—No…
—Que te sientes.
Carina sacó un taburete y se sentó. Su respuesta inmediata le recordó a su
sumisión en el dormitorio y le provocó una erección instantánea. Pasó el pollo a un
plato, lo cubrió con la salsa y lo dejó en la encimera con un tenedor. Carina atacó el
plato con su habitual entusiasmo, emitiendo esos gemiditos de placer tan suyos.
Cambió de postura al escucharla, para aliviar la incomodidad.
—¿Has averiguado algo de nuestra paloma?
—Sí —respondió ella—. El número de la anilla me ha llevado hasta un criador
que está a unos ochenta kilómetros de aquí. Es una paloma mensajera, una paloma
bravía. Se llama Gabby. No suele participar en las carreras de palomas mensajeras,
pero la manda de vez en cuando con algún encargo para que no pierda facultades. Él
y unos amigos forman parte de un club y supongo que todas las palomas regresaron
menos Gabby. Estaba muy preocupado.
Max se llenó el plato y se sentó en el taburete enfrente de ella.
—No sabía que había carreras de palomas mensajeras —dijo—. ¿Va a venir a
recogerla?
Carina bebió un poco de vino antes de contestar:
—No, le he explicado lo que hemos hecho y lo dañada que tiene Gabby el ala, y
ha accedido a dejar que la cuide hasta que se haya curado. Después puedo soltarla
para vuelva a casa volando. Si hay problemas en su recuperación, vendrá a recogerla
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en coche, pero creo que ya está mucho mejor. Está despierta y parece darse cuenta de
lo que pasa.
—¿Cuánto tiempo tiene que pasar hasta que la liberes?
—Entre dos y tres semanas, dependiendo de cómo evolucione. —Una sonrisa le
iluminó la cara—. El dueño me ha dicho que solía llevar cartas entre parejas
separadas. ¿A que es genial?
Le devolvió la sonrisa.
—Muchísimo. Pero ten cuidado, nena. Siempre te encariñas.
Carina frunció la nariz.
—Lo sé, pero como es un pájaro, supongo que no me pasará nada.
—Claro, claro. ¿Qué me dices de la ardilla?
A Carina se le escapó una carcajada.
—¡Se me había olvidado! Pero en aquel entonces era pequeña.
Resopló al escucharla y pinchó otro trozo de pollo con el tenedor.
—Le pusiste Chip por la serie de dibujos animados de Disney. Creo que fingió
hacerse daño en una pata. La pusiste en el cobertizo con su propia guarida. Con razón
esa rata no quería marcharse.
—No la llames rata. Era muy tierna. No se quedó mucho tiempo.
—Pues yo creo que era un mal bicho. Nos mordía a Michael y a mí cada vez que
intentábamos jugar con ella. Después invitó a sus amigas ratas a una fiesta y nos daba
miedo incluso entrar a coger las bicis.
Los ojos oscuros de Carina brillaban y su precioso rostro se relajó.
—Mi padre se enfadó muchísimo. Hicieron agujeros en las paredes y
amontonaron montañas de nueces. Me obligó a deshacerme de Chip.
—Estuviste varios días llorando.
—Me cuesta dejar marchar a mis seres queridos.
La sorprendente confesión resonó en la cocina. Carina dio un respingo, ya que era
evidente que lamentaba haber pronunciado esas palabras, y después clavó la vista en
el plato. Max habló en voz baja.
—Lo sé. Pero siempre parecen volver a ti.
Carina se negó a levantar la cabeza. Max reprimió el impulso de acariciarle la
mejilla y de borrar su tristeza con besos. En cambio, sirvió más vino y cambió de
tema.
—¿Cómo va tu trabajo? ¿Sigues pintando retratos?
Carina puso una cara muy rara.
—Más o menos. Estoy probando con algo nuevo.
—Tengo un montón de contactos en el mundo del arte, Carina. Me encantaría
concertarte una cita con un marchante. Si le gustas, tal vez se pueda organizar una
exposición…
Carina negó con la cabeza entre bocado y bocado.
—No, gracias. Voy a hacerlo a mi manera.
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Max se tragó la frustración y se recordó que necesitaba demostrar que tenía éxito
por sí sola. Él ya creía en ella. Pero Carina necesitaba creer en sí misma.
—De acuerdo, respeto esa decisión. Pero sabes que no tienes que trabajar tantas
horas en Locos por los Libros, ¿verdad? Alexa le ha dicho a Michael que eres
increíble, pero haces dobles turnos cada dos por tres. Ya no te veo nunca.
—Necesito el dinero.
Ladeó la cabeza al escucharla.
—Procedes de una de las familias más ricas de Italia. Yo tampoco ando corto de
dinero y eres mi mujer. ¿Para qué narices tienes que trabajar por dinero?
Carina alzó la barbilla con ese gesto testarudo que lo volvía loco.
—Michael es rico. Tú eres rico. Yo no. Puede que tenga un fondo fiduciario muy
jugoso, pero voy a hacerlo sin ayuda, como todos los demás. Si para ello tengo que
trabajar más turnos de la cuenta, no pienso quejarme.
Max se mordió la lengua para no soltar un taco.
—La familia se ocupa de los suyos. Lo que es suyo es tuyo. ¿Por qué no lo
entiendes?
Carina resopló de forma muy poco femenina.
—Por el mismo motivo por el que tú no entiendes lo que se siente al fracasar en
todo lo que has intentado.
Se quedó boquiabierto al escucharla.
—¿Fracasar? Has tenido éxito en todo lo que has tocado.
Carina replicó con voz gélida:
—No soy tonta, Max. Que sepas que no vas a conseguir llevarme a la cama
mintiéndome. No conseguí ser una gran cocinera como mi madre. No se me dan bien
los negocios como a Julietta y a Michael. Y doy pena en todo lo que tiene que ver con
estilo personal, belleza o moda, al contrario que Venezia. No me insultes.
Se le partió el corazón al escucharla. Esa maravillosa mujer llena de vida creía
que no valía nada. En su interior se libró una lucha entre el deseo de estrangularla y el
deseo de besarla. Sin embargo, acabó tragando saliva para deshacer el nudo que tenía
en la garganta y le dijo la verdad.
—Has tenido éxito en todo lo importante en esta vida, Carina. Con la gente. Con
los animales. Con el amor. Todo lo demás es insignificante, que lo sepas. Pero no te
das cuenta.
Ella se quedó paralizada. Sus apasionados ojos oscuros se abrieron como platos
por la sorpresa. La conexión entre ellos cobró vida, ardiente y brillante, y el ambiente
se tensó por la emoción. Max soltó el tenedor y extendió los brazos hacia ella.
Carina se levantó de un salto y retrocedió varios pasos.
—Tengo que irme. Gracias por la cena.
Salió corriendo de la cocina y lo dejó solo y vacío.
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Unos días más tarde Carina analizaba con ojo crítico los cuadros que tenía delante. El
taller de pintura la había orientado con las formas y le había enseñado varias técnicas
que la habían ayudado a alcanzar un nivel superior. Su profesor incluso le comentó
que debería buscarse a un representante, sobre todo si completaba una serie de
pinturas. Sintió un escalofrío en la espalda. Una exposición sería mucho más que salir
del armario como aspirante a artista. Sería desnudarse y gritar «Miradme» en mitad
de Times Square.
Por supuesto, el verdadero problema era su familia. Su comprensivo y
bienintencionado grupo más cercano, que creía que tenía talento pero que pintaba por
afición. Ni una sola vez había confesado que su alma le pedía a gritos una
oportunidad para convertirse en artista profesional. El arte era algo muy respetado en
Bérgamo, pero los negocios eran reverenciados, sobre todo en el caso de las
pastelerías de La Dolce Famiglia que dirigía la familia Conte.
Carina se mordisqueó el labio inferior y firmó el cuadro en una esquina.
Su primer cuadro oficial terminado. Y si alguien lo veía, la tomarían por una
guarra.
Los trazos resaltaban sobre un fondo gris oscuro que lanzaba sombras sobre la
pareja. El endurecido pezón de la mujer revelaba su excitación, y su cara llamaba la
atención del espectador con un éxtasis puro, como si estuviera conteniendo un
orgasmo. El hombre estaba de espaldas y ocultaba el resto del cuerpo desnudo de la
mujer. Tenía los músculos tensos y un tatuaje en la parte superior del hombro
izquierdo, con forma de serpiente. La ventana situada en la parte derecha del cuadro
insinuaba cierta tendencia al voyerismo al adentrarse en su mundo sensual, mientras
que la brillante luz del sol y la cordura quedaban al otro lado del cristal.
Apretó los puños y después agitó los dedos poco a poco. El dolor que sentía en la
muñeca le indicó que había estado pintando durante horas. Tenía los nervios a flor de
piel por la emoción. Era bueno. Lo sentía en el estómago, sentía esa satisfacción que
hacía mucho que no experimentaba. Desde que empezó en la universidad. Había
estado luchando contra su instinto, de modo que solo pintaba retratos planos que la
dejaban fría.
El atávico erotismo que veía en su cuadro la sorprendía. ¿Quién iba a decir que
Max arrancaría las puertas de su alma y destrozaría los muros? Adiós a las creaciones
pulcras y lógicas. En cuanto vio los cuadros del despacho de Sawyer, supo que
necesitaba investigar más y pintar desnudos. Daba igual lo que pasara con su trabajo,
al menos sería honesta. Con su naturaleza. Con sus deseos. Con sus anhelos. Con sus
fantasías.
Ya era hora.
Limpió los pinceles, guardó las pinturas acrílicas y se quitó el delantal. Había
llegado el momento de darle un premio a Rocky y de ver cómo seguía Gabby. Había
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invitado a su familia a cenar, y esperaba poder echarse una siesta al sol antes de que
llegaran.
Gabby la saludó con el habitual zureo, que adoraba. De hecho, temía el momento
de verse obligada a liberarla. Los brillantes e inteligentes ojos de la paloma la
llevaban a pensar en una complicada historia y un pasado exótico que a ella le
encantaría conocer. A lo mejor podría hablar con su dueño antes de soltarla.
Comprobó que el vendaje siguiera en su sitio, le dio de comer y sacó la pecera
reconvertida al patio trasero. La piscina olímpica estaba rodeada por una extensa
vegetación, por palmeras importadas y por iris de intensos tonos rojos y morados, de
modo que los nadadores parecían estar en un lago tropical. Rocky salió al patio sin
mirar siquiera a Gabby y se tumbó junto a ella en una tumbona. Carina se sentó en la
hamaca de madera, flanqueada por sus mascotas, con una copa de merlot en la mesa,
mientras disfrutaba del borboteo del agua y del silbido del viento.
Una sensación de paz se apoderó de ella. Les dijo unas cuantas tonterías a Gabby
y a Rocky, hasta que empezaron a cerrársele los ojos.
—¿Carina?
Su nombre brotó de esos labios como miel mezclada con caramelo, dulce,
deliciosa y embriagadora. Sonrió y alzó la cara, demasiado relajada como para
levantar los brazos. El delicioso olor a hombre, jabón y colonia almizcleña flotaba en
la brisa.
—¿Mmm?
Unos dedos le acariciaron la mejilla con delicadeza. Pegó la cara a esa cálida
mano y le besó la palma. Escuchó un murmullo.
—Cariño, se avecina una tormenta. Deberías entrar.
—Vale. —Se desperezó, anhelando que él la desnudara, le separase los muslos y
entrara hasta el fondo. Se le tensaron los músculos por la emoción. Le mordisqueó la
fuerte muñeca y suspiró—. Sabes bien. Hueles bien.
—Dio, me estás matando.
El sueño difuminó sus buenas intenciones y sus ideas. Parpadeó y levantó los
brazos. Le apartó los mechones de la frente. Recorrió con los dedos la arrogante
nariz, los suaves y voluptuosos labios.
—Eres guapísimo —musitó—. Demasiado para mí. ¿Verdad, Max?
—A la mierda. No soy un santo.
Los labios de Max se apoderaron de los suyos. Cálidos, habilidosos, bebieron de
su boca como si estuviera saboreando un vino caro. Su sabor le explotó en la lengua y
gimió, entregándose a él por completo. Max la besó largo y tendido, con caricias
lentas e interminables, hasta que se derritió en la hamaca y sintió que el deseo la
empapaba. Cuando por fin Max levantó la cabeza, ella supo que había ganado.
Esperó a que la cogiera en brazos y la llevara al dormitorio. En ese momento ya le
daba igual.
Alguien llamó al timbre.
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El sonido hizo que Rocky se levantara de un salto y comenzara a ladrar. Carina
regresó a la realidad de golpe, con dureza, y se incorporó. Max meneó la cabeza.
—Voy a matar a quien sea que haya venido —aseguró, y se marchó por la
cristalera tras mirarla, frustrado.
Carina se levantó de la hamaca. Se preguntó si el destino había intercedido para
salvarla. ¿Cuánto tiempo podría resistir hasta volver a su cama? La voz de su cuñada
le llegó a través de la puerta, de modo que inspiró hondo para tranquilizarse. Estaba a
salvo de la tentación de momento.
Durante un tiempo.
Maggie apareció con su enorme barriga y con aspecto de sentirse muy incómoda
y cabreadísima. El vestido de punto negro le llegaba a las rodillas, y las chanclas
adornadas con pedrería resonaban contra el suelo de mármol.
—Si no salen ya, Carina, te juro que me los saco. —Entró en el salón, se colocó
junto al borde de un sillón y se dejó caer de espaldas.
Carina sospechaba que no volvería a levantarse a menos que echaran mano de una
grúa.
Soltó una risilla y añadió una nota de humor.
—Seguramente sea la semana que viene, Maggie. Ya falta poco.
Maggie la fulminó con la mirada y aceptó el vaso de agua con gas y limón que le
ofreció Max.
—No, de eso nada. Ayer mismo fui al médico y me dijo que no había ni una
contracción a la vista. Nada. Niente. Están muy a gustito ahí dentro. Tienen comida,
duermen bien y practican kárate cuando se aburren. ¿Por qué iban a salir? —Gimió
—. No querría someterme a una cesárea a menos que fuera necesario, pero creo que
será la única opción. Tienen que sentirse amenazados o no saldrán nunca.
Carina le dio unas palmaditas en la mano.
—Estoy segura que en menos de cinco días tendrás a dos bebés perfectos y
sanísimos entre los brazos. Recuerda que a Alexa le pasó lo mismo. Se retrasó dos
semanas con el primero.
—Sí, aquello fue la leche. Nick casi se fue al hospital sin ella.
Max le llevó una taza de té a mamá Conte y se sentaron junto al crepitante fuego.
—Sí, algo he oído, es un clásico. ¿Cómo está Alexa? —preguntó él.
—Bien. Llevaron a Lily a Barrio Sésamo este fin de semana. Ya sabes lo
obsesionada que está con Elmo. —Un relámpago atravesó el cielo, seguido de un
trueno que sonó cercano y amenazador—. Creo que esta noche habrá una buena
tormenta. Ojalá no le pille a Michael de camino. Va con retraso.
—Sí, iba a ir en coche a Manhattan para una reunión, pero se decantó por el tren.
Hoy hay una protesta gorda en Wall Street y no quería pillar atascos. Debería estar
bien.
Maggie se frotó la enorme barriga.
—No sé si podré cenar siquiera. He tenido molestias todo el día.
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Los acordes de «Sexy Black» resonaron en la estancia y Maggie intentó coger su
bolso.
—Es Michael. No alcanzo.
Carina sacó el móvil rosa fucsia y se lo dio. La conversación de Maggie incluyó
muchos tacos y palabras de consuelo. Por fin colgó.
—No os lo vais a creer. Hay un apagón enorme en la ciudad y todos los trenes
vienen con retraso. No podrá salir hasta dentro de unas horas.
Carina se mordisqueó el labio.
—¿Estará bien? ¿Hay policía? ¿Dónde está ahora mismo?
Maggie suspiró.
—Está comiendo en La Mia Casa. Es un pequeño restaurante italiano al que yo
iba mucho y ahora lo he convertido en adicto. Conozco a Gavin, el dueño. Cuidará
bien de Michael.
—Menos mal. En fin, podéis quedaros a dormir aquí si queréis. Os agasajaremos
con un desayuno casero por la mañana.
Mamá Conte resopló.
—Yo prepararé el desayuno, Carina. Echo de menos no cocinar para la familia y
creo que me estoy oxidando. Esta noche tendremos fiesta de pijamas.
—¿Podemos ver Magic Mike? —preguntó Maggie.
Max enarcó una ceja.
—Me parece que a mamá Conte no le gustará esa película.
—¿Por qué? —preguntó la aludida—. ¿De qué va?
—De estrípers masculinos —contestó Maggie—. Es buena.
Mamá Conte pareció meditarlo.
—Creo que probaré a verla.
Max gimió.
—Voy a matar a Michael.
Las horas pasaron volando entre buena conversación, risas y comida. Michael
llamó de nuevo para ver cómo estaba Maggie y para confirmar que se encontraba
bien, pero anunció que seguramente no podría salir de la ciudad hasta primera hora
del día siguiente. Maggie apoyó los pies sobre un cojín y se arrebujó con una colcha.
Max por fin cedió y les permitió poner la película, pero se arrepintió enseguida
cuando las tres mujeres comenzaron a babear con la primera escena. Lanzó palomitas
de maíz a la pantalla para distraerlas.
Maggie soltó un suspiro satisfecho cuando acabaron los créditos.
—Me encanta esa peli —declaró—. Es muy profunda.
Max resopló.
—Es porno para chicas. Me siento sucio por haberla visto.
—Estás cabreado porque la prota no se ha quitado la ropa.
—Respeto más a las mujeres de lo que vosotras respetáis a los hombres.
—Sí, claro, lo que tú di… ¡Ay, Dios!
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Carina miró a Maggie. El espanto más absoluto se reflejaba en su cara. Parecía
alucinada mientras miraba hacia abajo.
—Creo que he roto aguas.
La mancha que se extendía por el sofá lo confirmó. Maggie se frotó la barriga.
—Creía que era indigestión, pero ahora creo que he estado de parto todo el día. —
Miró a los presentes, aterrada.
Carina se quedó petrificada. Max contuvo el aliento. Mamá Conte se levantó del
sofá con una sonrisa tranquila. Sus ojos oscuros relucían.
—Vas a tener a tus bebés, Margherita —dijo—. Y todo saldrá bien.
A Maggie se le llenaron los ojos de lágrimas y meneó la cabeza con fuerza.
—Michael no está —susurró—. Lo necesito.
Mamá Conte le cogió ambas manos y les dio un apretón.
—Lo sé. Puesto que son gemelos, estarás varias horas de parto. Llegará a tiempo.
Conozco a mi hijo y sé que hará todo lo necesario para estar junto a ti cuando lleguen
los bebés.
—Tengo miedo.
Mamá Conte se echó a reír.
—¡Pues claro que tienes miedo! Es una de las cosas más aterradoras que harás en
toda la vida. Estamos aquí contigo, Margherita. Ahora tienes una familia y no vamos
a dejarte sola.
Maggie inspiró hondo. Asintió con la cabeza. Y después cogió el móvil.
—Vale. Voy a llamar a Michael y luego al médico. Max, ¿puedes preparar el
coche? Carina, ¿puedes buscar algunas cosas para llevarme al hospital? Un cepillo de
dientes, una bata, camisetas, cosas así.
—Voy. —Carina se levantó del sofá y arrastró a Max con ella. Su marido tenía
esa expresión tan graciosa que ponían los hombres cuando estaban aterrados, como si
una sola palabra pudiera provocar que Maggie tuviera contracciones y se pusiera a
gritar—. ¿Max?
—¿Eh?
—Intenta hacerlo mejor que Nick, ¿vale? Saca el coche y llama a Alex y a Nick.
Diles lo que está pasando. ¿Podrás hacerlo?
—Claro.
—No te vayas sin nosotras. —Su expresión aterrada le provocó una punzada de
ternura. Le cogió las manos y entrelazó sus dedos. Max parpadeó, sorprendido, y ella
sonrió—. Hoy vamos a ver cómo nacen nuestros sobrinos. No nos perdamos un solo
momento, ¿vale?
Max inclinó la cabeza y la besó. Fue una caricia muy leve, un suave roce contra
sus labios, un recordatorio de que no estaba sola.
—Tienes razón. Gracias por recordármelo.
La soltó y desapareció por el pasillo.
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—¡Quiero la epidural!
Maggie no gimoteó, ni chilló, ni lloriqueó. Se limitó a exigir la epidural con
firmeza y malhumor hasta asustar a todas las enfermeras de la planta. Max sostenía el
cubo de Rubik, el objeto que Maggie había elegido para concentrarse, y Carina le
reconocía el mérito. Cada vez que aparecía una contracción en el monitor, Max la
animaba a respirar y a que se concentrara en el cubo. Aceptó sus palabrotas y sus
insultos sin pestañear y sin flaquear.
Cuando se levantó para ir en busca de un vaso de cubitos de hielo, Maggie cogió
el cubo de Rubik que él había dejado junto a ella y lo arrojó al otro lado de la
habitación.
La única persona a la que Maggie parecía escuchar era a mamá Conte. Su madre
no la mimaba ni toleraba su mal comportamiento, pero no se movió en ningún
momento de su lado y con un tono de voz sereno le habló sobre los nacimientos de
sus cuatro hijos y sobre lo especial que había sido cada uno de ellos. Maggie la
escuchaba entre contracción y contracción. Hasta que llegaba la siguiente.
Carina sacó a Max de la habitación un instante.
—¿Va a llegar Michael? —le preguntó—. Hace horas que lo avisamos y la última
vez que comprobaron la dilatación, ya casi estaba lista para empujar.
Max se pasó los dedos por el pelo y cambió el peso del cuerpo de un pie a otro.
—Me ha enviado un mensaje diciéndome que espera llegar antes de una hora.
Esto es una pesadilla. Michael y Alexa se van el mismo día. Carina, esto se me da
fatal. Maggie tiene ganas de matarme.
—No, el problema es que los dolores son agónicos y su marido no está aquí. Pero
a falta de Michael, tú eres la mejor opción, Max. Habéis sido amigos desde pequeños.
Max gimió.
—¿Por qué ya no se estila desterrar a los hombres en la sala de espera? Mierda,
no tendré que mirar cuando empuje, ¿verdad?
—Oye, tú, que la que tiene que echar dos seres humanos por la vagina es Maggie.
Échale un par porque te necesita.
Las palabras de Carina atravesaron poco a poco su cerebro. Se enderezó y asintió
con la cabeza.
—Lo siento. Ya está.
Mientras las contracciones se sucedían cada vez con más frecuencia en el
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monitor, Maggie masculló:
—Pedí una puta epidural y la quiero ahora mismo.
—Esa lengua, Margherita —dijo mamá Conte—. Estás tan dilatada que no te
pueden poner la epidural, lo que tienes que hacer es empujar.
—No sin Michael. —Apretó los dientes y jadeó—. No pienso empujar hasta que
llegue Michael.
Su madre le limpió el sudor de la frente.
—Llegará dentro de poco.
—No pienso echar otro polvo en la vida. ¡Odio el sexo!
Carina se mordió el labio inferior y se dio media vuelta. Mamá Conte asintió con
la cabeza.
—No te culpo.
La voz de Max restalló como un látigo en la habitación.
—Maggie, mírame. Concéntrate en mi cara cuando llegue la siguiente
contracción. Voy a contarte una historia.
—Odio los cuentos de hadas.
—Esta es más bien una aventura de acción. Voy a contarte cómo nos hicimos
amigos Michael y yo.
Maggie pareció un poco interesada. Max se sentó en la silla situada junto a la
cama y se inclinó hacia delante. El monitor pitó y él empezó a hablar:
—Nuestras madres siempre fueron buenas amigas, así que prácticamente
crecimos juntos. Un día nos llevaron al parque y descubrimos una especie de tobogán
gigantesco. Creo que tendríamos unos seis años. El caso es que nos peleamos para
ver quién llegaba antes arriba. Michael era un poco más bajo que yo, pero era más
rápido, así que fue una competición igualada. Fuimos subiendo mientras tratábamos
de entorpecernos mutuamente al más puro estilo de El Señor de las Moscas, y resultó
que los dos llegamos arriba a la vez. —Max meneó la cabeza mientras lo rememoraba
—. Recuerdo el momento en el que nos miramos. Como si acabáramos de
comprender que éramos amigos de verdad y que lo hacíamos todo juntos. Y después
nos empujamos para ver quién tiraba al otro.
Maggie se esforzó por respirar.
—¿Estás de coña? ¿Estabais locos o qué? ¿Qué pasó?
—Que los dos nos caímos y nos partimos un brazo. El mismo.
Mamá Conte resopló, disgustada.
—La madre de Max y yo llevábamos apenas un minuto hablando cuando
escuchamos gritar a estos dos. Estaban en el suelo, y había sangre por todos lados.
Creo que estuve a punto de desmayarme. Corrimos para ver qué les pasaba, y
descubrimos que estaban llorando y riendo al mismo tiempo, como si hubieran
ganado alguna competición importante.
Max sonrió.
—Nos pusieron escayolas idénticas y nos hacíamos llamar «hermanos de hueso».
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Carina puso los ojos en blanco.
—Ah, ya. En vez de «hermanos de sangre», erais hermanos de hueso. La verdad,
creo que erais un par de idiotas.
Maggie empezó a llorar. Carina sintió que se le partía el corazón al ver a su
cuñada y deseó poder solucionarlo todo.
—No va a llegar a tiempo, ¿verdad? —preguntó Maggie.
Max se inclinó sobre la cama y la miró. Esos feroces ojos azules le ordenaron que
fuera fuerte.
—Maggie, ahora mismo eso es lo de menos. Me tienes a mí. Apóyate en mí y
piensa que Michael es mi hermano gemelo. Utilízame y ponte manos a la obra para
que estos niños nazcan. No me apartaré de tu lado.
La matrona entró para examinarla.
—Vamos a ver, cariño, ¿estamos listos para empujar?
Maggie sollozó. Estiró un brazo y tomó la mano de Max.
—No me sueltes, ¿vale?
—Nunca.
—Sí, creo que estoy lista.
Carina y su madre se mantuvieron a un lado de la cama, el opuesto al que
ocupaba Max. El paso del tiempo pareció detenerse mientras los segundos se
convertían en minutos. Maggie empujó, gruñó y soltó pestes por la boca. Cada
empujón movía un poco más a los gemelos, pero ella acabó apoyada en la almohada,
exhausta. Jadeó en busca de aire con la cara roja y el sudor corriéndole por las sienes.
—No puedo. No puedo más.
—Sí, amore mio. Más.
Carina se llevó los dedos a los labios al ver que su hermano entraba en la
habitación. Con porte confiado y decidido, ocupó el lugar de Max y le dio un apretón
a su mujer en las manos. Tras besarla en las mejillas y en la frente, le dijo algo al oído
y ella asintió con la cabeza. Al instante, se incorporó otra vez y empujó.
—Ya veo la cabeza. Viene el primero. Maggie, un empujón más, que sea bien
grande. ¡Aprieta fuerte y empuja! —Se escuchó un quejido mientras Carina veía al
arrugado recién nacido llegar al mundo. El bebé retorció su resbaladizo y enrojecido
cuerpecito y soltó un alarido—. Es un niño. —La matrona dejó al bebé sobre la
barriga de Maggie mientras todos hablaban a la vez. Maggie sollozó y tocó a su hijo.
—Es precioso. Dios mío.
—Cariño, todavía no hemos acabado —le recordó la matrona con voz alegre—.
Aquí viene el segundo. Un empujón más, Maggie.
Maggie soltó un rugido y apretó los dientes.
El segundo bebé llegó al mundo.
—¡Otro niño! Felicidades mamá y papá. Tenéis dos niños guapísimos.
Carina observó asombrada cómo su hermano tocaba a los niños maravillado, con
los ojos húmedos por las lágrimas. Su madre reía encantada. La habitación se
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convirtió en un torbellino de actividad mientras pesaban a los bebés, los medían y los
envolvían en mantas con gorritos a juego. Mientras limpiaban y atendían a Maggie,
Michael cogió a sus hijos y les habló.
—Os presento a Ethan y Luke.
Su madre extendió los brazos para coger a Luke, al que empezó a mecer y a
hablarle en italiano. Carina le dio un beso a su cuñada en la mejilla.
—Maggie, lo has hecho genial —susurró—. Siento mucho que Alexa no haya
podido estar contigo. Sé que la has echado de menos.
Maggie le sonrió.
—No, Carina, me alegro de que hayas sido tú. El destino ha querido que fueras tú
quien me acompañaras hoy. Te quiero desde que te conocí y te he visto florecer hasta
convertirte en una mujer preciosa. Eres mi hermana de verdad y me gustaría que
fueras la madrina de Luke.
La alegría la invadió hasta dejarla convertida en un manojo de emociones. Asintió
con la cabeza, incapaz de hablar. Su madre se acercó y le puso a Luke, envuelto en la
mantita, en los brazos que ella había extendido.
—Te presento a tu ahijado, Luke.
Carina contempló esa carita arrugada. El bebé estaba haciendo un puchero con
esa boquita tan perfecta. Bajo el gorro rosa y azul asomaban unos mechones de pelo
oscuro. Acarició su piel sedosa con dedos trémulos mientras le decía tonterías. Era un
milagro que vivía y respiraba, el fruto del amor de dos personas.
Parpadeó para librarse de las lágrimas y levantó la cabeza.
Max la estaba mirando. Sus ojos azules se oscurecieron por un deseo visceral que
atravesó la distancia y se le clavó en el corazón. Contuvo el aliento.
Y esperó.
Max estaba enamorado de su mujer.
La observó desde lejos. Carina estaba meciendo al bebé, moviendo el cuerpo
hacia delante y hacia atrás, siguiendo ese ritmo tan ancestral que las mujeres parecían
poseer. Una emoción desconocida le atenazó las entrañas y lo desgarró, dejando tras
de sí una ensangrentada carnicería. Le palpitaba la cabeza y se le había secado la
boca como si se hubiera pasado toda la noche bebiendo. La verdad se reveló ante él
con la fuerza arrolladora de una epifanía del Apocalipsis.
La quería.
Siempre la había querido. Por eso ninguna otra mujer parecía encajar en su vida.
Ah, sí, había sido muy fácil culpar a otros factores. A su carrera profesional. A su
necesidad de libertad y de vivir aventuras. A su edad. Las excusas se amontonaron de
la misma manera que lo hacía el número de mujeres con el que salía, todas iguales.
Salvo Carina. Ella había sido su única constante. Su amiga. Su amante. Su alma
gemela.
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Presenciar el parto de Maggie había limado todas las aristas de su interior. Había
puesto en tela de juicio sus gilipolleces y su falso sentido del honor, del orgullo y de
la supuesta respetabilidad. De repente, las cosas no tenían nada que ver con parecerse
a su padre. Tenían que ver con el hecho de poseer el valor suficiente para luchar por
la mujer que amaba tal como ella era. Tenían que ver con entregarse por entero a ella
para que eligiera.
Jamás le había dado una oportunidad a Carina. Durante todos esos años había
establecido reglas que lo mantuvieron alejado y seguro. Hasta su matrimonio se
basaba en una falsa proposición que ridiculizaba los verdaderos sentimientos que
albergaba por la única mujer con la que encajaba.
Caminó despacio mientras todo daba vueltas a su alrededor y se detuvo junto a
ella. Tras observar al bebé, le levantó la barbilla a Carina y la miró directamente a los
ojos.
—Acompáñame a casa.
Ella parpadeó.
—¿Por qué?
—Te lo pido por favor. Ven conmigo.
Carina tomó una entrecortada bocanada de aire y asintió con la cabeza.
—Vale. —Dejó a Luke en los brazos de mamá Conte.
Michael se acercó a Max y le puso una mano en un hombro.
—Gracias, amigo mío. Tenías razón. No me inmiscuiré más entre vosotros. No
solo eres mi socio, sino también mi hermano, y siempre has estado ahí cuando lo he
necesitado. Perdóname.
Max lo abrazó y le dio unas palmadas en la espalda.
—Con la familia no hace falta pedir perdón. Felicidades, papá. Volveremos más
tarde.
—Sí.
Max guio a Carina hasta que salieron del hospital y guardaron silencio durante el
trayecto en coche a casa. Aunque la miró varias veces, ella mantuvo la vista clavada
al frente, con expresión reflexiva.
Cuando la descubrió dormida esa tarde junto a la piscina, flanqueada por sus
animales, estuvo a punto de postrarse de rodillas frente a ella. Su preciosa cara estaba
relajada a la luz del sol, tenía los labios húmedos y separados, y su erótica belleza lo
golpeó con la fuerza de un puñetazo. Respondió a su voz y a sus caricias de
inmediato, demostrando que su subconsciente ya sabía que era suya. Si Maggie no los
hubiera interrumpido, en ese momento estaría enterrado en su húmedo y estrecho
cuerpo, convenciéndola de que ese era su lugar. Con él. Siempre.
Necesitaba convencerla de la verdad de alguna manera. Necesitaba vincular de
nuevo su cuerpo al suyo y después suplicarle que no se marchara. Suplicarle que lo
perdonara.
Era la última oportunidad para que ese matrimonio se convirtiera en uno de
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verdad.
Carina necesitaba poner fin a su matrimonio.
En eso estaba pensando mientras miraba por la ventanilla del coche. Había
alcanzado esa conclusión mientras Ethan y Luke llegaban al mundo. Estaba viviendo
una mentira. Lo quería todo con Max… pero jamás lo tendría. Y la razón era muy
sencilla. Max nunca podría quererla como ella necesitaba, así que había llegado la
hora de dejarlo marchar.
Percibía que Max quería comunicarle la decisión que había tomado. A lo mejor
por fin se ponían de acuerdo y se separaban como amigos, de modo que podrían lidiar
con las consecuencias de la mejor forma posible.
Max aparcó el coche con mucha prisa al llegar a casa y la acompañó por el
camino de entrada hasta la puerta. Una vez dentro, le ordenó a Rocky que dejara de
ladrar y el perro lo obedeció al instante. Se sentó en el suelo y gimoteó, ofreciendo la
imagen del cachorro triste que sabía que ella tenía un problema aunque no veía la
forma de ayudarla.
Carina respiró hondo con el corazón acelerado.
—Max, creo que…
—Sube.
Sintió un nudo en la boca del estómago. Por Dios, qué sexy era. Tenía un aspecto
casi primitivo, respirando por la nariz y con los ojos relucientes por la pasión. Se le
endurecieron los pezones y sintió un deseo doloroso. Intentó hablar, pero tenía un
nudo en la garganta, de modo que carraspeó antes de decir:
—No. Max, tenemos que hablar. No puedo seguir así contigo, no lo soporto. Esto
no funciona.
—Lo sé. Estoy a punto de arreglarlo. Sube.
Sintió que el vello de los brazos se le ponía de punta. Max la aferró de un brazo y
la guio hasta la escalera. Sus pies obedecieron hasta que acabaron en el dormitorio.
La cama dominaba la estancia con un aura casi irritante. Carina hizo oídos sordos a
su desbocado corazón y se volvió para mirarlo, con los brazos cruzados por delante
del pecho.
—¿Ya estás contento? ¿Estás listo para decirme cuál es tu nuevo plan magistral?
¿Vas a decirme cómo vas a arreglar este fracasado matrimonio y nuestra desastrosa
relación en el dormitorio?
Max se desgarró la parte delantera de la camisa de un tirón. Carina tragó al ver
esos músculos tan marcados. Uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Sí, tenía una tableta
de chocolate completa. A su lado, Channing Tatum parecía gordo. ¿Qué estaba
haciendo ella? ¿Qué estaba haciendo Max? No, no iba a echar otro polvo con ese
hombre. Se le había ido la pinza por completo si la creía tan tonta.
—No voy a acostarme contigo, Max. Estás loco si crees que vamos a volver a la
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casilla de salida.
Él se quitó los zapatos usando los pies.
—Ah, sí que vamos a acostarnos. Ahora mismo. He sido un imbécil al esperar
tanto tiempo y no demostrarte lo que sentía. Podríamos tener una conversación
agradable y tranquila en la cocina, pero no creerías ni una sola palabra que saliera de
mi boca. —Se desabrochó los pantalones, los dejó caer en torno a sus pies y los alejó
de una patada. Su erección era evidente bajo los calzoncillos—. Así que lo haremos
de un modo mejor. —Su mirada la tenía atrapada contra la pared—. Desnúdate.
Carina jadeó. Su cuerpo respondió al desafío, listo para jugar con esa perfección
masculina en toda su gloria, pero se aferró a su parte racional. Lo observó con
expresión clínica, aunque era evidente que se trataba de una pose.
—No, gracias. Cuando estés listo para hablar, avísame.
Max soltó una carcajada ronca y erótica.
—Mi dulce Carina. ¿Quién iba a pensar que te gustaba jugar duro? Pero te gusta.
Otro motivo por el que eres perfecta para mí, mi alma gemela. Necesito una mujer
que no se doblegue, una mujer que me desafíe en todos los aspectos, sobre todo en la
cama. —La atrapó contra la pared y le mordisqueó el lóbulo de una oreja. Su cálido
aliento la acarició—. Una mujer cuya alma sea pura y que sepa reírse. Una mujer que
me conquiste. —Le colocó las manos en los costados y comenzó a juguetear con los
tirantes de su camiseta. Un tironcito por allí, otro por allá.
Carina contuvo un gemido de deseo, decidida a mantenerse firme. Si ganaba ese
asalto sin ceder, podría salir por la puerta con el orgullo intacto.
—Voy a demostrarte que eres la única mujer que quiero de la única manera que
sé. Nena, has levantado demasiadas barreras. Es como sortear un campo de minas, y
sé que todo es culpa mía. Pero tu cuerpo no puede mentirme. Y el mío tampoco
miente.
Le dio un tirón a la camiseta, desgarrándosela por el centro.
Sus pechos quedaron libres, y él se los tomó con las manos y le acarició los
enhiestos pezones mientras le daba un beso ávido en la boca. Un tirón y acabó sin
pantalones cortos y sin bragas, lo que la dejó desnuda delante de él. La brusquedad de
sus actos la excitó tanto que sintió que le caía un hilillo de flujo por el muslo. Sin
embargo, se concentró y se mordió el labio.
Max se apartó. Sus ojos azules lucían un gris tormentoso mientras le pellizcaba
los pezones con la fuerza suficiente como para que le doliera. Fue incapaz de
contener el gemido que se escapó por sus labios.
—No vas a ponérmelo fácil, ¿verdad? —murmuró Max—. Me parece bien. Me
gustan los retos.
La instó a volverse y la atrapó entre sus muslos. Con el torso pegado a su espalda,
frotó la erección contra su sexo.
—Cabrón —dijo ella.
—Separa más las piernas, por favor.
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—Que te den.
Él le separó las piernas usando un pie hasta que la tuvo abierta y vulnerable.
Carina sintió que se ruborizaba al oler la evidencia de su deseo. Los dedos de Max se
deslizaron por su trasero y le dieron un apretón. Ella trató de zafarse, pero lo escuchó
reírse.
—¿Te pone cachonda?
—Joder, no.
—Mentirosa.
Los dedos de Max descendieron y ella arqueó la espalda. Apretó los puños y
jadeó mientras intentaba recuperar el control. El hecho de tener una mejilla apoyada
en la fría pared y la impotencia de la posición multiplicaron su deseo. Ese hombre
reclamaba su corazón y su alma, pero ¿cómo era posible que conociera sus fantasías
más secretas? La acarició y la torturó hasta convertirla en un ser salvaje, dispuesto a
hacer cualquier cosa para llegar al orgasmo. Le besó la nuca, se la mordisqueó y la
lamió, tras lo cual descendió por su espina dorsal mientras se frotaba contra ella con
un ritmo que la estaba volviendo loca.
—Quiero… necesito…
—Lo sé, preciosa. Pero es la hora de la verdad. Dime que me perteneces. Que
siempre me has pertenecido.
—No.
Cuando Max le frotó el clítoris, se le doblaron las rodillas. Aunque él la sostuvo
con un brazo, siguió acariciándola sin piedad hasta llevarla al borde del abismo.
—Dímelo.
Sintió un sollozo atascado en la garganta. Estaba tan cerca… el orgasmo estaba
justo a la vuelta de la esquina, el placer era tan intenso que se le licuó el cerebro.
Presionó hacia atrás con las caderas.
—Te odio, Maximus Gray. Te odio.
Los labios de Max se deslizaron por su húmeda mejilla.
—Te quiero, Carina. ¿Me oyes? Te quiero. —Dejó de acariciarla y la instó a
ponerse de puntillas—. Y ahora córrete para mí.
Le introdujo los dedos hasta el fondo y siguió acariciándola con frenesí. Carina
gritó mientras el placer la sacudía en oleadas y la hacía pedazos. Max la levantó en
volandas, la dejó sobre la cama y se puso un condón. Después, se la metió.
«Mía.»
Carina le rodeó las caderas con las piernas, le clavó los talones en la espalda y se
entregó por completo. Max la penetró hasta el fondo hasta que tuvo la impresión de
que no había nada más que él. La llevó hasta el borde del abismo de nuevo y la lanzó
al vacío.
Su calidez y su fuerza la rodeaban. Carina flotó y se percató de forma distraída
del clímax de Max. La oscuridad la engulló sin que se apartara de él, y ya no tuvo que
seguir pensando.
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Max le apartó el pelo sudoroso de la cara y apoyó una mejilla en la suya. Tenía una
mano en torno a un pecho y un muslo entre los de Carina. Su olor lo impregnaba por
entero. Se preguntó por qué había tardado tanto en comprender que la quería. Por fin
entendía por qué había evitado el amor en el pasado. Sí, le había asustado el
compromiso por culpa de su padre, le asustaba la posibilidad de tener sus genes, le
asustaba hacer sufrir a una mujer como había sufrido su madre durante todos esos
años. Pero la razón fundamental era muy sencilla.
Miedo.
Su corazón ya no le pertenecía. ¿Así era como se había sentido Carina durante
tantos años? ¿Había sentido la tortura, el temor y la alegría de querer estar en la
presencia de otro? Aunque daría su vida por ella, la decisión no era solo suya. Carina
estaba acostada a su lado, su cuerpo le pertenecía, pero su mente estaba a mucha,
mucha distancia.
—¿En qué estás pensando? —susurró.
Carina le levantó una mano y le besó la palma.
—En lo importante que eres para mí. Siempre que te veía entrar con Michael por
la puerta, me preguntaba cómo sería sentirse querida por ti. Hacer el amor contigo. Vi
el desfile de mujeres con las que salías y rezaba para que llegara mi turno. Por fin me
ha llegado, pero me da miedo aprovecharlo.
Max la instó a volverse para mirarla a la cara. Esos ojos de color chocolate
rebosaban de tristeza y vulnerabilidad, hasta tal punto que le partió el corazón.
—Te quiero. Y no te lo digo por hacer lo correcto o porque no quiera convertirme
en alguien como mi padre. Quiero una vida contigo, y no me conformaré con ninguna
otra mujer.
Carina no se movió. No reaccionó a sus palabras. El pelo rizado y oscuro le caía
por la cara, revelando su obstinada barbilla, sus generosos pómulos y su larga nariz.
Era fuerte, guapa y perfecta. Lo asaltó el pánico, acelerándole el pulso, que le atronó
los oídos.
—Carina, por favor, escúchame. Nunca pensé que fuera lo bastante bueno para ti.
Ya fuera por mi edad, por nuestras familias y por todo lo que creía que era. Ahora veo
que soy capaz de pasarme el resto de la vida haciéndote feliz por haberte casado
conmigo. Demostrando que te merezco.
—Yo también lo quiero, Max, pero…
—¿Qué?
El silencio de Carina le crispó los nervios y deseó que todo acabara en un final
feliz. ¿Qué más podía ofrecerle? ¿Qué más podía querer ella? Observó su cara y la
miró a los ojos de forma penetrante.
Y entonces lo supo.
—No me crees.
Ella dio un respingo.
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—Quiero creerte. Incluso creo que esta vez lo dices en serio. Pero jamás me
libraré de la sensación de que algo va a pasar para estropearlo todo. Lo siento, pero
no paro de preguntarme por qué me elegiste. Cuando te miro, me inunda la alegría y
no sé qué hacer con todas las emociones que siento por ti. Me da la impresión de que
sigo teniendo dieciséis años y que lo único que quiero es complacerte, o al menos
arrancarte una sonrisa.
Max sintió que se le helaba la piel. En cierto modo, el problema no radicaba solo
en él. Radicaba en los traumas emocionales de Carina y en su baja autoestima.
¿Podría vivir así, reconfortándola constantemente o preocupándose por la posibilidad
de que desapareciera a causa de sus inseguridades? Dio, qué lío más grande. ¿Cómo
era posible que no viera lo especial que era? ¿Cómo era posible que no comprendiera
que él no la merecía?
—Carina, ya no somos niños. ¿No va siendo hora de que lo asimiles y de que te
des cuenta de cómo te ven los demás? —La verdad lo golpeó de repente y se sentó—.
Aunque tienes razón. Necesito que tú salgas a mi encuentro. Necesito una mujer que
crea en mi amor por ella, que se mantenga firme a mi lado y que no tema la
posibilidad de que algo me aleje. Necesito a una mujer fuerte y valiente. —Apretó los
dientes y tomó una decisión—. Tú eres todo eso, amor mío. Y mucho más. Pero hasta
que no te lo creas, no tendremos la menor oportunidad.
—Lo sé. —Se le quebró la voz. Con agilidad, Carina se levantó y se plantó
desnuda frente a él. Lo miró con una expresión decidida en sus ojos, y también con
cierta lástima, lo que le atravesó el corazón—. Por eso no puedo estar contigo ahora
mismo. Necesito saber si soy autosuficiente antes de aceptar esta oportunidad. Lo
siento mucho, Max, pero voy a dejarte.
Salió del dormitorio y Max se quedó solo mirando la puerta que ella había
cerrado al salir, preguntándose si alguna vez se sentiría completo de nuevo,
preguntándose qué sucedería a continuación.
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Alexa acunaba al pequeño Ethan con un brazo mientras se sentaba en el futón
amarillo limón. Su mirada recorrió el apartamento con expresión tierna.
—No puedo creer lo rápido que pasa el tiempo —dijo. Su abultadísimo vientre
tensaba la camiseta premamá que declaraba que era una «Mamá de un bebé Loco por
los Libros»—. No te imaginas la cantidad de vino que hemos bebido en este
apartamento.
Maggie mecía a Luke mientras le daba el pecho y resopló al escucharla.
—Ni cuántas citas de Alexa acabaron en desastre. Te juro que el vino era
necesario.
Alexa y Maggie se echaron a reír mientras Carina ajustaba el lienzo sobre el que
trabajaba.
—En fin, yo ya he empezado bien. Mis viernes por la noche consisten en pelis
románticas y una botella de vino tinto.
—No tienes por qué pasar de nuestras cenas de los viernes, Carina —dijo Alexa
—. De todas maneras, Max casi nunca aparece. Desde que lo dejaste, Michael dice
que se pasa el día dando vueltas por la oficina, arrasando con todo, y que se parece a
la señorita Havisham en esa enorme mansión suya.
Carina meneó la cabeza.
—No, me viene bien. He avanzado mucho con mis cuadros. —Clavó la mirada en
el que tenía delante, el último de la serie, y contuvo las lágrimas—. Pero lo echo de
menos.
Maggie suspiró.
—Lo sé, cariño, pero creo que hiciste lo correcto. Llevas colgada de Max toda la
vida y todo ha girado siempre en torno a lo que podías hacer por él. El matrimonio es
algo mutuo. Tienes que ser fuerte tú sola antes de poder ser fuerte junto a otra
persona.
Alexa miró a su amiga, alucinada.
—Joder, qué profundo.
Maggie sonrió.
—Gracias. He estado practicando la sensatez para cuando fuese madre.
—En fin, yo ya te dije que buscaba un socio igualitario para Locos por los Libros
—dijo Alexa—. Tú serías perfecta, y así no tendría que preocuparme de que Maggie
hiciera algún turno y me espantara a los clientes. Ya me he puesto en contacto con un
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abogado. Podemos tener el contrato listo en cuanto te decidas.
La emoción le provocó un nudo en el estómago. Por primera vez había
descubierto un talento que la hacía ganar dinero y que también la hacía feliz. En ese
momento, con el cuadro final de la colección, estaba preparada para dar otro gran
salto. Había llamado a Sawyer y un marchante iría a ver su trabajo. Estaba advertida
de que el hombre era brutal y de que si no había posibilidad de venta, se lo diría sin
tapujos. Ella estaba emocionadísima, quería sinceridad y sabía que si su trabajo no
estaba a la altura, se esforzaría más para la siguiente oportunidad. Por fin su vida
comenzaba a tomar forma, a encarrilarse.
La pena era que echaba de menos a su marido.
Sin él parecía faltarle algo de forma permanente. Desde que lo dejó, Max no se
había puesto en contacto. Habían pasado diez días muy despacio, tanto que creyó
volverse loca si no veía de nuevo su cara. Max atormentaba sus sueños por la noche,
pero también la atormentaba de día. Consiguió volcar casi toda su rabia en su trabajo,
con la esperanza de que la cruda pasión de sus retratos calara en los espectadores. Era
curioso cómo un corazón destrozado despertaba la inspiración.
Carina regresó al presente.
—Me encantaría ser socia de Locos por los Libros —aseguró—. Gracias por
confiar en mí, Alexa.
—¿Estás de guasa? Has trabajado como una mula y has demostrado tu valía. Yo
no regalo nada.
Maggie asintió con la cabeza.
—Es un trozo de pan con los niños y con los perros, pero un tiburón en los
negocios.
Carina se echó a reír.
—Me alegro de saberlo.
—Bueno, ¿cómo le va a Gabby? Parece curada por completo —comentó Maggie.
Carina miró la paloma, que zureaba en su jaula. A Gabby le gustaba escuchar el
trino de los pájaros que había en los árboles del exterior y parecía contenta con
quedarse a su lado. Sin embargo, Carina sabía que casi había llegado el momento de
liberarla. El ala se le había curado por completo y su dueño quería recuperarla. Una
punzada de incertidumbre se apoderó de ella. A lo mejor Gabby necesitaba más
tiempo. A lo mejor todavía no estaba preparada.
—Pronto podrá volar.
Alexa suspiró.
—Me encantaría tener una paloma de mascota, pero seguramente los perros se
pondrían celosos.
Maggie resopló.
—Sí, me imagino a mi hermano con un pájaro… Casi se cargó el pez. Sería un
desastre absoluto.
Alexa le sacó la lengua.
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—En fin, tenemos que irnos. Solo queríamos ver cómo estabas.
Carina se despidió de sus sobrinos con besos. Maggie le dio un apretón en la
mano y le dijo:
—Recuerda que estamos ahí si nos necesitas. A cualquier hora.
—Gracias, chicas.
Carina las vio marcharse con tristeza. Después regresó al trabajo.
Carina cortó la llamada con dedos temblorosos.
Tenía una exposición.
Soltó un grito eufórico y comenzó a dar saltos, bailoteando y meneando el trasero
como una loca. El marchante había destrozado su trabajo y había señalado cada
aspecto que haría imposible una venta. Ella aceptó las críticas con la barbilla en alto,
de buena gana. Le dijo que se esforzaría más la próxima vez.
El hombre asintió con la cabeza, le dejó su tarjeta y se fue.
Una semana más tarde Sawyer la llamó con la noticia de que su amigo era
incapaz de sacarse su trabajo de la cabeza. Quería que probara algunas cosas, que
creara otro cuadro original, y así le daría una oportunidad. Tuvo la sensación de que
unas burbujas de gas se le subían a la cabeza, como si pudiera volar. Carina miró su
BlackBerry y se detuvo en un número.
Quería llamar a Max.
No a su madre, ni a Michael ni a Maggie. Quería llamar a su marido, quien
seguramente dejaría de serlo en breve. El mismo que le había dicho que pintara para
ser feliz, el que le había dicho que ella era mucho más de lo que se creía.
Alguien llamó a la puerta.
Con el corazón a punto de salírsele del pecho, decidió que el destino le había
enviado una respuesta. Si se trataba de Max, correría a sus brazos y le suplicaría
perdón. Fue a la puerta y la abrió.
Su madre estaba al otro lado.
Bajó los hombros, pero consiguió esbozar una sonrisa alegre.
—Hola, mamá. Me alegro de que hayas venido. Tengo una noticia estupenda.
Su madre le dio un beso en la mejilla y entró. Su bastón resonaba en el rayado
suelo de madera.
—Cuéntamela, pareces feliz.
Carina no se hizo de rogar. El orgullo que vio en la cara de su madre satisfizo
algo en su interior.
—Sabía que triunfarías con tus cuadros. Has estado muy concentrada estas
últimas semanas. ¿Puedo verlos?
El pánico le puso los nervios a flor de piel.
—Esto… te los enseñaré cuando haya terminado. Podrás verlos en la exposición.
Su madre meneó la cabeza.
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—Lo siento, Carina, por eso he venido a verte. Es hora de volver a casa. Me iré a
finales de semana.
—Oh. —La exclamación sonó triste incluso a sus oídos. Se había acostumbrado a
tener a su madre cerca. Las cenas de los viernes eran eventos bulliciosos y, como si
fueran una pareja divorciada, Max y ella alternaban los viernes para darse la
oportunidad de estar con la familia. Con un suspiro, su madre apoyó el bastón en el
sofá y se sentó—. ¿Te encuentras bien, mamá?
—Claro que sí. Solo estoy cansada y lista para volver a mi casa.
Carina sonrió y se sentó junto a su madre. Le cogió la mano arrugada y se la
apretó con fuerza. Unas manos que horneaban, acunaban bebés y enjugaban lágrimas.
Unas manos que habían erigido un imperio amasando pasta y haciendo malabarismos
con una docena de pelotas a la vez.
—Lo entiendo. Te voy a echar muchísimo de menos.
—¿Tú estarás bien sin mí? ¿Quieres volver a casa?
Le besó la mano a su madre.
—No. Estoy creando mi hogar aquí, con mis reglas. Me siento más fuerte. Más
como una mujer que sabe lo que quiere y menos como una niña.
Su madre suspiró.
—Porque te han partido el corazón. Así es como se madura. No es algo ni bueno
ni malo. Es lo que es.
—Sí.
—Pero tengo que decirte algo de Maximus.
—Mamá.
—Calla y escucha. Cuando eras pequeña, mirabas a ese niño con el corazón en
los ojos. Sabía que para ti era amor verdadero, no un enamoramiento. Pero eras
demasiado joven y Maximus es un buen chico. Su trabajo consistía en protegerte
hasta que fueras una mujer. Y lo hizo. —Sonrió por el recuerdo—. Siempre me fijé en
cómo te miraba. Cuando creía que nadie se daba cuenta y estaba a salvo. Con una
expresión añorante y cariñosa que me henchía el corazón. Sabía que era necesario
que pasara el tiempo para que todo funcionara entre vosotros. Sé que hubo
decepciones, pero eran necesarias para llegar hasta este punto. Cuando os encontré
aquella mañana, mencioné el matrimonio por un motivo muy concreto: sabía que
Max necesitaba un empujoncito. Le tenía demasiado miedo a Michael, a vuestra
relación pasada. Hacía falta algo que rompiera esa barrera y pudierais tener una
oportunidad. Puede que yo lo sugiriese, pero ese hombre hace lo que quiere, y por
más sentido del honor que tenga, jamás te habría pedido matrimonio de no haberlo
querido. Max te quiere. Pero ahora te toca a ti tomar una decisión. Tienes que ser lo
bastante fuerte como para llegar a él y pedirle que te quiera. Vas a tener que
arriesgarte. Todos creemos en ti. ¿No es hora de que creas en ti misma?
—No lo sé, mamá. De verdad que no lo sé.
Su madre soltó un hondo suspiro y miró por la ventana.
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—Esperaba que las cosas sucedieran de otra forma, pero no había pensado que
fueras tan testaruda. Tuve el mismo problema con Michael y con Maggie, aunque con
ellos al final todo salió bien.
Carina ladeó la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
Su madre se echó a reír.
—Ay, Dios, cuando se presentaron y me dijeron que estaban casados, supe que
mentían. También supe que eran perfectos el uno para el otro, así que me encargué de
que el sacerdote fuera a la casa.
Carina se quedó boquiabierta. Su madre había enfermado y había pedido que
Maggie y Michael se casaran delante de ella. Increíble. Y todo el tiempo su madre
había sabido la verdad y había planeado ganarles la partida.
—Eres despiadada. ¿Por qué no me habías contado nada de todo esto?
—Soy madre. Hacemos todo lo necesario por nuestros hijos cuando necesitan un
empujoncito. Ahora solo me queda rezar para que Julietta mire a un hombre y no a
una hoja de cálculo.
Carina se echó a reír al escucharla.
—Buena suerte —le dijo, abrazándola. La envolvió el familiar olor a pasteles, a
polvo de talco y a consuelo, reconfortándole el alma—. Te quiero, mamá.
—Y yo a ti, mi preciosa niña.
Se quedaron abrazadas un rato, hasta que Carina se sintió lo bastante fuerte para
dejarla marchar.
Había llegado el momento.
Carina estaba en el exterior con Gabby en el brazo.
El sol le calentaba la piel, haciendo brillar las plumas blancas de la paloma.
—Te quiero, bonita. —Le acarició el suave pecho.
La paloma ladeó la cabeza y zureó como si supiera que se estaba despidiendo.
Carina titubeó. Sabía que jamás volvería a ver a Gabby, sabía que volaría hacia su
hogar y que la dejaría atrás una vez curada.
Se le encendió la bombilla de repente y la luz estalló en su cerebro.
Max la quería.
¿No había dudado de sí misma durante demasiado tiempo? ¿Cuándo llegaría el
momento de aferrar su felicidad con ambas manos, con la conciencia de que estaba a
la altura de Maximus y de todo lo que él podía ofrecerle? Esas semanas sin él le
habían demostrado que era capaz de estar sola. De perseguir sus sueños. De fracasar
y no desmoronarse. De declarar lo que quería sin miedo.
Podía vivir sin él, pero no quería hacerlo.
Su marido la quería, pero necesitaba a una mujer que estuviera a su altura. Ella
nunca había creído en sí misma lo suficiente para entregárselo todo, siempre había
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tenido miedo de que Max se diera cuenta de que no era lo bastante buena.
Las palabras de su madre resonaron en su cabeza hasta que empezó a darle
vueltas.
«¿No es hora de que creas en ti misma?»
Sí.
—Es hora de volar, Gabby.
Carina levantó el brazo. Las alas de la paloma se extendieron antes de que el
animal echara a volar. Se elevó con elegancia por el cielo, con las alas blancas
recortadas sobre la oscuridad de los árboles, y la observó hasta que se perdió de vista.
El nudo en su estómago se disolvió. Sintió que una nueva certeza crecía en su
interior. Confiaba en su instinto y se había dado cuenta de que era hora de seguir
adelante. Era hora de ser la mujer que siempre había estado destinada a ser.
Era hora de reclamar a su marido.
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Max alzó la vista para leer el cartel situado sobre la entrada de la galería de arte
emplazada en el SoHo.
El nombre de Carina estaba escrito con una letra muy artística, y las alegres tiras
de luces blancas que adornaban el exterior llamaban la atención de los curiosos.
Tomó una bocanada de aire y esperó poseer la fuerza suficiente para aguantar lo que
le esperaba esa noche.
La invitación a su primera exposición fue una sorpresa y una ironía a la vez. El
orgullo lo abrumó. Su talentosa y guapa esposa por fin sabía lo mucho que valía, pero
él no estaba a su lado para celebrarlo. Sin embargo, no podía dejar pasar la
oportunidad de verla una vez más en todo su esplendor. Necesitaba ver su trabajo
mientras recordaba cómo le había hecho el amor en su estudio tras cubrirla de
chocolate.
Los remordimientos le provocaron un nudo en las entrañas.
Abrió la puerta y entró.
El lugar era grande y amplio, con columnas blancas que separaban el espacio en
zonas cuadradas. Se había dispuesto una barra y los camareros paseaban entre los
asistentes ofreciendo champán, vino y una variedad de canapés. La gente se movía en
grupos, charlando y riendo mientras avanzaban. Su mirada se dirigió de inmediato al
rincón de la derecha, casi como si hubiera presentido que Carina estaba allí.
La vio echar la cabeza hacia atrás y reír por algo que le había dicho un hombre.
Llevaba un vestido largo negro que relucía bajo la luz. Se había recogido el pelo en la
coronilla, domando esos rizos oscuros, pero sabía muy bien que bastaría con quitarle
una sola horquilla para que esa sedosa melena le cayera sobre los hombros con
salvaje abandono. En sus ojos brillaba una alegría interior y una confianza que jamás
había visto en ella.
Sí. Era feliz sin él.
Tragó saliva para librarse de las emociones y se dio media vuelta para ver la
primera obra.
El asombro lo paralizó.
Esperaba encontrar retratos con alma y corazón, con esa calidez que Carina
siempre lograba imprimirle a los trabajos que él había tenido la suerte de contemplar.
Lo que tenía delante parecía obra de otro artista diferente.
Eran obras realizadas con trazos gruesos y toscos, en color negro, gris y alguna
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que otra pincelada de rojo. Parejas en distintas posiciones eróticas. Una mujer con la
espalda arqueada contra la pared mientras su amante le besaba los pechos. Los
cuerpos exudaban una sensualidad descarnada sin resultar ordinarios, y la ventana
que tenían a la derecha se asemejaba a un espejo entre la intimidad y el mundo
exterior. El espectador contemplaba la escena como un voyeur que imaginara
perfectamente lo que estaba sucediendo, pero que se veía obligado a no apartar la
vista.
Según avanzaba, Max comprendió que la pareja de los cuadros mantenía una
relación complicada. El rostro de la mujer reflejaba en un lienzo la vulnerabilidad y el
deseo mientras miraba a su amante. El perfil del hombre solo demostraba una fuerte
determinación y un carácter firme. En otro se los veía con las frentes juntas y los
labios apenas separados, con los ojos entornados de forma que el espectador se veía
obligado a imaginar lo que estaban pensando.
Max observó todos los cuadros con una avidez que rara vez sentía. El trabajo era
extraordinario y comprendió que su mujer poseía un talento apasionado y profundo,
capaz de revolucionar el mundo del arte. Lo que tenía delante era el comienzo de una
larga y exitosa carrera. Con razón Sawyer parecía tan emocionado. Había descubierto
a la próxima estrella.
La gente pasaba a su alrededor e intentó incluirlo en sus conversaciones. Los
camareros se pararon varias veces para preguntarle si quería algo. Él no contestó. Se
limitó a zambullirse en el trabajo de Carina y tuvo la impresión de haber descubierto
esa última parte de su alma que ella mantenía oculta. En ese momento la tenía
delante.
Dio, cómo la quería.
Había llegado temprano para no encontrarse con Alexa, Nick, Michael y Maggie.
Su plan era ridículo y típicamente masculino: colarse, ver su trabajo, torturarse y
escabullirse sin ser visto. Después de eso, tocaba volver a casa y emborracharse con
su perro acostado a sus pies.
—¿Max?
Su voz fue música en sus oídos. Ronca como la de una Eva seductora. Dulce
como la de un ángel. Apretó los dientes y se volvió.
Ella le sonrió con tanta calidez que creyó que iba a abrasarlo. Un deseo primitivo
corrió por sus venas, pero luchó contra él y logró devolverle la sonrisa.
—Hola, Carina.
—Has venido.
Encogió un hombro.
—Tenía que verlo.
¿Por qué lo miraba con esa avidez? ¿Para torturarlo?
—Me alegro. ¿Qué opinas?
Cuando habló, lo hizo con voz desgarrada.
—Son… lo son todo.
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Carina parpadeó para alejar las lágrimas y él sintió que le arrancaba otro trozo de
corazón. Cuando acabaran de hablar, no quedaría nada de él.
—No has visto el último. Está allí, expuesto en solitario.
—Carina, no puedo. Tengo que irme.
—¡No, Max, por favor! Necesito enseñártelo.
¿Eso era el amor? ¿Un dolor paralizante y arrollador que parecía dejarlo sin aire
en los pulmones? Se mordió la lengua para no protestar por segunda vez y asintió con
la cabeza.
—Vale.
La siguió hasta la parte posterior de la sala y después subió unos cuantos
escalones. La galería se abría en ese punto, acogiendo una zona apartada donde
exponer una obra especial. El cuadro colgaba del techo en todo su esplendor. Max dio
un paso adelante y alzó la vista.
Era él.
El título lo decía bien claro en la parte superior: «Maximus». Con el torso
desnudo. Descalzo. Los vaqueros le caían por las caderas. Tenía la cara difuminada y
oculta por las sombras, pero estaba de frente al espectador, sosteniendo su mirada. Su
rostro mostraba un torbellino de emociones. En sus ojos relucía un poder demoledor.
Verse así lo emocionó y le llegó al alma. Porque en esa mirada lo distinguió todo.
Vulnerabilidad. Determinación. Un puntito de arrogancia. Deseo. Y la capacidad de
amar.
Se volvió con el corazón en un puño.
Carina estaba frente a él. Esos ojos negros como el azabache lo miraban con
adoración y con una fuerza que jamás había visto en ella.
—Max, te quiero. Siempre te he querido, pero necesitaba quererme a mí misma
para poder ofrecerte lo que te mereces. No sé si es demasiado tarde, pero te prometo
que si me das otra oportunidad, me quedaré a tu lado y seré la mujer que estabas
buscando. Porque yo soy esa mujer. Tu alma gemela. La cuestión nunca ha sido si yo
volvería a tu lado. La pregunta es: ¿volverás tú al mío?
En su interior estalló la alegría, que corrió por sus venas. Soltó una especie de
carcajada mientras la estrechaba entre sus brazos.
—Nunca me he marchado, cara.
Reclamó sus labios y la besó con pasión y ternura, como si estuvieran sellando los
votos que pronunciaron en Las Vegas meses antes.
De repente, se vio rodeado por toda la familia. Max se encontró en mitad del
círculo mientras Michael y Nick le daban palmadas en la espalda y Alexa y Maggie
se limpiaban las lágrimas.
Por fin estaba en casa. De verdad.
—Ya era hora de que volvierais a estar juntos. —Alexa sollozó—. Ya no podía
soportar más tanto drama. Los viernes por la noche empezaban a ser un coñazo.
Max arrimó a Carina hacia él y rio.
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—Lo solucionaremos esta semana. Fiesta en nuestra casa.
El marchante se acercó a la carrera y los interrumpió. Su rostro no demostraba su
habitual seriedad.
—Esto… Carina, ¿puedo hablar contigo un segundito?
—Claro. —Besó a Max en los labios y se alejó. Tras una conversación en voz
baja, regresó con una expresión asombrada—. He hecho una venta.
Max sonrió.
—No me sorprende. Tu trabajo me ha dejado alucinado. Pero será mejor que
empecemos. Vas a pintar mucho más y necesito inspirarte.
Ella se echó a reír y le enterró los dedos en el pelo.
—Pues manos a la obra —susurró.
Max miró a la mujer que quería. A su esposa. A su alma gemela. A su eternidad.
—Vamos a casa.
Carina yacía entre las sábanas arrugadas, exhausta, saciada y más feliz que nunca.
—¿Te rindes ya?
Ella levantó la cabeza un centímetro y la dejó caer de nuevo.
—Jamás. Solo necesito un minuto.
Max rio entre dientes y se levantó de la cama. Lo escuchó caminar hasta el
vestidor y regresar. Hasta su nariz llegó ese olor almizcleño tan suyo, y se excitó de
nuevo. Su marido la había convertido en una ninfómana en toda regla, y no podía
estar más contenta.
—Tengo un regalo para ti.
Eso hizo que se sentara. La parte más infantil de su persona se derritió ante la idea
de que su marido le hiciera un regalo.
—¿Ah, sí?
—Ajá. Lo tenía guardado. Con la esperanza de que regresaras y poder dártelo.
Era una caja rectangular envuelta con un papel rojo intenso. Carina se mordió el
labio inferior, encantada, y la miró.
—¿Qué es?
—Ábrela, nena.
Ella arrancó el papel como si fuera una niña el día de Navidad y levantó la tapa.
Contuvo el aliento.
En el papel de seda blanco descansaba un par de zapatos. Y no eran unos zapatos
cualquiera. Eran unos zapatos de tacón de diez centímetros con diamantes. Hechos de
cristal.
Levantó uno y contempló el brillo de las piedras preciosas. La puntera descubierta
les otorgaba un toque sexy y el delicado cristal era muy suave al tacto.
—Dios mío, Max, te has superado. Son preciosos.
—En una ocasión me dijiste que no habías conseguido el final feliz que deseabas.
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Se me ocurrió que podía compensarte regalándote un par de zapatos de Cenicienta.
Se le llenaron los ojos de lágrimas y se sorbió la nariz.
—Joder, Maximus Gray. ¿Quién iba a pensar que bajo ese caparazón existía un
hombre tan romántico?
—Te quiero, Carina.
—Yo también te quiero.
Max unió la frente a la de Carina y se juró que nunca más permitiría que su mujer
pusiera en duda lo que sentía por ella.
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Epílogo
Maggie suspiró y echó un vistazo por el salón.
—¿Hay demasiados niños en esta habitación o solo me lo parece a mí?
Carina se echó a reír y le metió el chupete a María en la boca. Su llanto se cortó
en seco mientras succionaba con ansia. Lily correteaba por el salón con su peluche de
Dora la Exploradora mientras el pequeño Nick chillaba de fondo. Ethan y Luke
estaban en las hamacas, recién comidos y con el pañal limpio.
—Espera a que Max y yo nos sumemos. Tendremos que hacer una cadena de
niñeras para poder ver la luz del sol con nuestros maridos.
—¿Estás embarazada? —exclamó Alexa.
Tenía una taza de juguete en la mano y fingió beber té mientras Lily reía.
—No, todavía no estamos preparados. Estoy trabajando en otra exposición y Max
tiene la inauguración de otra pastelería. Ahora mismo estamos disfrutando solos. De
hecho, dentro de un mes iremos a Italia para pasar una temporada. Los dos echamos
de menos a nuestras madres.
Maggie suspiró.
—Yo también echo de menos a mamá Conte. Pero los niños son demasiado
pequeños para el viaje. ¿Cómo le va a Julietta? ¿Sigue sin salir con nadie?
—Mi hermana tiene muy mala opinión del sexo opuesto. Parece convencida de
que un hombre le quitará el control de su vida e intentará que deje su profesión. Es
terca.
Alexa se echó a reír.
—A lo mejor necesita un hechizo de amor. La Madre Tierra parece que fue
bastante generosa con Maggie y conmigo.
Maggie le tiró un peluche, que le dio en la cabeza. Alexa le sacó la lengua.
«Hechizo de amor.»
Carina sintió que el destino le rozaba la espalda. Abrió los ojos como platos al
recordar la noche en la que hizo la fogata y arrojó el papel a las llamas. Un papel que
contenía un solo nombre: «Maximus Gray».
Se le puso el vello de punta y abrazó con más fuerza a María en busca de calidez.
—Esto… ¿chicas? ¿De qué estáis hablando? Cuando Maggie me dio el libro de
hechizos, me dijo que eran chorradas y que nadie lo usaba.
Alexa se desternilló de la risa.
—¡La leche! La señorita Maggie por fin admite la verdad y reconoce que hizo lo
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del hechizo antes de casarse con Michael. ¡Al final caen hasta las torres más altas!
Maggie se encogió de hombros.
—¿Qué más da? Sí, es una coincidencia. Pero Carina se deshizo del libro de
hechizos y ahora está felizmente casada con Max. Así que es una de esas
coincidencias raras que nuestros maridos aparecieran después de que le pidiéramos
ayuda a la Madre Tierra.
Carina tragó saliva.
—Te mentí, Maggie.
—¿Qué quieres decir?
—Que sí hice el hechizo. Varias noches después de que me dieras el libro, me
escapé al bosque y completé el ciclo. Quemé mi papel en una fogata.
Se hizo el silencio. Incluso los niños parecieron darse cuenta de que se avecinaba
algo gordo. Además, los dibujos animados de Max y Ruby incrementaron esa
sensación.
—¿Hiciste una lista con todas las cualidades que querías en un marido? —susurró
Alexa—. ¿Max encaja con la lista?
Carina las miró y tragó saliva.
—No escribí las cualidades. Solo escribí su nombre en el papel.
Maggie dio un respingo como si hubiera visto un fantasma. Alexa se recostó en el
sofá azul y meneó la cabeza.
—La madre que… El hechizo funciona.
Maggie se echó a reír, pero tenía cierto deje incrédulo.
—Imposible. Menuda tontería estamos pensando. Me estáis asustando.
—¿Dónde está el libro, Carina? ¿Se lo has dado a alguien más?
—No, lo tengo en la estantería con un montón de cosas. No me he deshecho de él.
Alexa las miró con los ojos brillantes.
—Creo que deberíamos hacer que ese libro acabara en las manos de alguien. Y
me refiero a tu hermana.
—¿Qué? Julietta nunca haría un hechizo de amor. Es la sensata de la familia. No
funcionaría. —Hizo una pausa—. ¿O sí?
Maggie se dio unos golpecitos en el mentón.
—Interesante idea. Carina va a Italia dentro de un mes. A lo mejor puede
asegurarse de que Julietta complete el hechizo. Así saldremos de dudas. Dos veces
podría ser una coincidencia. Tres podría ser difícil, pero posible. Cuatro veces sería la
confirmación definitiva.
Carina las miró. Tenían razón. Su hermana se merecía esa clase de felicidad, y si
hacer un hechizo de amor conducía a Julietta en la dirección correcta, merecía la pena
intentarlo.
—Lo haré.
Maggie cogió tres copas de vino, sirvió el oloroso chianti y las repartió. Alzaron
las copas y sonrieron.
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—Salute.
Carina bebió.
Los niños jugaban y dormían. Las mujeres charlaban y reían. Los hombres se
pasaban por el salón para algún que otro beso o comentario. Cuando Carina miró a su
marido, este le sonrió con tal ternura y pasión que se sintió completa. El matrimonio
por error había terminado dándole todo lo que había soñado.
Su final feliz.
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Agradecimientos
Los escritores sabemos que no creamos un gran libro sin un gran equipo detrás. El
equipo de Gallery ha sido increíble en todos los sentidos a fin de asegurarse de que
este libro salía en el tiempo previsto sin sacrificar la calidad. Tengo que agradecer
especialmente a mi editora, Lauren McKenna, que me presionó de formas que ni se
me habían pasado por la cabeza, que me sostuvo la mano y que consiguió que este
libro fuera lo mejor posible. Me enorgullece formar parte de tu equipo y estoy ansiosa
por crear más libros maravillosos juntas. ¡Tú eres Mickey y yo soy Rocky!
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