Drácula mi amor parte 08

 



—Supongo que nunca lo sabré.

—No es de extrañar que sueñes tan a menudo, Mina, y que parezcas presentir los

sucesos antes de que ocurran.

—Eso explica muchas cosas, ¿verdad?

Ambos nos echamos a reír. Mientras me secaba las manos en la servilleta, me fijé

en la alianza de oro y mis pensamientos se vieron catapultados hacia una dirección

diferente.

—Jonathan, ¿de dónde sacaste el dinero para comprar mi anillo de boda?

—¿Recuerdas el montón de monedas de oro que encontré en el castillo de

Drácula? Tomé algunas. Decidí que era mi tarifa después de todo por lo que había

pasado.

—Eso imaginaba.

Asentí mientras pensaba en lo irónico que resultaba que el propio Drácula hubiera

financiado la alianza que me había unido a su rival, el hombre que despreciaba.

—Siempre que pienso en nuestra boda —repuso—, me siento avergonzado.

Estaba tan enfermo que apenas era capaz de levantar un dedo. Fuiste muy valiente y

nunca te quejaste. Sabes que sigo decidido a que, cuando todo esto termine, cuando

tú… cuando no seas… —Su mirada se desvió fugazmente hacia mi frente y continuó

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con firmeza—: Cuando nuestras vidas sean de nuevo nuestras, tengamos una boda

como es debido, en una iglesia, con damas de honor, flores, música y todo lo que

desees.

—Ya tengo todo lo que puedo desear —le aseguré—. Una boda grande es solo

para complacer a los demás. No tenemos familia y muy pocos amigos. Estar juntos,

seguir adelante con nuestras vidas… eso es cuanto necesito para ser feliz.

Jonathan esbozó una cálida sonrisa al tiempo que alargaba el brazo por encima de

la mesa y me tomaba la mano.

—Eres un tesoro, Mina. Soy muy afortunado por tenerte.

—Soy yo la afortunada.

Después de almorzar recorrimos la calle principal del pueblo de muy buen humor.

Cuando Jonathan vio que en la panadería vendían tartas de ciruela individuales, mis

preferidas de siempre, insistió en comprar algunas. Degustamos aquellos deliciosos

dulces en un banco de un pequeño parque que daba al río, donde lanzamos migas a

los patos y gansos que se reunían en torno a nuestros pies sobre la verde orilla.

Cuando reanudamos nuestro paseo, Jonathan se detuvo ante la puerta de una pequeña

tienda de artículos diversos y eligió un bastón de los que tenían a la venta.

—¿Qué te parece, Mina? Son la última moda. ¿Necesito uno de estos para parecer

honorable e importante? —Y entonces posó con el bastón en una postura

ridículamente pomposa y cómica.

Una carcajada escapó de lo más profundo de mi ser.

—Puede que sí. Ahora eres un abogado importante.

—Y lo mejor de todo es que eres la esposa de un importante abogado.

Un surtido de viejos libros en el escaparate llamó mi atención.

—Mira. —Señalé un delgado y atractivo volumen que deseé de inmediato—. Son

los Sonetos Completos de William Shakespeare. Siempre he querido tener mi propio

ejemplar.

—Pues entremos y echemos un vistazo.

Jonathan dejó el bastón en su lugar, abrió la puerta del establecimiento y la

sostuvo para que yo entrase.

—Seguramente será caro.

—No me importa.

Entramos en la tienda y Jonathan pidió al dependiente que le enseñara el libro del

escaparate.

—Es una edición antigua y magníficamente encuadernada. —Luego nos dijo un

precio que creí bastante desorbitado, pero Jonathan ni siquiera se inmutó, sino que se

limitó a indicarle con la cabeza al dependiente que me entregara el libro.

Tomé el volumen en mis manos, rocé con los dedos la tapa de suave cuero de

color verde botella y las letras del título repujadas en oro. A continuación pasé las

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hojas con filo dorado admirando la buena calidad del papel, la destreza del impresor y

la familiar y adorada poesía del interior.

—¿Te gusta? —preguntó Jonathan.

—Me encanta.

—Nos lo llevamos —dijo mi esposo.

Esbocé una sonrisa cuando el dependiente fue a envolverlo.

—Gracias, cariño. Siempre conservaré este libro como un tesoro.

—Me alegra que me lo señalaras. Es muy agradable verte sonreír.

† † †

Convocamos una reunión en el despacho del doctor Seward a primera hora de aquella

noche, donde la expedición reveló todo lo que habían averiguado aquel día.

El profesor Van Helsing explicó que había sido una tarea sorprendentemente

sencilla encontrar el barco en el que el conde había partido. En el registro de Lloyd’s

solo figuraba un barco con destino al mar Negro que había salido con la marea: el

Czarina Catherine. Ciertas pesquisas en el muelle, incluyendo ofrecer bebida y

dinero a hombres rudos, dieron como resultado los siguientes hechos: que un hombre

alto y delgado, vestido todo de negro, salvo por un llamativo sombrero de paja, había

pagado al capitán del Czarina Catherine para que aceptara como carga una gran caja

rectangular lo bastante amplia para contener un ataúd. El mismo hombre había

entregado la caja en persona, bajándola de la carreta sin ayuda, aunque era lo

suficientemente pesada para que fueran necesarios varios hombres para subirla a

bordo.

El hombre le pidió al capitán que no zarpara hasta que él hubiera concluido

algunos otros preparativos, solicitud que provocó una buena discusión entre ellos.

—Más vale que se dé prisa —espetó el capitán—, porque mi barco se larga de

este lugar antes de que cambie la marea.

Una fina bruma comenzó a levantarse desde el río, convirtiéndose en una densa

niebla que envolvió el Czarina Catherine por completo. Se hizo evidente que el

buque no zarparía tal como se esperaba. El agua comenzó a subir cada vez más, el

capitán estaba hecho una furia y, entonces, justo cuando la marea estaba alta, el

hombre vestido de negro subió por la pasarela con los documentos necesarios para

que su caja fuera descargada en Varna y entregada a un agente en particular.

Desapareció después de quedarse un rato en cubierta. La niebla se disipó y el barco

zarpó cuando bajó la marea.

No pude evitar sonreír ante las tácticas de Nicolae. Había atraído la atención

sobre su persona de todos los modos posibles: poniéndose un sombrero que estaba

ligeramente pasado de moda; provocando una discusión con el capitán a plena vista

de los estibadores; levantando una caja demasiado pesada para un solo hombre, e

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invocando la niebla que retrasó la partida del barco de un modo tan melodramático.

Al hacerlo, se había asegurado de que su partida llamara la atención y fuera

recordada.

—Y así, mi querida señora Mina —concluyó Van Helsing—, podemos descansar

durante un tiempo, pues nuestro enemigo se encuentra dentro de aquella caja, en alta

mar. Cuando vayamos tras él, lo haremos por tierra, que es mucho más rápido, y le

interceptaremos cuando el barco atraque en Varna.

—¿Está seguro de que el conde permanece a bordo de esa nave? —inquirió

Jonathan.

—Jamás se desprendería de la única caja de tierra que le queda —repuso el

profesor—. E incluso contamos con la mejor prueba de ello: el testimonio de su

propia esposa durante el trance hipnótico de esta mañana.

—En tal caso —intervine—, dado que ha sido expulsado de Inglaterra, ¿no

procederá el conde con prudencia tras su fracaso? ¿No evitará este país para siempre,

como un tigre evita el poblado del que ha sido desterrado?

—¡Ajá! —exclamó Van Helsing—. Su símil del tigre es acertado y voy a

adoptarlo. Una vez ha probado la sangre humana, un tigre ya no quiere otra presa.

Merodea incansable hasta que consigue más. Esta bestia que hemos expulsado de

nuestro poblado es también un tigre. ¡Miren su historia! En vida, Drácula fue un

soberano y un guerrero que cruzó la frontera turca y atacó a su enemigo en su propio

terreno. Fue repelido una y otra vez, pero siempre regresó, con tesón y resistencia. Ha

trabajado durante décadas, quizá siglos, para emigrar a esta ciudad tan prometedora

para él. Recuerden lo que les digo: ¡puede que le hayamos echado hoy, pero volverá!

—Creo que es muy improbable —insistí—, y me parece innecesario perseguirlo.

—¿Innecesario? —gritó el profesor—. ¡Seguirlo es sumamente necesario!

¡Piensen en todas las personas que matará este monstruo, incluso en su propia tierra!

Y la ha infectado, señora Mina, de tal modo que, a su muerte, se convertirá en una

criatura como él. ¡No puede ser!

—¿Y si se equivoca? Usted dijo que, aun cuando bebiera la sangre de Drácula,

puedo vivir mi vida en paz. Solo cuando muera sabremos si represento un peligro

para mí misma y para la humanidad, ¿no es así?

—Es correcto, sí.

—Entonces ¿por qué no dejar que mi vida siga su curso? Y si en efecto me

convierto en vampiro, como teme usted, puede acabar conmigo como lo hizo con

Lucy.

Los hombres me miraron horrorizados.

—¿Está pidiéndonos que esperemos a que muera y que entonces vayamos a su

tumba para clavarle una estaca en el corazón y cortarle la cabeza? —espetó el doctor

Seward.

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—Si es necesario para liberar mi alma, sí. Pero puede que eso no suceda.

—¡Jamás! —exclamó Jonathan.

—¡Inconcebible! —declaró Van Helsing—. No podemos saber cuánto vamos a

vivir el resto de nosotros, señora Mina. Puede que ya ni siquiera estemos aquí para

llevar a cabo tan espantosa tarea.

—Debemos acabar esto ahora, de una vez por todas —insistió lord Godalming.

—¡Debemos acabar con él! —convino Van Helsing—. Pues si fracasamos,

Drácula puede ser el padre o el instigador de una nueva clase de seres, a la que solo

se accede a través de la muerte. ¡Debemos salir como los antiguos reyes de la

cristiandad para redimir su alma y vengar la muerte de la dulce señorita Lucy!

—¡Drácula no mató a Lucy! —espeté con vehemencia poniéndome en pie—.

¡Fue usted! ¡Lucy murió porque le transfundió demasiadas veces!

El silencio se hizo en la habitación. Cinco pares de ojos se clavaron en mí con

pasmada consternación.

—Es cierto. ¡Usted le dio sangre de cuatro hombres diferentes! Existen distintos

tipos de sangre y eso fue lo que la mató.

—No sea ridícula —repuso Van Helsing con impaciencia—. La sangre humana es

igual para todos.

—Ese monstruo la convirtió en vampiro —declaró Seward acaloradamente—.

Contemplamos su dantesca resurrección con nuestros propios ojos.

—Lo comprendo —proseguí con premura—, pero si continúan por este terrible

camino, temo que pueda sucederles algo malo. ¡Por favor! Por mi bien les suplico

que renuncien a esta búsqueda.

Todos los hombres se fijaron en la marca de mi frente. Mientras intercambiaban

miradas en silencio, sentí sus reservas y desconfianza y me di cuenta de que me había

puesto en evidencia. Al hablar así, les había dado motivos para sospechar de mí.

Quizá no para que pensasen que estaba enamorada de Drácula, pero sí que estaba

conchabada con él; que el monstruo, como ellos le llamaban, había envenenado mi

sangre de tal forma que ahora no podía evitar defender su causa a mi pesar, aunque

eso supusiera mi muerte.

—Creo que es mejor que no decidamos nada definitivo esta noche —declaró el

doctor Seward con calma.

—Sí, sí. Consultémoslo con la almohada —respondió Van Helsing con

brusquedad—. Nos reuniremos de nuevo mañana e intentaremos llegar a una

conclusión adecuada.

El plan no está dando resultado, pensé mientras yacía en la cama angustiada.

Ha funcionado en parte, escuché la voz de Drácula en mi cabeza. Creen que he

abandonado el país.

Sí, pero ¿de qué sirve si están empeñados en perseguir ese barco? Cuando

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intercepten la caja y descubran que está vacía, sabrán que los hemos engañado y

doblarán sus esfuerzos por encontrarte.

No cabe duda.

Ya no confían en mí.

Lo sé y lo siento.

¿Qué vamos a hacer?

Pensar y elaborar un nuevo plan.

La comunicación cesó durante un momento. Aunque las ventanas estaban

cerradas, podía escuchar los sonidos de la noche: el débil canto de los grillos, el

viento en los árboles, el lejano aullido de un perro. Con los ojos cerrados, conjuré la

imagen de Drácula en mi cabeza: su apuesto rostro me sonreía con tan íntimo afecto

que sentí que era capaz de ver mi alma. Y, sin embargo, él seguía siendo un enigma

para mí. Había tanto que aún no comprendía, tantas cosas que deseaba preguntarle,

que apenas sabía por dónde comenzar.

Empieza por donde quieras.

Reprimí una tímida risita mientras, sintiéndome culpable, echaba un vistazo a

Jonathan, que dormía junto a mí en la cama. ¿Me acostumbraría algún día al ilimitado

don de Nicolae para leerme la mente en tanto que yo tenía un acceso tan restringido a

la suya?

De acuerdo. ¿Cuándo naciste?

En mil cuatrocientos cuarenta y siete.

Asombrada realicé un cálculo mentar.

Así que tienes… cuatrocientas cuarenta y tres años.

Ya te dije que era un hombre viejo.

También me prometiste contarme quién eras en vida y cómo te convertiste en

vampiro. ¿Me lo contarás ahora?

Te lo contaré en persona. Iré a verte a medianoche.

¿A medianoche? ¿Es seguro?

Aprecié la diversión que teñía sus palabras.

No temas, amor mío. Nadie me ve a menos que yo lo desee.

Quedaba poco para la medianoche. Continué allí tumbada, en la oscuridad,

durante un rato más, escuchando la respiración regular de Jonathan —dividida entre

mi amor hacia él y el que sentía por Nicolae— y los constantes y dolorosos

sentimientos de reproche, fruto de aquella dualidad inmoral.

Al final me levanté sin hacer ruido. Con la ayuda de la luz de la luna que se

filtraba por los postigos, me vestí y, a continuación, me senté a esperar en la butaca

de la pequeña salita del dormitorio.

De pronto un sendero de motas de polvo se coló por las rendijas de la puerta,

uniéndose para dar forma a Drácula. Corrí a los brazos de mi amante mientras me

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despedía con la mano de Jonathan.

Nicolae me besó y se despojó de su larga capa negra para envolverme con ella.

¿Adónde vamos?, pregunté mentalmente.

A Carfax. Vuelve a ser un lugar seguro ahora que piensan que me he marchado.

Me tomó en sus brazos, me llevó hasta el balcón y cerró las contraventanas

cuando salimos. Sentí una ráfaga de aire frío, un zumbido y un estallido de imágenes

y luz, tan familiares ahora para mí, y de nuevo nos encontramos en el salón secreto de

Drácula.

Todo en él era cálido y acogedor como antes. La mayoría de sus libros seguían

colocados en las estanterías y, en el rincón, el retrato estaba aún sobre su caballete en

un lugar destacado. Nicolae me condujo hacia un lugar despejado frente a la

chimenea donde, para mi asombro, vi un fonógrafo nuevo sobre una mesita, con un

cilindro de cera sobre el eje. Había elaborado un cono de hojalata, muy parecido a un

megáfono, alrededor del sinuoso aparato.

—¿Has traído un fonógrafo? —dije sorprendida—. ¿Para qué es el cono?

—Para amplificar el sonido. Es un aparato fascinante, pero he ideado un uso

mejor que el de grabar la voz. Escucha.

Puso el aparato en modo de reproducción y, tras unos momentos, del cono

comenzó a emanar el débil sonido de un violín tocando una melodía que tenía un gran

significado para mí: Cuentos de los bosques de Viena.

Me quedé sin aliento ante aquella maravilla.

—¿Cómo diantres…?

Él señaló hacia un violín cercano guardado en su estuche.

—No sabía que tocaras el violín.

—Hay mucho que desconoces de mí.

Esbozó una sonrisa y me tomó en sus brazos, colocándonos en posición para un

vals. A continuación comenzamos a bailar aquella familiar melodía.

—Qué concepto tan emocionante el de grabar música —exclamé entusiasmada—.

¡Piensa en lo que se puede hacer!

—La calidad y el volumen del sonido… es un problema que debe ser

perfeccionado. Estoy seguro de que otros están trabajando en ello mientras hablamos.

Me hizo girar por la estancia. A pesar de que el espacio era mucho más reducido

que el pabellón donde bailamos juntos por última vez, danzar con él era un placer, y

reí encantada. Para mi sorpresa, las paredes de repente parecieron separarse. La

habitación aumentó de tamaño hasta convertirse en un espléndido y rutilante salón de

baile en el que éramos la única pareja. ¿Lo estaba imaginando? ¿Estaba soñando?

No… sabía que era obra de la magia de Drácula, un truco mental… y me encantaba.

Todo me daba vueltas y, por un momento, olvidé dónde estaba. No existía nada más,

solo la música, aquel hombre que me sostenía la mirada y la sublime sensación de

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estar bailando el vals en sus brazos.

Cuando terminó la pieza, recobré el aliento y alcé la vista hacia él con una sonrisa

en los labios.

—Gracias por grabarlo. Ha sido maravilloso. ¡Podría bailar contigo para siempre

y ser muy feliz!

Nicolae esbozó una amplia sonrisa. La más deslumbrante, sincera y feliz que

había visto en su rostro.

—Te tomaré la palabra —dijo.

Luego me besó.

Más tarde, mientras estábamos sentados en un sillón delante de la chimenea, una

vez que la habitación hubo recuperado su tamaño normal, mis pensamientos

volvieron a la situación que teníamos entre manos. La atmósfera alegre desapareció

reemplazada por una de abatimiento.

—Nicolae, hice lo que me pediste —dije exhalando un suspiro—. Dejé que el

profesor me hipnotizara e intenté que los hombres claudicaran, pero me temo que te

he fallado.

—Has actuado de forma brillante, amor mío. Soy yo quien ha fracasado.

Subestimé a mi enemigo. Mi plan tenía defectos. Pero no importa. Esto nos ha

proporcionado algo de tiempo. La partida de caza no tiene intención de abandonar el

país inmediatamente, ¿me equivoco?

El término «partida de caza» me hizo estremecer.

—No hasta dentro de una o dos semanas. Dicen que el Czarina Catherine no

llegará a Varna hasta dentro de tres semanas. Los cuatro pretenden tomar una ruta

más rápida por tierra que, según dicen, debería llevarles solo cinco o seis días.

—¿Los cuatro?

—El profesor insiste en que Jonathan se quede aquí para velar por mí… una idea

que parece atormentar a Jonathan. Él desea protegerme, pero está igual de ansioso por

buscar venganza.

—No le culpo… dado sus sentimientos hacia ti y lo que cree de mí. —Nos

miramos el uno al otro a la luz del fuego durante largo rato. Luego dijo—: Antes me

dijiste que querías saber quién era antes y cómo me convertí en vampiro.

—Sí.

—Y yo te contesté que algún día te lo explicaría. Me temo que no es una historia

agradable… y pasó hace tanto tiempo que ahora casi carece de sentido para mí.

¿Estás segura de que deseas escucharla?

—Sí. Me contaste que no eras Vlad Tepes, o Vlad el Empalador, como muchos le

llamaban.

—Eso es cierto. —Hizo una pausa y luego me miró—. Vlad era mi hermano.

—¿Tu hermano? —repetí atónita.

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—Dejando a Vlad a un lado, puedo volver la vista y enorgullecerme de mi legado

familiar. Desciendo de un largo linaje de reyes. Nuestro padre era soberano de

Valaquia.

—Entonces ¿eras un príncipe?

—Lo soy… o lo era, ya que en mil ochocientos cincuenta y nueve, Valaquia se

unió a Moldavia para formar el estado de Rumanía. Durante el reinado de mi padre,

nuestro hogar estaba ubicado justo entre las dos poderosas fuerzas de Hungría y el

Imperio otomano. Los regentes de Valaquia se vieron obligados a apaciguar a ambos

imperios para asegurar su supervivencia, forjando alianzas con quien sirviera mejor a

sus intereses en cada momento. Yo era el menor de siete hermanos, cuatro varones y

tres mujeres, y nací cuando mi madre ya tenía una edad avanzada, justo unos meses

después de que mi padre y mi hermano mayor, Mircea, fueran asesinados.

—¡Oh!

—Así pues, como ves, nunca conocí a mi padre… igual que tú tampoco conociste

al tuyo. Mis hermanos y hermanas eran mucho mayores que yo, por lo que daba la

impresión de que fuese hijo único. Era dieciséis años menor que Vlad y cuando nací,

mi hermano Radu y él estaban como rehenes en Adrianópolis, donde mi padre los

había enviado para apaciguar al sultán turco.

—¿Tu padre envió a tus hermanos como rehenes? —Estaba horrorizada.

—Así es. Radu permaneció allí durante años, Vlad fue liberado, pero apenas le

veía. Pasé mi infancia solo, educado por mi madre, una noble transilvana inteligente

y de gran corazón. En mil cuatrocientos cincuenta y tres, cuando tenía seis años, la

cristiandad se vio sacudida por la caída de Constantinopla bajo el yugo otomano.

Toda la región estaba en guerra. En medio de ese caos, Vlad ascendió al trono y

comenzó su reinado de terror.

—¿Es cierto que asesinó a decenas de miles de personas?

—Tal vez a más de un centenar de miles de personas antes de morir —respondió

con amargura—. Vlad disfrutaba contando historias sobre su inhumana crueldad con

todo lujo de detalles. Una mañana, siendo aún un niño, me despertó temprano y me

hizo cabalgar con él durante horas para que presenciara su última victoria. Me quedé

dormido durante el camino y, al despertar, contemplé aterrado a los habitantes de toda

una ciudad empalados en estacas a las afueras de la misma… miles y miles de

personas.

—Dios Santo —grité espeluznada.

—El empalamiento no era su único método de tortura, aunque sí su preferido.

Desde quemar o enterrar viva a la gente, hasta la estrangulación y toda clase de

mutilaciones… baste decir que la lista de torturas que empleaba se asemejaba a un

inventario de herramientas salidas del infierno. Él afirmaba que estaba vengando las

muertes de mi padre y de mi hermano, pero entre la mayoría de sus víctimas se

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encontraba nuestra gente… mujeres, niños, campesinos y lores por igual…

Cualquiera cuyo comportamiento no se adecuara a su rígido código moral o a quien

viera como una amenaza a su soberanía.

Me sentí enferma. Nicolae me miró vacilante.

—Te advertí que no era una historia agradable. ¿Deseas que continúe?

—Sí.

Nicolae se levantó y empezó a pasear mientras retomaba la narración.

—Cada día que pasaba odiaba más a mi hermano, pero era joven y mi madre, mis

hermanas y yo estábamos bajo su protección y poder. Con el tiempo insistió en que

fuera adiestrado como lo era el hijo de cualquier noble europeo… lo que significaba

trabajar con un tutor a fin de aprender todas las habilidades de la guerra que se

estimaban necesarias en un rey cristiano. Matar iba en contra de mi naturaleza.

Siempre que Vlad me observaba, se burlaba de mí y me provocaba para que atacase

con la espada, me llamaba débil. El inútil Drácula que nunca llegaría a ser nada. Me

esforcé con ahínco en el entrenamiento con un único objetivo en mente: ser capaz,

algún día, de luchar contra mi hermano y matarlo.

Entonces intervino la suerte. Los turcos invadieron Valaquia. Por aquel entonces

yo tenía quince años. Vlad nos abandonó y huyó a Transilvania, donde fue detenido y

encarcelado. En lugar de rendirme a los turcos, ayudé a mi madre y a mis hermanas a

escapar. Las llevé a un lugar seguro, al otro lado de las montañas, a Transilvania, a

los ducados que antiguamente gobernaba nuestro padre, y solicité la ayuda del rey.

Mi madre y mis hermanas encontraron refugio allí y yo me fui a la guerra. Durante

catorce años peleé contra los turcos en un sangriento campo de batalla tras otro,

luchando por la libertad de nuestra patria.

Un buen día oí decir que mi hermano había sido liberado de prisión y había

recuperado su trono.

Así comenzó de nuevo su reinado de terror. Cuando yo tenía veintinueve años,

Vlad condujo a un ejército contra los turcos cerca de Bucarest y me llamó para que

me uniera a él. Acudí pensando en acabar con él, pero alguien le mató antes de que

yo llegara. Algunas crónicas afirmaban que fue asesinado por ciudadanos de Valaquia

desleales, justo cuando estaba a punto de expulsar a los turcos. Otras dicen que cayó

derrotado, rodeado por los soldados de su leal escolta moldava.

Incluso oí decir que los turcos enviaron su cabeza a Constantinopla, donde el

sultán la exhibió en una estaca para demostrar que el malvado Empalador había

muerto por fin. Pero mi hermano no murió en el campo de batalla… aunque pasaron

varios años antes de que descubriera la verdad.

—¿Qué verdad?

—Fingió su muerte para escapar de los muchos asesinos que pretendían matarle

después de que recuperara el trono.

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—¿Adónde fue?

—A eso voy. —El rostro de Nicolae fue invadido por una expresión febril. Rojas

llamas ardían tras el azul de sus ojos y era tanta la amargura que destilaba su voz que

me estremecí—. Perdimos aquella batalla y nos retiramos. Estaba cansado de la

guerra. Creyendo que mi hermano estaba muerto, colgué la espada y regresé a

Transilvania, decidido a no volver a luchar. Mi madre había fallecido, pero mis

hermanas vivían en el castillo de un boyardo transilvano… un miembro de la clase

privilegiada… y dos de ellas se habían casado con los hijos de este. El noble, un

conde, tenía dos hermosas hijas gemelas llamadas Celestina y Sabina. Me enamoré de

Sabina y nos casamos.

—¿Os casasteis?

Él asintió y prosiguió con la voz teñida de nostalgia:

—Pronto tuvimos a nuestro primer hijo, un niño al que llamamos Mathias por el

padre de ella. La hermana de Sabina también se casó y tuvo un retoño. Las dos eran

unas madres radiantes. Todos estábamos muy unidos y, durante cinco años, fuimos

muy felices. Pero entonces nuestra suerte cambió. Un buen día, la hija de Celestina

desapareció del patio donde estaba jugando… raptada por los gitanos, según creímos.

Poco después apareció un desconocido en el pueblo.

—¿Un hombre desconocido? —Un mal presentimiento se apoderó de mí.

—Nunca llegué a verlo, aunque sí escuché informes sobre él. De pronto la gente

del pueblo y de las granjas circundantes comenzó a morir. Siempre los encontraban

pálidos y sin vida, como si les hubieran extraído toda la sangre del cuerpo, y con dos

marcas rojas en el cuello donde habían sido mordidos.

—¡Oh! —grité al comprender adónde iba a ir a parar.

—Una noche, se me apareció mi hermano Vlad. Me quedé conmocionado, pues

hacía mucho que lo creía muerto y enterrado. Cuando me recobré del impacto, le

pregunté dónde había estado los últimos cinco años. Profiriendo una escalofriante

carcajada, me dijo que los había pasado viajando.

Cuando estuvo en prisión años antes, se había enterado por un viejo monje de la

existencia de una academia llamada Scholomance, en lo alto de las montañas

transilvanas, donde el mismísimo Demonio enseñaba las artes oscuras a un grupo

selecto. Después de fingir su muerte, Vlad siguió las pistas del viejo monje y buscó la

academia. Finalmente la encontró. Pero no estaba dirigida por el Demonio, sino por

un vampiro muy anciano, sabio y dotado… cuyo nombre era Salomón.

—¿Salomón? ¿Cómo en la Biblia?

—Creo que era el mismo hombre.

Le miré fijamente.

—¿Me estás diciendo que el rey Salomón era un vampiro?

—Se convirtió en uno.

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Conocía la historia de Salomón. Fue el rey más sabio de su época… pero tenía

unos apetitos oscuros, perversos e insaciables. En contra de las órdenes de Dios, hizo

acopio de ingentes cantidades de oro entre su gente, formó un ejército de caballos y

carros, practicó la idolatría, se casó con una mujer extranjera y mantuvo un millar de

esposas y concubinas.

—Dios volvió la espalda a Salomón a causa de sus pecados y desgarró su reino en

dos.

—Sí. De modo que Salomón buscó su salvación eterna por otros medios. Del

Cielo le había sido entregado un anillo mágico que le concedía poder sobre los

espíritus buenos así como sobre los demonios. Se sirvió de dicho anillo para practicar

el arte de la hechicería, decidido a encontrar un modo de hacerse inmortal. Consiguió

la vida eterna, pero a un alto precio.

—Entonces ¿él fue el primer vampiro?

—Quizá, pero es difícil de decir. Lo único que sé es que se adaptó a su nueva

forma y viajó por el planeta durante más de mil años, dando origen a leyendas en

todas partes sobre una extraña criatura que dormía en la fría arcilla de la tierra y se

alimentaba de la sangre de los vivos. Aprendió todos los secretos de la naturaleza y el

clima, el lenguaje de los animales y todo hechizo mágico imaginable y, finalmente, se

asentó en la cumbre de una montaña transilvana, donde ha estado enseñando sus

secretos a unos pocos eruditos… hombres que se convierten en hechiceros vampiros

errantes llamados Solomonarii, o hijos de Salomón.

—¡He leído sobre los Solomonarii! Creía que eran un mito, un producto del

folclore rumano.

—Son muy reales.

—¿Acogió Salomón a tu hermano como estudiante?

—No. Se dio cuenta de que Vlad era realmente malvado y que utilizaría cualquier

habilidad que le enseñara únicamente para hacer el mal. Pero Vlad estaba decidido a

convertirse en inmortal.

Asesinó a uno de los jóvenes Solomonarii, bebió su sangre y se convirtió en

vampiro. Y, como tal, su sed innata de sangre continuó. Con el tiempo decidió volver

a casa.

—¿Fue tu propio hermano quien os transformó a tus hermanas y a ti? —pregunté

horrorizada.

—Sí. Eran jóvenes encantadoras antes de que Vlad les pusiera las manos

encima… dos de ellas eran madres de hijos pequeños. Una noche, cuando entré en

una habitación, sorprendí a mi hermano con los dientes clavados en la garganta de mi

hermana Luiza. Ella estaba pálida y sin vida, él tenía los ojos rojos y de la boca de

ambos chorreaba sangre. Me abalancé sobre Vlad tratando de salvarla, pero era

demasiado tarde. Él soltó a Luiza y, profiriendo un rugido, los hundió en mi garganta.

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Tenía la fuerza de veinte hombres; yo no tenía la más mínima posibilidad contra él.

Sentí cómo la vida se me escapaba. Cuando estaba al borde de la muerte, Vlad

jugó conmigo. Me preguntó si deseaba unirme a él y ser un no muerto. Me dijo que

podía convertirme en inmortal.

Debía elegir si vivir o morir. No tenía ni idea de la clase de decisión que estaba

tomando. Solo sabía que no quería abandonar esta tierra, ni dejar a mi esposa y a mi

hijo. Con mi último aliento le dije:

«Sí, por favor. Sálvame. No dejes que muera».

—¡Oh! —exclamé angustiada.

Los ojos de Nicolae centelleaban alternando entre el azul y el rojo, y todo su

cuerpo parecía vibrar con un odio a duras penas contenido.

—Mi hermano se hizo un corte en la muñeca y me obligó a beber su sangre.

Luego terminó lo que había empezado. Me vació hasta que ya no pude seguir

respirando. Desperté dos días más tarde y me encontré en la tumba familiar… con los

cuerpos de mis hermanas junto a mí. Me levanté confundido. ¿En qué me había

convertido? Me sentía diferente y ardía de cólera por dentro.

Abandoné la tumba y regresé al castillo en busca de mi esposa. Pasé por delante

de un criado que retrocedió aterrado al verme. Podía oler su sangre y ansiaba beberla.

¡Me miré en un espejo y vi que no tenía reflejo! Enloquecí de miedo y horror. Me

transformé en algo grotesco y malvado, pero era un ser al que no podía ver. Encontré

a Sabina, que gritó aterrorizada al verme mientras acunaba a nuestro hijo contra su

pecho para tranquilizarlo.

De pronto, para horror mío, Nicolae se transformó ante mí en la criatura

monstruosa, pálida y de ojos rojos, que había visto unas noches antes en mi

dormitorio.

—¡Me llamó espectro, demonio, monstruo! —dijo con un tono de voz espantoso.

De mi garganta escapó un grito, me puse en pie y retrocedí. Nicolae me miró

como si le sorprendiera verme allí. A continuación se hizo un silencio escalofriante y

recordé que me había dicho que, en ocasiones, cuando se apoderaba de él una

profunda ira, emergía su lado malvado.

Con lo que parecía un esfuerzo hercúleo, Nicolae dominó la ira y retornó a la

forma que conocía y amaba, salvo que sus ojos azules seguían siendo fríos y severos.

No comentó nada acerca de aquella extraordinaria transformación, simplemente se

limitó a proseguir con un tono de voz letal:

—Y los maté.

Le miré con incredulidad.

—Tú… ¿mataste a tu esposa y a tu hijo?

Él asintió.

—Me volví loco. No solo los maté a ellos, sino que masacré a todos los seres

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vivos del castillo, desde los niños y los criados, hasta los ancianos y animales, hasta

que no quedó nada, salvo un río de sangre en cada pasillo y escalera… y mis

hermanas y yo. No tardé en descubrir que también ellas habían cambiado y eran

iguales que yo.

Estaba sin habla. Drácula se paseaba frente a mí, con el ceño fruncido.

—Cuando volví en mí, cuando vi lo que había hecho, me embargó la culpa y el

horror. Vlad me buscó y se rio. ¡Se rio! Luego me dio la bienvenida al redil y me dijo

«Te has superado, hermano. Por fin comprendes la excitación que produce quitar una

vida, la pasión que me ha impulsado durante tanto tiempo». Le miré fijamente, con la

espada todavía en la mano. Creo que hasta ese momento Vlad no entendió el terrible

error que había cometido, pues me había convertido en alguien tan poderoso como él.

Vlad era un espadachín superlativo, pero yo era un vampiro recién creado, lleno de

odio y rabia. Así que… me abalancé sobre él y lo envié al infierno, donde pertenecía.

Más tarde descubrí que las calles del pueblo estaban alfombradas de cadáveres… la

última correría homicida de mi hermano. Todas las muertes, tanto del pueblo como

del castillo, fueron atribuidas a una plaga.

Un escalofrío me recorrió de arriba abajo y tragué saliva con dificultad. Estaba

tan horrorizada y asqueada que no se me ocurría nada que decir.

—Lo siento mucho, muchísimo —murmuré al fin con voz queda.

—También yo. —Nicolae me miró, un profundo y desgarrador remordimiento

atormentaba sus ojos y rostro—. He pasado siglos intentando reparar los crímenes

que cometí aquella noche, pero no puedo perdonarme a mí mismo. El dolor, la

culpa… nunca desaparecen.

—Oh, Nicolae.

Se enfrentó a mi mirada sin ocultar su sufrimiento y vulnerabilidad.

—¿Me odias ahora?

La expresión de su semblante me desgarraba el alma. Reprimí el miedo y el

horror diciéndome a mí misma que el ser malvado de aquella noche se había ido para

siempre. Que era una aberración, el producto de la sangre de su hermano, y que eso

había pasado hacía cuatrocientos años. Me acerqué temblando hasta él, que se

encontraba junto a la chimenea, y le estreché entre mis brazos.

—Nunca podría odiarte.

Nicolae suspiró con profundo alivio y me abrazó con fuerza, como si eso le

consolara.

Permanecimos así, en silencio, durante unos momentos.

—Me sumí en un estado de autocompasión y desesperación tras eso —me

murmuró al oído al cabo de un rato—. Añoraba a mi esposa y a mi hijo con una

dolorosa intensidad que no cesaba. Me despreciaba a mí mismo por lo que había

hecho y me horrorizaba mi insaciable sed de sangre. Mis hermanas se comportaban

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del modo más inmoral… pero yo me juré que jamás volvería a matar.

Deseaba poner fin a mi vida, pero no sabía cómo. Finalmente comprendía lo que

me había pasado y aprendí a vivir con ello. Fui en busca de la Scholomance.

—¿La encontraste? —pregunté sin aliento.

Nicolae retrocedió unos pasos.

—Así es. Era un lugar mágico, curativo. Me quedé cincuenta años allí.

—¡Cincuenta años!

—Salomón no podía hacerme mortal de nuevo, pero era un magnífico maestro…

seguro que lo sigue siendo. Necesitaba tener una educación si iba a vivir para

siempre.

—Así pues, es cierto… ¿no todos los vampiros tienen tus mismos poderes?

—No. Aunque no he conocido a muchos, tan solo a un puñado de Solomonarii y,

durante mis viajes, a unas docenas de vampiros transformados por ellos.

—¿Cómo era Salomón?

—Era un anciano fascinante, sabio y complejo… un hechicero con

extraordinarias habilidades y corazón de oro. Me recuperé bajo su tutela y seguí su

consejo, decidido a aprovechar la eternidad que tenía ante mí para ser mejor.

—¿Qué sucedió cuando te marchaste de la Scholomance?

—Regresé a casa y viví… o debería decir existí… en aquel maldito castillo con

mis condenadas hermanas, viendo pasar los siglos. El feudalismo desapareció con la

plaga, pero el castillo de Drácula y todas sus posesiones me pertenecían. Obtenía

ingresos de los campesinos que trabajaban mi tierra. Mis hermanas y yo

envejecíamos muy despacio. Adoptábamos nuevas identidades en cada generación.

Viajaba siempre que podía, por lo que estuve ausente demasiados años. Mis hermanas

se hicieron fuertes por derecho propio y se volvieron más intolerables cada día. No

realizaban sus actividades con discreción. Los lugareños pronto empezaron a

temernos y a evitarnos.

—Dios Bendito. Es todo tan increíble. ¿No se recoge nada en los libros de

historia sobre lo que te sucedió? ¿Algo que yo pudiera citar para limpiar tu nombre?

—Ni siquiera una nota a pie de página. Soy el hijo olvidado. Pero las atrocidades

cometidas por Vlad Tepes están bien documentadas. Él es el Drácula que recuerda la

historia.

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A

19

quella noche, después de que Drácula me llevara de nuevo al

sanatorio, mi mente estaba tan llena con todo lo que había descubierto

que fui incapaz de conciliar el sueño. Creo que empezaba a quedarme

dormida cuando Jonathan me despertó, ansioso por proseguir con la

reunión del día.

A pesar de mis intentos por unirme a las bromas durante el desayuno, me vi

obligada a reprimir algunos bostezos y estuve a punto de dar varias cabezadas. Más

de una vez descubrí a los hombres mirando ceñudos la cicatriz de mi frente. El

profesor Van Helsing insistió en que regresara a la cama asegurando que mi salud era

más importante que nada que pudieran discutir ese día. Yo así lo hice, aunque dormí

mal, acosada por aterradores sueños de guerra, vampiros, asesinatos, sangre y

demonios.

Cuando desperté eran casi las cuatro de la tarde. Bajé y oí voces dentro del

despacho.

—Jack, hay algo de lo que debemos hablar usted y yo a solas, antes de

exponérselo a los demás —decía el profesor—. La señora Mina, nuestra pobre y

querida señora Mina, está cambiando.

Me detuve ante la puerta a escuchar.

—Yo también lo he notado —decía la voz del doctor Seward.

—¿Escuchó cómo, ayer, la señora Mina defendió al conde de forma tan

apasionada?

—Supongo que se trata de algún tipo de espantoso veneno que le ha inoculado en

las venas y que empieza a actuar —respondió Seward.

—Sí —repuso Van Helsing—. Teniendo en cuenta la dolorosa experiencia de la

señorita Lucy, esta vez debemos estar prevenidos antes de que las cosas vayan

demasiado lejos. Veo que comienzan a aflorar en el rostro de la señora Mina las

características del vampiro. Todavía apenas son perceptibles, pero están ahí si uno

sabe mirar. Sus dientes son algo más afilados y, en ocasiones, sus ojos adquieren

cierta dureza.

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«¡Oh! —pensé indignada—. ¡Qué disparate!». Había intentado disuadirlos para

que dejaran de perseguir a Drácula, cierto… ¡pero mis dientes estaban como siempre!

¡No había sufrido el más mínimo cambio físico y no había motivos para que lo

hubiera! Aunque, naturalmente, ellos no lo sabían.

—Hay más —continuaba el profesor—. La señora Harker apenas dice una

palabra. Parece que una fuerza misteriosa le hubiera atado la lengua. Detesto pensar

en difamar a tan noble mujer, pero sé que saca conclusiones propias sobre todo lo que

está sucediendo. Dada nuestra pasada experiencia, solo puedo suponer lo brillantes y

acertadas que pueden ser. Sin embargo, por alguna razón no quiere, o no puede,

exponerlas.

«Idiotas —pensé—. ¡No he hablado en el desayuno porque estaba agotada!».

—Mi temor es este —decía angustiado el profesor—: Si durante el trance

hipnótico ella pudo decirnos lo que el conde ve y oye… ¿no es menos cierto que él,

siendo un ser tan poderoso, puede obligarla a revelarle lo que sabe?

—¿Quiere decir que podría tener la capacidad de controlar la mente de la señora

Harker?

—Exactamente.

—De ser eso cierto, estaría al corriente de todo cuando pensamos y planeamos.

—Debemos impedirlo. Hemos de mantenerla en la ignorancia en cuanto a

nuestros propósitos. Es una tarea nada grata. Tan dolorosa que se me rompe el

corazón solo de pensarlo, pero debe hacerse. Cuando nos reunamos hoy, he de decirle

que, por razones que no vamos a explicar, no debe volver a asistir a nuestras

reuniones, aunque sí continuará bajo nuestra protección.

—Tendremos que contárselo a Harker. No va a gustarle nada.

No me quedé a escuchar más. Todo aquello era absurdo. Lo mejor era que me

adelantara y actuase, decidí.

Después de cenar, mientras Jonathan y yo nos refrescábamos en nuestro

dormitorio, le dije que esa noche no asistiría a la reunión.

—Pero ¿por qué? —dijo sorprendido y preocupado—. ¿Te sientes mal?

—Estoy bien, te lo aseguro —respondí mientras le enderezaba la corbata y el

cuello—. Pero veo el modo en que todos me miráis ahora. Creo que es mejor que

dispongáis de entera libertad para discutir vuestros movimientos sin que mi presencia

os turbe.

Jonathan asintió en silencio y se marchó. Cuando regresó unas horas más tarde

advertí, consternada, que su conducta había cambiado. Se mostraba callado y

distante, y no era capaz de mirarme a los ojos. No cabía la menor duda de que los

otros lo habían puesto en antecedentes.

Se quedó levantado hasta pasada la medianoche escribiendo en su diario. Cuando

me incliné para depositar un beso en su morena cabeza antes de irme a acostar, sentí

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que se estremecía. Ni siquiera me dio las buenas noches.

—Es ridículo —le dije después a Drácula mientras paseábamos entre los árboles

de su jardín iluminado por la luna, ocultos tras el gran muro—. Mi esposo me trata

como a una leprosa. Todos piensan que he cambiado… pero es mi cicatriz lo que los

ha predispuesto en mi contra y permitido que sus temores emponzoñen su

imaginación.

—Solo ven lo que quieren ver —convino Drácula ceñudo. Me tomó de la mano y

añadió—: Anoche escuché tus sueños. Me temo que mi historia te ha asustado.

Lamento que lo hiciera.

—Me alegro de que me la contaras.

Nicolae me miró a la pálida luz de la luna mientras continuábamos con el paseo.

—He estado toda la tarde escuchando tus pensamientos y entiendo que todavía

hay mucho que deseas saber sobre mí.

—Lo reconozco, Nicolae. Siento curiosidad por muchas cosas.

—¿Quieres que te las cuente ahora?

—Por favor, hazlo.

—De acuerdo. En primer lugar te preguntas cómo puedo transformarme en niebla

o polvo.

—¡Sí! —exclamé fascinada—. ¿Cómo es posible?

—Es un desplazamiento corpóreo, una cuestión de controlar la mente y ciertas

fuerzas de la Naturaleza… aunque no es fácil de explicar.

—Física, otra vez.

—Sí. Incluso un vampiro nuevo puede filtrarse por rendijas no mayores que la

hoja de un cuchillo.

La niebla y el polvo es algo que aprendí mucho más tarde.

—¿Qué se siente al moverse como la niebla?

—Es como ser un fantasma. Puedo ver y oír, pero no puedo tocar o sentir.

—¿Y adoptar forma animal? ¿Pueden hacerlo todos los vampiros?

—No. Me llevó ciento treinta años dominar al lobo. ¡Y otros ochenta en

perfeccionar al murciélago!

Por alguna razón, aquello me hizo reír.

—Muéstramelo. ¡Conviértete en murciélago!

—No.

—¿Por qué no? Ya te he visto convertido en murciélago, en varias ocasiones, de

hecho… aunque no sabía que eras tú.

—Entonces tendrá que bastar con eso.

—¿Por qué?

—Los murciélagos tiene su utilidad, pero son criaturas muy poco agradables. Ver

semejante transformación… solo te desagradaría. No deseo dejar esa imagen en tu

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mente.

—De acuerdo. Entonces conviértete en lobo.

Él sacudió la cabeza, divertido.

—No pienso hacerlo.

—No puedes hacerlo, ¿verdad? —me burlé—. Por eso te niegas a hacerlo. Solo

puedes convertirte en una criatura inferior como un murciélago.

—Puedo convertirme en lobo, te lo aseguro —se molestó—. Es la principal forma

animal que adopto cuando quiero alimentarme sin que me molesten.

—Ah, entiendo. ¿Puedes convertirte en otros animales?

—Sí.

—¿En cuáles?

Nicolae vaciló y me atrajo hacia él.

—Creo que deberíamos dejar el tema.

—¿Por qué?

—Porque —dijo suavemente— prefiero que pienses en mí como en un hombre.

Me besó y yo lo rodeé con los brazos. El deseo se apoderó de mí y mi corazón

comenzó a acelerarse; luego, de repente, me apartó. Sus ojos se endurecieron y todo

su cuerpo se sacudió, como si luchara con toda su voluntad contra alguna fuerza

poderosa que amenazaba con dominarlo.

—Querías ver un lobo —dijo cuando al fin logró controlarse—. Si no tenemos

cuidado, lo verás.

Nos quedamos en silencio durante un minuto mientras procuraba por todos los

medios que mi corazón volviera a su ritmo normal. Me percaté de que habíamos

paseado hasta un extremo de la gran casa que no había visto antes. En la

semioscuridad, distinguí un edificio adyacente de antigua piedra gris que parecía una

pequeña iglesia. Tenía una alta hilera de ventanas de arco apuntado con vidrieras

intercaladas y una gran puerta de hierro forjado y roble.

—¿Es esta la capilla? —pregunté.

—Lo es.

—¿Me permites que entre? He oído hablar mucho sobre tus cajas con tierra. Me

encantaría ver una.

Nicolae frunció el ceño. No parecía que le gustara llevarme adentro pero, ante mi

insistencia, sacó el juego de llaves del bolsillo, abrió la puerta de la iglesia y

entramos. Un olor a humedad y a tierra se respiraba en el ambiente y hacía mucho

frío. Nicolae se apresuró a encender varias velas. En la penumbra pude ver que se

trataba de una iglesia de considerable tamaño, tal vez tan grande como alguno de los

antiguos templos que había en las aldeas. Los altos muros de piedra y el techo con

vigas a la vista estaban cubiertos de polvo y telarañas, que colgaban como esponjosos

harapos hechos jirones, al igual que el altar y las imágenes talladas en piedra que lo

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adornaban.

Cuando Nicolae levantó una vela, vi que allí había más de dos docenas de grandes

cajas rectangulares que parecían estar hechas de recia madera noble sin pulir; la clase

de recipiente que podría utilizarse para enviar objetos grandes, muebles o un ataúd…

pero eran toscas y bastante feas. Las tapas habían sido arrancadas con una palanca y

estaban desperdigadas de cualquier manera por el suelo. Nicolae me tomó de la mano

y juntos nos acercamos a una. Bajé la vista y contemplé la capa de tierra que recubría

el fondo con cierta sensación de repulsión.

—¿De verdad duermes en una caja como esta?

Sentí que se estremecía y percibí su incomodidad ante mi reacción.

—En realidad, yo no duermo. Es más bien un trance. Y solo recurro a una cama

de este tipo cuando debo, siempre que me encuentro lejos de casa.

Reparé en los trozos de oblea desmenuzada —la hostia consagrada— que estaban

esparcidos por el interior de la caja. Retrocedí recordando el dolor insoportable que

había sentido cuando un trozo como aquellos me rozó la frente. Nicolae me miró

comprensivo y me apretó la mano en silencio.

—¿Te afecta la hostia del mismo modo? —pregunté.

—Sí.

—¿Y el crucifijo?

—Los evito de igual forma que evito la luz directa del sol. Ambas cosas hacen

que sienta náuseas y minan mis fuerzas.

—¿Y el ajo?

—Sentía rechazo al ajo los primeros días, cuando acababa de transformarme, pero

creo que tenía más que ver con el olor que con cualquier poder misterioso que posea

la planta. No obstante, parece que existe una firme superstición. —Y, de repente,

añadió—: ¿Has visto suficiente?

Asentí con la cabeza. Nos marchamos por el mismo camino por el que habíamos

entrado y salimos al jardín. Me condujo hacia una especie de sendero que se

internaba serpenteante en la hierba crecida y la maleza, entre los árboles. Anduvimos

en silencio durante un rato mientras intentaba imaginar un futuro lejano en el que

pudiera verme obligada a dormir en una de esas cajas con tierra… una idea que me

provocaba cierto rechazo. De repente me asaltó una duda.

—Si fuera una no muerta, ¿tendría que descansar de día sobre tierra inglesa?

—Depende de dónde mueras. Un vampiro necesita descansar sobre tierra

autóctona de la región donde fue creado.

—¿No representa eso un problema?

—¿En qué sentido?

—Dijiste que estaríamos juntos para siempre. Si tú debes descansar en tierra

transilvana y yo muero aquí…

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—No es más que un simple tecnicismo, amor mío, que tiene fácil solución…

siempre que nadie esté persiguiéndonos. Todavía me queda tierra suficiente aquí, bien

escondida. O podríamos transportar un cargamento de tierra inglesa a Transilvania.

—Veo que lo tienes todo planeado.

—Así es.

De repente hubo una ráfaga de viento y comencé a tiritar. Nicolae se despojó de la

capa y me la echó sobre los hombros.

—Gracias. —Mientras me reconfortaba con el calor de la prenda, le miré y reparé

en que algo pequeño y blanco, como un papel enrollado, asomaba por el bolsillo de

su camisa—. ¿Qué es eso?

Él tocó el rollo con timidez.

—¿Esto? No es nada. Tan solo… un bosquejo en el que he estado trabajando.

—¿Puedo verlo? ¿Por favor?

Con cierta reticencia, sacó el rollo del bolsillo y me lo entregó. Me detuve para

desplegarlo y lo estudié a la luz de la luna. Era un dibujo a lápiz que, sin la menor

duda, había sido realizado de memoria. En él aparecía yo retratada en una pose

romántica, de pie sobre un escarpado precipicio que daba a una accidentada costa y al

mar.

—Son los acantilados de Whitby —dije con una sonrisa.

—No está terminado. Tengo que perfeccionarlo.

—Es hermoso. —Lo enrollé con cuidado y se lo devolví—. Aparte de mí,

¿alguien más ha visto tus dibujos?

—Algunas personas en el curso de los años. Una vez le regalé un cuadro a Haydn.

—¿A Joseph Haydn? —Me eché a reír—. ¿De verdad lo conociste?

—Viajé un poco por el continente hace unos siglos. Fue un fascinante capítulo de

la historia. La música y los bailes eran deslumbrantes. La moda era magnífica, a

excepción de aquellas pelucas y del aborrecible polvo para el cabello. Hombres y

mujeres por igual se vestían con sedas y satenes de vivos colores engalanados con

joyas. La gente asistía a animadas fiestas que duraban toda la noche y dormían de día,

un horario que, como puedes imaginar, se adaptaba bien a mis propias costumbres.

—¿Cómo es que viajaste si estabas obligado a dormir en tierra transilvana?

—Un hombre puede llevar casi todo consigo cuando posee un carruaje y una

carreta.

Nicolae me contó una historia sobre Mozart que me hizo reír a carcajadas.

Continuamos charlando durante largo rato mientras paseábamos por los jardines,

compartiendo anécdotas y experiencias pasadas; un tema que parecía inagotable,

sobre todo en su caso. Podría haber seguido hablando así durante horas; todo en él me

fascinaba. Pero había un tema que llevaba días preocupándome y, al final, tuve que

sacarlo a colación.

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—Nicolae, hay algo de lo que debemos hablar. Esta doble existencia que llevo…

resulta una pesada carga sobre mi conciencia.

—Lo sé.

—Te amo. Pero también amo a mi esposo. La culpa y la vergüenza me corroen

por el modo en que le estoy engañando. Me dijiste que tenía toda una vida para

decidir si me unía o no a ti como no muerta, pero lo cierto es que debo tomar una

decisión ya, y esa decisión me produce tanto dolor…

—No tienes por qué tomar esa decisión aún, cariño.

Suspiré y sacudí la cabeza.

—Claro que sí. No puedo seguir encontrándome contigo a sus espaldas por más

tiempo.

—No tendrás que hacerlo.

—¿Qué quieres decir?

—He estado esperando para contártelo temiendo que eso pudiera causarte pena o

preocupación, pero he ideado un nuevo plan.

—¿Qué plan?

—Ambos sabemos cuánto me odia tu marido y que el ansia que el profesor tiene

por matarme es tan profunda e implacable como lo fue la diabólica necesidad de mi

hermano. Ahora comprendo que el único modo de que sobreviva en paz es que esos

locos me crean muerto de verdad.

Asimilé aquello.

—¿Qué pretendes hacer? ¿Fingir tu propia muerte del mismo modo que lo hizo tu

hermano en el campo de batalla?

—Sí. Nada más los satisfará. He de darles la oportunidad de matarme y ellos

deben verme morir… o creer que han acabado conmigo… con sus propios ojos.

—¿Cómo vas a lograrlo? ¿Pretendes poner en escena una especie de batalla aquí?

—No. Ellos creen que he huido del país en un barco y eso me conviene. Dejaré

que sigan a esa caja hasta Varna… y más allá.

—¿Más allá?

—Dispondré de una mayor ventaja cerca de mi tierra natal, donde conozco

perfectamente la geografía y puedo reclutar la ayuda que necesito. Me marcharé antes

que tú y los demás. He reservado un pasaje en un barco hasta París para mí y una caja

grande con tierra. Desde allí viajaré en el Orient Express. Debo organizar muchas

cosas antes de que tu grupo de cazadores llegue. Y, mientras tanto, he de pedirte una

cosa, Mina.

—¿De qué se trata?

—Debes dejar que el profesor Van Helsing continúe hipnotizándote. Convéncelo

de que estoy a bordo del Czarina Catherine. Dile lo mismo cada día, que oyes ruido

de agua y que estoy en la oscura bodega de un barco. ¿Puedes hacerlo?

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—Sí.

Se detuvo en un despejado espacio de agreste hierba debajo de dos grandes olmos

y se volvió hacia mí. La luna acariciaba su rostro cuando me rozó la mejilla con sus

fríos dedos.

—Una cosa más… debes insistir en que te lleven con ellos.

—¿Que me lleven con ellos?

—Si estás en su compañía, podré utilizar tu mente para seguir vuestro avance y

paradero. Y quiero que estés conmigo cuando llegue el final.

—¡El final! —espeté—. ¡No deseo ver cómo te matan!

—No me matarán, amor mío, te lo prometo. —Me besó afectuosamente en los

labios—. Confía en mí. Haz lo que te he dicho y todo saldrá bien. Creerán que me

han aniquilado para siempre. Después de eso puedes regresar a Exeter con tu esposo.

Podremos vernos de vez en cuando y, un día, si lo deseas… podremos reunirnos.

El frío viento agitaba las frondosas ramas de los árboles a nuestro alrededor.

Aparté la mirada cerrando bien la capa de Nicolae. Intenté imaginarme los días y

semanas que me aguardaban y el papel que él quería que yo desempeñase. Qué

acertado había estado Scott cuando escribió: «¡Oh, qué telaraña enmarañada tejemos

cuando el engaño practicamos!». Parecía que aquella charada en la que estaba metida

jamás iba a terminar. ¡Ojalá pudiera contarles a Jonathan y a los demás todo lo que

sabía! Pero ellos jamás me creerían. Ya había intentado convencerlos para que

cancelaran la expedición y había sido en vano. Tal vez Nicolae tuviera razón: solo

fingiendo su muerte estaría a salvo. Y era necesario que estuviera a salvo.

Aparté de mi cabeza todo remordimiento y me dije que estaba haciendo lo

correcto. Haría todo lo que pudiera para ayudar a Nicolae a llevar a cabo su plan.

Decidí que una vez la caza terminara —cuando llegara el día en que Nicolae fuera

libre—, entonces me armaría de valor para decirle adiós durante el resto de mi vida

mortal. Sería la esposa leal de Jonathan, la esposa que él merecía, y le sería fiel hasta

el día de mi muerte. Y luego… luego… Nicolae me estaba mirando; un rayo de luna

iluminaba su apuesto rostro y sus irresistibles ojos. «¡Y luego —pensé—, seré suya

para siempre!».

Él inclinó la cabeza y me besó profunda y apasionadamente. Cuando le abracé

sentí a través de él que el momento de nuestra separación estaba cerca. De repente me

invadió la tristeza.

—¿Cuándo te marchas? —susurré contra sus labios.

—Hoy.

—¡Hoy!

Se me llenaron los ojos de lágrimas y el nudo que se me había formado en la

garganta me impedía hablar.

—No estés triste, amor mío. —Me enjugó una lágrima de la mejilla con ternura

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—. No estaremos separados mucho tiempo.

—Sí, lo estaremos. Cualquier cosa podría salir mal. Aunque tu plan diera

resultado, pasarán décadas antes de que podamos volver a estar juntos.

—Pero volveremos a estarlo, Mina. Es nuestro destino, tan inevitable como que el

crepúsculo siga al alba. Eres sangre de mi sangre, y aun cuando no estuviéramos

unidos por la sangre, lo estamos en mente y pensamiento y por el amor que

compartimos.

Su boca reclamó la mía con urgencia. Y mientras él me besaba con pasión y su

cuerpo se apretaba íntimamente contra el mío, sentí que éramos dos mitades de un

todo perfecto. Nos prodigamos caricias mutuas y, enseguida, me sentí frustrada por la

ropa que nos separaba, abrumada por el anhelo de tocar su carne desnuda y sentir su

piel contra la mía. Escuché sus pensamientos; estos reflejaban los míos. Sin apartar su

boca de la mía, me quitó la capa de los hombros. Su mano me acarició la cintura, la

espalda, los brazos y luego ascendió para posarse sobre mi pecho. Cerré los ojos y

dejé escapar un débil jadeo; luego oí cómo respiraba con dificultad junto a mi oído y

lo sentí apretarse contra mi cuerpo.

—Ah, amor mío —murmuró contra mis labios—. Te deseo tanto…

Sabía que me deseaba… y no solo mi sangre. Deseaba hacerme el amor y no

podía negar que yo también le deseaba de ese modo. La sola idea hizo que me

embargara la culpa. ¡No podía ser! ¡No podía ser! No hasta que… hasta que fuera una

no muerta. Besarle y tocarle de esa manera era un pecado grave de por sí pues, en el

fondo de mi corazón, sabía que estaba cometiendo adulterio.

Sentí un intenso y penetrante calor en los párpados que descendió cuando su boca

se desplazó para besarme apasionadamente en el cuello. Jadeé de nuevo y mi cuerpo

vibró con la anticipación.

Era consciente de que Drácula no debía beber más sangre mía; él mismo había

dicho que podría resultar peligroso, incluso mortal, para mí. Esa era mi última

oportunidad de detenerlo. Mi última oportunidad…

Pero no deseaba detenerlo. Era la última vez en mi vida mortal que íbamos a estar

juntos. ¡La última vez en tantos años! «Señor, deja que tenga esto para recordarle»,

pensé mientras me pegaba a él. Escuché un rugido animal y, entonces, Drácula

hundió sus colmillos en mi garganta y todo pensamiento racional cesó.

Al principio, mientras sentía cómo mi sangre abandonaba mi cuerpo para formar

parte de él, experimenté el mismo éxtasis, delirante y lánguido, que tanto placer me

proporcionaba. También había otra sensación, una especie de oscuro y maravilloso

hormigueo que parecía impregnar los poros de mi piel. Pero esa sensación cambió al

cabo de unos momentos. Sus manos, que hasta entonces me habían cogido con

apremiante delicadeza, me aferraban ahora de forma tan posesiva que me hacían

daño, y sus dientes se hundían en mi carne con renovada fiereza, arrancándome un

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grito de dolor.

Si me oyó gritar, no prestó atención. El pánico me dominó y luché en vano por

apartarlo de mí. Lo que siempre me había parecido un acto de amor, en esos

momentos se asemejaba más a un violento ataque. Sentí que me debilitaba mientras

Drácula continuaba bebiendo con una brutal avidez que nunca antes había

experimentado.

—Nicolae —susurré—. Por favor… para…

La cabeza comenzó a darme vueltas. Aterrada, pensé: «Este es el final. Voy a

morir».

Y luego todo se volvió negro…

Cuando volví en mí, aún era de noche y me encontraba de nuevo en el balcón de

mi dormitorio, en brazos de Drácula.

—Amor mío, lo siento mucho. No pretendía hacerte daño. —Pude percibir la

angustia, el remordimiento y el desprecio hacia sí mismo en la voz de Nicolae.

Me dejó en el suelo y fijó su mirada en mí.

—Dios mío. Todavía estás sangrando. —Antes de que pudiera parpadear siquiera,

me puso un pañuelo sobre la herida del cuello—. Lo siento muchísimo —repitió—.

Si te he hecho daño esta noche, Mina, jamás me lo perdonaré.

Nos abrazamos con fuerza. Yo temblaba, incapaz de olvidar el absoluto terror que

había sentido cuando el animal que moraba en su interior me había atacado con

semejante brutalidad.

—Debería haber intentado detenerte antes de que empezaras, pero no deseaba

hacerlo.

—Temo que pueda haber consecuencias.

Le miré fijamente con el corazón palpitándome violentamente por la inquietud.

Nicolae había insistido en que solo me convertiría en vampiro al final de mi vida, si

elegía convertirme en inmortal.

¿Tenía aún esa opción?

—¿Cómo sabré si…?

—Para mí el cambio fue inmediato. Fallecí y renací. Dadas las circunstancias,

contigo será diferente. Puede que tarde un tiempo en producirse. Por lo que otros me

han contado, sentirías que cambias lentamente. Puedes sentirte muy cansada y te

resultará más natural dormir durante el día. Podrías tener frío y mareos. Y podría

parecer que tus sentidos se agudizan. La comida te sabrá desagradable y cada vez te

resultará más difícil comer o beber.

—Si noto esos cambios —pregunté presa del temor—, ¿significará que voy a

morir?

—No saquemos conclusiones y esperemos que todo salga bien.

Yo asentí. La idea era demasiado aterradora para pensar siquiera en ella. «No me

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pasará nada —me dije a mí misma—. No me pasará nada».

Me tomó el rostro entre las manos y noté que sus dedos estaban calientes.

—Debo irme. El sol no tardará en salir.

—Te echaré de menos —repuse con voz entrecortada.

—Y yo a ti. Pero te prometo que volveremos a encontrarnos. Y durante el tiempo

que estemos separados, nos uniremos cada día a través del pensamiento. —Me besó

una vez más y cerré lo ojos para saborearlo—. Te amo, Mina.

Abrí los ojos para expresarle los mismos sentimientos, pero él ya se había ido.

Luego me metí en la cama embargada por una gran tristeza y me obligué a mí

misma a pensar en otra cosa a fin de relajarme y conciliar el suelo.

Acababa de quedarme dormida cuando comencé a soñar… y soñé que Drácula

me hacía el amor.

En mi sueño sentía la presión de unas manos cálidas contra mi cuerpo

acariciándome los pechos a través de la delgada tela del camisón. Aquel contacto

hizo que mi piel ardiera. Unos labios reclamaron los míos, ardientes y ávidos,

saboreándome y besándome con febril necesidad. No hizo falta que abriera los ojos

para saber quién era el amante de mi sueño; una vez más me encontraba en brazos de

Drácula.

De pronto aquella barrera de tela que nos separaba ya no estaba. Mi camisón

había desaparecido como por arte de magia y sentí el peso de su largo y duro cuerpo

desnudo apretado contra el mío.

Notaba cómo me ardía la piel contra su carne caliente mientras sus manos me

recorrían con ternura y cada terminación nerviosa parecía hormiguear ante su

contacto. Era consciente de que la pasión que sentía estaba prohibida, sin embargo

sucumbí a ella y me aferré a Nicolae con todas mis fuerzas.

Su cálida y persistente boca descendió hasta mis pechos desnudos, haciéndome

jadear de placer con sus besos y sus caricias. Lentamente, y con la habilidad de un

experto, prosiguió su camino rindiendo tributo con sus labios, su lengua y sus dedos a

todas las partes de mi cuerpo; partes que nunca antes habían sido tocadas de ese

modo y que parecieron cobrar vida por primera vez. Mis sentidos comenzaron a dar

vueltas y luego se mezclaron hasta que tuve la impresión de que podía escuchar la

pasión de su contacto y sentir el profundo azul de sus ojos. Con cada gemido de

placer parecía que saboreaba el aire en lugar de respirarlo.

Ni una sola palabra salió de su boca, pero todo mi cuerpo estaba en llamas. Con el

corazón rebosante de dicha culpable, me estremecí mientras me movía al son de sus

manos, buscando aquel exquisito éxtasis que me hacía sentir. Nicolae tentaba mi

cuerpo como si de un instrumento se tratase, revelando una cadencia en mi interior

cuya existencia desconocía, creando profundas e inimaginables melodías.

Me aferré a Nicolae cuando sentí que me penetraba, apretándome a él, con

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nuestros cuerpos unidos en un solo ser. Mientras nos movíamos al unísono hacia la

cima del éxtasis, me dominó una intensa necesidad que hasta entonces no había

conocido. Justo cuando oí la febril exclamación de Nicolae, noté cómo el centro de

mi feminidad estallaba de placer, como si mi cuerpo se hubiera escindido en un millar

de brillantes fragmentos de sensaciones y luz.

Desperté jadeando y me encontré tendida en medio de las sábanas revueltas, con

el corazón desbocado y aquella intensa y maravillosa sensación reverberando por

todo mi cuerpo. Enrojecí de vergüenza al ver a mi marido durmiendo al otro lado de

la cama. ¡Estaba desnuda! ¡Mi camisón yacía en el suelo a mi lado! Me incorporé

rápidamente y, después de ponerme la prenda de nuevo, mis ojos se fijaron en la

ventana donde, bajo un rayo de luna, creí divisar la estela de un rastro de polvo… o

puede que lo imaginara.

«Dios Bendito —pensé mientras el rubor me cubría por entero—, ¿qué clase de

mujer soy que permito que mi mente y mi cuerpo me traicionen de este modo?». Y, al

mismo tiempo, me preguntaba si era así como debía de ser hacer el amor.

Pese a que todo había sido un sueño —un sueño magnífico y vergonzoso—, me

fue imposible reprimir la sonrisa cómplice que se dibujó en mis labios. Me sentía

como si hubiera vuelto a nacer, renovada, viva… Por primera vez en mi vida sentía

que entendía lo que significaba ser una mujer.

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C

20

uando las primeras luces del alba salieron por el horizonte, llamé al

doctor Van Helsing. Resultaba evidente que estaba esperando que lo

hiciera, pues llegó al cabo de unos momentos, completamente vestido.

—¿Desea que la hipnotice de nuevo, señora Mina?

—Si así lo desea… pero le he llamado por otro motivo. —Y empecé el diálogo

que con tanto esmero había preparado—: Sé que pronto partirán hacia el continente y

que su intención es que yo me quede aquí con Jonathan. Pero debo acompañarlos en

este viaje.

Tanto el profesor como Jonathan parecían sobresaltados.

—¿Por qué razón? —preguntó Van Helsing.

—Estaré más segura con ustedes y también ustedes lo estarán conmigo.

—¿Cómo es eso posible, señora Mina? Corremos un gran peligro y nos

enfrentamos a lo desconocido.

—Por eso mismo debo ir. El conde controla mi mente. Si me lo ordena, intentaré

ir con él… utilizando cualquier recurso y estratagema a mi alcance, aunque con ello

ponga en peligro de muerte a aquellos a quienes amo o a mí misma… incluso a ti,

Jonathan. —La culpabilidad que se reflejó en mi rostro mientras hablaba no era

fingida—. Ustedes son hombres valerosos y fuertes en número. Juntos pueden

desafiarme, pero si Jonathan se ve forzado a protegerme él solo, temo que acabaría

con su resistencia. Además, puedo serles de utilidad para seguirle los pasos a conde.

Puede hipnotizarme mientras estamos en camino y averiguar cosas que ni yo misma

sé.

—¡Llevo diciendo lo mismo durante días! —exclamó Jonathan con entusiasmo

—. Profesor, detesto la idea de quedarme aquí, de brazos cruzados, mientras que

ustedes se enfrentan al peligro… y Mina estará mejor con nosotros.

—Señora Mina, como siempre, es usted de lo más sensata. Me ha convencido.

Debe venir con nosotros.

† † †

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La semana pasó en un abrir y cerrar de ojos. Los hombres estuvieron todo el día

reunidos en secreto encargándose de los preparativos para nuestro viaje por mar. A

pesar de que ahora iba a acompañarlos, no compartieron casi ningún detalle sobre sus

planes conmigo, tratándome con cordialidad aunque con indudable recelo. Seward lo

dispuso todo para que su amigo el doctor Hennessey, que antes ya se había ocupado

de sus pacientes mientras él atendía a Lucy en Londres, se hiciera cargo del sanatorio

en su ausencia. La agenda laboral de Jonathan no era muy apretada cuando se marchó

de Exeter pero, aun así, escribió a su secretario en el bufete explicándole con detalle

todo lo que debía realizar en vista de lo que iba a retrasarse su regreso.

Todos los días Nicolae se introducía en mi mente para informarme del progreso

de su viaje de vuelta a su patria. Cada noche, mientras yacía en mi cama, revivía en

mi mente el mágico sueño de amor que había compartido con él. ¡Oh, ojalá Jonathan

me tocara de ese modo! Pero Jonathan mantenía las distancias.

La noche previa a nuestra partida de Inglaterra, mientras me preparaba para bajar

a cenar, Jonathan irrumpió en nuestro cuarto sonriendo y llevando una caja grande

que parecía proceder de un exclusivo establecimiento de Londres.

—Mina tengo algo para ti.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto una expresión de

regocijo y entusiasmo en el rostro de Jonathan. Me acerqué a él.

—¿Has estado en la ciudad?

—Sí. He visto esto en un escaparate y he pensado en ti. —Dejó la caja sobre la

cama—. Vamos, ábrelo.

Así lo hice… y me quedé boquiabierta. Dentro había una larga capa blanca de

lana, ribeteada con armiño blanco moteado y un gorro a juego de la misma piel.

—¡Oh! —exclamé. Me envolví de inmediato con aquellos elegantes ropajes y

acaricié con los dedos la suave piel del cuello—. ¡Jonathan! ¡Es preciosa! Pero debe

de haberte costado una fortuna.

—No te preocupes por el precio. Si no me equivoco, es una prenda que deseabas

tener desde que eras una niña.

En ese momento no comprendí a qué se refería, pero me puse el gorro de armiño

en la cabeza y fui a mirarme al espejo.

—Parezco una reina.

Tan pronto como aquellas palabras salieron de mis labios, recordé el deseo

infantil al que Jonathan acababa de aludir. Nuestras miradas se encontraron en el

espejo y, por su sonrisa, vi que compartíamos el mismo recuerdo.

—Tenías seis años, puede que siete —me dijo con voz suave—, y yo un par de

años más que tú.

—Estábamos jugando a disfrazarnos en la salita de tu madre, en el orfanato.

—Tú eras la reina. Llevabas un deshilachado y viejo mantel blanco a modo de

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capa, y yo era tu súbdito. —Sonriendo, recreó la escena. Tomó su paraguas, me lo

entregó y luego se arrodilló con aire solemne ante mí—. Su Majestad —dijo,

inclinando la cabeza.

Con una sonrisa, toqué primero su hombro derecho y seguidamente el izquierdo

con el paraguas, y declaré con tono imperioso:

—Os nombro caballero. Levantaos, sir Jonathan. Podéis besarme la mano.

Él se puso en pie y depositó un beso en mi mano; luego hizo una florida

reverencia.

—Os juro lealtad, Su Majestad, y defenderé vuestro honor todos los días del resto

de mi vida.

Nos miramos a los ojos y rompimos a reír.

—Me había olvidado de aquello.

—Aquel día pediste el deseo de que tus padres te encontraran y reconocieran

como a su princesa. Y juraste que algún día llevarías una larga capa blanca ribeteada

del mejor armiño.

—¿Cómo puedes acordarte? —dije maravillada.

—Lo recuerdo todo de ti. Para mí siempre has sido una princesa.

Mientras él hablaba, sus cálidos ojos me miraban con afecto… de aquella forma

en que solía mirarme antes de que hubiera sido marcada.

—Oh, Jonathan.

Él dio unos pasos y me tomó de las manos.

—Mina, estos últimos meses han sido un infierno para mí. Sé que también lo han

sido para ti. Y soy consciente de que me mostré… distante… la pasada semana. Me

siento mal por eso y quiero decirte que lo siento.

—Jonathan, calla —me apresuré a decirle—. Soy yo quien ha estado distante. No

tienes por qué disculparte.

—Sí, debo hacerlo. Sé por qué estás tan callada. Es el veneno que hay en tu

sangre. Y yo he dejado que ese mismo veneno que te ha intoxicado contamine mi

mente. Durante toda la semana te he mirado como si estuvieras infectada o fueras

malvada. He temido tocarte o hablar contigo y he dejado que los demás me

convencieran para que no te contara nada de nuestros planes… ¡Nada! ¡Ni una sola

palabra, conjetura u observación!

—¡Tienen razón! —intervine—. No deberías confiar en mí, pues el conde puede

leer mi mente…

—¡Malditos sean Drácula y sus condenados trucos! Me importa poco que pueda

escuchar cada frase que digo. Odio ocultarte las cosas. Odio verme obligado a vigilar

mis palabras contigo. Eres mi esposa, Mina. Te quiero, te he amado toda mi vida. No

debería haber secretos entre nosotros.

Sentí que se me sonrojaban las mejillas y no pude mirarle a los ojos.

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—No, no debería.

—Si continúo ocultándote mis pensamientos —prosiguió con gravedad—, temo

que cada vez nos separemos más. Sería como si entre nosotros se cerrara una puerta.

No quiero eso… y me niego a seguir haciéndolo. —Me tomó en sus brazos—. Nos

marchamos mañana. Tenemos un largo viaje por delante, pero estaremos juntos. Y en

poco más de una o dos semanas, todo habrá terminado.

—¿De veras?

—Eso espero. Pero si nos lleva más tiempo o si, Dios no lo quiera, fracasamos,

deseo que sepas que no te abandonaré, Mina. ¡Seguiré a ese malvado monstruo hasta

los confines del mundo, si es necesario, para liberarte! ¡Juro que haré todo lo que esté

en mi mano para enviarlo al Infierno por siempre jamás!

Entonces me besó y me abrazó con fuerza. ¿Qué iba a hacer con una lealtad tan

profunda e inquebrantable? ¿Cómo podía saber Jonathan que su amorosa y

desinteresada oferta era lo último que habría deseado escuchar?, pensé mientras

abrazaba a mi marido.

Jonathan me hizo el amor aquella noche. Era la primera vez que habíamos tenido

relaciones íntimas en las casi dos semanas desde que habíamos abandonado Exeter.

Mientras me tomaba en sus brazos, estaba tan deseosa por expresarle mi afecto que

supongo que debí de responder a sus avances con mayor fervor y creatividad que de

costumbre.

—Señora Harker, ¿qué estás haciendo? —preguntó Jonathan en un momento

dado, un tanto sorprendido.

—No lo sé —respondí en voz baja—. ¿No te gusta?

—Sí, claro que me gusta —declaró.

Cuando levanté la vista hacia él en la penumbra, pude ver que una espléndida

sonrisa iluminaba su rostro. Jonathan no tardó en abalanzarse sobre mí y yo hice unas

cuantas sugerencias que le sorprendieron, pero que siguió con mucho gusto.

Creo que compartimos una conexión sumamente satisfactoria para ambos.

Después, mientras yacía resplandeciente entre sus brazos, él se volvió hacia mí.

—Supongo que, después de todo, la sangre de vampiro que corre por tus venas

tiene sus ventajas —me dijo con una sonrisa pícara.

Los dos nos echamos a reír sin poder evitarlo.

† † †

Salimos de Charing Cross seis días después de la partida de Drácula, el 12 de octubre.

Solo llevábamos una muda de ropa con nosotros por lo que, cuando cruzamos el

canal en un barco de vapor, agradecí la preciosa capa blanca que Jonathan me había

regalado y que me protegía de la fresca brisa marítima. Llegamos a París esa misma

noche y, una vez allí, ocupamos los asientos que teníamos reservados en el Orient

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Express. Viajando en tren día y noche, llegamos a última hora de la tarde del día 15 a

Varna, una ciudad portuaria al este de Bulgaria, en el mar Negro, y nos registramos

en el hotel Odessus.

Incité al profesor Van Helsing para que me hipnotizara cada día, justo antes de la

salida o la puesta del sol, momentos que él parecía considerar cruciales para el

proceso telepático. En cada ocasión se repetía el mismo tema.

—¿Qué es lo que ve y oye? —me preguntaba después de pasarme las manos por

delante de los ojos como si me lanzara un conjuro.

Yo fingía sucumbir de inmediato, dándole así la impresión de que podía hacerme

hablar a voluntad y que mi mente le obedecía.

—Todo está oscuro —respondí la primera vez—. Puedo oír las olas rompiendo

contra el barco y el sonido del agua. —Y, al día siguiente, añadí—: Velas y cabos

tensándose y el crujir de mástiles y planchas. El viento sopla con fuerza… puedo

oírlo en la cubierta y en la proa frenando la espuma.

Mis actuaciones parecían satisfacer a todos.

—Es evidente que el Czarina Catherine se encuentra aún en el mar recorriendo

apresuradamente el trayecto hasta Varna —dijo Jonathan.

Antes de abandonar Londres, lord Godalming había dispuesto que su abogado le

enviara un telegrama cada día comunicándole si el barco había sido avistado. El

Czarina Catherine tenía que cruzar el estrecho de Dardanelos, el paso directo entre

Europa y Asia que comunicaba el mar Egeo con el mar de Mármara, a tan solo un día

de viaje de Varna. Hasta el momento no había sido visto.

Cuando llegamos a Varna, el profesor Van Helsing se reunió con el vicecónsul a

fin de obtener permiso para abordar el barco tan pronto atracase. Lord Godalming

dijo a la compañía que la caja contenía objetos robados a un amigo suyo y recibió

autorización para abrirla bajo su entera responsabilidad.

—El conde, aunque tomase la forma de un murciélago, no puede cruzar las aguas

él solo —dijo el profesor cuando nos sentamos a cenar en el comedor del hotel

aquella primera noche—, de modo que no puede abandonar el barco. Si subimos a

bordo después del alba, estará a nuestra merced.

Solo yo sabía que ese plan no daría resultado. Nicolae me había contado que la

teoría del profesor, según la cual los vampiros no podían cruzar aguas en

movimiento, era del todo falsa… y, en cualquier caso, él no se encontraba a bordo de

ese barco.

—¡Abriré la caja y destruiré al monstruo antes de que despierte! —aseguró

Jonathan.

—¿No seremos sospechosos de asesinato si hacemos algo semejante? —preguntó

Seward con preocupación.

—No —repuso Van Helsing—, pues si le cortamos la cabeza y le clavamos una

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estaca en el corazón, su cuerpo se convertirá en polvo y no dejará ninguna evidencia

que nos comprometa.

—¿Por qué en polvo? —preguntó el señor Morris—. El cuerpo de la señorita

Lucy no se convirtió en polvo cuando le hicimos eso mismo.

—Ella era un vampiro reciente, de modo que su cuerpo no se había descompuesto

todavía. El conde Drácula tiene cientos de años. Debe volver al polvo del que salió.

Nicolae se había mantenido diariamente en contacto conmigo desde que partimos

de Inglaterra.

Había tomado nuestra misma ruta con seis días de antelación, viajando en el

Orient Express, descansando en secreto durante el día en el vagón de carga, dentro de

una caja con tierra transportada como cargamento. En esos momentos, según me

había informado, ya se encontraba en el castillo de Drácula, encargándose de los

preparativos necesarios para los sucesos que iban a tener lugar.

¿Y el Czarina Catherine?, le pregunté mentalmente. ¿Qué sucederá cuando el

barco atraque en Varna?

Habrá que esperar y ver qué sucede.

† † †

Pasamos una semana en Varna mientras aguardábamos noticias de cualquier

avistamiento del Czarina Catherine. Durante ese tiempo comencé a sentirme muy

cansada y dormía mucho, a menudo hasta bien entrada la tarde. Perdí el apetito, tenía

frío con frecuencia y había notado que estaba un poco más pálida que de costumbre,

lo que hacía que la enrojecida cicatriz de mi frente destacara más si cabía.

Me daba cuenta de que los hombres se habían percatado de esos cambios y que

estaban preocupados, pese a que delante de mí no hacían comentario alguno al

respecto. Ellos seguían creyendo que me había contaminado la noche en que había

bebido la sangre de Drácula, mientras yo me aseguraba a mí misma que esos

síntomas se debían, simplemente, a la tensión producida por las noches en vela y los

días de viaje.

El 24 de octubre llegó un telegrama en el que se nos informaba de que el Czarina

Catherine había sido visto cruzando los Dardanelos, lo que suponía que atracaría en

Varna al cabo de veinticuatro horas. Los hombres estallaron en una especie de salvaje

y alegre alboroto. Sin embargo, para decepción de todos, el Czarina Catherine no

atracó en Varna al día siguiente, ni al otro. Pasaron cuatro tensos días sin noticias del

barco o del motivo de su demora. Todos estaban muy nerviosos, salvo Jonathan, al

que encontraba cada mañana sentado tranquilamente en nuestra habitación del hotel

afilando el gran machete gurka que ahora siempre llevaba consigo. Ver aquel afilado

kukri me helaba la sangre, pues no podía evitar imaginar con horror lo que podría

suceder si esa hoja llegaba a tocar la garganta de Nicolae, impulsada por la mano

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firme y resuelta de Jonathan.

Jonathan mantuvo su promesa de tenerme al corriente y no tardó en convencer a

los demás para que hicieran lo mismo. Yo continué dejando que el profesor Van

Helsing me hipnotizara dos veces al día y, en cada ocasión, repetía la misma

información. Un día al alba, mientras fingía estar en trance, hizo algo que me dejó

sumamente consternada: me abrió la boca para inspeccionarme los dientes.

—Hasta el momento, no hay cambios —dijo el profesor.

—¿Qué cambios busca? —preguntó el señor Morris.

—¿Recuerdan que los colmillos de la señorita Lucy se alargaron e hicieron más

afilados días antes de que muriera? —repuso Van Helsing. Los demás asintieron con

mucha gravedad—. También busco otros signos. ¿Acaso no lo han notado? La señora

Mina ha perdido el apetito. Si comienza a desear sangre…

—Entonces ¿qué? —inquirió lord Godalming con inquietud.

—Nos veríamos obligados a tomar… medidas —declaró el profesor pesaroso.

—¿Qué medidas? —espetó Jonathan consternado.

Se hizo el silencio.

—«Eutanasia» es un término perfecto y consolador.

—¿Es que ha perdido el juicio? —gritó Jonathan—. ¿Daría muerte a Mina antes

de que llegue su hora? ¡No lo consentiré!

—Amigo John, usted no lo comprende porque no estuvo allí —contestó Van

Helsing—. Todos nosotros fuimos testigos de la abominable resurrección de la

señorita Lucy.

—No era una mujer de carne y hueso —insistió el señor Morris—, sino una bestia

lujuriosa y aterradora. Créame, Harker, seguro que preferiría que su mujer muriera

que estuviera vagando por los campos con una forma monstruosa.

Mi corazón se desbocó alarmado. ¡Santo Dios! ¡Si aquellos hombres se

convencían de que iba a convertirme irremediablemente en un vampiro, me matarían!

Procuré no pensar en que aquello podría suceder, que Nicolae podría haber bebido

demasiadas veces de mi sangre y que…

No te inquietes, proclamó su voz en mi cabeza. Pase lo que pase, estos carniceros

nunca te harán daño. Yo estaré ahí, amor mío. Incluso ahora velo por ti.

¿Dónde?, respondí. ¿Dónde estás?

Cerca. Estoy haciendo avanzar el barco. Dominar el tiempo es una empresa

delicada.

Sonreí para mis adentros. Qué comentario tan despreocupado para tan increíble

tarea. Abrí los ojos rápidamente y esbocé la sonrisa más dulce que pude componer.

—¡Oh, profesor! ¿Qué he dicho? No puedo recordar nada.

Jonathan y el resto apartaron la mirada con una expresión culpable.

—Únicamente nos dice lo que ya sabemos, señora Mina —se apresuró a

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responder el profesor—. El barco continúa su viaje, en alguna parte.

—La niebla debe de haberlo retrasado —comentó lord Godalming—. Algunos de

los barcos de vapor que llegaron anoche informaron de bancos de niebla al norte y al

sur del puerto.

—Debemos continuar esperando y vigilando —opinó el profesor—. El navío

puede aparecer en cualquier momento.

Esa mañana llegó un telegrama y todos nos reunimos en el salón del hotel para

leerlo.

28, octubre, 1890.

LLOYD, LONDRES, A LORD GODALMING, A LA ATENCIÓN DE H. B. M.,

VICECÓNSUL, VARNA.

INFORMAN QUE ELCZARINA CATHERINE HA ENTRADO EN GALATZ HOY A LA UNA

EN PUNTO.

—¿Galatz? ¡No! ¡Es imposible! —gritó Van Helsing conmocionado, alzando las

manos por encima de su cabeza como si discutiera con el Todopoderoso.

—¿Dónde está Galatz? —preguntó lord Godalming poniéndose pálido.

—En Moldavia —contestó Seward sacudiendo la cabeza, aturdido y frustrado—.

Es el puerto principal, a unos doscientos cuarenta kilómetros al norte de donde nos

encontramos.

—Sabía que algo raro estaba sucediendo cuando ese barco se retrasó —declaró el

señor Morris con voz tirante.

Jonathan llevó la mano a la empuñadura del kukri y sus labios se curvaron en una

oscura y amarga sonrisa.

—El conde está jugando con nosotros. Sabe que le esperamos aquí y por eso ha

invocado la niebla para poder evitarnos y dejarnos atrás.

—Me pregunto cuándo sale el próximo tren para Galatz —musitó el profesor.

—Mañana por la mañana a las seis y media —respondí sin pensar.

Todos clavaron los ojos en mí.

—¿Cómo diablos lo sabe? —preguntó lord Godalming.

Me sonrojé. Lo sabía porque lo había mirado y lo había hecho porque sabía que

Drácula no viajaba en ese barco y me había dicho que se vería obligado a ir más allá

de Varna.

—Yo… yo… siempre he sido una obsesa de los trenes —me apresuré a asegurar.

Gracias a Dios era un comentario cierto; Jonathan podía dar fe de ello—. En Exeter

solía mirar los horarios para ayudar a mi esposo. He pasado toda la semana

estudiando los mapas y los horarios. Sabía que si algo salía mal y nos veíamos

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forzados a continuar hasta Transilvania, debíamos hacerlo por Galatz. Solo hay un

tren y sale mañana, como ya les he dicho.

—¡Qué mujer tan maravillosa! —murmuró el profesor.

—¿Qué encontraremos en Galatz? —preguntó Seward—. Sin duda el conde ya

habrá desembarcado y estará de camino.

—Entonces le seguiremos —aseveró Jonathan con renovada determinación.

El profesor Van Helsing apremió a los hombres para que se pusieran en acción

repartiendo el trabajo que había que hacer. Compraron los billetes de tren, obtuvieron

los permisos, se nos concedió autoridad mediante los canales correspondientes para

conseguir acceso al barco en Galatz y, a la mañana siguiente, tomamos el tren en el

que continuamos nuestro viaje.

Sentada junto a la ventanilla del tren, viendo pasar las praderas que se extendían

hasta las lejanas colinas y, más allá, las altas cumbres, me sentía cada vez más

ansiosa e ilusionada… pues cada momento que pasaba me acercaba más a Nicolae.

¿Qué hacemos una vez lleguemos a Galatz?, le pregunté mentalmente.

Debes conseguir que sigan a la caja. Su respuesta llegó pronta y firme. Me

ocuparé de que no consigan alcanzarla.

¿Por qué?

Necesito controlar el tiempo y el lugar en el que van a matarme.

Entonces me dijo lo que quería que hiciese.

† † †

Después de reservar habitaciones en el hotel Metropole de Galatz, los demás se

dispersaron de inmediato. Unos fueron a visitar al vicecónsul y otros a realizar

algunas averiguaciones en los muelles y a hablar con el agente marítimo. Cuando

regresaron aquella noche, nos reunimos en la sala del profesor y me contaron lo que

habían averiguado.

—El Czarina Catherine está anclado en el puerto —explicó Jonathan—. La caja

ha sido descargada por el agente siguiendo las órdenes del señor de Ville de Londres,

que le ha pagado generosamente para que la sacara antes del alba a fin de evitar la

aduana.

—¡De Ville! —repitió el señor Morris sacudiendo la cabeza—. Otra vez ese

hombre… Qué astuto demonio.

—El agente, siguiendo sus indicaciones, entregó la caja a un hombre que tiene

tratos con los eslovacos que comercian río abajo hasta el puerto —repuso Seward—.

Pero el comerciante fue hallado muerto en un cementerio con la garganta desgarrada

y la caja había desaparecido.

—Los lugareños juran que fue asesinado por un eslovaco —explicó Jonathan con

amargura—, pero nosotros sabemos que fue el conde quien lo asesinó para cubrir sus

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huellas.

No fui yo, me dijo Nicolae. ¡Yo intento dejar un rastro que seguir! ¡No deseo

cubrir mis huellas! Aquel comerciante era un ladrón. Intentó estafar a mis leales

szgany. Aunque, naturalmente, tus amigos me atribuyen esa horrible hazaña a mí.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Seward.

—Debemos pensar —repuso Van Helsing sentándose pesadamente en una silla,

con el ceño fruncido de pura concentración—. Por lo que la señora Mina nos ha

contado durante su trance hipnótico de esta mañana, sabemos que la criatura sigue

dentro de esa caja… que, estoy seguro, va camino del castillo de Drácula.

—¿Por qué el conde permanece en la caja ahora que está de nuevo en su patria?

—inquirió lord Godalming—. ¿No podría viajar sin la caja si así lo deseara y retirarse

a descansar solo si lo necesitase?

—Tal vez tema que lo descubran —sugirió Jonathan.

—Sí —convino Seward—. Necesita alejarse de la ciudad sin que le vean o le

reconozcan. Y esos eslovacos… los lugareños dicen que son unos estúpidos asesinos.

Si descubren lo que contiene en realidad la caja, podría suponer el fin del conde.

Ni mucho menos. Los eslovacos que contraté son amigos míos. Han trabajado

para mí desde hace generaciones.

—Recuerden que no le gusta la luz de sol —apostilló Morris— y, según todos los

informes, últimamente ha hecho buen tiempo.

—Eso es cierto —dijo Van Helsing.

Diles que necesito que alguien me lleve de regreso a mi casa.

—A mí me da la impresión —intervine— de que si el conde sigue dentro de esa

caja es porque debe necesitar que alguien le lleve a su hogar. De otro modo, si tuviera

poder para moverse a su antojo, lo habría hecho en forma de hombre, lobo,

murciélago o algo así.

—Estoy de acuerdo —declaró Van Helsing—. Nuestro problema es que la caja

abandonó el barco hace dos días a manos de los eslovacos. Existen numerosas rutas

que podrían haber tomado.

¿Dónde se encuentra ahora?

—¿Por qué no vamos directamente al castillo y la esperamos allí? —propuso

Jonathan.

El profesor sacudió la cabeza.

—El conde puede optar por salir de la caja, amparado por las nubes o la

oscuridad, en cuanto alcance suelo transilvano. No podemos estar seguros de cuándo

o dónde tendrá lugar eso. No, debemos interceptarlo cuando esté en camino. Pero

¿dónde y cómo?

Los hombres guardaron silencio, aparentemente demasiado cansados y

desanimados para hacer sugerencias.

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Ahora.

—¿Me permiten que comparta con ustedes una teoría? —dije.

—Le ruego que lo haga, señora Mina.

—Me parece que todos coincidimos en que la caja transporta al conde de camino

a su castillo en Transilvania. La cuestión es: ¿cómo está siendo transportado? He

estado dándole vueltas a esto.

—Siga —la instó el profesor.

—Si va por carretera, hay infinitas dificultades: gente curiosa que podría

interferir, aduanas y controles de peaje, y existe el peligro añadido de que nosotros,

sus perseguidores, podemos seguirlo con facilidad. También podría ir en tren, pero un

tren es un espacio cerrado que ofrece pocas posibilidades de escapar. Creo que es más

seguro y discreto ir por agua.

—¿Por agua? —repitió Jonathan irguiéndose en su silla con gran interés—.

¿Quieres decir por el río?

—Sí. Lo cual encaja también con la teoría de que necesita que alguien le lleve.

Dijo que durante el trance de esta mañana oí vacas mugiendo y madera crujiendo.

Esos sonidos tendrían lógica si la caja del conde estuviera en una barca en el río. He

examinado el mapa. —Desplegué el mapa de la región sobre la mesa baja que

teníamos delante—. Hay dos ríos que pasan por Galatz en dirección al castillo de

Drácula: el Pruth y el Sereth. Este último, en el pueblo de Fundu, confluye con el río

Bistritza, que discurre en torno al paso del Borgo. El meandro se acerca tanto al

castillo como es posible llegar por agua.

En cuanto mis últimas palabras salieron por mi boca, Jonathan se puso en pie, me

tomó en sus brazos y me besó.

—¡Eres maravillosa! —exclamó.

—Nuestra querida señora Mina es, una vez más, nuestra maestra —declaró el

profesor, eufórico, mientras los demás me estrechaban la mano—. Volvemos a estar

sobre la pista. Nuestro enemigo nos lleva ventaja, pero lo atraparemos. Si lo

alcanzamos durante el día, bajo el sol y sobre el agua, la cual no puede cruzar, nuestra

misión será un éxito. ¡Y ahora, señores, celebremos nuestro consejo de guerra!

Debemos planear qué vamos a hacer cada uno de nosotros.

¿Señores?, espetó Drácula indignado. ¿Cómo? ¿Es que tú no formas parte de ese

consejo de guerra? Qué criaturas tan estúpidas.

Luché por reprimir una sonrisa.

Al menos son estúpidos bienintencionados.

Pensé que era interesante que nadie hubiera establecido que mi conexión mental

con el conde —que tan útil encontraban mientras estaba bajo hipnosis— podría

también utilizarse para obrar en su contra. Resultaba un poco absurdo que Drácula,

tanto si era de día como de noche, necesitara o prefiriera permanecer dentro de la caja

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durante todo el trayecto hasta su castillo, pero a nadie más le pareció sospechoso.

Ellos creían ciegamente en la misión que estaban emprendiendo.

† † †

Después mantuvimos una rápida conversación. Lord Godalming se ofreció a alquilar

una embarcación a vapor y a remontar el río Sereth. El señor Morris dijo que

compraría buenos caballos y seguiría la orilla del río, por si acaso el conde

desembarcaba en alguna parte.

No, oí repentinamente la voz de Drácula. No permitas que se separen. El grupo

debe permanecer unido o me será demasiado difícil controlarlo.

—Creo que es mucho mejor que sigamos juntos —declaré bruscamente—. La

unión hace la fuerza. Sin duda los eslovacos están armados y listos para luchar.

—Sí —repuso Van Helsing—, por eso ningún hombre debe ir solo.

—Pero si mantenemos un solo grupo…

—No, creo que es mejor plan que nos dividamos en facciones —insistió el

profesor.

Maldición. No había previsto esto.

El doctor Seward se ofreció inmediatamente a ir con Quincey.

—Estamos acostumbrados a cazar juntos y los dos, bien armados, podemos hacer

frente a todo.

—He traído algunos Winchester —dijo el señor Morris—. Son muy útiles a la

hora de enfrentarse a una multitud y puede que haya lobos.

—Pero ¿quién irá con Art? —Seward miró a Jonathan mientras hablaba y este me

miró a mí. Me daba cuenta de que mi marido estaba indeciso pues, aunque anhelaba

unirse a la lucha, también quería quedarse conmigo.

—Amigo Jonathan —dijo el profesor—, debe entrar en acción. Primero, porque

es usted joven, valiente y capaz de luchar. Mis piernas no son tan ágiles como antaño

y no estoy habituado a manejar armas mortales. Y segundo, porque tiene derecho a

destruir a ese monstruo que tanto sufrimiento les ha causado a usted y a los suyos.

No puede negarse que es un hombre elocuente, ¿verdad?, oí decir a Drácula en

mi cabeza.

—No podemos arriesgarnos, John —intervino el doctor Seward—. Debemos estar

seguros de que la cabeza y el cuerpo del conde sean separados para que no pueda

reencarnarse. Su kukri finalmente podría ser necesario.

Eso no suena nada bien.

Jonathan asintió en silencio mientras el profesor proseguía:

—En resumen: mientras lord Godalming y el señor Harker remontan el río en una

embarcación de vapor, el doctor Seward y el amigo Quincey vigilarán la orilla a

caballo. Quien se tope antes con el conde, a la luz del día, le matará dentro de su caja.

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Luego todos nos reuniremos en Transilvania, en el castillo de Drácula.

—¿Por qué en el castillo? —preguntó el señor Morris.

—Porque yo voy allí —respondió Van Helsing— para destruir a los ocupantes

que quedan en aquel nido de víboras. Y me llevo a la señora Mina conmigo.

¡Santo Dios!

Jonathan se puso en pie de inmediato.

—Profesor, ¿pretende decir que va a arrastrar a Mina a las entrañas de la trampa

mortal de ese demonio? ¡Por nada del mundo! ¡No sabe usted lo que es ese lugar! ¡Es

una guarida infernal e infame, donde la luna cobra vida para adoptar formas

horripilantes que los devorarían a usted… y a ella!

—Ah, amigo mío, voy precisamente para salvar a la señora Mina de tan terrible

lugar. ¿Y quién sino ella puede conducirme allí? Usted dijo que lo llevaron al castillo

dando un rodeo en la oscuridad y que se marchó presa de una gran angustia mental.

¿Podría encontrar el camino?

—Seguramente no —reconoció ceñudo.

—Con los poderes hipnóticos de la señora Mina, sin duda encontraremos el

camino. No la llevaré al interior del castillo. No, eso nunca. Pero hay un truculento

trabajo por hacer y he prometido llevarlo a término, amigo Jonathan. ¡Daría mi vida

por destruir a aquellos vampiros cuyos ávidos labios sintió usted en su garganta!

Jonathan se dejó caer en la silla, derrotado, al tiempo que un débil sollozo

escapaba de su boca.

—Haga lo que guste —dijo con voz suave. Luego me tomó las manos y las besó

con fervor—. Pero no dejaré que Mina se adentre desarmada en territorio enemigo.

Ese lugar está plagado de lobos.

—Le daremos el arma que elija… y le enseñaremos a usarla.

Es la primera cosa sensata que ha dicho.

Lo siento, Nicolae. He intentado convencerlos para que permanecieran juntos.

No te preocupes. Sin duda eso complicará las cosas… ahora me veré obligado a

seguir la pista a tres grupos en camino, además de a la embarcación de los szgany…

y me niego a representar mi muerte hasta que Van Helsing esté allí para

presenciarla. No sé cómo, pero lograré que funcione.

¿Dónde estás?

En los alrededores. Mina, no podré mantenerme en contacto tan a menudo como

ahora. Solo puedo comunicarme cuando tengo forma humana y habrá muchos días y

noches en los que deba adoptar otra forma. Pero te prometo que estaré velando por

ti.

† † †

Se llevaron a cabo los preparativos pertinentes con mucha rapidez. ¡Es un milagro lo

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que puede conseguirse con el poder del dinero cuando se utiliza correctamente! Los

hombres llevaban consigo un pequeño arsenal. Jonathan se ocupó de que me dieran

un revolver de cañón largo que el señor Morris me enseñó a cargar y a utilizar en el

campo situado detrás del hotel.

—Nunca he empuñado una pistola en mi vida —reconocí.

—Le cogerá el tranquillo, señora Harker —repuso Morris— y créame que le

alegrará tenerla.

Dominé el manejo del arma con sorprendente facilidad. Aunque rogué para no

tener que verme obligada a utilizarla, no podía negar que sentí cierta excitación

cuando él me colocó aquel frío objeto en la mano… y una emoción aún mayor

cuando cargué, amartillé y disparé sucesivamente con el arma a un blanco clavado a

un árbol.

Buen disparo, oí que Nicolae me decía con aprobación. Tal vez no necesites mi

protección después de todo. Solo un consejo: ten cuidado antes de disparar a lobos o

murciélagos. Puedo sangrar… y nunca sabes dónde puedes encontrar un rostro

amigo.

Dado que no había tiempo que perder, el señor Morris y el doctor Seward

emprendieron su largo viaje aquella misma noche, con intención de quedarse en la

orilla derecha del Sereth y seguir sus meandros. Lord Godalming alquiló una vieja

embarcación de vapor, la cual podía gobernar fácilmente gracias a la experiencia

adquirida tras varios años como propietario de barcos similares.

La hora de partir llegó muy pronto. Una vez delante de la puerta del hotel,

Jonathan me miró con afecto.

—Cuide de ella, profesor.

Sentí que me fallaban las fuerzas. La expedición se basaba completamente en mis

indicaciones. No tenía una idea clara de lo que Nicolae les tenía reservado a aquellos

hombres río arriba, salvo la vaga noción de que pretendía fingir su propia muerte. ¿Y

si algo salía mal? Respirando con dificultad recordé de pronto el sueño que había

tenido algunas semanas antes, en el que los cuatro hombres se abalanzaban sobre el

carro que cargaba con Drácula, dentro de una caja… ¡Y todos morían! ¿Y si Jonathan

o alguno de los otros eran heridos?, pensé con los ojos anegados de lágrimas. ¿Y si

Nicolae no sobrevivía?

—No quiero ver lágrimas —me ordenó Jonathan mientras me secaba tiernamente

las mejillas y también me abrigaba con la capa—. No hasta que esto haya acabado…

y solo si son de alegría.

—Te quiero, Jonathan. —Luego le besé—. Ten cuidado.

—Lo haré. Y tú haz lo mismo. No dudes en utilizar ese revolver.

Me besó de nuevo y, acto seguido, se encaminó junto con lord Godalming hacia

el río.

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D

21

ado que no había ningún tren disponible que pudiera llevarnos

directamente a Bistritz, el profesor Van Helsing y yo tomamos un tren

que pasaba por Bucarest y Veresti, la segunda mejor opción, y que

llegaba a última hora de la tarde del día siguiente. De ahí debíamos viajar

hasta el paso del Borgo por nuestros propios medios, ya que el profesor no se fiaba de

nadie. En Veresti, Van Helsing compró un viejo carruaje descubierto y caballos, el

equipo y los víveres necesarios para el viaje y numerosas pieles para mantenernos

calientes. Por fortuna, el profesor hablaba un gran número de idiomas, por lo que no

tuvo problemas para llevar a buen término todas las gestiones.

Nos pusimos en camino aquella misma noche. Pensando en el decoro, Van

Helsing le dijo a la dueña de la posada en la que cenamos que éramos padre e hija. La

mujer nos preparó una enorme cesta con provisiones, suficientes para un regimiento

de soldados.

Viajamos durante tres días con sus correspondientes noches, deteniéndonos tan

solo para comer y avanzando a mucha velocidad. Nos encontrábamos de buen humor

e hicimos todo lo posible por animarnos el uno al otro. El profesor parecía

infatigable; al principio no descansaba y era él quien se encargaba de conducir el

carruaje. Yo me sentía tan exhausta durante el día que apenas era capaz de mantener

los ojos abiertos. A veces caía en un sueño tan profundo que era difícil despertarme.

Me daba cuenta de que el profesor albergaba cada día más recelos hacia mí a causa de

ello. Supongo que no deseaba admitirlo, e insistía en que no era más que el traqueteo

del carruaje por aquel camino sin asfaltar lo que me inducía a tener tanto sueño. El

agotamiento venció por fin al profesor la segunda noche y se vio forzado a

entregarme las riendas. Conduje toda la noche mientras él dormía a mi lado.

Cambiamos los caballos con frecuencia con los granjeros que nos encontrábamos

por el camino, que estaban bien dispuestos a realizar el intercambio por una generosa

suma. Aquello era precioso; campos, bosques y montañas hasta donde alcanzaba la

vista, rebosantes de belleza. La gente con la que nos cruzábamos eran personas

fuertes, sencillas y amables, pero parecían ser muy supersticiosos. El primer día,

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cuando nos detuvimos en una casa para tomar una comida caliente, la mujer que nos

sirvió gritó alarmada y se persignó al ver la cicatriz de mi frente. Luego alargó la

mano y me apuntó con dos dedos haciendo un gesto que imitaba el aspecto de una

pequeña cabeza con cuernos.

—¿Qué significa eso? —susurré al profesor.

—Es un hechizo o una protección para alejar el mal de ojo —respondió en voz

baja.

Me pareció que la mujer había puesto mucho ajo en la comida. Antes me gustaba

mucho, pero ahora no podía soportarlo. No probé la comida… lo que hizo que el

profesor me mirara nuevamente con desconfianza.

Todos los días Van Helsing me hipnotizaba y yo le informaba dando a entender

que Drácula continuaba dentro de su caja, viajando por el río, y cada noche Nicolae

entraba en mi mente para informarme sobre el avance de los demás.

Jonathan y Lord Godalming se han detenido a inspeccionar todos los barcos que

navegan por el río.

Han izado una bandera rumana para hacerse pasar por un barco del gobierno…

son muy listos.

Pero, naturalmente, no han encontrado nada.

¿Y el doctor Seward y el señor Morris?

Continúan cabalgando infatigablemente y sin contratiempos.

El paisaje fue volviéndose cada vez más agreste a medida que avanzábamos. Las

cimas de los Cárpatos, que en Veresti habían parecido tan lejanas y bajas en el

horizonte, ahora nos rodeaban y se elevaban imponentes ante nosotros. En varias

ocasiones avisté un murciélago sobrevolando el cielo en círculos sobre el carruaje

antes de perderse en la lejanía. Dos veces creí divisar un lobo agazapado al amparo

de los árboles mirándonos fijamente. ¿Podría ser Nicolae velando por mí?

Las casas eran cada vez más escasas y distaban más unas de otras, y por la noche

podíamos oír aullar a los lobos. La diligencia de Bucovina a Bistritz nos adelantaba

dos veces al día en el polvoriento camino, pero no vimos a ningún jinete y tan solo

nos encontramos con unos pocos campesinos a lo largo del trayecto. El tiempo era

cada vez más frío y la nieve caía de forma intermitente, fundiéndose con rapidez. Se

percibía una extraña opresión en el ambiente o, tal vez, era solo dentro de mí, pues

conforme avanzábamos, la sangre de mis venas parecía volverse más fría y lenta.

Unas veces me sentía mareada y otras no podía dejar de tiritar, a pesar de la abrigada

capa de lana y de las pieles que Van Helsing había comprado y que me cubrían.

—Deberíamos llegar al paso del Borgo al amanecer —dijo el profesor mientras

continuábamos viajando en la penumbra previa al alba del tercer día—. Tendremos

que quedarnos con los dos últimos caballos que cambiamos, porque puede que no

consigamos otros.

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Sabía que los mapas del profesor pronto no servirían de nada. Jonathan había

escrito en su diario que una vez que se hubo apeado de la diligencia en el paso del

Borgo, había tardado pocas horas en llegar al castillo en el veloz carruaje de Drácula.

Pero, a menos que pudiéramos ver el castillo desde el desfiladero, no tendríamos ni

idea de qué dirección tomar… y mi inquietud crecía por momentos, pues no había

sabido nada de Nicolae en todo el día.

Justo después de que saliera el sol vimos humo procedente de una fogata y

divisamos a una tribu de gitanos acampados junto a unos matorrales no lejos del

borde del camino, acontecimiento que resultó ser de lo más extraordinario.

—Pidamos a esos gitanos que nos indiquen la dirección al castillo de Drácula —

sugirió el profesor deteniendo los caballos y bajándose del carruaje para unirse a

ellos.


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