Drácula mi amor parte 09

 

Cuando nos aproximamos al grupo, admiré el carromato gitano. Estaba pintado de

un color rojo vivo y adornado con volutas doradas, techo redondeado y cortinas

amarillas en las ventanas. Van Helsing saludó a los viajeros, que estaban reunidos en

torno al fuego. Un gitano de aspecto robusto, con cabello negro hasta el hombro y un

bigote del mismo tono, le devolvió el saludo inclinando la cabeza con expresión fría y

adusta. Las mujeres, todas muy hermosas, abrigadas con sus largas capas y con las

cabezas cubiertas por coloridos pañuelos que les caían por la espalda, nos miraron

con recelo y siguieron con la tarea de preparar el desayuno sobre la hoguera.

—No parecen muy amistosos —susurré al profesor.

—Pero puede que nos ayuden.

Van Helsing les preguntó en lo que parecía ser la lengua nativa de los gitanos. En

cuanto terminó de hablar, todos aquellos hombres y mujeres parecieron

completamente aterrados y comenzaron a persignarse. Aquel que nos había saludado

con tanta tranquilidad se puso en pie de repente, sacudiendo la cabeza con

vehemencia y profiriendo una retahíla de frases que no entendí.

—¿Qué sucede? —le pregunté al profesor.

—Por lo que he podido deducir, se niega a compartir esa información, si en

realidad la conoce, y nos ha advertido enérgicamente que no nos acerquemos al

castillo si apreciamos nuestras vidas, pues está habitado por demonios.

Justo entonces se abrió del golpe la puerta del extremo del carromato y de ella

bajó una anciana, con la cabeza cubierta por un pañuelo morado oscuro, que se

dirigió cojeando hacia nosotros sin quitarme la vista de encima. La expresión de su

rostro denotaba tal interés que me quedé paralizada. ¿Por qué me miraba de ese

modo? ¿Sería a causa de la cicatriz de mi frente? Pero no, su atención parecía

centrarse en todo mi ser, como si percibiera algo extraordinario en mí. Se detuvo

frente a mí, me agarró de la mano y la sujetó fuertemente con la suya, que estaba

llena de arrugas, mientras clavaba su mirada en la mía. Luego soltó un pequeño

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gemido y la alegría iluminó su rostro mientras hablaba animadamente con voz áspera.

Me señaló a mí, luego a sí misma y después al resto de los gitanos junto a la fogata…

No comprendí las palabras pero, por sus gestos, deduje claramente su significado.

¡Me estaba diciendo que era una de ellos!

Los demás gitanos se levantaron y me rodearon con gran algarabía y emoción; me

tocaron, me abrazaron y me estrecharon la mano mientras parloteaban sonrientes. Me

sentí tan abrumada que apenas supe qué decir o qué pensar. El profesor mantuvo una

breve conversación con ellos, que no tardó en traducirme.

—Dicen que la anciana sabe cosas. Y ella dice que es usted familia suya. Le he

explicado que es inglesa, pero ella insiste en que su sangre corre por sus venas desde

hace mucho.

Estaba muda de asombro. ¿Sería posible? ¿Acaso mi madre, y yo misma,

descendíamos de aquellas gentes?

Los gitanos nos invitaron a calentarnos junto a la fogata y a compartir el

desayuno, y el profesor estuvo de acuerdo en que podíamos hacer una breve parada.

Pasamos media hora en su compañía, durante la cual nos trataron con generosidad y

amabilidad y nos obsequiaron con sus historias. El profesor me las traducía lo mejor

que podía. Nos contaron que eran miembros del clan Konoria, una de las miles de

tribus gitanas nómadas de Rumanía. La anciana era la vidente y la mayor parte de sus

ingresos provenían de sus lecturas de la buena fortuna. El momento más emocionante

tuvo lugar cuando la mujer me tomó de nuevo la mano.

—Se enfrenta a un gran peligro y se verá forzada a tomar una decisión

trascendental —dijo con la voz cargada de significado—. Escuche lo que su cuerpo le

dice. Está cambiando. Deje que sea él quien le guíe.

Al menos eso fue lo que el profesor Van Helsing me tradujo, con el ceño fruncido

por la preocupación.

Me sentí aterrorizada al escuchar aquel augurio que hablaba sobre peligro,

decisiones por tomar y los cambios que estaba sufriendo mi cuerpo, pero rápidamente

lo aparté de mi mente negándome a creerlo. Incluso los adivinos gitanos podían

equivocarse, ¿no era así?

La anciana también nos aconsejó que nos mantuviéramos lejos del «aterrador

castillo», advertencia que el resto del grupo repitió de forma categórica. Pasaron

treinta minutos en un abrir y cerrar de ojos. Me levanté a regañadientes para

marcharme pues, mientras nos despedíamos con abrazos y apretones de manos, sabía

que era muy poco probable que volviera a ver a aquellas gentes. Los gitanos eran

nómadas por naturaleza, y no daban a conocer sus rutas.

—Bueno, ha sido realmente interesante —declaró Van Helsing cuando nos

pusimos en marcha.

—Nunca he tenido parientes. Hace muy poco me enteré de que mi madre podría

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tener sangre gitana. Es verdaderamente emocionante pensar que alguno de mis

antepasados podría haber sido miembro de ese clan.

—Sí. Pero es una lástima que no pudieran, o no quisieran, ayudarnos a encontrar

el castillo del conde Drácula. Aunque supongo que no debería sorprenderme. —El

profesor guardó silencio durante un momento; luego me miró con una expresión

extraña—. ¿A qué cree que se refería la anciana cuando le dijo que se vería forzada a

tomar una importante decisión?

—Lo ignoro por completo —respondí sintiendo un pequeño escalofrío.

Después de recorrer unos pocos kilómetros más por el mismo camino, coronamos

la cumbre del paso de Borgo y, maravillados, nos detuvimos a echar un vistazo. En

todas direcciones podían verse altísimas montañas y valles cubiertos por frondosos

pinares que se alternaban con algunos árboles caducifolios coloreados con todos los

tonos del otoño, desde el verde hasta el naranja, pasando por el dorado, el amarillo, el

teja y el rojo. Aquello era de una belleza arrebatadora pero, para mi disgusto, no vi el

castillo. No había el menor rastro de existencia humana por ninguna parte.

Hay un camino secundario a poco más de un kilómetro y medio.

La voz de Drácula me llegó de forma tan inesperada que me sobresalté.

Lo he señalado con tres rocas y una cruz de madera, prosiguió, un pequeño

divertimento para Van Helsing. Gira a la derecha y síguelo.

Gracias, pensé, pero, y luego, ¿qué?

Ten paciencia. Yo te guiaré. Ya casi has llegado, casi estás en mis brazos.

—Debemos continuar, profesor —dije en voz alta—. Este es el camino. Un poco

más allá hay un camino secundario.

—¿Cómo lo sabe? Yo no puedo ver el castillo.

—Tengo un presentimiento.

Van Helsing asintió y espoleó a los caballos para que se pusieran en marcha. No

tardamos en llegar al sendero.

—¡Ajá! —exclamó—. ¿Ve la cruz? Los lugareños deben de haberla puesto ahí

como protección y advertencia. En efecto, estamos en el camino correcto.

Celebro que le haya gustado, dijo Drácula con una risita. Tenía los dedos

cruzados mientras la colocaba.

Avanzamos con lentitud. El camino secundario se bifurcaba en muchos otros,

aunque no teníamos la seguridad de que en realidad fueran senderos, de tan

descuidados y cubiertos por maleza que estaban. Para empeorar más las cosas,

comenzó a caer una ligera nevada, pero la voz de Nicolae continuó guiándome. Tuve

la sensación de que nos estaba haciendo dar un rodeo, ya que después de toda una

jornada de viaje seguíamos sin ver señales del castillo. Sin embargo el profesor no

parecía estar preocupado.

Continuamos camino hasta que oscureció, ascendiendo a través del terreno

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pedregoso cubierto por densos bosques. Mientras Van Helsing ataba y daba de comer

a los caballos, yo hice una fogata con algo de leña que habíamos llevado con nosotros

y preparé la cena. Pero el aroma de la comida no me atraía lo más mínimo.

Cuando el profesor se unió a mí junto al fuego, le entregué su plato con una

sonrisa en la cara.

—Discúlpeme, pero ya he comido. Estaba tan hambrienta que no he podido

esperar.

Me di cuenta de que él dudaba de mí, pero se limitó a apartar la mirada y a comer

en silencio.

Van Helsing había comprado varias lonas impermeabilizadas y bastante cuerda

con la intención de elaborar tiendas en las que guarecernos, pero ninguno de los dos

teníamos experiencia en tales cosas. Después de tres intentos fallidos, nos dimos por

vencidos y preparamos dos camas sencillas, apilando las pieles, junto al fuego. El

profesor Van Helsing insistió en que durmiera mientras él montaba vigilancia por si

aparecían lobos u otros peligros.

Al oír mencionar a los lobos, me sentí alarmada.

—Por favor, profesor, no dispare a ningún lobo a menos que esté seguro de que

pretende atacarnos. Ellos también son criaturas de Dios y, a fin de cuentas, hemos

invadido su territorio.

—Respetaré sus deseos, señora Mina, y tendré consideración con los lobos si me

es posible —repuso sonriendo.

Me tendí sobre la improvisada cama y me cubrí con una de las pieles. Las nubes

se habían desplazado dejando al descubierto el cielo estrellado en todo su esplendor.

Estábamos en medio de la naturaleza, a kilómetros de ninguna parte, envueltos por

una profunda quietud. Mientras escuchaba el susurro del viento entre los árboles, el

canturreo de los insectos nocturnos y el lejano aullido de los lobos, cada sonido

parecía más fuerte y claro que nunca.

No estaba cansada y echaba de menos a Jonathan. Me preguntaba cómo se

encontraría y traté de imaginar lo que estaría haciendo en esos instantes. Intenté

conciliar el sueño contando estrellas, pero no dio resultado. Me extrañaba aquella

nueva y rara tendencia a pasar las noches en vela.

Seguramente no sería preocupante, sin duda tenía el sueño alterado debido a que

había dormido durante el día, me dije.

Vi que el profesor Van Helsing estaba quedándose dormido y le propuse, ya que

no tenía sueño, montar guardia con mucho gusto en su lugar. Mi ofrecimiento pareció

entristecerlo, pero aceptó de buen grado. A continuación se tumbó en el camastro a

mi lado y se durmió enseguida.

Me incorporé en la cama y pasé la noche vigilando. Sin embargo, y pese a mis

buenas intenciones, debí de quedarme dormida… pues tuve un sueño.

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En él, me encontraba tendida sobre una piel junto a la hoguera, con el profesor

dormitando a unos treinta centímetros de mí. Solo la parte superior de su canosa

cabeza asomaba por encima de la piel que lo arropaba. Mientras contemplaba su

figura me invadió el impulso de acercarme a él y pasar los dedos por aquel cabello

canoso que brillaba a la luz de la hoguera con aspecto sedoso.

Me acerqué a él sin hacer ruido. Sin embargo, cuando retiré el extremo de la piel

para dejar al descubierto su rostro resultó que, para mi sorpresa, no era el del

profesor, sino el de Jonathan… ¡Un Jonathan décadas mayor y con el pelo blanco!

Tenía un aspecto adorable y plácido mientras descansaba. Mi corazón se hinchió de

amor por él y me sentí impulsada a besarle. Cuando incliné lentamente la cabeza

hacia él con la intención de rozar su sombreada mejilla con los labios, sentí un

repentino y punzante dolor en la mandíbula junto con una sed insaciable.

Ansiaba su sangre.

Profiriendo un gruñido me abalancé sobre la garganta de Jonathan.

Mina.

Desperté sobresaltada y me sorprendí inclinada sobre el profesor, con los labios a

escasos centímetros de su garganta. Retrocedí horrorizada y avergonzada. ¿Qué

diablos hacía? ¿Qué habría provocado un sueño tan depravado? Y ¿por qué había

actuado de igual modo en la vida real? Nunca había sido proclive a caminar dormida

como lo había sido Lucy pero, de no haber despertado, ¡podría haber mordido al

profesor Van Helsing!

¿Qué me estaba ocurriendo? Presa del pánico, me palpé los dientes con la lengua,

aliviada al descubrir que tenían el tamaño y la forma normales.

Mina.

Era la voz de Drácula colándose en mi mente. Con el corazón acelerado por la

confusión, me aparté del profesor… y me encontré cara a cara con un par de altas

botas negras. Alcé la vista y vi a Nicolae en carne y hueso de pie ante mí.

Me levanté de golpe y me arrojé a sus brazos, tan feliz de verle que creí que iba a

estallarme el corazón.

«¡Gracias a Dios que estás aquí!», pensé.

—Podemos hablar en voz alta. Él no se despertará. —Drácula me besó

apasionadamente, luego me estudió a la parpadeante luz del fuego—. Tienes buen

aspecto, aunque estás un poco delgada. El aire libre parece sentarte bien.

—Acabo de tener un sueño sumamente perverso.

—Eso he oído.

—¿Qué clase de animal soy para tener un sueño semejante? ¡No soy mejor que

las tres arpías que se abalanzaron sobre Jonathan en tu castillo!

Él parecía un poco sorprendido por aquello.

—Supongo que «arpías» es un término tan bueno como cualquier otro para

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definir a mis hermanas. —Me besó de nuevo y después me dijo—: Te he echado de

menos, cariño. Verte en la distancia y no poder estrecharte entre mis brazos… no sé

cuántas veces he estado a punto de arriesgarlo todo apareciéndome ante ti.

—¿Acaso mi sueño no te ha asustado?

—¿Por qué habría de hacerlo? No era más que un sueño.

—No. Fue una premonición. —Me estremecí cuando una oscura y aciaga

sensación se apoderó de mí—. Me dijiste que habría consecuencias, Nicolae, y creo

que podrías tener razón. Igual que la anciana gitana que hemos conocido. He

intentado negarlo, pero creo que estoy cambiando.

—¿Cambiando? ¿Cómo?

—A menudo siento frío. La comida me produce náuseas. He tenido que

obligarme a comer y a beber. Últimamente me siento cansada durante el día y me

paso gran parte de la noche en vela.

Nicolae me observó con detenimiento.

—Me ha parecido detectar algo.

—¿Qué significa eso? ¿Estoy…? —Apenas fui capaz de reunir el valor para

decirlo—: ¿Estoy convirtiéndome en vampiro? ¿De verdad voy a morir pronto?

—Espero de corazón que no. Pero no lo sé. —Él sacudió la cabeza,

profundamente preocupado, mientras me apretaba contra su pecho—. La última

noche antes de abandonar Inglaterra ojalá no…

Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Yo quería que me besaras, que bebieras de mí —dije… aunque, para mis

adentros, reconocía que había ido demasiado lejos, que había tomado demasiado de

mí.

—Debería haberme contenido.

—¿Hay algo que podamos hacer?

—Por desgracia, no. Lo siento, lo siento tanto. Si he contaminado tu sangre, no

existe un antídoto. Debemos esperar y ver si tu cuerpo sucumbe al veneno.

—¡Oh! ¡Qué tontos hemos sido! —grité angustiada—. Hemos estado jugando a

un juego peligroso… ¡Hemos jugado con mi vida!

Comencé a llorar.

Nicolae retrocedió para mirarme.

—Mina —me dijo con voz suave—, no es bueno preocuparse. Puede que tus

temores no sean fundados, pero si lo son… si te conviertes en un vampiro… no es un

destino tan terrible como imaginas. Confía en mí, hay grandes maravillas más allá de

esta vida que conoces. Y pase lo que pase, cariño mío, te prometo que estaré a tu lado

en cada paso del camino.

Me sequé las lágrimas.

—Entonces será mejor que estés cerca. El profesor Van Helsing me examina cada

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día. Si encuentra alguna señal de que estoy cambiando irremisiblemente… si da la

impresión de que voy a morir antes que tú… estoy segura de que pretende matarme.

—¡Imbécil! ¿Y este hombre se hace llamar tu amigo? —Más calmado, añadió—:

Yo no me preocuparía demasiado por él, cariño. Esta persecución acabará en cuestión

de días. En caso de que persistan, puedes ocultar los síntomas durante ese tiempo. Si

tu sangre ha sufrido una alteración, lo sabremos para entonces. —Tomándome el

rostro tiernamente entre las manos, me dijo con un tono consolador y cariñoso—: Y

entonces tú y yo podremos decidir qué hacer, amor mío.

Asentí y, mientras me esforzaba por serenarme, de pronto recordé algo.

—¿Por qué no hemos encontrado aún tu castillo? Según mis cálculos deberíamos

haber llegado hoy.

—He estado posponiendo vuestra llegada dándote deliberadamente una dirección

alternativa.

—¡Eso imaginaba! ¿Por qué?

—Porque no deseo que te encuentres con mis hermanas. Durante mi ausencia han

aterrorizado a los campesinos y asesinado a varios hijos de granjeros. Les advertí de

vuestra posible llegada y que si os tocaban un solo pelo de la cabeza las destruiría con

mis propias manos… pero no puedo garantizar vuestra seguridad ni tampoco

quedarme a vigilarlas en todo momento.

Fruncí el ceño al escuchar aquello.

—El profesor está decidido a acercarse a tu castillo en cuanto se le presente la

oportunidad y a acabar con tus tres hermanas.

—Soy consciente de ello. Es un necio. Un hombre solo contra esas tres… no tiene

ninguna posibilidad ni aun cuando las encontrase durante su trance diurno. Nosotros

no somos como los recién convertidos, Mina. Podemos despertar a voluntad.

—¡Oh! —exclamé sumamente preocupada.

—No quiero que vosotros dos os acerquéis al castillo bajo ningún concepto.

—De acuerdo. ¿Y los demás? ¿Tienes noticias de Jonathan?

—Los que viajan en barco han sufrido un retraso por un problema en el motor.

Lord Godalming parece tener nociones de mecánica, pero está tomándose su tiempo

para arreglarlo. Los que viajan a caballo cogieron un camino equivocado en uno de

los afluentes del río y han perdido toda una jornada avanzando en dirección errónea.

Es suficiente para hacerte perder la cabeza, pero estoy resuelto a no mostrarme hasta

que todos estén reunidos en un mismo lugar. Esos cuatro deben ser quienes me den

muerte y es imprescindible que el profesor, más que ninguno, esté para presenciar mi

aparente muerte.

—¿Estás seguro que, dondequiera que se lleve a cabo esta reunión, puedes

escapar ileso?

—Sí, siempre que ocurra de noche… y me he tomado muchas molestias para

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asegurarme de que sea así.

—¿Y nadie saldrá herido?

—Nadie sufrirá ningún daño por mi parte, te lo prometo. —Hizo una pausa y

luego dijo—: Se acerca el alba. Debo irme mientras aún pueda.

—¿Irte? ¿Adónde?

—De regreso al río para ver cómo se las arreglan con ese barco. Me queda mucho

terreno por cubrir, de modo que debo adoptar otra forma. Durante uno o dos días no

podré compartir mis pensamientos.

—¿Cómo sabré en qué dirección ir?

—Los caballos lo sabrán. He hablado con ellos. Os mantendrán en los

alrededores, pero no veréis el castillo.

—¿Cuándo volveré a verte?

Nicolae esbozó una sonrisa y me besó.

—Cuando crean que he muerto.

† † †

Cuando el profesor Van Helsing despertó, me obligué a mí misma a desayunar para

guardar las apariencias, pero las náuseas que sentí fueron tales que apenas pude

retener la comida.

Recogimos el campamento y continuamos viajando siguiendo una agreste senda

durante todo el día. Me sentía muy cansada y dormí durante el camino, dejando que

fuera el profesor quien condujera el carruaje, segura de que los caballos conocían la

ruta. Sin embargo, justo antes de la caída del sol, me despertó el grito exultante de

Van Helsing.

—¡Ahí está!

Abrí los ojos y descubrí que nos encontrábamos en una calzada en la cima de una

montaña. El cielo estaba nublado, tenuemente iluminado por el sol crepuscular, y un

frío viento anunciaba la llegada de nieve. Justo ante nuestros ojos se extendían

montañas y valles ondulantes, verdes y dorados, tan solo interrumpidos por el

angosto sendero blanco que lo atravesaba zigzagueante aquí y allá. En la lejanía un

río, como un hilo plateado, discurría entre los profundos desfiladeros y entre

majestuosas y escarpadas montañas verdes que se alzaban abruptamente hacia el

cielo. No obstante, el corazón me dio un vuelco de sorpresa al contemplar la vista que

teníamos a unos kilómetros frente a nosotros, pues en el centro de aquel paisaje

boscoso se elevaba una montaña extremadamente escarpada y justo en la cumbre de

un risco se erigía un viejo castillo de aspecto formidable.

—Los caballos han estado todo el día intentando tomar un sendero diferente —

apuntó el profesor— que nos habría alejado del camino. He necesitado de toda mi

fortaleza para hacer que siguieran mis órdenes. ¡Y tenía razón! Pues tan seguro como

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que vine a este mundo que ese es el castillo de Drácula, tal como Jonathan lo describe

en su diario.

Miré fijamente el castillo sorprendida y alarmada —consciente de que Drácula no

nos quería allí—, pero emocionada por verlo con mis propios ojos. Aun a esa

distancia, e iluminado por la pálida luz de última hora de la tarde, el edificio era

mucho más grande y magnífico de lo que había esperado.

Se trataba de un castillo antiguo con varios pisos, construido en piedra gris

salpicada de ladrillo, innumerables ventanas pequeñas y un sinfín de torres de tejados

rojos de diverso tamaño, forma y altura.

Aparte del castillo, encastrado sobre el precipicio, no se apreciaban más signos de

que aquel paraje estuviera habitado. Gracias al diario de Jonathan sabía que las

escasas y dispersas granjas de la región se encontraban a muchos kilómetros de

distancia y la aldea más próxima estaba a un día a caballo.

—El castillo está tan cerca que podemos ir a pie si queremos —dijo Van Helsing.

—Será mejor que no nos acerquemos, profesor —respondí sin demora—. Es

demasiado peligroso.

—Veremos.

Acampamos nuevamente en la ladera, a la vista del castillo. Había algo salvaje y

misterioso en aquel lugar. El lejano aullido de los lobos me ponía nerviosa. Pronto la

oscuridad descendió sobre nosotros; una profunda negrura debida a las densas nubes

que ocultaban las estrellas. Soplaba un gélido viento y, a pesar de la capa de lana, me

senté tiritando sobre una piel junto al fuego, incapaz de entrar en calor. Por mucho

que lo intenté no logré tomar más que unos escasos bocados de la cena.

—¿Dónde cree que están los demás? —dije para entablar conversación.

—Es difícil saberlo. Pero de lo que sí podemos estar seguros es de que aún no han

encontrado ni matado al conde Drácula. De lo contrario su alma estaría liberada…

habría recuperado el apetito… y la cicatriz habría desaparecido.

El repentino relinchar de los caballos rasgó el silencio y miré hacia los animales

con inquietud. Estos se mostraban nerviosos y tiraban de las riendas, como si

estuvieran aterrados. Clavé la vista en la oscuridad con aprensión, pero no podía ver

nada. Entonces el profesor hizo algo extraño. Se levantó y, con un palo largo, trazó

una línea en el suelo a mi alrededor. Sobre aquel círculo de tierra esparció trocitos de

hostia consagrada hasta que me rodeó completamente.

—¿Qué está haciendo? —pregunté.

—Temo… temo… —fue toda su respuesta. Luego se alejó unos pasos y me dijo

—: ¿No quiere usted acercarse al fuego para calentarse?

Yo me levanté obedientemente con intención de hacerlo, pero cuando miré la

hostia desmigada en el suelo pareció que algo invisible me retenía por la fuerza,

llenándome de pavor. Temía que si cruzaba aquella barrera sagrada todo mi cuerpo

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ardería en llamas.

—No puedo hacerlo —susurré acongojada.

—Bien —repuso suavemente.

—¿Cómo puede ser bueno algo así? —exclamé—. Temo pasar. ¡Temo por mi

vida!

—Si usted no puede pasar, querida señora Mina, tampoco podrán ninguno de esos

seres a los que tememos.

Comprendí lo que quería decir y, ahogando un grito de horror, me dejé caer al

suelo. Un profundo pesar me oprimió el pecho y las lágrimas rodaron por mis

mejillas. ¡Mis mayores temores se habían hecho realidad! No podía ocultarle la

verdad a él, ni a mí misma, por más tiempo.

—¡Oh, profesor! ¿Realmente me estoy convirtiendo en un vampiro?

—Lo lamento, pero así es, señora Mina. —Sus ojos rebosaban compasión cuando

se acercó para sentarse a mi lado en la piel dentro del círculo protector.

Sollocé como si se me fuera a romper el corazón. ¡Qué píldora tan amarga de

tragar! Ojalá pudiera retroceder en el tiempo, pensé. A la última noche de Drácula en

Inglaterra, a aquel momento en que me estrechó en sus brazos y la pasión se apoderó

de los dos. No cabía duda de que fue aquel mordisco el que había resultado fatal. ¡Oh,

qué no daría por recuperar mi vida, por poder llevar una existencia normal sin temor

a despertar como una no muerta! Pero eso no podía ser. En algún momento, tal vez

muy pronto, me vería forzada a decir adiós a Jonathan para siempre. Jamás tendría

los hijos que tanto había anhelado… los hijos que habría amado y querido

profundamente.

—¿Cuánto tiempo me queda, profesor? —susurré con la voz entrecortada—. ¿Un

año? ¿Un mes? ¿Una semana? ¿Cuándo tendrá lugar el cambio definitivo?

—¡Eso no sucederá, señora Mina! Se lo juro. Por eso estamos aquí. ¡Acabaré con

el vil Drácula de una vez por todas y liberaré su alma aunque me cueste la vida!

Aquellas palabras con las que sabía que el profesor pretendía consolarme solo

sirvieron para aumentar mi pena. No deseaba que le sucediera nada a Drácula. No

había una solución aceptable al terrible dilema en el que me encontraba, tan solo un

espantoso desenlace: iba a morir y la culpa era únicamente mía.

Lloré sin pudor durante un rato. Al final me sequé los ojos y permanecí sentada,

sumida en un triste silencio. Los caballos continuaban inquietos y, como el profesor y

yo estábamos demasiado preocupados y agitados para dormir, montamos guardia los

dos juntos. El silencio de aquella oscura y fría noche solo se vio roto por los

esporádicos aullidos de los lobos en la distancia. Poco después comenzó a caer una

ligera nevada. El profesor se levantó y luego regresó cargado con algunas gruesas

ramas de madera y se puso a sacarles punta a los extremos. Ver aquellas estacas me

llenó de temor, pues sabía que tenían un propósito letal. El profesor había matado a

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Lucy, la no muerta, con un instrumento similar antes de cortarle la cabeza con una

espada. El miedo hizo que me preguntara si algún día estaría forzado a utilizar una de

ellas conmigo.

—¿Están destinadas esas estacas a las mujeres del castillo? —inquirí y me

estremecí bajo la piel.

—Sí.

—Por favor, no se acerque allí, profesor —le imploré—. Cuando mató a Lucy

mientras dormía en su tumba, puede que le pareciera un asunto fácil, pero no existen

garantías de que esas depredadoras vayan a estar descansando. Y, aun cuando lo

estuvieran, son vampiros muy antiguos que podrían despertar con facilidad.

—¿Cómo sabe eso?

—Lo… ignoro. Simplemente lo sé. No puede vencer a esos tres vampiros.

—He de intentarlo. Debo acabar con esas viles mujeres que moran en aquel lugar.

—¡No debe! ¿Va a dejarme aquí sola, completamente indefensa? Si algo le

sucediera, ¿cómo voy a volver a casa? ¡No!, prométame que no hará tal cosa.

El profesor frunció el ceño y me miró.

—Por nada del mundo le desearía ningún mal, señora Mina, pero no he llegado

hasta aquí para no llevar a cabo mi misión. Quizá podamos esperar hasta que…

De repente los caballos comenzaron a relinchar y, al mismo tiempo, se produjo un

cambio. La nieve y la niebla comenzaron a formar remolinos a poco más de nueve

metros de donde nos hallábamos y, en sus blancas profundidades, pude ver un

nebuloso atisbo de tres hermosas mujeres.

—Mijn God! —farfulló el profesor mirando con asombro.

Creo que aquella imagen no me causó el mismo impacto que a él, pues había

visto a Drácula aparecer de un modo similar en numerosas ocasiones. Las siluetas de

niebla y nieve se acercaron manteniéndose fuera del círculo sagrado. Por último, se

materializaron ante nosotros en la forma de tres mujeres jóvenes, bellas y

voluptuosas, vestidas como en siglos pasados; con ojos severos y brillantes, dientes

blancos y labios tan rojos como los rubíes.

—¡Son ellas, tal como Jonathan las describió! —murmuró el profesor.

Sin la menor duda, aquellas eran las hermanas de Drácula. Todas poseían una

belleza tan deslumbrante, de rasgos y figura perfecta, que casi me dejaron sin aliento.

Dos eran morenas, como Nicolae, y la otra, la más hermosa de todas, era rubia. Las

tres guardaban un asombroso parecido con su hermano. Me señalaron con una sonrisa

en los labios mientras hablaban entre carcajadas en un idioma extraño, con unas

voces tan dulces y susurrantes como una melodía. Moví instintivamente la mano

hacia el revólver que había guardado en la funda sujeta a mi cadera, pero que nunca

había utilizado.

—Las balas no son efectivas contra los vampiros, señora Mina.

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—¿Qué vamos a hacer?

—Nada. No tenemos esperanzas de vencer mientras estén en plena posesión de

sus poderes. Debemos aguardar a que sea de día.

Las mujeres continuaron hablando en aquella lengua, con un tono de voz

misterioso, relajante y seductor que parecía dirigido a mí.

—¿Qué están diciendo, profesor?

—Dicen: «Ven, hermana. Ven con nosotras. ¡Ven!».

Me avergoncé al escuchar aquello.

—¿Prefieres que hablemos en tu lengua, inglesa? —dijo una de ellas en respuesta,

con un acento pronunciado y con aire altivo.

—¡Ven, inglesa! —exclamó otra riendo.

—¿Por qué te quedas con ese viejo? —preguntó desdeñosa la rubia—. Nosotras

conocemos a muchos jóvenes hermosos. Los compartiremos contigo. —Y comenzó a

realizar gestos lascivos, sexuales, con las manos y el cuerpo.

Mi corazón palpitaba con fuerza impulsado por el terror y el asco, pero era

incapaz de apartar la mirada. ¿Estaba destinada a convertirme en esa clase de

criatura? ¡Oh, que el Señor me perdonase!

Nicolae, ven rápido, llamé desesperada a Nicolae con el pensamiento. Ellas están

aquí, han venido a por mí.

Pero él no respondió. Entonces recordé que me había dicho que esa noche estaría

muy lejos, con otra forma, y que no podría comunicarse conmigo.

El profesor Van Helsing se levantó e hizo amago de abandonar el círculo, pero yo

le agarré la mano y lo detuve.

—¡No! No salga. La hostia nos está protegiendo. Aquí se halla a salvo.

—Es por usted por quien temo —replicó.

—¿Teme por mí, profesor? —repuse con pesar—. ¿Por qué? Ya casi soy una de

ellas. No hay nadie en el mundo más a salvo de ellas que yo. ¡Oh, son espantosas!

¡Ojalá se marchen!

Van Helsing tomó una de las hostias y se puso en pie.

—No pueden acercarse a mí mientras vaya armado de este modo.

Avanzamos hacia ellas. Las tres retrocedieron solo un poco, pero continuaron

mirando al profesor mientras se lamían los labios y reían de forma horripilante y

grave, provocándonos a ambos.

De pronto oí un agudo chillido y el batir de alas. Un gran murciélago negro surgió

de la resplandeciente oscuridad y se abalanzó sobre las intrusas, frustrando a las tres

arpías, que comenzaron a sisear y a gruñir al animal. A continuación le arrojaron

palos y piedras, pero el murciélago lo esquivó todo con increíble habilidad y rapidez,

sobrevolándolas a menor altura. Al final las criaturas se dieron por vencidas y se

transformaron de nuevo en formas espectrales que se fundieron con la niebla y la

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nieve y se alejaron en un torbellino en dirección al castillo. El murciélago continuó

planeando en la noche y, durante un momento, me pareció que me miraba fijamente

con sus pequeños ojos rojos.

Luego se alejó, perdiéndose en la niebla.

Al despertar me encontré con que me hallaba acurrucada bajo una de las calientes

pieles. Cuando me incorporé vi que el sol estaba alto, oculto por densas nubes. La

mayor parte de la nieve caída la noche anterior se había fundido a pesar del frío y

solo quedaban algunos copos bajo los árboles.

Temblando, me abrigué con la capa y me percaté de que todavía estaba rodeada

por un círculo elaborado con trocitos de hostia consagrada. Los utensilios de cocina y

las provisiones estaban en su lugar habitual, pero no había ni rastro del profesor.

Le llamé, sin recibir respuesta. Asombrada, reparé en que el carruaje y uno de los

caballos no estaban. ¡Estaba sola!

El bosque que me rodeaba se hallaba tranquilo y en silencio, y el único sonido

que podía oír era el del viento agitando los árboles. ¿Dónde estaba el profesor Van

Helsing? ¿Por qué me había dejado sola y vulnerable? A pesar de que el círculo

sagrado había funcionado contra las mujeres vampiro, ¡él sabía que no servía para

protegerme de los lobos!

Los terribles sucesos de la noche anterior acudieron rápidamente a mi cabeza. No

cabía duda de que había sido Nicolae quien, bajo la forma de un murciélago, había

espantado a aquellas viles mujeres vampiro. Alcé la vista y pude ver el castillo de

Drácula sobre un promontorio a pocos kilómetros de distancia.

De pronto supe dónde estaba Van Helsing. ¡Había ido al castillo para llevar a cabo

su letal objetivo!

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M

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e levanté sin perder tiempo, profundamente preocupada, luchando

por reprimir un ligero mareo.

Drácula había prohibido expresamente que fuéramos a su

castillo. Había visto lo hermosas y seductoras que eran aquellas

mujeres y no podía olvidar que en una ocasión se habían abalanzado sobre Jonathan,

ávidas de su sangre… ni que, según había reconocido mi esposo, la lujuria se había

apoderado de él y la fuerza de voluntad para rechazarlas lo había abandonado. Me di

cuenta de que yo también me había sentido dominada por el deseo cada vez que había

estado en presencia de Drácula. ¡En mi sueño de la noche anterior había sentido el

extraño impulso sexual del vampiro dentro de mí!

El profesor parecía creer que los vampiros carecían por completo de poderes

durante el día, pero yo sabía que no era así. A pesar de sus firmes creencias y de su

bolsa llena de herramientas, aquel hombre podría convertirse en una presa fácil.

Comprendí que debía ir tras él sin demora. ¡Podía ser ya demasiado tarde! Pero

¿cómo iba a hacerlo? ¡Estaba rodeada por un círculo de trocitos de hostia consagrada,

una barrera que no me atrevía a cruzar!

Oí un susurro en los árboles cercanos, entre cuyas agitadas ramas divisé a dos

ardillas correteando animadamente. Y entonces se me ocurrió una idea. Llamé a los

animales haciendo ruiditos con los labios fruncidos. Las pequeñas criaturas bajaron

por el tronco del árbol como un rayo y se dejaron caer al suelo, donde se quedaron

muy quietas con la mirada fija en mí. Continué tratando de engatusarlas y señalando

las miguitas de hostia que había en el suelo delante de mí. Las ardillas se

aproximaron, deteniéndose cada poco tiempo. Me quedé completamente inmóvil,

pues no deseaba asustarlas. Cada una de ellas se abalanzó sobre una miga y la

engulló. Rápidamente comieron algunas más, luego se llenaron los mofletes con otras

pocas y se internaron corriendo entre los árboles.

Sonriendo, vi la pequeña abertura que habían hecho en el círculo, lo bastante

amplia para que yo pasase por ella. La atravesé con cuidado y me detuve. Si el

profesor estaba en peligro, iba a necesitar un arma. En el suelo vi una de las gruesas

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estacas de madera que el profesor había descartado, de unos cuarenta y cinco

centímetros de largo, con la punta afilada aunque imperfecta.

Un arma defectuosa, pensé, era mejor que nada, de modo que la cogí y me

apresuré colina abajo.

Corrí tan rápido como mis pies me lo permitían, atajando por las colinas

arboladas y los valles, agachándome para sortear la maleza en dirección al castillo.

Finalmente llegué a un camino de tierra, angosto y muy agreste, y lleno de barro

formado por la nieve recién derretida. Lo seguí mientras ascendía con dificultad hacia

el castillo. El antiguo edificio se elevaba en toda su grandeza sobre la cima de un

escarpado precipicio rocoso; sus majestuosas paredes de piedra y torres de tejado rojo

se alzaban imponentes ante mí, rematadas por altas y estrechas ventanas aquí y allá,

inalcanzables para las hondas, flechas, cañones o mosquetes.

El camino era muy empinado y estaba cubierto de barro. Apenada, vi que tenía el

bajo de las faldas y de la bonita capa de lana blanca empapado y manchado. A lo

largo del sendero aún quedaban restos de nieve sucia. La cara rocosa que había

pasado estaba plagada de fresnos de montaña y espinos, cuyas raíces se aferraban a

las grietas y hendiduras de la piedra. Me vi obligada a detenerme repetidamente para

recobrar el aliento, pero continué avanzando con denodado esfuerzo. Cuando levanté

la vista, el castillo me pareció un inmenso monolito gris apuntando hacia los cielos.

Al bajarla y mirar al frente, solo pude ver una vasta zona de copas de árboles

dominadas por recortadas montañas en la lejanía.

Finalmente llegué al final de mi viaje. Resollando, me detuve ante el castillo, en

un antiguo patio adoquinado de considerable tamaño y cubierto de musgo. Se me

aceleró el corazón al ver nuestro carruaje y el caballo atado. Tras hacer un rápido

examen, vi que la bolsa de herramientas del profesor no estaba dentro el vehículo.

Era evidente que él se encontraba en algún lugar del interior del edificio. Pero

¿dónde? El castillo era enorme. Desanimada, me di cuenta de que Van Helsing, y las

arpías, podrían estar en cualquier parte.

La puerta principal estaba situada en una enorme entrada tallada en piedra, muy

desgastada por el paso del tiempo y los elementos. Para mi sorpresa, se encontraba

abierta de par en par. La antigua puerta tachonada de madera de roble había sido

arrancada de sus goznes y se encontraba tirada sobre el pavimento de piedra. Recordé

que el profesor había comprado un martillo en Veresti.

Debía de haberle dado un buen uso, pensé, y habría tomado esa medida para

asegurarse de que, pasara lo que pasase, no podrían retenerlo prisionero en el castillo,

tal como Jonathan había creído estar.

Dudé por un instante. ¿Qué encontraría dentro de aquel viejo y solitario castillo?

¿Iba directa hacia mi muerte? Tal vez, pues si aquellas arpías estaban despiertas,

sabía que no poseía la fuerza o la habilidad necesarias para luchar contra ellas. No

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obstante, el profesor podría encontrarse en un grave peligro. Al menos tenía que

intentarlo.

Crucé el umbral y entré en el amplio vestíbulo circular, el cual se dividía en

cuatro entradas en forma de arco abiertas en las altas paredes. Me llamaron la

atención varias huellas de pisadas en el suelo de piedra que bien podrían haber sido

dejadas por el profesor.

Me quité la capa y la dejé sobre una silla, luego seguí las pisadas por uno de los

arcos y a lo largo de un corredor. No tardé en encontrarme en una inmensa cámara en

la que hacía un frío glacial. La única fuente de luz procedía de varias aberturas

estrechas practicadas casi en el techo. Me detuve, tiritando, para dejar que mis ojos se

acostumbraran a la tenue iluminación. Pronto descubrí que las paredes estaban

repletas, del suelo al techo, de estanterías con libros: cientos de miles de volúmenes.

El corazón me martilleaba dentro del pecho. ¡Era la biblioteca de Nicolae! ¡Era ahí

donde había pasado tantas horas agradables durante tantos siglos! Y no era de

extrañar, pues se trataba de una estancia fabulosa. Las ventanas estaban cubiertas por

cortinas de suntuoso terciopelo y los muebles parecían estar tapizados por los más

bellos y costosos tejidos. Media docena de maravillosos cuadros con marcos dorados

colgaban aquí y allá, lienzos de paisajes europeos que, según pude ver atónita, tenían

un estilo similar a algunos que había visto en la National Gallery de Londres.

Todo estaba en silencio. Reparé en algunos rastros de barro en el suelo y

continué, abandonando la magnífica estancia y recorriendo otro largo pasillo. Probé a

abrir cada puerta que me encontraba, pero todas estaban cerradas con llave.

Finalmente llegué a una que estaba abierta. Se trataba de un dormitorio escasamente

amueblado y lleno de polvo debido a su desuso. Los vestigios de barro conducían a

otra puerta abierta en el otro extremo. Con la esperanza de estar siguiendo las huellas

del profesor, la atravesé y me encontré en un pasaje que llevaba a una empinada

escalera de caracol de piedra que descendía.

Mientras bajaba tuve la extraña sensación de que había recorrido aquel camino

con anterioridad, aunque sabía que eso era imposible. De pronto me di cuenta del

motivo: ¡Jonathan había descrito la habitación de arriba y esa misma escalera en su

diario! Recordé que conducía hasta una capilla en las entrañas del castillo, donde mi

esposo había encontrado a Drácula durmiendo en un par de ocasiones.

Cuando llegué al final de la escalera escuché la extraña risa, ahora familiar para

mí, de las mujeres vampiro. Contuve el aliento mientras me apresuraba hasta un

oscuro pasillo similar a un túnel.

Aquellas voces estaban susurrando en medio de lujuriosas carcajadas.

—Relájate, mi amor.

—Nosotras sabemos lo que deseas, profesor, y vamos a dártelo.

—Ya no puedes escapar de nosotras.

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El corazón se me aceleró presa del terror. Me detuve ante una pesada puerta de

roble que estaba entreabierta. Aferré con fuerza la estaca de madera y me asomé con

precaución. El primer atisbo confirmó mis sospechas: era una antigua capilla. Logré

ver un techo con vigas a la vista y altas paredes de piedras flanqueadas por antiguas y

magníficas vidrieras, que bañaban el lugar con múltiples tonos de luz. Cuando asomé

más la cabeza vi tres ataúdes sin tapa apoyados contra la pared del fondo.

Entonces mis ojos contemplaron una imagen tan impactante, terrorífica y

repulsiva que creí que nunca podría olvidarla mientras viviese.

A menos de una docena de pasos de donde yo me encontraba, el profesor Van

Helsing yacía despatarrado en el suelo, con los ojos como platos e inmóvil, como si el

aturdimiento lo hubiera dejado paralizado. Estaba desnudo de cintura para arriba y no

llevaba zapatos ni calcetines. Las tres mujeres vampiro, con los ojos como llamas

rojas, lo estaban abordando en un estado de lujuriosa sexualidad. Una de las arpías

morenas le lamía lenta y lánguidamente los pies de arriba abajo en tanto que la otra,

arrodillada junto a su cabeza, acercaba su generoso escote a la boca de Van Helsing

mientras le mesaba el cabello con los dedos. La tercera, la beldad rubia, estaba

sentada a horcajadas sobre él, con las largas faldas arremolinadas balanceando la

parte inferior de su cuerpo contra la pelvis del profesor al tiempo que sus manos

masajeaban el torso desnudo ascendiendo hasta la garganta.

La lujuria debía de consumirlas hasta tal punto que no eran conscientes de mi

presencia. La arpía rubia abrió la boca en una carcajada revelando dos afilados

colmillos. Luego empujó a su hermana y se preparó para lanzarse sobre el cuello del

profesor.

No tenía tiempo de pensar ni de idear un plan. Entré en la cámara rápidamente y,

con el peso de mi cuerpo y toda la fuerza que fui capaz de reunir, me arrojé sobre la

mujer vampiro rubia, apuntando la estaca hacia el omóplato izquierdo, donde creía

que se encontraba su corazón. Sentí una punzada de dolor en las manos debido al

contacto y oí un crujir de huesos cuando las estaca se hundió varios centímetros en la

carne… ¿Habría entrado lo suficiente para paralizarla? La sangre brotó de la herida

salpicándome en la cara y la arpía… ¡profirió un alarido de agonía! La mujer vampiro

soltó a su víctima y se desplomó en el suelo retorciéndose y maldiciendo.

Las otras dos arpías se levantaron. La expresión de estupefacción y sorpresa que

denotaban sus ojos rojos se desvaneció cuando la furia deformó sus rostros

haciéndolas parecer bestias salidas del infierno. Agarré una de las estacas del

profesor, que yacía a mis pies, y me precipité sobre la mujer vampiro más próxima,

aquella que había estado provocando al profesor con su escote. Pero la tercera de

ellas se me echó encima chillando y lanzando maldiciones mientras me arrebataba la

estaca de las manos.

El enfrentamiento que siguió fue tan terrorífico y confuso que no puedo

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recordarlo con precisión.

Solo sé que me encontré luchando contra las dos feroces morenas. De haber sido

de noche, habría muerto enseguida, pues habrían sido diez veces más fuertes; pero

tampoco de día era rival para la fuerza combinada de ambas. Luché denodadamente

para evitar el contacto con aquellos terribles colmillos sabiendo que, si no lograban

matarme con sus manos, podrían chuparme la sangre en cuestión de minutos.

De pronto se oyó un gran estrépito. Con el rabillo del ojo vi fragmentos de vidrio

de colores volando en todas direcciones y oí un feroz gruñido. Contemplé asombrada

cómo uno de los brazos que me tenía agarrada fue arrancado de cuajo del cuerpo de

mi atacante, generando una abundante hemorragia. La mujer vampiro gritó y cayó

hacia atrás, entonces entreví un mechón de pelo, colmillos afilados, carne desgarrada

y un charco de sangre. Una pesada estaca de madera apareció de ninguna parte y se

hundió en el corazón de la tercera arpía. Cuando ella chilló y se desplomó en el suelo,

me di cuenta de que había sido Van Helsing quien la había blandido.

Desvié la mirada hacia la bestia que estaba atacando con ferocidad a la otra mujer

vampiro morena.

¡Era un gran lobo gris! Mientras el animal le desgarraba las extremidades y el

cuello, el profesor clavaba una estaca en el pecho de la otra con un martillo. La arpía

se retorció y gritó con los labios cubiertos de espuma y sangre.

Segundos después, todo quedó en silencio. Las dos mujeres vampiros morenas

yacían inmóviles en el suelo donde, asombrada, presencié cómo envejecían y se

transformaban en unas brujas viejas, espantosas y llenas de arrugas. Me percaté de

que una de las vidrieras había quedado hecha añicos. Mientras el profesor y yo

recuperábamos el aliento, el lobo se detuvo, regio y hermoso, mirándome fijamente

con sus profundos ojos azules… unos ojos que de repente reconocí.

—¡Oh! —exclamé.

Pero antes de que pudiera actuar, la mujer vampiro rubia se puso en pie como

pudo, aún joven y bella, con la estaca todavía clavada en la espalda. Arremetió contra

mí profiriendo un gruñido colérico pero, justo antes de que pudiera hundirme los

colmillos en la garganta, el lobo saltó sobre ella. Con un rugido iracundo, la bestia la

arrojó al suelo y le desgarró la garganta con tal fuerza que la cabeza a la mujer quedó

prácticamente separada de su cuerpo. La figura postrada se marchitó revelando el ser

anciano que moraba en su interior.

El lobo se dirigió como una flecha hacia la entrada y allí se detuvo para volver la

vista hacia atrás durante un prolongado momento y desapareció a continuación.

Mi rodillas cedieron y me desplomé en el suelo temblando. Tenía el rostro, las

manos y la ropa manchados de sangre, igual que el profesor.

—Mijn God! —exclamó Van Helsing con ojos de loco—. ¡Señora Mina! ¿Cómo

diablos me ha encontrado? Ya me lo dirá más tarde. Ahora doy gracias a Dios porque

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haya venido. Y a usted mil veces. Aquel lobo… es un enigma. ¿De dónde ha venido?

—No lo sé —mentí.

—¡Quién lo iba a pensar… quién lo iba a pensar! Imaginar que yo, Van Helsing,

caería preso de esas arpías… ¡Es inconcebible!

—¿Qué ha sucedido, profesor?

Van Helsing encontró su camisa ensangrentada y se la puso, sacudiendo la cabeza

con pesadumbre.

—Las vi durmiendo aquí, tal como esperaba. Me encontraba junto al ataúd de la

arpía rubia, preparado para clavarle la estaca en el pecho, pero me sentí tan afectado

por su belleza que no pude hacerlo. Era tan hermosa y radiante, tan llena de vida, que

me estremecí solo de pesar que había venido para cometer un asesinato. Me detuve…

me demoré… —Un intenso sonrojo tiñó sus mejillas mientras terminaba de

abotonarse la camisa y ponerse la chaqueta—. Me quedé mirándola embelesado y

fascinado, como si estuviera bajo un hechizo. De repente, ella abrió los ojos y los

clavó en mí… ¡Oh, qué mirada! ¡Qué belleza! ¡Cuánto amor! La cabeza me daba

vueltas presa de una nueva emoción. El instinto masculino que hay en mí me exigía

que la amara y protegiera.

Recogió los calcetines y los zapatos y se sentó en un banco para ponérselos al

tiempo que dejaba escapar un profundo suspiro.

—Entonces se levantó de la tumba y me abrazó. Me besó. ¡Nunca nadie me había

besado así! Sentí un placer indescriptible. La confusión se apoderó de mi mente.

Luego, de repente, eran dos las que me abrazaban. Y entonces… —Sacudió la

cabeza, humillado—. Nunca jamás me he sentido tan avergonzado.

¡Oh! ¡Qué bien comprendía las sensaciones que él acababa de experimentar!

¿Cuántas veces había sentido un éxtasis igual cuando Nicolae me estrechaba entre sus

brazos?

—No se culpe, profesor. Usted no es responsable. Y ya ha terminado. Están todas

muertas.

—No, todavía no lo están, señora Mina. Ni siquiera esta, a quien el lobo casi le ha

arrancado la cabeza… podría no estar muerta del todo. Si no les cortamos la cabeza

por completo a todas, pueden reencarnarse.

Me puse pálida al escuchar aquello.

—Yo le ayudaré.

—No. Es un trabajo de carnicero. No deseo que tales imágenes llenen su cabeza

de recuerdos, señora Mina, que puedan atormentarla en los años venideros. Lo haré

yo.

—He llegado hasta aquí, profesor. Deseo ver cómo debe hacerse.

Van Helsing consintió con ciertas reservas. Buscó las sierras y otros cuchillos y

llevamos a término la terrible y sangrienta tarea con cada una de las tres, de forma

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sucesiva. Aquello fue realmente algo espantoso y me estremezco solo de recordarlo.

El único consuelo lo encontramos en el último momento, cuando la hoja cortaba

limpiamente la garganta de cada una de las mujeres vampiro, pues en aquel breve

instante creí percibir una expresión plácida y dulce en aquellos rostros marchitos,

como si el alma del benévolo ser humano que fueran antaño hubiera sido liberado

para ocupar su lugar entre los ángeles. Luego, ante nuestros propios ojos, cada cuerpo

se disolvió y se convirtió en polvo, como brasas en un fuego extinto, como si la

muerte que debería haberles sobrevenido siglos atrás se hubiera impuesto al fin.

De regreso al campamento, el profesor me preguntó cómo había logrado salir del

círculo sagrado dentro del cual me había dejado. Cuando terminé de explicárselo, me

dio de nuevo las gracias por acudir en su auxilio.

—¿Puedo pedirle un favor, señora Mina? —preguntó avergonzado.

—Por supuesto, profesor.

—¿Tendría usted la bondad de no mencionar una sola palabra de esto a nadie? No

podría mantener la cabeza erguida si los demás supieran hasta qué punto he caído

bajo el hechizo de un vampiro.

Le dije que así lo haría y que podría anotar los hechos en su diario tal como

desease, omitiendo cualquier parte que quisiera.

A última hora de la tarde el cielo quedó cubierto por negros nubarrones y el

profesor predijo que volvería a nevar. Cuando llegamos al campamento me di cuenta

de que estaba hambrienta y logré comer una buena ración de la comida que había

preparado. Van Helsing consiguió levantar una especie de tosco refugio con las lonas

impermeables bajo el que dormir a resguardo. Sin embargo, me mantuve en vela gran

parte de la noche, tiritando debajo de la piel hasta que nos sorprendió el alba. Una y

otra vez reviví en mi mente los horrores de aquella tarde funesta y de las

espeluznantes mujeres que nos habían atacado.

¿Era aquel el destino al que estaba condenada como vampiro?

Nicolae me había dicho que me adiestraría para que fuera como él, pero ¿y si

fracasaba? ¿Y si me convertía en una arpía lujuriosa y voraz como aquellas

seductoras mujeres, sin conciencia ni alma?

Al día siguiente, el 6 de noviembre, la voz de Drácula me despertó con gran

sobresalto.

Mina. Despierta.

Abrí los ojos medio dormida. Desde mi camastro de pieles, debajo del techado, vi

que el suelo estaba cubierto por una ligera capa de nieve helada. Eché un vistazo

afuera y, por la posición del sol, deduje que era última hora de la tarde. El cielo

estaba encapotado por oscuras nubes dispersas y hacía mucho frío. En el aire se

apreciaba la promesa de una nueva nevada.

Estoy aquí, respondí tumbándome de nuevo. El lobo, ¿eras tú?

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Así es. Ojalá hubiera podido llegar antes… pero era de día. He cruzado una gran

distancia para llegar a ti.

Gracias. Y lo lamento.

¿El qué? ¿Lo lamentas por mis desdichadas hermanas? Había llegado su hora.

No se adaptaban a los cambios del mundo, sino que iban en su contra. Debería

haber acabado yo mismo con ellas hace siglos, pero no tuve valor para matar a los

míos, a mi única compañía. Lo único que lamento es que eso te haya puesto en

peligro.

Ahora estoy a salvo. Solo que…

¿Qué?

Me estoy transformando. Ya no hay duda de ello.

Se hizo un breve silencio.

Lo siento, amor mío, dijo a continuación con pesar.

He intentado pensar en qué hacer, pero al no saber cuánto tiempo me queda…

Lo decidiremos juntos. Pero tendremos que esperar al menos un día. El momento

de la verdad por fin ha llegado.

¿Quieres decir que hoy…?

Sí. Jonathan y Godalming han remontado el río hasta Bristritza… por fin. Los

otros los siguen a escasa distancia. Ambos grupos se aproximan ahora a caballo. Los

szgany pronto alcanzarán el punto estratégico y descargarán mi caja del bote. Ahí es

donde pretendo meterme dentro de ella.

¿Cuándo… sucederá?

Dentro de una o dos horas. Justo después de que se ponga el sol. El momento es

crítico. Debo estar en plena posesión de mis poderes, pero ha de haber luz suficiente

para que me vean.

¿Qué vas a hacer?

Pronto lo descubrirás. Mina, esto es importante. El profesor debe ser testigo. Has

de traerlo hasta aquí.

El pulso se me aceleró. Miré al profesor, que se encontraba fuera del techado,

sentado sobre un tronco cercano limpiando el rifle.

¿Dónde?

Ataja por el bosque durante un kilómetro y medio. Yo te indicaré. Saldrás a un

camino. Síguelo hacia el este durante otros ochocientos metros. Hay un mirador

perfecto sobre una ladera que da a un tramo de camino.

—Señora Mina, ¿está usted despierta?

Salí a gatas de debajo del techado.

—Sí, profesor.

—Dormía tan plácidamente que no he querido despertarla. He preparado café y

hay algo de pan y queso. ¿Le apetece?

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El olor del café me revolvió el estómago y la idea de comer me resultaba

repulsiva hasta tal punto que, a pesar de lo mucho que deseaba complacerle, me sentí

incapaz de intentarlo siquiera.

—No, gracias —respondí.

Van Helsing frunció el ceño.

Márchate, ahora.

—Profesor —dije acercándome hasta donde él estaba sentado—, tengo el

presentimiento de que Jonathan se acerca y que lo que todos hemos estado esperando

está a punto de suceder. Debemos ir con él de inmediato.

Nos pusimos en marcha casi de inmediato. Parecíamos un par de soldados

malheridos, pensé, envueltos en pieles para protegernos del cortante frío y con la ropa

manchada de barro y sangre seca. El profesor iba cargado con su rifle Winchester y

yo con mi revólver. Recorrimos el trayecto a pie siguiendo las indicaciones mentales

que Drácula me iba enviando. Atravesamos con bastante lentitud el bosque, pues la

tierra estaba llena de maleza y cubierta por una fina capa de nieve y la pendiente era

muy pronunciada.

Pronto nos encontramos con algo que me hizo retroceder horrorizada. El cuerpo

de una mujer joven yacía al pie de un árbol, en medio de un charco de sangre que

teñía de rojo la nieve.

—¡Oh! —exclamé con la voz entrecortada.

La joven, más o menos de mi edad, era rubia y tenía la piel clara. A juzgar por lo

que quedaba de su ropa, deduje que se trataba de una campesina. Su rostro estaba tan

mutilado que era irreconocible, y parte de sus extremidades habían sido devoradas.

—Lobos —declaró Van Helsing, sombrío.

En aquel preciso instante se oyó el lejano aullido de los lobos, un sonido que me

hizo temblar de miedo. Comprendí por qué Drácula había sido tan reacio a mostrarse

ante mí en forma de lobo. Sí, era un animal verdaderamente hermoso y le estaba muy

agradecida por habernos salvado la vida el día anterior, pero resultaba inquietante

contemplar el hecho de que aquella criatura salvaje que había visto fuera el hombre al

que amaba… y el cuerpo de esa pobre mujer era un espeluznante recordatorio de lo

violento y atroz que era su mortífero ataque.

Llegamos a un escabroso camino y lo seguimos en dirección hacia el este.

Habíamos recorrido casi un kilómetro y medio cuando me venció el agotamiento y

tuve que sentarme a descansar sobre una roca. Oí la voz de Nicolae señalándome un

saliente rocoso en la ladera, sobre el camino, donde estaríamos menos expuestos y

desde el cual él deseaba que observásemos y esperásemos. Hice una sutil sugerencia

al profesor, haciéndole creer que había sido él quien había elegido aquel punto; una

especie de oquedad natural en la roca, con un acceso que formaba algo parecido a una

entrada entre dos peñas.

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—¡Vea! —dijo el profesor ayudándome a entrar—. Aquí estará resguardada y

podré protegerla si se acercan los lobos.

—Y, más importante si cabe, es un excelente mirador —repuse contemplando el

magnífico valle que se extendía bajo nosotros—. Podemos ver a kilómetros a la

redonda.

La vista era espectacular. El camino al fondo aparecía y desaparecía por la

pronunciada pendiente de la ladera y cruzaba un ondulado valle arbolado. Más allá, el

río transcurría en la lejanía, formando meandros como si de un oscuro lazo se tratara.

Tras este, las altas montañas que nos rodeaban se alzaban hacia el sol poniente.

Cuando volví la vista hacia atrás, pude ver el castillo de Drácula sobre la cima

recortándose contra el cielo.

Prométeme que no abandonarás ese lugar, Mina, me ordenó Nicolae.

Te lo prometo si tú me prometes que nadie acabará herido.

Ya te lo he dicho, ninguno de tus hombres sufrirá por mi causa, pero es cuanto

puedo prometerte.

¿Qué quieres decir?, pensé alarmada.

Los szgany han aceptado dejar con vida a los extranjeros, a menos que se vean

obligados a defenderse… pero son gitanos y están todos armados. No puedo predecir

las acciones de tantos hombres.

Aquellas noticias me llenaron de un secreto temor.

¿Dónde estás? ¿Dónde está Jonathan?

Echa un vistazo.

En la distancia creí detectar movimiento entre los árboles.

—Profesor, ¿dónde están los binoculares?

Van Helsing sacó sus gemelos de la funda y oteó el horizonte.

—¡Mire! ¡Mire, señora Mina! —gritó de pronto mientras me entregaba los

binoculares y señalaba.

Con la ayuda de las lentes pude divisar a un grupo de hombres a caballo tomando

una curva del camino, no lejos de donde nos encontrábamos, que se dirigían hacia

nosotros. A juzgar por sus ropas deduje que eran los gitanos szgany a quienes se

había referido Drácula. Flanqueada por ellos, había una carreta de cuatro ruedas: un

vehículo largo que se bamboleaba de un lado a otro como el rabo de un perro con

cada bache del irregular camino. Sobre la carreta había una caja de madera, grande y

larga, similar a las que había visto en la capilla de Carfax.

—¿Lo ve, señora Mina? —preguntó el profesor emocionado—. Es la caja que

llevamos persiguiendo desde que salimos del puerto de Londres. ¡Ese terrible ser que

buscamos está atrapado dentro!

Van Helsing no tenía ni idea de que el encuentro que estábamos a punto de

presenciar estaba siendo orquestado en su beneficio. No obstante, tenía razón en una

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cosa: Drácula se hallaba dentro de esa caja. Se me aceleró el pulso al ver que el sol

crepuscular era todavía visible. Nicolae me había dicho que debía estar en plena

posesión de sus poderes o su treta no daría resultado… ¡Y aún era de día!

Se me erizó el vello de la nuca cuando me sobrevino una repentina y abrumadora

sensación de déjà vu. La escena guardaba un claro parecido con el sueño que había

tenido hacía unas semanas… el sueño en el que se desarrollaba una terrible batalla y

uno de mis hombres moría.

—¡Oh, no! —exclamé entre dientes.

Me volví hacia el profesor llevada por el miedo y descubrí que este había trazado

otro círculo a mi alrededor sobre la roca donde me encontraba, esparciendo migas de

hostia consagrada.

—¿Es eso necesario? —espeté.

—Sí. ¡Pase lo que pase aquí, estará a salvo de él! —El profesor tomó los gemelos

y, con un gesto de su mano, abarcó el espacio que teníamos ante nosotros añadiendo

con tono preocupado—: ¿Dónde están nuestros amigos? ¡Si no aparecen pronto, todo

se habrá perdido! El sol cae sin remedio. Cuando se haya ocultado, ese monstruo

podrá liberarse en cualquiera de sus muchas formas y escapar de nosotros.

Esperaba contra todo pronóstico que aquello fuera lo que sucediera. Pero, tras una

pausa, el profesor profirió un grito.

—Veo a dos jinetes que atraviesan el bosque desde el sur en pos de la carreta.

¡Mire! ¿Quiénes cree que son?

Me entregó los binoculares rápidamente. A aquella distancia era imposible

distinguir quiénes eran los jinetes, pero le dije que era posible que fueran el doctor

Seward y el señor Morris. El aullido de los lobos se oía más cerca y eso me llenó de

temor. Mirando con los binoculares a nuestro alrededor, vi manchas de color gris

oscuro moviéndose de una en una y en grupos de dos o tres, dirigiéndose hacia el

centro de la acción.

—¡Lobos! —grité aterrada.

Son amigos, respondió la voz de Drácula dentro de mi cabeza.

—Se reúnen para atacar a su presa —repuso Van Helsing sombrío.

Divisé a otros dos hombres atravesando la espesura a galope tendido por el lado

norte del camino en dirección a los gitanos y a la traqueteante carreta. Reconocí al

primero de ellos: era mi marido.

«Por favor, Señor —rogué—, no dejes que Jonathan ni los demás acaben

heridos».

No metas a Dios en esto.

—Jonathan y lord Godalming se aproximan por el norte —dije con voz queda.

El profesor dejó escapar un grito de alegría al tiempo que cogía el Winchester.

—Es maravilloso. Están todos reuniéndose. Prepare su arma, señora Mina, por si

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es necesaria.

Desenfundé el revólver con el corazón desbocado por el miedo, pues sabía que se

acercaba el final. El sol estaba bajo, pero hasta el momento en que se pusiera por

completo tras las cimas de las montañas, los poderes de Drácula estarían gravemente

mermados. Si los hombres lo alcanzaban y atacaban antes del ocaso, bien podrían

acabar con él para siempre.

¿A qué distancia están?, me preguntó Drácula.

¡No lejos y se acercan muy deprisa!, respondí con ansiedad.

De repente, como si alguien hubiera abierto una compuerta celestial en las

oscuras nubes, comenzó a nevar y se levantó un fuerte viento que hizo que los copos

girasen de forma delirante.

En cuestión de segundos el paisaje se cubrió con un manto blanco.

¿Has hecho tú eso?

Solo para… ganar tiempo… hasta que el sol se ponga, dijo con gran esfuerzo.

Era extraño ver caer grandes copos de nieve tan cerca de nosotros y de donde

sabía que debían de estar la carreta y los jinetes en tanto que a nuestra espalda, en la

lejanía, el sol brillaba aún mientras se hundía sobre las cumbres.

—¡Maldita e inoportuna tormenta! —espetó el profesor—. ¡No puedo ver nada!

El viento racheado levantaba cegadoras ráfagas de nieve que se arremolinaban a

nuestro alrededor. Durante largos minutos fui incapaz de distinguir nada a más de un

palmo de distancia.

De pronto una ululante ventolera alejó los últimos copos de forma que

nuevamente pudimos contemplar cuanto teníamos delante con total claridad.

Avistamos a los gitanos y la carreta en el camino, justo por debajo de nosotros y, al

cabo de unos momentos, los cuatro jinetes salieron a toda velocidad de la arboleda.

—¡Alto! —gritaron al unísono Jonathan y el señor Morris, con voz firme y llena

de furia, acercándose al vehículo desde direcciones opuestas.

Quizá los gitanos no comprendieran el significado de aquella orden, pero la

intención del tono empleado por los hombres era inequívoca en cualquier idioma. Los

szgany tiraron de las riendas cuando Godalming y Jonathan se aproximaron por un

flanco y Seward y Morris hicieron lo mismo por el otro.

Dominada por el pánico, eché un fugaz vistazo hacia las cimas de las montañas

pues, aunque la noche se acercaba y el sol descendía cada vez más con cada segundo

que pasaba, aún no se había puesto.

El jefe de los gitanos, un individuo de aspecto soberbio que montaba como si de

un centauro se tratase, gritó una orden a sus compañeros y estos espolearon a los

caballos y se lanzaron a galope tendido. Pero los jinetes levantaron los Winchesters a

la vez.

—¡Deténganse o dispararemos! —gritó Jonathan.

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—Cubra la retaguardia —me ordenó Van Helsing en voz baja— y no dude en

disparar si es necesario.

Mientras él apuntaba con su rifle al jefe, yo hacía lo mismo con mi revólver al

grupo de gitanos que iban detrás de la carreta, dominada por la ansiedad.

Los szgany, viéndose rodeados, tiraron de las riendas y se detuvieron. Cada

hombre sacó apresuradamente las armas que llevaba, tanto navajas como pistolas, y

todos se colocaron en posición de ataque.

Se produjo un breve punto muerto. Esperé y observé, sumida en un agónico

suspense. Los lobos se acercaron y solo yo sabía que aquel encontronazo había sido

preparado por parte de los gitanos.

Solo yo sabía que Drácula había ordenado a los szgany que no atacasen a menos

que fuera cuestión de vida o muerte, pero había demasiadas armas para mi

tranquilidad. Me daba la sensación de que todos los hombres que se encontraban en el

camino estaban en peligro de muerte. De repente, el jefe de los gitanos se colocó al

frente con un rápido movimiento de las riendas, señalando primero hacia el sol y

luego hacia el castillo, y acto seguido dijo algo que no entendí. Como respuesta, sus

hombres rodearon la carreta como si quisieran protegerla.

—¡Ahora, Quincey! —vociferó Jonathan con urgencia—. ¡Antes de que el sol se

ponga!

Mientras Seward y Godalming continuaban apuntando a los gitanos, Jonathan y

Morris se apearon de un salto, sacaron sus machetes y comenzaron a abrirse paso

hacia la carreta entre el círculo de hombres.

Mientras observaba sin aliento, no sentía miedo, sino un creciente deseo de

formar parte de la acción; de hacer algo. De pronto reparé en que la barrera de hostia

consagrada que me rodeaba estaba oculta bajo una delgada capa de nieve. Haciendo

caso omiso de las protestas del profesor, salí rápidamente del círculo, ahora

inservible, para colocarme en una posición más aventajada ladera abajo, donde

apunté mi revólver hacia la multitud de gitanos que rodeaban a Jonathan, buscando a

cualquier hombre que pudiera hacerle daño.

La mayoría de los szgany depusieron las armas y se apartaron para dejar pasar a

Jonathan y al señor Morris. Estaba convencida de que mis hombres habían atribuido

la rendición a su sobrecogedora impetuosidad y determinación… pero yo sabía la

verdad.

Sin embargo, no todos los gitanos se mostraron tan obedientes. Con el rabillo de

ojo vi que uno de ellos atacaba al señor Morris. ¡Santo Dios! ¿Le había herido? Para

mi alivio, él continuó avanzando sin problemas. Jonathan llegó hasta la carreta y se

subió de un salto. Acto seguido, con desesperada energía, se apresuró a abrir un

extremo de la tapa con el kukri. Un instante después, el señor Morris se colocó a su

lado e intentó lo mismo con la otra esquina de la caja.

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El sol se pondría en cuestión de segundos y las sombras de todo el grupo se

proyectaban sobre la nieve. Gracias a los esfuerzos de ambos hombres, los clavos de

la tapa cedieron con un chirrido. La parte superior de la caja fue retirada y, dentro de

ella, vislumbré a Nicolae tendido sobre un lecho de tierra. Sobresaltada, vi que no se

trataba del Nicolae al que conocía y amaba, sino el viejo y pálido monstruo que los

hombres esperaban encontrar, con los ojos rebosantes de ira y rencor. ¿Qué pretendía

hacer?, me pregunté. ¿Era eso parte de su plan?

Grité aterrorizada, pues justo cuando el sol desapareció tras las cumbres, el señor

Morris hundió su machete en el corazón de Drácula al tiempo que Jonathan asestaba

un golpe con su kukri, cortando el cuello del conde. Antes siquiera de que tuviera

tiempo de respirar, el cuerpo del vampiro se convirtió en polvo y desapareció.

Todo quedó en silencio salvo el eco de mi grito que se llevó el viento.

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n nuevo grito, fruto del terror y la turbación, escapó de mi garganta.

¡Nicolae me había dicho que solo iba a fingir su muerte! ¿Había

fracasado su artimaña? ¿Estaba realmente muerto? ¿Era posible que

aquello formara parte de su plan desde el principio… para liberarme de

su maldición?

Lord Godalming y el doctor Seward prorrumpieron en vítores triunfales, en tanto

que Van Helsing aplaudía sobre la ladera, justo por encima de mí, y Jonathan y el

señor Morris bajaban de un salto de la carreta gritando de alegría. Sus pies acababan

de tocar el suelo cuando, horrorizada, vi cómo uno de los szgany arremetía con la

intención de asestar un golpe mortal con su daga a la espalda de Jonathan al mismo

tiempo que profería un grito colérico.

Levanté el revólver y disparé; la fuerza del retroceso sacudió mi mano mientras la

detonación resonaba con un estrépito en mis oídos. El gitano gritó y se agarró el

hombro, desplomándose en el suelo y soltando su arma. Atónito, Jonathan se volvió

rápidamente buscándome con la mirada en la ladera. Y entonces se desató el caos.

Los gitanos comenzaron a cabalgar en círculo, sumidos en una atmósfera de

sorpresa y confusión y, a continuación, se alejaron como alma que lleva el diablo. El

gitano herido y aquellos que iban a pie, saltaron a la carreta y los siguieron a toda

velocidad mientras vociferaban a los jinetes en su lengua nativa, como si temieran ser

abandonados. Incluso los lobos tomaron parte en el alboroto general y se internaron

corriendo en el bosque.

En medio del tumulto que siguió, continué observando y esperando embargada

por el miedo.

¿Dónde estaba Drácula? ¿Estaba a salvo? Finalmente oí su voz en mi mente:

Estás preocupada, dijo encantado.

¡Sí!, respondí con enorme alivio.

Me desvanecí antes de que sus machetes pudieran causar un daño permanente.

¿Estás herido?

Ya casi he sanado. Ahora, vete. Deja que los hombres disfruten de su victoria.

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Que actúen como héroes triunfadores. Iré a buscarte cuando sea seguro.

¿Cuándo?

Pronto.

Y su voz se apagó.

¿Qué iba a hacer cuando viniera?, me pregunté. Antes me había prometido a mí

misma que cuando Nicolae estuviera a salvo le vería una última vez y me despediría

de él. Pero estaba convirtiéndome en vampiro y todo había cambiado.

Mientras el profesor descendía con dificultad por la ladera para llegar a mí, vi que

nuestro grupo había quedado completamente solo y que el único sonido que se oía era

el ulular del viento entre los árboles. Posé la mirada en el señor Morris y,

consternada, vi que se desplomaba en el suelo apretándose el costado con la mano y

que la sangre manaba entre sus dedos.

—¡El señor Morris está herido! —grité.

El profesor Van Helsing y yo corrimos colina abajo para unirnos a los demás en

torno a nuestro amigo herido.

—Aguante, señor Morris —dije angustiada, arrodillándome a su lado—. Hay dos

médicos presentes. Ellos le atenderán.

Exhalando un débil suspiro, Morris me tomó la mano.

—Creo que ha llegado mi hora, jovencita. Pero no llore por mí. Me alegra

inmensamente haber sido de ayuda. —Abrió los ojos de repente y luego trató de

incorporarse, señalando mi frente—. ¡Mire! ¡Ha merecido la pena morir por esto!

¡Mire!

Todos los hombres se volvieron para mirarme. Me llevé la mano a la frente y,

consternada, comprobé que mi piel era suave y tersa. ¡La cicatriz había desaparecido!

Nicolae debía de habérmela quitado de algún modo, pensé, para reforzar la ilusión de

su fallecimiento.

—Demos gracias a Dios porque todo esto no ha sido en vano —susurró el señor

Morris con gran esfuerzo y una sonrisa en los labios—. La maldición ha acabado.

Todos los hombres se arrodillaron a la vez para pronunciar un profundo y sentido

«Amén».

La mano del señor Morris cayó de la mía, exhaló su último aliento y en sus ojos

apareció una mirada ausente.

—Ha muerto —declaró el doctor Seward con tristeza.

Las lágrimas llenaron mis ojos. «Oh, es culpa mía —pensé—. ¡Es culpa mía!».

Había colaborado en secreto con Drácula para representar su «muerte». Me había

engañado a mí misma creyendo que nadie saldría mal parado. Aquellos valientes

hombres habían intentado salvarme de la maldición del vampiro —una maldición

que, sin ellos saberlo, aún padecía—, y ahora aquel aguerrido caballero estaba

muerto. ¿Cómo iba a poder perdonarme a mí misma?

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Vi que todos tenían los ojos húmedos y, arrodillándome con pesar y respeto junto

al cuerpo del señor Morris, lloré amargamente. Finalmente busqué la mirada de

Jonathan y ambos nos levantamos y nos fundimos en un abrazo.

—Gracias a Dios que estás a salvo —me dijo él con la voz quebrada por la

emoción mientras me rodeaba fuertemente con sus brazos.

—Te he echado de menos —respondí con absoluta sinceridad, aferrándome a él.

—Todo este tiempo sin saber nada de ti ha estado a punto de sacarme de quicio.

—Se apartó y me besó, luego estudió mi rostro con intensidad—. ¿Te encuentras

bien?

—Sí —susurré.

Jonathan me contempló a mí y luego al profesor.

—¿Qué les ha sucedido? ¿Por qué están los dos cubiertos de sangre?

Desvié la mirada hacia el profesor.

—He dado muerte a las mujeres vampiro del castillo —respondió Van Helsing—.

Ha sido un asunto sangriento. Y la señora Mina… —Parecía no saber qué decir.

—Disparé a un conejo anoche y lo preparé para cenar —intervine—. Nunca había

matado a un animal y no se me dio muy bien.

—Bueno, he visto tu disparo —adujo Jonathan, orgulloso y agradecido—. Se te

ha dado bien. Creo que me has salvado la vida.

—Como dijo el señor Morris: «Me alegra haber sido de ayuda».

Sollocé de nuevo y Jonathan me apretó contra su cuerpo.

Un gélido viento se levantó de repente arrastrando una ráfaga de nieve.

—Será mejor que regresemos al campamento mientras aún haya luz suficiente

para ver el camino —dijo Van Helsing— y que hagamos una hoguera antes de que

acabemos congelados.

Los hombres colocaron el cuerpo del señor Morris sobre el lomo del caballo del

doctor Seward y el profesor tomó las riendas de la montura de Morris mientras yo

montaba con Jonathan. Embargados por la pena, nos dirigimos en silencio colina

arriba. El suelo en el campamento estaba duro y helado y, dado que no contábamos

con herramientas para cavar, depositaron respetuosamente al señor Morris en un

banco de nieve poco profundo debajo de los árboles. Acordamos que lo llevaríamos

hasta el cementerio de la ciudad más próxima para que pudiera tener un entierro

apropiado.

Lord Godalming y el doctor Seward, habiendo vivido con lo esencial en muchas

ocasiones anteriores, se dedicaron a levantar magníficas tiendas con las lonas

impermeabilizadas, la cuerda que habíamos traído y las largas ramas que habíamos

recogido. Entretanto, Jonathan y yo preparamos una fogata de considerable tamaño

con la leña que aún nos quedaba en el carruaje y pronto todos nos reunimos en torno

a ella.

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La nieve cubría el suelo, acumulándose sobre las ramas de los árboles de hoja

perenne como el glaseado de un pastel. Estaba tiritando de frío y me abrigué lo mejor

que pude con la manchada capa mientras contemplábamos el fuego. Jonathan estaba

sentado a mi lado sobre un tronco, con la mano apoyada en mi rodilla, como si

deseara asegurarse de que yo estaba realmente ahí. Nos embargaba una atmósfera

sombría y solemne, como la de un velatorio, y de hecho, eso era. La satisfacción que

los hombres habían sentido por la victoria sobre el enemigo se había visto mitigada

por la terrible pérdida de uno de los miembros del grupo en la batalla… y yo, más

que cualquiera de ellos, sentía el peso de esa carga.

El doctor Seward y lord Godalming contaron anécdotas sobre los muchos lugares

a los que habían viajado con el señor Morris y las aventuras que habían compartido.

Cada uno habló con el corazón sobre el bondadoso y amable caballero al que todos

habíamos admirado.

Finalmente se hizo el silencio y lo único que podía oírse era el ocasional aullido

de los lobos en la lejanía. Sobresaltada, reparé en dos centelleantes ojos azules que

nos estaban observando desde la maleza, bajo un árbol cercano. ¡Un lobo! ¿O se

trataba de Nicolae? Jonathan siguió mi mirada y rápidamente cogió su rifle… pero yo

me apresuré a detenerlo.

—¡No! —grité con el corazón desbocado—. No dispares. No es una amenaza.

Espera y se marchará.

En efecto, las palabras no habían hecho más que salir de mi boca cuando el lobo

dio media vuelta y desapareció en el bosque. Jonathan aflojó la mano pero sacudió la

cabeza.

—Debería haber disparado. Puede que regrese mientras dormimos.

—Estoy hambriento —dijo lord Godalming—. ¿Tenéis algo de comida en el

carruaje?

Preparé la cena para el grupo, pero cuando me inclinaba sobre el humeante

puchero, el olor de la comida hizo que se me revolviera el estómago… una reacción

que estaba resuelta a disimular. Para reforzar la creencia de que Drácula estaba

muerto debía aparentar que todos mis síntomas habían desaparecido. Serví a todos los

hombres, que atacaron la comida con gran apetito.

—¿Solo vas a comer eso, Mina? —preguntó Jonathan cuando vio la escasa ración

que me había servido.

—Casi no tengo hambre —respondí con sinceridad—. Tan solo estoy cansada y

muy triste.

Jonathan me miró detenidamente durante un momento, con una expresión tan

perspicaz que me preocupó que pudiera sospechar la verdadera razón de mi falta de

apetito, pero continuó comiendo sin decir nada más al respecto.

Los hombres conversaron largo y tendido mientras comían, felicitándose por

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haber hecho el trabajo tan bien.

—Pasarán siglos hasta que otro no muerto consiga el conocimiento y el poder que

poseía el conde Drácula —declaró Van Helsing.

—Hemos hecho del mundo un lugar más seguro —convino Seward con

satisfacción.

—Me pregunto si eso es cierto —añadió Jonathan, que había estado

contemplando el fuego en silencio.

—¿Si es cierto el qué? —preguntó lord Godalming.

—Me pregunto si de verdad hemos cumplido hoy con nuestro objetivo.

Alarmada ante sus palabras, se me aceleró el pulso.

—¿Qué quiere decir, amigo John?

—¿Recuerda aquella noche en mi dormitorio del sanatorio cuando vimos cómo

Drácula se desvanecía en una espiral de vapor? Profesor, usted dijo que él podía

moverse como la niebla. En su diario, Lucy decía que una vez se le apareció en forma

de polvo. Solo porque hayamos visto a Drácula convertirse en polvo, eso no significa

que esté realmente muerto.

Aquel razonamiento me puso muy nerviosa, sobre todo cuando habló el doctor

Seward.

—Sí. ¿Qué dice usted a eso? —repuso desconcertado.

—Está muerto, amigos míos —declaró el profesor Van Helsing de forma

categórica—. El cuerpo del conde se convirtió en polvo porque tenía más de

trescientos años, igual que lo hicieron sus novias cuando las maté.

—Pero se suponía que Quincey debía clavarle al conde una estaca de madera en

el corazón —insistió Jonathan—. Pero debió de perder la estaca en el fragor de la

lucha, porque le asestó el golpe con el machete.

—La estaca no mata, amigo John, tan solo paraliza. Para matar a un vampiro hay

que cortarle la cabeza… y eso fue lo que hizo usted. Hemos visto con nuestros

propios ojos cómo le cortaba la garganta y cómo desaparecía la marca en la frente de

la señora Mina. Según ha reconocido ella, su conexión telepática con el conde ya no

existe. Esa es nuestra prueba de que está muerto.

—Entiendo. —Jonathan asintió, suspirando agotado pero agradecido.

Yo exhalé un suspiro de alivio para mis adentros. Luego hubo una animada

discusión en la que los hombres compartieron los detalles de las aventuras que había

vivido durante los últimos días.

Mientras todos continuaban charlando, mi mente comenzó a divagar. Según ellos,

nuestra empresa había acabado y yo era libre.

Pero yo sabía que no era así.

Celebraba que el plan de Drácula hubiera dado resultado y que estuviera vivo.

¡Oh, cuánto lo celebraba! Pero era igualmente consciente de que mientras él existiera,

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yo estaba destinada a convertirme en vampiro. De pronto recordé uno de los versos

del poema que Lucy me había recitado hacía tantos meses, mientras nos

encontrábamos en Whitby: «Si te casas de negro, el regreso será tu anhelo».

Entonces creíamos que significaba que iba a viajar lejos de mi país y que desearía

regresar a Inglaterra. Aquello se había hecho realidad, pero ahora le encontraba un

nuevo sentido a ese verso.

En efecto, anhelaba regresar… regresar a mi naturaleza humana y mortal.

Cada día que pasaba adoptaba más características de un vampiro. ¿Podía regresar

a Inglaterra sabiendo que estaba infectada por la sangre de Drácula? ¿Cuánto tiempo

pasaría hasta que los demás descubrieran que mis síntomas no habían desaparecido?

Era bien entrada la madrugada cuando nos retiramos a las tiendas improvisadas.

Jonathan había preparado un lecho para los dos con un montón de pieles apiladas. Me

tumbé a su lado, arropada con la capa, mientras él nos cubría con una manta y me

rodeaba con sus brazos.

—Se ha acabado, Mina. ¡Se ha terminado! ¡Tu alma es libre al fin!

Me alegró que Jonathan no pudiera verme la cara en la oscuridad.

—Sí —respondí con voz queda.

—Te amo tanto —susurró—. Lo eres todo para mí. Detengámonos en París de

regreso a casa y celebrémoslo. Visitaremos de nuevo todos los lugares que tanto nos

gustaron durante nuestra luna de miel. Solo que esta vez nos alojaremos en el mejor

hotel e iremos a los mejores restaurantes. ¿Te apetece?

—Sí —repuse con la voz rota.

—Cuando lleguemos a casa, quiero que empecemos a formar nuestra familia.

Tendremos la casa llena de pequeños Harker que nos colmarán de dicha.

Los ojos se me empañaron de lágrimas y apenas fui capaz de hablar.

—Seis —acerté a decir.

—Seis, pues —repitió y entonces me besó—. ¿Por qué lloras, cariño?

—Porque soy feliz —mentí.

—Yo también. —Su voz comenzaba a apagarse cuando empezó a vencerlo el

agotamiento—. Tenemos una larga y maravillosa vida por delante, señora Harker, y

vamos a aprovecharla al máximo. ¿Estás calentita?

No pude pronunciar palabra alguna, tan solo fui capaz de asentir.

—Que tengas dulces sueños, cariño.

Y, rodeándome con sus brazos, Jonathan se quedó dormido mientras que yo

continué en vela durante largo rato, sumida en la tristeza y luchando por contener las

lágrimas.

Por fin me quedé dormida… y soñé…

Soñé que estaba en casa, en Exeter, sentada en nuestro jardín en un día soleado.

Una suave brisa agitaba las frondosas ramas de los árboles cercanos; los pájaros

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cantaban y todo era hermoso y sereno. Estaba leyendo el soneto setenta y uno de

Shakespeare del libro que Jonathan me había regalado:

No lloréis por mí el día que sucumba

Mas al oír el brusco y fúnebre tañido

Avisad que de este mundo he partido

A morar con viles gusanos en la tumba

De pronto sentí que el sol me calentaba la cabeza y los hombros y comenzaba a

quemarme la piel, y una sed terrible, cada vez mayor, me abrumaba. Me serví un vaso

de limonada y, cuando tomé un sorbo, tuve que escupirlo asqueada.

Me llamaron la atención los pájaros que gorjeaban en los árboles, pues aquel

sonido parecía ser más fuerte. Parecía que pudiera oír y sentir sus trinos reverberando

continuamente por todo mi cuerpo, como el zumbido de un motor o el ronroneo de un

gato. Me levanté, atraída por aquel canto como si de un imán se tratara, y me detuve

para alzar la vista hasta las ramas del árbol más próximo. Esperaba… no sabía qué

era lo que esperaba. Entonces comenzó a dolerme la mandíbula. Cuando me toqué los

dientes con la lengua, preguntándome la causa de tan repentino dolor, descubrí con

sorpresa que los cuatro colmillos tenían un tamaño mayor y estaban afilados.

Un pequeño pajarillo bajó de una rama revoloteando hacia mí. Alargué la mano

instintivamente y agarré a la diminuta criatura en el aire. En un instante lo desplumé

con frenesí y clavé los dientes en la carne, succionando su sangre como si mi vida

dependiera de ello. Solo me detuve cuando la sangre se agotó y contemplé el cuerpo

laxo y destrozado del ave que apretaba con fuerza en mi mano… y entonces ahogué

un grito de horror.

¡Dios Bendito! ¿Qué acto tan vil acababa de cometer? Había matado a una de las

criaturas más dulces e inocentes que moran en el mundo… ¡Y había bebido su

sangre! Peor aún, lo había disfrutado. Asqueada conmigo misma, arrojé el pájaro

entre los árboles.

Desperté sobresaltada, invadida por las náuseas y la aprensión. Salí a toda prisa

de la tienda y corrí a refugiarme en la arboleda, donde vomité con violencia. Cuando

vacié el estómago de su escaso contenido, me alejé algunos pasos, me hinqué de

rodillas en la nieve manchada y lloré desconsoladamente. Hacía mucho tiempo que

creía que mis sueños podían ser augurios. ¿Acaso no había soñado con Drácula la

noche antes de que él llegara a Whitby? ¿No había escuchado su voz llamándome y

diciéndome que venía? ¿No había soñado la batalla que había presenciado ese mismo

día y visto que uno de mis valientes amigos iba a morir?

Sabía que mi mente trataba de decirme algo: estaba ofreciéndome un atisbo de mi

futuro. La mujer de mi sueño… ¡era la mujer o la cosa en que me estaba

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convirtiendo! «Se verá obligada a tomar una decisión trascendental —me había dicho

la vieja gitana—. Escuche lo que le dice su cuerpo. Está cambiando. Deje que sea él

quien le guíe».

Las lágrimas rodaban por mis mejillas cuando, de repente, me vinieron a la

cabeza las palabras que Jonathan había pronunciado antes de quedarse dormido:

«Tenemos una larga y maravillosa vida por delante, señora Harker, y vamos a

aprovecharla al máximo».

En una ocasión le prometí a Jonathan que jamás lo dejaría, pero ahora no podía

regresar con él a Inglaterra. Cualquier noche, desesperada por beber sangre, podría

abalanzarme sobre su garganta y matarle. En cualquier caso, resultaba, cuanto menos,

dudoso que consiguiera llegar a Inglaterra.

Habida cuenta de la forma en que estaba cambiando, podría ser cuestión de días

que Jonathan y los demás reconocieran las señales. Entonces el profesor Van Helsing

—sin duda con la ayuda de mi marido— me mataría igual que había matado a Lucy,

antes siquiera de haber sido enterrada. O peor… pues viendo que aún estaba

infectada, deducirían que Drácula continuaba con vida y renovarían sus esfuerzos por

encontrarlo y acabar con él… lo cual pondría de nuevo en peligro a los hombres.

No, decidí, abrumada por la amargura y el remordimiento. No me arriesgaría a

ponerlos en un peligro semejante. Era mejor que me marchara ya, antes de que

pudieran averiguar la verdad de lo que me había pasado. ¿Me atrevería a mirar a mi

esposo por última vez? ¿Debería dejarle una nota? No. ¿Qué iba a decirle?

Continué llorando en silencio durante algunos minutos por la familia que nunca

tendría y la vida que jamás disfrutaría junto a mi dulce esposo. Todo estaba perdido

para mí… una pérdida que me merecía; era el castigo de Dios por todo cuanto había

hecho. Había traicionado a Jonathan y, ahora, debía pagar por ello.

Al final me sequé las lágrimas y eché un vistazo a mi alrededor reparando, con

agradecimiento, en que el resto del grupo se encontraba aún en las tiendas durmiendo.

Sin hacer ruido, cogí mi cantimplora con agua, me enjuagué la boca y me lavé los

dientes. Cuando terminé de asearme me senté en un tronco junto a las brasas de la

hoguera.

Ya estaba bien de tanta autocompasión, me reprendí a mí misma. Suponía que

debía sentirme aliviada porque las cosas hubieran salido así. Ya no estaba obligada a

elegir entre dos amores. La decisión estaba tomada. Debía de haber infinidad de

personas que se cambiarían por mí emocionadas. ¡Iba a ser un vampiro con

misteriosos poderes! Podría cambiar de forma como si nada. Tendría tiempo para

aprender todos los conocimientos del mundo. ¿Acaso no había sido mi deseo ser una

princesa? ¿No era Nicolae un príncipe? Gozaría de una existencia eterna con un

hombre al que amaba profundamente… ¡Y podría estar con él de inmediato!

En ese preciso instante vi una estela de niebla emerger de los árboles avanzando

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hacia mí. El corazón me dio un vuelco y sentí un estremecimiento mezclado con algo

de aprensión. ¡Estaba sucediendo! Estaba a punto de dejar mi vida atrás, de morir y

comenzar una nueva existencia como un ser inmortal, una no muerta. La niebla se

alzó en una espiral formando la figura de un hombre y, de repente, tuve a Nicolae a

mi lado.

—Ven conmigo, amor mío —me dijo tendiéndome la mano.

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N

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icolae me llevó a su castillo a través de un remolino de sonido y viento

nocturno.

Cuando me dejó en el suelo de su magnífica biblioteca, me besó

apasionadamente.

—Por fin estás aquí.

—No puedo regresar.

La habitación estaba iluminada por una miríada de lámparas antiguas que

proyectaban parpadeantes sombras alargadas sobre las paredes y el suelo de piedra.

—Sé que ha sucedido muchas décadas antes de lo que habrías deseado, cariño,

pero no puedo fingir que lo lamente —me dijo con suavidad.

Él me leyó el pensamiento.

—¿La mujer muerta del bosque?

Yo asentí, apartándome de él.

—Tenía una altura y complexión similares a mí. No tenía rostro. Si vestimos su

cuerpo con mi ropa y lo cambiamos de lugar, cerca del campamento, los hombres

pensarán que los lobos me mataron durante la noche.

Una vez dicho aquello me estremecí tratando de imaginar cómo sería para

Jonathan descubrir mi cuerpo destrozado. ¿Se culparía a sí mismo?, pensé desolada.

¿Se pasaría el resto de sus días llorándome? ¿Cómo podría someterlo a tal

sufrimiento? Pero ¿qué otra alternativa tenía?

—Debes olvidar el pasado y mirar hacia el futuro.

—Es más fácil decirlo que hacerlo.

—Dices eso porque no tienes ni idea de la clase de vida que te espera. —Nicolae

me tomó de nuevo entre sus brazos y me miró con ternura—. Te convertiré en mi

esposa y lo compartiremos todo durante toda la eternidad.

—¿Cómo vas a hacerme tu esposa? Yo ya estoy casada.

—Estás casada en esta vida. Cuando mueras renacerás como un nuevo ser… y

serás mi novia. Conoceremos una dicha con la que hasta ahora solo hemos soñado,

pues jamás ha habido dos personas más perfectas la una para la otra como lo somos

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tú y yo.

Yo asentí, cayendo bajo su hechizo.

—No puedo creer que todo esto sea real.

—Es muy real, cariño. Y estaba predestinado. Si alguna vez albergaste dudas, ya

no puedes tenerlas. He estado pensando en lo que esa vieja gitana te dijo… acerca de

que estabas vinculada por sangre a su clan. Eso demuestra la teoría que he mantenido

desde que contemplé tu retrato por primera vez y leí tus cartas y me dominó la

desesperación por encontrarte. ¿Recuerdas que te hablé de que mi esposa tenía una

hermana gemela?

—Celestina.

—Los gitanos se llevaron a la hija de Celestina y no se la volvió a ver.

Me quedé sin aliento.

—¿Quieres decir que… que crees que puedo ser descendiente de…?

—Eso creo. Así que ya ves, tú y yo estábamos destinados a estar juntos, amor

mío. Eres mi recompensa a mis siglos de soledad. —Me besó una vez más y luego,

tomándome de la mano, añadió con entusiasmo—: Ven, tengo mucho que enseñarte.

Me condujo hasta una amplia escalera de caracol de piedra y luego por un largo

pasillo. El camino estaba iluminado por antorchas colocadas sobre soportes en las

paredes. Abrió con su llave una pesada puerta de roble tras la que se encontraba una

cámara cómodamente amueblada, compuesta por una sala y un dormitorio muy

similar al cuarto de invitados que Jonathan había descrito en su diario. Había varias

lámparas encendidas en el interior. Me quedé boquiabierta, pues tendido sobre la

cama vi el precioso vestido de seda color esmeralda que Drácula me había mostrado

en su salón de Carfax. Junto a este se encontraban un par de escarpines de seda a

juego.

—Los traje conmigo con la esperanza de que algún día pudieras llevarlos. Veo

que van a resultar de utilidad de inmediato.

Comprendí lo que quería decir: que mi ropa y mi calzado serían necesarios para

vestir el cadáver de la mujer muerta en el bosque.

—Me los pondré.

Él abandonó de forma considerada la habitación haciendo una reverencia. Me

alegraba poder deshacerme de mi vestido y de mis botas machados de barro y de

sangre, pero me sentía profundamente triste por verme obligada a desprenderme de

mi querida capa blanca, pese a que estuviera igual de sucia que el resto. No había

espejo, naturalmente, pero a juzgar por la reacción admirativa de Drácula cuando abrí

la puerta para dejarle entrar, me sentí como si fuera Cenicienta, transformada y lista

para asistir al baile.

† † †

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—Estás deslumbrante. —Con los ojos centelleantes, me tomó de la mano y me hizo

girar, igual que lo había hecho en la pista de baile, para después atraerme contra su

cuerpo. Sacó un pequeño estuche del bolsillo, que me ofreció—. Tengo otra cosa para

ti. Espero que te guste.

Abrí la caja y descubrí un hermoso broche de oro con forma de pájaro, cuya cola

y plumaje estaban cuajados de rubíes, zafiros, esmeraldas y perlas.

—¡Oh! —exclamé reconociendo la criatura mítica que representaba—. Es un

fénix.

—Se dice que el fénix vive miles de años, el fuego lo consume y luego renace de

sus cenizas para vivir de nuevo.

—Inmortal —susurré.

Nicolae me prendió el broche en el corpiño del vestido.

—Y mía para siempre.

Él me miró con aquellos ojos penetrantes y hechiceros y luego me besó

apasionadamente.

Antes de que pudiera darle las gracias, me tomó nuevamente de la mano y, con

manifiesto entusiasmo, me llevó a dar una vuelta por su castillo para mostrarme lo

que había detrás de todas aquellas puertas cerradas. Una de sus habitaciones

preferidas era su bien acondicionado estudio de arte, donde se dedicaba a la pintura y

la escultura. Había docenas de lienzos apilados contra las paredes. Eran retratos de

sus hermanas y de amantes vestidas a la moda de épocas pasadas, así como paisajes

europeos pintados con destreza; majestuosas montañas nevadas, campos y valles

repletos de flores, verdes bosques y resplandecientes lagos y ríos. En cada cuadro

podían verse pequeñas figuras haciendo un picnic, paseando o viajando en grupo.

—Son maravillosos. ¿Los has pintado todos tú?

—Así es.

Me sentí conmovida por lo que las pinturas decían acerca de su temperamento

solitario y romántico, su amor por la naturaleza y su deseo de viajar y conectar con

otras personas.

—¿Y los que hay en la biblioteca?

—Son míos en su mayoría. Unos pocos son de Jan Brueghel el Viejo, y de Peter

Paul Rubens.

¡No era de extrañar que me resultaran tan familiares!

—¿Posees obras de Brueghel y de Rubens? —dije atónita.

—Estudié con ellos en Amberes, a principios del siglo diecisiete. Fuimos buenos

amigos durante un tiempo… hasta que descubrieron lo que era y me pidieron

categóricamente que me marchara.

Sacudí la cabeza sobrecogida y maravillada.

—Qué vida tan fascinante.

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—Ha tenido sus momentos. Y la tuya, cariño, no ha hecho más que empezar.

Me tomó de la mano una vez más y me condujo por el pasillo hasta otra cámara.

Al entrar me quedé sin aliento. Era una sala de música bien amueblada, con elegantes

tapices e iluminada por numerosas lámparas y majestuosos candelabros. En la

chimenea ardía un fuego que no producía humo. Había un clavicordio, un magnífico

piano y más de media docena de diversos instrumentos musicales.

Me acerqué instintivamente al piano.

—¿Puedo?

—Por favor.

Me senté en el banco y comencé a tocar una pieza de Mendelsohn que me sabía

de memoria.

Drácula cogió un violín y tocó conmigo. Me faltaba algo de práctica, pero la

interpretación de Nicolae era soberbia y profundamente sentida. Cuando terminamos

no pude evitar reír encantada.

—¿Tocas todos estos instrumentos tan bien como el violín? —pregunté.

—Unos mejor que otros.

—Eres un hombre con increíbles dotes.

—Con todo el tiempo del mundo a tu disposición, pueden lograrse muchas cosas.

Guardé silencio ante aquello, un recordatorio de mi futuro inmediato. ¿Era así

como iba a ser mi vida? ¿Días y noches con Drácula, colmados de hermosa música,

de lectura, de conversación y de arte… por toda la eternidad? Era una perspectiva

emocionante, pero sentí una punzada de temor en el estómago. Todo me parecía aún

tan fantástico, inverosímil y… aterrador.

Alcé la vista hacia él desde el banco del piano donde estaba sentada.

—Después de que… hayamos fingido mi muerte… ¿qué sucederá?

Él se encogió de hombros.

—Te quedarás aquí conmigo, naturalmente. Yo cuidaré de ti hasta que mueras.

—¿Qué ocurrirá… cuando…?

—Es difícil saberlo. Es diferente para cada persona.

Me sentí dominada por el temor.

—¿Me dolerá cuando muera?

—No. No sentirás dolor.

—¿Cómo será…?

—¿Renacer?

Yo asentí con el corazón martilleándome en el pecho.

—Para mí fue hace tanto tiempo que apenas lo recuerdo, pero otros me han

contado que es parecido a despertar de un sueño profundo.

—¿Seré… seré como tus hermanas y como Lucy?

—¿A qué te refieres?

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—Ya sabes a qué me refiero.

Él vaciló, eludiendo mi mirada.

—Puede que al principio. Un vampiro joven tiene deseos e impulsos difíciles de

controlar. Pero con el tiempo los dominarás tal como he hecho yo.

De repente me invadió el pánico. No podía olvidar las acciones despreciables y

lujuriosas de las mujeres vampiro que habíamos matado ni la libidinosa pesadilla que

había tenido y durante la cual estuve a punto de atacar al profesor. ¿Y los terribles

crímenes que Drácula había cometido cuando se convirtió? ¡Mató a su esposa y a su

hijo y a toda esa gente!

—Mi hermano me convirtió —se apresuró a responder a mis pensamientos—. Yo

te convertiré a ti. Serás diferente y me tendrás a mí para guiarte.

—¿Y si fracasas?

—No lo haré.

No podía sentirme tan segura como lo estaba él.

—¿Dónde viviremos?

—Aquí, allí, en cualquier lugar que desees.

—En cualquier lugar menos en Inglaterra. No podremos regresar a Inglaterra.

—Sería una imprudencia.

—Supongo que tendríamos que evitar los países soleados.

—Normalmente lo hago.

—Y allá adonde vayamos tendremos que cargar con dos gigantescas cajas con

tierra… en las que dormir… y protegerlas con nuestras vidas.

—Sí, y ahora que vas a convertirte en vampiro en mi tierra natal, es mucho más

sencillo. Podremos dormir juntos sobre tierra transilvana.

No sabía por qué, pero aquella idea no me atraía tanto como a él.

—Háblame de la… alimentación. ¿Cómo vamos a alimentarnos?

—Cuando viajemos habrá mucha gente entre la que elegir. Mientras estemos en

casa, habrá animales en el bosque y algún que otro desconocido que pase por aquí.

Pensé en mi sueño de la noche anterior, en aquella dolorosa sed y en la repulsión

que había sentido después de quitarle la vida a un pájaro. ¿De verdad podría reunir el

valor necesario para alimentarme de un animal vivo? ¿Cómo sería atacar a un ser

humano y beber su sangre? Me estremecí solo de pensar en ello.

Me invadió una gran confusión. ¿De verdad deseaba vivir eternamente como una

criatura que ansiaba y necesitaba la sangre de otros para existir? ¿Y si no conseguía

aprender a detenerme antes de que mi víctima estuviera muerta? También recordé el

miedo que el profesor y yo habíamos visto en los ojos de los gitanos y de otras gentes

que nos habíamos encontrado durante nuestro viaje hasta Transilvania, cómo se

habían persignado y protegido contra mí con amuletos para alejar el mal de ojo. ¿Qué

sentiría siendo evitada y temida por todo el mundo durante el resto de mis días?

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¿Cómo sería no volver a probar la comida? ¿Ni disfrutar de nuevo del cálido sol en

mi cara y en los hombros? ¿No ver nunca más mi propio reflejo? ¿Podría ser feliz

viviendo en aquel solitario castillo para siempre? Si dejábamos Transilvania,

¿pasaríamos la eternidad huyendo?

Amaba a Drácula, pero ¿deseaba convertirme en su esposa no muerta para toda la

eternidad?

A jugar por la expresión cautelosa de Drácula, supe que estaba leyéndome la

mente.

—Mina —me dijo con voz queda—, esos pensamientos están únicamente

provocados por el miedo. No te atormentarán una vez hayas renacido.

—Eso es lo que más me asusta. La idea de convertirme en un ser sin la más

mínima conciencia… no podría soportarlo.

—¿Estás diciéndome que no tengo conciencia?

—No. Pero tú mismo has dicho que tardaste años, siglos, en conseguir el

autocontrol que ahora posees. ¡No podías controlar a tus propias hermanas! ¿En qué

te basas para decirme que puedes enseñarme y controlarme?

—Lo conseguiré.

Me levanté del banco y me situé frente a él soltando un trémulo suspiro.

—Nicolae, no puedo fingir contigo. Conoces todos mis pensamientos y

sentimientos. Sabes cuánto te amo y, también, la lucha interna en que esto me ha

sumido desde el principio. Creía que podría aceptar la idea de tener un futuro eterno

contigo, pero ahora que lo tengo ante mí… —Sacudí la cabeza—. No puedo hacerlo.

Drácula profirió una carcajada sorprendida y contrita.

—¿Que no puedes hacerlo?

—No. No puedo convertirme en vampiro.

—Me temo que no tienes otra opción, amor mío. A menos —añadió con una

chispa peligrosa en sus ojos— que pretendas intentar matarme.

—Jamás te haría ningún daño, Nicolae.

—Entonces tu destino está sellado, Mina. No tienes otra opción.

—Sí que la tengo.

—¿De veras? ¿Cuál?

—Simplemente volveré con los demás y les convenceré de que, aunque Drácula

está realmente muerto, a pesar de las teorías del profesor acerca de las almas

liberadas, el veneno del vampiro aún perdura en mis venas. Ordenaré a los hombres

que acaben conmigo.

—¿Que acaben contigo? —Drácula estrelló el puño contra el piano con tal

violencia que el instrumento resonó como una sentencia de muerte y la superficie

negra de madera pulida se astilló en docenas de fragmentos que salieron volando—.

¿Has perdido el juicio?

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—¿Es que no lo ves? Esto nos liberará a ambos.

—¡No! —bramó—. ¡No permitiré que esos carniceros te pongan la mano encima!

—Es mi decisión. Lo que yo elijo. Es lo que deseo.

Nicolae me agarró mientras me fulminaba con la mirada.

—Mina, ¿tienes idea de lo que he pasado por ti? Si mueres, será únicamente por

mi mano y para renacer. ¡He esperado cuatrocientos años para encontrarte! ¡No voy a

renunciar a ti!

Clavó sus ojos en los míos y escuché el pensamiento que cruzó por su mente

como un rayo:

«¡El pusilánime de su marido jamás la tendrá a ella ni al hijo que crece en su

vientre!».

Me quedé paralizada y le miré fijamente.

¿Había oído bien? ¿Acababa de decir que… estaba esperando un hijo?

¿Un hijo…?

De pronto comprendí. ¿Era a eso a lo que la vieja gitana se había referido al

decirme que mi cuerpo estaba cambiando? Todos los síntomas que había

experimentado las dos últimas semanas: la falta de apetito, las náuseas… ¿Me había

sentido así no porque estuviera convirtiéndome en vampiro… sino porque estaba

esperando un hijo?

Vi la respuesta en los ojos de Nicolae, escuché la verdad en sus pensamientos,

cuando una expresión culpable y de intensa frustración apareció en su rostro. Él me

soltó y retrocedió.

Pero ¿y el círculo sagrado que había sido incapaz de cruzar?, pensé. ¿Qué

significaba eso?

Jadeando, recordé que en ningún momento había intentado salir de los círculos

hechos por el profesor hasta que habían sido rotos, pues había sentido demasiado

miedo.

Me llevé las manos al vientre, asombrada y consternada.

—¿Tú lo sabías? —grité horrorizada—. ¿Lo sabías y no me dijiste nada?

¿Pretendías matarme, convertirme en un monstruo y retenerme aquí como tu novia…

aun sabiendo que no estaba infectada… sino que llevaba a un niño inocente en mi

interior?

Él titubeó mientras dirigía de nuevo la vista hacia mí.

—Mina, mi sangre corre aún por tus venas. Todavía puedes convertirte en

vampiro… solo el tiempo lo dirá… y, si es así, ese niño no vivirá para respirar su

primer aliento. Únicamente estaba protegiéndote.

—Protegiéndome, ¿de qué? —espeté angustiada y furiosa—. ¿De la posibilidad

de convertirme en madre? ¿De la dicha de la maternidad que tanto he anhelado?

¡Dios Bendito! ¿Cómo has podido? ¡Me dijiste que me amabas, pero no era verdad!

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—Precisamente porque te amo, Mina, yo…

—¡No! Solo te amas a ti mismo. ¡Solo piensas en lo que tú deseas! Eso no es

amor; es egoísmo. ¡Y lo que has hecho es pura maldad!

—Mina…

Otra idea me vino a la cabeza.

—¡Santo Dios! Oh, Dios mío… ¿algo era verdad?

—¿A qué te refieres?

—A todo lo que me has contado: la triste historia de tu vida, todas tus

explicaciones para cada acusación en tu contra… para lo que le sucedió a Lucy, a

Jonathan… a los hombres del Deméter… ¿era cierto? ¿O simplemente te lo

inventaste en un intento por redimirte y aplacarme?

—¿Ahora lo pones todo en duda? —gritó con renovada ferocidad—. ¡Por

supuesto que era verdad!

—¿Cómo voy a saberlo? Me has mentido en esto. Me mentiste sobre quién eras

desde que nos conocimos. ¿En qué más me has mentido? ¡Oh! Toda esta charada, la

persecución de esa caja, el camino hasta tu castillo… no era más que una artimaña

para traerme hasta aquí, ¿no es cierto?

—No… —dijo, pero en su mente decía «Sí».

—¡Ya no importa qué es o no verdad! ¡Sigues siendo el monstruo que todos

dicen! ¿Cómo he podido dejarme engañar de este modo? ¿Cómo he podido creer que

te amaba?

Di media vuelta y corrí hacia la puerta abierta, pero Drácula, con velocidad

sobrehumana, se colocó delante de mí.

—¿Adónde crees que vas? —exigió saber.

—A casa. Con mi esposo. De regreso a Inglaterra, allí adonde pertenezco.

—Me encantaría ver cómo lo intentas.

Le esquivé y salí del cuarto, luego recorrí a toda prisa el corredor de piedra… y

me detuve en seco.

Nicolae estaba a unos nueve metros de mí, al fondo del pasillo, bloqueándome la

salida con una sonrisa burlona en los labios.

—Has olvidado decirme adiós —se mofó.

Giré y eché a correr aterrorizada solo para descubrir que estaba esperándome

también en aquel otro extremo, ¡justo a seis metros de distancia! Jadeé consternada.

Delante se abría una escalera de caracol. Corrí hacia ella y subí volando los

escalones… y nuevamente me quedé paralizada. Él estaba esperándome arriba y reía

de forma perversa.

Me volví y huí escalera abajo, pero él estaba ahí otra vez. Penetré en el pasillo

para regresar por donde había llegado; mis pasos resonaban con fuerza en el suelo de

piedra al tiempo que yo resollaba. Acababa de llegar a la puerta de la sala de música

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cuando él se materializó de la nada delante de mí y me agarró los brazos.

—Jamás regresarás a Inglaterra, Mina —farfulló; tenía los ojos rojos, y los

dientes y las uñas largos y afilados—. Nunca volverás a ver a tu marido. Serás mía

aunque tenga que matarte aquí y ahora y retenerte por la fuerza. ¡Eres mi destino!

¡Estamos unidos por la sangre!

Se abalanzó sobre mi garganta, pero yo grité e intenté zafarme. ¿Eran pasos lo

que oía procedente de la escalera o era el sonido de mi corazón martilleando en mis

oídos? Justo cuando sentía que sus dientes comenzaban a clavarse en mi carne,

atónita, una voz gritando:

—¡Suéltala, demonio!

Era la voz de Jonathan.

Drácula levantó la mirada sorprendido. De pronto Jonathan estaba ahí. Vi el

centelleo de su kukri y enseguida se produjo un forcejeo y un estrépito metálico.

Entonces Drácula levantó a Jonathan en el aire y lo arrojó contra la pared del pasillo,

donde mi marido cayó, aturdido e inmóvil, en el suelo.

Observé horrorizada, pero el instinto se apoderó de mí. En la sala de música,

situada justo detrás de mí, vi las largas y afiladas astillas de madera de la superficie

destrozada del piano esparcidas por el suelo. Entré rauda y veloz, me hice con una de

ellas y la blandí como si fuera un arma.

Drácula me siguió y, cuando se abalanzó sobre mí con un espantoso gruñido, su

increíble velocidad me ayudó a clavarle el fragmento de madera justo en el corazón.

Drácula profirió un grito de sorpresa, incredulidad y dolor. Acto seguido, cayó de

rodillas agarrándose a la estaca improvisada como si quisiera extraérsela, pero las

fuerzas le fallaron. Se desplomó lentamente en el suelo y se quedó inmóvil,

paralizado. Durante un momento yo también me quedé paralizada, pues vi cómo él

yacía en el suelo mientras su sangre se extendía por debajo de su cuerpo formando un

charco cada vez mayor. Poco a poco comenzó a envejecer hasta convertirse en un

anciano nudoso, arrugado y de rostro céreo.

Oí un grito de agonía y me di cuenta de que había surgido de lo más profundo de

mi garganta.

«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho?». ¡Nicolae estaba muriéndose y yo lo

había matado!

Invadida por una oleada de repentino remordimiento, las lágrimas me anegaron

los ojos. Entonces miré a Jonathan, que se encontraba inconsciente en el suelo —¡tal

vez muerto!— en el pasillo, víctima de Drácula. Pensé en la criatura inocente que

crecía dentro de mí, que se merecía una oportunidad de vivir, y supe que había hecho

lo correcto. Y aún no había acabado. Me quedaba un último y macabro hecho por

consumar.

Cegada por las lágrimas, agarré el kukri que se encontraba junto a la puerta

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abierta, me arrodillé junto al cuerpo inmóvil de Drácula y sostuve aquella aterradora

hoja sobre su garganta. Nuestras miradas se cruzaron y vi el profundo pesar y la

angustia que mostraban sus ojos, como si su propia humanidad hubiera salido al fin

de nuevo a la superficie.

—Perdóname, Mina —susurró con gran esfuerzo—. Te amaba demasiado.

Vacilé. Nicolae volvía a ser él mismo. La ira había hecho de él el monstruo en que

se había convertido, pero dentro de él había mucha bondad. Le había amado y aún le

amaba. ¿Cómo podría matar al hombre al que amaba?

Lloré y bajé el machete con el corazón roto.

—¡Hazlo! —susurró Drácula con insistencia—. No pertenezco a este mundo. Tú

sí. No sientas remordimientos. Vive la vida que a mí no se me ha permitido vivir.

¡Vívela por los dos!

Las lágrimas se derramaban por mis mejillas mientras sacudía la cabeza.

—No… no…

Con lo que pareció un esfuerzo sobrenatural, Nicolae levantó la mano y cubrió la

mía con firmeza para que juntos pudiésemos agarrar el machete.

—«Nuestra fiesta ha terminado —citó con voz baja y entrecortada, mirándome a

los ojos—. Los actores… como ya dije… eran espíritus y se han disuelto en aire, en

aire leve… y, cual obra sin cimientos de esta fantasía… todo se disipará… y no

quedará ni polvo».

Nicolae empujó el machete con sorprendente fuerza, clavándose en la garganta.

Un hilo de roja sangre salió disparado cuando la hoja cortó la carne y, en una fracción

de segundo, todo su cuerpo se convirtió en polvo y desapareció.

Mis rodillas cedieron y me derrumbé sobre el suelo, con la vista fija en el espacio

vacío que tenía ante mí, sobre un charco de sangre, con incredulidad y estupefacción.

Drácula estaba muerto.

Lloré, pero no había tiempo para las lágrimas. Me obligué a levantarme y corrí

junto a Jonathan, me arrodillé a su lado y lo tomé en mis brazos muerta de

preocupación, pero me sentí aliviada al comprobar que respiraba. Lo llamé mientras

le besaba repetidamente y le acariciaba el rostro con ternura. No tardó en abrir los

ojos y, cuando lo hizo, la confusión dio rápidamente paso a la alarma mientras

intentaba levantarse.

—¿Dónde está? —espetó.

—Se ha ido —dije abrazándolo con fuerza, con las mejillas aún húmedas por las

lágrimas—. Jamás podría haberlo hecho sin ti. ¿Por qué has venido?

—Durante toda la noche me sentí inquieto. Había algo diferente en ti, Mina. No

estaba seguro de que el conde estuviera realmente muerto y, si no lo estaba, aún

podría tenerte en su poder. Cuando he despertado, he visto que te habías ido, he

temido que él te hubiera raptado. He ensillado el caballo y he venido a galope. La

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puerta estaba abierta, pero el castillo parecía desierto. He buscado por todas partes.

Luego he subido corriendo la escalera y entonces he oído su voz. Estaba amenazando

con matarte. He arremetido contra él con el machete, pero… —Jonathan se sonrojó

—. Eso es lo último que recuerdo. —Y se apresuró a añadir—: No le he reconocido.

¿Estás segura de que era él? Parecía tan joven…

Elegí mis palabras con sumo cuidado.

—Así era como se me había aparecido a mí en el pasado.

Jonathan me miró fijamente.

—¿Te ha dado él ese vestido? —Cuando asentí, me preguntó—: ¿Te ha hecho

daño?

Guardé silencio. Sentía como si mi corazón se hubiera partido en dos, un

desgarrón que jamás podría ser reparado. Drácula me había infligido esa profunda

herida, pero nunca podría contarle aquella verdad a Jonathan.

—No —susurré—. Nada que no se cure con el tiempo.

—¿Ahora está realmente muerto?

—Sí. Y doy gracias a Dios de que hayas venido cuando lo has hecho, esposo mío,

o estaría muerta… y también lo estaría nuestro hijo.

Jonathan se incorporó mientras me miraba maravillado.

—¿Nuestro…?

Yo asentí incapaz de reprimir una sonrisa llorosa mientras le cogía de la mano y

la colocaba sobre mi vientre. El rostro de mi marido se iluminó con una expresión de

tal felicidad que creí que mi corazón iba a derretirse. Rompí a llorar y a sollozar y

Jonathan me estrechó entre sus brazos y me besó.

Regresamos al campamento antes de que los otros despertaran. Jonathan y yo

acordamos que era mejor no mencionar los hechos que habían tenido lugar en el

castillo. Que era preferible que los hombres siguieran pensando que Drácula había

fallecido la noche anterior y que el señor Morris había muerto siendo un héroe. Y, de

ese modo, en todos los diarios que escribíamos por entonces, está documentado que

Drácula murió al anochecer del 6 de noviembre a manos de Jonathan y del señor

Quincey Morris.

† † †

A la mañana siguiente emprendimos el largo viaje de regreso a Inglaterra, haciendo

un alto para dar sepultura al señor Morris, con una tranquila y respetuosa ceremonia,

en un cementerio de Bistritz.

Me había acostumbrado tanto a escuchar la voz de Drácula en mi mente que su

ausencia dejó un profundo y doloroso vacío. A veces lloraba desconsoladamente y

nada de lo que Jonathan y los demás me decían lograba reconfortarme. Ellos

atribuyeron aquel desbordamiento de emociones a lo que denominaban mi «delicado

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estado». Pero yo no podía dejar de pensar en él, en todo lo que había significado para

mí y en sus últimas palabras.

¿Había elegido morir como penitencia por su último acto de maldad? ¿Había

blandido el machete que yo sujetaba porque deseaba que yo continuara viviendo libre

de lo que él consideraba su malsana obsesión? ¡Oh! ¡Ojalá hubiese poseído la fuerza

para detener su mano! Pues a pesar de lo que había hecho, y de lo que pretendía

hacer, no había deseado que muriese. La culpa me reconcomía y sabía que lloraría su

muerte todos los días durante el resto de mi vida.

Poco después de que llegásemos a nuestra casa de Exeter, recibí un pequeño

paquete. Para asombro mío, este contenía una carta con el sello de la familia Sterling.

Belgravia, Londres 16 de noviembre, 1890.

Mi querida señora Harker:

Le ruego que disculpe mi tardanza en escribirle. Desde la noche que la

encontré tan inesperadamente en mi vestíbulo, nunca se ha apartado de mis

pensamientos. Creo que me quedé sin habla y muy sorprendido al verla en

aquellos momentos. Mi doncella, Hornsby, me explicó el motivo de su visita y

me dio su dirección. Solo puedo imaginar lo que debe de pensar de mí. A fin

de que no abrigue ningún malentendido, deseo aclarar las cosas.

Hace muchos años, cuando era un joven universitario, me enamoré de

una doncella que trabajaba en nuestra casa.

Su nombre era Anna Murray. La amaba locamente y creo que ella sentía

lo mismo por mí. Deseaba hacerla mi esposa. Por desgracia, el amor no

siempre es suficiente en este mundo. No siempre podemos tener aquello que

deseamos, pues intervienen otros factores. Mi madre se enteró de nuestra

relación y, cuando regresé a casa la siguiente vez, descubrí con gran pena

que Anna había sido despedida. Mi madre no me dijo que Anna estaba

encinta; se limitó a recalcar la importancia de mi deber y que debía

olvidarme de ella.

Con el tiempo, me casé. No volví a saber nada de Anna, pero ella siempre

estuvo presente en mis pensamientos.

Años más tarde, cuando mi madre estaba en su lecho de muerte,

reconoció que había despedido a Anna porque estaba embarazada… ¡De mi

hijo! Me propuse encontrarla a ella y a usted. Para entonces, Anna había

fallecido, pero mis investigaciones me condujeron hasta el orfanato en el que

residía usted. Establecí un legado anónimo, estipulando que los fondos fueran

empleados para financiar su educación. Cuando apareció ante mí hace unos

meses, no tuve la menor duda de quién era. Su madre era una mujer hermosa

y usted se parece mucho a ella.

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Huelga decir que el decoro me impide reconocerla públicamente, pero si

alguna vez necesita mi ayuda en el futuro, puede contactar conmigo de forma

discreta. Deseo que sepa que, en el fondo de mi corazón, estoy orgulloso de

ser su padre.

Suyo sinceramente,

SIR CUTHBERT STERLING, BARÓN

P. D. Hornsby me pide que le adjunte este libro que fue un regalo de su

madre. Dice que era uno de sus favoritos.

Leí aquella carta en silencio y llena de asombro. ¡Había sido mi propio padre

quien había sufragado mi educación! ¡Qué extraña y sorprendente resulta a menudo

la vida! Aunque nunca conocería a mi padre, le debía mucho y siempre le estaría

agradecida.

Por primera vez en mi vida, también tenía una sensación de paz con respecto al

desliz de mi madre y aquello me reconfortaba enormemente. ¿Acaso yo no había

sentido aquella misma clase de pasión ardiente e ilícita que había unido a mis padres?

Por fin podía perdonarlos, aun cuando luchaba por perdonarme a mí misma.

Estaba tan absorta en mis pensamientos que casi había olvidado echar un vistazo

al volumen que contenía el paquete. Retiré el papel marrón de envolver y me

encontré con un libro delgado, de encuadernación barata, que llevaba en el interior el

nombre de mi madre escrito de su puño y letra.

Me quedé boquiabierta.

Eran los Sonetos Completos de William Shakespeare.

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E

Epílogo

stamos en el verano de 1897 y han pasado cerca de siete años desde que

tuvieron lugar los hechos que aquí he relatado. Es hora de cerrar este

capítulo de mi historia, hora de devolver este diario a su eterno

escondrijo de una vez por todas.

Nuestro querido hijo, que vino al mundo ocho meses después de nuestro regreso

de Transilvania, acaba de celebrar su sexto cumpleaños. Lo bautizamos como

Quincey John Abraham Harker, en honor a todos los hombres que participaron en

aquella peligrosa aventura… pero lo llamamos Quincey. Lord Godalming y el doctor

Seward están felizmente casados con dos encantadoras jóvenes y, a juzgar por las

cartas del profesor Van Helsing, parece que sigue tan cascarrabias y tan lleno de

energía como de costumbre.

A menudo pienso en Lucy y en su madre con afecto. Cada verano, Jonathan y yo

vamos a Londres para poner flores frescas en sus tumbas, en el cementerio de

Hampstead.

Mi esposo y yo nos amamos más cada día que pasa. Jonathan está entregado a su

trabajo.

Regresó de nuestro viaje a Transilvania en perfecta forma y se ha granjeado un

gran prestigio como abogado. Asimismo, y animada por él, he desplegado mis alas.

Soy muy activa en nuestra comunidad. Imparto clases de piano y de baile y

pertenezco a varias organizaciones humanitarias femeninas. En ocasiones escribo

artículos para el periódico local. Es un trabajo satisfactorio y me hace feliz.

Hasta el momento, mi esposo y yo no hemos sido bendecidos con más hijos, pero

abrigamos la esperanza de que eso cambie. Nuestro pequeño Quincey es un buen

muchacho: dulce, curioso y muy inteligente. Parece ser más fuerte y brillante que los

demás niños de su edad pero, quizá, no sea más que amor de madre. Al igual que sus

padres, disfruta enormemente con la lectura e, incluso a tan temprana edad, muestra

talento para la música y el arte. Tiene el cabello mucho más oscuro que Jonathan y

unos profundos ojos azules que, supongo, debe de haber sacado de la madre de mi

marido. Sin embargo, a veces, cuando miro esas profundidades azules, imagino que

veo a otra persona… pero sé que eso es imposible…

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Pasamos las veladas con Quincey tocando música, leyendo en voz alta libros

sobre cualquier tema imaginable y recitando poesía. La intimidad entre Jonathan y yo

ha florecido hasta convertirse en algo maravilloso y satisfactorio.

—Soy el hombre más feliz de toda Inglaterra —comentó Jonathan anoche

mientras me estrechaba entre sus brazos—. Tengo todo cuanto un hombre podría

desear.

Yo correspondo a sus sentimientos con absoluta sinceridad.

Amo mucho a Jonathan. Él es mi alma gemela. ¡Es reconfortante tener una

relación de igual a igual con alguien! Estoy contenta y muy agradecida por todo lo

que poseo.

Asimismo, de vez en cuando, no puedo evitar volver la vista atrás. Me pregunto a

mí misma si fue un error haber amado a Drácula. No lo sé. Pero sucedió y eso es algo

que no puede cambiarse.

Solo puedo atesorar aquello como lo que fue, comprender que no debía ser… e

intentar aprender de todo aquello. Algunas relaciones, por reales y vitales que sean,

resultan demasiado extremas, demasiado peligrosas y agotadoras para sobrevivir a

ellas.

A veces, muy a mi pesar, aún sueño con él; sueños eróticos en los que Drácula

viene a mí mientras estoy dormida y me hace el amor. Siento su presencia en cada

mota de polvo y cada vez que hay niebla. En los momentos más extraños, me he

sobresaltado con el convencimiento de haber vislumbrado el rostro de Nicolae entre

la multitud. No puedo librarme de la sensación de que él aún existe, de que está ahí

fuera, en alguna parte, velando por mí, pero sé que eso también es imposible…

Creo que, sea lo que sea lo que me depare el destino, mi vida estaba destinada a

ser una cosa hasta que llegó él, y luego otra radicalmente distinta y magnífica… y

ahora que ya no está, otra diferente. Esas tres versiones de mí —antes, durante y

después de él— pertenecen a seres distintos; tan diferentes unos de otros como la raíz

de la flor cuando se siembra la semilla. Aunque ya no hubiera más días ni más

noches, seguiría diciendo que estábamos destinados a encontrarnos, a amarnos y a

conocer el dolor del cruel desengaño.

Siempre le amaré y nunca podré olvidarlo. Él me cambió para siempre y por ello

le estaré eternamente agradecida. Mi vida está colmada de infinita dulzura gracias a

que le conocí y a que él me dejó marchar. Mi vida es ahora mía y sé que es mejor así.

www.lectulandia.com - Página 346

SYRIE JAMES. Nació en Poughkeepsie (Nueva York) y ha trabajado para cadenas

televisivas como Fox, ABC o CBS, además de para varios estudios cinematográficos.

Su obra más conocida a nivel internacional es Drácula, mi amor, una novela

romántica con los protagonistas de la novela de Bram Stoker. Es autora también de

The Missing Manuscript of Jane Austen, The Lost Memoirs of Jane Austen, The

Secret Diaries of Charlotte Brontë, Nocturne, Forbidden, y The Harrison Duet:

Songbird and Propositions.

Cuando no está leyendo, ejercitándose, investigando, escribiendo o actualizando

su website, su actividad favorita es pasar tiempo con su esposo Bill James, su amor

de secundaria, y su dos hijos Ryan y Jeff, quienes son sus más grandes log

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