—¡Oh! ¡Eres muy mala! —exclamé, pero no pude evitar reír con Lucy. Cuando al
fin recuperé cierto autocontrol, dije con gravedad—: No sabes nada del señor
Wagner… y tampoco yo, en realidad. Me siento honrada por estar prometida a
Jonathan. Es mi mejor amigo, además de ti, querida. Y le amo… y le echo de menos.
—Sé que es así. Yo también amo y añoro a Arthur. Y no tengo la menor duda de
que en octubre nos casaremos.
Cuando llegamos a la casa me detuve en la escalera para decirle en voz baja:
—Entonces, Lucy, supongo que no es necesario decir que es mejor que no
hablemos sobre las actividades de esta noche a tu madre… ni a Arthur ni a Jonathan
cuando los veamos.
Lucy se llevó un dedo a los labios con una chispa maliciosa en los ojos.
—Me llevaré nuestro secreto a la tumba.
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A
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quella noche, aunque Lucy insistió en que estaba demasiado agotada,
después de tanto bailar, para caminar dormida, cerré la puerta y me até
la llave a la muñeca como de costumbre. Lucy se durmió de
inmediato, y parecía tan apacible que no esperaba que hubiera más
incidentes. Pero mis esperanzas de pasar una noche tranquila se hicieron añicos. En
mi cabeza no dejaban de sucederse los pensamientos sobre el señor Wagner y mi
comportamiento, descarado e indecoroso, de aquella velada, de modo que me costó
mucho conciliar el sueño y, cuando al fin lo hice, Lucy me despertó dos veces
mientras, impaciente, intentaba salir. En ambas ocasiones parecía enfadada al
encontrar la puerta cerrada con llave, e hice cuanto pude para conseguir que volviera
a la cama.
Lucy hizo un comentario totalmente inesperado al día siguiente cuando
volvíamos a casa para cenar. Habíamos pasado la tarde en nuestro banco de East
Cliff, a pesar de que me preocupaba que aquel lugar pudiera ahora parecernos
diferente, o incluso hostil, después de haber encontrado allí a Lucy en una posición
comprometida solo dos noches atrás. Sin embargo, ella parecía sentirse aún más
entusiasmada que yo por aquel sitio. En realidad solo me permitía que la arrastrase a
casa a la hora de las comidas, con gran reticencia por su parte.
Acabábamos de subir la escalera del embarcadero oeste y nos detuvimos para
contemplar la vista que teníamos a nuestra espalda. El sol se encontraba muy bajo y
bañaba con un hermoso resplandor rosado la iglesia y la abadía situada sobre el
acantilado que tenía enfrente. Mientras observábamos, una extraña expresión se
reflejó en los ojos de Lucy.
—¡Otra vez sus ojos rojos! —dijo con tono soñador—. Son exactamente los
mismos.
Me sobresalté sorprendida. Era la primera vez que Lucy hacía mención de unos
ojos rojos; los ojos que yo había visto dos veces en mis sueños y otra más en la cima
del acantilado, cerniéndose sobre mi amiga aquella espantosa noche. Su expresión era
tan extraña que seguí la dirección de su mirada, fija en East Cliff, al otro lado de
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puerto. Parecía absorta en el banco que acabábamos de dejar no hacía mucho. Pude
distinguir una oscura figura, sentada allí sola, y ahogué un grito de sorpresa pues,
pese a la gran distancia, parecía que el desconocido tenía los ojos rojos como llamas
ardientes. La ilusión desapareció al cabo de un segundo, como si el efecto hubiera
sido causado por la crepuscular luz purpúrea del sol.
—Lucy, ¿qué querías decir con eso?
Ella parpadeó distraídamente, como si hubiera estado soñando despierta.
—¿Qué?
—Has dicho algo sobre un hombre con los ojos rojos.
—¿De veras? —Dejó escapar una extraña carcajada y sacudió la cabeza—. No
tengo ni idea de por qué he dicho tal cosa.
No la creí, pero no dijo nada más al respecto.
Por mucho que lo intentara, no podía dejar de pensar en el señor Wagner. Durante
todo el día mis pensamientos se desviaban una y otra vez a la conversación que
habíamos mantenido y al modo en que me sentía cuando sus brazos me estrechaban
mientras bailábamos el vals en la pista de baile.
Aquella noche, una vez que Lucy se acostó y se quedó dormida, la encerré con
llave y me escabullí al pabellón con la esperanza de verle, aun siendo consciente de
que estaba actuando de una forma escandalosa. Pero aunque esperé un buen rato, el
señor Wagner no apareció, para mi decepción.
Como no tenía deseos de bailar con otro, me marché y paseé durante un rato por
West Cliff, bajo la brillante y bella luna.
Al regresar a casa alcé la vista y me sorprendí al ver a Lucy dormida, con la
cabeza apoyada en el vano de la ventana abierta de nuestro cuarto y, junto a ella, en el
alféizar, lo que parecía ser un gran pájaro negro. Qué extraño, pensé, no se veían a
menudo pájaros por la noche, sobre todo en verano —salvo las especies nocturnas,
como los búhos—, pero su presencia no me alarmó en exceso. Cuando llegué al piso
superior, abrí la puerta y entré, la criatura ya se había ido.
—¿Lucy? ¿Te encuentras bien? —pregunté.
Lucy estaba metiéndose en la cama con sigilo. Tenía la cara cetrina, respiraba sin
apenas fuerzas y se cubría la garganta como si tuviera frío. No respondió, de modo
que la arropé con mucho cuidado. Y aunque estaba dormida, noté que se sentía
inquieta por algo y me pregunté qué era lo que causaba su desasosiego.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Lucy estaba inusitadamente cansada
y parecía más pálida que nunca. Mientras ella comía sin ganas, la casera nos trajo una
carta que acababa de llegar. El semblante de Lucy se iluminó cuando vio que era de
Arthur.
—Arthur dice que su padre se encuentra mucho mejor —anunció en voz baja
después de ojear la misiva—. Dice que podrá venir de visita dentro de una o dos
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semanas y que espera que nos casemos muy pronto.
—Es maravilloso —repuso su madre.
Los ojos de la señora Westenra se empañaron repentinamente y la mujer insistió
en que eran lágrimas de felicidad. Más tarde, sin embargo, cuando Lucy estaba
durmiendo una siesta y su madre y yo tomábamos el té en la salita, me reveló sus
verdaderos sentimientos acerca del tema.
—Lucy es mi única hija, ya lo sabes —dijo la amable señora al tiempo que se
recostaba en su butaca y dejaba escapar un suspiro—, y siempre hemos estado muy
unidas. Me causa gran aflicción perderla; pensar que pronto será la esposa de un
hombre y que ya no me necesitará como hasta ahora… Y, sin embargo, me siento
aliviada y agradecida porque pronto tendrá a otra persona que la proteja.
—Estoy segura de que seguirá visitándola regularmente en busca de guía y
consejo, señora Westenra —respondí esbozando una sonrisa afectuosa—. Creo que ni
siquiera el mejor marido del mundo podría sustituir a una madre.
Al oír aquello la señora Westenra reprimió un sollozo y nuevas lágrimas rodaron
por su cara.
—¡Oh! Señora, ¿qué sucede? —exclamé apesadumbrada—. ¿He dicho algo que
la haya disgustado?
La señora Westenra necesitó unos momentos para recobrar la compostura.
—No es culpa tuya, querida —dijo mientras se llevaba el pañuelo de lino a los
ojos—. Hay algo que ignoras… algo que no le he contado a nadie. —Vaciló—. Si te
lo confío, has de prometerme que no se lo dirás a Lucy. No quiero preocuparla.
—Lo prometo —respondí pensando en lo extraño que era ser la guardiana de los
secretos de la madre y de la hija, además de los míos propios.
—Tal vez hayas notado que últimamente no me encuentro bien.
—Me he percatado de que se fatiga con mucha facilidad.
—Es el corazón. Está debilitándose. El médico me ha dicho que me quedan, a lo
sumo, unos pocos meses de vida.
—¿Unos meses? —proferí.
La señora Westenra asintió con pesar.
—Según me ha dicho, incluso una impresión repentina podría matarme. Por eso
me he quedado en casa tranquilamente la mayor parte del tiempo desde que hemos
llegado.
—¡Oh! Señora Westenra, lo lamento muchísimo. —Me apenaba por ella y por
Lucy, que sin duda se sentiría muy desamparada cuando su madre ya no estuviera—.
¿Hay algo que yo pueda hacer por usted? ¿Alguna forma de ayudarla o hacer que se
encuentre más cómoda?
Ella sonrió con dulzura y me tomó las manos.
—Solo prométeme que cuando me haya ido serás tan buena amiga para Lucy
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como lo has sido hasta ahora.
—Se lo prometo. —La besé en la mejilla—. Puede contar conmigo.
A medida que transcurría la semana, para mi consternación, no fue la salud de la
señora Westenra la que más me preocupó, sino la de Lucy. Había perdido el apetito y
su palidez iba en aumento, cada vez se encontraba más cansada, apagada y ojerosa, y
tenía una expresión alicaída en los ojos que no comprendía. Su madre se sentía
igualmente frustrada e insistía en que Lucy no padecía anemia ni la había sufrido
nunca. Cuando le pregunté a ella por los extraños síntomas y el empeoramiento de su
salud, aseguró que se encontraba tan desconcertada como yo.
Los días eran soleados, pero no vi al señor Wagner durante mis paseos. A pesar de
eso reprimí el impulso de acercarme por las noches al pabellón y opté por quedarme
velando a Lucy. Me preocupé de que nuestro cuarto estuviera siempre cerrado con
llave, para que no pudiera deambular por ahí, pero en dos ocasiones me desperté y la
encontré desmayada, sentada junto a la ventana abierta.
—Querida —dije mientras la ayudaba a volver a la cama una noche, después de
haberla encontrado en aquel estado de debilidad e inconsciencia—, ¿qué hacías junto
a la ventana? Estás muy pálida. Deberías llamar a un médico.
Lucy se despertó en cuanto oyó aquello.
—¡No! —gritó—. No quiero ver a ningún doctor. ¿Qué podría hacer? —Entonces
se echó a reír; profirió una carcajada antinatural, espeluznante, seguida de un
decidido esfuerzo por conseguir que sus mejillas tuvieran algo de color dándose
pellizcos—. ¿Ves? Estoy bien. Muy bien.
Su comportamiento era muy extraño, me preocupaba muchísimo… y mi
preocupación aumentó hasta dar paso a la alarma cuando la arropé y vi las diminutas
heridas en el cuello de Lucy, que siempre se encargaba de cubrir durante el día.
—Lucy, las marcas de tu cuello, las que te causé con aquel alfiler, no han curado.
Siguen abiertas y rojas, y parecen más grandes que antes.
—Ya te lo dije, no me molestan —adujo cubriéndoselas con la mano—. Ahora
déjame tranquila. Necesito dormir.
—Si no mejoran en unos días —insistí—, llamaré al médico.
A la mañana siguiente Lucy se encontraba especialmente cansada y pálida y se
negó a levantarse de la cama. Aunque no me agradaba dejarla, ella insistió en que yo
saliera por mi cuenta a disfrutar del día y la dejara continuar durmiendo. Tomé una
revista y salí con la intención de pasar algunas horas leyendo en West Cliff. El cielo
estaba encapotado y, cuando atravesaba la lonja en dirección al puente, me
encontraba sumida en mis cavilaciones cuando una voz conocida interrumpió mis
pensamientos.
—¿Señorita Murray?
Alcé la vista y me encontré con el señor Wagner a unos pasos de mí, cerca de la
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escalera que llevaba al puente. El corazón, como de costumbre, comenzó a latirme
aceleradamente al verle.
Estaba especialmente apuesto, con un elegante sombrero de paja cubriendo su
morena cabeza.
—Señor Wagner.
—Hace una mañana preciosa.
—¿Usted cree? Un poco nublada para mi gusto, pero al menos no parece que
vaya a llover.
—Eso es bueno, ya que acabo de alquilar una barca.
—¿Ha alquilado una barca? —repetí sorprendida.
—Sí, aquella azul que está justo allí. —Señaló hacia un bonito esquife anclado
junto al puente cercano—. ¿Ha tenido ocasión de salir a remar por el río?
—No. Lucy y yo deseábamos hacerlo desde que llegamos a Whitby… pero no se
encuentra bien de salud para realizar una excursión así.
—Lamento oír eso. Habría sido una compañía deliciosa. Pero ya que no está
presente, ¿sería una osadía por mi parte ofrecerme a acompañarla en una pequeña
aventura acuática? He oído que hay un sitio encantador para visitar a casi dos
kilómetros río arriba.
Era una oferta tentadora y la consideré por un momento. Pero ¿cómo podía
aceptar?
—Le agradezco la invitación, señor, pero me temo que el decoro me impide
aceptar —respondí con gran pesar.
—¿El decoro?
—Disfruté muchísimo bailando con usted, pero eso fue en un pabellón lleno de
gente. Remar por el río, sin ir acompañados por una carabina… sería impensable.
—¿Impensable? —Una sonrisa jugueteó en sus labios mientras ojeaba a los pocos
desconocidos que pasaban sin prestarnos la menor atención; luego volvió los ojos
hacia mí—. ¿De veras le importa tanto lo que piense la gente, señorita Murray?
¿Quién va a enterarse y a quién le va a importar que pase un par de horas hoy en el
río… con o sin carabina? ¿Por qué no arroja toda su precaución por la ventana? Solo
por esta vez.
No pude evitar reír. «Mina Murray, has pasado veintidós años llevando una vida
tranquila y protegida, comportándote siempre de la forma más decorosa. ¿Quién va a
enterarse? ¿A quién va a importarle? —pensé. Lucy me había pedido que disfrutase
del día—. ¡Haz caso a Lucy! ¡Disfruta del último verano que vas a pasar en la costa
antes de sentar la cabeza para siempre!».
—Tiene razón, señor. Debería arrojar toda mi precaución por la ventana de vez en
cuando. Me encantará pasear en barca con usted.
Él sonrió, y acepté la mano que me ofrecía, estremeciéndome al sentir su
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contacto. Mientras el señor Wagner me ayudaba a bajar los escalones y a subir al
esquife, aparté todos los pensamientos de culpabilidad de mi cabeza permitiéndome
una punzada de emoción. Era perfectamente aceptable, me dije, actuar con cierta
imprudencia e impetuosidad en algunas ocasiones, al margen de los límites que uno
siempre se marcaba, y vivir un poco de aventura. Jonathan nunca se enteraría y,
además, no era más que un simple paseo en barca.
Tomé asiento en un extremo del bote en tanto que el señor Wagner lo hacía frente
a mí y se encargaba de los remos, tarea que parecía realizar sin el menor esfuerzo. En
breve nos apartamos del embarcadero y ascendimos por el río.
—Maneja el bote como si no le costara ningún esfuerzo, señor Wagner.
—Solo lo parece porque remo a favor de la marea.
Me quité el guante y dejé la mano suspendida sobre la fría agua, vislumbrando mi
reflejo distorsionado en la ondulada superficie. Reparé en que, por algún extraño
motivo, el señor Wagner no parecía reflejarse. «Qué curioso —pensé—, debe de
tratarse de un efecto de la luz».
—Veo que lleva consigo la revista mensual Lippincott’s —dijo mientras nos
deslizábamos por el río—. ¿Es el número de julio?
—En efecto. ¿Cómo es que conoce esta publicación?
—Estoy suscrito a la nueva edición londinense. Es una de las numerosas
publicaciones que he hecho que me envíen para mejorar mi dominio de su idioma y
mantenerme al día de las últimas y mejores obras literarias. ¿Ha leído la historia de
Arthur Conan Doyle que salió en el número de febrero?
—¿El signo de los cuatro? ¡Sí! Es realmente interesante. En este número viene un
nuevo relato de Oscar Wilde titulado El retrato de Dorian Gray, que trata de un
hombre que desea permanecer joven para siempre… y lo consigue. ¿Lo ha leído?
—Así es. Salí de casa antes de que llegara mi ejemplar, pero ayer compré otro en
una librería. ¿Le ha gustado la historia?
—No, en absoluto. La encuentro espeluznante, en ocasiones aterradora, y muy
burda… pero, aun así, no he podido dejar de leerla. ¡Ya la he leído dos veces!
El señor Wagner se echó a reír.
—¿No le parece un concepto interesante… la idea de no envejecer nunca? ¿Le
atraería ser rica, hermosa y eternamente joven?
—Creo que todo el mundo desea la eterna juventud —reconocí—, pero al final es
como la fábula de Fausto, que versa sobre la vanidad, la frivolidad y los peligros de
intentar interferir en las leyes fundamentales de la vida y la muerte. Pensándolo con
detenimiento, no me gustaría ser joven para siempre.
—¿No? ¿Y por qué?
—Porque me vería forzada a ver cómo todas las personas a quienes amo
envejecen y mueren.
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—¿Y si no fuera ese el caso? ¿Y si hubiera una persona a la que amase
profundamente y con quien pudiera vivir para siempre en igualdad de condiciones?
Yo dudé y acto seguido dije:
—Tal vez entonces resultara grato, siempre y cuando eso no supusiera tener que
vender mi alma al Diablo. Pero hasta que conozca a un hechicero que pueda
lanzarnos a Jonathan y a mí un conjuro con impunidad, me conformaré con envejecer
con dignidad, como cualquier otro mortal.
Me detuve de pronto deseando no haber mencionado a Jonathan. Aun cuando mi
comentario fuera sincero resultaba, sin duda, incómodo hablar de mi prometido
mientras paseaba por el río con otro hombre. Pero el señor Wagner no pareció sentir
ninguna incomodidad.
—Creo que dijo que su prometido se encontraba ausente por viaje de negocios.
¿Ha tenido noticias suyas?
—No. —Fruncí el ceño y la preocupación me embargó con inesperada intensidad
—. Todos los días espero recibir carta suya, pero no ha escrito desde hace algún
tiempo.
—Lo lamento. ¿Adónde dijo que había ido?
—A Transilvania.
—Conozco bien el lugar.
—¿De veras? ¿Cómo es?
—El campo es muy hermoso. Montañas, bosques y pintorescos pueblecitos,
salpicados de viejos castillos en las montañas. Pero es demasiado tranquilo y solitario
para mí. Dígame… ¿cómo se llama su prometido?
—Jonathan.
—¿A qué parte de Transilvania fue?
—Bistritz era la ciudad más próxima. El cliente al que fue a ver vive en un
castillo cerca de una especie de desfiladero montañoso… el Borgo, creo.
—¿El desfiladero del Borgo? ¡Vaya! Sin duda eso lo explica todo.
—¿De verdad? ¿Qué explica?
—El desfiladero del Borgo se encuentra en el extremo este de Transilvania, en
medio de los Cárpatos, en la frontera con Bucovina. Está ubicado en la misma linde,
una de las zonas más salvajes y menos conocidas de Europa, escasamente poblada, de
la que existen pocos mapas decentes. Incluso el viajero más experto tendría
dificultades para circular por sus tortuosos caminos. —Y añadió con un tono siniestro
—: Me atrevería a decir que debió de pasar un tiempo perdido y que luego quizá fue
atacado por gitanos.
—¿Gitanos? —repetí alarmada.
—Más de una víctima ha terminado siendo prisionero voluntario en un
campamento szgany durante semanas —declaró, con los ojos brillantes—, incapaz de
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marcharse, como el rey de Las mil y una noches, por temor a perderse la siguiente
historia de los cuentos que relatan cada noche.
Aquella broma me hizo reír.
—Eso podría explicarlo, señor, si usted o yo fuéramos la persona extraviada, pero
Jonathan tiene una naturaleza pragmática. Aunque le gusta la literatura, está más
enamorado de la arquitectura y la historia.
—¿Arquitectura e historia, dice? Bien, pues Budapest es una ciudad fascinante,
por no hablar de Viena y de la Ciudad de la Luz. ¿Ha estado Jonathan alguna vez en
París?
—Nunca.
—¿Lo ve? Un hombre al que le gusta viajar y que ama la arquitectura y la historia
podría perderse en cualquiera de esas ciudades durante meses. Vaya, solo ver la
colección del Louvre podría llevarle a uno medio año.
Yo asentí. No obstante, la atmósfera jovial que él había creado no tardó en
desaparecer, y ambos guardamos silencio. En el fondo de mi corazón sabía que
aquella no era una buena explicación para la ausencia de Jonathan y creo que él se
percató de que, para mí, ya no resultaba divertido.
Continuamos remando en silencio, pasando una bucólica extensión de hermosa
campiña. Me llevó a un precioso rinconcito, llamado Cockmill Creek, donde
desembarcamos y paseamos por la orilla del río. Cuando el señor Wagner me
preguntó si me gustaría comer algo, reconocí que estaba muy hambrienta. Nos
detuvimos en una pequeña posada en Glen Esk y allí nos llevaron a una mesa en la
terraza con vistas al río. Yo pedí un sándwich y limonada y, para mi sorpresa, el señor
Wagner no pidió nada.
—Discúlpeme, pero he almorzado temprano y tengo un compromiso esta noche
que promete incluir una opípara y memorable cena. Preferiría no estropearme el
apetito.
Nos sentamos en silencio durante un rato mientras yo me tomaba el almuerzo,
escuchando el murmullo del agua que se mezclaba de forma encantadora con el
zumbido de los insectos y el trinar de los pájaros. Todavía estaba nublado, pero corría
una suave brisa, perfumada por la fragancia de las flores estivales, que agitaba las
hojas de los árboles de los bosquecillos circundantes.
—Este lugar es precioso —dije—. Gracias por traerme aquí.
—Es un placer.
Cuando le miré y capté la intensidad de su expresión mientras me observaba, con
los ojos rebosantes de sinceridad, admiración e interés, sentí que podría contarle
cualquier cosa; como si supiera con absoluta certeza que deseaba lo mejor para mí.
—La otra noche en el pabellón, señor Wagner, me preguntó acerca de mis padres.
Él asintió y aguardó.
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—Soy huérfana. Me dejaron en la escalinata de un orfanato londinense cuando
solo tenía un año. Vestía harapos y estaba envuelta en una manta vieja, con una
escueta nota prendida en la que se decía que mi nombre era Wilhelmina Murray y que
tuvieran la bondad de cuidar de mí.
—De lo poco que me dijo, había deducido mucho.
—Pasé toda mi infancia en el orfanato. Ahí fue donde conocí a Jonathan. Era el
hijo de la viuda que se encargaba de la cocina y vivían en las habitaciones de la
planta superior. Durante años nos consideramos el uno al otro como el hermano que
ninguno había tenido. El mejor amigo de su padre, el señor Peter Hawkins, sufragó la
educación de Jonathan y lo envió a un colegio excelente cuando cumplió doce años.
Mi educación se habría limitado a los tres años de enseñanza elemental
obligatoria si nuestra institución no hubiera sido destinataria de una generosa
subvención. Me enviaron a un internado a las afueras de Londres. Jonathan y yo
manteníamos correspondencia con frecuencia y nos veíamos siempre que ambos
coincidíamos visitando a su madre en el orfanato. Por desgracia, ella pasó a mejor
vida el pasado otoño. Jonathan y yo nos encontramos de nuevo en el funeral y fue
entonces cuando descubrimos que nuestros sentimientos habían aumentado y sufrido
una transformación.
Mis pensamientos se retrotrajeron fugazmente a aquel día, cuando Jonathan me
pidió que me casara con él. Habían pasado tres días desde del funeral de su madre y
estábamos paseando por un parque de Londres. Él se detuvo bajo un gran árbol y me
dijo: «Wilhelmina, no he conocido a ninguna joven a la que ame tanto como a ti.
Creo que estamos hechos el uno para el otro. ¿Sientes lo mismo que yo? ¿Querrás ser
mi esposa?». Yo le respondí que sí llena de júbilo y le besé. Fue nuestro primer beso.
Nuestra relación se había hecho más estrecha desde entonces, conforme planeábamos
nuestro futuro juntos y, naturalmente, todo había sido muy decoroso y casto entre los
dos.
—Una historia con un final feliz —observó el señor Wagner—, y sin embargo
parece reacia a compartirla. ¿Por qué?
—No se lo he contado todo. —Inspiré profundamente y proseguí—: De pequeña
solía imaginarme historias sobre mis padres. Pensaba que eran el rey y la reina de una
tierra lejana y, como futura heredera al trono, me habían escondido lejos para
protegerme. Sabía que era un cuento de hadas, claro está, pero durante un tiempo
quise creerlo así. Más tarde me dije que mis padres eran una pareja inglesa pobre que
no podía permitirse criarme, pero que volverían a buscarme algún día. Huelga decir
que nunca vinieron. Cuando tenía ocho años oí por accidente cuchichear a las criadas
del orfanato. Una de ellas decía… —Sentí que la mortificación encendía mis mejillas
—. Decía que mi madre era una criada que… que se quedó embarazada… y que fue
despedida.
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—¿Era cierto?
—Por lo visto, sí. No mencionó el nombre de mi madre y parecía no saber qué
había sido de ella, pero, de algún modo, parecía muy bien informada de ese hecho.
Desde que oí aquello me he sentido avergonzada.
—¿Por qué razón? ¿Porque su madre la concibió sin estar casada?
—¡Sí! Crecer sabiendo que mi propia madre cayó en desgracia de forma tan
escandalosa… es un hecho que me ha atormentado durante toda mi vida.
—En efecto, es un triste destino crecer sin unos padres, y más triste aún sentir
vergüenza por las circunstancias del propio nacimiento. Pero francamente, señorita
Murray, no es una historia tan terrible. Todos somos víctimas de algún infortunio
pasado y, sin duda, usted no ha sido marcada para siempre por el suyo. Mírese, es una
joven hermosa y bien educada que está a punto de casarse.
—Le ruego que no piense que soy una ingrata. Cada día doy gracias por todo
cuanto tengo.
—Simplemente deseo ayudarla a apaciguar su mente con respecto a algo que
escapaba a su control. Creo que ha salido adelante mejor que muchos. De hecho, la
envidio.
—¿Me envidia? ¿Por qué? Soy una pobre huérfana sin apenas un penique a mi
nombre. Mientras que usted, señor… usted es rico, viaja por el mundo y tiene todo
cuanto una persona puede desear.
Una sombra pareció oscurecer su semblante tras mi última observación.
—No, señorita Murray, es usted quien tiene todo cuando una persona puede
desear: la única y verdadera fuente de la felicidad en esta tierra.
—¿Cuál es? —pregunté, perpleja.
—Ha encontrado a la persona con quien desea compartir todos los días de su vida.
—Levantó su mirada hacia la mía y la clavó en mis ojos. Luego añadió con voz suave
y profunda—: Yo he estado buscando a esa persona durante… mucho tiempo.
Me costaba respirar bajo su mirada.
—Algún día la encontrará —logré decir.
—Sí —repuso con voz queda, sin apartar los ojos de los míos—. Creo que lo
haré.
El trayecto de regreso por el río fue tan tranquilo y plácido como el de ida y,
cuando nos separamos, di las gracias al señor Wagner por organizar la excursión.
—Estaré en el pabellón esta noche —me dijo mientras me besaba la mano
enguantada—. ¿Querrá acompañarme?
Le respondí con un no tajante, y di media vuelta y corrí a casa, sumida en una
nueva oleada de culpabilidad. Nuestra conversación me había recordado cuánto
añoraba a Jonathan. Sentí una intensa punzada de anhelo por él. Un día, muy pronto,
tendría noticias de Jonathan e iría a reunirme con él pero, una vez que lo hiciera, que
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dejara Whitby, sabía que nunca volvería a ver al señor Wagner. Aquel pensamiento
hizo que los ojos se me llenaran de lágrimas de aflicción. ¡Oh! ¿Qué iba a hacer con
todos aquellos sentimientos inadecuados que sentía por un hombre al que no debería
ver y que nunca podría tener?
Durante toda la tarde no pude pensar en otra cosa que en la noche que me
aguardaba y en que el señor Wagner me estaría esperando en el pabellón. En mi
cabeza no dejaba de revolotear una frase de El retrato de Dorian Gray que, pensé,
podría haber sido escrita por el mismísimo Diablo:
«El único modo de librarse de la tentación es sucumbir a ella. Si se resiste, el
alma enferma anhelando lo que ella misma se ha prohibido».
† † †
Mientras cenaba con Lucy y con su madre, me sentí enferma de ansiedad y tuve que
recordarme que debía mantenerme fiel a la mentira que les había contado: que había
pasado el día leyendo y escribiendo en el cementerio.
La señora Westenra, al parecer percibiendo mi angustia, alargó la mano por
encima de la mesa para darme un pequeño apretón.
—No te preocupes, querida. Pronto le verás.
—¿A quién? —repuse alarmada y confundida por un instante, pensando que de
algún modo se había enterado de la existencia del señor Wagner y de mi deseo
secreto de reunirme con él esa noche.
—Vaya, a Jonathan, naturalmente.
—Ah, sí, eso espero —me apresuré a responder.
Sentí cómo Lucy me observaba durante toda la cena, pero no logré armarme de
valor para mirarla.
En cuanto mi amiga se quedó dormida, me levanté y me puse mi vestido de noche
azul. Estaba tan distraída que casi me olvidé de cerrar con llave la puerta de nuestra
habitación y de guardármela dentro del guante.
Me aventuré en la noche sin demora, embargada por una nerviosa anticipación.
Entré en el pabellón y busqué con la mirada entre la multitud. Al principio no le vi y
me desanimé, pero entonces apareció a mi lado como por arte de magia y, en silencio,
me ofreció su brazo. Nuestras miradas se encontraron. Me llevó a la pista de baile y,
cuando la música dio comienzo, una vez más me sentí transportada entre sus brazos a
lo que parecía otro mundo.
Bailamos durante horas. Más tarde, cuando salimos afuera, con la música
envolviéndonos, el señor Wagner me estrechó de nuevo entre sus brazos y bailamos
el vals bajo las estrellas. Mientras girábamos me condujo hasta un rincón apartado,
lejos de la vista de los ocupantes de la terraza, donde se detuvo y me acercó a él hasta
que nuestros cuerpos se tocaron y su rostro quedó a escasos centímetros del mío.
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Permanecimos allí de pie, sumidos en un ardiente silencio, el uno en brazos del otro.
El corazón me palpitaba de tal modo que estaba segura de que, a pesar de la ropa que
llevábamos, él podía detectar mi latido contra su pecho.
Bajó la mirada hasta mis labios y continuó hasta el cuello, que llevaba
descubierto. En sus ojos apareció una repentina y feroz expresión, que reflejaba un
ansia por saciar. La cabeza empezó a darme vueltas y contuve el aliento, pues yo
sentía un deseo similar. En aquel momento deseaba, más bien necesitaba, que el señor
Wagner me besara más que nada en el mundo.
Pero con la misma brusquedad sus ojos se endurecieron, como si estuviera
recurriendo a toda la fuerza que poseía para resistirse a la tentación, y me apartó de su
lado.
Justo en aquel instante una carcajada atravesó la oscuridad. El sonido, que
procedía de una pareja de paseantes cercanos, me devolvió la cordura.
—¡Vete! —me dijo el señor Wagner, apartando la mirada y luchando por
recuperar el control—. ¡Ahora! Antes de que yo…
Me despedí con aspereza en voz baja y me marché a toda prisa. Las lágrimas me
empañaban los ojos mientras regresaba corriendo a casa y el corazón me martilleaba
en el pecho presa de la vergüenza. «Si él no se hubiera detenido —pensé—, le habría
besado». ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué clase de mujer era yo, que actuaba de un modo
tan vergonzoso? Sabía que debía poner punto final a aquello… pero no sabía cómo
hacerlo.
Cuando entré sigilosamente en nuestro cuarto y eché de nuevo la llave, oí la voz
acusadora de Lucy en la oscuridad.
—¿Dónde has estado?
Encendí una lámpara. Lucy estaba metida en la cama mirándome fijamente.
¿Estaba despierta o dormida? No sabría decirlo.
—He dado un paseo nocturno —me apresuré a responder—. Lo hago con
frecuencia.
Lucy se incorporó cuando comencé a desvestirme. Sus ojos azules, luminosos en
contraste con la extraña palidez de su rostro, continuaban clavados en mí.
—Ha debido de ser un paseo muy largo. Me he despertado y no estabas. Tenía
miedo.
—Lo lamento.
—¿Por qué estás tan sonrojada y sudada?
—He visto a alguien entre las sombras cuando regresaba, de modo que he echado
a correr.
—No te creo. Has ido al pabellón, ¿no es cierto?
Me ruboricé.
—No he hecho tal cosa.
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—Eres pésima mintiendo, Mina. ¡Estás ruborizada! Conmigo puedes hablar sin
tapujos. Si hay alguien que pueda entender lo que es la tentación, créeme, esa soy yo.
—No sé de qué me hablas.
—Como quieras. —Lucy dobló las rodillas y se rodeó las piernas con los brazos,
sonriendo—. Mina, ¿recuerdas aquella noche? ¿La noche que me encontraste en el
cementerio dormida?
—¿Cómo iba a olvidarla?
—He ido recordándola poco a poco. Ahora me acuerdo de algunos retazos aquí y
allá. Me sentí impulsada a subir a aquel lugar, aunque no sabía por qué. Crucé el
puente y subí la escalera. Oí perros aullando y luego música, una hermosa música. Y
después… —Una expresión soñadora apareció en su rostro y pasó los dedos por la
colcha con la delicadeza de una suave caricia—. Todo está confuso. Luego tengo un
vago recuerdo de algo largo y oscuro con ojos rojos.
—¿Ojos rojos?
—Lo siguiente que recuerdo es un extraño cántico en mis oídos. Entonces tuve la
impresión de que mi alma abandonaba mi cuerpo y ascendía en el aire. Volví en mí
cuando comenzaste a zarandearme.
Justo en aquel instante oímos un extraño ruido al otro lado de la ventana. Lucy se
levantó de un salto y abrió el postigo. Me asusté al ver a una criatura grande de alas
negras volando en círculos a la luz de la luna.
—¿Qué es eso? —dije—. ¿Un pájaro grande?
—Es un murciélago.
No era la primera vez que veía un murciélago, pero aquella criatura, que batía sus
inmensas alas, era más grande y más negra que la mayoría de los que había visto.
Una o dos veces aquel ser se acercó a la ventana y, tal vez lo imaginé, pero tuve la
impresión de sentir que clavaba sus diminutos ojillos penetrantes en mí; acto seguido
se alejó velozmente hacia el este.
La expresión soñadora de Lucy desapareció, reemplazada por una especie de
expresión lujuriosa que jamás había visto. Volvió a tumbarse en la cama y de sus
labios escapó una misteriosa carcajada que me hizo estremecer.
—Lucy, ¿por qué ríes de ese modo?
—¿Es que no lo sabes, queridísima Mina? —repuso lanzándome una mirada
sensual. Acto seguido se volvió de espaldas a mí y pareció quedarse dormida en el
acto.
Todo cambió a la mañana siguiente.
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oco después del desayuno me fui sola a una papelería, que estaba a unas
manzanas de distancia, a comprar tinta para la pluma. Una vez hecha la
compra, salí a la calle y me tropecé con el señor Wagner.
—Buenos días —me saludó con visible alegría.
—Señor Wagner. —Se me levantó el ánimo al verle, pero no conseguí esbozar
una sonrisa.
—¿Sucede algo?
«Sí —pensé—, esto no está bien. Estos sentimientos que tengo por usted… y que
usted tiene por mí».
—Estoy muy preocupada por mis amigas. Ninguna de las dos se encuentra
demasiado bien.
—Lamento escucharlo. ¿Hay algo que pueda hacer?
—No lo creo, a menos que conozca el nombre de un buen médico en Whitby.
—Estaré encantado de hacer algunas averiguaciones a ese respecto.
—Sería muy amable por su parte, señor.
Justo entonces, una robusta mujer de sonrosadas mejillas salió de la oficina de
correos cercana, con varias cartas en la mano. Se quedó boquiabierta al verme y me
llamó:
—¡Señorita Murray!
—Ay, Señor —murmuré.
—¿Quién es? —preguntó el señor Wagner.
—Mi casera, la señora Abernathy… una mujer realmente charlatana.
Siempre que había estado con el señor Wagner, aparte de la vez en que le presenté
a Lucy en el pabellón, no me había encontrado con nadie conocido. Ahora la señora
Abernathy se acercaba con paso decidido y se detuvo delante de nosotros; su cara
reflejaba una gran curiosidad cuando miró al señor Wagner.
—¡Vaya, vaya, señorita Murray! —dijo de forma cordial—. ¿Quién es su apuesto
amigo?
El señor Wagner le devolvió aquella penetrante mirada.
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—Nadie especial, señora —repuso con un suave y profundo tono de voz.
La señora Abernathy se quedó paralizada un instante, con la mandíbula
desencajada por la perplejidad; luego se volvió súbitamente hacia mí, como si se
hubiera olvidado por completo de mi acompañante.
—Acaba de llegar esto para usted, señorita Murray. Buenos días. —Me puso la
carta en la mano, dio media vuelta y a continuación se marchó a toda prisa antes de
que pudiera darle las gracias.
—¡Oh! —exclamé, contenta.
—¿Es de Jonathan? —inquirió el señor Wagner.
—No. Es de su patrón, pero tal vez él me haya enviado otra carta de Jonathan.
Abrí apresuradamente aquel sobre. Dentro había una escueta nota introductoria
del señor Hawkins y, tal como esperaba, otra carta… sin embargo, cuando vi el
remite grité alarmada.
—¿Qué sucede?
—La carta que ha enviado… lleva matasellos de un hospital de Budapest y, la
letra…, no la conozco.
La abrí sin miramientos y eché una ojeada a las primeras líneas de la misiva:
Hospital de San José y Santa María.
Budapest.
12 de agosto, 1890.
Estimada señorita:
Le escribo por expreso deseo del señor Jonathan Harker, puesto que él no
se encuentra con fuerzas para hacerlo, aunque va mejorando gracias a Dios,
a san José y a la Virgen María. Ha estado bajo nuestro cuidado desde hace
casi seis semanas, aquejado de una virulenta fiebre cerebral. Le envía a usted
todo su amor […]
Aquellas noticias, ansiadas con esperanza y temor en igual medida, me
produjeron tal agonía y alivio que rompí a llorar.
El señor Wagner continuó mirándome con preocupación mientras yo me
esforzaba por serenarme.
—¿Está…?
—¡Oh! Señor… —grité entre sollozos—. ¡Han encontrado a Jonathan! ¡Está en
un hospital de Budapest!
—Espero que se encuentre bien y a salvo.
—Lo ignoro. He de volver a casa de inmediato para terminar de leer la carta. Le
ruego que me disculpe…
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—Aguarde. Señorita Murray, está usted demasiado desconsolada. Por favor,
permítame ayudarla. La acompañaré a su casa.
—¡No! Lo siento, pero… muchas gracias por… adiós, señor. ¡Adiós!
—¿Adiós? —repitió sobresaltado.
Entrecerró los ojos al tiempo que una sombría expresión asomaba en su cara, una
expresión que hizo que un escalofrío de aprensión me recorriera la espalda.
No respondí, reprimí un sollozo y eché a correr con la carta en la mano. Aunque
no volví la vista atrás, sentí el calor de la mirada del señor Wagner sobre mí mientras
recorría la calle y mucho después de que hubiera doblado la esquina y estuviera fuera
del alcance de su vista.
Cuando llegué a la casa, fui derecha a la salita y me senté en una silla junto a la
ventana, donde me sequé los ojos y me dispuse a leer el resto de la carta. Lucy y su
madre, las dos únicas ocupantes de la estancia, continuaron charlando, pero al
observar mi angustia acudieron a mi lado sin demora y me hicieron preguntas
mostrando su preocupación. Les expliqué que la carta hablaba de Jonathan e imploré
que aguardaran a que terminara de leerla. La misiva ocupaba varias páginas.
Cuando finalmente me puse al corriente de las noticias, y estas me liberaron de la
incertidumbre que había padecido durante tanto tiempo, comencé a llorar de nuevo.
—¿Qué sucede, Mina? —dijo Lucy—. ¿Se encuentra bien Jonathan?
—Está enfermo —respondí sin dejar de sollozar—. Por eso no escribía. ¡Todo
este tiempo ha estado en un hospital de Budapest, aquejado de fiebre cerebral!
—¿Fiebre cerebral? —gritó alarmada la señora Westenra—. Ay, Señor, eso es
muy grave.
Yo asentí enjugándome las lágrimas.
—La carta es de una enfermera llamada hermana Agatha, que ha estado cuidando
de él. Dice que parece haber sufrido una terrible impresión. Explica… —Y proseguí
leyendo textualmente—: «En sus delirios, sus desvaríos han sido terribles. Hablaba
sobre lobos, veneno y sangre; sobre fantasmas y demonios y temo mencionar el resto.
Tenga siempre mucho cuidado con él para que en el futuro no vea nada semejante a
todo eso que pueda excitarlo; las huellas de una enfermedad como la que ha padecido
no se borran tan fácilmente».
—¡Lobos, sangre y demonios! —repitió Lucy—. ¡Qué aterrador! Me pregunto
qué habrá causado semejantes alucinaciones.
—No parecen saberlo. Por lo visto llegó en tren desde Klausenburgo y sufría
violentos delirios cuando ingresó. La hermana dice que habría escrito antes, pero que
no fue posible porque desconocía el nombre de Jonathan o dónde había estado
recientemente. Parece ser que ha mejorado y que está en buenas manos, pero dice que
aún necesitará descansar durante unas semanas.
—Bien, pues son buenas noticias —opinó la señora Westenra dándome una
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palmadita en la rodilla—. Al menos sabes dónde se encuentra y que está a salvo.
—Sí. Pero es muy extraño que pidiera que le enviaran esta carta al señor Hawkins
y no a mí. Escribí a Jonathan cuando estaba en Transilvania y le di mis señas en
Whitby. No debió de recibir aquellas cartas. En la carta dice que Jonathan necesita
dinero para ayudar a pagar su tratamiento… y el bondadoso señor Hawkins me
informa de que se lo ha enviado. ¡Oh! ¡Pensar que Jonathan está solo, en ese hospital
en Budapest! ¡Debo ir a su lado de inmediato!
—Sí, debes hacerlo —convino Lucy.
Pero cuando la miré, mi resolución flaqueó. Aunque estaba de buen humor, una
charada que representaba por el bien de su madre, se veía aún muy pálida y
demacrada, y yo no podía olvidar las dos extrañas marcas de su garganta que, aunque
cubiertas por el cuello del vestido y la cinta de terciopelo, sabía que no habían
sanado.
—¿Cómo voy a ir? —dije sacudiendo la cabeza—. Tú tampoco te encuentras
bien, Lucy. Desconocemos la causa de tu malestar y continúas con tu propensión a
caminar dormida. Debo quedarme aquí y cuidar de ti.
—No harás tal cosa —repuso.
—Yo velaré por Lucy —dijo la madre—. Si es necesario, compartiremos la
habitación de ahora en adelante.
Dejé escapar un suspiro. La señora Westenra también tenía un estado de salud
delicado. Parecía que todos aquellos a los que amaba estaban enfermos. Me sentía
dividida.
—¿Estáis seguras de que podéis arreglároslas sin mí? —pregunté dubitativa.
—Mina, tu sitio está con tu prometido —insistió Lucy—, y el mío con Arthur.
¿Acaso lo has olvidado? ¡Va a venir a visitarnos dentro de uno o dos días! Él cuidará
de mí en caso de que sea necesario. Creo que he estado languideciendo de añoranza y
que volveré a sentirme bien en cuanto Arthur esté aquí.
Aquel recordatorio consiguió aliviar mi preocupación, pues sabía que el señor
Holmwood era un hombre muy devoto y competente. Pero otro pensamiento cruzó
por mi cabeza: al marcharme, me estaría despidiendo para siempre del señor Wagner.
Con toda seguridad, no volvería a verle. La idea me causaba un enorme pesar, pero
no había nada que yo pudiera hacer.
—Entonces iré junto a Jonathan… cuanto antes —decidí—. Ayudaré a cuidarle, si
puedo, y lo traeré de nuevo a casa.
—¿Está muy lejos Budapest? —preguntó Lucy.
—Sí. En Hungría —respondí—. Gracias a Dios que tengo algunos ahorros. Los
guardaba para ayudar a pagar la boda, pero… Señora Westenra, ¿sabe cuánto cuesta
un viaje así? Jonathan no me comentó los detalles de su viaje y yo nunca he salido del
país.
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—No te preocupes, querida —dijo amablemente la señora Westenra—. Lucy y yo
hemos ido en varias ocasiones al continente y estamos familiarizadas con todos los
pormenores. Cruzar el canal no representa ninguna dificultad y los trenes europeos no
son demasiado caros. En cuanto a los gastos, yo ayudaré encantada.
—Señora Westenra, es usted muy amable, pero no puedo permitírselo.
—Debo insistir. Has dicho que el señor Hawkins ha enviado dinero al sanatorio
donde está Jonathan, pero seguro que es costoso… y ¿cuántas semanas lleva allí?
Aunque pudieras sufragarlo, en muy poco tiempo podríais veros sin un penique en
uno de los rincones más lejanos de la Europa del Este, y eso no puedo consentirlo.
Comencé a protestar de nuevo, pero la señora Westenra prosiguió:
—Considéralo un regalo de boda por adelantado, Mina. Jonathan y tú habéis
trabajado muy duro durante años por un salario reducido. Lucy está a punto de
casarse con un hombre muy rico. Mi esposo me dejó en una situación desahogada…
y si no puedo emplear un poco de dinero para ayudar a una querida amiga en un
momento de necesidad, entonces ¿para qué lo quiero?
En silencio, me lanzó una mirada significativa, que entendí como un recordatorio
del secreto que me había confiado acerca de su enfermedad cardíaca. Comprendí lo
que no decía en voz alta: que le quedaba poco tiempo en este mundo y que, como no
necesitaba el dinero, deseaba compartir parte conmigo.
—Gracias —acepté en voz baja—. Es muy generosa.
Acordamos que lo mejor sería salir a primera hora de la mañana y comencé a
organizar mi viaje.
Envié un telegrama al hospital de Budapest informando a Jonathan de mis planes
y pasé el resto del día empaquetando mis pertenencias. Cuando en julio había
abandonado definitivamente el colegio, me había llevado a Whitby todo cuanto
poseía en este mundo. Pero, para poder viajar con mayor comodidad, decidí que
debía llevarme solo lo imprescindible para el viaje: dos maletas y un vestido para
cambiarme. Dispuse que mi baúl fuera enviado a Exeter, al domicilio del señor
Hawkins, de forma que estuviera esperándome a mi regreso.
Aquella noche mi estado de ansiedad era tal que me impedía dormir. Lo más lejos
que había viajado en mi vida había sido a Cornwall, con Lucy y sus padres, el verano
anterior. Siempre había soñado con ver más mundo, pero hacerlo bajo aquellas
circunstancias… ¡era espantoso!
Sabía que iba a estar demasiado preocupada por Jonathan para prestar atención a
mi entorno.
Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando, a la mañana siguiente, me despedí de
la señora Westenra mientras esperaba a que llegara el coche. Me preocupaba que
aquella pudiera ser la última vez que la viera.
—Le estoy muy agradecida por su ayuda —le dije, abrazándola afectuosamente
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—. Siempre ha sido muy buena conmigo. La echaré de menos.
—Estarás demasiado ocupada y feliz para echarme de menos —repuso la señora
Westenra con una sonrisa cariñosa—. Ve con tu futuro esposo. Y dale recuerdos.
Lucy y yo nos dijimos adiós en la estación de Whitby, prometiendo que nos
escribiríamos con frecuencia y compartiríamos todas las noticias.
—Cuídate, querida —le dije mientras intercambiábamos besos y abrazos—. Sé
que estás fingiendo por tu madre, pero si mañana no te encuentras bien, prométeme
que irás a ver a un médico.
—Te lo prometo. Dale recuerdos a Jonathan. Dile que se recupere pronto.
—Lo haré. Saluda a Arthur de mi parte. Te quiero. —La abracé de nuevo justo
antes de subir al tren.
—Yo también te quiero —respondió, y me lanzó un beso—. ¡Adiós!
Mucho después de ocupar mi asiento junto a la ventana, vi a Lucy de pie en el
andén despidiéndome con la mano, haciendo muecas graciosas y esbozando aquella
hermosa sonrisa suya hasta que el tren se puso en marcha y se alejó.
† † †
La North Eastern me dejó en Scarborough, donde cambié de tren y me dirigí a
Kingston upon Hull.
De allí tomé un barco con destino a Alemania. Era la primera vez que cruzaba el
océano y al principio me emocioné. ¡Qué lugar tan alegre es un barco de vapor
cuando se prepara para un viaje! La cubierta de carga estaba abarrotada de pasajeros,
muchos de los cuales iban vestidos de forma elegante con suntuosas capas, floridos
sombreros y oscuros vestidos de seda que parecían demasiado refinados para tales
circunstancias.
Cuando el barco zarpó, me quedé en la barandilla disfrutando de la sensación de
la fresca brisa oceánica en mis mejillas y la vista de las tumultuosas olas del canal, las
aves marinas sobre las rocas, las blancas velas en la oscura distancia y el cielo,
tranquilo aunque encapotado. Una vez alcanzamos mar abierto me mareé y bajé
corriendo a mi camarote.
Suponía que las comidas se servían arriba: el desayuno, el almuerzo y la cena,
pero no me importaba. Pasé el resto del viaje abajo, sintiéndome cada vez peor
conforme avanzaban los días y el estado de la mar empeoraba. El trayecto cubría unas
trescientas setenta millas de un puerto a otro, y a mí me pareció interminable. Las
quejas de los demás pasajeros resonaban en mis oídos junto con sus fervientes
plegarias de llegar a la costa sanos y salvos.
Finalmente todo quedó en calma y oí a la camarera pronunciar las palabras que
tanto ansiaba oír: «Acabamos de llegar a puerto».
Atracamos en Hamburgo. Recuerdo muy poco del viaje, salvo que fue largo y
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agotador, que requirió hacer frecuentes transbordos de trenes y que mis oídos
captaron un sinfín de idiomas diferentes a lo largo del camino. Pude dormir algunas
horas, pero por la noche no paré para descansar, decidida a llegar junto a Jonathan
cuanto antes y gastando lo menos posible. Atravesamos preciosos pasajes y lo que
parecían ser algunos pueblos muy interesantes, cuyos nombres se alargaban y se
volvían más impronunciables a medida que nos adentrábamos hacia el este.
Mientras dormitaba en mi asiento, mis pensamientos los ocupaba principalmente
la preocupación por Jonathan. Pero también me sentía desconcertada por otra cosa:
no podía evitar arrepentirme por la brusca manera en que me había separado del
señor Wagner. Él parecía sobresaltado y entristecido cuando le dije adiós. Aun
sabiendo que nuestra relación debía acabar, había abrigado la esperanza de poder
expresarle mi gratitud por su… su amistad, y desearle salud y felicidad el día en que
me viera obligada a abandonar Whitby. En cambio, me había marchado sin verle de
nuevo y, como no sabía dónde se alojaba, no había podido enviarle siquiera una nota
informándole de mis planes.
«Es para bien —me dije mientras el suave traqueteo del tren hacía que sintiera
cada vez más sueño—. Vas a ver a Jonathan, el hombre al que amas y con quien vas
casarte. Él te necesita. Ahora debes pensar únicamente en él».
Durante aquel infinito trayecto en tren tuve un vívido sueño que nunca antes
había tenido.
El sueño comenzó de un modo maravilloso. Yo estaba en la habitación de la
novia, en la iglesia (no sabría decir cuál), y era el día de mi boda. Lucy, más guapa
que nunca con su vestido de dama de honor de seda azul pálido, me ayudaba a
vestirme. Me encontraba delante de un espejo mirando maravillada mi reflejo.
—¡Mina, estás radiante! —me dijo entusiasmada.
Y lo estaba. Llevaba el cabello recogido con elegancia y sujeto por alfileres con
perlas, y un traje de novia espléndido, confeccionado con seda natural blanca, de
magníficas mangas abullonadas, puños largos bordados con cuentas y un corpiño
ceñido ribeteado con encaje blanco y perlas.
—Te dije que el blanco era tu color —añadió Lucy con una sonrisa triunfal.
Mis otras tres amigas del colegio estaban allí, ataviadas con vestidos similares de
dama de honor, todas revoloteando a mi alrededor para asegurarse de que todo estaba
listo y en su sitio.
La señora Westenra se quitó el collar de perlas que siempre llevaba al cuello y me
lo ofreció.
—Quiero que hoy lleves esto para que te dé buena suerte —dijo sonriendo—. Me
lo puse en mi boda y Edward y yo fuimos muy felices juntos.
Con gratitud, dejé que la señora Westenra me abrochara las perlas alrededor del
cuello.
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—¡Es la hora! —gritó Lucy besándome en la mejilla en tanto que las demás
jóvenes bajaban el diáfano y largo velo sobre mi rostro.
Nuestra amiga Kate Reed, a quien conocía y quería desde que comencé a trabajar
en el colegio, me colocó un fragante ramo de flores de naranjo en los brazos.
—¡Ve, amiga mía, y cásate! —dijo llena de felicidad.
Cuando entré en la iglesia, un gran y majestuoso templo, oí cómo sonaba la
música y encontré al señor Hawkins, que era lo más parecido a un padre que había
conocido, esperándome en la puerta con una sonrisa afectuosa en su arrugado
semblante. Estaba a punto de tomarme de su brazo y encabezar el desfile por el
pasillo, seguida por las damas de honor, cuando de pronto me vino a la cabeza una
idea atrevida: ¿por qué seguir la tradición? Era una mujer moderna, la nueva mujer,
¿verdad? ¿Por qué no podía ser diferente y romper moldes?
—Chicas, id vosotras primero —dije después de volverme hacia Lucy y las
damas de honor—. Yo haré mi entrada la última, detrás de vosotras.
Lucy abrió los ojos sorprendida y luego me susurró:
—¡Qué bonito, Mina! Serás el gran final y acapararás toda la atención. Creo que
yo haré lo mismo en mi boda.
Así que Lucy y las demás recorrieron el pasillo de dos en dos. Mientras las
seguía, del brazo del señor Hawkins, sentí una explosión de felicidad, pues a través
del velo casi transparente vi que todos mis alumnos favoritos y compañeros de
trabajo estaban allí y sonreían y estiraban el cuello para mirarme. La querida madre
de Jonathan aguardaba al lado de su hijo, junto con el padrino que, curiosamente, era
Arthur Holmwood, el prometido de Lucy, a quien él solo había visto una vez. Los dos
eran altos y tenían un aspecto elegante, ataviados con levita de color azul oscuro y
pantalón gris claro, con el cabello cuidadosamente peinado y expresión seria.
El señor Hawkins me entregó a Jonathan siguiendo las indicaciones del pastor. Yo
lo tomé del brazo y ambos nos arrodillamos en los reclinatorios. El pastor ofició la
ceremonia, al principio hablando deprisa en un idioma que yo no comprendía. Luego,
de repente, empezó a hablar en inglés acerca del día del Juicio Final, «cuando los
secretos de todos los corazones serán desvelados», y preguntando si alguien tenía
algún impedimento por el que no debiera celebrarse la unión. Con gran disgusto, oí
cómo gritaba una profunda y conocida voz.
—Yo tengo un impedimento.
Una exclamación general de sorpresa se alzó entre los feligreses. Yo me volví y
me encontré con el señor Wagner a unos metros de distancia, en el centro del pasillo.
—¿Qué significa esto, señor? —espetó Jonathan—. ¿Quién es usted?
El señor Wagner se acercó a mí y me levantó el velo dejándome el rostro al
descubierto.
—No puedes casarte con este hombre —dijo con apremio—. Eres mía.
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Desperté como siempre lo hacía, asustada y resollando, aturdida por el repentino
golpe que representaba pasar de una vívida realidad a otra. Temblaba de tal forma, y
me encontraba en tal estado de nervios, que fui incapaz de volver a quedarme
dormida aquella noche ni al día siguiente.
Llegué a la estación de Budapest tan exhausta que apenas reparé en los enormes
edificios antiguos que me rodeaban mientras un carruaje de alquiler me sacaba de la
ciudad en dirección a las montañas.
† † †
El hospital de San José y Santa María era un edificio enorme y antiguo rodeado de
espaciosos jardines. Al principio tuve ciertas dificultades para hacerme entender por
la anciana monja del mostrador de recepción, pues ella no hablaba ni una sola palabra
de inglés. Finalmente me aclaró, mediante gestos, que deseaba que escribiese mi
nombre en un trozo de papel. A continuación desapareció durante unos minutos y
regresó con una monja de baja estatura pero robusta, ataviada con un almidonado
hábito negro, que se me acercó apresuradamente y me tomó de las manos.
—¡Señorita Murray! ¡Al fin! —me dijo en un inglés con marcado acento
extranjero—. Soy la hermana Agatha, la que le escribió. Recibí su telegrama y el
señor Harker la está esperando.
Dio algunas indicaciones en su propio idioma a la recepcionista que, según
deduje, estaban relacionadas con la disposición de mi equipaje, y luego me hizo un
gesto para que la siguiera.
—Su pobre prometido me fue encomendado porque hablo inglés —dijo la
hermana Agatha mientras me conducía a través de un par de pesadas puertas de
madera hasta una amplia escalera de piedra, de la que subimos dos largos tramos—.
Mi madre era de Londres y yo pasé parte de mi infancia allí, de modo que tengo una
afinidad natural con la gente de su país. El señor Harker me ha hablado de usted.
Dice que pronto será su esposa. ¡Solo puedo desearles lo mejor! Es un hombre dulce
y tierno y se ha ganado el corazón de todos.
—¿Se encuentra mejor, hermana? —pregunté con urgencia—. Dijo que había
sufrido una especie de terrible impresión. ¿Está recuperándose?
—Por supuesto, pero despacio. Cuando llegó aquí… ¡ah!… hablaba de cosas
terribles. Nunca he oído nada semejante.
—Decía usted en su carta que mencionaba… lobos, demonios y sangre. ¿Qué
decía exactamente en su delirio?
La hermana Agatha sacudió la cabeza y se persignó.
—Los delirios de un enfermo son los secretos de Dios, querida. Si una enfermera
los escucha debido a su vocación, debe respetar esa confianza. Pero puedo decirle que
su miedo no era por nada malo que él mismo hubiera hecho, sino por cosas graves y
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terribles que había presenciado y que están más allá de los mortales. Cuando llegó el
médico, diagnosticó que había perdido el juicio, y lo habría enviado a un sanatorio
mental si yo no le hubiera rogado que lo reconsiderase. Vi algo en los ojos del señor
Harker y percibí algo en su voz que me dijo que ese hombre no estaba loco, que
simplemente estaba enfermo y asustado y necesitaba un lugar seguro y tranquilo para
descansar. El doctor, gracias a Dios, llegó a una conclusión similar, solo que él lo
llama fiebre cerebral. Ha requerido muchas semanas de tratamiento, pero el señor
Harker al fin ha vuelto a ser él mismo… o, al menos, una versión de sí mismo.
—¿Una versión de sí mismo? —repetí con aprensión.
—Aún está muy débil, demasiado para levantarse, y se altera fácilmente. Ya lo
verá. Ha de tener cuidado con lo que le dice.
Llegamos a un piso superior. Nuestros pasos resonaban mientras avanzábamos
por el largo y oscuro corredor, cuyas sobrias paredes grises se abrían a una serie de
habitaciones de pacientes en las que pude atisbar a otras dos enfermeras trabajando
afanosamente.
—Soy una ávida lectora, y un día que estábamos hablando sobre literatura inglesa
—prosiguió la hermana Agatha—, él comentó que había disfrutado con las obras de
Dickens cuando estaba en el colegio. Pensando en hacerle un bien, tomé prestado un
ejemplar de Cuento de Navidad en inglés y me senté a leerle. Yo nunca había leído la
historia y él no la recordaba. Escuchó en silencio hasta que llegamos a la parte que
habla sobre una aldaba, una locomotora, el atronador sonido de campanas y no sé qué
más… Cada vez estaba más agitado. Entonces llegó la parte del ruido de cadenas y
un fantasma atravesando una puerta… y de repente, el señor Harker me arrebató el
libro de las manos y lo arrojó al otro extremo de la habitación mientras gritaba:
«¡Basta! ¡No puedo seguir escuchando! ¡Le ruego que tire ese repugnante libro!».
La hermana Agatha se persignó de nuevo, chasqueando la lengua consternada.
—Fue culpa mía. Durante semanas lo había oído delirar sobre fantasmas y
demonios; nunca le habría leído ese libro si hubiera sabido de qué trataba. —Se
detuvo delante de una puerta cerrada y exhaló un suspiro—. Tengo entendido que
hace meses que no le ve.
—Sí.
—Entonces debería prepararse, señorita, para llevarse una sorpresa. No le hemos
dejado tener una navaja desde que llegó, pero esta mañana ha insistido en que lo
afeitáramos porque usted iba a venir. Pese a todo, puede que le encuentre muy
cambiado.
Me embargó una sensación de temor, pero la reprimí procurando prepararme para
lo que fuera que iba a encontrarme tras aquella puerta. «Él está aquí —me recordé a
mí misma—. Está vivo y a salvo, y le quieres».
La hermana Agatha abrió la puerta y yo entré primero. Mis ojos se dirigieron de
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inmediato hacia la cama y al hombre que dormía en ella bajo una manta gris. Me vi
privada de aire y los ojos se me llenaron repentinamente de lágrimas. No podía
negarse que aquel era Jonathan, pero la hermana Agatha tenía razón. ¡Oh, cuánto
había cambiado! El cabello castaño, que siempre llevaba pulcramente cortado y
peinado, ahora caía en largos mechones descuidados sobre las orejas y la frente. El
apuesto rostro, en otro tiempo sonrosado y de mejillas lozanas, estaba demacrado y
mortalmente pálido.
—¿Señor Harker? —le llamó suavemente la hermana Agatha—. La señorita
Murray está aquí.
Jonathan abrió los ojos. Cuando me vio, una débil sonrisa se dibujó en su
macilento semblante.
—¿Mina? Mina, querida… Gracias a Dios que has venido —susurró.
Jonathan tendió su delgada mano hacia mí y yo se la cogí y la besé, con el
corazón encogido y las lágrimas rodando por mis mejillas.
—Queridísimo Jonathan. Me alegra tanto verte. Me has tenido muy preocupada.
—No te preocupes, amor mío —repuso de forma tranquila y cariñosa—. Me
estoy recuperando y mejoraré aún más rápido ahora que estás aquí.
Pero no se percibía demasiada convicción en su voz y sus ojos no reflejaban la
más mínima determinación mientras hablaba. Aquella serena dignidad, que siempre
había admirado tanto en él, se había desvanecido por completo de su cara; parecía
una sombra de sí mismo.
—Los dejaré unos minutos a solas —declaró la hermana Agatha después de
ayudar a Jonathan a incorporarse en la cama y colocarle unos almohadones en la
espalda—. Si me necesitan, estaré sentada junto a la puerta.
Después de que saliera del cuarto, dejando la puerta ligeramente entreabierta,
acerqué una silla a la cama y cogí su mano de nuevo. Anhelaba preguntarle tantas
cosas, pero parecía tan cansado y frágil que temí decir algo que pudiera disgustarle.
—¿Recibiste mis cartas? —dije al fin.
—¿Qué cartas?
—Las que te escribí cuando estabas en Transilvania.
—¿Me escribiste allí? —repuso atónito.
—Sí, dos veces. Hacía mucho que no tenía noticias tuyas. Ni siquiera sabía si
habías llegado bien. Le pedí las señas al señor Hawkins.
—¿Qué señas? ¿Adónde enviaste las cartas?
—Al castillo de Drácula. —Vi cómo se sobresaltaba al escucharme—. ¿He hecho
mal? ¿No era allí donde te alojabas?
—Era donde me alojaba —respondió con una súbita expresión sombría y furiosa
—. Debería haberlo imaginado. Nunca recibí tus cartas, Mina. Él debió de
quedárselas.
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—¿Quién?
—El conde.
Jonathan prácticamente escupió aquellas palabras, con tanto veneno que me
alarmó; luego guardó silencio y pareció perder el hilo de sus pensamientos al tiempo
que la expresión furiosa cambiaba a algo totalmente distinto, una especie de
confusión teñida de temor.
—Jonathan, ¿qué ha pasado?
Guardó silencio de nuevo y apartó la mirada, luego apretó la boca hasta formar
una obstinada línea.
Sacudió la cabeza y, cuando por fin habló, parecía realmente cansado:
—Estos últimos meses me recuerdan a una ciénaga gris y tenebrosa. Siempre que
intento pensar en ellos me da vueltas la cabeza y no sé si todo fue real o solo lo soñé.
Dicen que he padecido de fiebre cerebral, Mina. ¿Sabes lo que eso significa?
—Significa que has estado muy enfermo. Que has sufrido algún terrible impacto
que ha afectado a tu cerebro.
—Significa que me volví loco.
—¡Jonathan, no! No creas eso.
—Es la verdad. La fiebre cerebral, por definición, es locura. Cuando intento
recordar lo sucedido, sé que es imposible; por tanto debí de perder la cordura.
Durante todas esas semanas, incluso ahora que me encuentro a salvo en esta cama,
atendido por estas buenas enfermeras, los recuerdos no han dejado de atormentarme.
No puedo pensar en ello, Mina… ni hablar de ello… o temo que me volveré loco de
nuevo.
—Lo comprendo, cariño —le dije inclinándome para besarle en la mejilla—. No
volveré a preguntarte, lo prometo.
Él parecía tan agradecido —no estaba segura de si se debía a la promesa, al beso
o a ambas cosas— que posé mis labios sobre los suyos y no me retiré hasta pasado un
prolongado momento.
Cuando puse fin al beso, Jonathan tomó mi rostro entre sus manos a escasos
centímetros del suyo.
—Oh, Mina, queridísima Mina. Te quiero tanto —susurró.
—Yo también te quiero.
—Pensar en ti y planear nuestro futuro es lo único que me ha mantenido vivo. Te
he echado mucho de menos. Quiero que nos casemos lo antes posible. ¿Te parece
bien?
La pregunta me pilló desprevenida. Sentí un cosquilleo en la boca del estómago y
me recosté contra la silla con el corazón martilleando a causa de la repentina
sorpresa.
—¿Te refieres a que… nos casemos aquí? ¿En Budapest?
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—Sí.
—Pero estás muy enfermo y continúas en cama.
—Lo sé. Pero… le he dado muchas vueltas desde que la hermana me trajo tu
telegrama y supe que ibas a venir, cariño. Dicen que voy a estar aquí algunas semanas
más. El señor Hawkins me ha enviado algo de dinero, pero no es suficiente para
pagar una prolongada estancia en un hotel, Mina, o una habitación privada aquí. Por
el bien del decoro, tenemos que casarnos enseguida. De ese modo podrás compartir
mi cuarto. La hermana Agatha me dijo que podía llamar al capellán de la embajada
inglesa y que este podría celebrar la ceremonia mañana sin ningún problema.
—¿Mañana?
Me envolvió una profunda sensación de decepción. Comprendía la lógica de lo
que él estaba diciendo, naturalmente, yo misma había estado considerando la cuestión
del coste y del decoro que surgía durante el viaje de vuelta. Incluso el señor Hawkins
había sugerido en su carta que podría no ser mala idea que nos casáramos en aquel
lugar. No obstante, no había esperado que sucediera tan pronto, y cuando había
imaginado la ceremonia —no el jubiloso sueño que había tenido en el tren, sino la
realidad que había ideado estando despierta—, esta se celebraba en una pintoresca
iglesia antigua con Jonathan a mi lado. Nunca había pensado que mi boda podría
tener lugar en una habitación de hospital, junto a la cama de un hombre que estaba
aún demasiado frágil y enfermo para ponerse en pie.
—Comprendo —adujo Jonathan— que las circunstancias no son las que habrías
deseado para una boda, pero…
—No, no, tienes razón. No deberíamos esperar. —Esbocé una sonrisa forzada y
miré a Jonathan con todo el amor del que fui capaz—. Estaré encantada de casarme
contigo, Jonathan Harker, cuando tú creas que es mejor.
Pasé aquella noche en una habitación vacía que las hermanas me proporcionaron
amablemente.
Cuando Jonathan despertó a la mañana siguiente, le dije que los preparativos para
nuestra boda se estaban llevando a cabo.
—Cariño, ¿querrías acercarme mi chaqueta? La necesito.
Pensé que aquella petición era algo extraña para un hombre postrado en la cama,
pero le pedí a la hermana Agatha que me la trajera.
—Aquí tiene todos sus efectos personales —me dijo cuando regresó al cabo de un
momento.
—¿Todos sus efectos personales?
Miré sorprendida las pertenencias mientras ella las depositaba sobre la cama.
Eran una muda de ropa y un cuaderno.
—Esto es todo lo que tenía consigo cuando llegó —respondió antes de marcharse.
Jonathan se había marchado de su casa con un baúl lleno de ropa, incluyendo su
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mejor traje y sombrero, que había desaparecido; su cartera tampoco estaba, ni el
dinero que pudiera contener, ni mi fotografía, que sabía que siempre llevaba con él.
Me pregunté qué habría sido de todo ello. Pero había prometido que no le interrogaría
y por eso guardé silencio mientras Jonathan metía la mano en el bolsillo de su
chaqueta y sacaba una caja diminuta. Con una tierna sonrisa, me la ofreció.
—Sé lo mucho que querías un anillo de boda, cariño, y no deseaba que te casaras
sin tener uno. De modo que encargué a la hermana Agatha un recado el día antes de
que llegaras. Espero que te guste.
Atónita, abrí la cajita. Colocado dentro del interior de terciopelo había una alianza
de oro macizo, grabada con un elegante dibujo.
—¡Oh! ¡Es precioso! Pero, Jonathan… ¿cómo has podido permitírtelo? ¡Dime
que no has comprado este anillo con el dinero que el señor Hawkins te envió para
pagar tu estancia en el hospital!
—No lo he hecho —respondió con una sonrisa enigmática—. Viene de otra
fuente. Gracias a Dios que tuve el buen juicio de preguntarte tu talla de anillo hace
meses. Por favor, pruébatelo.
Así lo hice; encajaba perfectamente y quedaba precioso en mi mano.
—Entiendo que no desees hablarme de tu fuente y, como es un regalo, no
preguntaré. Muchísimas gracias, cariño, por pensar en esto. Significa mucho para mí.
—Me incliné y le besé. Luego me quité el anillo y lo metí en la caja—. Guárdalo
hasta la ceremonia.
Cuando cogí su chaqueta y las demás prendas, con la intención de colocarlas en
una silla cercana, mi mirada se posó sobre el cuaderno que se encontraba a un lado de
la cama.
—¿Es ese tu diario? —pregunté.
—Sí.
Sabía que Jonathan tenía intención de documentar taquigráficamente su viaje a
Transilvania para practicar y perfeccionar dicho arte, tal como yo había hecho
durante mi estancia en Whitby. De repente se me ocurrió que las respuestas a todas
sus preocupaciones podrían encontrarse en aquellas páginas. ¿Me atrevería a pedirle
que me dejara echarle un vistazo?
Él debió de leer mis pensamientos, pues su rostro reflejaba tristeza.
—Perdóname. Te importaría…, me gustaría estar sola un momento.
Me acerqué a la ventana y miré los árboles y el paisaje en silencio, bastante
disgustada conmigo misma, pues no deseaba causarle dolor. Finalmente me pidió que
volviera.
Con el cuaderno en la mano, me dijo con mucha seriedad:
—Wilhelmina. —Era la primera vez que se dirigía a mí por mi nombre completo
desde el día que me pidió que me casara con él—. El relato de lo que me ha sucedido
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en Transilvania se halla aquí, en este cuaderno. Está escrito en taquigrafía, tal como
acordamos, pero creo que ahora puede no ser más que la versión de un loco. No
quiero volver a ver estas páginas. Quiero retomar mi vida aquí y ahora, desde el
momento de nuestro matrimonio. Pero… ya sabes lo que opino acerca del vínculo de
confianza de los esposos. No quiero secretos ni tapujos entre nosotros. En aras de la
honestidad, quiero que cojas este diario. —Tras decir eso, puso el cuaderno en mis
manos—. Guárdalo. Tienes mi permiso para leerlo si te place… pero no me lo digas,
no quiero que volvamos a hablar de ello a menos que algún día el deber me exija
rememorar las amargas horas, dormido o despierto, cuerdo o loco, que hay anotadas
en él.
Dicho lo cual, se recostó sobre la almohada, exhausto.
—Cumpliré tu deseo, cariño —prometí—. Guardaré el diario y no lo leeré de
momento… si es que llego a hacerlo algún día. Nos concentraremos en tu
recuperación.
Más tarde envolví el cuaderno en papel blanco, lo até con una cinta y lo sellé con
cera, a modo de señal externa y visible de nuestra confianza.
Nos casamos aquella tarde. Fue una ceremonia breve y solemne. Por fortuna, de
los dos vestidos que había llevado conmigo, uno era de los mejores que tenía —el de
seda negra bordado—, y se trataba de aquel con el cual siempre había tenido
intención de casarme. Era curioso, pensé mientras me miraba en el espejo para
arreglarme el cabello, pero la despreocupada interpretación del poema de boda se
había hecho realidad. Estaba casándome de negro en contra de los deseos de mi
amiga y, en efecto, me encontraba muy lejos de casa. «El regreso será tu anhelo».
Me puse mis guantes negros de piel. La hermana Klara, otra alma caritativa y
buena, me buscó un velo, y la bondadosa hermana Agatha me trajo un pequeño ramo
de flores de diferentes colores que había recogido en el jardín. Las dos enfermeras
hicieron de testigos. Jonathan despertó de la siesta justo cuando todo estuvo listo. Le
ayudé a sentarse en la cama, apoyado sobre los almohadones, y ocupé mi lugar junto
a él.
Cuando el capellán se colocó delante de nosotros, no pude evitar echar un vistazo
al lúgubre entorno con cierto remordimiento. Jonathan me tomó de la mano y me la
apretó, con la mirada llena de pesar.
—Sé que no es esta la boda con la que soñabas, Mina, pero espero compensarte
algún día.
—Me caso contigo, cariño, eso es lo único que importa —respondí con
sinceridad.
Era consciente de la gran responsabilidad que estaba asumiendo: iba a ser la
esposa de Jonathan.
Sería suya y de nadie más durante el resto de mi vida. Eso era lo que deseaba y
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me sentía feliz.
Pero cuando el capellán celebró el oficio, me encontré con que mis pensamientos
volaron a otro tiempo y lugar —a la pista de baile del pabellón de Whitby—, y a las
dichosas horas que había pasado allí en brazos del señor Wagner. Recordé lo viva que
me había sentido en su compañía y la emoción que había notado siendo objeto de su
mirada admirativa. ¿Y si hubiera estado a su lado en el altar? ¿Siendo su novia?
Aquellos pensamientos me provocaron tal sentimiento de culpa que se me hizo un
nudo en la garganta y me sonrojé.
Salí de mi ensueño a tiempo de escuchar al pastor decir:
—Y tú, Jonathan Harker, ¿aceptas a esta mujer como tu legítima esposa para
amarla y respetarla, de hoy en adelante, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en
la pobreza, en la salud y en la enfermedad, todos los días de tu vida hasta que la
muerte os separe?
—Sí, acepto —respondió Jonathan, con su voz fuerte y firme.
Cuando llegó mi turno de responder a la pregunta, aunque lo hice de corazón,
aquellas dos simples palabras parecieron atragantárseme. Nos declararon marido y
mujer y Jonathan me abrazó con sus pobres y débiles brazos y me besó larga y
dulcemente.
Después de que el capellán y las hermanas se hubieran marchado, mi flamante
esposo me cogió la mano y la besó.
—Esta es la primera vez que tomo la mano de mi esposa… y es lo más hermoso
del mundo. Volvería a pasar por todo aquello para ganarme tu mano si fuera
necesario.
Cuando fui capaz de hablar otra vez, le aseguré que era la mujer más feliz de la
tierra.
Aquel mismo día escribí una extensa carta a Lucy, pues sabía que estaría ansiosa
por escuchar todo lo que había acontecido desde que nos separamos en la estación de
ferrocarril de Whitby. Me desahogué con respecto al estado de salud de Jonathan, le
di todos los detalles de nuestra boda y le expresé mi sincero deseo de que fuera muy
feliz en su inminente matrimonio.
Las hermanas llevaron una cama a la habitación de Jonathan y allí dormí esa
noche, y todas las demás, durante las dos semanas siguientes. Comprendía
perfectamente que mi noche de bodas —la noche de las noches que siempre me
habían descrito como un grandioso y milagroso enigma— tendría que esperar hasta
que Jonathan hubiera recobrado la salud y pudiéramos dejar aquel lugar santificado,
donde las buenas hermanas lo controlaban a conciencia día y noche.
Durante dos semanas hice de enfermera y acompañante de Jonathan. Le afeité
cada mañana y lo organicé todo para que un barbero viniera al hospital una tarde para
cortarle el pelo. Un día, mientras dormía la siesta, tomé un carruaje para ver
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Budapest. ¡Qué ciudad tan maravillosa, tan diferente de Londres en tantos aspectos,
con tantas vistas y olores insólitos! Me enamoré locamente del castillo y de sus
antiguos e imponentes edificios, muchos de los cuales tenían hermosas cúpulas en
espiral. Disfruté paseando por las plazas abiertas y cruzando los puentes sobre el
Danubio que conectaban las ciudades de Buda y de Pest. El puente de las Cadenas
Széchenyi, suspendido sobre el agua por una gran cadena en lugar de cables, era
realmente impresionante, con sus cuatro colosales leones de piedra en los extremos.
Sin embargo solo realicé aquella visita, pues prefería estar junto a Jonathan
dedicándome a asegurarme de que comía adecuadamente, su ánimo mejoraba y
recuperaba las fuerzas con paso seguro. Al poco tiempo comenzó a dar paseos cortos
por el pasillo, que dieron lugar a salidas en silla de ruedas; hasta el día en que pudo,
por fin, caminar por sí solo.
Cuando el doctor le dio el alta nos despedimos con mucha emoción de todas las
hermanas, agradeciéndoles profusamente todo lo que habían hecho. Jonathan planeó
una ruta diferente y rápida para nuestro viaje de vuelta, en la que tuvimos que tomar
el Orient Express hasta París, donde insistió en que pasáramos varias noches. París
me pareció una ciudad maravillosa y romántica, más incluso que la bella Budapest.
Mientras paseábamos de la mano por los amplios bulevares, visitando museos,
cenando en cafeterías y contemplando los monumentos, pensaba que estaba en el
Paraíso.
Jonathan encontró una diminuta y limpia habitación para los dos a unas manzanas
del Sena, y fue allí donde, más de dos semanas después de nuestra boda, pasamos
nuestra primera noche de casados. La única intimidad que habíamos compartido hasta
entonces, aparte de ir de la mano, habían sido los besos. Yo creía, aunque no le
pregunté a Jonathan, que él tenía tan poca experiencia como yo y ambos estábamos
nerviosos. Él parecía sentir el peso de mis expectativas y yo hice cuanto pude para
calmar su ansiedad. Cuando vino a la cama y me tomó solemnemente en sus brazos,
me ordené mentalmente que me relajaría y me entregaría a él por propia voluntad.
Después, cuando me di la vuelta y escuché su respiración regular desde la
almohada junto a la mía, sentí una punzada de desilusión.
No pude evitar pensar en aquella noche, más de tres semanas antes, en brazos del
señor Wagner en la terraza del pabellón de Whitby. Cuando él me miró, con sus
labios a escasos centímetros de los míos, mi corazón palpitaba con salvaje abandono.
El deseo entonces me embargaba. Sin embargo, el encuentro con mi marido había
sido muy diferente. Todo había comenzado de un modo muy dulce, pero —¿me
atreveré a admitirlo?— acabó demasiado rápido y me quedé privada de la agradable
sensación física que había esperado sentir. Jonathan, por otro lado, parecía totalmente
complacido —eufórico, en realidad— y sumamente satisfecho consigo mismo.
¿Era eso todo cuanto podía esperar del lecho conyugal?, me pregunté. ¿Era el acto
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del amor conyugal realmente algo que solo el hombre disfrutaba y la mujer debía
soportar?
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C
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uando Jonathan y yo llegamos a Exeter el día 14 de septiembre, el señor
Peter Hawkins nos estaba esperando con un carruaje.
—Mis queridos muchachos. —Nos besamos en las mejillas y
estrechó con entusiasmo la mano de Jonathan en el momento en que
tomamos asiento frente a él dentro del vehículo, después de que subieran nuestro
equipaje—. Tened la bondad de perdonarme por no ir a buscaros al andén. En las
últimas semanas he sufrido un ataque de gota y me muevo con mucha dificultad.
—Es una alegría verle, señor Hawkins —dije con sumo afecto—. Lamento que
no se haya encontrado bien.
—No te preocupes por mí, no son más que las quejas de un anciano. Deja que te
vea. Mina, estás tan hermosa como siempre. Jonathan, estás un poco más delgado y
algo más pálido de lo habitual, pero no demasiado, considerando las circunstancias.
He de decir que me siento sumamente complacido… mejor dicho, aliviado, de veros
a ambos de nuevo en casa, sanos y salvos.
—Nos alegra estar de vuelta, señor —respondió Jonathan—. Gracias de nuevo
por todo lo que ha hecho por nosotros mientras nos encontrábamos en Budapest.
—Era lo menos que podía hacer, muchacho. Le prometí a tu querido padre en su
lecho de muerte que cuidaría de ti y de tu madre. Hasta ahora creía que lo había
hecho lo mejor posible.
—Y lo ha hecho, señor. Ha sido como un padre para mí y siempre le estaré
agradecido.
El señor Hawkins frunció el ceño. Las arrugas de su frente se marcaron más
cuando se retiró el ralo cabello canoso con una mano salpicada de las manchas de la
edad.
—Parece que no hice bien al mandarte a Transilvania. Estos últimos meses he
estado muy preocupado, preguntándome qué era lo que te estaba retrasando tanto.
Qué demonios podría haber salido mal. Lamento que enfermaras, Jonathan. La
hermana…, no recuerdo su nombre, del hospital fue bastante ambigua al respecto y tú
tampoco me contabas demasiado en tu carta. ¿Es cierto que sufriste una crisis mental
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de algún tipo?
—Es cierto, señor.
El señor Hawkins sacudió la cabeza muy apenado.
—Estoy perplejo. Te conozco de toda la vida, Jonathan. Eres un hombre joven,
fuerte y sensato. Cuando te enfrentas a una dificultad, siempre mantienes la cabeza
fría. No eres de los que se derrumban. ¿Qué te pasó en aquel lugar?
Jonathan dudó y una expresión alarmada de angustia apareció en su rostro.
—Preferiría no hablar de ello, señor.
Le cogí la mano y le di un pequeño apretón, con la esperanza de hacerle llegar mi
comprensión y apoyo sin necesidad de palabras.
El señor Hawkins se echó hacia delante en su asiento, aferrando el bastón.
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