Drácula mi amor parte 04

 —Hijo, tuviste que viajar al extranjero por asuntos de negocios debido a mi

precario estado de salud. Si me hubiera encontrado mejor, habría hecho el viaje yo

mismo. Me siento totalmente responsable de lo ocurrido. El conde Drácula me

escribió una atenta carta expresando su absoluta satisfacción con las gestiones que

habíamos realizado en su nombre y elogiando tu trabajo. No mencionó nada de que

estuvieras enfermo. Nada en absoluto. De hecho…

—¡Por favor, no hablemos más de ello! —espetó Jonathan, con una expresión

salvaje y confundida en los ojos mientras se zafaba de mi mano—. Lo lamento, señor,

si siente que le he fallado, despídame si es su deseo. No le culparé. Pero he luchado

con todas mis fuerzas durante mucho tiempo para recuperar mi bienestar y no puedo

recordar la causa de mi aflicción. ¡No puedo!

En el rostro del señor Hawkins apareció una expresión pesarosa.

—Perdóname. No volveré a preguntar, hijo.

Luego se recostó pesadamente contra el asiento y, durante la mayor parte del

viaje, estuvo sumido en un apesadumbrado silencio.

Jonathan y yo habíamos previsto vivir nuestros primeros meses de vida marital en

el diminuto piso que él había ocupado durante sus seis años de estancia en Exeter.

Con el tiempo esperábamos mudarnos a un lugar más amplio, aunque igualmente

humilde, acorde con nuestros ingresos. Pero el destino nos tenía reservado algo muy

distinto.

—No voy a consentir que Mina y tú os quedéis en esas dos oscuras y deprimentes

habitacioncillas, Jonathan —dijo el señor Hawkins cuando el carruaje se detuvo

frente a su casa—. Ahora estáis casados. Debéis quedaros aquí conmigo.

El señor Hawkins poseía una gran casa antigua de tres plantas, en una bonita calle

rodeada de árboles, no lejos de la catedral. La vivienda disponía de un salón amplio y

aireado, una biblioteca recubierta con paneles de madera de caoba, una cocina

espaciosa y bien equipada, una sala en cada planta y numerosas y magníficas

habitaciones. Cada estancia había sido amueblada con gusto. Yo estaba familiarizada

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con el lugar, pues había pasado allí una memorable semana las últimas navidades,

como invitada del señor Hawkins, cuando Jonathan y yo acabábamos de prometernos.

El señor Hawkins había preparado unas agradables dependencias para los dos en

el primer piso.

Mientras Jonathan y yo deshacíamos el equipaje, descubrimos que nuestro

generoso anfitrión había añadido diversos detalles, incluyendo un jarrón con bonitas

flores en la mesa de la salita y un par de batas a juego que había encargado

especialmente para nosotros.

La cocinera había preparado una cena deliciosa de bienvenida en nuestro honor.

Durante más de dos horas conversamos sentados a la mesa de forma fluida y

agradable. Era como regresar a los viejos tiempos, a las innumerables ocasiones en

las que el señor Hawkins había visitado a Jonathan y a su madre en el orfanato de

Londres en el transcurso de los años, o en el pequeño piso de la mujer, una vez que se

jubiló y nos reuníamos todos en la mesa de la cocina para compartir una de sus

maravillosas comidas.

Después de cenar, mientras nos relajábamos degustando una excelente botella de

vino, el señor Hawkins hizo un brindis:

—Queridos míos, voy a beber a vuestra salud y prosperidad y daros la

enhorabuena por vuestro enlace. Os deseo toda la felicidad del mundo.

—Gracias —respondió Jonathan—. Permítame que también yo beba a su salud,

señor. Y le ruego que me deje expresarle nuestra más profunda gratitud por su

hospitalidad.

—Confío en que encontréis cómodas vuestras dependencias.

—Mucho, señor.

—¿Y tú, Mina? ¿Te agradan los arreglos? ¿Te gusta esta vieja casa?

—¡Oh, sí, señor! —repuse conmovida—. Su hogar es precioso, me gustó desde la

primera vez que lo vi.

—Me alegra. Nora, mi esposa, sentía lo mismo. El día que la vio, me dijo: «Peter,

este lugar ha de ser mío. No puedo imaginarme viviendo en otra parte». Así que la

compré para ella y hemos pasado muchos años felices antes de que falleciera. —Dejó

escapar un ligero suspiro y pareció sumirse en sus pensamientos durante un instante.

—Permita que le asegure, señor, que no abusaremos mucho tiempo de su

hospitalidad. Tan pronto vuelva al trabajo, buscaremos un lugar propio.

—Si es lo que deseáis, no intentaré impedíroslo —contestó el señor Hawkins

frunciendo levemente el ceño—. Estáis recién casados. Es lógico que prefiráis vivir

solos en vez de con un viejo achacoso como yo.

—¡Señor! —comenzó a decir Jonathan, pero el señor Hawkins lo detuvo con un

ademán.

—Es muy comprensible. Si estuviera en vuestro lugar seguramente preferiría lo

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mismo. Pero antes de que busquéis otro sitio, dejad que al menos intente persuadiros

de lo contrario. —Tomó un sorbo de vino y prosiguió—: Siempre he deseado que os

casarais algún día. Ahora que estáis empezando vuestra convivencia, me gustaría

hacer algo para facilitaros un poco la vida. Como sabéis, nuestro único hijo, mi

adorado Roger, solo vivió hasta los cuatro años. Hace mucho que Nora falleció.

Vosotros dos sois lo único que me queda. Os he visto crecer con amor y orgullo y os

considero como si fuerais sangre de mi sangre. A ti, Jonathan, te he visto madurar en

tu trabajo durante los últimos cinco años, convertirte en un gran hombre, dedicado e

íntegro, y sé que vas a ser un excelente abogado. Por lo tanto, quiero que sepas que

he preparado la documentación para hacerte socio del bufete y, en mi testamento, te

legaré esta casa y todo cuanto poseo.

Jonathan y yo nos quedamos estupefactos durante un largo rato.

—Señor —acertó a decir mi marido finalmente, poniéndose en pie—, eso es…

yo… gracias, señor. Muchísimas gracias. No sé qué decir.

—Con un gracias basta, hijo —repuso el señor Hawkins con una sonrisa.

Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando Jonathan y él se estrecharon la mano,

tras lo que me puse en pie y le di un abrazo de agradecimiento. Luego los tres

rompimos a reír y a llorar al mismo tiempo.

—Queda un último asunto por discutir —dijo el señor Hawkins cuando nos

hubimos recuperado un poco y estuvimos sentados de nuevo a la mesa—. Puede que

me queden diez años o diez minutos de vida, eso solo Dios lo sabe. Como ya he

dicho, vivir aquí conmigo podría no parecerme lo más apetecible si estuviera en

vuestro lugar, pero como todo esto será vuestro algún día, sería una lástima que os

fuerais a otra parte. La casa es demasiado grande para una sola persona. Desde que

Nora falleció, las paredes parecen resonar con toda clase de ruidos y necesita la mano

de una mujer. Mina, tendrás autoridad plena sobre el servicio. Puedes llevar el lugar

como te plazca. Los dos dispondréis de tanta intimidad como deseéis, pues

normalmente me retiro temprano. Vedlo de esta manera: si establecéis vuestro hogar

aquí, conmigo, le proporcionaréis una gran alegría y satisfacción a un anciano

solitario.

—¡Oh, señor Hawkins! —exclamé.

Jonathan y yo intercambiamos una mirada, comunicándonos, sin necesidad de

palabras, nuestro mutuo consentimiento con respecto a aquella generosa oferta.

Luego mi esposo me tomó de la mano por debajo de la mesa.

—Señor, creo que hablo en nombre de los dos cuando digo que aceptamos con

absoluta gratitud.

Aquella noche fuimos realmente felices. Yo había recuperado a mi Jonathan, o

eso parecía. Nos instalamos en un lugar precioso, con un hombre al que los dos

queríamos como a un padre, y por fin dispusimos de cierta privacidad. Después de

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cenar nos retiramos a la sala, y Jonathan y el señor Hawkins me animaron a que

tocara el piano para ellos. Aunque había perdido algo de práctica, mis dedos no

tardaron en habituarse de nuevo y pasé una agradable hora entreteniendo a ambos

hombres con algunas de nuestras melodías preferidas.

Al final nos dimos las buenas noches y nos retiramos a nuestra habitación. Me

disponía a prepararme para irme a la cama cuando sentí la repentina necesidad de

abrir las puertas acristaladas y salir al balcón. La luna brillaba en lo alto del cielo

estrellado. Me detuve en la barandilla a contemplar el magnífico cielo oscuro e

inspiré profundamente aquel frescor que tonificó mis pulmones.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Jonathan en voz baja cuando se unió a mí en el

balcón.

—Solo quería un poco de aire fresco. Hace una noche preciosa.

Jonathan me rodeó con los brazos por la espalda y me acercó a él.

—Es preciosa porque tú estás aquí conmigo.

Coloqué tiernamente los brazos sobre los suyos y me recosté contra su cuerpo,

deleitándome con su intenso calor. Durante un momento nos quedamos así, en

satisfecho silencio, escuchando los grillos y mirando el jardín salpicado de árboles y

los lejanos tejados, envueltos en una espectral oscuridad.

—Mina, me has hecho muy feliz.

—Yo también lo soy, cariño.

—Llevaba muchos años soñando con este día.

—¿Muchos? No pueden ser tantos años, cariño. Apenas nos prometimos el

pasado otoño.

—Sí, pero deseaba pedirte que te casaras conmigo desde que tenía siete años.

—¿Siete? —repetí sorprendida.

—Y te he imaginado aquí conmigo, en Exeter, desde que comencé mi aprendizaje

a los dieciséis.

—¿De veras? No tenía ni idea. Nunca me dijiste nada.

—Éramos muy buenos amigos. No estaba seguro de que compartieras mis

sentimientos y temía que, si te contaba lo que sentía por ti, eso cambiara las cosas;

que pudieras alejarte de mí.

—Eso jamás sucedería, amor mío.

—¡Oh, Mina! —dijo apoyando los labios en mi cabello—. Quiero olvidar cuanto

ha sucedido estos últimos meses. Solo deseo continuar con mi vida, dedicarme a mi

profesión y amarte. —Me dio la vuelta con suavidad. Le rodeé el cuello con los

brazos mientras él me miraba con ferviente afecto—. Quiero tener hijos, Mina…,

muchos y pronto. ¿Y tú?

—Sabes que sí. Siempre he deseado tener mi propia familia. Y quiero que todos

se parezcan a ti.

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—Solo los niños —repuso sonriendo—. Las niñas deben poseer tu belleza.

Nuestra familia será la más hermosa los domingos en la iglesia; ocuparemos un banco

entero, y luego volveremos a casa a comer carne asada y pudin y leeremos cuentos a

los niños junto a la chimenea. ¿Qué te parece?

—Me parece perfecto, cariño.

—Te quiero, Mina.

—Yo también te quiero.

Nos dimos un sincero y afectuoso beso. Me sentía totalmente dichosa en esos

momentos, creía que todo iba bien, que Jonathan se recuperaría muy pronto de su

enfermedad y que la vida seguiría su curso de forma tan plácida y agradable como

ambos habíamos imaginado.

Nos sobresaltamos al escuchar un súbito crujido en un árbol cercano y pusimos

fin al beso. Cuando nos separamos, vimos un murciélago grande y negro que se

alejaba batiendo las alas, cruzando el oscuro cielo rumbo al norte.

—¿Qué era eso? —dijo Jonathan alarmado.

—Creo que era un murciélago.

—No recuerdo haber visto nunca una criatura de esas en Exeter.

—En Whitby los veía muy a menudo. —Me sobrevino una ominosa sensación—.

Hace frío. Entremos.

La aparición del murciélago nos sumió inexplicablemente en un estado extraño y

silencioso. La charla y los besos habían sido tan tiernos y cariñosos que había

imaginado, y deseado, que Jonathan me hiciera el amor. Aunque el acto siempre me

dejaba con una dolorosa necesidad que no acertaba a definir, había llegado a

apreciarlo por el sentimiento de intimidad que generaba entre mi esposo y yo. Pero

aquella noche no iba a suceder. Por la expresión de Jonathan, mientras nos

desvestíamos y nos metíamos en la cama, deduje que sus miedos habían regresado.

Le di un beso con cierto pesar y decepción, apoyé la cabeza en mi almohada y le

deseé buenas noches.

Jonathan no tardó en sumirse en un sueño inquieto. Aunque aquel largo día de

viaje me había dejado exhausta, la novedad del entorno, junto con la preocupación

por mi esposo, hicieron que me desvelase. Tuve la impresión de oír a Jonathan

gritando justo cuando acababa de quedarme dormida.

—¡No! ¡No! ¡Monstruo! ¡Monstruo!

Me desperté y vi a Jonathan aún dormido y aferrándose a la almohada mientras

gritaba:

—¿Qué demonios hay en ese saco? ¡Libérelo! ¡Libérelo!

Sabía que estaba teniendo una de las pesadillas que lo habían atormentado

durante su estancia en el hospital y que habían continuado haciéndolo en nuestra luna

de miel. Le toqué la cara suavemente en la oscuridad y comprobé que la tenía

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empapada de sudor.

—Jonathan, despierta. No pasa nada. No es más que un sueño.

Él despertó y se quedó tendido y temblando a mi lado.

—¡Dios mío —exclamó con voz ronca y totalmente aterrada—, qué saco tan

horrible! ¿Acaso no voy a olvidarlo nunca?

Sabía que no debía preguntar a qué se refería con «saco horrible» por lo que, en

vez de eso, lo rodeé con los brazos y procuré tranquilizarlo.

—No era real, cariño. Pero yo estoy aquí y sí soy real. Abrázame.

Sentía cómo temblaba el cuerpo de Jonathan mientras me abrazaba con fuerza y

enterraba su rostro en mi hombro.

—Mina. Queridísima Mina. Prométeme que siempre me amarás, y que nunca me

abandonarás.

—Siempre te amaré, cariño, y nunca te abandonaré —le respondí, y le besé.

Tardé un buen rato en conseguir que volviera a relajarse para que los dos

pudiéramos dormirnos de nuevo.

† † †

Pasamos los siguientes días instalándonos. Aunque Jonathan continuó teniendo

pesadillas, parecía ser él mismo durante el día. Todas las mañanas yo desayunaba con

el señor Hawkins y con él, y ambos volvían a casa para almorzar. Dado que el señor

Hawkins no se había encontrado bien últimamente, llevaba tiempo sin aceptar nuevos

casos. Aun así pasaban todo el día en el despacho, pues Jonathan había estado

ausente mucho tiempo y, como nuevo socio del bufete, tenía mucho que aprender.

Durante su ausencia, ocupaba mi tiempo familiarizándome con el servicio.

Hablaba con la cocinera sobre el menú, un tema en el que apenas tenía experiencia, o

deshacía el baúl que me habían enviado desde Whitby y que contenía el resto de mi

guardarropa, mis libros y mi máquina de escribir. Había encargado la confección de

dos vestidos nuevos y disfruté dando largos paseos por Exeter y los alrededores de la

catedral cercana.

En ocasiones, durante mis solitarios paseos, mientras desempaquetaba, planchaba

o intentaba concentrarme en un libro, me sorprendía tarareando Cuentos de los

bosques de Viena, la melodía que el señor Wagner y yo habíamos bailado aquella

primera noche en el pabellón. Me sorprendía y me sonrojaba involuntariamente, y

recordaba las noches que había corrido temerariamente a su encuentro, así como los

otros momentos que habíamos pasado juntos. Los recuerdos hacían que me palpitase

el corazón. Me preguntaba dónde estaría ahora el señor Wagner. ¿Habría adquirido

propiedades en Inglaterra? ¿Habría decidido quedarse en nuestro país o habría

regresado a Austria? Echaba de menos nuestras conversaciones y me sorprendía

manteniendo largas tertulias imaginarias con él en mi cabeza.

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No podía negar que le añoraba. Aquellos diez días en Whitby, después de que el

señor Wagner y yo nos conociéramos, habían sido los momentos más excitantes de

mi vida. Sabía que mi comportamiento había resultado inadecuado, pero no lo

lamentaba. Ahora todo aquello formaba parte del pasado, se había acabado, pero los

recuerdos estaban ahí para recordármelo y hacerme sonreír cuando así lo quisiera,

antes de devolverlos con cuidado al lugar al que pertenecían.

Adoraba vivir en la vieja casa del señor Hawkins. Desde las ventanas de nuestro

dormitorio y de la sala podía ver las hileras de los grandes y frondosos olmos que se

alzaban majestuosos contra la antigua catedral de piedra amarilla. Con las ventanas

abiertas podía escuchar las campanas dando las horas, y los agradables graznidos de

los cuervos me alegraban durante todo el día.

Pero no tardé mucho en sentirme inquieta. Había disfrutado de mi tiempo de

asueto en Whitby, cuando mi mayor responsabilidad era decidir adónde y cuánto

pasear, a qué hora comer y qué libros leer. Sin embargo, ya no estaba de vacaciones.

Me había acostumbrado al horario reglamentado de profesora de escuela. Una

mañana le pregunté a Jonathan si podía ayudarle con su trabajo, o si necesitaba que le

transcribiera algo a máquina, pero él me respondió que no había nada que pudiera

hacer en esos momentos.

Ansiaba ser de provecho. Anhelaba hacer algo importante con mi tiempo, así

como tener cierta repercusión en el de otros. Las palabras del señor Wagner acudieron

a mi mente para atormentarme: «Cabría pensar que la mujer moderna de hoy en día

tiene en consideración lo que desea después del matrimonio y no solo lo que dicta la

sociedad o lo que espera su esposo».

Me preguntaba qué tenía que hacer una mujer si encontraba el papel de esposa y

ama de casa obediente poco satisfactorio.

Después de que el señor Hawkins se retirara aquella noche, Jonathan y yo nos

quedamos en nuestra salita junto a la chimenea, él trabajando y yo leyendo.

—Jonathan, hay un asunto que deseo discutir contigo.

—¿De qué se trata, cariño? —dijo sin levantar la vista de los documentos legales

que estaba revisando.

—El señor Hawkins tiene un magnífico piano abajo. ¿Qué te parecería si diera

clases unas horas a la semana?

Jonathan apartó los ojos de los documentos, sorprendido.

—¿Clases de piano? ¿Estás bromeando?

—Hablo muy en serio. Solía impartir la asignatura de música en el colegio. Echo

de menos a mis estudiantes y también enseñar. Así tendría algo útil que hacer.

—Mina —repuso pacientemente—, es comprensible que eches de menos el

colegio. Has pasado más de media vida en aquella institución, pero superarás esos

sentimientos. Estoy seguro de que, con el tiempo, encontrarás infinidad de cosas con

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que mantenerte ocupada.

—¿Qué tipo de cosas?

—Qué sé yo. ¿Qué hacen otras recién casadas?

—Supongo que se pasan el tiempo decorando y amueblando su nuevo hogar. Pero

esta casa ya está bellamente decorada y completamente amueblada… y, en cualquier

caso, sigue siendo del señor Hawkins, no nuestra.

—¿No estás ocupada gobernando al personal de servicio?

—El servicio lleva la casa de modo muy eficiente sin mi interferencia.

—Entonces busca un grupo de mujeres al que unirte. O ponte a hacer labores de

aguja. Eso te gustaba, ¿no es así?

—¿Labores de aguja? —repetí con una mueca—. Puede que haya enseñado a

bordar a las jóvenes del colegio, pero a mí nunca me gustó. Es algo a lo que se

dedican las mujeres cuando no tienen nada mejor que hacer. Esperaba que pudieras

precisar de mi ayuda en el despacho, pero parece ser que no…

—Puedo entender que esto te aflija, Mina, pero solo llevamos casados unas

semanas y hace pocos días que estamos en Exeter. Date una oportunidad de asentarte

y acostumbrarte a nuestra nueva vida aquí. Algún día, si somos bendecidos con varios

hijos, tendrás mucho que hacer y ya no pensarás en enseñar a los hijos de otros o en

trabajar en mi despacho.

—Pero, Jonathan, eso sería en el futuro. Yo te hablo del presente.

—Y en el presente eres una mujer casada. Las mujeres casadas no trabajan fuera

de su casa. Esa clase de cosas no se hacen.

—Comprendo tus sentimientos al respecto, cariño. Solo quiero dar unas pocas

horas de clase a la semana dentro de casa. Me haría muy feliz.

Jonathan dejó bruscamente los documentos sobre una mesa cercana y me fulminó

con la mirada con aire impaciente.

—Me gano la vida de forma muy respetable, Mina. ¿Qué pensaría la gente si

comenzaras a dar clases? ¿Que soy incapaz de mantenernos? ¿Que necesito tu ayuda

para llegar a fin de mes? Eso sería humillante… sobre todo porque vivimos aquí ¡sin

tener gasto alguno!

—¿De verdad te importa tanto lo que piense la gente, Jonathan?

Reconocí el origen de aquella frase en el preciso instante en que salió de mis

labios; el señor Wagner me había preguntado lo mismo la mañana que fuimos a

pasear en barca.

—¡Sí, me importa mucho! —espetó Jonathan—. Ahora soy socio de Hawkins y

Harker. Me reúno con clientes nuevos todos los días. Debo demostrar que soy digno

de las responsabilidades que me han otorgado. ¡Si cometo, si cometemos, algún

desliz, la gente hablará y eso afectaría al negocio!

Me sentí mal. Jonathan había trabajado tanto y se encontraba en un estado de

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ansiedad tal que temí que pudiera sufrir una recaída.

—Lo lamento —me apresuré a decir—. No había pensado que eso quizá afectara

a tus negocios. Naturalmente, haremos lo que creas mejor.

Aquella noche tuve un sueño extraño sobre Lucy.

Llevaba tiempo preocupada por ella. Había escrito a Lucy desde Budapest y le

había enviado otra carta informándole de que pronto emprenderíamos el viaje de

vuelta. Sin embargo, y pese a que me había prometido escribirme, no había recibido

noticias de ella desde que dejé Whitby… y por aquel entonces ya no se sentía bien.

Me había dicho a mí misma que no debía preocuparme, al fin y al cabo tenía a su

madre y a Arthur para velar por ella. Había estado fuera del país durante muchas

semanas y, tal como me recordaba a menudo la propia Lucy, el correo se extraviaba

con frecuencia, sobre todo si se enviaba al extranjero. Pese a todo tenía la vaga

sensación de que algo no iba bien.

El sueño no hizo más que aumentar mi inquietud. En él yo levantaba la vista

desde mi cama y descubría los postigos abiertos de las puertas acristaladas y a una

figura espectral mirándome en la oscuridad. ¡Era Lucy! Estaba de pie en el balcón,

ataviada únicamente con su camisón blanco y llevaba el negro cabello suelto. Sonrió

y me hizo señales con un dedo. Yo me levanté, abrí las puertas y salí afuera.

De pronto el paisaje cambió. No estaba en el balcón, sino en Whitby, al pie de la

escalera de East Cliff. Lucy rio alegremente, dio media vuelta y corrió escalera arriba.

De algún modo sabía que iba derecha hacia algún peligro, que la aterradora y negra

figura de ojos rojos la esperaba en lo alto del acantilado.

—¡Detente, Lucy! ¡Detente! —le grité, pero ella no me hizo caso.

Corrí tras Lucy, aunque ella continuó por delante de mí. Cuanto más corría, más

largo se hacía el tramo de escalera, extendiéndose infinitamente hacia arriba hasta

que pensé que nunca acabaría.

De repente apareció otra figura a mi lado; era Arthur Holmwood, el prometido de

Lucy, alto, apuesto y de cabello rizado.

—¡Lucy! —gritó—. ¿Adónde vas?

—¿Arthur? ¿Qué haces tú aquí? —repuso Lucy, deteniéndose brevemente para

mirarle con una sonrisa lasciva y desdeñosa—. Vete a casa, Arthur. Es demasiado

tarde. Ya no te quiero. —Dio media vuelta y continuó corriendo.

El señor Holmwood y yo subimos juntos a toda velocidad, alcanzando por fin la

cumbre, y encontramos a Lucy a unos seis metros, de espaldas a nosotros. Nos

aproximamos sin demora y ella comenzó a reír de un modo extraño y espeluznante,

como el sonido que hace un cristal al caer; una risa que me provocó escalofríos.

Alargué el brazo para tocarle el hombro y vi con honor que Lucy se volvía hacia

nosotros y su semblante se deformaba en algo demoníaco y rebosante de cólera. Sus

ojos eran dos brasas rojas que parecían lanzar chispas de fuego y tenía el ceño tan

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fruncido como las espirales de las serpientes de Medusa. Lanzaba zarpazos mientras

de su boca escapaba un feroz y diabólico siseo semejante al de una pantera o al de

una serpiente a punto de atacar.

Desperté aterrada, aferrada a las sábanas, y reprimí las ganas de gritar. ¡Oh! ¡Qué

sueño tan horroroso! ¿Por qué me atormentaba mi mente inconsciente con una visión

tan absurda y espantosa? ¿Qué demonios podía haberla provocado?

Aún mucho después de despertar, me fue difícil desterrar la pesadilla de mis

pensamientos. No podía superar la idea de que algo muy malo sucedía con Lucy.

Decidida a restablecer el contacto con ella, me senté aquella misma mañana y le

escribí una larga carta informándole de nuestro regreso a Exeter y de todas las

novedades. Acababa de echarla al correo cuando llegó una carta de Lucy.

Cogí el sobre con alivio, sonriendo al ver la familiar letra. Pero mi alivio se vio

disminuido cuando reparé en que el matasellos era de hacía un mes, unos días

después de mi marcha de Whitby, y que la carta había sido enviada a Budapest y de

allí reenviada a Exeter. Extraje las dos hojas de papel y leí con avidez. Lucy me decía

que se encontraba en forma de nuevo y tenía el apetito de un cormorán —un ave

marina grande y voraz—, que dormía bien y apenas caminaba dormida. Arthur estaba

con ella y juntos iban a pasear en barca, a cabalgar y a jugar a tenis. Incluso su madre

estaba mejor.

La carta me animó brevemente… hasta que leí la posdata:

P. D. Nos casaremos el 28 de septiembre.

Eché un vistazo al calendario. ¡Estábamos a 18 de septiembre! Me recordé a mí

misma que la carta de Lucy era muy antigua. ¿De veras iba a casarse al cabo de diez

días? Y de ser así, ¿por qué no había recibido una invitación? Sabía dónde contactar

conmigo en Exeter. Si iba a ser su dama de honor, sin duda habría tenido noticias

suyas con los detalles de la ceremonia y la recepción. Sabía que Lucy y su madre

tenían planeado regresar a Hillingham, su hogar en Londres, la última semana de

agosto. ¿Se encontraban ya en Londres? ¿Acaso Lucy había vuelto a caer enferma?

Pero aquella misma noche tuvo lugar una gran desgracia que apartó

temporalmente de mi cabeza todo pensamiento sobre Lucy y su boda.

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T

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odo sucedió de repente. Poco antes de cenar, el señor Hawkins dijo que

tenía jaqueca y nos pidió que le excusáramos, de modo que se retiró

temprano después de que Jonathan y yo le diéramos un beso de buenas

noches. Más tarde, mientras mi esposo y yo nos preparábamos para

acostarnos, oímos un grito procedente del dormitorio del señor Hawkins. Salimos

corriendo al pasillo y encontramos a la doncella llorando en la entrada de la

habitación del anciano.

—Le traía la medicina al señor, como cada noche, pero el pobre señor está frío

como el hielo, ¡y no despierta!

El médico nos dijo que probablemente se había tratado de un aneurisma cerebral

que le había provocado la muerte de inmediato. ¡Oh! Un hombre tan afable, admirado

por todos debido a su buen carácter y naturaleza generosa, y había fallecido. La

inesperada muerte del señor Hawkins fue un duro golpe para todos los habitantes de

la casa. Oímos cómo lloraba al servicio al día siguiente mientras Jonathan y yo nos

acurrucábamos en la salita, aturdidos, derramando nuestras propias lágrimas.

—Es muy injusto —dije compungida—. Pensaba que iba a poder disfrutar de la

compañía del señor Hawkins durante muchos años.

—Igual que yo —repuso Jonathan, limpiándose los ojos húmedos con una mano

temblorosa—. ¿Cómo voy a seguir adelante sin él, Mina? Contaba con él para tantas

cosas… Durante toda mi vida ha sido mi padre, mi mentor y mi amigo. Me ha dejado

una fortuna que para las personas de orígenes humildes como los nuestros supera

cualquier sueño… y sabes que le estoy agradecido, pero al mismo tiempo…

—Al mismo tiempo ¿qué, cariño?

—Partí de Inglaterra en el mes de abril como abogado recién ascendido y ahora,

de repente, el bufete está en mis manos por completo. No sé si puedo con una

responsabilidad tan grande.

—Puedes con ello, cariño —dije tomándole la mano—. El señor Hawkins no te

habría hecho socio si no pensara que eras digno del puesto. Él creía en ti. Yo creo en

ti. Ahora lo único que tienes que hacer es confiar en ti mismo y tomarte las cosas con

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calma.

El señor Hawkins había escrito en su testamento que debía ser enterrado en la

tumba con su padre, en un cementerio no lejos del centro de Londres. En

consecuencia, Jonathan se había encargado de hacer las gestiones pertinentes. Yo

escribí a Lucy contándole las tristes noticias. Tomamos el tren hasta la ciudad el 21

de septiembre y llegamos de madrugada. El funeral se celebró a la mañana siguiente.

Me puse mi mejor vestido negro, el mismo que había llevado el día de mi boda, y

Jonathan llevó el traje nuevo que se había hecho del mismo color a toda prisa. Dado

que el señor Hawkins no tenía parientes, Jonathan era su amigo más cercano. Solo

asistió un puñado de personas aparte de nosotros y del personal de servicio.

Mientras Jonathan y yo nos cogíamos de la mano durante la sencilla ceremonia, al

pie de la tumba, dando el último adiós con lágrimas en los ojos al hombre que era

nuestro mejor y más querido amigo, me embargó una súbita sensación de melancolía

por la fallecida madre de mi esposo, a quien también había amado, y por los padres

que nunca había llegado a conocer.

—Jonathan —dije cuando terminó el servicio y los pocos asistentes se hubieron

marchado—, ¿te das cuenta de que la última vez que estuvimos juntos en Londres fue

también para un funeral?

Él asintió con tristeza.

—Yo también estaba pensando en mi madre.

—Me encantaba visitarla en el orfanato. Siempre estaba de buen humor. ¡Y con

qué rapidez te preparaba una comida!

—El orfanato solo está a un kilómetro y medio —señaló Jonathan. Ninguno de

los dos había ido allí desde hacía varios años, cuando su madre se retiró—. ¿Te

gustaría visitar el lugar, por los viejos tiempos?

Reconocí que sí me gustaría. Hicimos el trayecto en media hora. Cuando nos

encontramos junto al alto y envejecido edificio, contemplando el tramo de escalera de

piedra que conducía a la entrada, no pude evitar pensar en las lamentables

circunstancias de mi propia llegada a aquel lugar hacía veintiún años.

—Vamos —dijo Jonathan sonriendo por primera vez aquel día—, pasemos a

saludar al administrador, nuestro viejo amigo el señor Bradley Howell.

Cuando tocamos la campana y nos dejaron pasar, nos enteramos de que la

institución tenía un nuevo gerente. De hecho, quedaban muy pocas personas a

quienes reconociéramos y, naturalmente, todos los niños con quienes convivimos

mientras residíamos bajo aquel techo habían crecido y se habían marchado hacía

mucho. Cuando explicamos quiénes éramos y preguntamos si podíamos echar un

rápido vistazo al lugar, nos dieron permiso.

Nos pasamos por la cocina, uno de nuestros rincones preferidos para reunirnos

cuando la madre de Jonathan gobernaba el barco, pero no conocíamos ni a un alma y

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los trabajadores estaban ocupados sirviendo el almuerzo, de forma que continuamos

nuestro camino con celeridad.

—Resulta muy raro —le susurré a Jonathan mientras recorríamos tranquilamente

el conocido y oscuro corredor de la planta baja— estar de nuevo en estos viejos

pasillos y sentirme como una extraña.

Él asintió.

—He pasado más tiempo aquí abajo contigo y con los otros niños que en nuestra

habitación con mi madre.

—¿Recuerdas la vez que robamos todos los bombones del cajón del señor

Howell? Los escondimos en el armario bajo la escalera y devoramos hasta el último

de ellos.

—¡Me puse tan enfermo que durante meses me fue imposible probar otro dulce!

Compartimos algunos recuerdos más sobre travesuras que habíamos hecho en

nuestra niñez y nos reímos. Cuando pasamos por el comedor, oímos el fuerte

murmullo de la conversación del interior junto con el tintineo de tenedores y

cucharas. Nos turnamos para espiar por la pequeña ventanilla de la puerta, desde la

que pude ver a más de una cincuentena de niños sentados a largas mesas,

almorzando. Ver aquellas caritas pálidas y las ropas que tan mal les sentaban hizo que

me acordase de mí a su misma edad, y aquello me entristeció.

De repente un niño pequeño, de unos ocho años, atravesó el pasillo con expresión

nerviosa, corriendo en dirección a la puerta del comedor. Jonathan y yo nos hicimos a

un lado para dejarlo pasar y el niño se detuvo mirándonos con los ojos desorbitados.

—¿Habéis venido a adoptar a alguien? —preguntó esperanzado.

—Lo siento, jovencito —respondió Jonathan con ternura—. Solo estamos de

visita. De niños vivíamos aquí.

El muchacho se fijó en los relucientes zapatos y el traje nuevo de Jonathan y

luego clavó la vista en el precioso pañuelo de cachemir rojo.

—¡Ahora debe de irle muy bien! El rojo es mi color favorito.

—¿De veras? —repuso mi marido. Yo sabía que el pañuelo había sido un antiguo

regalo del señor Hawkins que Jonathan atesoraba, pero se lo quitó y, mientras se lo

ponía al muchacho en el cuello, dijo sin pensarlo un segundo—: Es tuyo.

El pequeño se quedó boquiabierto y encantado, pero acto seguido abrió la puerta

cuando la emoción pareció superarlo y desapareció en el interior del comedor.

Tomé a Jonathan de la mano y le di un pequeño apretón mientras continuábamos

por el pasillo.

—Ha sido un gesto muy dulce y generoso de tu parte.

Jonathan se limitó a encogerse de hombros.

—Ojalá pudiera darles un hogar a todos ellos y unos padres que les quisieran.

Acabábamos de llegar al vestíbulo cuando una anciana con cofia y delantal

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blanco pasó por allí. La reconocí de inmediato; nunca me había gustado, era la criada

a la que había escuchado cotilleando sobre mi madre cuando yo tenía solo siete años.

La anciana se detuvo al vernos y nos habló:

—Benditos sean mis ojos, pero si es la señorita Mina y el señorito Jonathan.

Hacía años que no los veía.

—Hola, señora Pringle —respondí educadamente—. ¿Qué tal está?

—Como siempre, solo que más vieja y cascarrabias. ¿Qué tal les va?

—Bien, gracias, señora —repuso Jonathan—. De hecho, ahora estamos casados.

—¿De veras? Me alegro por ustedes. A su madre le habría gustado.

La señora Pringle me miró y guardó silencio durante un momento, como si tratase

de recordar algo que había olvidado hacía mucho.

—Bueno, señora —dijo Jonathan con una sonrisa—, nos ha alegrado verla de

nuevo. Que pase un buen día.

Me cogió del brazo y estábamos a punto de encaminarnos hacia la puerta, cuando

la mujer me preguntó de repente:

—¿Recibió aquel sobre, señorita Mina?

Me volví sorprendida.

—¿Qué sobre?

—El sobre que dejaron para usted cuando era una niña, claro.

Jonathan y yo intercambiamos una mirada.

—Nunca recibí ningún sobre, señora Pringle. ¿Cómo sabe que dejaron un sobre?

—Porque yo estaba aquí el día que llegó, claro. Una mujer joven me lo puso en

las manos en la entrada. Estaba tan pálida y enferma que recuerdo que pensé que no

le quedaba mucho tiempo en este mundo. Ella escribió su nombre en él y me hizo

prometer que se lo haría llegar al director del orfanato y que le diría a él que no se lo

entregara a usted hasta que cumpliera dieciocho años.

Mi corazón comenzó a palpitar con fuerza.

—¿Cuándo tuvo lugar aquello?

—Debía de tener usted seis o siete años, creo recordar.

—¿Quién dejó la carta? ¿Era mi madre? ¿Qué decía la carta?

La anciana bajó la vista, con una expresión furtiva que me indicó que había leído

la carta antes de entregarla al director de la institución… si es que la había llegado a

entregar.

—No sabría decirle, señora. Es curioso que el señor Howell nunca se la enviase

cuando tuvo usted la edad. Supongo que lo olvidó.

Aquellas noticias me dejaron aturdida y excitada. Aquella era la primera

información que recibía sobre mi madre desde que escuchara aquel comentario,

acerca de su comportamiento indiscreto, que tanto me había traumatizado de niña.

Pero también me entristeció saber que se encontraba enferma cuando entregó la carta.

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Nos despedimos de la señora Pringle y fuimos a buscar al nuevo director del

establecimiento, un hombre distraído y con patillas que nos dijo que no sabía nada de

ninguna carta dirigida a mí, pero que estaría encantado de enviarme el sobre si lo

encontraba. Le proporcioné mis señas en Exeter y nos marchamos del orfanato.

—¡Oh, Jonathan! —exclamé mientras bajábamos la calle—. ¿Puedes creerlo?

¡Una carta para mí… tal vez de mi propia madre!

—Espero que el director la encuentre, pero no te hagas demasiadas ilusiones,

cariño. Podrían haberla tirado hace años.

—Aun cuando ese fuera el caso, solo saber que ella pensaba en mí cuando tenía

seis o siete años, que quería comunicarse conmigo, de algún modo hace que me

sienta mejor.

Ya era mediodía. Almorzamos en una cafetería rememorando los momentos

felices de nuestra niñez. Jonathan sugirió que ayudáramos al orfanato dando un

donativo de la fortuna recién heredada y yo estuve de acuerdo. Tratamos de decidir

en qué emplear las pocas horas que nos quedaban en Londres antes de tomar el tren.

Yo deseaba visitar a Lucy y a su madre para saludarlas y asegurarme de que todo iba

bien, pero Jonathan insistió en que no teníamos tiempo, pues Hillingham estaba

situado en el otro extremo de la ciudad.

Tomamos un autobús hasta Hyde Park Corner y luego paseamos por Piccadilly,

actividad con la que siempre gozábamos. Cogida del brazo de mi marido, caminamos

por la bulliciosa calle mirando a la gente, las tiendas y las elegantes residencias.

Fuera de la joyería Giuliano’s, en el número 115 de Piccadilly, me fijé en una joven

con un gran sombrero de ala ancha sentada en un costoso carruaje abierto. Mientras

me preguntaba distraídamente quién era —sin duda una clienta importante esperando

que le entregaran una pieza de joyería fina— sentí que Jonathan se aferraba a mi

brazo con tal fuerza que me hizo torcer el gesto.

—¡Santo Dios! —dijo entre dientes.

—¿Qué sucede?

—¡Mira! —espetó, estaba muy pálido y tenía los ojos desorbitados con una

mezcla de terror y asombro.

Seguí su mirada hasta un hombre que se encontraba de pie cerca, parcialmente de

espaldas a nosotros, con la atención fija en la bonita joven del carruaje. Cuando miré

al hombre me embargó una extraña sensación; sentí frío, se me aceleró el corazón y

comencé a temblar. Era un hombre alto y delgado, vestido todo de negro, con cabello

y bigote morenos; guardaba un extraordinario parecido con el señor Wagner. Pero yo

sabía que no podía tratarse de él, pues aquel hombre parecía tener al menos cincuenta

años, veinte más que el caballero que yo conocía. Llevaba una perilla corta y su

rostro parecía severo y cruel.

—¿Sabes quién es? —dijo Jonathan aterrado, sin soltarme el brazo.

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Yo me esforcé por recobrar la calma.

—No, cariño. No lo conozco. ¿Quién es?

—¡Es él en persona!

No tenía ni idea de a quién se refería Jonathan, pero su respuesta me sorprendió y

asustó, pues no parecía estar hablando conmigo, sino consigo mismo… y se sentía

realmente aterrorizado. Creo que si no me hubiera encontrado allí para sostenerlo, se

habría desplomado en el suelo. Un dependiente salió de la joyería y entregó un

pequeño paquete a la dama del carruaje, tras lo cual la mujer se marchó. El

desconocido tomó rápidamente un cabriolé de alquiler, subió de un salto y emprendió

la misma ruta.

Jonathan miró fijamente el carruaje de alquiler mientras se alejaba.

—Creo que es el conde, pero ha rejuvenecido mucho —dijo para sí mismo, muy

agitado—. ¡Que Dios nos ampare si es así! ¡Oh, Dios mío! ¡Ojalá lo supiera! ¡Ojalá

lo supiera!

—Debes de estar equivocado, cariño.

Mi corazón martilleaba alarmado dentro de mi pecho. Comprendía que Jonathan

pensara que aquel hombre era el mismo conde Drácula al que había visitado en

Transilvania, pero sus palabras no tenían sentido para mí. ¿Cómo podía un hombre

rejuvenecer? Pero temía hacerle preguntas, por si le aquejaba de nuevo la fiebre

cerebral que tan débil lo había dejado, de modo que guardé silencio y me llevé a

Jonathan de allí.

Él no dijo nada más, pero dejó que lo guiara mientras caminaba como si estuviera

aturdido, hasta que llegamos a Green Park, donde nos sentamos en un sombreado

banco. Jonathan cerró los ojos y se apoyó en mí, sujetándome la mano con fuerza. Al

cabo de unos minutos sentí que se relajaba y me percaté de que se había quedado

dormido.

Mientras permanecí allí sentada, aguantando la cabeza de Jonathan con mi

hombro y escuchando cómo la brisa agitaba los árboles, mi corazón continuó

palpitando descontroladamente. ¿Quién era aquel desconocido que había visto? ¿Por

qué se parecía tanto al señor Wagner? Habría dado por supuesto que se trataba del

padre del caballero si el señor Wagner no me hubiera contado que sus progenitores

habían fallecido. ¿Qué había detrás de la violenta reacción de Jonathan hacia aquel

hombre? ¡Ojalá pudiera preguntárselo! Pero no me atreví a hacerlo por temor a que

eso causara más mal que bien.

† † †

El retorno aquella noche fue triste en todos los sentidos. La casa resultaba extraña y

vacía sin el querido y afable señor Hawkins, que tan bueno había sido con nosotros;

Jonathan seguía pálido y mareado, como si hubiera recaído de su dolencia, y a mí me

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aguardaba un telegrama enviado desde Londres, el día anterior, con noticias

devastadoras:

21 DE SEPTIEMBRE, 1890

SEÑORITA MINA HARKER: LE APENARÁ SABER QUE LA SEÑORA WESTENRA

FALLECIÓ HACE CINCO DÍAS Y QUE LUCY MURIÓ ANTESDEAYER. AMBAS HAN SIDO

ENTERRADAS HOY.

ABRAHAM VAN HELSING

Leí las palabras varias veces, con la esperanza de que se tratara de un error.

Cuando el significado del espantoso mensaje caló completamente en mí, mis piernas

cedieron y caí sobre el sillón conmocionada. De mi garganta salió un grito de

angustia.

—¿Qué sucede? —preguntó Jonathan mientras se acercaba apresuradamente a mí

—. ¿Qué ocurre?

—¡Oh, cuánto pesar en tan pocas palabras! —dije rota de dolor, entregándole el

telegrama.

Él lo leyó, y luego se sentó pesadamente a mi lado, pasmado.

—¿La señora Westenra? ¿Y también la señorita Lucy? ¿Ambas muertas?

Las lágrimas inundaron mis ojos.

—¿Cómo es posible? Sabía que la señora Westenra estaba enferma, aunque había

esperado que pudiera recuperarse. La echaré mucho de menos. Pero ¡Lucy!

¡Pobrecita Lucy! Mi amiga más querida. ¡Su cumpleaños era la semana próxima!

¡Aún no había cumplido veinte años!

—Lo siento muchísimo, Mina —dijo Jonathan con voz queda mientras me cogía

la mano—. Era una joven preciosa y sé cuánto la querías.

—Parecía ser feliz y encontrarse bien en su última carta —sollocé—. ¿Cómo

puede estar muerta? ¿Qué diantres ha pasado?

—Tal vez sufriera algún tipo de accidente.

—De ser así, ¿quién es el señor Van Helsing? ¿Por qué me ha escrito? Tratándose

de una noticia tan importante, ¿por qué no he tenido noticias del prometido de Lucy,

el señor Holmwood?

—Sin duda se encontrará demasiado alterado para escribir —musitó Jonathan—.

Van Helsing debe de ser su abogado. Tal vez Lucy te haya mencionado en su

testamento.

—Lucy nunca se molestó en hacer testamento, estoy segura. ¡Oh! ¡Morir tan

joven, menos de dos semanas antes de su boda, estando tan llena de vida y de

promesas! ¡Pobre señor Holmwood, haber perdido al amor de su vida! —Una idea

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repentina me vino a la cabeza y me atraganté con otro sollozo—. Jonathan, ¿te das

cuenta de que mientras asistíamos al funeral del señor Hawkins esta mañana y

visitábamos el orfanato, Lucy y su madre ya estaban muertas y enterradas? ¡Muertas,

muertas… para no volver jamás!

Lloré como si se me hubiera roto el corazón. Jonathan me estrechó entre sus

brazos, acariciándome el cabello en silencio, pero no hay mucho que pueda decirse

para mitigar el dolor y la conmoción por la pérdida de un buen amigo.

Antes de irnos a la cama escribí al señor Holmwood expresándole mis más

sinceras condolencias y buscando más información sobre la tragedia que se había

llevado a mis dos amigas.

Parecía que nuestros sufrimientos y problemas no tenían fin, pues aquella noche

Jonathan fue atormentado por nuevas pesadillas.

—¡No! ¡Quitadme las manos de encima! ¡Marchaos, malvadas arpías! —gritaba

dormido, mientras se cubría un lado de la garganta con las manos como si se

protegiera de alguna amenaza invisible.

Lo desperté con suavidad, tal como había hecho cada noche desde que nos

habíamos casado.

—Jonathan —lo llamé con dulzura mientras él temblaba a mi lado—, eso pasó

hace mucho tiempo. Sé que dije que nunca preguntaría…

—Entonces no preguntes ahora —replicó con voz entrecortada; acto seguido

cerró los ojos y dio media vuelta.

Estuve horas en vela, tumbada en la cama dando vueltas al extraño giro que

habían tomado nuestras vidas en el último mes. Lucy, la señora Westenra y el señor

Hawkins estaban muertos y enterrados; Jonathan y yo casados, con casa propia; mi

marido era abogado, nuevo rico y dueño de su propio negocio, pero atormentado por

episodios de demencia y frecuentes y horribles pesadillas.

Tantas tragedias, tantos cambios y todo de forma tan súbita… parecía imposible

de creer.

Jonathan se marchó a trabajar a la mañana siguiente con talante decidido, como si

se sintiera aliviado por tener la responsabilidad de su puesto y poder apartar de la

mente esas cosas terribles, pero a mí me tenía preocupada. Era indudable que no se

encontraba bien. ¿Acaso sus pesadillas amenazaban con una inminente recaída de la

fiebre cerebral? De ser así, ¿qué podía hacer para ayudarlo si él se negaba a hablar del

tema?

Entonces recordé la declaración que había hecho la mañana previa a nuestra boda.

Había dicho que tenía permiso para leer el diario que había llevado durante su

estancia en Transilvania siempre que no le hablara de ello.

«Pues bien —decidí—, ha llegado el momento».

En cuanto se cerró la puerta principal tras su marcha, corrí escalera arriba hasta

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nuestro dormitorio y me encerré con llave. Saqué del armario el paquete que había

sellado con cera en Budapest y lo desenvolví. Acerqué una silla a la ventana, me

senté con el diario de Jonathan en las manos y comencé a leer.

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A

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l principio avancé con lentitud mientras me acostumbraba a la

escritura taquigráfica, a la cual no estaba habituada, pero pronto me

sumergí en las páginas escritas por Jonathan. Sin embargo, nada

podría haberme preparado para su impactante y aterrador contenido.

El documento comenzaba de manera inofensiva, con una entrada larga y detallada

sobre las experiencias del viaje en Austria y Hungría, y una pintoresca descripción de

la campiña transilvana.

A su llegada al hotel en Bistritz, le aguardaba una carta sumamente cordial:

Amigo mío:

Sea bienvenido a los Cárpatos. Le espero con impaciencia. Que duerma

bien esta noche. Tiene un pasaje reservado en la diligencia que mañana a las

tres viaja hacia Bucovina. En el paso del Borgo le estará esperando mi

carruaje para traerlo hasta mi casa. Confío en que haya tenido un agradable

viaje desde Londres y que disfrute de su estancia en esta hermosa tierra.

Su amigo,

DRÁCULA

Jonathan se sorprendió cuando el dueño del hotel trató de persuadirle para que no

prosiguiera su viaje. Para su consternación, la esposa del hombre, un tanto histérica,

se puso de rodillas e imploró que no fuera allí mientras le decía entre sollozos:

«¿Sabe usted lo que está haciendo?».

Cuando Jonathan insistió en que tenía negocios que llevar a cabo en el castillo de

Drácula y que no podía marcharse sin concluirlos, la mujer se enjugó las lágrimas y

le colgó su rosario y su crucifijo al cuello, diciéndole que los llevara siempre consigo

por su propio bien.

A Jonathan le pareció extremadamente extraño el comportamiento del

matrimonio, hasta que subió al transporte público a la mañana siguiente y observó

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que los pasajeros locales le miraban furtivamente con compasión y pronunciaban

extrañas palabras que, según pudo traducir, significaban «hombre lobo» y «vampiro».

El desasosiego de Jonathan aumentó conforme el carruaje se internaba en los

Cárpatos. Los pasajeros, con expresión aterrada pero sin dar explicaciones,

comenzaron a darle crucifijos y otros amuletos contra el mal, tales como ajo, ramitos

de rosa silvestre y serval. Se preguntó a qué clase de hombre iba a visitar para que

todo el mundo tuviera miedo de él.

Más tarde, aquella noche, en un solitario meandro del paso del Borgo, el carruaje

público se encontró, como le habían prometido, con un carruaje y cuatro caballos

negros como el carbón, enviados desde el castillo de Drácula para recoger a Jonathan;

una aparición que suscitó los gritos de los campesinos y que hizo que se persignaran.

Uno de los acompañantes de Jonathan le susurró a otro: «Denn die Todten reiten

schnell». «Los muertos viajan rápido».

Dejé de leer y se me erizó el vello de la nuca, pues reconocí aquella frase. Era una

cita del poema de Gottfried Bürger, Lenore, la siniestra y espantosa historia de una

joven a la que el cadáver animado de su prometido la lleva en un frenético viaje a

caballo hasta un cementerio ¡y luego la arrastra a su féretro para que muera!

Con fascinación y miedo en igual medida, retomé la lectura del diario de

Jonathan.

El carruaje estaba conducido con mano firme por un hombre alto y desconocido,

de barba castaña y con un gran sombrero negro que le envolvía el rostro. En alemán

ordenó a Jonathan que subiera al vehículo. Asustado, pero sin más alternativa, él hizo

lo que le indicaban. El carruaje partió moviéndose con increíble velocidad. El

trayecto hasta el castillo se hizo cada vez más angustioso, pues los caballos

comenzaron a ponerse nerviosos y a encabritarse aterrorizados por los aullidos de los

lobos. El cochero se detuvo y apaciguó a los animales con caricias y susurros al oído.

Más tarde, para asombro de Jonathan, cuando el carruaje fue rodeado por una enorme

manada de lobos furiosos, el cochero se apeó en el camino y, con un amplio ademán,

¡profirió una imperiosa orden que hizo que las bestias retrocedieran y desaparecieran!

Aquello fue tan extraño y misterioso que a Jonathan le dio miedo hablar o moverse.

Cuando el vehículo llegó por fin a su destino y dejó a Jonathan en la más

profunda oscuridad, ante la entrada de lo que intuía que era un inmenso y viejo

castillo, él se quedó solo durante un rato. Las dudas y temores invadieron su mente.

¿En qué clase de siniestra empresa se había embarcado? Al fin oyó el estrépito de

cadenas y el ruido metálico de enormes cerrojos; luego la puerta se abrió y se

encontró con su anfitrión.

—Soy Drácula —se presentó el alto, delgado y anciano conde dándole un apretón

a Jonathan con una mano fría como el hielo y una fuerza que le provocó un gesto de

dolor—. Señor Harker, le doy la bienvenida a mi casa. ¡Siéntase como en su propio

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hogar!

El conde era muy pálido, su piel tenía casi el mismo tono que el blanco de su

cabello y bigote. Era un caballero culto, encantador y hospitalario, que hablaba inglés

con una destreza y una fluidez que Jonathan encontró sorprendentes tratándose de un

hombre que afirmaba no haber estado nunca en Inglaterra. El castillo era antiguo y

muchas de sus estancias parecían siniestras, iluminadas únicamente por viejas

lámparas cuyas llamas arrojaban sombras alargadas y parpadeantes sobre los muros

de piedra y los extensos y oscuros pasillos. Sin embargo, para alivio y deleite de

Jonathan, sus dependencias, aunque con siglos de antigüedad, resultaron ser cómodas

y estar decoradas de forma bella y suntuosa. Encontró una deliciosa cena

esperándolo, presentada en un elegante servicio de oro macizo. El conde Drácula no

lo acompañó, pues insistió en que ya había cenado.

Al día siguiente se familiarizó con su entorno. El castillo estaba extremadamente

aislado, rodeado por escarpadas montañas y encastrado en un abrupto precipicio

sobre un valle boscoso. El conde Drácula prefería relacionarse de noche, por lo que

durante el día Jonathan pasaba solo grandes períodos de tiempo.

Jonathan no tardó en descubrir una biblioteca muy completa, bellamente

amueblada, que contenía cientos de miles de volúmenes y una gran cantidad de

publicaciones en diversos idiomas, un vasto número de las cuales era en inglés. El

conde se reunió con él allí.

—Estos compañeros —dijo el conde en referencia a sus libros— han sido buenos

amigos para mí durante los últimos años. Gracias a ellos he llegado a conocer la gran

Inglaterra, y conocerla es amarla. Ansío recorrer las atestadas calles de la imponente

Londres, estar en medio de todo ese torbellino de gente, compartir su vida, sus

cambios, su muerte y todo cuanto hace de ella lo que es.

Jonathan concluyó el asunto de negocios que lo había llevado a Transilvania

explicando los detalles de la propiedad que su bufete había comprado en nombre del

conde, una extensa y antigua mansión apartada llamada Carfax, situada a las afueras

de Londres, que el conde pretendía ocupar.

Una vez firmados los documentos legales y preparados para su registro, Drácula

le hizo diversas preguntas sobre la propiedad, los negocios ingleses y las prácticas del

transporte. Durante las noches siguientes los dos hombres mantuvieron largas y

agradables conversaciones sobre un amplio abanico de temas, que los mantuvo en

vela hasta el alba.

Aunque el conde era encantador y cortés, aquella inusual existencia nocturna

comenzó a desconcertar a Jonathan, y una serie de descubrimientos le hicieron

sentirse incómodo. A pesar de la evidente riqueza que podía apreciarse, no encontró

ningún rastro de criados en aquel lugar.

Parecía que el conde hubiera estado preparando todas las comidas, de las cuales él

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nunca participaba, y Jonathan estaba seguro de que el propio Drácula, disfrazado,

había conducido el carruaje que lo había llevado hasta allí. Aparte de la biblioteca y

el cuarto de invitados que ocupaba Jonathan, la mayoría de las puertas estaban

cerradas con llave y no se le permitía la entrada, y el conde le había advertido que

nunca se quedara dormido en ninguna otra parte que no fuera su dormitorio.

Un buen día, mientras se afeitaba, sintió una mano en el hombro.

—Buenos días —oyó decir al conde.

Jonathan se sobresaltó, confuso y asombrado, porque pese a tenerlo justo detrás,

¡el conde Drácula no se reflejaba en el espejo! No había error posible, ¡el conde no

tenía reflejo! Jonathan se asustó tanto que se cortó accidentalmente. Drácula, al ver el

corte de Jonathan, se abalanzó sobre su garganta con una especie de furia demoníaca,

retrocediendo únicamente cuando su mano tocó la sarta de cuentas que sostenían el

crucifijo que su invitado llevaba en el cuello. Aquello produjo un cambio inmediato

en él. La furia en los ojos del conde desapareció con tal rapidez que Jonathan apenas

podía creer que hubiera estado presente alguna vez.

—Tenga cuidado de no cortarse —dijo el conde con calma—. En este país es más

peligroso de lo que usted piensa. —Tomó el espejo de afeitar de Jonathan—. Y este

es el maldito objeto que ha causado la desgracia. Es una vil baratija fruto de la

vanidad del hombre. ¡Fuera!

Abrió la pesada ventana de un tirón y arrojó el espejo, que acabó hecho añicos

sobre las piedras del patio.

¿Qué significaba tan extraño comportamiento?, se preguntó Jonathan. Entonces

comenzó a cuestionarlo todo. ¿Por qué el conde no comía ni bebía delante de él? Si

era el cochero, ¿qué extraños poderes poseía sobre los caballos y los lobos? ¿Por qué

toda esa gente en Bistritz y en el carruaje tenía tanto miedo por Jonathan? ¿Qué

representaban los crucifijos, el ajo y los ramitos de rosa silvestre y serval que le

habían dado?

Jonathan se inquietó de verdad cuando, tras una breve exploración por el castillo,

descubrió todas las puertas exteriores cerradas con llave y cerrojo. En todo el lugar no

había otra salida aparte de las ventanas. ¿Estaba prisionero? ¿Acaso el conde Drácula

quería hacerle daño? ¿O simplemente sus propios temores le engañaban? Decidió

guardarse las sospechas para sí mismo, tener los ojos y los oídos bien abiertos y

prepararse para marcharse tan pronto como le fuera posible. No obstante, el conde

Drácula insistió en que Jonathan se quedara en Transilvania un mes más y le instó a

que escribiera otra carta a casa explicando su retraso. Jonathan, sintiéndose obligado

por su jefe a complacer al conde, accedió a regañadientes.

Una noche, mientras miraba por una ventana del castillo, contempló una imagen

de lo más impactante; vio cómo el conde salía por una de las ventanas inferiores y

reptaba hasta la cara escarpada del muro del castillo como si de una lagartija se

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tratase. Jonathan no daba crédito a lo que veía. El anciano se deslizaba boca abajo

sobre aquel espantoso abismo, pegando los dedos de las manos y los pies a los

salientes rocosos, antes de desaparecer por un agujero que conducía al camino de más

abajo. Aterrado, Jonathan se preguntó qué clase de hombre, o de criatura con forma

humana, podría ser para salir de un edificio de semejante modo.

Jonathan decidió continuar explorando el castillo y buscar una salida, pero todas

las habitaciones, exceptuando la biblioteca y su propio dormitorio, seguían cerradas

para él. Por fin, al final de un largo y oscuro pasadizo, una puerta cerrada cedió

después de golpearla con gran fuerza. Se encontró en una sala polvorienta, aunque

cómodamente amueblada, que dedujo que habría sido ocupada por las mujeres de la

familia Drácula en tiempos pasados. La atroz soledad del lugar le heló la sangre. No

tardó en sentirse superado por el agotamiento y, desoyendo la advertencia del conde,

se tumbó en un sillón y se quedó dormido.

Los hechos que se sucedieron fueron como un sueño terrorífico y, sin embargo,

parecieron espantosamente reales. De pronto aparecieron ante él tres hermosas y

voluptuosas jóvenes —damas, a juzgar por sus vestidos y modales—, de labios rojos

y dientes blanquísimos. Dos eran morenas y la tercera era rubia. Se aproximaron a

Jonathan, riendo y susurrando. Le hicieron sentir incómodo pero, al mismo tiempo —

según escribió avergonzado—, rebosante de un perverso y ardiente deseo de que le

besaran.

—¡Adelante! —le dijo con lascivia una de las beldades morenas a la rubia—.

Eres la primera, nosotras te seguiremos.

—Es joven y fuerte —añadió otra con un tono de voz seductor—. Hay besos para

todas.

La rubia, la más hermosa de todas, se inclinó sobre Jonathan lamiéndose los

labios de forma coqueta. Su aliento olía a miel y Jonathan temblaba extasiado de

deseo cuando ella posó los labios sobre su cuello. Aguardó con agónica expectación

mientras sentía dos afilados dientes rozándole la garganta. De repente, Drácula entró

en la estancia profiriendo un rugido, agarró a la rubia del cuello y la lanzó por los

aires. Sus ojos eran como dos brasas rojas de furia.

—¿Cómo te atreves, cómo os atrevéis, a tocarlo? ¿Cómo osáis ponerle los ojos

encima cuando os lo he prohibido? ¡Retroceded os digo! ¡Este hombre me pertenece!

Jonathan permaneció paralizado por el miedo. Las risas diabólicas y crueles de las

mujeres resonaron en la habitación cuando la rubia provocó al conde.

—¡Tú nunca has amado, nunca has amado!

—Sí, yo también puedo amar —replicó el conde en un súbito y suave susurro—.

A vosotras os consta que así es.

Drácula ordenó a las mujeres que se marcharan.

—¿Es que no vamos a tener nada esta noche? —dijo una de ellas, decepcionada.

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En respuesta, Drácula les ofreció un saco que había llevado consigo y que se

movía, dando la impresión de que contuviera algo vivo. Jonathan, horrorizado, creyó

oír un débil llanto que procedía del interior, ¡como el de un niño pequeño medio

asfixiado! Las abominables mujeres aferraron el saco con regocijo y luego

desaparecieron de repente. Jonathan estaba estupefacto, completamente aterrado. El

trío pareció esfumarse del cuarto, sus formas corpóreas y el espantoso saco se

desvanecieron en lo que parecían rayos de luz de luna mientras Jonathan perdía la

consciencia.

Hice una pausa en la lectura con el corazón desbocado. ¡Santo Dios! ¡Así que ese

era el horrible saco sobre el que Jonathan había gritado aterrorizado en sueños! ¡Un

saco con un niño medio asfixiado dentro! Y aquellas horribles mujeres espectrales…

¿quiénes eran? Continué leyendo.

Jonathan despertó más tarde en su cama, presa del horror. ¿Qué acababa de

sucederle? ¿Era real o un sueño? ¿Por qué el conde decía «este hombre me

pertenece»? ¿Querían besarle aquellas mujeres o utilizar los afilados dientes que

había sentido en su cuello? ¿Pretendían devorar lo que hubiera en aquel horrible

saco? ¿Cómo podían haber desaparecido delante de sus propios ojos?

¿Estaría volviéndose loco o ya lo estaba?

Unos días después, el 19 de mayo, el conde obligó a Jonathan a que escribiera tres

cartas con fechas posteriores; las dos primeras decían que su trabajo había concluido

y que estaba a punto de regresar a casa, y la tercera, que ya había abandonado el

castillo y que había llegado a Bistritz sin novedad.

—El correo es escaso e inseguro —le dijo afablemente el conde Drácula—, y

escribir estas cartas ahora garantizará la tranquilidad de sus amigos.

Jonathan dedujo con espanto que el conde —inquieto porque supiera demasiado y

pudiera resultar una amenaza para sus planes— solo pretendía mantenerlo con vida el

tiempo suficiente para aprender cuanto pudiera sobre Inglaterra antes de mudarse a

dicho país. Tras eso, pretendía matarlo. Las cartas servirían como prueba de que

Jonathan había partido ileso del castillo. La última de las misivas estaba fechada el 29

de junio. Jonathan tomó aquello como una señal del margen de tiempo que le

quedaba de vida.

Se sentía como si estuviera en una ratonera. Desesperado por escapar, escribió

otras dos cartas en secreto y las pasó entre los barrotes de su ventana a un grupo de

gitanos que habían acampado en el patio del castillo. Para su desgracia, Drácula

interceptó las misivas y las abrió. Al descubrir que una estaba dirigida al señor

Hawkins, el conde se disculpó e instó a Jonathan a que la metiera en otro sobre y

volviera a escribir la dirección. La segunda estaba escrita en taquigrafía y no iba

firmada, de modo que Drácula la quemó.

Pasaron semanas. Jonathan continuaba prisionero. Ocultaba su diario, pero

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muchas de sus pertenencias personales habían desaparecido, incluido su mejor traje y

todas sus notas y documentos. La banda de gitanos szgany regresó al castillo y, por

algún motivo, descargaron varias carretas repletas de grandes cajas de madera. En los

días posteriores oyó el sonido de los hombres trabajando con palas en algún lugar,

muy por debajo de donde se encontraba, como si estuvieran cavando en la tierra de

las entrañas del castillo.

Una noche, a altas horas de la madrugada, Jonathan vio al conde bajar de nuevo

reptando por el muro del castillo. Esta vez se percató, consternado, de que iba vestido

con el traje que le había desaparecido y llevaba el mismo saco que les había dado a

aquellas tres terribles mujeres. ¡No cabía la menor duda de la naturaleza de su

espantosa empresa!

Jonathan permaneció sentado obstinadamente junto a la ventana durante largo

rato, esperando su regreso. Al final se quedó absorto con las partículas de polvo

flotantes, que danzaban a la luz de la luna. Alarmado, comprendió que estaba siendo

hipnotizado. Las motas de polvo se materializaron, como por arte de magia, en la

forma de las tres mujeres que habían tratado de seducirlo. Jonathan salió corriendo y

gritando del lugar, en busca de la seguridad de su habitación.

Al cabo de unas horas, escuchó horrorizado algo que se movía en el cuarto de

Drácula, que se hallaba bajo el suyo. Algo parecido a un llanto, rápidamente

sofocado, seguido por un profundo y funesto silencio. Jonathan lloró angustiado por

el niño que, suponía, había sido raptado y asesinado. Poco después apareció una

mujer afligida en el patio, aporreando la puerta del castillo.

—¡Monstruo, devuélveme a mi hijo! —gritaba, llorando atormentada.

Jonathan escuchó la voz del conde desde lo más alto, profiriendo un áspero

susurro metálico que pareció ser respondido desde la distancia por el aullido de lobos.

En cuestión de minutos, una manada de lobos entraron en tropel en el patio. La mujer

no gritó, sino que desapareció de la vista de Jonathan como si hubiera sido devorada

por completo.

Cuando despuntó el día, Jonathan decidió que debía dejar los miedos a un lado y

entrar en acción.

Durante el día no solía ver al conde; tal vez fuera ese el momento en que dormía.

Jonathan sabía que la ventana que se encontraba muy por debajo de la suya —aquella

desde la que había visto a Drácula salir en dos ocasiones como si de una lagartija se

tratase— era la del cuarto del conde, que estaba cerrado con llave. Tenía que

conseguir entrar allí. Si un anciano era capaz de reptar por el escarpado muro del

castillo, decidió que también él podría. Más valía arriesgar la vida intentando escapar

que permanecer impotente en poder del conde.

Se quitó las botas y descendió por la accidentada pared del castillo, una hazaña

peligrosa y aterradora, y entró en las dependencias de Drácula. Para su sorpresa, la

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habitación solo contenía muebles cubiertos de polvo y un gran montón de monedas

de oro de más de tres siglos de antigüedad. Jonathan siguió una oscura escalera de

caracol hasta un pasadizo que semejaba a un túnel. Este conducía a una antigua

capilla en la que, para su asombro, descubrió cincuenta cajas largas de madera

rellenas con tierra recién extraída. ¡El conde se encontraba dentro de una de ellas,

aparentemente dormido! Aterrorizado, Jonathan se marchó de allí a toda velocidad.

La noche del 29 de junio —fecha de la última carta de Jonathan—, Drácula

anunció con aparente sinceridad:

—Debemos partir mañana, amigo mío. Usted regresará a su hermosa Inglaterra.

Yo debo ocuparme de un asunto cuyo desenlace puede ser tal que nunca volvamos a

encontrarnos. Su carta ha sido enviada; mañana no estaré aquí, pero todo está

dispuesto para su viaje.

Según explicó Drácula, los szgany tenían que terminar un trabajo para él a la

mañana siguiente y, después de eso, prepararían el carruaje y llevarían a Jonathan

hasta el paso del Borgo a fin de que tomara la diligencia a Bistritz.

Jonathan, receloso, preguntó si podía marcharse de inmediato, insistiendo en que

dejaría atrás su equipaje si le permitía irse solo. Drácula expresó su preocupación,

pero accedió, y abrió la puerta principal. Jonathan, aterrado y consternado, vio que

una manada de lobos furiosos impedía su partida. Más tarde, encerrado en su cuarto

una vez más, escuchó una voz que creyó que podría ser la del conde, diciéndoles a las

tres abominables mujeres: «Vuestro momento aún no ha llegado. Esperad, tened

paciencia. ¡Mañana por la noche será vuestro!».

Aterrorizado, Jonathan decidió que debía escapar o morir. A la mañana siguiente,

escaló de nuevo el muro del castillo y descendió hasta la vieja capilla, donde encontró

a Drácula dormido en una caja de tierra igual que la vez anterior. ¡Por imposible que

pudiera parecer, en esa ocasión el conde parecía ser mucho más joven que antes! El

cabello y el bigote ya no eran blancos, sino gris oscuro; su pálida piel tenía un

saludable tono rosado y la sangre goteaba de las comisuras de su boca.

¿Cómo podía ser? ¿Qué significaba aquello? ¿Acababa de comerse al hijo de

aquella mujer?

Horrorizado, agarró una pala con la intención de matarlo pero —como si

estuviera en trance— el conde volvió la cabeza en el último segundo con una mirada

llena de odio y el golpe rebotó en su frente. Huyó de la capilla, aterrorizado por si el

conde se levantaba y acababa con él. Oyó la llegada de los gitanos, sin duda para

escoltar al conde en la primera etapa de su viaje a Inglaterra.

Jonathan decidió que, de ningún modo, iba a quedarse solo en ese castillo con

aquellas diabólicas hermanas. Bajaría por la pared del castillo llevando consigo

únicamente la ropa que vestía, su diario y algunas monedas de oro de Drácula.

¡Escaparía ese mismo día!

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Escribió una última y desesperada frase: «¡Adiós a todos! ¡Mina!».

Y ahí terminaba el diario.

No sabía qué pensar del diario de mi esposo. El relato era tan terrible que me dejó

perpleja y llorando. Tan pronto como acabé de leer, volví hacia atrás y releí algunos

pasajes esperando no haber malinterpretado algunos de los símbolos taquigráficos;

pero no lo había hecho. ¡Oh! ¡Cuánto debió de sufrir mi pobrecito Jonathan! ¡No era

de extrañar que llegara al hospital de Budapest delirando sobre demonios y lobos,

fantasmas y sangre!

Me preguntaba si había algo de verdad en el relato o era todo producto de la

imaginación de Jonathan. ¿Habría escrito todas esas atrocidades después de caer

enfermo de fiebre cerebral? ¿O tenía algún viso de realidad? Como solía decir el

señor Hawkins, Jonathan siempre había sido la persona más sensata, serena y juiciosa

que había conocido. No era proclive a dejar volar la imaginación… lo que hacía que

el contenido de su diario fuera aún más turbador e inquietante.

Volví al principio, a la parte donde Jonathan había oído hablar a los campesinos

sobre hombres lobo y vampiros. Había leído acerca de los vampiros previamente,

pero no eran más que obras literarias sobre criaturas ficticias, comunes en cuentos

tradicionales y supersticiones de la Europa del Este. Jonathan no había vuelto a

mencionar después esos términos en el diario y, sin embargo, su descripción de los

hechos suscitó muchas preguntas perturbadoras en mi cabeza.

Jonathan decía que aquellas tres horribles mujeres del castillo se habían

desvanecido ante sus ojos para materializarse después a partir de partículas de polvo.

Si esas mujeres existían de verdad, si no eran imaginaciones de mi esposo, ¿cuál era

su relación con el conde Drácula? ¿Habían intentado seducir a Jonathan… o querían

causarle graves daños? Y las criaturas del saco, ¿de verdad eran niños que Drácula

había llevado a las mujeres como postre… para ser devorados?

Me pregunté cómo podía concebirse una maldad tan absoluta.

En cuanto a aquel aterrador y anciano conde, con su conducta cruel y extraña y

sus repugnantes hábitos, tenía tantas preguntas que no sabía por dónde empezar…

pero era completamente consciente de que no debía hablar del tema con Jonathan. Tal

vez, pensé entonces, nunca lo sabría.

¡Oh! ¡Qué rápido cambió todo solo unos días después de aquello! A veces me

pregunto si no hubiera sido mejor no haber sabido nunca la verdad.

† † †

Eran las ocho y cuarto cuando oí el familiar sonido de pasos en el camino de entrada

que anunciaban el regreso de Jonathan. Guardé el diario nuevamente en el armario y

bajé a recibirlo, esbozando una sonrisa y comportándome con tanta normalidad como

me era posible. La cocinera había preparado la cena, pero yo no tenía demasiado

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apetito.

Nos retiramos temprano y, después de un día tan largo, Jonathan se quedó

dormido enseguida. Yo estaba demasiado angustiada para dormir. No podía dejar de

pensar en aquel hombre que habíamos visto en Londres. Jonathan parecía estar

convencido de que era el conde. ¿Y si tenía razón? A fin de cuentas, existía la

posibilidad de que lo fuera, pues el conde Drácula se preparaba para viajar a Londres.

Pero, conforme a la descripción de Jonathan, Drácula era un hombre viejo, pálido y

de cabello blanco… y el hombre que habíamos visto era moreno y de complexión

atlética.

Un hombre no podía rejuvenecer… ¿o sí? No obstante, podía disfrazarse con una

peluca y maquillaje, tal como Drácula, al parecer, había hecho la noche que se hizo

pasar por cochero y, quizá, de nuevo el día que Jonathan le había visto durmiendo en

aquella especie de ataúd, con los labios manchados de sangre. ¿Con quién o con qué

se había dado un festín el conde? Si Jonathan no hubiera escapado, ¿lo habría matado

Drácula?

Me estremecí. Si el hombre que habíamos visto en Piccadilly era el conde

Drácula y si era, en efecto, el monstruo que mi esposo describía, ¡qué estragos podría

causar en esa ciudad con millones de habitantes! A mi cabeza acudieron las palabras

que Jonathan había pronunciado el día de nuestra boda con respecto a su diario: «No

quiero que volvamos a hablar de ello, a menos que algún día el deber me exija

rememorar las amargas horas, dormido o despierto, cuerdo o loco, que hay anotadas

en él».

Parecía que un día no muy lejano el deber lo exigiría. Decidí que, si llegaba ese

momento, no debíamos vacilar. Debíamos estar preparados.

En cuanto Jonathan se fue a trabajar a la mañana siguiente, saqué mi máquina de

escribir y comencé a transcribir su diario. Me llevó buena parte del día, pero cuando

terminé busqué el diario que había comenzado en Whitby y también lo pasé a

máquina. Jonathan se había quedado a trabajar hasta tarde, de modo que continué con

mi labor hasta entrada la noche con férrea determinación. Cuando terminé al fin, dejé

las páginas mecanografiadas en mi cesta de costura, agotada aunque satisfecha. Bien,

ahora estábamos preparados para que otros ojos lo vieran en caso de que fuera

necesario.

Naturalmente, no hice mención alguna de mi actividad de ese día durante la cena.

—Mañana debo ocuparme de unos asuntos en Lauceston —me dijo Jonathan

mientras ingería distraídamente otro bocado de carne asada y tomaba un sorbo de

vino—. Tendré que quedarme a pasar la noche.

—¿De veras? —repuse, decepcionada—. Te echaré de menos. ¿Sabes?, esta será

la primera vez que nos separamos desde que contrajimos matrimonio.

—Lo siento, pero es algo irremediable. Solo es una noche, cariño. Volveré pasado

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mañana… bastante tarde, imagino.

Cuando nos despedimos, con un beso, a la mañana siguiente, Jonathan me dijo

que me amaba y me abrazó con fuerza, pero noté que tenía la cabeza en otra parte,

como sucedía a menudo desde que me reuní con él en Budapest. Mientras veía cómo

recorría el camino de entrada, deseé que mi querido esposo se cuidara y que no le

ocurriera nada que le alterase.

Luego me senté en una silla y lloré largo y tendido.

Esa mañana recibí una carta de Abraham Van Helsing, el hombre que, unos días

antes, me había enviado el telegrama informándole de lo que le había sucedido a

Lucy.

Londres, 24 de Septiembre, 1890.

(Confidencial)

Estimada señora:

Le ruego me disculpe por escribirle, pues nuestra amistad se reduce a

haber sido yo quien le comunicara la triste noticia de la muerte de la señorita

Lucy Westenra. Gracias a lord Godalming, se me ha otorgado potestad para

leer sus cartas y documentos, pues me preocupan profundamente ciertos

asuntos de vital importancia. Entre ellos he encontrado cartas de usted, que

demuestran qué gran amiga suya era y lo mucho que la quería. Oh, señora

Mina, apelo a ese cariño para implorarle que me ayude. Por el bien de otros

le pido, para reparar un gran mal y disipar muchos y terribles problemas,

mayores de lo que pudiera imaginar, que tenga la bondad de concederme una

entrevista. Puede confiar en mí. Soy amigo del doctor John Seward y de lord

Godalming (el Arthur de la señorita Lucy). Por el momento he de guardar

estricta reserva. Yo acudiría a Exeter inmediatamente si usted me dice que me

concede el honor de verla y dónde y cómo. Señora, le imploro su perdón. He

leído sus cartas dirigidas a la pobre Lucy, y sé lo buena que es usted y cuánto

sufre su marido; por eso le ruego, si es posible, no le diga nada a él, pues

podría causarle daño.

Otra vez le pido perdón y quedo de usted, respetuosamente,

VAN HELSING

Gracias a la carta comprendí dos cosas importantes: primero, que el padre del

señor Holmwood había muerto, pues Arthur había heredado el título de lord

Godalming. ¡No era de extrañar que con tanto sufrimiento el hombre hubiera

olvidado escribirme para comunicarme la muerte de Lucy! Y segundo, que Abraham

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Van Helsing solicitaba mi ayuda. Por aquel entonces ignoraba por completo quién era

Van Helsing pero, por su nombre y la torpe redacción de su carta, asumí que era

extranjero, quizá de Holanda. Como afirmaba ser amigo de lord Godalming y del

doctor John Seward, uno de los hombres que se habían declarado a Lucy, estaba

realmente impaciente por conocerlo.

¿A qué se refería con aquello de un «gran mal» y «terribles problemas»?

¿Guardaba eso alguna relación con la muerte de Lucy? ¿Podría, al fin, enterarme de

lo que le había sucedido? Envié un telegrama inmediatamente pidiéndole a Van

Helsing que tomara el primer tren a Exeter ese mismo día.

Eran las dos y media cuando oí que llamaban a la puerta y esperé con gran

expectación en la sala.

Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió.

—El doctor Van Helsing —anunció nuestra doncella, Mary, tras lo cual hizo una

reverencia y se retiró.

Me levanté y contemplé a mi visitante mientras se aproximaba. Era un hombre de

constitución fuerte, torso ancho, peso y estatura medios, cuya edad parecía rondar los

sesenta años. Algunas hebras pajizas salpicaban su cabello canoso, peinado con

cuidado, y tenía unas grandes y pobladas cejas y una frente amplia. Poseía un rostro

de rasgos amables, carente de barba, con una boca ancha y resuelta y grandes ojos

azul oscuro que denotaban compasión e inteligencia. El porte de su cabeza transmitía

sabiduría y poder.

—Señora Harker, ¿no es así? —inquirió con un marcado acento alemán.

Yo asentí; el corazón me palpitaba con entusiasmada expectación.

—Y usted es el doctor Van Helsing. —Al ver que asentía, añadí—: Me temo que

mi esposo está fuera de la ciudad, de lo contrario, estoy segura de que le habría

gustado conocerlo, doctor.

—Es a usted a quien he venido a ver, señora Harker. Naturalmente, si es que era

usted Mina Murray, amiga de la pobre señorita Lucy Westenra.

—Lo soy. Señor, quería a Lucy con todo mi corazón. No podría tener mejor carta

de presentación que la de haber sido un amigo y una ayuda para Lucy.

Le tendí la mano y él la tomó inclinando educadamente la cabeza.

—Gracias, pero debo presentarme de igual modo, señora Mina, pues sé que soy

un completo desconocido para usted.

Era la primera vez que alguien se dirigía a mí como «señora Mina», un apelativo

curioso a la par que maravilloso, pensé.

—Creo que usted conoce al doctor John Seward, ¿me equivoco? —continuó en

cuanto tomamos asiento uno frente al otro.

Sabía que el tal doctor Seward había estado enamorado de Lucy y que le había

propuesto matrimonio en una ocasión, pero dado que no estaba segura de si ese hecho

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era de dominio público, me limité a contestarle:

—No conozco al doctor Seward en persona, pero sé que era amigo de Lucy. Mi

amiga lo tenía en muy alta estima.

—En efecto, el doctor Seward es un joven excelente y un médico sumamente

devoto. Años atrás fue alumno mío y yo fui su mentor. Mantenemos una buena

amistad desde entonces. Yo soy científico y metafísico. Me especialicé en el cerebro

y, además, cuento con una extensa experiencia en el estudio de enfermedades poco

conocidas. Por esa razón el doctor Seward me pidió que fuera y le echara un vistazo a

Lucy.

—Entonces ¿estaba enferma? —dije embargada por una aplastante tristeza.

—Lo estaba.

—Eso me temía. Lucy estaba enferma cuando me marché de Whitby. Parecía

estar consumiéndose sin motivo aparente. Pero cuando me escribió unos días

después, me dijo que se había recuperado por completo y que al día siguiente

regresaba a casa de su madre en Londres. La noticia de su muerte me causó tal

impacto que pensé que, quizá, había sufrido alguna clase de accidente.

—No. Me temo que lo que le sucedió a la señorita Lucy no fue un accidente —

replicó sombrío.

—¿Qué padecía entonces, doctor Van Helsing? ¿Por qué ha muerto?

—¡Ah! Ese es el gran misterio, señora Mina. Esa es la cuestión que me trae hasta

usted.

—¿Hasta mí?

—Sí. Pese a que la señorita Lucy falleció en Hillingham, en Londres, tengo serias

sospechas de que la raíz de su mal comenzó en Whitby. Como le mencioné en mi

carta, he leído lo que le escribió a Lucy, de modo que sé que usted estuvo con ella en

Whitby. ¿Me ayudará, señora Mina? ¿Me contará lo que sabe?

A pesar de su peculiar y rebuscada forma de hablar, la impaciencia de su voz y la

perspicacia de sus ojos proyectaban una considerable inteligencia.

—Si está en mi poder ayudarle, doctor, tenga por seguro que lo intentaré. Pero

antes debe contarme qué le sucedió a Lucy.

El hombre exhaló un profundo suspiro.

—Los hechos que rodearon la muerte de la señorita Lucy son complejos y

sumamente perturbadores. ¿Está segura de que desea escucharlos?

—Así es, señor. He sentido una gran inquietud desde que recibí su telegrama. No

podré descansar hasta que lo sepa.

—Bien, se lo resumiré. En Londres, la señorita Lucy sufrió una recaída de la

afección que tan bien describe usted como «consumirse». La atendió el doctor

Seward. Preocupado, me escribió a Ámsterdam pidiéndome que viniera. Así que vine

a Londres para prestar consejo profesional en el caso. Hasta el fin de sus días, la

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dulce y encantadora señorita Lucy se mantuvo mortalmente pálida y mostró todos los

signos de una severa pérdida de sangre, pero sin ninguna explicación médica

aparente, y tenía sueños que la aterrorizaban pese a no poder recordarlos después. Lo

probamos todo; la confinamos en su cama, le hicimos transfusiones de sangre, pero, a

la mañana siguiente, volvía a encontrarse casi sin sangre y respiraba con angustiosa

dificultad. Entonces, una noche, un lobo escapó del zoológico de Londres…

—¡Un lobo!

Él asintió de forma solemne.

—La bestia atravesó una ventana de su dormitorio, provocando que la señora

Westenra, que dormía junto a Lucy, tuviera un ataque al corazón fulminante.

—¡Oh! ¿Fue así como murió la señora Westenra? ¡Es terrible!

—Fue, sin duda, un suceso extraño y trágico. Sabíamos que la madre estaba

enferma del corazón, pero la hija… teníamos esperanzas de salvarla. Sin embargo, a

pesar de todos nuestros esfuerzos, la señorita Lucy continuó debilitándose y…

desgraciadamente… su corazón dejó de latir y murió.

—¡Oh! —exclamé de nuevo.

Las lágrimas me anegaron los ojos y lloré por mis dos queridas amigas, que tanto

habían significado para mí.

El doctor Van Helsing guardó silencio, me ofreció su pañuelo y me concedió un

momento para expresar mi dolor hasta que pude recobrar la compostura en cierta

medida.

—Lamento ser el portador de tan tristes noticias, señora Mina, pero sentía que

tenía que verla. Durante la enfermedad de la señorita Lucy tuve sospechas, fuertes

sospechas, acerca de lo que podría ocultarse detrás de lo que le ocurría. Pero no podía

verificarlas y tampoco tengo libertad para revelarlas. Después de leer el diario de la

señorita Lucy, estoy convencido de que todo comenzó en Whitby.

—¿Lucy escribía un diario? —dije sorprendida mientras me secaba los ojos—.

Nunca la vi escribiendo.

—Lo comenzó después de que usted se marchara, señora Mina. Según reconoció

la propia señorita Lucy, lo hizo para emularla. Bien, en su diario expuso ciertas

deducciones sobre un incidente de sonambulismo del que afirma que usted la rescató.

Por consiguiente, he venido a verla abrigando la esperanza de que usted despeje mis

dudas y me cuente todo lo que pueda recordar al respecto.

—Creo que puedo contárselo todo.

—¿De veras? ¿Tiene, pues, buena memoria para los hechos y detalles?

—Eso creo, doctor. Pero es mucho mejor… lo escribí todo en el momento que

sucedió.

—¡Oh, señora Mina! —Parecía sorprendido y emocionado—. ¿Me permite que

vea su escrito? Le estaría muy agradecido.

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Saqué mi diario y se lo mostré.

—Escribí un diario durante mi estancia en Whitby, donde anoté mis pensamientos

y todo… —me corregí al pensar en el señor Wagner—, casi todo lo que allí sucedió,

incluyendo los detalles del incidente al que se refiere, y todas la veces que encontré a

Lucy enferma o angustiada.

El doctor Van Helsing puso cara de decepción al hojear mi cuaderno lleno de

garabatos.

—¡Ay de mí! No sé taquigrafía. ¿Me haría el honor de leérmelo?

—Será un placer, doctor, pero puede leerlo usted mismo si lo prefiere. Lo he

pasado todo a máquina. —Tomé la copia mecanografiada de mi cesta de costura y se

la entregué a él.

—¡Oh, qué mujer tan inteligente! Es usted una persona muy cualificada, experta

en tantas cosas y muy previsora. ¿Puedo leerlo ahora? Cuando haya concluido tal vez

quiera hacerle algunas preguntas.

—No faltaba más. Léalo mientras pido que nos sirvan el almuerzo y luego puede

hacerme las preguntas mientras comemos.

El doctor Van Helsing se acomodó en la butaca y se quedó absorto en la lectura.

Yo fui a encargarme del almuerzo, principalmente para no molestarle, pues la

cocinera ya estaba ocupándose de todo. Luego subí arriba, sin armar ruido, durante

un rato, y me dediqué a pasearme de un lado a otro por el pasillo, cada vez con mayor

ansiedad. ¿Qué pensaría aquel hombre de mi documento? ¿Arrojaría alguna luz sobre

lo que le había sucedido a la pobre Lucy? Y, lo que más perpleja me tenía, ¿qué podía

haber de complejo y misterioso en la enfermedad de una joven de diecinueve años,

para desconcertar a un hombre con unos conocimientos y experiencia tan vastos

como el doctor Van Helsing?

Cuando estimé que le había concedido tiempo suficiente para examinar con

detenimiento el documento, regresé abajo en un estado de nerviosismo y anticipación.

Encontré al doctor paseándose por la sala, con el rostro iluminado por la emoción.

—¡Oh, señora Mina! —dijo, dirigiéndose a toda prisa hacia donde yo estaba y

tomándome de las manos—. ¿Cómo decirle cuánto le debo? Este documento es un

rayo de luz. Anotó todos los sucesos cotidianos con tal detalle, con tal sentimiento

que destila verdad en cada frase. ¡Es más de lo esperaba!

—Entonces ¿será de utilidad?

—¡Infinitamente! Ya ha respondido a mis preguntas. Esto abre una puerta para

mí. Estoy deslumbrado por tanta luz, pese a que las nubes y la oscuridad rondan por

aquí.

No pude evitar sonreír ante su excentricidad con las palabras. Nunca había oído

hablar a nadie de ese modo.

—¿Hay algo que desee preguntarme acerca de aquellas semanas en Whitby,

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doctor?

—En estos momentos, no. El documento habla por sí solo. —Y añadió con

ingente solemnidad—: Le estoy muy agradecido, señora Mina. Si en algún momento

Abraham Van Helsing puede hacer algo por usted o por los suyos, confío en que me

lo haga saber. Será un honor y un placer contarme entre sus amigos. —Continuó

ensalzando lo que él llamaba mi dulce y noble naturaleza durante un momento tan

prolongado que terminé diciéndole que era demasiado elogioso, y al final me

preguntó—: Su esposo… ¿se encuentra bien? ¿Ha pasado ya esa fiebre que

mencionaba usted en sus cartas?

Dejé escapar un suspiro.

—Creo que estaba casi recuperado, doctor, pero la muerte del señor Hawkins le

ha afectado mucho.

—Ah, sí. Lo lamento muchísimo.

—Entonces, cuando la semana pasada estuvimos en Londres, sufrió una gran

impresión que ha empeorado las cosas.

—¡Un susto, y tan pronto después de la fiebre cerebral! Eso no es nada bueno.

¿Qué sucedió?

—Creyó ver a alguien que conocía. Eso le hizo recordar cosas aterradoras y

terribles sucesos que, según creo, pueden hacerle recaer en su enfermedad.

El doctor Van Helsing abrió los ojos desmesuradamente.

—¿Eso sucedió en Londres? ¿A quién vio? ¿Qué recordó?

Una vez más, las lágrimas anegaron mis ojos. Con un súbito cúmulo de

emociones, recordé el horror que Jonathan había vivido en Transilvania, el misterio

que representaba su diario y el temor que me había embargado desde que lo leí.

—¡Oh! Doctor Van Helsing, no me atrevo a contárselo. ¡Si usted supiera cuánto

ha sufrido mi pobre Jonathan! Pero… antes ha dicho que estaba especializado en el

cerebro humano. Le suplico que, si algo ha podido hacer hoy por usted, tenga la

bondad de ayudar a mi esposo. ¿Puede curarle?

El doctor Van Helsing me cogió las manos y me aseguró, con un tono de voz

afectuoso y compasivo, que estaba convencido de que el sufrimiento de Jonathan

estaba dentro de su campo de estudio y de su experiencia. Me prometió que haría

cuando estuviera en su mano para ayudar a mi esposo.

—Pero está usted demasiado pálida y alterada para continuar. No hablemos más

de esto hasta que hayamos comido.

Durante el almuerzo, el doctor Van Helsing dirigió resueltamente la conversación

hacia otros temas y yo acabé recobrando la compostura. No dijo mucho acerca de sí

mismo, salvo que vivía solo en Ámsterdam y que viajaba con frecuencia. Parecía

llevar una vida muy solitaria y estar tan entregado a su trabajo que le quedaba poco

tiempo para tener amigos o relaciones.

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Más tarde, después de que regresáramos a la sala y nos sentáramos, el doctor Van

Helsing se volvió hacia mí y me pidió amablemente:

—Ahora cuéntemelo todo sobre Jonathan.

—Doctor —dije tras un momento de indecisión—, lo que debo contarle es tan

extraño que temo que se ría y piense que soy una mujer débil y estúpida… y que

Jonathan es un demente.

—Oh, querida, si supiera usted cuán extraño es el asunto que me trae por aquí,

sería usted quien riera. No me dedico a estudiar las cosas normales de la vida. Lo que

me interesa son las cosas extraordinarias, aquello que le hace a uno dudar de su

cordura. He aprendido a no despreciar las creencias de los demás y a mantener la

mente abierta.

—¡Gracias, señor! —exclamé sumamente aliviada. Reflexioné durante un

momento y luego añadí—: Dado que ha encontrado mi diario esclarecedor, tal vez…

en lugar de hablarle yo sobre los problemas de Jonathan… prefiera leerlo usted

mismo.

—¿Leerlo? ¿Quiere decir que… su esposo también llevaba un diario?

—Así es. Es un relato de todo cuanto pasó cuando estuvo en el extranjero. Es más

extenso que el mío, pero también lo he pasado a máquina. Debe leerlo usted mismo y

luego contarme qué opina.

Él aceptó los papeles con agradecimiento y manifiesta excitación, prometiéndome

que los leería esa misma noche.

—Esta noche pernoctaré en Exeter, señora Mina, y hablaremos de nuevo mañana.

Me gustaría ver a su esposo entonces, si es posible.

El doctor Van Helsing me besó la mano y se marchó.

Pasé el resto de la tarde en un estado de frenética preocupación y abstracción,

alternado con períodos de esperanza y reproche hacia mí misma.

A las seis y media de esa tarde, me entregaron en mano una carta que me levantó

el ánimo.

Exeter, 25 de septiembre, las 18.00 h.

Querida señora Mina:

He leído el maravilloso diario de su marido. Puede usted dormir

tranquila. Por extraños y terribles que sean los hechos, ¡son reales!

Apostaría mi vida en ello. Podría ser terrible para otros, pero ni él ni usted

corren peligro. Él es un hombre noble y, permítame que le diga, por mi

experiencia con los hombres, que alguien que haya hecho lo que él hizo,

bajar por aquella pared hasta esa habitación y entrar en ella, no una, sino

dos veces, no puede sufrir un daño permanente a causa de una fuerte

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impresión. Su cerebro y su corazón están bien; se lo juro, antes siquiera de

haberle visto. Esté usted tranquila. Tendré muchas preguntas que hacerle a su

esposo sobre otras cuestiones.

Celebro haber ido hoy a verla, pues he aprendido de golpe tanto que, una

vez más, estoy deslumbrado. Debo reflexionar.

Su fiel servidor,

ABRAHAM VAN HELSING

Momentos después de que llegara la carta recibí un cable de Jonathan; en él me

decía que había concluido sus negocios y que regresaba antes de lo previsto… aquella

misma noche, de hecho.

Eufórica, me apresuré a enviar una nota al doctor Van Helsing invitándolo a

desayunar a la mañana siguiente.

Eran las diez y media cuando Jonathan entró por la puerta y yo corrí a sus brazos.

—¡Cariño, tengo increíbles noticias! ¡Espera a que te las cuente!

—¿De qué se trata? Santo Cielo, Mina, pareces muy exaltada. ¿Qué ha sucedido?

—Ven al comedor —dije tomándole de la mano—. La cena está lista y te lo

contaré todo mientras comemos.

Durante la cena le hablé a Jonathan acerca de la visita del doctor Van Helsing,

comenzando con lo que le había sucedido a Lucy. Él me escuchó con silenciosa

compasión, expresando su pesar por el fallecimiento de mi amiga y compartiendo mi

desconcierto por la causa de la muerte. No obstante, se alarmó cuando le hablé de su

diario.

—¿Lo has leído? —espetó, dejando caer el tenedor en el plato—. Pero ¿por qué?

Creí que habíamos acordado…

—Dijiste que solo podía leerlo si el deber así lo exigía. Ese momento ha llegado,

cariño. Cuando viste a aquel hombre en Piccadilly tuviste una reacción tan violenta y

terrorífica que supe que tenía que actuar. Ahora comprendo por lo que has pasado.

—Santo Dios. Esperaba que nunca llegásemos a esto. —Se pasó los dedos por el

cabello castaño con gran desasosiego—. ¡Qué pensarás de mí! Vamos, dilo. Crees que

estoy loco.

—Nada más lejos de la realidad. Lo que creo, Jonathan, es que estás

perfectamente cuerdo y que eres un hombre muy valiente… y el doctor Van Helsing

piensa lo mismo.

—¿El doctor Van Helsing? ¿Quieres decir que le hablaste del diario a él?

—Hice algo más que hablarle. Lo copié todo a máquina y se lo entregué, junto

con mi propio diario. ¡Mira! Aquí tienes la carta que el doctor Van Helsing me ha

enviado esta misma tarde. ¡Dice que todo es cierto!

Mudo de asombro, Jonathan tomó la carta del doctor y la leyó boquiabierto. A

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continuación, como si fuera incapaz de comprender las palabras de aquel trozo de

papel, lo leyó por segunda vez.

—Es cierto… todo es cierto —murmuró asombrado. Se puso en pie profiriendo

un grito triunfal y haciendo que la silla cayera al suelo—. ¡Dios mío! ¡Es increíble!

No tienes ni idea de cuánto significa esto para mí.

Se paseó por la estancia presa de la excitación, con la carta en la mano.

—Era la duda la que me consumía, Mina. La terrible duda sobre la veracidad de

todo aquello. Me sentía impotente y en la oscuridad. No sabía en quién o en qué

confiar, ni siquiera en la evidencia de mis sentidos. De modo que intenté olvidarlo y

sumergirme en mi trabajo, en lo que, hasta la fecha, había sido la rutina de mi vida.

Pero esa rutina dejó de serme útil, pues desconfiaba de mí mismo.

—Te comprendo, cariño.

—No, tú no puedes comprenderlo… no de verdad. No imaginas lo que es dudar

de todo, incluso de ti mismo. —Dicho aquello, me hizo levantar y me estrechó entre

sus brazos—. ¡Oh, Mina! ¡Mina! Gracias por esto. Me siento como un hombre nuevo.

He estado enfermo, pero la enfermedad no era más que mi propia falta de confianza.

¡Estoy curado y, de eso, he de darte las gracias a ti!

Nos abrazamos de nuevo, riendo. No había visto a Jonathan tan feliz y con tanta

confianza en sí mismo desde el día que había partido en viaje de negocios, hacía

meses. Sin embargo, la atmósfera de euforia que nos envolvía no tardó en

desvanecerse cuando la realidad de aquello a lo que nos enfrentábamos se abrió paso.

—Si todo es cierto —dijo Jonathan mientras sacudía la cabeza con creciente

horror—, entonces ¿a qué clase de criatura, en mi ignorancia, he ayudado a

trasladarse a Londres?

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J

9

onathan se reunió con el doctor Van Helsing en su hotel, a primera hora de

la mañana siguiente, y juntos fueron hasta la casa. Cuando llegaron,

estaban tan enfrascados conversando el uno con el otro que nadie podría

haber imaginado que acababan de conocerse; parecía que fueran amigos

desde hacía años.

—Así pues, ¿piensa que era el conde Drácula a quien vi en Piccadilly? —dijo

Jonathan cuando los tres nos sentamos a la mesa y nos servimos huevos y arenque

ahumado.

—Es muy probable —repuso el doctor Van Helsing.

—Pero si era él, ¡entonces ha rejuvenecido! ¿Cómo es posible? Y ¿qué hay de

todo lo demás que vi en el castillo? ¿Cómo puede ser?

—La respuesta a esas preguntas no es tan sencilla, señor Harker. He leído los

diarios que ambos escribieron con tanta honestidad y detalle. Son ustedes

inteligentes. Razonan bien. Debo preguntar, después de todo lo que vieron y de sus

experiencias, si tienen alguna idea, alguna sospecha, de la clase de ser al que nos

enfrentamos.

Jonathan me miró brevemente y, acto seguido, negó con la cabeza.

—En realidad, no, doctor.

—Cuando leí el diario de Jonathan, pensé… me pregunté… —comencé a decir,

pero me detuve, sonrojándome.

—¿Qué se preguntó, señora Mina?

—Nada; es demasiado inverosímil, demasiado absurdo.

—Ah —replicó Van Helsing con un suspiro—, es culpa de su ciencia, que quiere

explicarlo todo; por eso reaccionan así. Pero todos los días vemos cómo a nuestro

alrededor surgen creencias que se consideran nuevas, pero que son muy antiguas.

Díganme, ¿alguno de los dos cree en el hipnotismo?

—¿Hipnotismo? —repitió Jonathan—. Antes no, pero supongo que ahora sí,

después de haber leído la obra de Jean-Martin Charcot.

—Sí —convine—. Los informes de Charcot son fascinantes. Demostró que, con

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su mente, podía leer el alma de los pacientes que se encontraban bajo su influencia.

—¿Están ustedes convencidos de que es posible que el hipnotismo… sea una

ciencia comprobada? —Ambos asentimos y el doctor Van Helsing prosiguió—:

Conforme a eso, imagino que también deben de creer que es posible leer el

pensamiento.

—No lo sé —adujo Jonathan.

—Y ¿qué me dicen de la transferencia corporal? ¿La materialización?

—Mire, doctor —dijo Jonathan frunciendo el ceño—, sé que ha dicho que todo lo

que me sucedió en Transilvania era verdad… y me ha liberado de una pesada carga

saber que no lo imaginé todo en un arrebato de locura… pero sigo sin entender cómo

puede ser posible todo eso. Y no comprendo adónde quiere ir a parar.

—Eso es porque piensa como un abogado, mi joven amigo. Contempla los hechos

y, si puede comprender algo, entonces eso existe. Lo que digo es que hay cosas que

uno no puede entender, pero que existen. Galileo comprendía la verdad de la tierra y

el cielo, y por ello fue acusado de herejía. Es más, hoy en día se hacen cosas en las

ciencias físicas que habrían sido tildadas de diabólicas por los mismos hombres que

descubrieron la electricidad… ¡que no mucho antes habrían sido quemados por

brujos! ¿Conocen todos los misterios de la vida y la muerte? ¿Pueden decir cómo es

posible que un faquir hindú muera y sea enterrado, su tumba sellada plantando maíz

encima y, años más tarde, los hombres abran su ataúd y descubran que no está

muerto, sino que se levanta y camina entre ellos?

—Eso desafía toda explicación, doctor —declaró Jonathan—, si es que ha

sucedido realmente.

—¡Ah, claro que ha sucedido! Ha sido corroborado en muchas ocasiones. —

Dejando la taza de café, el doctor Van Helsing nos miró desde el otro lado de la mesa

con los ojos brillantes—. Señora Mina, ¿cómo define usted la fe?

—¿La fe? Una vez escuché que la fe es la facultad que nos permite creer en cosas

que consideramos que no son ciertas.

—¡Sí, señora, exacto! Para lo que voy a contarles a continuación ambos deben

tener esa clase de fe. ¿Saben que los hombres, de cualquier época y lugar, creen que

hay algunos seres que viven eternamente? ¿Que hay hombres y mujeres que no

pueden morir?

—He leído acerca de dichas supersticiones —dije tranquilamente.

—¿Son supersticiones? —respondió el doctor Van Helsing—. Reconozco que,

también yo, he sido escéptico. He leído enseñanzas y documentos del pasado que

ofrecían teorías y pruebas. Pero no podía creer todo lo que leía, no hasta que lo viera

con mis propios ojos. Hoy nos enfrentamos a un gran rompecabezas, a un enigma…

¿no es así? Queda mucho por aprender y descubrir, pero usted, señor Harker, ha visto

parte de ello en Transilvania; y usted, señora Mina, ha visto otra parte en Whitby, y el

www.lectulandia.com - Página 126

doctor Seward y yo hemos visto más evidencias con la señorita Lucy, en su

enfermedad y en su muerte.

—¿Con Lucy? —repuse, confusa.

—¿Qué relación guarda la muerte de Lucy con lo que yo viví en Transilvania? —

inquirió Jonathan.

—Todo. Y creo que conoce la respuesta. Ambos están familiarizados con el

folclore de la Europa del Este, ¿no es cierto? Usted hacía referencia a ello en las

primeras páginas de su diario, señor Harker, pero el concepto es tan inquietante que

lo olvidó. Y usted, señora Mina, observó cómo la señorita Lucy palidecía y se

debilitaba cada vez más a causa de la pérdida de sangre. Vio las dos pequeñas marcas

rojas en su garganta, marcas que al doctor Seward y a mí nos alarmó descubrir

durante los días previos a su muerte.

—¿Quiere decir que los pinchazos que yo le hice con el broche, los cuales…? —

comencé, pero mientras las palabras salían de mi boca, comprendí la verdad. Era

como si mi mente hubiera contemplado todo lo que había visto, leído y me habían

contado y, por fin, encajara todas las piezas de un espantoso rompecabezas. Mi

cuerpo se estremeció de terror—. ¡Oh! No se trataba de pinchazos hechos por un

broche, ¿verdad, doctor? Las marcas en la garganta de Lucy fueron hechas por un…

por un…

—¿Sí? —El doctor aguardó, con los ojos azules relampagueando.

Mi voz se redujo a un susurro y tuve que obligarme a continuar, apenas era capaz

de dar crédito a las palabras que estaba pronunciando:

—Fueron hechas por un ser que… ¡que bebe sangre! ¡Un vampiro!

Van Helsing asintió sombrío.

—Eso creo, señora. Sí, eso creo.

El rostro de Jonathan adquirió entonces un tono blanco como la cal.

—¿Un vampiro? ¿Está diciendo que los vampiros son reales y no una superstición

popular? ¿Que… que los muertos pueden, realmente, volver a la vida?

—Existen misterios, amigo mío, que los hombres únicamente aciertan a imaginar;

que época tras época consiguen dilucidar solo en parte. Creo que nos encontramos

ante uno: la prueba de que Nosferatu, el no muerto, existe.

—¡Oh! —exclamé estremecida.

—Aquellas mujeres del castillo —agregó Jonathan animado—, cuando sentí las

afiladas puntas de los dientes de una de ellas en mi cuello, me pregunté si era

posible… pero me dije a mí mismo que no, que eso era imposible, que era una

locura…

—Igual que los murciélagos nocturnos que dejan secas las venas de sus víctimas

—dijo el doctor—, creo que esas mujeres le habrían hecho lo mismo a usted, señor

Harker, de haber tenido la oportunidad.

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—¡Santo Dios! —exclamó Jonathan, horrorizado.

—¿Y el conde Drácula? —pregunté—. ¿Es también un vampiro?

—El conde no come ni bebe; tiene una fuerza sobrehumana; duerme de día

sumido en un profundo trance, sobre la tierra de su patria… que, según se dice, es el

único modo de recuperar su fuerza y sus poderes, y se le ha visto rejuvenecer, cosa

que Nosferatu puede hacer, tal vez cuando se sacia completamente de sangre. Creo

que podemos asumir, sin temor a equivocarnos, que el conde Drácula es un vampiro,

sí.

—¿Qué otros aterradores poderes posee ese monstruo? —interrumpió mi marido

—. ¿Puede desvanecerse en el aire, igual que hicieron esas repugnantes mujeres?

—En estos momentos solo puedo hacer conjeturas —repuso Van Helsing—, pero

después de leer sus relatos, una cosa parece segura: el conde ha logrado sus planes y

ha llegado a Londres. ¿Cómo llegó hasta aquí? En barco, creo. Y ¿por dónde entró en

el país? Yo les diré por dónde: creo que atracó en Whitby.

—¿En Whitby? —dije, sorprendida. Y, de repente, la última pieza del

rompecabezas encajó en su lugar y vi los hechos tal como los veía el doctor—. ¡Las

cincuenta cajas de tierra!

Van Helsing me miró enarcando sus pobladas cejas con aprobación.

—Tiene usted una esposa buena e inteligente, señor Harker. ¡Ve y comprende!

Pero, señora Mina, si su esposo no ha leído aún su diario, creo que debe explicarse.

Le hablé a Jonathan del Deméter, la tripulación desaparecida, el capitán muerto y

aquel extraño cargamento.

—En tu diario, Jonathan, decías que encontraste al conde Drácula tumbado en

una caja con tierra en la cripta, y un total de cincuenta cajas más que los gitanos

estaban cargando en carretas. ¿Es posible que el conde estuviera a bordo del Deméter,

dentro de una de esas cajas? ¿Y que durante la travesía… —concluí con una mueca

—, matara a todos esos pobres marineros para saciar su apetito?

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