—¡Estaba siendo amable conmigo!
—Claro, claro. Michael dijo que te estuvo siguiendo por todo el instituto como un
perrito faldero durante ese tiempo. Cuando terminaste el juego, se lo devolviste y ya
casi ni le dirijiste la palabra.
Metió el plato de papel en la bolsa y la hizo una bola. La irritación lo asaltó al
recordar el episodio. No fue su intención comportarse así. Siempre fue amable con
Angelina, pero no quería salir con ella.
—¿Y cuándo convenciste a Theresa de que hiciera tu trabajo de Ciencias?
Michael dijo que te bastó con sentarte con ella durante el almuerzo para que ella te lo
hiciera enterito.
—¿Por qué ha contado Michael todas esas mentiras sobre mí? —masculló—. Eso
no ha pasado.
Carina alzó la barbilla con gesto triunfal.
—¿Qué me dices de esta mañana?
—¿Qué ha pasado esta mañana?
Carina esbozó una sonrisa socarrona.
—¿No se suponía que ibas a asistir a la fiesta del sábado en casa de Walter?
Pasó de la pregunta mientras limpiaba el escritorio, pero la inquietud se apoderó
de su estómago.
—Sí, ¿qué pasa?
—Le dijiste a Bonnie que estabas estresado y muy liado, y que necesitabas que
alguien fuera en tu lugar. Ella se ofreció voluntaria para representar a La Dolce
Maggie.
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—¿Por qué me convierte eso en el malo? —gruñó.
Carina sonrió.
—Porque después te preguntó si te gustaría acompañarla a la ópera, ¿no te
acuerdas? Tenía una entrada de sobra. Le diste unas palmaditas en el hombro, le
dijiste que estabas ocupado, le diste las gracias por ir en tu lugar a la fiesta y la
dejaste con cara de no comprender nada. Asúmelo, Max. Te comportas fatal con las
mujeres.
La estupefacción hizo que se quedara mudo. Con gesto triunfal, Carina se levantó
y tiró los restos de su almuerzo.
—Estaba ocupado —explicó—. Y no le di unas palmaditas en el hombro. No les
hago esas cosas a las mujeres.
Parecía que a Carina le encantaban sus protestas.
—Sí, sí que lo haces. Les sigues la corriente y haces que alberguen esperanzas de
tener una oportunidad contigo. Después les quitas la alfombra de debajo de los pies.
Es un movimiento clásico en ti, te he visto hacerlo durante años.
Esa fue la gota que colmó el vaso. No era esa clase de hombre y había llegado el
momento de que se diera cuenta.
—Carina, no sé por qué clase de hombre me tomas, pero no hago esas putadas.
Me da igual lo que te haya dicho tu hermano.
—No ha hecho falta que Michael me diga nada. Lo llevo observando durante
años. También lo hiciste conmigo.
—¿Qué? —El rugido escapó antes de que pudiera controlar sus emociones. La
indignación brotaba de todo su cuerpo mientras la miraba fijamente—. Nunca me he
tomado libertades contigo.
Una extraña expresión pasó por la cara de Carina antes de poder controlarse.
—No, claro que no. Pero es superior a tus fuerzas, Max. Coqueteas y engatusas a
las mujeres, haces que se sientan como diosas frente a tu alma mortal. Nos enganchas
y después nos quedamos chafadas cuando pasas a la siguiente mujer. —Se encogió de
hombros—. Era joven. En aquella época estaba coladita por ti. Se me pasó. Fin del
asunto. Tendrás el informe dentro una hora.
Lo dejó solo mientras la cabeza le daba vueltas como a un personaje de dibujos
animados al que le habían dado un porrazo y veía pajaritos a su alrededor. Esa
confesión tan directa había puesto su mundo patas arriba. Por supuesto, era todo
mentira. No les hacía eso a las mujeres. ¿Verdad?
El recuerdo de aquella fiesta revoloteó por su conciencia, dejándolo por
mentiroso. Lo recordaba, sí, aunque quería olvidarlo. De vuelta de su tercer año en la
universidad, Carina se mostró ante él con una pasión y una energía tan increíbles que
lo dejó sin aliento. Recordó que al verla con el vestidito negro que se puso en vez de
la camiseta ancha, se le secó la boca. Recordó que su risa, su mirada de veneración y
su conversación chispeante siempre despertaban su interés y conseguían relajarlo. Se
dijo que solo estaba mostrándose protector con ella porque era como una hermana,
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pero su cuerpo no pensaba en ella como si fuera de la familia. Se le puso durísima y
se imaginó haciendo cosas muy malas. A solas. Sin el vestidito negro.
Esas ideas lo acojonaron. Se dio cuenta de que había estado tratando a Carina
como a una mujer durante la cena, una mujer que le gustaba. Cuando la rubia se le
acercó en el jardín, no titubeó. Era la clase de mujer que conocía el juego y que
estaba dispuesta a llegar hasta el final.
El beso tuvo una intención muy concreta, pero nada de pasión. A él no le importó
hasta que escuchó el jadeo a su espalda. La expresión que vio en los ojos de Carina
seguía atormentándolo. Esos ojos oscuros se llenaron de dolor… reflejaron lo
traicionada que se sentía.
Creyó que saldría corriendo entre lágrimas. Se preparó para el drama. En cambio,
se acercó a él con la cabeza bien alta y una expresión de despedida, les entregó las
copas de vino con dedos temblorosos y se fue. Le sobrevino un dolor, pero lo enterró
y volvió con la rubia. Nunca echó la vista atrás.
Hasta ese momento.
Le remordía la conciencia. Se preguntó si Carina tenía razón. ¿Trataba a las
mujeres como objetos que conquistar a fin de conseguir lo que quería? Le gustaba
creer que las mimaba. Adoraba consentirlas y tratarlas como a reinas. Cierto que se
negaba a ir más allá, pero lo hacía para evitar que acabasen con el corazón
destrozado. Era honorable, al contrario que su padre. Guardaba las distancias
emocionales, pero cumplía todos sus deseos y siempre les era fiel.
Al menos, hasta que cortaba con ellas. Era preferible terminar la relación a
engañarlas. No, tal vez ser sincero fuera un poco cruel, pero Carina se equivocaba en
todo. Le resultaba curioso que esa fuera la primera vez que admitía sentir algo por él.
Esa manera de desentenderse de su error juvenil había sido un golpe para su ego, pero
era lo mejor. Carina se comportaba como si él fuera un molesto mosquito que hubiera
espantado y al que hubiera olvidado minutos después. ¿Tan fácil era olvidarse de él?
¿Y por qué le estaba dando vueltas a ese asunto? Siempre serían amigos. Con eso
bastaba. Era la situación perfecta.
Desterró esos inquietantes pensamientos de su cabeza y estuvo trabajando durante
la hora siguiente. Unos toquecitos en la puerta lo desconcentraron.
—¿Interrumpo?
Laura Wells asomó la cabeza. Era la directora de un proveedor muy afamado y
habían conectado muy bien hacía unas semanas, durante lo que fue una gran
conversación. Una cita condujo a una segunda, y Max tenía la sensación de que, en
conjunto, era perfecta. Guapísima, con una melena rubia rizada, ojos verdes, cuerpo
esbelto de largas piernas y una altura que se acercaba a la suya, pero además era
inteligente y procedían de un ambiente empresarial muy parecido. Se relajó y le hizo
un gesto para que entrara.
—No, necesito un descanso. Me alegro de verte.
La vio acercarse al escritorio con paso firme. Su traje combinaba con el color de
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sus ojos y enmarcaba su esbelto cuerpo.
—Quería ver si podrías librarme de un evento social aburridísimo. Tengo que ir a
la fiesta de Walter. ¿Tú vas?
Max recordó con cierta culpa cómo se había aprovechado de Bonnie.
—No era mi intención.
Ella lo miró haciendo un puchero.
—Por favor, Max, acompáñame. Mi agenda ha estado repleta últimamente y
necesito mezclar negocios con placer.
La mirada de Laura le dejó claro cómo acabaría la velada.
«En la cama.»
Eso era lo que le hacía falta: pasar la velada en compañía de una mujer guapa que
conocía las reglas. Sin descartar la promesa de algo más. Cuando menos, la promesa
de un encuentro satisfactorio.
—Será un honor acompañarte. Te recojo a las siete.
—Estupendo.
Se levantó para escoltarla hasta la puerta y casi se dio de bruces con Carina. Sus
labios rojos formaron una expresión de sorpresa y Max se imaginó otras muchas
cosas, bastante escandalosas, que podía hacer con esa boca. Retrocedió de un salto y
soltó un taco entre dientes.
—Me has dado un susto de muerte.
Carina ladeó la cabeza.
—Estás un poquito nervioso hoy, ¿no? Ah, hola. Carina Conte.
Laura sonrió mientras se estrechaban la mano. Lo abrumó una sensación
placentera. Por fin le demostraba que iba en serio con sus acompañantes y que las
trataba muy bien. Las presentó.
—Laura me acompañará a la fiesta de Walter.
La sonrisa de Carina no flaqueó.
—Qué bien. Deberías venir una noche a cenar a casa de mi hermano. Las amigas
de Max siempre son bienvenidas.
La inquietud se apoderó de él al escucharla. Laura parecía ansiosa. Movió los pies
e intentó fingir un entusiasmo que no sentía.
—Esto… claro. Ya hablaremos de qué día.
—Cualquier viernes —añadió Carina.
—Me encantaría. Muchísimas gracias.
Max carraspeó. ¿Qué estaba haciendo Carina? No estaba preparado para que
Laura asistiera a cenas familiares. Frunció el ceño.
—¿Necesitabas algo?
Carina le dio un fajo de papeles.
—Aquí tienes el informe. Los Yankees han ganado. En la planta segunda tenían la
televisión puesta y Wayne ha salido en una de las pantallas.
—Tienes que reprenderlo.
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—Mañana hablaré con él.
—La próxima vez que vayas a dar un día de baja, mira el calendario de béisbol. Y
asegúrate de que no estén de resaca.
—Entendido.
Su eficiencia lo sorprendió tanto como su entereza. Daba igual lo que le echara
encima, Carina lo aceptaba sin quejarse. En cuestión de semanas había conquistado a
todo el personal con su buen corazón y su buen humor.
—Me he enterado de que también le has dado permiso a Tom para salir antes.
Necesitaba esos informes de cuentas. ¿Qué excusa te ha puesto?
—No quería perderse el concierto de primavera de su hijo. —Ni pestañeó—. Me
he puesto en contacto con Edward y me va a ayudar a que los tengas en una hora.
—Muy bien. Necesito que te quedes hasta tarde otra vez.
—Por supuesto.
La puerta volvió a abrirse y entró Edward. El despacho de Max de repente parecía
una concurrida estación de tren.
—Hola, jefe. Me he enterado de que necesitas los informes de ventas esta tarde.
—Hace horas que los espero.
—Carina y yo nos pondremos ahora mismo con ellos. —Edward sonrió a Laura y
Carina se apresuró a presentarlos. Charlaron como si estuvieran en una merienda
íntima en vez de encontrarse en el despacho—. Supongo que nos veremos en la
fiesta. A ver si podemos sentarnos a la misma mesa —añadió Edward.
Max enarcó una ceja.
—¿Sentarnos a la misma mesa? ¿Vas a ir?
Edward sonrió.
—Claro. Seré el acompañante de Carina.
Max vio cómo su ayudante le lanzaba a su comercial una mirada íntima. Como si
ella también fuera a mezclar negocios con placer durante la fiesta. La irritación se
apoderó de él al imaginarse a Carina acostándose con Edward. Por el amor de Dios,
¿es que ya no le hacía caso a nadie? Controló el malhumor. Había llegado el
momento de mantener otra charla. Y sería más tajante en esa ocasión. Max hizo que
Laura y Edward salieran del despacho mientras le indicaba a Carina con un gesto que
se quedara.
—Laura parece muy agradable.
Intentó arrebatarle ese aire digno con la mirada, pero no lo consiguió.
—Lo es. Me sorprende que vayas a una fiesta de negocios con un compañero.
—Muchos trabajadores asisten a este tipo de fiestas con sus compañeros.
El deje sereno de su voz lo instó a insistir.
—Has dejado claro que no debería meterme en tus asuntos. Pero me preocupa tu
reputación en La Dolce Maggie.
—¿A qué te refieres?
Mmm. El ligero temblor de sus manos por fin se calmó. La nueva habilidad de
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Carina para controlar sus emociones instó a su instinto dominante a presionarla.
—Eres una de las socias fundadoras de esta empresa. No te conviene que se vaya
diciendo por la oficina que eres fácil.
Aunque Carina se ruborizó, permaneció inmóvil.
—¿Fácil? Tengo una cita y ya te imaginas que salto de cama en cama por la
oficina, ¿no?
Casi dio un respingo al escucharla, pero se contuvo.
—Los rumores corren como la pólvora. Ya he visto cómo Ethan, de contabilidad,
te sigue como un perrito faldero. ¿También sales con él?
La sonrisa indolente lo pilló desprevenido.
—A ti te lo voy a decir…
Miró fijamente a esa mujer que ya no conocía.
—Me preocupa tu carrera profesional. Te he dicho muchas veces que los
estadounidenses son distintos. Quiero que tengas cuidado. Capisce?
—Tú me faltas al respeto más que cualquier hombre que quiera llevarme a la
cama, Max. —Soltó el aire con fuerza, pero mantuvo el control. Ni un mechón de
pelo escapó del severo moño. Sus ojos almendrados brillaban con un fuego con el que
él se moría por jugar—. Los hombres con necesidades físicas son muy simples. Pero
tú usas ese cerebro tuyo para jueguecitos psicológicos. Les tiendes trampas mortales a
las mujeres. Te gusta controlar todos los elementos del campo para que nadie se haga
daño, ¿verdad? Pero la pobre Laura ya está coladita por ti y no quieres ni invitarla a
cenar.
Merda, ¿cuándo había desarrollado ese sarcasmo?
—Laura conoce las reglas, tú no.
Carina soltó una carcajada carente de humor y se acercó a él. Sus uñas rojas le
golpearon la corbata con gesto desdeñoso.
—Ahora yo pongo las reglas. Y soy más honesta que tú. —Su perfume lo
envolvió y le entraron ganas de correr en círculos como un perro que intentara
morderse la cola—. No podrías mantener una relación aunque tu vida dependiera de
ello, así que te concentras en mí. Buena estratagema, pero no te va a funcionar en esta
ocasión.
—No sabes nada de mí ni de mis relaciones. Solo intento guiar a una mujer joven
en su formación. Lo que Michael me pidió que hiciera.
Ese comentario dio en el blanco. La rabia brotó de Carina en oleadas. La vio
contener a duras penas su famoso temperamento y se preparó para el estallido que
tendría lugar, encantado de que se produjera. Porque conocía a esa Carina y podía
lidiar con ella.
En cambio, Carina consiguió controlarse y le lanzó una mirada casi lastimera. La
vio retroceder unos pasos. El severo corte de la chaqueta realzaba las terrenales
curvas de sus caderas y de sus pechos, una deliciosa contradicción que se la puso
dura y que le nubló la cabeza.
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—Si es lo que necesitas pensar para poder dormir por las noches, tú mismo. Pero
aunque estés muy contento con tus ilusiones, deja que te diga una cosa: ya no me
importas, Max. Tus relaciones me dan igual, pero no así las mías. Y si quiero tirarme
a Tom, a Dick y a Harry en mi tiempo libre, no metas las narices. Porque no quiero
dormir plácidamente por las noches. —Sonrió—. Eso se acabó. —Sus tacones
resonaron en el suelo de madera—. Estaré en el departamento de contabilidad si me
necesitas.
Max contempló la puerta cerrada un rato. Ya no se enfrentaba a una chica joven.
Se enfrentaba a una mujer tentadora, que le suponía más problemas de los que había
previsto. Consiguió recuperar el control mientras se preguntaba a qué se debía el
vacío que sentía en el estómago. Dado que no sabía cómo eliminarlo, bebió un poco
de agua y pasó a otro asunto.
Como hacía siempre.
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Carina se paseó por el pequeño apartamento, tipo loft. La moqueta de color gris
azulado estaba prácticamente cubierta por las cajas y en la cocina apenas había
suficiente espacio para que una persona de caderas generosas pudiera moverse con
soltura. El futón de color amarillo añadía una nota de color, al igual que la mezcla de
acuarelas que colgaban de las paredes. Era evidente que el artista que las había
pintado no merecía una exposición, pero al menos eran alegres e interesantes. Los
ventanales estaban situados frente a unos enormes árboles, y tuvo la impresión de
estar viviendo en una moderna casita situada en un árbol, sacada de una película de
fantasía.
Era perfecto.
La inundó la alegría. El apartamento de Alexa era oficialmente su primera casa
propia. Por fin tendría la intimidad que tanto había deseado. Ante ella se abría un
mundo lleno de posibilidades. Y no pensaba malgastar el tiempo.
Empezaría a la noche siguiente con su primera cita.
Escuchó unos pasos que se acercaban. Michael y Max entraron por la estrecha
puerta y se dejaron caer en el hundido futón.
—Esas son las últimas.
Carina rio entre dientes al ver a esos dos hombres tan fuertes resoplando tras
haber subido la escalera.
—Pensaba que entrenabais todos los días en el gimnasio. Pero veo que estáis
agotados después de haber subido unas cuantas cajas.
Michael y Max se miraron con incredulidad.
—¿Estás de coña? ¿Qué has metido en esas cajas, por cierto? ¿Piedras? —le
preguntó su hermano.
—Necesito muchos zapatos. Y mi material de pintura.
Max la miró echando chispas por los ojos.
—Debe de haber unos trescientos escalones, estrechos y sinuosos. ¿Dónde narices
está el aire acondicionado?
—Alexa dice que es un aparato muy antiguo. Y os dije que era mejor contratar a
una empresa de mudanzas.
—No hacía falta. Queríamos ayudarte.
Carina contuvo un suspiro.
—Vale. Os lo agradezco, pero ¿por qué no os vais ya? Tengo que colocarlo todo.
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Maggie ha mencionado una cena benéfica esta noche.
Michael gimió mientras se levantaba.
—Tienes razón. Se volverá loca decidiendo qué ponerse y por más que le diga
que está estupenda, insistirá en que se ve gorda.
Carina se echó a reír.
—Recuérdale que no está gorda… que más bien lleva dos cuerpos extra en esa
barriga tan pequeña.
—Lo intentaré. ¿Estarás bien? ¿Necesitas algo?
Carina sonrió y lo besó en la mejilla.
—Niente. Estoy emocionada, tengo ganas de colocarlo todo y no me hace falta
nada. Te quiero, Michael.
Su hermano la miró con gesto cariñoso y después la besó en la coronilla.
—Yo también te quiero. Max, ¿te vienes?
—Dentro de un momento. Ve tú delante.
—Hasta luego entonces.
Michael se marchó y Carina miró a Max.
«Madre mía», pensó.
Su pelo oscuro estaba alborotado, lo que aumentaba su atractivo, y le brillaba la
frente por el sudor. Llevaba una vieja camiseta de manga corta que se le pegaba a los
músculos del torso, a los abdominales, a los bíceps y a otros lugares la mar de
apetecibles. Los desgastados vaqueros resaltaban su culo y como eran de cintura baja,
parecían una pecaminosa invitación para una mujer. Además, con su altura parecía
cernirse sobre ella de forma dominante, algo que le provocaba un nudo en la boca del
estómago ya que apenas le llegaba a la barbilla. Puesto que estaba más que
acostumbrada a pasar por completo de la atracción física que suscitaba en ella, se
concentró en la tarea que tenía por delante.
Cogió la primera caja y la abrió con el cúter.
—Max, no tienes por qué quedarte. Estoy bien.
—Sí, lo sé. Pero tengo sed. ¿Quieres una cerveza?
—No tengo.
Max sonrió y se levantó del sofá. Cuando regresó de la cocina llevaba en la mano
una Moretti helada. Esos dedos fuertes y morenos rozaron los suyos al entregarle la
botella.
—Un regalo para celebrar la mudanza.
—Bien. —Carina se llevó la botella helada a la cara y después al cuello. El frío
hizo que se le pusiera la carne de gallina al tiempo que suspiraba de placer—. Esto es
maravilloso.
Escuchó que Max soltaba una especie de gemido y lo miró. Sus ojos azules le
provocaron un calor abrasador. Se le aceleró el pulso al instante, pero logró
controlarse y retroceder un paso. Era gracioso que jamás le hubiera visto esa mirada
antes. Parecía… desearla.
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Se bebió la cerveza mientras se sumían en un silencio abrumador. Ella fue la
primera en hablar en un intento de poner fin a la incómoda situación.
—Bueno, ¿tienes planes importantes para el fin de semana?
—La verdad es que no.
—El lunes tenemos la visita, ¿verdad?
—Ajá.
—¿Qué te parece mi nueva casa?
—Pequeña.
—¿Has leído algún libro interesante últimamente?
—No. ¿Y tú?
—Sí, el Kamasutra. —Eso sí que llamó la atención de Max, que la miró con el
ceño fruncido, pero no dijo nada—. ¿No lo has leído?
—Ni falta que me hace. —Su ronca respuesta dejó bien claro que le iba muy bien
sin necesidad de leer el conocido manual de sexo.
Carina detuvo la botella de cerveza a medio camino de sus labios. Su
temperamento estaba a punto de estallar, porque acababa de darse cuenta de que Max
intentaba intimidarla con su altura y con su intensa masculinidad. Era un dios sexual
de carne y hueso, y estaba hasta el gorro de ser su sombra. Lo miró con los ojos
entrecerrados y le soltó:
—Si no tienes nada de lo que hablar ni vas a aportar nada interesante, creo que
deberías irte. Tengo mucho trabajo por delante.
La sorpresa demudó esos rasgos que parecían esculpidos. Lo vio esbozar una
sonrisa.
—¿Te estorbo o algo?
—Sí. O algo. Si lo único que vas a hacer es quedarte ahí plantado como si fueras
un póster de Calvin Klein, haz el favor de irte a otro lado. Estoy segura de que tus
otras mujeres apreciarán más las vistas.
Max se atragantó con la cerveza y la miró como si fuera un bicho raro.
—¿Qué has dicho?
—Lo que has oído. —Soltó con fuerza la botella sobre la ajada mesa auxiliar y
empezó a vaciar una de las cajas.
Aunque sentía el calor corporal que Max irradiaba tras ella, decidió pasarlo por
alto.
—¿Te has vuelto loca? ¿Por qué de repente te resulta tan irritante mi presencia?
Me apetecía quedarme un rato contigo. Pedir una pizza. Nada del otro mundo.
Semejante arrogancia hizo que Carina apretara los dientes.
—Gracias por ofrecerme tan generosamente tu compañía, Max. Pero tengo
muchas cosas que hacer y me gustaría estar sola. Antes nunca nos hemos relacionado
a menos que Michael estuviera con nosotros, y la verdad, necesito organizar todo
esto.
—Tienes por delante el fin de semana.
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—Mañana voy a la fiesta, así que me gustaría dejarlo todo casi listo.
—Ah, sí, la fiesta. Vas con Edward.
Lo miró con expresión cortante. La escenita de la oficina todavía le dolía, pero
antes muerta que dejar que él se enterara. Estaba harta de los jueguecitos de Max. Ya
era hora de que probara su propia medicina. Una medicina muy amarga.
—Tengo muchas ganas de conocer mejor a Laura. Le diré a Michael que la invite
a cenar la semana próxima.
Eso lo puso en guardia. Su atlético cuerpo se tensó.
—Hazme el favor de no invitar sin mi permiso a las mujeres con las que salgo.
—¿Por qué no?
—Me gusta Laura, pero no tengo prisa. Conocer a la familia es un paso
importante.
Carina sonrió.
—Otra que acaba en la papelera, ¿no? Qué pena, pensaba que tenía algo que
lograría mantenerte interesado más tiempo.
Max contuvo el aliento mientras ella se acercaba a la siguiente caja, que procedió
a vaciar con eficiencia, dispuesta a no enzarzarse en una discusión con él. Por
desgracia, Max se colocó frente a ella y la obligó a discutir.
—¿Qué sabes tú de las mujeres con las que salgo? El hecho de que vaya despacio
y con cuidado no significa que sea incapaz de sentar cabeza.
Carina echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Vaya, esa es buena. Si me dieran un dólar por cada una de las mujeres que te
han salido rana, sería más rica que tú. Pero si cuando eras joven no me escuchabas,
ahora menos todavía.
—Dime una que fuera un error.
—Sally Eckerson.
Max frunció el ceño.
—Salimos tres meses. Una relación satisfactoria.
—Mmm… Qué interesante. Acabó acostándose con tu amigo Dale, ¿no te
acuerdas?
Max siguió con el ceño fruncido mientras hacía memoria.
—Ah, sí. Pero ya habíamos cortado.
—No, cortaste con ella después de que la pillaras en la cama con tu compañero de
cuarto. Después te liaste con la modelo rubia que tenía un cociente intelectual de uno.
O tal vez de dos.
—¿Jenna? Eso no es cierto, tuvimos unas conversaciones muy interesantes.
Carina lo miró hasta que él se removió, incómodo.
—Max, la llevaste una noche a cenar a casa de mi madre. No sabía que había una
guerra en Irak ni tampoco sabía cómo se llamaba el presidente de Estados Unidos.
—Bueno, no le interesaba la Historia. Tampoco es para tanto.
—Admitió que no leía libros sin ilustraciones.
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—El Vogue tiene artículos.
—Sí, claro. Es lo mismo que quien lee el Playboy por sus profundas historias.
—Eso es injusto. Da la casualidad de que me gustan las mujeres, todas las
mujeres, y les doy una oportunidad. El hecho de que no haya encontrado a la
adecuada no significa que no lo esté intentando.
Carina meneó la cabeza.
—Me he pasado la vida viéndolas entrar y salir. Hay un motivo específico para
que lo estés intentando con las mujeres equivocadas. Tienes problemas con la
intimidad. Todas ellas están condenadas al fracaso.
Su traicionero corazón dio un vuelco y amenazó con detenerse. ¿Por qué Max no
veía lo mismo que ella cada vez que lo miraba? Un hombre con una enorme
capacidad para amar, pero al que le asustaba entregarse. Claro que sabía por
experiencia que jamás estaría preparado para sentar la cabeza. Max se negaba a salir
con una mujer que de verdad estuviera a su altura, porque en ese caso se quedaría sin
excusas. Al salir con mujeres con las que no podía tener una relación profunda,
evitaba acabar inmerso en la pesadilla que más temía.
Convertirse en alguien como su padre.
Jamás hablaba de él, pero la herida que le había provocado su abandono no había
llegado a cerrarse por completo. De modo que se había autoimpuesto un listón
altísimo a fin de protegerse para no cometer el mismo error. Perder su honor.
Abandonar a sus seres queridos. La solución más sencilla era evidente: no correr el
menor riesgo.
Carina levantó un brazo y le tocó la cara. Sintió la aspereza de la barba en las
yemas de los dedos al tiempo que aspiraba un olor masculino a sudor y almizcle.
—Max, tú no eres como tu padre.
Él retrocedió dando un respingo. La miró totalmente asombrado, pero Carina no
le concedió tiempo para asimilar lo que acababa de decirle ni para que se percatara de
que él era su debilidad.
—Gracias por la cerveza y por la ayuda. Pero necesito ponerme a trabajar. Nos
vemos mañana.
En esa ocasión le dio la espalda de forma intencionada. Los segundos pasaron
lentamente hasta que escuchó el tintineo de la botella sobre el cristal de la mesa y el
sonido de la puerta al cerrarse.
El alivio la inundó de repente. No volvería a hacerlo jamás. Nunca sería la mujer
capaz de salvarlo y él jamás la querría como ella necesitaba que lo hiciera. Sin
embargo, ante ella se extendía un nuevo mundo lleno de posibilidades y sería tonta si
no lo aprovechaba. Para empezar tenía una cita al día siguiente.
Sacó el iPod del bolso, subió el volumen y comenzó a trabajar.
La Feria de Productos Artesanales del valle del Hudson atraía a un público muy
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numeroso. Max cruzó la gran explanada llena de stands, deteniéndose de vez en
cuando para examinar los productos de algún artista local. En las mesas se exponían
una gran variedad de objetos únicos, desde cerámica labrada hasta cajas nido pintadas
a mano, pasando por acuarelas. Las empresas de la zona sacaban las alfombras rojas
para la ocasión y celebraban demostraciones y degustaciones para atraer clientes.
Estaban presentes las organizaciones benéficas, la policía y los bomberos, así como
las escuelas de kárate y de yoga. El mes de mayo les regalaba sol y calor, y casi todos
los asistentes se paseaban en camiseta y pantalones cortos, ansiosos por disfrutar de
un verano anticipado.
Max inspiró hondo y percibió el olor a grasa y azúcar, cogió una limonada casera
y se encaminó al stand de la empresa. Los chillidos de los niños que saltaban en las
camas elásticas flotaban en el aire, y de repente lo inundó una sensación de paz. Era
interesante que hubiera adoptado tan rápidamente la zona norte de Nueva York como
su segundo hogar. Las cumbres de las majestuosas montañas relucían a los lejos y le
recordaron que todavía eran las reinas y que entre ellas discurría el río Hudson. Le
encantaba la simpatía de los lugareños, que trataban a los forasteros sin la menor
arrogancia. En ese lugar todos eran familia y recibían con los brazos abiertos a
cualquiera que quisiera adoptar el valle como su hogar.
Max siguió caminando hacia la derecha, y se detuvo para charlar con los dueños
de algunos negocios al tiempo que buscaba con la mirada el enorme cartel. Aunque
no había supervisado la organización de ese evento en concreto, confiaba en que
David lo asombrara. Había conectado muy bien con el chef de la nueva tienda y los
dulces elegidos eran una combinación ganadora. Menos mal que había vetado el
chocolate, porque con el calor que hacía habría acabado derretido.
Sus ojos se demoraron en el enorme cartel y después se percató de la multitud que
se agolpaba en torno al mostrador. Sí. A juzgar por la cola que había, sus dulces eran
todo un éxito. Alguien vestido de blanco se movía de un lado para otro, y en ese
momento captó una risa ronca muy familiar que le acarició los oídos.
Y entonces la vio.
Definitivamente no era David.
Carina llevaba unos pantalones cortos diminutos que hacían bien poco por ocultar
su magnífico culo. Aunque el top era bastante discreto porque tenía suficiente tela
para taparlo todo, el intenso color amarillo atraía las miradas a sus pechos. Llevaba el
pelo recogido bajo una gorra de béisbol con LA DULCE MAGGIE escrito en negro y unos
aros de oro en las orejas. Su mirada descendió al instante hasta esas piernas torneadas
y morenas y se detuvo al llegar a los pies. Tal como había imaginado, aunque las
demás mujeres llevaban chanclas, ella se había puesto unas sandalias con siete
centímetros de tacón que resultaban poco prácticas, ridículas… y la mar de eróticas.
¿Qué narices hacía Carina en el stand?
Se abrió paso hasta llegar al mostrador, pero ella no lo vio. No paraba de moverse
de un lado para otro ofreciendo porciones de cassata, un bizcocho bañado con licor y
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relleno con una crema de requesón. Las pequeñas porciones de torta di Treviglio se
comían con los ojos, y los biscotti de miel triunfaban entre los más pequeños. Carina
charlaba, reía y entregaba un gran número de panfletos publicitarios, sin dejar de
contestar preguntas y de servir vasos de café helado. Aunque tenía la cara cubierta de
sudor, no se detuvo en ningún momento. Los dos chicos de prácticas trataban de
ayudar, pero era evidente que no estaban en su salsa. Altos y desgarbados, parecían
incapaces de manejar la cafetera y pasaban más tiempo mirando embobados a la
despampanante jefa.
De repente y como si por fin se hubiera percatado de su mirada, Carina se detuvo
y volvió la cabeza.
Max sintió una extraña opresión en el pecho, una sensación incómoda que jamás
había experimentado antes. Lo abrumó el inusual deseo de abrazarla, tan intenso que
incluso dio un paso al frente. Menos mal que no llegó a completar el movimiento.
Carina lo saludó con la mano, sonrió y regresó al trabajo como si no lo hubiera visto.
Con el ego tambaleándose tras el golpe, Max carraspeó y trató de recuperar el
control.
Se acercó a ella y la miró echando chispas por los ojos.
—¿Qué pasa aquí? ¿Dónde está David?
Carina siguió con lo que estaba haciendo y tardó un rato en contestar.
—No ha podido venir. Lo estoy sustituyendo.
Max soltó un taco entre dientes.
—¿Por qué?
Ella se encogió de hombros.
—Su mujer está embarazada. Anoche tuvieron que ir a urgencias porque
empezaron las contracciones, pero fue una falsa alarma.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, pero él estaba hecho polvo y prefería quedarse con ella.
—¿Y qué pasa con Edward o con Tom? Supuestamente debían ayudar si surgía
algo.
Carina sonrió mientras distribuía biscotti.
—Tenían planes. Les dije que yo me encargaba de todo.
En esta ocasión sí que soltó el taco. Carina era incapaz de mostrarse autoritaria
con el personal cuando debía serlo. Dejaba que los empleados se salieran con la suya
aunque adujeran cosas ridículas, algo que jamás se atreverían a hacer con él. Era una
mujer lista y muy espabilada, pero en ese sentido era muy ingenua. Su bondad
siempre acababa ocasionándole algún problema.
—Carina, deberías haberme llamado. Dio, el lunes por la mañana mataré a todo el
departamento de ventas.
Carina lo miró furiosa.
—Ni se te ocurra. Además, quería venir. Tengo que aprender a reconocer los
dulces, debo saber lo que se vende y lo que no. He aprendido más en las últimas
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horas que durante todos los días que llevo en la oficina. Déjalos tranquilos.
Los dos adolescentes se tomaron un descanso, irritados por culpa de la cafetera, y
se acercaron para saludarlo.
—¡Hola, señor Gray! —exclamaron al unísono.
Él asintió con la cabeza e intentó no parecer un viejo cascarrabias.
—Hola, chicos.
—Esto… Carina, la cafetera no deja de dar problemas. No soy capaz de hacer un
café decente.
—Vale, Carl, ahora mismo le echo un vistazo. Toma, reparte dulces de momento.
Y que no se te olvide entregar panfletos.
—De acuerdo.
Max rodeó el mostrador, que tenía forma de ele, y se acercó a la enorme cafetera
cuyo tamaño impresionaba de por sí. Carina se abanicó la cara con una mano
mientras que con la otra manejaba las relucientes palancas.
—Carina, eres la jefa. Los empleados se están aprovechando de ti de manera
descarada. Te mudaste ayer y debes de estar agotada.
Lo miró con una sonrisa insolente.
—Habla por ti. Soy ocho años más joven que tú. No tengo problemas de energía.
De repente, sintió el incontrolable impulso de arrancarle la ropa, tumbarla en la
hierba y descargar toda su energía sobre ella. Se la imaginó desnuda y gimiendo bajo
su cuerpo.
—Ándate con ojo, jovencita, o lo mejor me veo obligado a demostrarte que estás
equivocada.
En vez de retroceder, Carina soltó una carcajada.
—¿Estás de broma? Ahora mismo necesito un hombre con energía suficiente para
hacer cien tazas de café en un tiempo récord. Me apuesto lo que quieras a que no eres
capaz de hacer un expreso decente.
Max apoyó la limonada en el mostrador y la miró sin dar crédito.
—Es imposible que me hayas dicho eso. Soy italiano. Me he pasado la vida
haciendo café en mi casa.
Ella resopló al tiempo que conseguía que la cafetera funcionara correctamente. En
la taza cayó un hilillo oscuro y el olor tostado del café no tardó en inundar sus fosas
nasales.
—Claro, en tu reluciente cocina con tu cafetera gourmet. ¿Por qué no te remangas
la camisa y me demuestras de lo que eres capaz, jefe?
—¿Me estás retando?
Carina se encogió de hombros.
—Olvídalo. No quiero que te manches esa ropa tan elegante que llevas.
Max soltó un taco entre dientes, arrojó el vaso de limonada a la basura y se colocó
tras el mostrador. Con movimientos eficientes se puso unos guantes, cogió la gorra
extra y aferró a Carina por los hombros. Ambos dieron un respingo, sorprendidos por
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la corriente sexual que sintieron nada más rozarse. Y eso que solo pretendía apartarla
de su camino. La cafetera decidió soltar un chorro de vapor en ese mismo instante,
como si se hubiera ofendido por el repentino momento de intimidad.
Max soltó a Carina y trató de disimular con un resoplido.
—Quítate de en medio.
Las pupilas de Carina se dilataron, como si reconociera la orden y quisiera
obedecerla. Max sintió que le subía la temperatura, algo que no tenía nada que ver
con el calor ni con el café. La expresión de los ojos oscuros de Carina lo golpeó con
fuerza. Allí donde más dolía…
—Cronométrame.
Max sabía que para obtener una taza de expreso perfecta debía seguir ciertas
reglas. Los ingredientes eran fundamentales: café arábigo cien por cien natural,
tostado, no torrefacto; agua fresca sin aditivos para no adulterar el sabor y la cafetera
perfecta. El resto era cuestión de habilidad, sobre todo a la hora de prensar el café en
el filtro, ya que debía hacerse en la justa medida para no romper el equilibrio. Lo hizo
todo con la comodidad de años de práctica para impresionar a las mujeres y a su
madre. Quitó el portafiltros. Echó el café recién molido. Presionó el café con el
prensador. Colocó el portafiltros en su lugar. Pulsó el botón para llenar la taza.
Repitió el proceso.
Max sintió la mirada de Carina sobre él pero se negó a interrumpir el trance en el
que se había sumido; no quería discutir con ella. ¿Cómo se atrevía esa mujer a
cuestionar sus habilidades?
Carl silbó mientras giraba el cuerpo para servir cuatro tazas a la vez.
—Joder, señor Gray, usted sí que sabe.
—Gracias. Ven aquí y te enseño. Algún día tendrás una cafetera como esta y
querrás impresionar a alguna chica. —Guiñó un ojo—. A lo mejor hasta consigues
conquistarla del todo.
El chico abrió los ojos como platos.
—Genial. Enséñeme.
Max instruyó a los estudiantes en prácticas en el refinado arte de la seducción por
medio del café. Carina extendió un brazo para coger la canela.
—¿Por qué los hombres lo convierten todo en un método para llevarse a las
mujeres a la cama?
Carina le rozó el hombro con un pecho y eso hizo que a Max se le escurriera el
mango del portafiltros. La cafetera escupió un chorro de café, furiosa.
—Joder, me has cortado el ritmo. La respuesta es simple. Los hombres solo
piensan en dos cosas: comida y mujeres.
—Y a veces en deporte —añadió Carl con seriedad.
Carina suspiró.
Las horas pasaron volando gracias a la vorágine de actividad, y llegó un momento
en el que a Max le dolían todos los huesos del cuerpo. Sin embargo, había algo entre
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ellos que facilitaba el trabajo en equipo de tal forma que sus movimientos parecían
coordinados. Las pullas que se lanzaban ayudaban a que el trabajo fuera divertido.
Max comprendió que a veces era demasiado serio y los estudiantes en prácticas
alucinaban con las pullas de Carina, que siempre lo había tildado de estirado.
También se percató de la cola de hombres que se asomaban por encima del
mostrador para echar un vistazo a lo que dejaban a la vista los diminutos pantalones
de Carina. Ella parecía percatarse de la curiosidad que suscitaba y les seguía el juego.
Todos los hombres se marchaban con una sonrisa embobada, algo que cada vez
enfurecía más a Max. ¿Tan tontos eran los hombres que bastaba un guiño descarado y
un contoneo de caderas para que el cerebro les dejara de funcionar?
«Pues sí», se respondió en silencio.
Sobre todo tratándose de Carina. Tenía un cuerpo de infarto, pero era su
capacidad para reír y su extroversión lo que conquistaba a cualquier hombre. Porque
ella deseaba ser el centro de atención. Max le entregó una taza de café al tontorrón
que tenía delante y que la miraba boquiabierto, pero lo hizo con más ímpetu de la
cuenta. El café se derramó por el borde y el chico gritó.
—Deberías haberte puesto el uniforme —dijo Max—. Esa ropa es un poco
llamativa.
Carina puso los ojos en blanco como si él fuera su tío, ya entrado en años.
—Sí, claro, un traje pantalón sería comodísimo para estar aquí. Estamos casi a
treinta grados.
—Debemos proyectar una imagen profesional.
Su risa le provocó un nudo en las entrañas.
—Ay, Max, qué gracioso eres. ¿Por qué crees que llevo estos pantalones cortos?
—El guiño travieso de Carina lo dejó sin aliento y tuvo la sensación de que era tonto
—. Me has enseñado muy bien. No hay razón para no usar tu cuerpo, tu encanto y tu
cerebro para dar un empujoncito, ¿verdad?
Por primera vez en su vida, Max se quedó sin palabras por culpa de una chica que
se había convertido en un desafío digno de cualquier hombre. Carina parecía
consciente de su victoria y, tras regalarle una sonrisa burlona, se volvió para atender a
los últimos clientes.
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Carina se miró en el espejo de pie.
Estaba cañón.
El placer se apoderó de ella al dar una vuelta y ver cómo la larga falda se agitaba
en torno a sus piernas. La tela azul marino resaltaba su piel morena y su pelo oscuro.
Desde luego que no se parecía en nada a su anterior vestuario y a su deseo de
esconderse. No, ese vestido iba gritando «aquí estoy», y le encantaba.
El corpiño era ajustado y la tapaba como era debido, pero la espalda era la
sensación. Pensó en ponerse un sujetador sin tirantes, pero después descartó la idea.
Apenas se notaba el contorno de sus pezones, un atisbo incitante, nada de
exhibicionismo. Hacía que se sintiera sexy y desnuda bajo la tela. «Picarona», pensó.
Justo lo que necesitaba para su cita.
La voz de Flo Rida sonaba en la estancia y ella movía las caderas al insistente
ritmo de la música mientras se maquillaba. Con un poco de suerte a Edward le
resultaría el vestido igual de tentador y la química entre ellos sería explosiva.
Imaginó sus manos por debajo del corpiño para jugar con sus pechos desnudos
mientras le pellizcaba los pezones y ella se arqueaba y separaba los muslos y…
La cara de Max apareció de repente.
Dejó el lápiz de ojos en el aire y se miró con el ceño fruncido en el espejo. Al
cuerno con él. ¿Por qué narices tenía que estar tan bueno? Jamás se le pasó por la
cabeza que trabajaría con ella en el stand de la feria. Parecía muy elegante y refinado
con el polo verde, los chinos y los mocasines de piel. Con ese pelo revuelto en la
justa medida por el viento y la aristocrática nariz levantada con gesto desdeñoso
mientras la reprendía, fue incapaz de no retarlo, convencida de que jamás aceptaría el
desafío. Ese hombre dirigía una empresa entera y, sin embargo, había manejado la
cafetera como si fuera un maestro e incluso había convencido a los dos chicos de
prácticas de que era un tío guay.
Se estremeció al recordarlo. Sabía moverse, desde luego. Esos elegantes dedos
acariciaron los botones y las palancas como lo haría un amante, exprimiendo al
máximo la cafetera. Pasada la primera hora, incluso se relajó y empezó a divertirse.
Sonreía y dejó asomar sus blancos dientes mientras charlaba con las personas que
paseaban por la feria, y sus músculos no dejaban de tensarse y de relajarse con cada
movimiento de su cuerpo. Ella se descubrió contemplando su trasero en demasiadas
ocasiones, porque la tela se amoldaba a los glúteos y la hacía desear hacer cosas
Cosas malas. Con Max.
Cerró los ojos. Dio, tenía que dejar de pensar en él de esa manera. Esa noche
conocería mejor a Edward y con suerte se daría un buen revolcón. Era su primera cita
oficial durante su nueva etapa en Estados Unidos y no pensaba fastidiarlo todo
babeando por Max.
Eso se acabó.
Terminó de maquillarse y cogió las sandalias de marca. Se ató las tiras en torno a
las piernas, y contempló el brillo de los zafiros. Por Dios, le encantaban los zapatos.
Antes de ganar la batalla a su problema de peso, descubrió su pasión por el calzado.
Los zapatos nunca la hacían parecer gorda, y eran estupendos para subirle la moral.
Las uñas de los pies lucían el mismo tono rojo de sus labios.
Se puso unas cuantas pulseras y los pendientes de plata antes de coger el chal y el
bolso de cuentas. Después salió por la puerta.
Había llegado la hora del espectáculo.
Max miró a su acompañante y se preguntó por qué no sentía nada.
Hacía tiempo que le atraía. Después de su atrevido comentario en el despacho, se
dio cuenta de que Laura quería llevar su relación al siguiente nivel. La conversación
con Carina seguía resonando en sus oídos y era el momento de demostrar que se
equivocaba. Laura tenía todo lo que buscaba, y en esa ocasión Carina no se burlaría
de él por estar con la mujer equivocada.
Le pidió a Laura una copa de vino y encontró un asiento en un rincón. Su mirada
se paseó por la estancia mientras escuchaba a medias lo que Laura le decía, sin
apartar la vista del resto de los invitados. Mientras pasaban los minutos, se preguntó
si Carina había cambiado de opinión y había cancelado su cita. Casi añoraba poder
hacer lo mismo con la suya. Las largas horas en la feria le habían quemado un poco la
piel, le habían fastidiado la espalda de tanto agacharse y lo habían dejado con una
erección casi permanente. Aunque le daba igual. Le gustaba la risa cantarina de
Laura, así como el generoso escote de su vestido negro. La reacción que había tenido
ante Carina lo preocupaba, pero tenía que admitir que había pasado bastante tiempo
desde la última vez que complació a una mujer. «Demasiado trabajo y poco placer»,
se dijo Max.
La vio entrar.
Qué raro, pensó, Carina había formado parte de su vida durante tanto tiempo que
en casa nunca se había fijado en ella. Allí su presencia era como una llama, como si
el sol se asomara a través de nubes tormentosas para tentar a la gente que estaba en la
playa con un rayito de luz. Esos últimos años habían cambiado su cuerpo y madurado
su mente, hasta que el resultado lo sobrepasó como un grupo de caballos de carreras
en busca de la línea de meta.
Max se rindió y la miró boquiabierto.
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Carina prefería los colores en ese momento. Antes cubría su cuerpo con tonos
verdes y grises en un esfuerzo por esconderse. Esa noche había tirado la precaución
por la borda y se había puesto bajo los focos, la personificación de la tentación.
Menos mal que llevaba las piernas cubiertas. La vaporosa tela azul marino caía
hasta el suelo y se ceñía a sus generosas caderas y a sus voluptuosos pechos. Alcanzó
a ver unos tacones de aguja a juego mientras caminaba con la cabeza echada hacia
atrás porque se estaba riendo. Llevaba la melena rizada recogida en un moño alto, de
modo que dejaba al descubierto la delicada curva de su cuello.
Edward la sujetaba del codo con gesto posesivo mientras le susurraba algo al
oído. Ella se rio de nuevo y se volvió.
Max sintió que se quedaba sin aire. Su espalda desnuda brillaba bajo las luces, y
su piel morena lo incitaba a recorrerle la columna con la lengua para saborearla. La
tela se recogía en su cintura y dejaba demasiada piel a la vista. ¿Qué sujetador se
habría puesto con semejante vestido? Entrecerró los ojos mientras la veía atravesar la
estancia.
Se le notaban los pezones bajo la delicada tela. Una salvaje punzada de deseo lo
atravesó e hizo que le diera vueltas la cabeza. Confirmado. No llevaba sujetador. Sus
voluptuosos pechos se mecían libremente y torturaban a todos los hombres presentes
como si jugaran al escondite. Sin hacer caso de la multitud y al parecer sumidos en su
propio mundo, Carina y Edward fueron directos a la pista de baile. Edward la pegó a
su cuerpo, demasiado a su parecer, y una de sus manos le acarició la cintura hasta
posarla en la base de su espalda, justo encima de su trasero. ¿Qué leches? ¿Acababan
de llegar y ya era incapaz de dejar las manos quietecitas? Ni siquiera habían echado
un vistazo a su alrededor para ver quién más había. Estaban en una cena de negocios,
por el amor de Dios, no en un bar de copas. ¿Ya no se estilaba eso de presentarse a
los demás?
—¿Cariño? ¿Por qué estás tan distraído esta noche?
Meneó la cabeza. Con fuerza. Y después se obligó a sonreír.
—Lo siento, es que acabo de ver a un amigo. ¿Te importa si te dejo un momento?
Laura lo miró con una sonrisa cegadora y le provocó dolor de cabeza. ¿Quién
tenía unos dientes tan blancos?
—Claro que no. Siempre que no tardes.
El puchero que hizo fue de lo más elocuente. Sin duda alguna podría llevársela a
la cama esa noche. Se guardó esa idea y atravesó la estancia.
Las tristes palabras de Adele invadieron sus oídos. Se abrió paso entre las parejas
que bailaban y llegó hasta ellos. Carina movió la cabeza un centímetro. Sus ojos se
encontraron.
Esos dos pozos insondables lo arrastraron a sus profundidades. Algo comenzó a
arder antes de que se abrieran como platos. Max reconoció la atracción, tenía
experiencia con las señales de la excitación. Sintió la piel muy tirante. Y el atávico
impulso de apartarla de Edward y reclamarla como suya lo abrumó. Extendió un
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brazo y…
—Max, menuda sorpresa.
Edward se volvió y sonrió.
—Hola, jefe. Creía que no ibas a venir.
—Cambio de planes. —Esbozó una sonrisa tensa—. ¿Te importa si te sustituyo?
—Qué va. —Edward hizo una reverencia, arrancándole una risilla tonta a Carina
—. Milady, vendré a buscaros en un ratito.
Ella lo miró con una sonrisa deslumbrante, algo que cabreó a Max.
—Muchísimas gracias, galante caballero.
Max le cogió la mano y se la puso en el hombro antes de pegarla a su cuerpo. Los
endurecidos pezones le rozaban la camisa. Empezó a echar humo por las orejas con la
misma rapidez con la que se le puso dura.
—¿Esto es la puta Edad Media o qué?
Carina parpadeó.
—¿Se puede saber qué te pasa? ¿Estás gruñón por haber trabajado más de la
cuenta en la feria?
Frunció el ceño al escucharla.
—No, es que no te tenía por alguien a quien le gustaban esas tonterías.
En fin, al menos no en ese momento. La antigua Carina le recordaba a risillas
tontas y cotilleos a escondidas sobre chicos. La que tenía entre los brazos parecía una
mujer que necesitaba que la domaran y la poseyeran.
—Nunca me has tenido por nada.
La estrechó con más fuerza y la pegó todavía más. El olor de su piel a jabón y a
pepino fresco le asaltó la nariz. ¿Cómo algo tan inocente y puro podía provocar un
subidón tan atávico de lujuria? Joder, tenía la sensación de haber caído en el País de
las Maravillas y estar buscando una salida.
—Bonito vestido.
—Gracias.
—Un poco provocativo, ¿no te parece? Ni siquiera llevas sujetador.
Carina se detuvo. Echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos con expresión
asombrada. Estaba ruborizado.
—Dime que no acabas de decirme eso.
Max le deslizó un brazo por la espalda hasta colocarle la mano contra la piel
desnuda. Esa piel sedosa solo consiguió que su cabreo aumentara.
—¿Crees que Edward es de la clase de hombres que no toma esto por una
invitación? Intento protegerte. Comportarme como un amigo.
Carina comenzó a susurrar, furiosa:
—Parece que últimamente tienes fijación por mi ropa y por quién me gusta.
Intentas controlar mi vida y detestas no poder seguir haciéndolo. Lo que me pongo o
dejo de ponerme debajo de la ropa no es asunto tuyo. ¿Por qué estás bailando
conmigo? ¿Dónde está Laura?
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—Eres como una hermana para mí. —Levantó la vista con expresión culpable. Su
acompañante estaba sentada en silencio mientras bebía de su copa de vino y esperaba
su regreso. ¿Qué estaba haciendo? Tenía una mujer a su disposición que ansiaba que
le prestase atención y él iba detrás de la única que no lo deseaba—. Laura puede
apañárselas sola unos minutos.
Carina resopló.
—Claro. Déjame tranquila, Max. No pienso repetírtelo.
—Vale. Pero no vengas corriendo a mí cuando tu acompañante espere más de lo
que estás dispuesta a dar.
Carina se transformó una vez más en la reina de hielo que él se moría por derretir.
Esos labios rojos esbozaron una gélida sonrisa.
—Descuida, estoy dispuesta a dar mucho.
La madre que la parió. La coronilla de Carina apenas le llegaba al hombro. Su
estatura debería ser totalmente incompatible con la suya; en cambio, encajaba a la
perfección: era un paquetito cálido y suave. Sus voluptuosos pechos se pegaban a su
torso y sus piernas jugaban al despiste, introduciéndose entre las suyas una y otra vez
en un sensual juego preliminar. Se imaginó separándole los muslos para descubrirla
mojada y receptiva. Se imaginó esa boca incitante entreabierta por un jadeo mientras
la complacía con la lengua y la instaba a retorcerse y a gritar su nombre. Se
imaginó…
—Supongo que para Laura esta va a ser su noche de suerte.
Su atrevido comentario le arrancó una carcajada seca. Seguro que lo siguiente
sería ver al Sombrerero Loco en la pista de baile. Joder, estaba perdiendo la cabeza.
—¿Cómo dices?
—Esa expresión tuya. Tan intensa y sexy. Es lo bastante buena para un revolcón
pero no para una cena, ¿no?
Diana. Su dardo verbal lo cabreó y se la puso durísima.
—Te equivocas. Tiene todo lo que busco en una mujer. Lo que tira por tierra esa
ridícula teoría tuya de que escojo a las mujeres equivocadas porque me da miedo la
intimidad.
Carina le deslizó las manos por los hombros y le enterró los dedos en el pelo para
obligarlo a bajar la cabeza, de modo que sus miradas se encontrasen.
—¿Qué te apuestas?
El deseo se apoderó de él y le corrió por las venas, desbocado. Carina sacó la
lengua y se humedeció el labio inferior en un gesto provocador muy premeditado.
—¿Mmm?
Carina soltó una carcajada ronca. El sonido le envolvió el cuerpo como una cálida
manta.
—Pobre Max, ni siquiera te das cuenta. Laura tiene un defectillo que será de vital
importancia para ti.
Resopló al escucharla.
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—Muy bien, ¿y cuál es, doña Adivina?
—Detesta los animales.
Max contempló su expresión ufana mientras luchaba contra la necesidad de
besarla.
—Qué va. Además, es imposible que lo sepas, solo intentas comerme la cabeza.
—Eres libre de creer lo que te apetezca —replicó ella con desdén—. Pregúntale
después, a ver qué te contesta. Rocky acabará en el refugio. Ni de coña se acercaría a
un pitbull.
—No tendrá problema alguno con Rocky. Es inofensivo.
Su voz, distante, la atormentó hasta que sintió el impulso de replicar.
—Cuando te la lleves a casa, lo descubrirás tú solito. Rocky dormirá en la calle.
—Ya vale. —Edward se acercaba a ellos. El baile había terminado. La soltó
mientras la voz de Adele sostenía una nota lastimera y solitaria. El arrepentimiento y
algo más, algo que corría más hondo, se apoderaron de él—. Ten cuidado esta noche,
Carina.
Ella sonrió. Se quedó sin aliento al ver cómo se transformaba de una chica
inocente en una mujer tentadora, desde el brillo misterioso de sus ojos hasta el gesto
seductor de sus labios.
—No te preocupes. Esta noche pienso pasármelo tan bien como tú.
Carina volvió la cabeza y lo dejó en la pista de baile mientras se arrojaba a los
brazos de Edward.
«Qué hijo de puta», pensó Max.
«Capullo», pensó Carina.
La indignación corría como lava por sus venas. Miró a Edward con una sonrisa
cuando este sustituyó a Max e intentó dejarse llevar por la música. ¿Cómo se atrevía
a adoptar esa actitud machista con ella? Sobre todo después de decirle como si nada
que tenía intención de acostarse con la guapa Laura, como si fuera un amigote con
quien compartir sus conquistas. Estaba más que harta de su enorme ego y de su
incapacidad para reconocer la verdad.
Esa mujer era una farsa. Si se miraba más allá de la piel tersa y de la conversación
ingeniosa, solo había humo, nada de corazón. Después de la charla que mantuvo con
Max, se topó en el aparcamiento de las oficinas con Laura, que estaba casi histérica
porque había un perro callejero merodeando por los alrededores.
La cara de Laura reflejó su espanto al ver al chucho, y era evidente que había
llamado a los guardias de seguridad movida por el pánico. Carina tuvo que interceder
a fin de que la pobre criatura no acabara en la perrera. Se agachó y empezó a susurrar,
y al cabo de un momento el perro se acercó a ella con paso titubeante e incluso
intentó lamerla. Saltaba a la vista que el pobrecillo era un buenazo.
A Laura le dio igual.
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Se estremeció y señaló al perro con un dedo y su correspondiente uña larga.
—Detesto los animales —declaró—. Son asquerosos, sucios, y no paran de
quejarse. Carina, por Dios, no lo toques. Seguramente tenga alguna enfermedad. Que
se lo lleven los de la perrera.
Y con esa frase Carina se dio cuenta de por qué Max salía con Laura. Otra falta.
Una muy gorda. A Max le encantaban los animales y jamás se sentiría cómodo con
una mujer que no quisiera a Rocky y que no le permitiera tener una casa llena de
mascotas. Ese hombre era insoportable, pero tenía un corazón de oro.
Contuvo un gemido. Ah, Dio, ya estaba otra vez. Se estaba enfadando por las
decisiones que tomaba Max. Se estaba involucrando en su vida de modo que la suya
propia quedaba relegada a un segundo plano. ¿No iba a aprender nunca? Inspiró
hondo y se relajó. Edward le colocó una mano en la base de la espalda, en el mismo
punto donde antes la había tocado Max. La calidez de sus dedos contra la piel le
resultó reconfortante. Adoraba sentir las manos de un hombre sobre ella, ansiaba con
toda su alma esa posibilidad de intimidad, el contacto.
De acuerdo que con Edward no sentía el mismo impulso desquiciado que sentía
con Max. Dudaba mucho que otro hombre consiguiese que se encendiera como un
arbolito de Navidad. Pero daba igual. Había bastante energía para llegar al siguiente
nivel esa noche. Edward era atractivo y gracioso, y ella necesitaba sentir sus labios
sobre los suyos, anhelaba experimentar la embriagadora pasión de besos y
preliminares subidos de tono.
Se avergonzaba un poco por esa necesidad imperiosa de experimentar algo de
peligro, de rudeza. Casi todos los hombres la trataban con suma dulzura, como si
fuera una flor que pudiera marchitarse. Sus besos comedidos y los titubeantes roces
de sus lenguas la frustraban tanto que solía poner fin al encuentro enseguida. A lo
mejor Edward por fin podría satisfacer su oscuro anhelo de menos… delicadeza.
¿Qué se sentiría si un hombre la deseaba tanto que la tomaba sin permiso? Ese
pensamiento tan escandaloso le puso el vello de punta.
Con un poco de suerte lo averiguaría esa noche.
La velada pasó como un torbellino entre los saludos de rigor, el buen vino y
alguna que otra miradita a Max. Mantuvo las distancias, pero cuando salió del aseo
de señoras, vio que Edward y Max estaban junto a la barra, charlando. De modo que
ella se volvió hacia la derecha y se unió a unas mujeres de mayor edad del mundillo
de la pastelería, decidida a no hablar de nuevo con Max. Ya era bastante malo trabajar
para él, así que no iba a dejar que metiera las narices en sus asuntos. Le ardieron las
mejillas al recordar el comentario del sujetador.
—¿Carina?
Se volvió y Edward la tomó de la mano.
—Me alegro muchísimo de haber venido a la fiesta. Me lo estoy pasando genial
—dijo ella.
—Yo también. ¿Estás lista para irnos o quieres quedarte un poco más?
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Sonrió al escucharlo.
—Vámonos.
—Esperaba que dijeras eso.
Carina tragó saliva y se lo tomó como una invitación, de modo que se apresuró a
llegar al coche. Cuando por fin se puso el cinturón de seguridad, una ligera llovizna
caía sobre el parabrisas, aunque al punto se convirtió en un chaparrón. Edward
permaneció en silencio mientras recorrían las calles mojadas hacia el apartamento de
Carina.
Tenía los puños apretados mientras pensaba. ¿Lo invitaba a subir? ¿Era
demasiado pronto? ¿Demasiado peligroso? Un sinfín de preguntas y de posibilidades
pasó por su mente, haciéndola desear tener más experiencia con los hombres. Cuando
por fin Edward aparcó junto a la acera, tenía un nudo en el estómago. Él puso el
coche en punto muerto.
—Uf, está lloviendo a mares. ¿Te parece que te acompañe a la puerta?
Su instinto se rebeló. No, invitarlo a subir no sería sensato. No lo conocía lo
suficiente. Pero un revolcón en el coche le parecía estupendo. El repiqueteo de la
lluvia los envolvía y los sumía en una espesa oscuridad.
—No hace falta que te quedes empapado. Podemos despedirnos aquí.
—Vale.
Carina esperó. Edward cambió de postura y de repente pareció muy incómodo.
Carina se desentendió de todas las voces que gritaban en su cabeza diciéndole que no
era lo bastante buena, lo bastante sexy o lo bastante femenina para que Edward
quisiera besarla. Desterró sus inseguridades y se acercó un poco.
—Me lo he pasado muy bien. —Se humedeció el labio inferior con la lengua.
Edward le miró la boca con los ojos entrecerrados y la tensión aumentó. Menos
mal que parecía interesado. A lo mejor era tímido. De acuerdo, ella daría el primer
paso. Le vendría bien la práctica.
—Esto… yo también.
Se acercó a él otro centímetro. Edward fruncía la frente en una extraña mezcla de
anhelo y nerviosismo. Carina cerró los ojos y dio el salto.
Sus labios rozaron los de Edward.
Durante un espantoso momento Edward no se movió. A ella se le desbocó el
corazón por las señales contradictorias que él le lanzaba, pero después, con sumo
cuidado, como si temiera asustarla, le devolvió el beso. Esos cálidos labios se
movieron sobre los suyos y Carina se relajó al tiempo que lo invitaba a una
exploración más íntima. Le rodeó los hombros con sus brazos y lo instó a rendirse al
abrazo, un abrazo que con suerte acabaría en algo más.
Edward pasó de sus señales y mantuvo las manos en el regazo; además, también
mantuvo el cariz dulce, casi reverente, del beso. A Carina se le cayó el alma a los
pies. Despacio, separó los labios y le permitió un acceso total. Con los nervios a flor
de piel y el corazón desbocado, Carina emitió un gemido ronco y muy femenino,
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suplicándole más.
Edward se apartó.
Respiraba con dificultad y su cara tenía una expresión rayana en el pánico. Soltó
una carcajada seca.
—Uau. Lo siento, Carina, no quería hacer eso.
Ella se apartó de golpe.
—¿No querías besarme?
Edward le cogió las manos con gesto tranquilizador.
—No, no me has entendido. Claro que quería besarte. Es que Max me advirtió de
que…
—¿Max? —Se tensó de los pies a la cabeza. Empezaron a zumbarle los oídos y
meneó la cabeza para despejarse—. ¿Qué te ha dicho Max?
Otra carcajada.
—No mucho, la verdad. Solo me ha explicado que eres nueva en la ciudad y que
tenía que ir despacio, que no estás preparada para… en fin, para nada… Pues eso…
—¿Para el sexo?
Edward le soltó las manos como si le quemaran. El pánico había vuelto, un
pánico total. Carina contempló cómo su revolcón se esfumaba y ella se marchitaba
como una planta sin agua.
—¡No! Bueno, está claro que no vamos a acostarnos. Joder, ¡Max me mataría!
A Carina empezó a hervirle la sangre, quería guerra, pero estaba claro que ella se
encontraba en el bando perdedor.
—Max no tiene nada que ver conmigo —sentenció con serenidad—. Es un viejo
amigo de la familia, pero no controla mis actos y jamás interferiría con tu trabajo. Si
te intereso, claro.
Pasaron los segundos. Esperó una respuesta. Suplicó que Edward demostrara una
muestra de agallas y su primera cita no acabara de esa manera. Ansiaba que la
atrapara entre sus brazos, que la besara y que dijera que Max le importaba una
mierda. En cambio, a su alrededor el aire se enfrió, algo que no tenía nada que ver
con la lluvia. Había perdido la batalla.
Y Max había vuelto a ganar.
—Lo siento, Carina. —Su expresión era afligida—. Adoro mi trabajo y me
gustas, de verdad que me gustas muchísimo. Pero Max ha dejado claro que necesitas
una relación formal y yo no estoy preparado para el compromiso.
Carina consiguió recuperar la compostura y se envolvió con ella. Con una sonrisa
fría, asintió con la cabeza.
—Lo entiendo, de verdad que sí. Gracias por una velada tan agradable. Y no te
preocupes, esto no afectará a nuestra relación en la oficina. Podemos seguir siendo
amigos.
La palabra se le atascó en la garganta como un pegote de mantequilla de
cacahuete, pero Edward sonrió al escucharla.
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—Sí. Amigos está genial. Nos vemos el lunes.
Carina salió del coche y corrió hacia la puerta. Metió la llave en la cerradura,
encendió las luces del vestíbulo y entró. Espió por la ventana y esperó a que Edward
se alejara en su coche. Sin perder un segundo, cogió las llaves y corrió hacia su
propio coche. Le temblaban las manos cuando arrancó el motor y tuvo que encender
la calefacción a tope para mitigar el frío. El agua goteaba en el asiento, pero pasó de
la humedad. La rabia vibraba en su interior con tanta fuerza que solo tenía un
objetivo en mente. Solo quería hacer una cosa para arreglar esa desastrosa noche.
Matar a Maximus Gray.
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Max escuchaba el rítmico repiqueteo de la lluvia en la ventana mientras bebía una
copa de coñac. El licor se deslizaba por su lengua con un dulzor abrasador. Sin
embargo, no conseguía relajase y aferraba la copa con fuerza.
Carina tenía razón.
Otra vez.
Como si sintiera su agitación, Rocky gimió, resopló y apoyó el peso de su cuerpo
sobre los pies de Max. La confortable calidez del animal lo tranquilizó un poco, de
modo que bajó una mano para acariciarle la cabeza. Una cabeza enorme y fea que lo
convertía en uno de los perros más horrorosos que había visto en su vida.
Sin embargo, nada más ver al pobre animal maltratado en la feria, se creó un
vínculo entre ellos de inmediato. Pasó, junto con la mujer que lo acompañaba, por
una pequeña caseta donde entregaban cachorros en adopción. Su pareja acarició
encantada a las pequeñas bolas peludas, mientras él se armaba de paciencia y
observaba las distintas atracciones. Supuso que si conseguía algún peluche y se lo
regalaba, lograría que ella se lo agradeciera más tarde… Aunque tampoco dudaba de
cuál sería el colofón de la noche a juzgar por los comentarios que la chica había
estado haciendo. Estaba planeando la forma de allanar más el camino cuando sus ojos
se detuvieron en el sucio y corpulento pitbull atado en una esquina de la caseta.
Llevaba una soga deshilachada en torno a su enorme cuello, tan apretada que casi lo
estaba ahogando. Al perro no parecía importarle la dificultad que tenía para respirar y
se limitaba a hacerlo despacio para no jadear. La expresión alerta de sus ojos parecía
indicar que era consciente de su realidad y que no podía hacer nada para cambiarla.
El perro abrió la boca, soltando un hilillo de baba. Estaba todo magullado. Le
habían arrancado media oreja. Sin embargo, cuando la mirada del animal se cruzó
con la suya, Max supo que ese perro estaba destinado a ser suyo, que tenía que serlo a
toda costa. Era un luchador, dentro y fuera de la arena, y merecía una vida mucho
mejor que la que llevaba.
Los chicos a cargo de la caseta de adopciones le cobraron cien dólares por el
pitbull. Seguramente lo usaban como carnaza en las peleas, ya que sus días de lucha
habían quedado muy atrás. Max desató la cuerda, se agachó y le dijo al animal que se
iban a casa. Con la dignidad típica de su raza que poca gente llegaba a comprender,
Rocky se levantó del sucio suelo y lo siguió. Max perdió a su acompañante, pero
ganó a su mejor amigo.
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Laura lo odió nada más verlo.
En cuanto entró en el apartamento y vio a Rocky, soltó un chillido muy femenino
que irritó a Max. Aunque pasó unos minutos asegurándole que el perro era
inofensivo, ella siguió temblando e insistió en que lo encerrara. En ese momento Max
tuvo clara su elección. Por segunda vez en su vida eligió a Rocky, y Laura se marchó
sin mirar atrás.
Lo más triste era que no le importaba.
¡Por Dios! ¿Al final había resultado ser igual que su padre? ¿Era incapaz de
profundizar en una relación para convertirla en algo permanente? ¿Era incapaz de
amar a alguien de la forma que esa persona lo necesitaba?
Recordó el día que descubrió la verdad. Otros niños tenían papás, y él siempre se
había preguntado por qué él no lo tenía. Y un día se lo preguntó a su madre. Ella le
contó la historia con una serenidad y un amor tan dignos que le hizo pensar que todo
saldría bien. Su madre jamás le mentía, pero después había estado enfadado con ella
durante meses. Porque su madre le había dicho la verdad. Y él deseaba con todas sus
fuerzas que le hubiera mentido. Que le hubiera dicho que su padre murió en la guerra
o que se marchó por el bien de la familia o que sufrió un fatídico accidente para así
poder presumir delante de sus compañeros de clase.
En cambio, su madre le contó que su padre se marchó después de que él naciera.
En una ciudad pequeña y conservadora, se convirtió en el cotilleo más importante del
que se había hablado en años. Ir a la iglesia todos los domingos y sentarse en el banco
era una tortura. El divorcio estaba muy mal visto y su madre era la única que había
cometido ese pecado. La mayor parte de sus amigos y de la familia los protegieron
para evitarles las peores muestras de crueldad, y al final Max aprendió a erigir sus
defensas para que nada le hiciera daño.
Su madre intentó dárselo todo, pero el deseo de saber por qué su padre lo había
abandonado lo torturó durante años y le dejó un vacío enorme en las entrañas. ¿Los
padres no solían querer de inmediato a sus hijos recién nacidos? ¿Qué defecto tenía él
para que no lo hubiera reclamado? ¿Cómo era posible que un hombre que acababa de
ser padre se alejara de su familia y jamás se interesara de nuevo por ella?
Cuando cumplió los veintiuno, decidió averiguarlo.
Usó internet y el dinero de su fideicomiso, y logró localizar a Samuel Maximus
Gray en Londres. Recordaba la zona de la ciudad, situada en las afueras. Un barrio
sucio. Muy poblado. De clase baja. El que había sido un hombre rico,
impecablemente vestido, había acabado perdiendo su fortuna y su dignidad. Max lo
siguió hasta un pub y lo observó mientras veía la televisión y bebía pintas de cerveza.
Al final, se acercó a él. Recordaba todos los detalles, como si el encuentro hubiera
sucedido a cámara lenta.
—¿Sabes quién soy? —le preguntó a su padre.
Se había colocado frente a él con el corazón desbocado y el sudor corriéndole por
las axilas. Ese hombre era muy distinto al joven sonriente que había visto en las fotos
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de su madre. El hombre que tenía delante estaba calvo y tenía la cara hinchada. Sus
ojos eran de un azul desvaído, como si el alcohol y la mala vida le hubieran pasado
factura. Apartó la vista de su Guinness y lo miró con los ojos entrecerrados a la
penumbra del bar. Mientras lo sometía a un largo escrutinio, Max reparó en el olor a
cacahuetes, humo, cerveza y fracaso.
—Mierda, sí. Sé quién eres —dijo con un ligero acento inglés—. Pero no te
pareces mucho a mí.
Max esperó en silencio, pero su padre se limitó a mirarlo. Ni una disculpa. Ni
rastro de bochorno. Nada.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó al final.
Max cambió la posición de los pies.
—Quiero saber por qué. ¿Por qué te marchaste?
El hombre meneó la cabeza y bebió un gran trago de cerveza. Tras limpiarse los
labios con el dorso de la mano, replicó:
—¿No has conseguido el dinero?
—Sí, he conseguido el dichoso dinero.
Su padre dio un respingo.
—Entonces ¿qué quieres de mí? Te abandoné, pero me aseguré de que tuvieras lo
suficiente para labrarte un porvenir.
Max sintió una oleada de náuseas, pero siguió adelante, consciente de que tenía
que llegar hasta el final.
—¿Nunca quisiste quedarte con nosotros? ¿Por mi madre? ¿Por mí?
La mirada de esos ojos azules se tornó acerada.
—Quería a tu madre, pero nunca le prometí que me quedaría a su lado. No quería
una familia. Te hice el mejor favor que pude. Te dejé lo suficiente para que te labraras
un futuro y te dejé tranquilo.
La verdad lo atravesó, y supo que sus palabras eran ciertas. Su padre jamás lo
había querido. Jamás se había arrepentido de marcharse. Jamás había pensado en
ellos.
Las descarnadas heridas eran muy dolorosas, pero Max mantuvo la cabeza en
alto, seguro de que sanaría. Nada volvería a dolerle tanto en la vida.
—Gracias por aclarármelo, papá.
Salió del pub ya de noche y nunca echó la vista atrás.
De vuelta en el presente, Max clavó la mirada en el licor ambarino. ¿Por qué
estaba recordando esas cosas esa noche? Apenas pensaba en su padre y antes jamás
se había cuestionado las decisiones que tomaba con respecto a las mujeres. Carina no
sabía nada de su vida sentimental y, sin embargo, parecía presentir de una forma
instintiva aquello que lo hacía reaccionar, algo que solo su madre había conseguido
hasta el momento. Supuso que se sentía atraído por su inocencia y su juventud.
Siempre había deseado tener una hermana que proteger y cuidar.
Pero entonces ¿por qué ya no pensaba en ella como en una hermana?
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Imaginarla besando a Edward lo atormentaba. Sin embargo, le había advertido
con bastante rotundidad como para que no sucediera nada serio entre ellos. ¿O no?
¿Debería llamar a Michael? ¿Al móvil de Edward? No, lo tomarían por un pazzo.
¿Debería pasarse por el apartamento de Carina y comprobar que estaba bien?
Se golpeó la barbilla con los dedos mientras sopesaba esa opción.
Y en ese preciso instante alguien llamó al timbre.
Max sacó el pie de debajo de la cabeza de Rocky y enfiló el pasillo. ¿Quién
narices se presentaba un sábado por la noche a esas horas? ¿Habría vuelto Laura pese
a la tormenta? Echó un vistazo por la ventana lateral y examinó la figura delgada que
aguardaba en su puerta. Pero ¿qué…?
Giró el pomo y abrió la puerta.
—¿Carina?
Se quedó boquiabierto. Carina estaba tiritando frente a él. Llevaba el vestido
empapado y la fina tela se le pegaba al cuerpo. El pelo le caía desordenado a ambos
lados de la cara, y algunos mechones se le habían adherido a las mejillas. Iba
descalza, se percató al mirarle los pies, cuyas uñas estaban pintadas de rojo.
Descansaba sobre un charco de agua que se extendía en torno al bajo de su vestido.
Extendió un brazo para instarla a entrar, pero al mirarla a los ojos se quedó paralizado
y mudo del asombro.
Furia.
Esos ojos oscuros lo miraban echando chispas como una diosa de la Antigüedad
dispuesta a vengarse. Había levantado la barbilla y tenía los labios apretados, al igual
que los puños. Jadeaba como si hubiera luchado diez asaltos en el cuadrilátero con el
mismísimo Rocky Balboa.
—Eres un hijo de puta.
«Mierda», pensó él.
Se detuvo un instante a pensar si era acertado o no dejarla entrar. Sin embargo,
soltó un taco entre dientes, la agarró por una muñeca y tiró de ella para poder cerrar
la puerta.
Carina hizo lo posible por zafarse y lo miró mientras seguía chorreando agua en
su vestíbulo.
—¿Cómo te atreves a interferir en mi vida sentimental? —masculló—. ¡Tú,
precisamente tú! ¡Que eres incapaz de mantener una relación!
—Precisamente por eso, Carina. —Max adoptó una actitud serena y profesional a
modo de escudo. Si conservaba la cordura y le exponía sus miedos, Carina se
calmaría y podrían mantener una agradable conversación frente a la chimenea. Pero
antes necesitaba convencerla de que se había visto obligado a intervenir—. Edward
no es proclive a mantener relaciones estables y no quería que después te remordiera
la conciencia. Sobre todo cuando tuvieras que verlo a la fría luz de la mañana. Te
mereces mucho más que eso.
En todo caso, su explicación pareció enfurecerla aún más. La energía que
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irradiaba la hacía tiritar con más violencia y tenía la piel sonrojada. La tela húmeda se
pegaba a todas sus curvas, y los endurecidos pezones pugnaban por liberarse de la
barrera que los cubría. Contuvo una palabrota al notar que su cuerpo respondía a la
sensual imagen que tenía delante. Se le puso dura y fue consciente de que la tela del
pantalón de deporte poco hacía por disimular su estado.
—No tienes derecho a organizarme la vida. ¡Y me da igual que nos conozcamos
desde siempre! —Carina se acercó a él y, tras agarrarlo por la camiseta, se puso de
puntillas y masculló—: Max, me merezco una noche de sexo. ¿Por qué me lo niegas?
¿Te lo negarías tú? No soy una delicada muñeca de porcelana que solo pueda bajarse
de la estantería para jugar en determinados momentos. Soy de carne y hueso y quiero
erotismo, pasión y orgasmos.
Pues sí, lo había excitado al máximo. Su erección fue aumentando a medida que
ella hablaba. El olor de la lluvia, mezclado con el del pepino y el aroma a mujer le
nubló los sentidos. Aunque se esforzó para no dejarse llevar por la locura, ella siguió
azuzándolo sin piedad.
—Lo asustaste de verdad, tanto que le daba miedo tocarme.
—En ese caso, hice bien. Ningún hombre merece que pierdas el tiempo con él si
no es capaz de enfrentarse a alguien que le niega lo que quiere.
—No lo juzgues, imbécil. Eres su jefe y por tu culpa ahora cree que soy una
virgen que teme cualquier contacto físico. —Le dio un empujón en el pecho.
Su fuerte temperamento se sumó a la excitación, acicateándolo.
—¿No es eso lo que eres? La virginidad no tiene nada de malo. ¿Quieres
entregársela al primero que aparezca?
Carina gruñó por lo bajo.
—¡Sí! He hecho muchas cosas, Maximus Gray, cosas que no te creerías. Y me
han gustado. Pero quiero más. Y si quiero tirarme a todos los tíos guapos de la
dichosa empresa, no me vas a detener. No tienes derecho.
Sus palabras quedaron flotando en el aire. Un desafío. El alfa que llevaba en su
interior salió a la superficie, de modo que olvidó los buenos modales y la educación.
Carina vibraba con una tensión sexual que rayaba en lo explosivo y, al cuerno con
ella, iba a ser él quien la liberara.
Le dio una última oportunidad, y se mantuvo justo en el borde del precipicio.
—Vale, eres una mujer hecha y derecha capaz de tomar sus propias decisiones.
Muy bien. Me mantendré alejado de tu vida aunque vayas a cometer un gran error.
Vete a casa y madura. —Contuvo el aliento y esperó.
Los ojos oscuros de Carina enfrentaron su mirada y debieron de captar parte de la
locura que lo abrumaba porque retrocedió un paso para observarlo con más atención.
Y después sonrió.
—Vete a la mierda, Max. Me tienes harta.
Lo invadió una oleada de satisfacción. Se lanzó al vacío sin pensarlo y sin un
atisbo de arrepentimiento.
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Tras aferrarla por la cintura, la levantó del suelo y la estrechó contra él. Solo
necesitó tres pasos para pegarla contra la puerta. Su erección quedó justo entre los
muslos de Carina, que al sentirla, soltó un jadeo asombrado y separó sus carnosos
labios. Tenía las pupilas dilatadas.
—Tú te lo has buscado, niña. Aquí lo tienes.
Max inclinó la cabeza y le cubrió los labios con los suyos.
En un rincón lejano de su mente siempre se había imaginado que si alguna vez
besaba a Carina, sería una experiencia de índole espiritual. Una iniciación a la
ternura, de besos y caricias delicadas. La realidad lo atravesó, ya que estaba
experimentando algo que jamás habría creído posible. Iba directo al infierno, pero
estaba convencido de que merecería la pena.
Los labios de Carina encajaban a la perfección contra los suyos, eran suaves y
maleables bajo sus apasionados besos. Se preparó para recibir sus protestas y decidió
que iba a darle una lección. Sin embargo, lo que escuchó fue un gemido ronco
mientras ella le enterraba los dedos en el pelo y separaba los labios para entregarse a
sus besos.
Max se lanzó de cabeza. Su lengua aún tenía el afrutado regusto del pinot y
también esa dulzura tan característica de Carina. No podría ser tierno ni aunque se lo
hubiera propuesto. Su boca lo embriagó de tal manera que todo comenzó a dar
vueltas mientras exploraba su sedoso interior. La que tenía entre los brazos no era una
virgen tímida y recatada. Carina floreció bajo el asalto del deseo y exigió que la
complaciera saliendo al encuentro de su lengua y retándolo a ir más allá. La presionó
aún más contra la puerta y ella jadeó al tiempo que le rodeaba las caderas con las
piernas para estrecharlo con fuerza. Max soltó un gemido agónico y desesperado, y
rompió de un tirón los finos tirantes que sujetaban el vestido mojado. Apartó un poco
la tela y dejó al descubierto un pecho que brillaba por el agua, con el pezón enhiesto
y del color de un rubí.
Cubrió el pecho con una mano y acarició el pezón con el pulgar.
Carina explotó.
Le clavó las uñas en el cuero cabelludo al tiempo que le mordía el labio inferior.
La actitud desinhibida con la que demostraba su deseo lo excitó aún más. Soltó un
taco e inclinó la cabeza para meterse el pezón en la boca. Lo succionó mientras lo
acariciaba con la lengua, provocándole un más que evidente placer a juzgar por sus
gemidos y por la forma en la que arqueaba la espalda, suplicándole más. La que tenía
entre los brazos era una criatura salvaje. La sostuvo con fuerza mientras la torturaba
con sus lametones hasta que ella lo obligó a levantar la cabeza tirándole del pelo.
Max observó su cara con atención. Tenía los labios hinchados y entreabiertos, y
respiraba con dificultad. La abrasadora pasión que ardía en sus ojos debía de ser
idéntica a la que había en los suyos.
—Más —dijo con voz ronca y entrecortada—. Quiero más.
La tensión existente entre ellos llevaba días creciendo. En ese momento le
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importaba una mierda el honor, la buena educación y las lecciones. Inclinó la cabeza
y la besó de nuevo. Sus lenguas se enzarzaron en una lucha por la dominancia. Se
pegó más a ella, y el roce de su erección contra su sexo bajo la escasa ropa que los
cubría avivó las llamas del deseo. Bajó del todo la parte de arriba de su vestido y
ambos pechos quedaron al alcance de sus manos. Le acarició los pezones y se los
pellizcó con delicadeza. El olor a mujer excitada lo puso a mil.
Apartó una mano de sus pechos para meterla por debajo de la falda, arrugando la
tela a medida que la subía por el muslo hasta llegar a su entrepierna. Estaba húmeda y
trémula. Pasó los dedos sobre el tanga de encaje. Los introdujo debajo del elástico. Y
la acarició a placer.
Carina gritó su nombre al tiempo que sus fluidos le mojaban los dedos. Su
ardiente interior acogió sus dedos y los rodeó, volviéndolo loco de deseo. Carina era
luz y calor; la humedad que sentía en la mano era la prueba de la pasión que la
poseía. La besó para beber sus deliciosos jadeos y supo en ese momento que debía
hacerla suya. Suya. Poseerla. Reclamarla.
Solo suya.
El teléfono sonó.
El insistente sonido logró atravesar la neblina de la pasión y acabó devolviéndolo
a la realidad. Apartó los labios de los de Carina. En el repentino silencio de la noche
solo se escuchaban sus jadeos. Y el teléfono. Tres tonos. Cuatro. Cinco.
Saltó el contestador y la voz de Michael se escuchó alta y clara por los altavoces.
—«Soy yo. Solo quería comprobar qué tal ha estado la fiesta. Sé que es tarde.
Cuéntame cómo le ha ido a Carina con su cita. Estoy seguro de que la tuya todavía no
ha acabado, amigo mío. Ciao».
La llamada se cortó y el clic que le puso fin resonó en la estancia.
Max sacó lentamente los dedos de debajo del tanga y le bajó el vestido. Sin
mediar palabra, depositó a Carina otra vez en el suelo sin apartar su espalda de la
puerta. La vio estremecerse, pero en vez de abrazarla como ella deseaba que hiciera,
Max retrocedió. La emoción le provocó un nudo en la garganta, impidiéndole decir
palabras de consuelo o de disculpa.
Dio, ¿qué había hecho?
Carina miró en silencio al hombre que había querido toda la vida e intentó luchar
contra el temblor que atenazaba sus huesos. El vestido mojado le resultaba pesado y
empezó a tiritar. Aunque hasta ese momento no había sentido frío. Primero fue la
furia, luego el beso más apasionado que le habían dado en la vida y que la había
abrasado cual bruja en la hoguera. Se percató de que todo daba vueltas. Se obligó a
respirar hondo por la nariz soltando el aire por la boca, desesperada por controlarse
delante de él.
A juzgar por su expresión, Maximus Gray la había subestimado. La satisfacción
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le provocó un escalofrío en la espalda. Él también lo había sentido. Aunque
seguramente lo desterrara. Sin embargo, por fin sabía la verdad y lo tendría presente
durante el resto de su vida.
Besar a Max era mejor que cualquier fantasía que pudiera imaginar.
Se llevó los dedos a los labios, que aún estaban hinchados. Jamás había
experimentado una pasión semejante a la de sus besos. Podría habérsela comido viva.
Y si sus dedos hubieran seguido acariciándola un minuto más, le habrían provocado
un orgasmo arrollador. Si no hubiera sonado el teléfono, seguramente en ese
momento estaría retorciéndose de placer encima de él.
Sintió que le ardían las mejillas, pero fue consciente de que habían llegado a un
punto decisivo. A una prueba. Si se asustaba y salía corriendo, jamás habría otro
beso. De alguna forma se había abierto una puerta en su relación y Max no sabía qué
hacer. Era imposible que hubiera fingido semejante atracción. Bajó la mirada a su
entrepierna y comprobó que efectivamente tenía una erección. Algo que tampoco
podía fingir.
Decidió arriesgarse y jugarse todas las cartas.
—Madre mía. Bueno, supongo que ya iba siendo hora. Al menos nos lo hemos
quitado de encima.
Esos penetrantes ojos azules la miraron atónitos. Max parecía tener dificultades
para hablar.
—¿Cómo?
Carina soltó una risilla e inclinó la cabeza, fingiendo estar abochornada.
—¡Por favor, Max! ¿Qué esperabas? Yo estaba enfadada y al final he conseguido
cabrearte. Siempre hemos tenido un vínculo especial. Era normal que pasara alguna
vez. Ahora ya podemos pasar página. ¿No?
La pena le inundó el corazón, pero su cabeza sabía que era necesario tirarse un
farol y jugar hasta el final. Si Max llegara a pensar que el beso había significado algo,
se alejaría de ella con la misma velocidad con la que un mago sacaba un conejo de
una chistera. No podía arriesgarse. No a esas alturas.
No cuando era consciente de que quería mucho más.
La mirada de Max traspasó su fachada de hombre fuerte, pero logró mantenerse
firme.
—Ha sido culpa mía. No debería haberte presionado al respecto. Lo siento. No…
no sé qué me ha pasado.
Carina agitó una mano en el aire, pero sus palabras la atravesaron como una
cuchilla.
—No es necesario que te disculpes. Necesitábamos liberar tensión sexual. Vamos
a olvidarlo.
—¿Eso es lo que quieres? —le preguntó él en voz baja.
Carina esbozó una sonrisa deslumbrante.
—Por supuesto. Vamos a tomarlo como una lección para que te mantengas
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apartado de mi vida de ahora en adelante. Se acabaron las amenazas y las
intimidaciones a los hombres con los que salga. ¿Entendido? —Lo vio hacer una
mueca, pero al final Max acabó asintiendo con la cabeza—. Genial, y ahora es mejor
que me vaya.
—No. —La negativa detuvo a Carina al instante—. No voy a dejarte conducir con
semejante tormenta. Esta noche te quedas aquí.
—No me pasará nada. Ya no llueve tanto y conduciré con cuidado.
—No. —Repitió la orden y sacudió la cabeza como si quisiera despejarse del todo
—. Tengo muchas habitaciones de invitados. Te traeré ropa. Siéntate junto al fuego.
No tardaré mucho.
—Pero…
Max desapareció por el pasillo. Carina se estremeció y enterró la cara en las
manos. No podía quedarse en esa casa. ¿Toda la noche? Acabaría cediendo, entraría
de puntillas en la habitación de Max y lo seduciría. Sobre todo después de haber
degustado semejante entremés. Su olor corporal, tan masculino y almizcleño, el
áspero roce de su barba en la sensible piel del pecho, las sedosas caricias de su lengua
mientras reclamaba su boca, el sabor fuerte del coñac.
Guardó los recuerdos con llave. No debía cometer el menor error. No hasta que
estuviera sola y pudiera analizar la situación. Debía trazar un plan nuevo. En ese
momento era imprescindible que Max se sintiera cómodo y lo menos amenazado
posible.
Caminó hasta el salón y se sentó en la gruesa alfombra de color crema que había
frente a la chimenea. El calor de las llamas le calentó el cuerpo, y relajó los músculos
de forma consciente para aminorar los latidos de su corazón. Rocky apareció de
nuevo en el salón y se dejó caer a su lado. Le acarició la oreja desfigurada mientras
murmuraba palabras cariñosas y le decía que era muy guapo, y el perro alcanzó el
paraíso perruno en cuanto encontró su zona más sensible.
Carina admitió que se sentía celosa.
—Ponte esto —dijo Max al tiempo que le arrojaba una enorme camiseta de
manga corta, unos pantalones de deporte y una bata de franela.
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