Él sonrió.
—Estoy familiarizado con ciertos métodos, pero no reconozco este.
—Se llama taquigrafía Gregg. Fue publicado hace dos años y no suele utilizarse.
Yo acabo de aprender para poder… —Dudé. Temí que continuar con ese tema
pondría bruscamente fin a una grata conversación que, sinceramente, deseaba
proseguir, pero no podía soslayar la verdad. Él tenía derecho a saber de inmediato que
estaba prometida—. Aprendí estenografía para poder ayudar a mi prometido en su
trabajo. Es abogado, ¿sabe? Espero poder escribir lo que dice y luego transcribirlo y
mecanografiarlo para él.
La sonrisa del caballero se apagó levemente durante un breve instante al oír mi
confesión, pero recuperó rápidamente el aplomo.
—Así pues ¿es usted experta en mecanografía además de en estenografía? Son
conocimientos poco habituales. Su prometido es un hombre afortunado por tener a
una compañera tan culta, devota y hermosa. Un hombre realmente afortunado.
Se me encendieron las mejillas, no solo por sus palabras de elogio, sino también
por la admiración que vi en sus ojos mientras las pronunciaba.
—Gracias, señor, pero siento que soy yo la afortunada. Jonathan es un hombre
bueno.
No hizo ningún comentario al respecto, tan solo guardó silencio y miró a nuestro
alrededor.
—No se encuentra aquí con usted, imagino, pues ha dicho que viajaba con una
amiga y la madre de esta.
—Está en viaje de negocios en el extranjero y aún no ha regresado.
—Entiendo. Entretanto está usted ociosa, ¿verdad? —Antes de que pudiera
replicar, añadió—: Aún no he tenido oportunidad de explorar la zona. La abadía en
ruinas parece realmente fascinante. ¿Me haría el honor de acompañarme a dar una
vuelta por los alrededores?
Cuando me miró, el corazón comenzó a latirme con una extraña y frenética
rapidez. Solo habíamos conversado unos pocos minutos, pero había algo en ese
hombre, en sus ojos, que resultaba tan hipnótico que apenas podía apartar la mirada
de la suya. No podía negarlo, me sentía muy atraída por él y él parecía
corresponderme. ¡Oh!, pensé, esos sentimientos recién descubiertos que me
embargaban, aunque eran innegablemente emocionantes, estaban mal; muy mal, en
realidad.
Él debió de leer el pensamiento en la expresión de mi rostro, pues me dijo:
—Nada tiene de indecoroso que paseemos y charlemos. Somos, simplemente, dos
personas modernas que conversan a plena luz del día. Y estamos rodeados de gente.
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Abrí la boca para rechazar su ofrecimiento… pero en lugar de eso me oí decir:
—Me encantaría acompañarle.
Y antes de darme cuenta estaba caminando a su lado por el sendero de grava.
—No he podido evitar reparar en el título de su libro. —Señaló con la cabeza el
tomo que yo llevaba—. El origen de las especies. Una elección muy interesante.
—¿Lo conoce?
—En efecto. Es una obra crucial de la literatura científica.
—Encuentro la teoría de la evolución de Darwin de lo más interesante. La idea de
que los hombres evolucionan durante el curso de generaciones, a través de un proceso
de selección natural…
—… y que solo los mejor adaptados sobreviven…
—… y dan lugar a nuevas especies…
—¡Sí! —respondió animadamente—. Las ideas habían estado ahí mucho antes de
que Charles Darwin publicara su libro; algunos han señalado que el origen está en
Aristóteles. Pero las teorías de Darwin han conseguido al fin llamar la atención del
público general.
—¡El libro ha suscitado un acalorado debate!
—Lo que no resulta sorprendente. La teoría de Darwin ha puesto en tela de juicio
la validez de muchas antiguas doctrinas religiosas…
—… como el creacionismo…
—… y la apreciada jerarquía del hombre sobre la bestia.
—Supongo que eso resulta impactante para algunos —dije con una sonrisa—,
considerar que los humanos ya no somos la indiscutible cima de la creación.
—En efecto. Somos meramente otro eslabón de una gran cadena —repuso
sonriendo, y añadió—: Sus gustos en materia de lectura me fascinan. Habría esperado
que una joven dama como usted estuviera más interesada en las novelas populares
que en las teorías de la evolución.
—¡Oh, pero si me encantan las novelas! He leído casi todo de Dickens, de George
Eliot y de Jane Austen, y he debido de releer Jane Eyre, de Charlotte Brontë, una
docena de veces.
—También yo he disfrutado con la obra de esos autores. ¿Lee usted poesía?
—Sí. De hecho creo que hay una escena en Marmion, de Walter Scott, que está
ambientada justo aquí, en la abadía de Whitby.
—Sí, una monja fue emparedada viva por violar sus votos.
—¡Exacto! Scott escribía con brío, ¿no le parece?
—Y usaba maravillosamente el lenguaje. «¡Oh, qué telaraña enmarañada
tejemos…!».
Y concluimos la cita a la vez:
—«¡… cuando el engaño practicamos!».
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Los dos reímos a la vez. Mientras proseguíamos con el paseo discutiendo sobre
nuestras obras preferidas de Shakespeare, de Wordsworth y de Byron, un ligero
estremecimiento me recorrió la espalda. Era incapaz de recordar la última vez que
había mantenido una conversación tan interesante con un hombre, o con cualquier
otra persona, en realidad. Lucy nunca había sido una lectora ávida, el resto de
profesores del colegio por lo general estaban muy cansados y trabajaban demasiado
para leer por placer en su tiempo libre, y aunque Jonathan estaba versado en literatura
y disfrutaba mucho de la lectura, sobre todo examinaba concienzudamente
periódicos, revistas y diarios jurídicos.
Nos aproximábamos a Saint Mary.
—Qué iglesia tan fascinante —dijo mi acompañante cuando viró bruscamente
hacia un sendero secundario que se alejaba del edificio—. Recuerda más a un castillo
o una ciudadela que a la casa del Señor.
—¿Ha tenido oportunidad de entrar en la iglesia, señor? Es muy diferente desde
el exterior, y resulta muy hermosa.
—Hace un día tan bonito que prefiero quedarme fuera, si no tiene objeción.
Le respondí que no tenía ninguna, y proseguimos hacia la abadía.
—Parece usted muy joven para poseer tan variados conocimientos de literatura.
¿Leyó todo eso en el colegio?
—Así es. Tuve la gran fortuna de asistir a uno que contaba con una excelente
biblioteca. Más tarde impartí clases en esa misma institución. ¿Y usted? ¿Se educó
aquí en Inglaterra?
—No. Esta es la primera vez que visito su país.
—¿La primera vez? Es notable, señor, pues su inglés es excelente; perfecto, de
hecho.
—Llevo mucho tiempo estudiando su idioma y he tenido diversos profesores…
pero sé que aún debo mejorar. —Sonrió modestamente y añadió—: Acaba de decir
que es profesora. ¿Le gusta serlo?
—¡Me encanta! O… me encantaba. Creo que la enseñanza es una profesión
maravillosa. Me vi forzada a dejar mi empleo justo antes de venir a Whitby, pues el
colegio se encuentra a las afueras de Londres y Jonathan vive y trabaja en Exeter. Me
entristeció mucho tener que despedirme de mis alumnas y de mis amigos entre el
personal docente, pues les tengo mucho aprecio.
—Esperemos que pueda encontrar un empleo similar en Exeter, donde será
igualmente feliz.
—¡Oh, no! No podrá ser. A Jonathan no le agrada la idea de que trabaje cuando
estemos casados… exceptuando, naturalmente, las pequeñas tareas que pueda realizar
para ayudarle en sus negocios.
El desconocido me miró con manifiesta sorpresa.
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—Es una noción muy anticuada para una dama tan moderna.
—¿Lo es? No lo creo, señor. En cualquier caso, nunca me he tenido por moderna.
—Pero lo es —adujo con una sonrisa de admiración—. Es inteligente, culta y
bien educada. Tiene una profesión. Ha logrado independencia económica. Domina
algunos de los inventos y técnicas más recientes. E imagino que ha elegido a su
futuro esposo con libertad.
—Así es —repuse riendo.
—Además ha demostrado estar dispuesta a desafiar con arrojo ciertos
convencionalismos establecidos por la sociedad. —Tras eso hizo un gesto,
abarcándonos a ambos con la mano así como los terrenos de la abadía que estábamos
recorriendo juntos. Cuando reí de nuevo, él prosiguió—: Cabría pensar que la nueva
mujer de hoy en día tiene en consideración lo que desea después del matrimonio y no
solo lo que dicta la sociedad o lo que espera su esposo de ella.
—Señor, aunque pueda parecer una defensora de los ideales de la mujer moderna,
he llegado a donde estoy más por necesidad que de forma deliberada. Toda la vida,
hasta que comencé a dar clases, he dependido de la caridad de otros para mi
educación y sustento. He trabajado para vivir porque me veía obligada a mantenerme,
aunque me gusta haberlo hecho. Lo reconozco, me estremezco ligeramente cuando
pienso que, en el futuro, tendré que pedirle a mi esposo hasta el último penique para
la más mínima compra. Pero Jonathan tiene hábitos muy arraigados y un estricto
sentido del decoro. Espero con impaciencia convertirme en su esposa, ocuparme de
nuestro hogar y… —añadí sonrojándome—, tener una familia. Quiero hacerle feliz.
Una amarga expresión asomó a su semblante y guardó silencio un momento a la
vez que apartaba la mirada.
—Bueno, como ya he dicho, es un hombre afortunado.
Justo en aquel instante, las campanas de la iglesia repicaron señalando la una en
punto.
—¡Oh! Lo siento —exclamé sorprendida—. No me había percatado de la hora.
Les prometí a mis amigas reunirme con ellas a la una para almorzar… y ya llego
tarde.
—También yo debo ir a cierto sitio.
Tendí mi mano enguantada hacia él.
—Ha sido un placer conocerle, señor. He disfrutado mucho con nuestra
conversación.
—Igualmente, ¿señorita…?
—Murray.
—Que tenga un buen día, señorita Murray. —Tomó mi mano, se la llevó a los
labios y la besó. Yo me estremecí. ¿Se debía a la presión de su mano y al breve roce
de sus labios, que parecían extrañamente fríos pese a la tela del guante que los
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separaba de mi piel? ¿O era producto de la conjunción de emociones que aún me
embargaban?—. Espero que volvamos a vernos —dijo soltándome y haciéndome una
reverencia.
—Que pase un buen día.
Corrí hacia la escalera y comencé a bajarla, permitiéndome echar un único y
breve vistazo a mi espalda. Él estaba observándome y, cuando nuestras miradas se
encontraron, me sonrió y repitió el saludo.
Solo cuando llegué a nuestra casa en el Royal Crescent, me percaté de que no le
había preguntado su nombre.
Durante toda aquella tarde y la noche posterior no pude dejar de pensar en mi
encuentro en el cementerio con aquel caballero, un hecho que recordaba con placer y
culpabilidad. No le dije ni una sola palabra a Lucy, aunque siempre se lo había
contado todo.
¿A qué se debía aquella extraña necesidad de guardar el secreto?, me pregunté
mientras estaba tumbada en mi cama en la oscuridad. Nuestro encuentro no había
tenido nada de inmoral. Entonces ¿por qué me resistía a anotarlo en mi diario o a
compartirlo con mi mejor amiga? Tal vez, pensé, fuera porque en el transcurso de la
conversación con aquel caballero, ese día, me había sentido más excitada, más viva y
más estimulada intelectualmente que durante cualquier diálogo que hubiera
mantenido con Jonathan en años. ¿Cómo iba a reconocer eso ante nadie… ni siquiera
ante mí misma? Tales pensamientos y sentimientos estaban mal, muy mal, y eran
totalmente desleales para con Jonathan.
En cuanto a Lucy, era tan hermosa y los hombres, por lo general, se sentían tan
fascinados con ella que, a menudo, me sentía invisible cuando estaba en su presencia.
Sí, junto a aquel caballero —¡Oh! ¿Por qué no le había preguntado su nombre?—, me
había sentido hermosa y cautivadora.
Era ridículo, lo sabía; estaba prometida en matrimonio, al igual que Lucy. Pero,
de algún modo, deseaba guardarme esa experiencia para mí.
† † †
En los días sucesivos, mientras Lucy y yo deambulábamos por los soleados
acantilados y por el pueblo, me sorprendí repetidamente buscando entre la multitud al
caballero que había conocido en el cementerio. Cada vez que veía a un hombre alto,
elegante y vestido de negro, me volvía con callada expectación para acabar
llevándome una decepción. ¿Dónde se escondía? Whitby era un lugar pequeño y, sin
embargo, no había rastro de él por ninguna parte.
Entonces una idea me vino a la cabeza: ¿por qué demonios un hombre tan
acaudalado, cultivado y arrebatadoramente apuesto como él perdería un solo
momento con una antigua maestra como yo que había dejado muy claro que no
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estaba disponible? Decidí que seguramente estaba siendo cortés cuando me había
invitado a acompañarle aquel día y me dijo que esperaba que volviéramos a vernos.
El ardiente interés que había notado en él no era, sin duda, nada más que una
proyección de mi propio interés por él. Con un suspiro acepté con resignación que
nuestro encuentro fortuito estaba destinado a ser un suceso único… «Justo lo que
tenía que ser», me reprendí con severidad.
El 10 de agosto, dos días después de que el Deméter hubiera encallado de forma
trágica en la costa de Whitby, Lucy y yo nos atrevimos a acudir a nuestro rincón
favorito en el acantilado para presenciar el cortejo funerario del pobre capitán del
barco. Los lugareños salieron en masa para honrar al difunto. Lucy y yo nos
sentíamos tristes a causa de lo sucedido y nerviosas por las extrañas circunstancias
que había detrás; sobre todo cuando compartí con ella los detalles de la extraordinaria
versión que se publicó en el periódico local acerca del barco ruso.
—El artículo dice que el único cargamento a bordo del Deméter era un conjunto
de cincuenta cajas llenas de tierra, que fueron descargadas y enviadas por una
empresa de mensajería el día de su llegada —expliqué.
—¡Qué cargamento tan peculiar! —repuso Lucy—. ¿Para qué querría nadie
cincuenta cajas con tierra?
—Es muy curioso, en efecto. Pero mucho más extraño y aterrador era el apéndice
en el diario del capitán, que estaba oculto en una botella en el bolsillo de su cadáver.
—¿Qué decía?
—Escribió que, diez días después de hacerse a la mar, desapareció un miembro de
la tripulación. Un hombre desconocido fue visto a bordo, pero no se encontró a
ningún polizón. Luego los marineros comenzaron a desaparecer uno a uno, hasta que
solo quedaron el primer oficial y el capitán. Para entonces, el primer oficial estaba
totalmente aterrado. Le dijo al capitán… Leí en voz alta el artículo del Daily Graph:
Está aquí; ahora lo sé. Durante mi guardia la noche pasada lo vi con la
forma de un hombre, alto y delgado y mortalmente pálido. Se encontraba en la
proa mirando con la vista perdida en el horizonte. Me acerqué sigilosamente
por la espalda y le apuñalé, pero la navaja lo atravesó ¡como si fuera aire!
El oficial bajó a la bodega para registrar las cajas que transportaban a
bordo. Subió de nuevo como un rayo, gritando aterrorizado que solo el mar
podría salvarlos, ¡y se arrojó por la borda! En aquel momento únicamente
quedaba el capitán para gobernar el barco. Primero determinó que el oficial
estaba loco y que era quien había matado a toda la tripulación, pero al día
siguiente también vio a la cosa… o al hombre. Aterrado, se amarró junto con
su crucifijo al timón para, según sus propias palabras, «frustrar al demonio o
al monstruo».
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¿Qué fue lo que vio o a quién? ¿Quién mató a todos esos hombres?
Sacudí la cabeza.
—Es un misterio. Tampoco nadie sabe qué fue del enorme perro. Debió de
adentrarse en los páramos y aún continúa escondido allí, presa del terror, pues ya no
tiene amo. Además de todo esto, está la terrible tragedia de lo que le sucedió anoche
al señor Swales.
El anciano marinero, que nos había entretenido no hacía mucho con sus historias
sobre el pasado de Whitby, había sido hallado muerto esa mañana temprano en
nuestro banco, con el cuello roto y una expresión de terror en el rostro.
—¡Pobre hombre! —exclamó Lucy—. ¿Crees que los médicos tienen razón?
¿Que se llevó un susto?
—Es posible. Era muy viejo… tenía casi cien años, según dijo. Tal vez viera a la
Muerte con sus ojos de moribundo.
—Y pensar que eso sucedió justo aquí, donde estamos sentadas… —repuso Lucy
con un escalofrío—. Es terriblemente alarmante.
Aquella tarde decidí llevarme a Lucy a dar un largo paseo por la bahía de Robin
Hood, con la esperanza de dejarla tan exhausta que no tuviera ganas de caminar en
sueños. Hacía un día precioso. Emprendimos el camino con buen ánimo y tomamos
el té en una agradable y pequeña posada tradicional, sentándonos a una mesa junto a
un mirador acristalado que tenía una maravillosa vista de las rocas cubiertas de algas
marinas de la playa. Nos tomamos nuestro tiempo para regresar a casa, realizando
numerosos altos en el camino para descansar.
—He estado pensando en lo que Arthur me escribió en su última carta —comentó
Lucy mientras caminábamos por una senda que atravesaba un campo de hierba—.
Fue tan dulce y entrañable el modo en que expresaba su amor por mí y exponía todos
sus planes para nuestra boda y nuestro futuro. Tal vez mamá tenga razón y debamos
casarnos este otoño.
—Creo que eso la haría muy feliz.
—Arthur se ha ofrecido a adquirir una licencia especial —prosiguió Lucy con los
ojos brillantes— para que podamos casarnos en una vieja y preciosa iglesia en su
parroquia y celebremos la recepción en Ring Manor. Todos los hombres vestirán de
frac y yo llevaré flores de naranjo. ¡Deseo tener muchas damas de honor! ¿Querrás
ser mi dama de honor, Mina?
—¡Por supuesto que sí!
Nos detuvimos para abrazarnos, un momento que captó la atención de un grupo
de vacas que se aproximaron para olfatearnos con inesperada velocidad, dándonos un
buen susto.
—Espero que no te importe —dijo Lucy, mientras corríamos riendo por el camino
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— que me case antes que tú… aunque tú te prometiste primero y eres mayor que yo.
—No me molesta en absoluto, Lucy. ¡Me alegro por ti!
—No he olvidado nuestra promesa sobre el misterio de la noche de bodas —
añadió—. ¡La primera que se case debe revelárselo todo a la otra!
Ambas nos echamos a reír como bobas, con las mejillas sonrojadas.
—No estás obligada a contarme absolutamente todo, Lucy. Creo que algunas
cosas deben ser privadas.
—Ya veremos. ¡He de reconocer que siento mucha curiosidad! Mientras tanto,
mamá dice que mi vestido de boda estará elaborado en seda blanca, a la última moda,
y ribeteado con el mejor encaje. ¿Y tú? ¿Quién te hará el vestido para la boda?
—No puedo permitirme nada nuevo. Probablemente me pondré mi mejor vestido.
—¿Tu mejor vestido? ¿Te refieres al de seda negra? —gritó horrorizada.
—Sí. Lo confeccioné yo misma y creo que es muy bonito. Puse mucho cuidado
con el bordado. Jonathan siempre me hace cumplidos cuando lo llevo.
—¡Pero es negro, Mina! ¡El negro es de luto!
—También es un color muy práctico. Las mujeres casadas a menudo visten de
negro.
—Me da igual. No pienso consentir que vayas de negro el día de tu boda, Mina.
El blanco ha sido el color elegido durante medio siglo, desde que la reina Victoria se
vistió de encaje blanco para casarse con el príncipe Alberto.
—Sí, pero las mujeres aún llevan todo tipo de colores en su boda.
—La revista Godey’s Lady’s insiste en que el blanco es el tono más adecuado.
Simboliza la pureza y la inocencia de la niñez y el corazón sin mácula que ahora se le
entrega al elegido. ¿Es que no conoces el poema?
—¿Qué poema?
Lucy recitó:
Si te casas de blanco, habrás elegido con tacto.
Si te casas de gris, te irás lejos de aquí.
Si te casas de negro, el regreso será tu anhelo.
Si te casas de rojo, vivir te causará enojo.
Si te casas de azul, al esposo fiel serás tú.
Si te casas de marfil, tu frenesí no tendrá fin.
Si te casas de verde, solo querrás esconderte.
Si te casas de amarillo, al novio no verás brillo.
Si te casas de marrón, vivirás donde no haya población.
Y, si te casas de rosa, nunca estarás animosa.
Me eché a reír.
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—No es más que una estúpida superstición.
—No lo es. Yo creo que algunas cosas hay que tomarlas en serio, y el color de tu
traje de novia es muy importante. ¿Recuerdas a Sarah Collins del colegio? Se casó de
gris… «te irás lejos de aquí». ¡Pues bien! ¡Dos meses después su esposo y ella
emigraron a América! ¿Y nuestra querida amiga Kate Reed? Iba de verde (solo
querrás esconderte), y desde que su esposo perdió todo su dinero en aquel funesto
negocio, ¡se ha sentido tan mortificada por sus limitadas circunstancias que no he
vuelto a saber de ella!
—Son solo coincidencias, Lucy. Estoy segura de que puedo casarme vestida con
cualquier color que me plazca y ser muy feliz.
Lucy sacudió la cabeza con tristeza.
—Si te casas de negro, el regreso será tu anhelo.
—¿El regreso será mi anhelo? ¿Qué significa eso?
—Tal vez signifique que viajarás muy lejos de casa y no podrás regresar, por
mucho que lo desees. ¡Oh! ¡Me quedaría destrozada si te fueras lejos, Mina! Ya es
bastante duro que vayas a vivir en Exeter, donde imagino que solo podré ir a verte
unas pocas veces al año. —Se volvió hacia mí con una expresión de suma gravedad
en sus ojos azules y me dijo implorante—: Por favor, prométeme que no te casarás de
negro, Mina, o lo lamentarás durante el resto de tus días.
Parecía tan seria que no pude soportar decepcionarla.
—Veré qué puedo permitirme con mi presupuesto, cariño. Si encargo que me
hagan un vestido blanco, tendrá que ser muy sencillo, para que luego pueda
ponérmelo de forma habitual.
Aquello le levantó un poco el ánimo. Durante el resto del trayecto de regreso a
Whitby, Lucy parloteó animadamente sobre sus planes de boda, el viaje de luna de
miel, los nuevos vestidos y sombreros que iba a necesitar, la disposición de los
muebles en su nueva casa, etcétera. A pesar de que era muy feliz por ella, toda esa
charla sobre el matrimonio y las futuras disposiciones domésticas me hicieron sentir
una punzada de envidia y tristeza… pues todavía ignoraba dónde estaba Jonathan.
Esa misma noche comenzaron los aterradores sucesos.
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ucy y yo estábamos tan cansadas por el largo paseo que nos arrastramos
hasta nuestro dormitorio en cuanto fue apropiado hacerlo. Minutos más
tarde, Lucy dormía plácidamente en su cama y yo apoyé apaciblemente la
cabeza sobre la almohada unos minutos después de cerrar mi diario.
¿Me había quedado dormida y había soñado, o lo había imaginado
completamente despierta? No estaba segura. Lo único que recuerdo era que la alta
figura de ojos rojos de mi sueño anterior apareció de nuevo en mi mente y su voz me
llamó desde la oscuridad, con un tono inflexible a la vez que sugerente:
—Cariño mío, pronto serás mía.
Desperté sobresaltada con el corazón desbocado. ¿Por qué continuaba teniendo
ese sueño… si es que se trataba de un sueño? ¿Qué significaban aquellas palabras?
¿Quién me llamaba «cariño mío»?
No sabía qué hora era. La habitación estaba muy oscura y reinaba un silencio
espeluznante. Con gran disgusto, pronto me di cuenta de que no podía oír la suave
respiración de Lucy. Busqué un fósforo y lo prendí… y una sensación de terror me
dominó. ¡La cama de Lucy estaba vacía! Peor aún, la llave de nuestro cuarto se
encontraba dentro de la cerradura en vez de donde debía estar, sujeta a mi muñeca.
Salté de la cama y recorrí la casa a toda velocidad, pero no encontré a Lucy en
ninguna parte.
Además, la puerta que daba a la calle no estaba cerrada con llave como cuando
nos habíamos retirado. Regresé sin aliento a nuestro dormitorio, me calcé y, pensando
en el decoro, me sujeté un amplio y pesado chal sobre los hombros con un gran
broche. Un rápido vistazo a la ropa de Lucy me indicó que su bata y todos los
vestidos continuaban en sus lugares correspondientes, ¡lo que significaba que debía
de haber salido tan solo con su fino camisón blanco puesto! Horrorizada, salí
corriendo a la calle en su busca.
Bajé volando por Crescent y recorrí North Terrace mirando en todas direcciones e
intentando divisar una figura menuda vestida de blanco. Era una noche fría y ventosa
y yo temblaba mientras corría.
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La luna llena brillaba asomándose y desapareciendo entre nubes negras densas y
amenazadoras.
En el borde de West Cliff agucé la vista para mirar al otro extremo del puerto,
preocupada porque Lucy pudiera haber subido al banco que nos gustaba frecuentar,
ubicado en el cementerio sobre el acantilado del lado contrario.
Al principio los alrededores de Saint Mary estaban sumidos en sombras y no
percibí nada. Luego, justo cuando las campanas de la torre de la iglesia doblaron una
única vez de forma estrepitosa, un rayo de luna iluminó la iglesia y el cementerio, y
divisé la imagen que había estado temiendo: una figura vestida de un blanco níveo
estaba medio recostada sobre nuestro asiento preferido y otra figura, muy oscura, se
hallaba inclinada sobre ella.
Abrumada por un temor cada vez mayor, bajé corriendo los escalones del muelle.
En la ciudad imperaba un silencio sepulcral, no se veía ni un alma cuando atravesé la
lonja y crucé el puente para subir, a continuación, el aparentemente interminable
tramo de escalera que llevaba a la iglesia.
Era una gran distancia, tal vez más de un kilómetro y medio, y aunque corrí tan
rápido como me permitían los pies, tardé cierto tiempo en cubrirla. Cuando me
aproximé a la parte superior de la escalinata, resollaba y sentía una dolorosa punzada
en el costado, pero continué. Al final, bajo el tenue resplandor de la plateada luz de la
luna, divisé una vez más la figura de cabello oscuro recostada en el banco al otro lado
del camino. ¡Era Lucy! Para mi espanto, algo largo y negro estaba aún inclinado
sobre ella.
—¡Lucy! ¡Lucy! —grité.
No obtuve respuesta. Contemplé aterrada cómo la oscura figura, detrás de ella, se
enderezaba y un par de centelleantes ojos rojos se clavaban en mí. ¿Qué era aquello?
¿Un hombre o una bestia? ¡Y los ojos rojos! ¡Eran los mismos ojos que había visto en
mi sueño! Ese ser ¿era real o solo fruto de mi imaginación y del miedo que me
dominaba? Mi corazón martilleaba dentro de mi pecho, presa del pavor, cuando pasé
junto a la iglesia y perdí de vista a Lucy por un momento. ¿Por qué esa cosa, si es que
era real, estaba encima de Lucy?, me pregunté. ¿Qué hacía Lucy allí? ¿Había ido con
ese hombre, o lo que fuera, de forma voluntaria? ¿La tenía dominada? ¿Estaba
despierta o dormida? O, Dios no lo quisiera, ¿estaba muerta?
Crucé corriendo el vacío cementerio. Cuando llegué junto a Lucy, la misteriosa
figura había desaparecido. Lucy estaba descalza, recostada en el banco de hierro, con
los ojos cerrados y los largos rizos negros extendidos a su espalda. Tenía los labios
curvados en una media sonrisa y respiraba profundamente de forma tranquila y
lánguida. Suspiré aliviada; ¡estaba viva! Y dormida.
Miré a mi alrededor temiendo que aquel espectro de ojos rojos pudiera reaparecer
en cualquier momento, pero todo estaba oscuro y en silencio.
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Lucy empezó a temblar mientras dormía. La envolví rápidamente con mi chal y
utilicé el broche para sujetárselo al cuello y, con gran disgusto, debí de pincharla sin
querer, pues ella se llevó la mano a la garganta y gimió. Me senté a su lado, me quité
los zapatos y se los puse a ella, y luego traté de despertarla con cuidado. Me costó
conseguirlo. Al final tuve que llamarla varias veces y sacudirla de los hombros para
despertarla.
—¿Mina? —dijo con voz queda cuando por fin abrió los ojos y me miró, con una
sonrisa adormilada en los labios—. ¿Qué sucede? ¿Por qué me despiertas?
Procuré mantener un tono de voz sosegado para no asustarla.
—Cielo, has estado caminando dormida otra vez.
—¿De veras? Qué curioso. —Lucy bostezó y se desperezó mientras miraba en
derredor. A continuación, me dijo sorprendida—: ¿Dónde estamos? ¿Es esto el
cementerio?
—Sí, cielo.
—¡Oh! —Pareció confusa durante un instante; luego, como si se hubiera sentido
de algún modo consternada por encontrarse en un cementerio en plena noche, vestida
únicamente con el camisón, se limitó a esbozar una bonita sonrisa, tembló
ligeramente y me rodeó con los brazos—. ¿De verdad he subido hasta aquí yo sola?
—Me temo que sí. Lucy, he visto a alguien contigo. ¿Recuerdas algo?
—No, nada desde que me acosté —respondió un poco asustada—. ¿A quién has
visto?
—No lo sé. Estaba lejos y muy oscuro. Tal vez lo haya imaginado.
—No me acuerdo de nada —repitió ella frunciendo el ceño—, salvo que… estaba
soñando. Todo está muy confuso; ya sabes que yo nunca me acuerdo de lo que sueño.
Únicamente recuerdo que estaba caminando por un sendero. Oí ladrar a un perro y
entonces vi… —Se interrumpió de repente mientras sus ojos azules adoptaban una
expresión ausente.
—¿Qué viste?
Lucy continuó en silencio durante largo rato, luego sacudió la cabeza y dijo de
forma abrupta:
—Se ha ido, no puedo recordar nada.
Sentí que Lucy recordaba más de lo que quería reconocer. No obstante, no era ni
el momento ni el lugar para preguntarle. El espectro de la negra figura de ojos rojos
todavía me causaba aprensión.
—Vamos. Debemos regresar a casa enseguida.
Lucy se levantó obedientemente y dejó que yo la guiara. Cuando comenzamos a
bajar por el camino de grava, vio cómo me estremecía al sentir las afiladas
piedrecillas clavándose en mis pies descalzos.
—Espera —me dijo—. ¿Por qué tengo puestos tus zapatos? Debes llevarlos tú.
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—¡No! No hay tiempo. Debemos llegar a casa cuanto antes. Si alguien nos viera
paseando descalzas y a medio vestir por un cementerio en mitad de la noche, ¿qué
pensaría?
La idea pareció alarmar a Lucy. No insistió más, sino que se limitó a apresurarse.
Durante todo el trayecto de regreso, mi corazón retumbaba temiendo que nos vieran
o, mucho peor, nos encontráramos de nuevo con el misterioso ser del campo santo
pero, por suerte, llegamos a nuestro dormitorio sin tropezarnos con nadie y yo cerré
la puerta con llave.
Después de lavarnos los pies, nos arrodillamos junto a mi cama para rezar y dar
las gracias a Dios por haber llegado a salvo a casa. Cuando nos levantamos, Lucy me
estrechó en sus brazos.
—Gracias por ir a buscarme, Mina.
Nos abrazamos con fuerza.
—No quiero ni pensar qué habría ocurrido si te hubieras despertado sola en aquel
oscuro cementerio.
—Sí —fue su brusca respuesta.
Cuando me soltó creí atisbar fugazmente una expresión reservada y enigmática
que cruzaba su rostro. ¿Qué era lo que me ocultaba? Deseé preguntarle al respecto,
pero no tuve valor. Al fin y al cabo, ¿acaso no guardaba también yo mi propio secreto
culpable acerca del hombre que había conocido en el cementerio?
—Me alegro de que estés a salvo. ¡Pero me gustaría saber cómo me quitaste de la
muñeca la llave de la habitación sin despertarme!
Lucy se encogió de hombros.
—Lo siento. No lo recuerdo —dijo sin más.
Me quedé inmóvil mientras Lucy me ataba de nuevo la llave a la muñeca con un
lazo, asegurándose de hacer un fuerte nudo esta vez. Nos metimos en la cama y todo
estuvo en calma durante todo el tiempo que pasé temblando bajo la colcha,
demasiado inquieta para dormir. Supuse que Lucy se había dormido, pero entonces oí
su voz en la oscuridad:
—Mina, ¿me harías un favor?
—Lo que quieras, querida.
—¿Me prometes no contárselo a nadie? ¿Ni siquiera a mi madre?
Dudé aunque, naturalmente, comprendía lo que a Lucy le preocupaba. Si
semejante historia acababa conociéndose, su reputación podría resultar perjudicada;
no a causa de su sonambulismo, sino por lo indecoroso de su aparición medio
desnuda en el cementerio. Una historia que, sin duda, sería tergiversada por las malas
lenguas.
—¿No crees que al menos tu madre debería saberlo?
—No. Mi madre no se encuentra bien últimamente. No querría darle más motivos
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de preocupación. ¡Imagina cuánto se inquietaría si se enterase de esto! Y tampoco es
que sea el don de la discreción.
Arthur y ella están muy unidos. Me moriría si mamá se lo contara.
—De acuerdo. No diré nada. Fingiremos que no ha sucedido.
† † †
Al día siguiente, Lucy durmió hasta bien entrada la mañana. Cuando la desperté a las
once estaba muy pálida. Durante la noche su piel había perdido todo rastro del bonito
tono rosado del que le había dotado el sol del verano. A pesar de eso, despertó de
excelente humor, con los ojos brillantes y una sonrisa ufana.
Por entonces no podía explicar aquellos curiosos cambios… aunque más tarde
llegué a comprenderlos muy bien. Me sentía demasiado agradecida porque nuestra
aventura de la noche pasada no solo no le hubiera causado daño alguno, sino que, al
parecer, le había beneficiado en cierto modo. Tal vez, pensé, acababa de despertarse
de un sueño muy placentero.
Sin embargo, mientras yo me vestía y Lucy se cepillaba el cabello delante del
espejo, me fijé en algo que me llenó de remordimiento.
—¡Lucy! ¿Qué tienes en el cuello?
—¿A qué te refieres? —preguntó retirándose la oscura melena y volviendo la
cabeza a un lado y a otro mientras estudiaba su reflejo.
—A un lado del cuello… ahí. ¿Qué son esas dos marcas?
Eran dos pequeños puntos rojos, parecidos a la señal de dos alfileres, y justo
debajo una gota carmesí de sangre seca destacaba vivamente en el cuello del níveo
camisón.
—No tengo ni idea. Ayer no las tenía.
—¡Ay, Señor! —grité afligida—. Es culpa mía. Anoche, cuando te sujeté el chal,
debí de pincharte sin querer. ¿Te duele mucho?
Lucy rio y me dio una palmadita en el hombro.
—Ni siquiera lo noto. No es nada, de veras.
—Espero que no quede ninguna cicatriz; las marcas son diminutas.
—No te preocupes. Estoy segura de que se curarán muy rápido. El cuello de mi
vestido de día sin duda las ocultará, pero por si acaso… —Lucy se abrochó la cinta
de terciopelo negro en el cuello ocultando las marcas—. Ya está. Ahora nadie se
enterará nunca.
Hacía un día perfecto para ir de picnic. Lucy y yo paseamos junto al sendero del
acantilado hasta Mulgrave Woods, donde la señora Westenra —que llegó por la
carretera— se reunió con nosotras junto a la verja con la cesta del almuerzo.
Extendimos una manta sobre la suave hierba, debajo de un enorme árbol, y
disfrutamos de la comida que la casera nos había preparado.
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Mientras Lucy y su madre charlaban afablemente sobre los preparativos para la
boda, mis pensamientos vagaron sin rumbo. Al principio acerca del persistente temor
que aún me atormentaba con respecto a la figura de mi sueño; y la figura que había
visto la noche anterior en el cementerio, ¿había sido real… o mi mente me estaba
jugando una mala pasada? Si se trataba de un hombre, ¿por qué se inclinaba sobre
Lucy de un modo tan extraño? ¿Adónde había ido? No podía evitar recordar las
historias que había leído en el periódico, solo dos años antes, acerca de Jack el
Destripador que, al amparo de la noche, se ensañaba con mujeres jóvenes en Londres.
¿Andaba Jack el Destripador, o alguien similar, suelto por Whitby? Aquella idea
me provocó un escalofrío de terror.
Pensé que tal vez debería acudir a las autoridades, pero entonces recordé la
promesa que le había hecho a Lucy de no contarle nada a nadie sobre el suceso
acaecido. Decidí que no tenía sentido mencionar circunstancias tan mortificantes,
parte de las cuales podrían ser imaginaciones mías, sobre todo porque a Lucy no le
había ocurrido nada. Si embargo, en el futuro tendría que asegurarme bien de que mi
amiga no saliera de nuestro dormitorio por la noche.
Dejé a un lado mis calladas reflexiones decidida a gozar de un día tan bonito
como aquel y de la compañía de mis amigas. Me uní a la animada conversación y
discutimos agradablemente sobre el color ideal para los vestidos de las damas de
honor y el mejor menú y bebida que podían servirse en la recepción. Lucy y yo
bromeamos sobre diversas sugerencias escandalosamente inapropiadas, que
enseguida suscitaron la hilaridad de todas.
Después de pasar un rato agradable, pensé en Jonathan y en cuánto le añoraba.
Imaginé el apuesto semblante de mi prometido, el cabello castaño cuidadosamente
peinado, la frente despejada, las mejillas rellenas, los ojos castaño oscuro y la nariz y
la boca bien proporcionadas; todo ello formaba una expresión resuelta que había
llegado a conocer muy bien. La imagen me hizo suspirar, pues no pude evitar pensar
en lo feliz que habría sido en ese momento si él hubiera estado conmigo.
El rostro, en mi cabeza, fue reemplazado inmediatamente por la imagen de otra
persona: la de aquel apuesto y alto caballero que había conocido tres días atrás en el
cementerio. Con ella me sobrevino el mismo pensamiento: qué feliz habría sido si él
hubiese estado conmigo. Me sonrojé por la culpa. «¡Mina! —me reprendí—. ¿Por
qué piensas en él? Ni siquiera le conoces… ¡y estás prometida a Jonathan!». Pero al
mismo tiempo no pude remediar desear poder verle al menos una última vez.
Mi deseo se hizo realidad esa misma noche.
† † †
Después de cenar, Lucy y yo salimos a dar un paseo hasta el pabellón de West Cliff,
donde una multitud de alegres turistas estivales se reunían todas las noches para
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disfrutar de conciertos y bailes en el paseo marítimo. Yo iba ataviada con mi vestido
de noche de seda azul marino y Lucy tenía un aspecto radiante con su vestido de
satén rosa bordado con cuentas, el cabello rizado enmarcándole la cara y aquella
preciosa cinta de terciopelo negro en el cuello.
Nos habíamos aventurado en aquel lugar en tres ocasiones previas, y cada vez
habíamos disfrutado de la música y del ajetreo de los bailarines, a los que habíamos
contemplado desde una posición aventajada fuera del pabellón bien iluminado.
En esta ocasión acababa de anochecer cuando ocupamos nuestro lugar de
costumbre en la terraza, junto a una de las muchas puertas del edificio. A menudo me
parecía muy contradictorio que en nuestra rígida sociedad, en la que no se permitía
que hombres y mujeres se tocasen en público, bailar estuviera considerado algo
completamente respetable. De hecho, hacía tiempo había sido un ritual de cortejo.
Incluso el vals, que permitía que un miembro de la pareja estrechara al otro, era ahora
muy popular. Yo agradecía esa moda, ya que bailar era uno de mis pasatiempos
favoritos, pero esa temporada me había resignado a ser una mera espectadora.
Sonreí mientras escuchaba la música flotando en el cálido aire de la noche. Lucy,
por el contrario, estaba inquieta. No dejaba de dar golpecitos con el pie y de acercarse
cada vez más a la puerta, hasta que no tardamos en estar casi dentro.
—Lucy —la regañé intentando hacerla retroceder—, apártate.
—No. —Se soltó de mi mano—. Estoy cansada de quedarme siempre fuera. ¡Oh!
Las parejas de baile están muy elegantes, ¿no te parece?
Un par de caballeros jóvenes se acercaron a nosotras, ambos con la vista fija en
Lucy.
—Creo que es usted nueva aquí, señorita —dijo el primero de ellos sonriendo a
mi amiga con entusiasmo.
—¿Me concede un baile? —se apresuró a solicitar el segundo joven, para
disgusto del otro.
Lucy sonrió abiertamente.
—Le agradezco su amabilidad, señor, pero me temo que mi amiga debe rehusar,
pues está prometida en matrimonio —intervine presintiendo que Lucy estaba a punto
de responder afirmativamente—. Ambas lo estamos.
Los dos jóvenes fruncieron el ceño e hicieron una reverencia, tras lo cual se
excusaron y se marcharon sin demora.
—¡Oh! —exclamó Lucy enojada, y suspiró con pesar mientras veíamos cómo sus
aspirantes a pretendientes se alejaban—. ¿Tenías que decir eso?
—Desde luego que sí.
—Pero ¿por qué? ¡Bailar es una actividad del todo respetable! ¡Tú y yo hemos
bailado hasta caer rendidas, todos los veranos, en cada lugar costero de vacaciones
que hemos visitado!
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—Sí, pero eso fue en el pasado. Si no se lo hubiera dicho, Lucy, habría sido como
mentir; habría dado lugar a ciertas e injustificadas expectativas. Antes de que te
dieras cuenta, esos jóvenes te habían pedido que te marcharas con ellos.
—Bueno, pues podría habérselo dicho yo. Sé que creerás que soy terriblemente
casquivana, Mina, ¡pero esta es mi última oportunidad! Cuando pase el verano, seré
vieja y estaré casada y habré sentado la cabeza para toda la vida. Nunca más podré
bailar con una veintena de pretendientes en un pabellón. Y ¡oh, me encantaría bailar!
La música es tan maravillosa que apenas puedo tener los pies quietos.
—Arthur es el único hombre con el que deberías bailar ahora… y yo debería
bailar solo con Jonathan.
—¡Pero Arthur y Jonathan no están aquí! ¡Oh! Amo a Arthur. No sé qué he hecho
para merecerle, ¡pero es injusto! Es terriblemente tedioso estar prometida cuando tu
amante se halla ausente. Bien podría vivir en un convento. ¡Algunas veces desearía
ser libre de nuevo!
Me disponía a recriminar a Lucy por sus palabras cuando, de repente, me invadió
una sensación espantosa. Comprendí que estaba de acuerdo con ella. Aun cuando
Jonathan hubiera estado presente, en realidad era un tanto tímido en lo que al baile se
refería y siempre decía que tenía dos pies izquierdos. Qué agradable sería ser libre de
nuevo, de vez en cuando, pensé. Tener la posibilidad, aunque solo fueran una hora o
dos, de conversar y bailar con cualquier hombre que deseara. Se me encendieron las
mejillas ante tamaña herejía. ¡Era indigno de mí! Pero no podía negar que era cierto.
En ese momento una figura al otro lado del abarrotado recinto llamó mi atención.
Ahogué un grito.
¡Era el alto y apuesto caballero que había conocido en el cementerio! Estaba de
pie en el margen de la pista de baile, vestido de forma tan elegante como la vez
anterior, con una levita negra, y tenía la vista fija en mí. Incluso desde esa distancia
sentí el calor de su mirada penetrante clavándose en la mía, como si fuera la única
persona de la estancia.
Se me aceleró el corazón cuando vi que se dirigía hacia mí. No le había contado
nada a Lucy sobre él, pero ahora no tenía alternativa.
—Lucy —me apresuré a decir—, conocí a un caballero el otro día.
—¿Qué?
—Hace unos días conocí a un hombre cuando paseaba por el acantilado… a un
hombre muy agradable.
—¿Conociste a un hombre? ¿Por qué no me lo has contado? ¿Quién es? ¿Cómo
se llama?
—No lo sé, pero resulta que está cruzando la estancia en este preciso momento
para hablar con nosotras.
Lucy siguió la dirección de mi mirada.
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—¿Es ese? ¿El apuesto caballero moreno? —murmuró con entrecortado asombro.
Yo asentí en silencio. Habían pasado tres días desde la última vez que lo había
visto y, si era posible, estaba más apuesto de lo que recordaba.
Una extraña expresión cruzó súbitamente el rostro de Lucy, que guardó silencio
durante un momento mientras lo veía atravesar la multitud con brío hacia nosotras.
—Me pregunto si lo he visto en alguna parte. Él… —Entonces sacudió la cabeza
con una risita y me dijo entre dientes—: No, jamás podría olvidar un rostro así. ¡Es
increíblemente apuesto!
El caballero se detuvo delante de nosotras, se descubrió la cabeza e hizo una
reverencia, sin apartar los ojos de mí en ningún momento.
—Buenas noches, señoras.
Lucy se sobresaltó al oír la profunda voz masculina aderezada con un ligero
acento extranjero y le contempló de nuevo con desconcierto. Yo lancé una mirada
curiosa a mi amiga. ¿Qué significaba aquella reacción por su parte? El caballero, por
otro lado, apenas parecía ser consciente de la presencia de Lucy, pues su atención se
centraba por completo en mí.
—Buenas noches, señor —respondí luchando porque no me temblara la voz pese
al martilleo en mi pecho—. Me alegra verle de nuevo.
—Es un verdadero placer verla, señorita Murray. Está muy hermosa esta noche.
Lleva un vestido precioso.
—Gracias, señor.
Sentí que mis mejillas se encendían bajo su admirativo escrutinio; era la clase de
mirada que estaba acostumbrada a ver dirigida a Lucy en lugar de a mí.
—Los vestidos de noche que las mujeres llevan aquí… los prefiero a la nueva
moda de día, tan conservadora… —hizo una mueca y se señaló la garganta—, con
esos cuellos que suben hasta aquí.
Me eché a reír.
—La moda no es nada nueva, señor. Pero coincido con usted, en ocasiones puede
resultar agobiante… sobre todo con el calor del verano.
El caballero miró a Lucy por primera vez y luego me lanzó una mirada
inquisitiva.
—Me encuentro en desventaja, señor —agregué—. Me gustaría presentarle a mi
amiga, pero no sé su nombre.
—¿De veras? Le ruego me perdone por mi descuido. Permítame que me presente:
soy Maximilian Wagner, de Salzburgo. —Hizo una reverencia y me tendió la mano.
Su contacto me hizo estremecer; como la vez anterior, sus dedos me parecieron
extrañamente fríos a través del fino guante de cabritilla.
—Encantada, señor Wagner. Permita que le presente a mi más querida amiga, la
señorita Westenra.
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—Señorita Westenra, la señorita Murray me ha hablado de usted. Es un auténtico
placer conocerla.
Lucy, que no había dejado de mirarle ni un momento, pareció salir de su
ensimismamiento y le devolvió la sonrisa mientras posaba la mano enguantada en la
de él.
—El placer es mío, señor.
Lucy se volvió para que el señor Wagner no pudiera verla e hizo una mueca
cómica, expresando su mudo asombro y satisfacción por los modales y el aspecto
impecables del hombre. Hice todo lo posible por no echarme a reír.
La música cesó un momento y algunas de las parejas de baile se separaron. Un
apuesto lugareño se acercó con rapidez a Lucy.
—¿Me permite el próximo baile, señorita?
Lucy colocó la mano sobre la del joven en el acto.
—Será un placer, señor. —Volvió la vista hacia mí y me dedicó un guiño. Luego
añadió—: Te veré más tarde, Mina.
Los músicos comenzaron a tocar los primeros compases de uno de mis valses
favoritos, Cuentos de los bosques de Viena, de Strauss. El señor Wagner me ofreció
su brazo.
—¿Me haría el honor de bailar conmigo, señorita Murray?
Sabía que debía responder «No debería, señor», pero con aquellos penetrantes y
oscuros ojos azules sosteniéndome la mirada y con el corazón retumbado en mis
oídos, me fue imposible pronunciar esas palabras así como no aceptar en silencio y
agarrarme de su brazo. El señor Wagner me condujo a la pista de baile, me puse
frente a él como si estuviera sumida en un trance, y nos colocamos en posición de
vals. Me atrajo suavemente hacia él hasta que solo unos centímetros separaron mi
cuerpo del suyo. Su contacto sobre mi omóplato, la sensación de aquel sólido y
musculoso hombro bajo mi palma izquierda y la firmeza de nuestras manos unidas
hicieron que mi sangre se calentara y fluyera rauda y veloz por las venas.
La intensidad de la música aumentó y comenzamos a bailar. Él se movía con
notable fluidez y gracia, pero con un estilo ligeramente distinto al que yo estaba
acostumbrada; un estilo en desuso, pensé, o tal vez una forma propia de Viena. Me
llevó unos momentos adaptarme y familiarizarme… o quizá fuera él quien se amoldó
a mí, no estaba segura. Sin embargo, enseguida nos encontramos girando en la pista,
y sus movimientos se acompasaban con tal perfección a los míos que me sentí como
si hasta ese momento nunca hubiera comprendido lo que en realidad era bailar un
vals. Me embargó una oleada de placer, perdí el curso de mis pensamientos y me dejé
llevar por la cadenciosa música que iba in crescendo. Me sentía como si estuviera
flotando. Durante largo rato me limité a entregarme al gozo de la maravillosa melodía
y a la sensación de estar entre sus brazos, deseando que aquello no acabase.
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Su profunda voz interrumpió mi ensueño.
—Es una bailarina maravillosa, señorita Murray.
—Gracias, pero soy tan buena como lo sea la pareja que me lleve… y usted es un
bailarín consumado, señor.
—He tenido muchos años para practicar. Me atrevería a suponer que usted
también.
—Impartía clases de baile y música en el colegio.
—¿Son clases obligatorias para las jóvenes inglesas?
—Lo son… junto con las clases de conducta y todas las materias de costumbre.
—¿Lectura, escritura y aritmética?
—Y, en ocasiones, francés e italiano.
—¿Ah? Parlez-vous français, mademoiselle?
—Oui, monsieur, un peu. Aunque me temo que no hablo alemán.
—Das ist doch kein Problem, Fräulein… no supone un problema importante. No
necesitamos el alemán para conversar. Prefiero sin duda su idioma, en cualquier caso.
—Compartimos una sonrisa mientras me hacía girar al compás de la música. Luego
añadió—: ¿Es cierto lo que he leído? ¿Que durante muchos años el vals fue
considerado en cierto modo vergonzoso en este país?
—En efecto, señor. Tal vez todavía lo sería si la joven Victoria no le hubiera
pedido al futuro príncipe Alberto que bailara un vals con ella antes de estar casados.
—En ese caso me siento en deuda con su reina.
Me eché a reír. Continuamos danzando en silencio, una actividad a la que ninguno
de los dos parecía querer renunciar, mientras una pieza daba paso a la siguiente. Me
sorprendí al notar que, pese al calor que envolvía la atestada estancia y al esfuerzo
que realizaba, ni una sola gota de sudor perlaba la frente del señor Wagner y su
respiración seguía siendo regular, en tanto que después de una hora en la pista de
baile yo me sentía acalorada, sin aliento y necesitaba desesperadamente tomar un
refresco.
El señor Wagner pareció percatarse de mi desazón y en el siguiente cambio me
dijo:
—¿Le gustaría salir a la terraza unos minutos, señorita Murray? ¿Podría traerle
algo de beber?
—Me encantaría. Gracias.
Mientras avanzábamos hacia la puerta examiné todo el lugar en busca de Lucy.
La encontré; era el centro de atención de un considerable grupo de hombres, con
quienes reía y charlaba alegremente.
Aquello me hizo sonreír, y entonces vi cómo el señor Wagner me traía una copa
de ponche.
—¿Usted no toma nada? —pregunté.
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—No me gusta demasiado el ponche. ¿Vamos?
Salimos a la terraza y, una vez allí, nos sentamos en un murete bajo de piedra que
daba al mar. Me tomé la bebida con gran placer. La fresca brisa marina resultaba
tonificante, pero el mágico embrujo de la hora anterior todavía hacía que mi sangre
ardiera. Las oscuras olas rompían y se alzaban sobre la playa que había debajo;
arriba, las brillantes estrellas destellaban en la negrura del cielo y a nuestro alrededor
flotaba la animada música del pabellón.
—Permita que le reitere, señorita Murray, lo bien que baila. No recuerdo haber
pasado nunca una hora tan agradable en una pista de baile.
—Tampoco yo, señor. Ha comentado que había tenido muchos años para
practicar. ¿Dónde aprendió a bailar?
—En el colegio, igual que usted —respondió con suavidad—. El vals tiene una
larga tradición en Austria que se remonta a la época de la corte de Viena, a finales del
siglo diecisiete. Durante los últimos doscientos años, tanto las gentes del campo
como las de la ciudad «se han vuelto locos bailando», como dicen ellos.
—Entiendo por qué. Algunas de las piezas más hermosas del mundo son
originarias de Austria. Cuentos de los bosques de Viena es mi favorita, y también me
encanta El Danubio Azul.
—También yo adoro la música de Strauss, tanto del padre como del hijo.
—¿Le gusta Joseph Haydn? —pregunté.
—Haydn era un compositor consumado y un hombre muy interesante. Él fue
maestro de Beethoven y gran amigo de Mozart; sabía contar un buen chiste y beber
cerveza.
Reí sorprendida.
—Me refería a su música. Habla como si le conociera.
Él respondió con una carcajada.
—He… leído mucho sobre él. Y he disfrutado escuchando su música,
naturalmente. —Se apresuró a cambiar de tema—: Creo que su amiga la ha llamado
Mina. ¿Es un diminutivo?
—Sí, de Wilhelmina.
—Un precioso nombre holandés o alemán. Y sin embargo me parece que Murray
es escocés. ¿Eran sus padres naturales de ese país?
Aparté la mirada al sentir que me sonrojaba, avergonzada como siempre que salía
a colación el tema de mis orígenes.
—Desconozco de dónde procedían mis padres exactamente. No los conocí.
Creo… creo que eran de Londres.
—Entiendo.
—¿Y sus padres, señor? ¿Residen en Austria?
—No. Hace muchos años que fallecieron.
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—Lo lamento.
—No lo lamente. La muerte forma parte de la vida. No hay nada que lamentar ni
nada que temer.
—Lo dice usted con mucha tranquilidad y de un modo muy natural, como si
hablase del tiempo. ¿De veras no teme a la muerte?
—En absoluto.
—Entonces ¿es usted religioso? ¿Un hombre de iglesia?
—De ningún modo.
—Bueno, ojalá pudiera sentir lo mismo que usted. Pero… no me agrada pensar en
la muerte. Hablemos de otra cosa como, por ejemplo, ¿qué le trae por Whitby, señor
Wagner? ¿Negocios o placer?
—Ambas cosas, en realidad.
—¿A qué se dedica?
—En mi país soy terrateniente. Estoy planteándome adquirir alguna propiedad en
Inglaterra.
—¿Dónde? ¿En Whitby?
—Estoy abierto a todo. Disfruto de la paz y la tranquilidad del campo y de los
pueblecitos como este, pero en general prefiero el bullicio, como creo que lo llamaría
usted, de una gran ciudad como Londres.
—También yo. ¡Londres está tan viva! Hay mucho que ver y hacer. Me encanta
pasear por Piccadilly. ¿Ha subido usted a la cúpula de San Pablo y visto la abadía de
Westminster y el Parlamento?
—Todavía no.
—¡Oh! ¡Tiene que visitarlos! Si encuentra una casa en Londres, ¿se instalará allí
o será una residencia de vacaciones?
—Ya veremos. Llevo algún tiempo deseando cambiar de aires… y su magnífico
país es realmente el centro del mundo. —Levantó su mirada hacia la mía—. Ahora
que lo he… visto… creo que es muy posible que me mude aquí de forma permanente.
Me miró con tal intensidad que sentí que me ardían las mejillas y tuve que
obligarme a apartar la mirada.
—Espero que se sienta feliz sea cual sea su decisión.
Se hizo el silencio entre los dos. Dirigí la mirada hacia el fondo de la estancia y
me atravesó una súbita punzada de culpabilidad. ¿Qué estaba haciendo, bailando y
charlando toda la noche con el señor Wagner mientras el hombre al que estaba
prometida se encontraba ausente… tal vez enfermo o en peligro? Me levanté,
sintiendo vergüenza de mí misma.
—Se hace tarde, señor. Será mejor que busque a Lucy y regresemos a nuestro
alojamiento. Le doy las gracias por una velada tan encantadora.
Él se puso en pie con manifiesto pesar.
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—He disfrutado con su compañía, señorita Murray. ¿Me concedería el honor de
acompañarlas a su amiga y a usted a casa?
—Gracias, pero nuestra residencia está justo al final de la calle y… —Y, pensé,
no estaría bien que la señora Westenra o nuestra casera, la señora Abernathy, nos
vieran regresar a una hora tan intempestiva en compañía de un apuesto caballero
desconocido. Sabiendo la reacción que siempre me provocaba su contacto, no
confiaba en ser capaz de posar mi mano sobre la de él, de modo que incliné la cabeza
e hice una reverencia—. Buenas noches, señor Wagner.
Él me devolvió el gesto.
—Buenas noche, señorita Murray. Dulces sueños.
Su profunda voz parecía resonar en mi cabeza mientras entraba a toda velocidad
en el pabellón, donde me vi obligada a lanzar serias amenazas para apartar a Lucy de
su última pareja de baile.
Tras suspirar con resignación, Lucy se despidió y dejó que la sacara de allí.
Cuando nos dirigíamos hacia nuestra casa de huéspedes, ella empezó a dar vueltas en
medio de la calle llevándose las manos al pecho con júbilo.
—¡Oh! ¡Vaya noche! —dijo sin aliento—. He bailado con seis hombres
diferentes, Mina, ¡seis! En un momento dado me encontré con que al menos doce
hombres deseaban bailar conmigo al mismo tiempo. Eran tan dulces, fervientes y
solícitos. ¡Pero he de reconocer que ninguno era ni la mitad de guapo que tu señor
Wagner!
—No es mi señor Wagner —repliqué con las mejillas sonrojadas.
—Oh, yo creo que sí. —Lucy me tomó del brazo y prosiguió—: ¡Tu señor
Wagner es el hombre más atractivo que he visto en mi vida! Pensaba que Arthur era
apuesto, pero ahora me parece corriente si lo comparo con él.
—Lucy, estoy de acuerdo en que el señor Wagner es bien parecido, pero esa no es
la cualidad más importante en un hombre.
—¡Desde luego que no! El señor Wagner es, además, un bailarín magnífico.
Todas las mujeres le estaban mirando… era el mejor en la pista de baile. Me habría
muerto por tener la oportunidad de bailar un vals con él si no lo hubieras
monopolizado toda la noche.
—Yo no he hecho nada semejante…
—El señor Wagner tiene unos modales exquisitos y un acento encantador. Es
curioso, cuando le oí hablar por primera vez, su voz me resultó extrañamente familiar
y pensé: «¿Acaso nos conocemos?». Pero me eché a reír, pues es del todo imposible.
¡De haber conocido a un hombre como él, sin duda lo recordaría! ¡Menudo
descubrimiento has hecho, Mina!
—Por favor… yo no he hecho ningún descubrimiento. El señor Wagner es un
amigo y nada más.
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Lucy dejó escapar una risita tonta.
—Puede que tú le consideres un amigo, querida, ¡pero él está completamente loco
por ti!
El ardor de mis mejillas se extendió a todo el rostro.
—Eso no es cierto.
—Mina, ¿acaso estás ciega? ¿Es que no has visto la expresión en los ojos del
señor Wagner cuando cruzaba la estancia hacia nosotras, o cuando te tenía entre sus
brazos? Le observé mientras bailabais. No hizo ningún esfuerzo por ocultarlo.
Recuerda lo que te digo: el señor Wagner te ama… o se está enamorando de ti. Te lo
digo yo. Había algunos hombres que me miraban exactamente del mismo modo, y
tres de ellos se me declararon.
—Lucy, no debes decirme estas cosas. No está bien. ¡No puede ser!
—¡Pero lo es! Supongo, ya que informas con tanta libertad a todo el mundo sobre
mi compromiso, que le hablaste al señor Wagner sobre Jonathan, ¿no es cierto?
—¡Por supuesto! En cuanto tuve la oportunidad, el día que nos conocimos.
—Hum. Entonces no es un hombre que se rinda fácilmente. Debe de abrigar la
esperanza de ganarse tus favores de algún modo y quedarse contigo.
—Si es así, se equivoca. Jamás le he dado al señor Wagner motivos para que… —
me interrumpí incapaz de terminar la frase.
—Mina, no te mortifiques. ¡Que estés prometida no significa que estés muerta!
Aún podemos mirar y apreciar a otros hombres, ¿no crees? ¡Podemos bailar con ellos
en un pabellón junto al mar sin temor a represalias! Si el señor Wagner cree que estás
más interesada de lo que en realidad estás… bueno, estoy segura de que no pretendías
engañarle. —Esbozando una sonrisa traviesa, añadió—: Aunque he de admitir que
casi lamento que estés prometida a Jonathan, pues el señor Wagner sería una
conquista maravillosa.
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