movió a la velocidad de la luz.
De repente, Carina se encontró tumbada de espaldas con él encima. Una de sus
rodillas le presionó los muslos para que los separara. La atrapó por las muñecas y la
obligó a levantar los brazos por encima de la cabeza mientras se colocaba sobre ella.
Dejó la boca a escasos centímetros de sus labios al tiempo que sus ojos la miraban
echando chispas, un fuego que prendió su deseo al instante. Carina se relajó bajo la
fuerza de su dominio, ansiosa por entregarse a su capricho y a su placer. Las fantasías
eróticas ocultas en su mente cobraron vida y afloraron al instante.
—Cara, estás jugando con fuego —le advirtió en voz baja, pero con un deje
acerado—. Has desafiado a un hombre que juega en la liga profesional y tal vez
acabes arrepintiéndote.
Sus palabras le provocaron tal satisfacción que se le subió a la cabeza de golpe.
¡Por Dios! Estaba tan cachonda que iba a derretirse allí mismo. Eso era lo que
deseaba, la parte sexual y dominante de Max, capaz de llevarla al orgasmo con un
roce de sus maravillosos dedos. Levantó la barbilla y enfrentó su mirada sin flaquear.
—A lo mejor ya he jugado en la liga profesional y me ha gustado la experiencia.
—¿Quién miente ahora? —Max inclinó la cabeza y le mordisqueó la barbilla.
Carina se estremeció y contuvo el gemido que amenazaba con abandonar su
garganta. Max le dio un lametón y ella arqueó la espalda.
—Te crees capaz de controlar el resultado —siguió él—, pero calentar a un
hombre que te desea no es aconsejable. Te creía más lista, niña.
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—¿Alguna vez te has parado a pensar que tal vez quiera más de lo que un hombre
puede soportar? —Sus atrevidas palabras no resultaron tan efectivas como pensaba
porque Max le mordisqueó el lóbulo de una oreja, arrancándole un jadeo—. Siempre
has estado equivocado, Max. No soy yo quien no puede manejarlos. —Lo miró con
una enorme sonrisa, desafiándolo—. Son ellos quienes no pueden manejarme a mí.
Max levantó la cabeza. La tensión crepitaba en el aire.
—Vamos a descubrirlo, ¿te apetece?
La besó en la boca. Fue un beso de castigo; una lección para que aprendiera; la
expresión de un arte que dominaba: el control.
Carina se juró que le demostraría que estaba equivocado.
Sus manos le sujetaban con fuerza las muñecas mientras seguía besándola, de
modo que suplicó que la liberase. No obstante, lo que acabó suplicando fue más.
Quería más mientras arqueaba la espalda para pegarse a él, mientras su lengua salía al
encuentro de la de Max y su ansia por dominarla. Se rindió por completo y disfrutó
de cada segundo que pasaba. Sintió que se le endurecían los pezones, que se tensaban
contra la camisa. Sabía que estaba mojada, y trató de separar más las piernas para que
Max se acomodara entre sus muslos. Al final, lo escuchó mascullar una palabrota
justo antes de que le subiera la falda para separarle las piernas todo lo posible.
Siguió besándola en la boca mientras con la mano libre la acariciaba un muslo
hasta detenerse sobre sus bragas mojadas. Carina gimió y le mordisqueó el labio
inferior, alentándolo con su cuerpo y…
De repente, se encontró sola.
Trató de recuperar el aliento y la cordura. Max permanecía de pie junto a la cama.
La miraba con los ojos abiertos como platos por el horror y por algo más, por algo
peligroso y erótico que acababa de cobrar vida. Carina se sentó, se echó hacia atrás el
pelo enredado y no hizo el menor intento por colocarse la ropa.
—¿Qué ha sido eso? —masculló Max, furioso—. ¡Se suponía que debías
apartarme, no ponérmela dura!
Carina replicó como un pitbull cabreado.
—¿Quién narices te crees que eres para desafiarme y luego tirar la toalla? Max,
no me asustan tus demostraciones. Te he dicho que estoy lista para dar un paso más.
—¡Dios mío! Estás loca y te estás buscando un problema. No puedo más. Te
sacaré un billete para el primer vuelo que salga de aquí.
Con el deseo aún corriéndole por las venas, Carina lo miró y le soltó:
—¿Y qué te gustaría que le dijera a Michael cuando llegue a casa?
Max se dio media vuelta y se pasó los dedos por el pelo.
—Me merezco que Michael se entere. Lo he traicionado.
—¡Por el amor de Dios, vale ya! Mi hermano no tiene por qué saber con quién me
acuesto. Estás actuando como si estuviéramos en la Edad Media y tuvieras que luchar
para defender la pérdida de mi honor. Las pobres mujeres seguro que jamás
experimentaron un orgasmo por culpa de todos esos hombres y su afán por
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defenderlas.
Max gimió como si estuviera dividido entre la risa y el espanto. Carina estaba
disfrutando de su repentina pérdida de control mientras se esforzaba por comprender
cómo debía lidiar con ella. Max se aferraba a la imagen de la niña que conoció en el
pasado, pero ya era hora de que viera la realidad y decidiera si la quería. Si la
deseaba.
—Te vas a casa. Yo me encargaré de Michael.
—No. —Se levantó de la cama, se alisó la falda y se colocó bien la camisa—. No
me voy a casa. He venido para aprender cómo se cierra un importante acuerdo
comercial y eso es lo que haré. Pero quiero que reflexiones sobre una cosa, Max.
Podemos disfrutar de una noche juntos. De una sola noche. Así liberamos la tensión,
disfrutamos del sexo y después seguimos siendo amigos.
Max meneó la cabeza y retrocedió como si temiera que pudiera abalanzarse sobre
él.
—No puedes hacer eso. No soy el hombre adecuado para ti.
—Lo sé. —Carina decidió disimular el dolor que le causaban sus palabras y
aceptar el desafío de tenerlo una sola noche. Así podría saciar el deseo que la
acompañaba desde hacía años, tras lo cual pasaría página—. Ya no estoy colada por
ti, pero tengo necesidades sexuales que me gustaría satisfacer. Me han protegido
durante toda la vida, pero ya soy una mujer hecha y derecha. Es hora de que lo
aceptes.
La erección que sufría Max y el obvio conflicto que se libraba en su interior le
dieron la confianza que necesitaba. La deseaba. Pero tenía miedo de arriesgarse.
Carina se decantó por presionarlo con la verdad.
—Voy a pasar página, Max. Busco una relación sexual madura que me satisfaga.
Nada a largo plazo. Acabo de extender las alas y ningún hombre va a cortármelas tan
pronto. Tú y yo nos atraemos, nos respetamos y tenemos un vínculo que nos une.
¿Por qué no disfrutar de un rollo de una noche? En Las Vegas. Donde nadie nos
descubrirá.
Max apretó los dientes. El deseo ardía en sus ojos. Bien. Lo había tentado. Eso
era lo único que necesitaba de momento. Acortó la distancia que los separaba y lo vio
contener el aliento. El poder de su femineidad vibraba en su interior. Sonrió despacio.
—Y ahora, si no te importa, ¿puedes marcharte? Me voy a la piscina. Luego nos
vemos.
No esperó a su réplica.
Lo sacó de la habitación de un empujón y cerró la puerta.
Max observó al hombre sentado al otro lado de la mesa. Sus ojos eran tan fríos como
los de un tiburón. Tenía un rictus firme en los labios. No había rastro de tensión ni en
sus muñecas ni en los dedos mientras le daba la vuelta a la carta. Una vez que lo hizo,
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se acomodó en la silla, cogió el puro y le sonrió.
—Cuando quieras.
Max pasó por alto la provocación y se concentró en la jugada. Arrojó una ficha a
la mesa.
—Lo veo. —Le dio la vuelta a su pareja de ases y esperó—. Cuando quieras.
Sawyer Wells rio entre dientes e imitó su movimiento. Un trío.
—Joder.
—Hacía mucho que no nos veíamos, Max. He echado de menos tu sentido del
humor. Y lo mal que juegas al póquer, claro.
Max se inclinó hacia delante y se encendió un puro. La elaborada mesa de póquer,
cubierta de fichas, formaba parte de los inusuales aposentos de su viejo amigo. El
mueble bar era igual de impresionante. En una sola estantería había vodka de varios
sabores, botellas de ron y toda clase de licores que se le pudiera antojar a cualquier
invitado. Las carísimas obras de arte que adornaban las paredes podrían rivalizar con
las de un coleccionista. Todo estaba decorado con intensos rojos y pinceladas de
tonos tierra. Sawyer Wells era un hombre que adoraba la vida lujosa y se rodeaba de
todo aquello que le reportaba placer sin pedir disculpas por ello.
—Estás intentando emborracharme para que firme un mal acuerdo con tu hotel.
Sawyer negó con su rubia cabeza al tiempo que golpeaba suavemente el puro para
librarse de la ceniza. Su piel clara y sus ojos dorados lo hacían parecer un surfero o
un príncipe aburrido. Hasta que se volvía y dejaba a la vista la cicatriz. Un corte muy
feo en una mejilla que a veces quedaba oculto bajo su largo pelo. Max sabía que
juzgarlo por su físico era una equivocación. Ese hombre había amasado él solo su
fortuna, poseía un agudo sentido del humor y tenía un cerebro capaz de desafiar al
empresario más espabilado.
—No es mi hotel. Solo me encargaré de gestionar el Venetian unos meses más.
Estoy levantando una nueva cadena para rivalizar con ese gilipollas de Trump.
Max soltó una carcajada.
—En cuanto a tu capacidad para aguantar la bebida, dejémoslo en que es mejor
que tu capacidad para jugar al póquer.
—Estoy seguro de que has marcado las cartas. Debería haber jugado en el casino.
—No sé por qué, pero me da que no te has quedado en la pobreza por perder unos
cuantos miles. —Su cara reflejó un recuerdo sobre el que Max jamás había intentado
indagar.
Se habían conocido en un yate en Grecia, donde Max le había echado el ojo a una
bonita princesa que intentaba darle esquinazo a un padre sobreprotector. El problema
empezó cuando apareció Sawyer con la misma intención que él. Al final fue él quien
se llevó a la princesa. Aunque la despachó al día siguiente y ambos acabaron con
unos cuantos moratones, una resaca y una amistad que duraba desde entonces.
Cuando descubrió que Sawyer conocía a mamá Conte, la simpatía se convirtió en
un profundo afecto, y eso los ayudó a mantenerse en contacto durante años. Sin
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embargo, aparte del éxito de Sawyer y de su condición de huérfano, Max no sabía
nada más sobre él. Por suerte, le importaba muy poco. Tal como había aprendido por
experiencia propia, el pasado de un hombre no hacía su futuro.
—¿Algún otro plan mientras estás aquí? —le preguntó Sawyer—. Además de que
yo te desplume, claro.
—Ya te gustaría. Voy a cenar. Apostaré algo. Y liberaré un poco de tensión con
alguien.
Sawyer enarcó una ceja.
—¿Alguien en particular?
La imagen de Carina apareció frente a sus ojos. Soltó una bocanada de humo para
alejarla.
—No. Es mejor así.
Su amigo asintió con la cabeza.
—Normalmente sí. Nadie sale herido y todo el mundo disfruta. Pero me da la
impresión de que estás molesto por algo.
Max resopló.
—No uses tus poderes mágicos conmigo.
—Si te asustas de ellos, es por algo. ¿Quieres que te busque compañía?
Max sonrió.
—Soy capaz de buscarme una mujer, Sawyer. No necesito que me pases a las que
tú descartas, pero gracias por el ofrecimiento.
—Ya te gustaría a ti tener la oportunidad de salir con las mujeres que yo descarto.
¿Recuerdas aquel viaje a París? Te conseguí una cita con una modelo y no fuiste
capaz de triunfar.
—Me gustaba más la tuya.
—¿Y? Me la traje a casa aquella misma noche.
—Sí, pero se acostó conmigo el fin de semana siguiente.
—Cabrón.
Max se echó a reír al escuchar el insulto, dicho sin acritud. Sawyer había sido su
compañero de aventuras en muchas ocasiones, tanto por la amistad que los unía como
por el placer. Sintió un extraño vacío en las entrañas. Desde que Carina se había
colado de nuevo en su vida, tenía la impresión de que la mayoría de sus relaciones y
de sus actos carecían de relevancia. A su lado todo era más intenso y significativo.
¿Qué le estaba pasando?
—¿Sawyer?
—¿Qué?
—¿Alguna vez has querido… más?
Su amigo reunió la baraja de nuevo y ordenó las fichas.
—¿Más qué?
Max se encogió de hombros porque se sentía un poco ridículo.
—Ya sabes. Más de las mujeres. Más de la vida.
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