—Vi un mapa de Inglaterra en la biblioteca del conde —adujo Jonathan
emocionado—, con varias localizaciones señaladas con un círculo. Una se encontraba
cerca de Londres, donde está situada su nueva propiedad; otra estaba en Exeter, y
tenía marcadas ciudades portuarias desde Dover a Newcastle, ¡incluyendo Whitby! El
conde me hizo innumerables preguntas sobre el modo de realizar envíos a un puerto
inglés y la forma de franquearlos.
—Planeó su llegada con sumo detalle —remarcó el doctor.
—Pero, si su destino era Londres —intervine—, ¿no habría sido más fácil ir
directamente allí o a algún puerto más grande al sur? ¿Por qué ir a Whitby?
—¿Por qué, en efecto? —musitó Van Helsing, con el ceño fruncido—. No le
encuentro el sentido a que el conde fuera a Whitby… pero así fue, para desgracia de
la pobre señorita Lucy. Pues, según creo, fue allí donde la encontró caminando
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dormida por los acantilados, de noche. Cuando ella regresó a Londres, tanto si se
trató de algo fortuito como si fue intencionado, parece que Drácula la encontró de
nuevo.
La cabeza me daba vueltas, y en mi mente arraigó un repentino y profundo odio
hacia el hombre que tan atrozmente había atacado a mi queridísima amiga y
atormentado cruelmente a mi esposo.
—¿Sabemos con seguridad que fue el conde Drácula quien atacó a Lucy en
Londres? —pregunté—. Es una ciudad muy grande. ¿Podría haber allí otra criatura
como él?
—Todo es posible, señora Mina. Pero en mis años de estudio, he descubierto que
estos seres son escasos en número y que casi nunca abandonan sus tierras. No he
tenido noticias de otros seres en Inglaterra en la historia reciente. Recuerden que
viajar no es fácil para un vampiro. El conde tuvo que traer numerosas cajas de tierra
en barco desde Transilvania, y ¿para qué? Para asegurar su existencia aquí, pues sin
esa tierra en la que descansar cada día, perdería sus poderes y acabaría pereciendo.
—Entonces, ese es un modo de derrotarlo, ¿no es así? —quise saber—. ¿Negarle
el acceso a sus cajas de tierra?
—¡Sí! O esterilizar esa tierra con objetos sagrados y, por tanto, convertir esas
cajas en inútiles para él.
—¿Adónde fueron todas esas cajas después de su llegada a Whitby? —musitó
Jonathan—. ¿Siguen todavía allí? ¿Fueron trasladadas a la residencia del conde en
Londres? ¿O las envió a las distintas direcciones del mapa?
—Daría lo que fuera por saber la respuesta —adujo Van Helsing—. La clave
ahora es encontrar las cincuenta cajas. Si nos hacemos con ellas, tendremos al conde.
Para entonces ya habíamos acabado de desayunar. El doctor Van Helsing se secó
la cara con la servilleta y nos contempló con una amplia sonrisa en los labios.
—¡Oh! ¿Cómo expresarles a ustedes, que son dos buenas personas, cuánto les
debo? Llegué aquí sumido en la oscuridad, buscando respuestas para la
desconcertante enfermedad de la señorita Lucy. Gracias a ustedes y a sus
maravillosos diarios he aprendido mucho: el nombre de nuestro enemigo extranjero,
cómo llegó a este país e, incluso, ¡el lugar donde puede esconderse!
—Carfax —adujo Jonathan asintiendo.
—Debo decir que, cuando leí su diario, señor Harker, me quedé pasmado al
enterarme de que nuestro enemigo había adquirido una propiedad en el pueblo de
Purfleet, nada menos, ¡donde reside el mismísimo doctor Seward! ¿Dónde está esa
vieja mansión llamada Carfax? ¿Se encuentra cerca de la propiedad de Seward?
—Muy cerca, de hecho. Ambas son fincas extensas, pero son colindantes una de
la otra.
—¡Colindantes! Esto me parece una gran coincidencia.
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—En realidad, no, doctor. Yo fui el agente que dispuso la compra… y fue el
doctor Seward quien sugirió el lugar.
—¿El doctor Seward?
—Sí. Al no estar familiarizado con las haciendas londinenses, recurrí a la primera
persona conocida que se me ocurrió. Lucy me puso en contacto con Seward. Solo le
conozco por correspondencia, pues se encontraba ausente cuando estudié la zona en
febrero, pero dijo que había una vieja mansión con una capilla en un camino
secundario próximo a su sanatorio mental, que podría cumplir con todos los
requisitos de mi cliente. En su momento me pareció extraño que el conde Drácula
hubiera contratado los servicios de un agente que vivía a tanta distancia de Londres
para que le buscara una casa, en lugar de a alguien que residiera allí. Aseguraba que
era para evitar el trato con un bufete local, que pudiera anteponer sus propios
intereses. Pero ahora comprendo la verdad, lo que quería era que nadie se
inmiscuyera en su privacidad y anonimato cuando llegara.
—Exactamente —convino Van Helsing, acomodándose en su silla de forma
pensativa.
—Y saber —prosiguió Jonathan con tono furioso— que el conde anda suelto por
las calles de Londres en este preciso instante, para matar o sembrar el caos donde
quiera…, y que yo he jugado un papel importante para que eso se hiciera realidad.
¡Oh, me hierve la sangre! Ojalá hubiera sabido…
—No se castigue usted, señor Harker. Si yo hubiera comprendido, si hubiera
sabido lo que sé ahora… la joven y hermosa señorita Lucy Westenra no yacería en su
tumba en un solitario cementerio de Kingstead, en Hampstead Heath. Pero no
debemos mirar hacia atrás, sino al frente, para que otras almas no perezcan.
—Pobre y querida Lucy —murmuré—. Al menos descansa en paz, su tormento
ha acabado.
—No es así. ¡Desgraciadamente… no es así! —exclamó el doctor sacudiendo la
cabeza—. No es el fin para la señorita Lucy, sino el principio.
Le miré fijamente.
—¿El principio? ¿Qué quiere decir, doctor?
Van Helsing alzó la vista con dureza, como si lamentara las palabras que acababa
de pronunciar, y acto seguido, frunció el ceño.
—Me temo que se avecinan nuevos y terribles sucesos. Debemos esperar y ver.
—Se levantó mientras echaba un vistazo a su reloj de bolsillo y añadió—:
Discúlpenme, no me queda tiempo. Debo tomar el próximo tren de regreso a
Londres.
—Le acompañaré a la estación —se ofreció Jonathan.
A continuación, todos nos dirigimos al vestíbulo.
—¿Puedo quedarme, por ahora, las copias de los diarios que tan amablemente han
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hecho? —solicitó el doctor mientras se ponía el sombrero y el abrigo.
Yo le dije que podía, pues nosotros teníamos los originales en caso de que
deseáramos consultarlos. Van Helsing nos dio las gracias por el desayuno y, a
continuación, me tendió la mano.
—Señora Mina, de nuevo le expreso mi más profunda gratitud por todo cuanto ha
hecho. Usted es una de las mujeres de Dios, creada por su propia mano, tan honesta,
tan dulce y tan noble. Estoy en deuda con usted.
—Celebro haber sido de ayuda, doctor.
—Señor Harker, ¿puedo pedirle un favor? ¿Puede compartir conmigo cualquier
documento que posea acerca de lo sucedido antes de su marcha a Transilvania?
¿Cartas del conde Drácula y otras cosas por el estilo… y la información sobre esa
propiedad en Purfleet?
—Le daré todo lo que pueda encontrar, doctor. Los documentos legales deberán
ser copiados y le serán enviados. ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué hay de esas cincuenta
cajas con tierra? ¡Permita que las localice! Recuerdo haber visto una carta sobre el
escritorio del conde dirigida a alguien en Whitby… tal vez a una empresa de
transportes. El nombre figurará en el diario. Puedo hacer algunas averiguaciones e
informarle de lo que descubra.
—Es usted muy amable, señor —declaró Van Helsing—. Hay tanto que puedo
contarle. Tengo una ingente tarea por delante, pero me temo que el doctor Seward y
yo no podemos llevarla a cabo solos. Tal vez podamos reunirnos de nuevo en Londres
dentro de unos días y compartir lo que hemos averiguado. ¿Nos ayudarán? ¿Vendrán?
Jonathan me miró y vio la respuesta en mis ojos; luego me cogió de la mano;
resultaba consolador sentir su contacto… de nuevo tan fuerte, autosuficiente y
resuelto.
—Los dos iremos, doctor.
Van Helsing hizo una reverencia.
—Gracias. Una última petición, señora Mina; ¿podría llevar consigo tan
inestimable máquina de escribir?
—Lo haré. Si hay algo más que pueda hacer para ayudarle a atrapar y destruir al
abominable conde Drácula, estamos con usted en cuerpo y alma.
Jonathan regresó de la estación de ferrocarril rebosante de energía y excitación,
con varios periódicos bajo el brazo.
—¡Me siento como un hombre nuevo! Ayudaré a encontrar y a detener a ese
monstruo, aunque sea lo último que haga.
—Gracias a Dios que el doctor Seward hizo venir a Van Helsing, o no sé que
habría sido de nosotros.
—Sí. Aunque algo ha parecido alarmarlo justo cuando le despedía.
—¿Qué quieres decir?
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Seguí a mi marido hasta el salón donde habíamos estado sentados.
—Acabábamos de coger los periódicos de esta mañana y los diarios de Londres
de anoche.
Mientras estábamos hablando por la ventana del vagón a la espera de que el tren
se pusiera en marcha, él estaba echando un vistazo a la Westminster Gazette… lo sé
por el papel verde en que estaba impreso… y sus ojos se detenían en todos los
artículos. Ha leído atentamente, su rostro ha palidecido por momentos mientras
gruñía y gritaba: «Mijn God! ¡Tan pronto! ¡Tan pronto!». Le he preguntado qué
sucedía, pero en ese preciso momento ha sonado el pitido y nos hemos despedido con
la mano.
—¿Qué artículo era que tanto le ha alarmado? —pregunté, pues vi que Jonathan
tenía otra copia de la Westminster Gazette.
—No estoy seguro, pero tengo la sensación de que se trata de este.
Me entregó el periódico, indicándome una historia de la primera página.
Misterio en Hampstead.
Una serie de sucesos que parecen similares a aquellos que los escritores
de titulares dieron a conocer como «El horror de Kensington», «La asesina
del puñal» o «La mujer de negro» están asolando la vecindad de Hampstead.
Durante los últimos dos o tres días, se han sucedido varios casos de niños
pequeños que se extravían al volver a casa u olvidan regresar después de
jugar en el Heath. En todos estos casos, los niños eran demasiado pequeños
para dar una explicación inteligible, pero todos coinciden en que habían
estado con «la mujer apa». Siempre se les echa en falta una vez ha
anochecido y, en dos ocasiones, los niños no han sido hallados hasta la
mañana siguiente, temprano…
El artículo continuaba añadiendo un aspecto muy grave al misterio: todos los
niños, una vez que eran hallados, tenían pequeñas heridas en la garganta, unas marcas
que podrían haber sido hechas por una rata o un perro pequeño.
—¡Oh! —exclamé alterada—. ¡Marcas en la garganta! ¿Es obra del conde
Drácula?
—Eso parece y, sin embargo, los niños afirman haber estado con una mujer… una
«mujer apa», la llamó el primer niño, signifique lo que eso signifique.
—Era un niño muy pequeño. Tal vez quería decir guapa.
Jonathan asintió y, acto seguido, una expresión extraña apareció en su rostro.
—Hampstead Heath, ¿no está cerca de Hillingham, donde vivían Lucy y su
madre? ¿No dijo Van Helsing que Lucy estaba enterrada en un cementerio en
Hampstead Heath?
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El terror se apoderó de mí, pues de inmediato vi adónde quería llegar Jonathan.
Lucy había sido mordida por un vampiro —en numerosas ocasiones, al parecer—
antes de morir. No sabía prácticamente nada sobre tales criaturas, hasta hacía poco no
creía que semejantes seres existieran de verdad. ¿Era posible que mi querida amiga
Lucy fuera ahora un vampiro? ¿Se había levantado de la tumba?
No supimos nada del doctor Van Helsing durante los tres días siguientes.
Continuaron llegando los artículos de la Westminster Gazette. En algunos de ellos
informaban del hallazgo de un niño, extremadamente débil, que insistía en que
deseaba volver al Heath para jugar con la mujer guapa.
Por las noches yo no dejaba de dar vueltas en la cama pensando en la pobre Lucy,
demasiado aterrada para dormir.
Impaciente por tener más noticias, decidí ir a Londres para ver a Van Helsing
mientras que Jonathan iba a Whitby. Mi esposo había recibido una atenta respuesta a
su carta dirigida al señor Billington, el procurador que había recibido las cincuenta
cajas con tierra procedentes del Deméter, y creyó oportuno ir y llevar a cabo sus
pesquisas sobre el terreno.
—Voy a seguirle la pista al terrible cargamento del conde aunque sea lo último
que haga —declaró cuando aquella mañana se despidió de mí con un beso, antes de
partir rumbo a la estación.
—Sigo sin entender por qué debes ir a Whitby —repliqué—. Si sabemos que el
conde tiene una casa en Purfleet, ¿por qué no vamos directamente allí y le
apresamos?
—No estamos seguros de que él esté en Purfleet. Puede que ahora tenga otras
propiedades. Hemos de saber qué fue de cada una de aquellas cajas si queremos
atrapar al demonio en su guarida. Envíame una nota informándome de dónde te alojas
en la ciudad, Mina, y me reuniré contigo dentro de un día o dos.
† † †
Mandé un telegrama a Van Helsing al hotel Berkeley, informándole de que llegaría en
tren ese mismo día. Justo cuando terminaba de cerrar las maletas y guardar mi
máquina de escribir en su funda de viaje, llegó una carta para mí. Pensé que sería del
doctor, pero para mi sorpresa, era del director del orfanato de Londres en el que me
había criado. Me había escrito una escueta misiva explicando que había encontrado el
sobre perdido al que había hecho mención, y que me lo adjuntaba.
Aquella noticia era tan inesperada que me cogió totalmente por sorpresa.
Últimamente mi cabeza había estado tan ocupada con pensamientos aterradores que
me había olvidado por completo de la visita que habíamos hecho al orfanato la
semana anterior. Aturdida, miré fijamente el viejo y descolorido sobre. El papel era
barato y los bordes habían adquirido un ligero tono parduzco con los años. La
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dirección decía: A la señorita Wilhelmina Murray. No abrir hasta que cumpla
dieciocho años.
¿Era de mi madre?, me pregunté con el corazón totalmente desbocado.
Me fui al escritorio de mi esposo y saqué el abrecartas. Luego, con dedos
temblorosos, introduje con cuidado el instrumento bajo la frágil solapa del sobre,
procurando causar el menor daño posible mientras lo abría. A continuación, extraje
lentamente del interior las dos hojas de papel, escritas seguramente a lápiz. También
había un diminuto lazo rosa, arrugado y descolorido. El corazón me martilleaba en
los oídos mientras contemplaba con atención aquellos objetos, tan valiosos para mí
como el Santo Grial. Me hundí en la butaca y leí:
5 de mayo, 1875
Mi queridísima hija:
He debido de pasar un centenar de veces por el orfanato, desde el día en
que renuncié a ti, con la esperanza de poder verte fugazmente, pero nunca
sacan a los bebés y yo jamás me atreví a entrar. Una vez, hace unos meses,
creí verte mientras ibas al colegio con los demás niños, pero no puedo estar
segura de que fueras tú, pues ya tienes siete años y has cambiado desde que
te tuve por última vez en mis brazos. Tal vez hayas sido acogida por una
buena familia hace años. Espero que sea así, ya que ese era mi deseo y mi
sueño.
Wilhelmina, mi querida niña, pienso en ti cada día. Me pregunto cómo
eres y qué aspecto tienes, si eres feliz y si piensas en mí alguna vez. Por las
noches sueño con lo que podría decirte si llegáramos a conocernos, pero sé
que eso no sucederá. He vivido malos tiempos y no podría soportar ver la
vergüenza reflejada en tus ojos, que me veas ahora y sepas que soy tu madre.
Te escribo ahora porque estoy enferma. El médico dice que no me queda
mucho tiempo de vida. No quería marcharme sin decirte cuánto te amo y que
luché por quedarme contigo con uñas y dientes. Amaba a tu padre. Se
llamaba Cuthbert, y creo que él me amó de verdad durante un tiempo. Lo
conocí mientras servía como doncella en Marlborough Gardens, Belgravia.
Los dos años que pasé en aquella casa fueron los más felices de mi vida. Lo
entendí cuando tuve que marcharme. Hice cuanto pude por ti siempre que
estuvo en mi mano, pero no era fácil encontrar trabajo. Necesitabas comida,
medicinas y ropa, y lo único que yo tenía para darte era amor.
He conservado el lazo del gorrito de mi bebé todo este tiempo, pero creo
que algún día podría gustarte tenerlo.
Espero que te entreguen esta carta cuando seas lo bastante mayor para
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entender. Te ruego que no pienses demasiado mal de mí, Wilhelmina. Siempre
te querré con todo mi corazón.
Tu madre,
ANNA
Mientras leía la misiva me embargó la emoción. Solo el saludo —mi queridísima
hija— hizo que mis ojos se llenasen de lágrimas y que apenas pudiera continuar, y
estas no dejaron de rodar por mis mejillas hasta mucho después de que hubiera
terminado de leer la última línea.
«Tu madre, Anna». Así se llamaba mi madre, ¡Anna! ¡Oh, qué hermoso nombre y
que información tan inestimable! ¡Qué torbellino de pensamientos y emociones me
embargaban! Primero, una profunda tristeza porque ya no estaba. Y luego, mil
preguntas: ¿Cómo se apellidaba? ¿Era Murray?
¿Cuántos años tenía? ¿De dónde era? Y mi padre… ¿quién era? ¿Era otro criado
de la casa? ¿O se habían conocido en otra parte?
Toda mi vida me había sentido avergonzada pensando que mi madre me había
dado a luz fuera del matrimonio. Esa vergüenza se veía ahora, en cierto modo,
mitigada al saber que no era fruto de un momento precipitado, deshonroso y
olvidado, sino de un amor, de un amor verdadero. Permanecí sentada largo rato y
lloré por la madre que me había amado, la madre a la que nunca conocería; llena de
un anhelo tan grande que pensé que mi dolido corazón iba a estallar.
Debí de releer la carta una docena de veces en el tren, de camino a Londres,
jugueteando con aquel diminuto y frágil trozo de lazo rosa mientras me limpiaba las
lágrimas. Al final me sentí lo bastante fuerte para guardar el sobre y pensar en otras
cosas. Para mi sorpresa, me entregaron un telegrama durante el trayecto.
29 de septiembre, 1890
SEÑORITA MINA HARKER:
VAN HELSING FUE REQUERIDO EN AMSTERDAM. ME REUNIRÉ CON USTED EN LA
ESTACIÓN.
JOHN SEWARD, DOCTOR EN MEDICINA.
Cuando llegué a la estación de Paddington busqué entre la multitud reunida en el
andén alguna señal del doctor Seward, esperando poder reconocerlo, aun cuando
nunca nos habíamos visto. Una vez que la muchedumbre se dispersó divisé a un
caballero de unos treinta años, alto, apuesto y de fuerte mandíbula, ataviado con un
traje marrón oscuro, que miraba con inquietud a su alrededor.
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Me acerqué a él con una sonrisa vacilante.
—Es usted el doctor Seward, ¿no es así?
—¡Y usted la señora Harker! —Tomó la mano que le ofrecía con una tímida
sonrisa nerviosa—. El profesor le pide disculpas.
—¿El profesor?
—Me refiero al profesor Van Helsing. Para mí será siempre el profesor, ya que
era mi maestro más apreciado. Tuvo que partir de forma súbita… tenía asuntos de los
que ocuparse en su país y regresará mañana por la noche. Imagino que recibió mi
telegrama. —Aunque estaba esforzándose por mostrarse encantador, noté que se
sentía muy disgustado por algo, hecho que intentaba disimular por todos los medios.
—Sí. Gracias. Le he reconocido por la descripción de la pobre y querida Lucy,
y… —Me interrumpí cuando un rubor tiñó mis mejillas pues, aunque sabía que el
doctor le había pedido matrimonio a Lucy, era poco probable que él supiera que yo
estaba al corriente de su secreto.
Su sonrisa se esfumó cuando oyó el nombre de Lucy y pareció más inquieto aún
que antes. ¿Qué provocaba aquella reacción? ¿Era el dolor por la muerte de Lucy?
¿Había adivinado lo que yo estaba pensando? ¿O se trataba de otra cosa de la que yo
no tenía conocimiento? Justo entonces nuestras miradas se encontraron y
compartimos una débil sonrisa de aliento, que pareció tranquilizarnos un poco a
ambos.
—Permita que le lleve el equipaje —dijo. Tras lo cual continuó hablando de un
modo afable y gentil, aunque bastante distraído—: Excúseme, señora Harker, pero el
profesor y yo llevamos unos días muy preocupados por… por unos asuntos
complicados. No tuvimos ocasión de hablar sobre su llegada o sobre cómo desea que
procedamos con… —Se interrumpió.
—Lo comprendo. Agradezco que se reúna conmigo, doctor Seward. Si tiene la
bondad de llevarme al hotel Berkeley… creo que es allí donde el profesor Van
Helsing se hospeda… esperaré su regreso.
—No… no quería decir eso, señora Harker. No es necesario que se costee un
hotel. De hecho, por expreso deseo del profesor, su esposo y usted deben quedarse
conmigo. Será para mí un placer proporcionarles alojamiento en mi casa en Purfleet.
A menos que…
—¿A menos que…?
—¿Le mencionó el profesor a qué me dedico?
—Sí. —Aunque procuré aparentar despreocupación, un pequeño escalofrío me
recorrió la espalda—. Dijo que… que era usted propietario de un sanatorio mental
privado.
—Así es. Pero tenga en cuenta que se trata de una casa de campo muy amplia.
Todos los pacientes provienen de familias pudientes, viven en una planta totalmente
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aparte y cuidamos bien de ellos. No estará obligada a ver a ninguno. Dada la
naturaleza del trabajo que tenemos por delante, creo que sería conveniente que se
encuentre cerca. ¿Le parece bien, señora Harker? De lo contrario, dígamelo y le
buscaré un hotel.
Dudé. Nunca había estado en un sanatorio mental y tenía poco contacto con esos
enfermos. No era, ni mucho menos, la clase de sitio en el que me gustaría quedarme.
No obstante, era más lógico que Jonathan y yo permaneciésemos con el doctor
Seward en Purfleet, en lugar de en el mismo Londres. Además, se me ocurrió otro
motivo: eso me daría la oportunidad de ver Carfax, la propiedad colindante
perteneciente al misterioso conde Drácula. Logré esbozar una ligera sonrisa.
—Gracias. Acepto su amable oferta, doctor Seward.
El doctor envió de inmediato un cable a su ama de llaves para que preparase una
habitación para mí. Yo telegrafié a Jonathan informándole de dónde me alojaba. A
continuación tomamos el metro hasta Fenchurch Street, una estación grande y
bulliciosa, donde cogimos un tren hacia Purfleet, Essex; un trayecto de casi
veintisiete kilómetros. Dado que viajamos en el compartimiento con otras personas,
mantuve la voz baja mientras informaba al doctor Seward sobre la apresurada visita
de Jonathan a Whitby. Él asintió, pero no hizo comentarios al respecto; todavía
parecía distraído y la ansiedad que había percibido a mi llegada no había
desaparecido. Me pregunté en qué estaría pensando y cómo podía ganarme su
confianza.
—Entiendo que fue usted, doctor Seward, quien pidió al profesor Van Helsing
que viniera a Londres para atender a Lucy.
—Sí.
—Por eso le estoy agradecida, pues parece ser un hombre de magnífico intelecto.
Si hay alguien que pueda encontrar y acabar con el terrible conde Drácula, creo que
es él.
—Eso espero.
—¿Ha visto usted la propiedad que Jonathan adquirió para el conde?
—Tan solo hemos realizado una inspección superficial. No parece que haya nadie
viviendo allí.
—No vi el ejemplar de la Westminster Gazette de ayer. ¿Se ha vuelto a ver a la
mujer de Hampstead Heath?
El rostro del doctor Seward en ese momento se puso blanco como el papel.
—Creo que es mejor que dejemos esta conversación para más tarde, señora
Harker —dijo en voz baja tras echar un vistazo al resto de ocupantes del
compartimiento del tren.
Guardé silencio y miré por la ventana, muy preocupada. ¿Eran correctos mis
temores y sospechas sobre Lucy? ¿Habría ocurrido algo de terribles consecuencias
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desde la última vez que hablé con el profesor Van Helsing? De ser así, ¿de qué se
trataba?
No tardamos en llegar a la casa del doctor Seward, que estaba situada sobre un
espacioso y bonito terreno arbolado. Era un inmenso edificio de tres pisos, construido
en ladrillo rojo oscuro, con una amplia ala de ladrillo visto. De no ser por el discreto
cartel junto a la entrada principal, en el que podía leerse «SANATORIO PURFLEET»,
jamás habría supuesto que se tratase de otra cosa que no fuera el domicilio de un
caballero respetable.
Sin embargo, cuando cruzamos el umbral y entramos en el vestíbulo de mármol,
oí un extraño y grave gemido que surgía de alguna parte del fondo del corredor,
seguido por una espeluznante risa. ¿Era aquello lo que podía esperar oír todo el día
mientras estuviera bajo ese techo?, pensé estremecida.
Si el doctor Seward reparó en mi incomodidad, no dijo nada al respecto.
—¿Tiene hambre, señora Harker? ¿Puedo pedir que le traigan algo de comer?
—No, gracias. He comido en el tren. Estoy realmente impaciente por hablar con
usted acerca del asunto que nos ocupa y ponerme a trabajar, si hay algo que pueda
hacer para ayudar.
Me condujeron a un agradable cuarto en la primera planta, donde se encontraba
mi equipaje; me tomé unos momentos para asearme y regresé abajo, al despacho del
doctor Seward, cuyo camino me habían indicado. Cuando me aproximaba al pasillo
oí cómo hablaba con otra persona. Me detuve un momento al otro lado de la puerta,
sin embargo, al final, y dado que me estaba esperando, llamé. La conversación cesó.
—Entre —dijo.
Así lo hice. Se trataba de una habitación muy espaciosa, con tres de las cuatro
paredes cubiertas por estanterías y muebles, para que hiciera las veces de estudio y
sala de reuniones. Había un sillón y un grupo de mesas y butacas a un lado, una mesa
larga rodeada por sillas en el centro y un escritorio de gran tamaño al otro, frente al
que estaba sentado el doctor. Sin embargo, para mi sorpresa, no había nadie con él.
Enseguida comprendí con quién —o, debería decir, a qué— había estado
hablando. Sobre una mesa, frente a la de él, había una máquina moderna. Una caja de
madera de considerable tamaño, con un surtido de accesorios metálicos en la parte
superior. Uno de esos accesorios era un artefacto horizontal con forma de huso que
sostenía un cilindro de cera que, por increíble que fuera, estaba diseñado para grabar
y reproducir de nuevo la palabra hablada.
—¿Es eso un fonógrafo? —dije excitada.
—Lo es, en efecto.
—¡He leído acerca de esos aparatos! El señor Edison es un auténtico genio. ¿Para
qué lo utiliza?
—Para llevar mi diario.
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—¿Su diario? ¿En un fonógrafo? ¡Caramba! ¡Esto supera, incluso, a la
taquigrafía! ¿Puedo oír cómo dice algo?
—Por supuesto. —Se puso en pie para ponerlo en función de reproducción, pero
acto seguido se detuvo, preocupado—. Pensándolo mejor, quizá no. Todo lo que
contienen esos cilindros se refiere a mis casos, señora Harker, por lo que sería
embarazoso…
—¡Oh! ¡Lo comprendo! —respondí, procurando ayudarle a aliviar su apuro—.
Un diario es algo muy personal e, imagino, sus ideas acerca de sus casos no deben
compartirse.
—Sí. Gracias.
—Tal vez podría reproducir solo una parte para mí.
—¿Qué parte?
—Usted ayudó a atender a mi querida amiga Lucy al final de sus días, ¿no es
cierto?
—Así es.
—Deje que escuche cómo murió.
Una repentina expresión de horror apareció en su cara.
—¡No! ¡No! ¡Por nada del mundo dejaría que conociera una historia tan terrible!
Una siniestra y espantosa sensación se adueñó de mí. Estaba claro que no me
habían revelado todo acerca de la muerte de Lucy.
—Si he de servirle de ayuda, doctor, en nuestros intentos por encontrar a ese vil
conde, debería saber todo lo que pueda contarme… ¿no le parece? El profesor Van
Helsing ya me ha informado de todos los sucesos que llevaron al fallecimiento de
Lucy. Sé que aquel repulsivo ser la privó de sangre una y otra vez y que, a pesar de
todos sus esfuerzos, ella pereció. Solo le pido escuchar los detalles tal como los vivió
usted, pues Lucy era para mí una amiga muy querida.
Su semblante había adquirido una palidez absolutamente mortal.
—Lo que sucedió al final, en los últimos momentos, es demasiado aterrador para
contarlo, señora Harker —barbotó—. No deseo que escuche usted mi informe. ¡No!
Le dejaré eso al profesor Van Helsing, para cuando regrese.
Advertí que la mano del doctor había comenzado a temblar.
Posé la mirada sobre una gran pila de papeles escritos a máquina colocados
encima de la mesa, la cual me era muy familiar.
—Veo que tiene usted las transcripciones del diario de mi esposo y del mío que le
entregué al profesor Van Helsing.
—Sí. Estoy realmente impaciente por echarles un vistazo, pero aún no he tenido
la oportunidad de hacerlo. El profesor me los entregó justo antes de marcharse.
—¿Le contó algo acerca de nuestras experiencias o de la conversación que
mantuvimos hace tres días?
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—No, nada. —Y con una trémula sonrisa, añadió—: Excepto que ambos tienen
un profundo interés personal en este asunto y que es usted una joya entre las mujeres.
—Me temo que la alta opinión que tiene de mí carece de fundamento, y parece
estar basada únicamente en el hecho de que soy una muy buena mecanógrafa. —
Exhalé un suspiro y añadí—: Usted no me conoce, doctor. Cuando haya leído esos
papeles, me conocerá mejor. —Miré por la ventana, era última hora de la tarde, pero
todavía había luz—. He pasado sentada la mayor parte del día. Si me lo permite, creo
que daré un largo paseo y luego dormiré un poco. De ese modo tendrá tiempo
suficiente para leer esos documentos y, tal vez luego, confíe en mí lo suficiente.
Él asintió con la cabeza.
—He pedido que la cena se sirva a las ocho, señora Harker, pero puedo
posponerla si es necesario. Baje usted cuando despierte de su siesta.
Le di las gracias de nuevo. A continuación fui a recoger el sombrero y el chal de
mi cuarto. Salí de la casa con una sensación de desasosiego y con el único propósito
de hacer ejercicio y tomar un poco de aire fresco, sin tener ni idea de la persona con
quien estaba a punto de encontrarme o de la aventura que me aguardaba.
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C
10
uando me aventuré por el largo sendero de grava que iba desde la
entrada principal del sanatorio hasta el camino vecinal, inspiré
profundamente la fragancia a pino, roble y olmo de los bosques que me
rodeaban. Los árboles de hoja caduca estaban en su apogeo de cambio de
color, comenzando la transformación anual del verde a los intensos rojos y dorados.
El sol estaba bajo, el cielo nublado y hacía una temperatura agradable; el canto de los
pájaros y el lejano balido de las ovejas llenaban la tarde de vida. Durante unos
minutos me permití olvidarme del motivo por el que estaba allí y me limité a disfrutar
del placer de encontrarme de nuevo en el campo.
Al llegar al camino, recordé que la propiedad del doctor Seward lindaba con
aquella que ahora pertenecía al conde Drácula. El doctor me había indicado el lugar,
desde el carruaje, cuando pasamos por allí poco antes de nuestra llegada.
El pulso comenzó a acelerárseme por la excitación. ¿Tendría el arrojo necesario
para investigar? El doctor Seward me había dicho que nadie se había mudado aún a la
casa vecina, pero ¿y si estaba equivocado? Tanta era mi curiosidad por ver el lugar
que dejé a un lado mis temores y recorrí el sendero con prisa a fin de estudiar el gran
muro de piedra que parecía rodear completamente la finca contigua. Había unas
antiquísimas y oxidadas verjas de hierro, cerradas con cadenas y candado, en aquella
pared de más de tres metros de altura. Decepcionada, vi que sería imposible continuar
adelante con la exploración.
Me asomé entre los barrotes de la verja. El lugar era tal como Jonathan lo había
descrito. Una larga avenida de entrada, llena de maleza, se abría paso por los
espaciosos jardines repletos de árboles.
A través del follaje pude distinguir un oscuro estanque, a un lado, y la magnífica
casa más allá.
Tenía cuatro pisos, era muy grande y antigua y daba la impresión de que en el
curso de los siglos había sido ampliada según el estilo arquitectónico de los diversos
períodos históricos. Una parte, que probablemente databa de finales de la Edad
Media, era de una piedra muy gruesa y tenía ventanas de pesadas rejas.
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Todo el lugar parecía abandonado y desierto, y en los bosques circundantes se
respiraba un silencio espeluznante. Si era verdad que el conde había establecido su
residencia allí, no había señales de ello.
A pesar de eso, mientras miraba a través de la verja, tuve la extraña impresión de
estar siendo observada… una sensación que no había tenido desde aquella mañana,
casi dos meses atrás, después de la gran tormenta que se había desencadenado en
Whitby. El corazón me dio un vuelco cuando mi mirada se dirigió hacia una ventana
del piso superior del antiguo edificio. ¿Era una sombra o alguien que estaba dentro?
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, pero luego no pude evitar reírme de mi
propia insensatez. Seguramente no era más que el sol de la tarde reflejándose
débilmente en el sucio cristal.
Abandoné aquella vieja residencia y recorrí el camino secundario que me llevó de
regreso al corazón de Purfleet. Cuando el doctor Seward y yo nos dirigíamos
directamente a su casa, desde la estación de ferrocarril, tan solo había podido divisar
fugazmente el precioso pueblecito situado a orillas del Támesis, con aquellas
montañas calizas en la distancia. Ahora veía que era un lugar muy pintoresco, con
algunas hileras de casas dispersas, varias tiendecitas y un hotel, que anunciaba su
«pescado célebre en todo el mundo». No obstante, allí no había nada de interés para
mantenerme ocupada durante demasiado tiempo.
Cuando llegaba a la estación de ferrocarril pasé junto a una mujer joven que
llevaba de la mano a una niña pequeña. Por la conversación que mantenían deduje
que eran madre e hija y que estaban muy unidas. Daban una imagen tan encantadora
y amorosa que sentí una punzada de envidia. Mi mente voló de nuevo hasta la carta
de mi madre, Anna, que había recibido aquella mañana; una carta que había releído
tantas veces que me la sabía de memoria. «Amaba a tu padre. Se llamaba Cuthbert y
creo que él me amó de verdad durante un tiempo. Le conocí mientras servía como
doncella en Marlborough Gardens, Belgravia. Los dos años que pasé en aquella casa
fueron los más felices de mi vida…».
Oí el estrepitoso pitido de un tren que se acercaba con rumbo a Londres. El
trayecto no era largo y a mí me quedaban varias horas hasta la cena. Me di cuenta de
que podría ir a la ciudad y regresar antes de que alguien me echara de menos. Podría
intentar encontrar Marlborough Gardens, Belgravia, la calle en la que había vivido y
trabajado mi madre cuando se enamoró de mi padre y juntos me engendraron. Sin
pararme a pensarlo detenidamente, corrí a la ventana de venta de billetes, compré uno
y, casi sin aliento, subí al tren. Busqué un compartimiento vacío y tomé asiento junto
a la ventana. Al cabo de unos minutos oí el sibilante sonido del vapor cuando el tren
emprendió la marcha. Un hombre de uniforme tomó mi billete y se marchó. Estaba
sumida en mis pensamientos, mirando cómo pasaba el campo por la ventana, cuando
oí que se abría la puerta del compartimiento.
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Alcé la vista hacia el recién llegado, que se encontraba de pie en la entrada… y
mi corazón casi dejó de latir.
Era el señor Wagner.
Por un momento sentí que era incapaz de respirar.
El señor Wagner dio un par de pasos y se detuvo, mirándome fijamente con
incredulidad. Había pensado en él muy a menudo desde la última vez que nos vimos,
rememorando con vívido detalle su apuesto rostro y su figura, preguntándome en
todo momento si lo recordaba más perfecto de lo que era en realidad. En esos
momentos comprobé que mi memoria no le había hecho justicia. ¡Oh!
¡Era maravilloso ver de nuevo aquel rostro tan querido! Como de costumbre, iba
vestido de negro de pies a cabeza, con una levita y una magnífica capa larga colocada
sobre los anchos hombros con indolencia.
—Desde mi ventana me ha parecido verla subir al tren. —Sus ojos azul oscuro
brillaron con asombrada alegría cuando me miró—. No podía creerlo.
—Señor Wagner —fue cuanto acerté a decir. Mi corazón palpitaba con tal frenesí
que era incapaz de pensar. —Ha pasado mucho tiempo.
—Seis semanas.
—Ha llevado la cuenta.
El rubor se extendió por mis mejillas.
—¿Me permite que me siente con usted? —preguntó con una sonrisa.
—Por favor.
Señalé el asiento vacío frente de mí, sintiéndome como si estuviera atrapada en
una especie de sueño.
Él se sentó clavando en mí su penetrante mirada. Durante unos instantes el único
sonido que se oyó dentro del compartimiento fue el repiqueteo de las ruedas y el
rítmico humear del motor.
—¿Se encuentra bien?
—Sí. ¿Y usted, señor?
—Muy bien.
Había mantenido innumerables conversaciones imaginarias con él en mi cabeza y,
ahora, en su presencia, me faltaban las palabras.
—Pensaba que habría regresado a Austria hace mucho.
—No. Desde aquella mañana en Whitby he pensado a menudo en usted. ¿Se
marchó a Budapest?
—Sí.
—¿Qué tal encontró a su prometido?
—Muy enfermo. Llevaba un tiempo en un hospital aquejado de una terrible
impresión.
—¿Una impresión?
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—Sí. Ayudé a cuidarlo y… y nos casamos… luego regresamos a Exeter.
Si se sentía sorprendido o decepcionado al saberme casada, lo disimuló bien.
—Así que ¿ya no es la señorita Murray?
—Ahora soy la señora Harker. —Me ruboricé muy a mi pesar y bajé la mirada.
—Enhorabuena. Espero que sea feliz.
—Sí, mucho.
—Me alegra saberlo. Por favor, dígame a qué debo esta extraordinaria
coincidencia. ¿Cómo es que está hoy aquí, señora Harker, precisamente en este tren?
Dudé por un instante.
—Mi esposo tenía negocios en la ciudad y había pensado en reunirme con él. Nos
alojamos en casa de un amigo en Purfleet. Jonathan estará en Whitby hasta mañana…
por un asunto.
—¿En Whitby?
—Sí. Supongo que es irónico —aduje con una sonrisa—. La última vez que le vi
a usted, yo estaba en Whitby y Jonathan estaba ausente, y ahora es a la inversa.
Él me devolvió la sonrisa.
—En efecto. Y es maravilloso que nos hayamos encontrado de nuevo de forma
tan inesperada. Estoy de lo más agradecido.
—¿Cómo es que se encuentra usted aquí, señor?
—He estado visitando algunas propiedades en West Essex y ahora voy de regreso
a Londres. ¿También usted se dirige a la ciudad?
—Sí.
—Aunque no será por negocios o para ir de compras, ¿verdad? Ya es última hora
del día. Va a visitar a un amigo, ¿quizá?
—No. —Hice una pausa. Él continuó mirándome de forma tan inquisitiva que me
sentí obligada a explicárselo—: Si le cuento por qué voy allí, pensará que soy
estúpida.
—Lo dudo.
Exhalé un suspiro.
—Sentí un repentino impulso de ver la casa donde vivió y trabajó mi madre.
—¿Su madre? —replicó, sorprendido—. Entonces ¿ha tenido noticias de ella?
—Me dejó una carta hace muchos años, antes de morir. La he recibido justo hoy.
Ahora sé que se llamaba Anna y que el apellido de mi padre era Cuthbert. Mi madre
me decía que había trabajado varios años en una casa en Belgravia.
—¿De verdad era una doncella? ¿Era cierta la historia que escuchó usted siendo
niña?
—Parece ser que así es. —Me halagó que recordara los detalles de mi pequeña
historia personal. Saqué de la bolsa el sobre que contenía la inestimable carta de mi
madre y se la mostré—. En ella me decía que me quería, señor, y que deseaba
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quedarse conmigo. Ha significado mucho para mí oír eso.
—Puedo imaginarlo —dijo él amablemente—. Y ahora va camino de Belgravia
para… ¿qué?
—No lo sé con seguridad. Para tratar de encontrar la calle donde ella vivió,
supongo. Tan solo para ver cómo es.
—Una empresa honrosa y nada estúpida. La comprendo y la elogio por ello. ¿Me
concede el honor de acompañarla en su misión, señora Harker? No es buena idea que
una mujer atraviese las calles de Londres a estas horas, ni siquiera Belgravia. Tengo
la noche libre y, tal vez, pueda serle de ayuda.
—Gracias, señor Wagner —repuse al instante, esbozando una sonrisa de
agradecimiento por tener una excusa para pasar más tiempo con él—. Será un gran
placer contar con su compañía.
Charlamos durante todo el viaje hasta la ciudad. Al principio rememoramos los
tiempos pasados en Whitby. Él me preguntó si había acudido a algún baile desde
entonces, a lo cual le respondí que no.
El señor Wagner me explicó que había viajado mucho desde la última vez que nos
vinos y que le gustaban los trenes.
—Los trenes ingleses son maravillosos, muy eficientes y pasan con mucha
asiduidad. Uno puede ir a cualquier lugar que le plazca… cruzar el país si así lo
desea… pasar unas horas deliciosas y regresar con la misma velocidad. —Se mostró
igual de elogioso con el sistema ferroviario subterráneo—. No existe nada semejante
en el mundo. ¡Qué obra tan ingente y del progreso! ¡Qué milagro de la ingeniería! He
seguido su desarrollo con gran interés desde que comenzó a construirse, gracias a los
periódicos.
—Tal vez no desde el principio —repuse riendo—. Me parece que el primer
tramo se abrió hace veintisiete años. Debía de ser usted un niño muy pequeño.
—Demostré interés a edad muy temprana.
Cuando llegamos a la ciudad, cogimos un cabriolé de alquiler para que nos
llevara a Belgravia.
Cuando se sentó a mi lado al fondo del vehículo, su proximidad hizo que una
oleada de calor me recorriera el cuerpo y mi corazón continuó latiendo con el mismo
ritmo errático que había adoptado en cuanto le vi.
—¿Lleva mucho tiempo en Londres? —pregunté.
—Unas semanas. He visitado todos los monumentos destacados que me
mencionó la última vez y más aún. Pienso que es una ciudad mucho más moderna y
cosmopolita que cualquier capital europea que haya visto.
—¿No prefiere París?
—En absoluto. —Y con un tono profundo y emocionado, añadió—: París es el
viejo mundo. Londres es todo novedad; el magnífico y prolífico centro del mundo.
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Acababa de anochecer y estaba muy oscuro cuando nuestro vehículo llegó a
Marlborough Gardens.
De pronto me sentí como una tonta por haberme precipitado a ir a Londres sola al
caer la noche, por lo que estaba agradecida de tener al señor Wagner como escolta.
—Qué bonito —murmuré.
Caminamos por aquella angosta calle bordeada de árboles con largas hileras de
altas casas blancas de aspecto aristocrático a cada lado. Todas las viviendas parecían
exactamente iguales, con cinco pisos de altura, numerosos balcones enmarcados por
cornisas intrincadamente labradas y regias columnas.
—Estaba pensando… —dije maravillada— que mi madre paseó por esta calle
cientos, tal vez miles, de veces. Vivía en una de estas preciosas casas. Podría haber
barrido esa misma puerta todos los días durante años. ¡Oh! Ojalá la hubiera conocido.
—Quizá pueda averiguar algo de ella.
—¿Cómo?
—Conoce su nombre y el apellido de su padre. Podríamos hacer algunas
preguntas y descubrir si alguien los recuerda.
—¡Oh, no! No se me ocurriría molestar a nadie. Es muy poco probable que
alguien pueda ayudarme. Mi padre podría haber sido cualquiera, desde un mozo hasta
un cartero, y mi madre no era más que una criada. Ella vivió aquí muy poco tiempo y
de eso hace ya veintidós años.
—Sí, pero teniendo en cuenta las circunstancias en las que se marchó…
Se me encendieron las mejillas.
—¿El escándalo, quiere decir?
—Yo no lo considero así, señora Harker. No obstante creo que, en general, la
gente tiende a recordar esas cosas y disfrutan hablando de ellas.
—¿Qué podría decir? —repuse riendo mortificada—. ¿Que busco a una doncella
llamada Anna… posiblemente Anna Murray… que dejó su empleo porque estaba
encinta?
—Exactamente.
—¡Me moriría de vergüenza! —Di media vuelta y comencé a caminar
rápidamente en dirección contraria—. Gracias por ayudarme a encontrar la calle,
señor. Me alegra haberla visto. Estoy muy satisfecha. Ahora, marchémonos.
—¡Espere! Toda su vida se ha hecho preguntas sobre su madre —dijo el señor
Wagner cuando me alcanzó, con la luz de la luna bañando su rostro—. Ha llegado
hasta aquí. Y ahora tiene la oportunidad de satisfacer esa curiosidad. Sería una
lástima marcharse sin intentarlo al menos.
Reduje el paso, aún muerta de vergüenza, pero una voz interna me decía que él
tenía razón.
—¿De qué tiene miedo? —insistió.
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—Tengo miedo —espeté en voz queda— de que si alguien recuerda a mi madre
me mire con desprecio por ser su hija.
El señor Wagner me tocó el brazo y me obligó a detenerme. Sentir su contacto
hizo que un cosquilleo me recorriera la espalda.
—Si alguien se comporta así, es problema de esa persona, no suyo. Su madre la
quería e hizo lo que creyó mejor para usted. Debería estar orgullosa de eso. En
cualquier caso, no es necesario que diga que es su hija, si así lo prefiere. Tan solo que
busca información sobre ella.
De pronto me sentí avergonzada por mi debilidad y turbación.
—En una ocasión me dijo que no me preocupase tanto por lo que pensara otra
gente. Dijo: «Arroje toda precaución por la ventana». Pero es más fácil decirlo que
hacerlo.
—Nada que valga realmente la pena es fácil de hacer.
Sonreí ante sus palabras y luego inspiré profundamente, armándome de valor.
—¿Por dónde debería comenzar?
Al principio fue como un pequeño juego. Nos detuvimos frente a la casa que
teníamos justo delante y llamamos a la puerta. La doncella que abrió era aún más
joven que yo y no sabía nada de ningún criado que hubiera estado empleado en la
vecindad hacía más de dos décadas. Lo mismo sucedió en otras casas; ni siquiera los
criados y amas de llaves de mediana edad, que eran lo bastante mayores para recordar
los trapos sucios del barrio, se acordaban de una doncella llamada Anna y de un tal
señor Cuthbert. Sin embargo, nos entretuvieron con otras historias sobre jóvenes que,
en el curso de los años, «se habían entrometido en la familia mientras servían en la
casa» y que se habían marchado y nunca había vuelto a saberse de ellas.
Estaba dispuesta a rendirme cuando el señor Wagner insistió en que lo
intentásemos en una última casa. Una vez más, la jovial doncella que nos abrió era
demasiado joven para servir de ayuda.
—Lo lamento, señorita. Llevo diez años en esta casa y desconozco lo que pudiera
suceder antes de que entrara a trabajar aquí.
—¿Hay alguna familia llamada Cuthbert en la vecindad, o un criado o cochero
con ese apellido, de unos cuarenta años? —Formulé la pregunta que había hecho en
cada casa que habíamos visitado.
—No, señorita. No que yo sepa.
Estaba a punto de cerrar la puerta cuando el señor Wagner la detuvo.
—Por casualidad ¿no habrá algún hombre en la zona cuyo nombre de pila sea
Cuthbert?
—Bueno, está sir Cuthbert Sterling, que vive en el número veinticuatro de la
calle. Aunque no le vemos mucho, pues posee un escaño en el Parlamento. Cuando
no está trabajando, está fuera con lady Sterling.
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Se me aceleró el pulso.
—¿Hace mucho que vive aquí?
—Ah, los Sterling han vivido en esta calle toda la vida, o eso me han contado…
cerca de cincuenta años.
Le dimos las gracias y nos marchamos.
—¡Vaya! —exclamó el señor Wagner, enarcando las cejas—. ¡Qué suceso tan
interesante!
—Ese hombre está en el Parlamento —repuse escéptica—. Vive aquí desde hace
cincuenta años. ¡Seguramente tenga ochenta años! —La expresión desafiante del
señor Wagner fue imposible de ignorar—. De acuerdo —dije riendo—. Iremos a
preguntar. Pero esta es la última vez. Debo regresar antes de que el doctor Seward se
preocupe por mí.
No me fue fácil distinguir el número de la casa bajo la tenue luz de las farolas,
pero el señor Wagner pudo leerlo sin problema. Encontró el número veinticuatro y
llamó. Nos abrió la puerta una mujer de mediana edad, robusta y de aspecto sensato,
ataviada con el uniforme de doncella, cuyo cabello castaño rojizo estaba salpicado de
hebras grises. Cuando levantó la mirada hacia mí, su plácida expresión se esfumó
súbitamente, y fue sustituida por una de absoluto asombro.
—¡Dios Santo! —gritó llevándose la mano a la boca—. ¿Anna Murray? ¿Cómo
puede ser? Pero no, no, discúlpeme… eso es del todo imposible.
El arrebato de la mujer y el nombre que había pronunciado me tomaron tan de
sorpresa que casi olvidé lo que había ido a decir.
—¿Es… es esta la casa del señor Cuthbert Sterling? —conseguí preguntar, con el
corazón desbocado.
—Lo siento. —Echó un vistazo al señor Wagner, pero la encantadora sonrisa de
este solo pareció aumentar su incomodidad—. Lord y lady Sterling no se encuentran
en casa. ¿Puedo decirle quién le visita?
—Soy la señora Harker. Discúlpeme, pero… acaba usted de llamarme Anna
Murray. Mi apellido de soltera era Murray. He venido a preguntar por una mujer
joven que trabajó en este vecindario hace unos veintidós años. Se llamaba Anna. Creo
que era mi madre.
La mirada de la mujer se suavizó mientras me observaba y sus labios comenzaron
a temblar.
—Creí que había visto un fantasma —dijo sacudiendo la cabeza con sorpresa—.
Sí, sí. Es usted su viva imagen, salvo por los ojos. Anna los tenía castaño oscuro.
—Entonces ¿la conocía? —El corazón me dio un vuelco—. ¿Trabajó en esta
casa?
—Así es. Fue hace mucho, cuando comencé a servir aquí. Las dos éramos
criadas. Ella tenía dieciocho años cuando… cuando se vio forzada a marcharse.
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Siempre me he preguntado qué fue de ella.
—Parece ser que falleció cuando yo era pequeña. Me encantaría saber más de
ella, si está dispuesta a compartir conmigo lo que recuerda.
La mujer abrió la boca para responder, pero la cerró de nuevo. El brillo
desapareció de sus ojos con la rapidez con que un soplo de viento apaga una vela.
—Me temo que no será posible.
—Puedo volver si no es un buen momento.
La doncella sacudió la cabeza con aire de gran preocupación.
—No es buena idea. Lo lamento, pero he de pedirle que se marche.
—Piense en lo mucho que significaría para la joven —se apresuró a interceder el
señor Wagner con amabilidad, mirando a la mujer a los ojos— que le mostrase la casa
donde su madre vivió y trabajó. Seguro que puede concederle unos minutos.
La mujer se quedó paralizada con la vista clavada en él y, acto seguido, se volvió
hacia mí.
—Será mejor que entre, señora —me dijo con cierto aturdimiento.
Me percaté de que había presenciado una reacción similar en una ocasión
anterior, fuera de la estafeta de correos de Whitby, cuando el señor Wagner había
desviado la atención de mi inquisitiva casera. Cuando le dirigí una mirada perpleja de
gratitud, él se limitó a retroceder.
—La esperaré aquí fuera —me dijo sonriendo.
Fue una vista breve, pero memorable. La doncella me dijo que se llamaba señorita
Hornsby. Me mostró el espléndido salón de alto techo, la preciosa biblioteca y una
salita en la planta baja.
Cuando subimos la escalera hacia los dormitorios de los criados, pude escuchar el
sonido de risas y de juegos de niños en el primer piso y la severa voz de alguien al
mando. Saber que estaba subiendo los mismos escalones que mi madre había
recorrido tiempo atrás y ver más tarde el cuarto donde había dormido hizo que me
emocionara de tal modo que se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Yo era una de las cuatro criadas que trabajábamos aquí en los viejos tiempos —
dijo la señorita Hornsby mientras volvíamos abajo—, cuando la casa pertenecía al
padre del señor Cuthbert, que Dios lo tenga en su gloria. Era un trabajo constante
mantener la casa limpia, ya se lo digo; apenas teníamos un solo minuto de descanso y
únicamente librábamos un día al mes. Aunque Anna no tenía una casa adónde ir.
—¿No tenía padres?
—No. No hablaba demasiado sobre sí misma, pero sí dijo que una enfermedad se
había llevado a sus padres y había empezado a trabajar siendo muy joven. Era muy
alegre y muy bonita. No tenía demasiados estudios, pero aprendió a leer ella sola y
apreciaba mucho los libros. Siempre intentaba mejorar. Y tenía un don para saber
cosas que iban a pasar antes de que sucedieran, no sé si entiende a qué me refiero.
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—No. ¿A qué se refiere, señorita Hornsby?
—Bueno, recuerdo que una vez un caballero debía recogerme para acompañarme
un domingo a la iglesia y no vino. Anna me dijo que había tenido un accidente y que
se había herido el pie izquierdo en las caballerizas. Y resultó ser cierto. Ella era así.
Siempre sabía cuándo el joven señor Cuthbert venía a casa desde la universidad para
una de sus visitas sorpresa, aunque ni siquiera su madre supiera nada. Solía decirle a
Anna que debía de descender de una estirpe de gitanos y que podía haberse ganado la
vida diciendo la buena fortuna.
Aquello me maravilló tanto que apenas pude hablar… un sentimiento
intensificado por el hecho de que ahora ya no tenía duda de quién era mi padre.
Estábamos llegando al vestíbulo cuando fui capaz de hablar otra vez.
—Señorita Hornsby, me ha dicho que fue usted amiga de mi madre. Si no es
mucho pedir… cuando se marchó, ¿por casualidad no olvidaría alguna pertenencia
suya?
La señora Hornsby frunció los labios mientras pensaba.
—Ahora que lo menciona, me parece que me dio algo que creo conservar. Lo
buscaré. Tiene que decirme adónde enviárselo.
Cuando fue a buscar un trozo de papel y una pluma, oí acercarse un carruaje. La
señorita Hornsby regresó y, mientras yo anotaba mis señas, la puerta principal se
abrió de golpe y entraron una dama y un caballero bien vestidos. Me pareció que él
debía de estar ya en la cuarentena. Y a juzgar por sus modales, y por el modo en que
la señorita Hornsby bajó la mirada avergonzada, quedó claro que se trataba del señor
y la señora de la casa.
—Buenas noches, Hornsby —saludó cordialmente el caballero entregándole el
sombrero y el abrigo—. Y ¿quién es usted?
Cuando nuestras miradas se encontraron —aquellos ojos verdes, idénticos a los
míos—, se quedó boquiabierto y paralizado, con una expresión tan estupefacta que
creí que iba a desplomarse a mis pies sobre el suelo de mármol.
—¿Es una amiga suya, Hornsby? —preguntó lady Sterling un tanto confusa.
—Sí, y ya se marchaba, señora —se apresuró a responder la señorita Hornsby.
El señor Cuthbert retrocedió dos pasos, mirándome aún consternado. Yo recobré
la compostura y le devolví la pluma y el papel a la doncella.
—Ha sido un placer verla. Buenas noches.
La puerta se cerró a mi espalda en cuanto llegué al primer escalón. El señor
Wagner, que estaba esperándome bajo un árbol cercano, se acercó a mí con celeridad.
—Los vi subir. ¿Era…?
—Sí. Me temo que le he dado un susto tremendo.
—Perdóneme. La he colocado en una situación extremadamente embarazosa.
—Le ruego que no se disculpe. Me alegra que lo hiciera. —Esbocé una sonrisa y
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dejé escapar una carcajada—. De no ser por usted, no habría llamado a una sola
puerta de esta calle y seguiría sin saber nada sobre mis padres. ¡Ahora creo que puedo
decir con seguridad que soy hija de un miembro del Parlamento y de una gitana!
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urante el viaje de regreso a la estación en un carruaje de alquiler, le conté
al señor Wagner todo lo que había sucedido durante mi breve visita a la
mansión de los Sterling.
—Qué extraordinario pensar que se parece tanto a su madre.
—No sabía si reír o llorar cuando el señor Cuthbert me vio. ¿Pensaría que era el
fantasma de mi madre que había vuelto para atormentarlo? ¿O se dio cuenta de que
era su hija?
—Por lo que sé, puede que nunca estuviera al corriente de su existencia.
—Cierto.
—¿Tiene intención de contactar de nuevo con él?
—No.
—¿Por qué no?
—No quiero nada de él. Tiene una esposa y una familia. Creo que no me
equivoco al suponer que ellos no saben que existo. Mi madre tenía dieciocho años
cuando se marchó de esa casa y él no podía ser mucho mayor. Soy un error de su
pasado. Me alegra… me alegra mucho… haberle visto la cara, haber solucionado el
misterio de mis orígenes y saber que mi madre le amaba, pero no deseo causarle
ningún sufrimiento.
—Un punto de vista admirable —dijo con voz suave y una sonrisa.
Cuando llegamos a la estación de ferrocarril esperaba decirle adiós al señor
Wagner, circunstancia que había previsto con gran tristeza pero, para mi sorpresa, él
compró billetes para los dos de regreso a Purfleet.
—Pero si usted se queda en Londres —dije—. Le ruego que no viaje tan lejos de
la ciudad por mi causa.
—Jamás se me ocurriría permitir que regresara sola a estas horas —insistió.
Nos vimos obligados a sentarnos en un compartimiento con otras tres personas y
estuvimos en silencio durante la mayor parte del camino, mientras mi cabeza le daba
vueltas a todo lo que acababa de suceder.
Cuando nos bajamos del tren en Purfleet, el señor Wagner dijo:
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—Es tarde. No me quedaré tranquilo hasta que la haya acompañado a la puerta.
¿Dónde se hospeda?
Dudé antes de responder. Sabía que debía pensar en algo que explicara mi tardía
llegada en compañía del señor Wagner, pero me alivió su oferta, pues no me agradaba
demasiado la idea de recorrer sola los oscuros caminos rurales.
—Me alojo en el sanatorio de Purfleet, a algo más de un kilómetro y medio.
—¿Un sanatorio? ¿De veras?
Hacía mucho frío, por lo que me abrigué bien con el chal.
—Sé que suena extraño, pero el propietario del lugar es un amigo mío. La casa es
grande y muy cómoda.
—Hace demasiado frío para caminar. Espere aquí mientras busco un carruaje de
alquiler.
No había carruajes disponibles, pero el señor Wagner persuadió a un lugareño
para que le alquilara su pequeño vehículo descubierto durante una hora pagando, por
lo visto, de forma generosa por tal privilegio. Mientras el propietario se encaminaba
alegremente hacia la posada con el dinero en la mano, el señor Wagner me ayudó a
subir y luego rodeó el pequeño carruaje descubierto hasta el asiento del conductor.
Justo en ese momento, el viento comenzó a soplar con tal fuerza por toda la zona
que removió algunos desperdicios que había cerca y arrojó una pila de cajas vacías al
suelo, haciendo que el caballo se encabritase y piafara alarmado. El señor Wagner se
acercó como un rayo al animal y le colocó las manos en la cara, acariciándolo y
hablándole con un tono de voz bajo y tranquilizador y susurrándole después algo al
oído. El caballo se apaciguó rápidamente bajo aquellas caricias.
—Tiene un verdadero don con los caballos —le dije al señor Wagner cuando
subió al vehículo.
—«El viento del Paraíso es aquel que sopla entre las orejas de un caballo».
Esbocé una sonrisa al reconocer aquel proverbio árabe. Nos pusimos en marcha y
pronto empecé a temblar; una reacción que sospeché que se debía más al contacto del
muslo del señor Wagner con el mío que a la temperatura.
—Póngase mi capa —me dijo mientras se despojaba de la prenda y me la
colocaba sobre los hombros.
—Entonces tendrá usted frío, señor.
—Le prometo que no.
Avanzamos en silencio durante un rato. La tristeza me embargó, consciente de
que cada minuto en aquel vehículo me acercaba más al momento en que el señor
Wagner y yo nos veríamos obligados a despedirnos.
—Le estoy agradecida, señor —murmuré—. Esta noche me ha infundido coraje
cuando más lo necesitaba; el coraje necesario para hacer realidad un sueño.
—Lo celebro.
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—¿Cómo puedo darle las gracias?
Mientras continuábamos caminando, el señor Wagner me cogió la mano
enguantada y se la llevó a los labios.
—Permitiendo que la vea de nuevo —respondió con voz suave.
El corazón comenzó a latirme con fuerza.
—Es usted bienvenido a visitarnos a mi esposo y a mí siempre que quiera
mientras esté en la ciudad, señor.
—¿Su esposo? —Me soltó la mano y dejó escapar una carcajada grave e irónica
—. No tengo el menor interés por ver a su esposo, señora.
No tenía respuesta para eso y guardé silencio, con las mejillas ardiéndome.
—Durante las semanas que han pasado desde la última vez que nos vimos… ¿no
ha pensado nunca en mí?
—Por supuesto que sí —respondí con una voz que apenas reconocía.
Él detuvo los caballos y se volvió hacia mí; la luna bañaba su apuesto semblante
cuando su mirada se enfrentó a la mía y, a continuación, posó la mano sobre mi
sonrojada mejilla. Aquel contacto era tan íntimo que me hijo jadear.
—Yo solo he sido capaz de pensar en usted.
—Todos los días me preguntaba dónde y cómo estaba —susurré.
—Yo he hecho lo mismo. Pensé que la había perdido para siempre, pero no pude
olvidarla. No puedo olvidarla, Mina.
Era la primera vez que me llamaba Mina, una familiaridad reservada únicamente
para conocidos cercanos. Se inclinó hacia mí hasta que su rostro quedó a escasos
centímetros del mío. El deseo me dominó y me sentí poseída por la desesperada
necesidad de notar sus labios presionando los míos. Lágrimas ardientes amenazaban
con derramarse por mis ojos y mi garganta pareció cerrarse.
—Tal vez… —dije con voz entrecortada—, si no hubiera estado prometida
cuando nos conocimos, las cosas serían diferentes. ¡Pero estaba prometida, y ahora
estoy casada! —Me separé de él y me despojé de su capa—. Esto está mal. ¡Muy
mal! Lo siento. ¡No puedo volver a verle!
Abrí la portezuela de golpe, me apeé de un salto y me alejé corriendo angustiada
por el sendero arbolado.
Al llegar a la puerta principal de sanatorio, una doncella me abrió en respuesta a
mi débil llamada.
Subí apresuradamente a mi cuarto, donde me lancé sobre la cama y rompí a llorar.
¡Oh! ¡La locura del corazón humano! Ya no tenía sentido negarlo: ¡estaba
enamorada del señor Wagner! ¡Loca, desesperada y absolutamente enamorada!
¿Cómo era posible amar a dos hombres a la vez?, me pregunté con abatimiento.
Amaba a mi esposo de todo corazón. Pero mis sentimientos por Jonathan eran
diferentes a aquellos que me inspiraba el señor Wagner. Eran más suaves y
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sosegados, cimentados en una larga amistad y en el respeto.
Por otra parte, el pulso se me disparaba con solo pensar en el señor Wagner y
estar en su compañía; escuchar su voz y sentir su contacto me colmaba de una
excitación electrizante que nunca había experimentado. Al decirle adiós sentí como si
me hubiera partido en dos. Pero ¿qué otra opción tenía? ¡Ninguna! Era una mujer
casada y estar con él suponía, como siempre lo había hecho, una tentación casi
imposible de resistir. Ya había traspasado los límites del decoro al pasar tanto tiempo
a solas con él, y los pensamientos que ahora invadían mi cabeza y mi corazón iban en
contra de cualquier forma de decencia y moralidad.
Permanecí tumbada en la cama durante un minuto llorando amargamente, pero
sabía que eso no serviría de nada. Recobré la entereza, me sequé los ojos y repetí en
voz alta los versos de mi soneto preferido de Shakespeare:
… Nunca mengua el amor ni se desvía
Y es uno y sin mudanza a todas horas
Faro fijo que borrascas bramadoras
Inamovible permanece y desafía…
Mi amor por Jonathan, me recordé a mí misma, era un faro inamovible. Era
constante y verdadero.
Inalterable ante la adversidad o el paso del tiempo. Había sentido la tentación y
no había sucumbido a ella. Como decía Shakespeare, mi amor perduraría hasta la
muerte.
Miré el reloj que estaba sobre la repisa; eran casi las ocho y media. Sin duda el
doctor Seward debía de preguntarse qué habría sido de mí. Me acerqué al aguamanil,
me lavé la cara y me arreglé el cabello, decidida a poner fin a aquel arrebato de
emoción y a guardar para mí la excursión de aquella tarde.
† † †
Me aventuré escalera abajo hasta el estudio del doctor Seward, donde le encontré
sentado a su escritorio, absorto en la lectura de mis páginas mecanografiadas. Al
verme, se puso en pie de inmediato.
—Señora Harker. Le he pedido a la cocinera que no sirviera aún la cena, pues no
deseaba importunarla.
—Gracias —respondí aliviada al saber que no me había echado de menos.
Él me miró con preocupación.
—¿Se encuentra bien?
—Sí —mentí—, aunque… he estado pensando en la pobre Lucy y en todo cuanto
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Jonathan ha sufrido.
—Ah. Comprendo su aflicción. He leído su diario y más de la mitad del de su
esposo. Tenía usted razón, señora Harker. Los dos han sufrido mucho. Debería haber
confiado en usted, pues Lucy la tenía en muy alta estima. —Rodeó el escritorio y se
detuvo frente a mí—. Dijo usted que deseaba saber cómo murió Lucy.
—Sí.
—Le advierto que es una historia terrible, pero si todavía desea escucharla…
—Así es, doctor.
—Entonces puede escuchar las grabaciones de mi fonógrafo cuando guste.
Después de cenar regresamos al estudio del doctor Seward, donde él me hizo
sentar en una cómoda silla junto al fonógrafo. Seward abrió un cajón grande, en el
que se ordenaban un número de cilindros metálicos huecos cubiertos con cera negra,
pero en lugar de seleccionar uno, se detuvo cuando se dio cuenta de algo.
—¿Sabe?, llevo meses archivando este diario, pero ahora acabo de ser consciente
de que no sé cómo seleccionar una parte concreta. Me temo que, para encontrar los
pasajes de Lucy, deberá escucharlo todo desde el principio.
—Está bien, doctor. Dispongo de toda la noche y no tengo sueño. —Y, medité en
silencio, estaba desesperada por encontrar cualquier cosa que me impidiera pensar en
el señor Wagner.
El doctor Seward colocó el primer cilindro en el instrumento y lo ajustó para mí,
enseñándome cómo iniciar la reproducción y cómo detenerla en caso de que deseara
hacer una pausa.
—La primera media docena de cilindros no la asustarán y puede que le digan algo
que quiera saber. Después… —No concluyó la frase; en su lugar, me entregó una
carpeta que contenía un cúmulo de páginas—. Habrá lagunas en la historia, sin duda.
Puede que le resulten de interés estas cartas relativas al caso. Arthur Holmwood,
ahora lord Godalming, respondió a mis cartas y de ese modo pudimos mantener un
registro de todo lo que había sucedido. Además, teníamos algunos diarios de Lucy,
incluyendo una entrada que escribió algunas noches antes de su muerte, en la que
describía al lobo que irrumpió por la ventana de su cuarto.
—¿Páginas del diario de Lucy?
Abrí la carpeta y eché un vistazo sintiendo un estremecimiento de emoción al
contemplar una hoja con la familiar letra de mi amiga.
—Le sugiero que las hojee en orden cronológico o temo que no les encontrará
demasiado sentido.
Con una expresión sombría, el doctor Seward cruzó la habitación y —como si
tratara de concederme cierta intimidad— se sentó de espaldas a mí y volvió a su
lectura.
Aunque ansiaba leer las palabras de Lucy, de momento dejé la carpeta a un lado.
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Miré el fonógrafo, me acerqué el metal acanalado al oído y me dispuse a escuchar.
Aunque la primera parte del diario del doctor Seward era una prolongada y
perturbadora observación de uno de sus pacientes —un hombre mentalmente
desequilibrado llamado Renfield, que tenía predilección por cazar y comer moscas,
arañas y pequeñas aves—, era la primera vez que oía hablar a una máquina y quedé
fascinada con cada palabra.
Durante las siguientes horas no me moví de la silla salvo para cambiar el cilindro.
El lunático Renfield, con quien estaba familiarizándome rápidamente, parecía ser de
gran interés para el doctor Seward. El señor Renfield alternaba episodios de docilidad
con otros de violencia. Una noche escapó del sanatorio, se internó en los bosques y
escaló los altos muros de Carfax, la mansión abandonada colindante. Lo encontraron
tendido en el suelo de la vieja capilla detrás de la casa, gritando:
—¡Estoy aquí para cumplir tu voluntad, amo! Soy tu esclavo y tú me
recompensarás, pues te seré fiel. Te he adorado desde hace tiempo y en la distancia.
¡Ahora que estás cerca, espero tus órdenes!
A aquel siguió otro incidente similar e igual de extraño. Cuando lo capturaron, el
señor Renfield se calmó al ver un gran murciélago surcando en silencio el cielo
iluminado por la luna, rumbo al oeste.
Por aquel entonces, el doctor Seward se quedó desconcertado por los sucesos.
Ahora que sabíamos que la casa en cuestión pertenecía al conde, me preguntaba si
Drácula no estaría dentro de la capilla cuando ocurrió aquello, y si la locura del
lunático estaba en cierto modo conectada con él.
La historia avanzó y se centró en la querida Lucy, la parte que más me interesaba.
Fui alternando las entradas del diario fonográfico del doctor con la correspondencia
de este con Arthur Holmwood y otras personas. Las lágrimas rodaban por mi cara
mientras escuchaba la voz acongojada del doctor, narrando los detalles del
padecimiento de Lucy durante las últimas y agónicas semanas de su vida.
¡Ojalá pudiera haber estado allí para ayudarla! ¡Ojalá los cuatro hombres que la
atendían hubiesen sabido lo que sabíamos ahora acerca de la naturaleza de su
dolencia y la identidad de su enemigo!
Pero todos estaban sumidos en la ignorancia —todos salvo el profesor Van
Helsing, naturalmente—, aunque sus esfuerzos habían sido en vano y no se había
atrevido a divulgar sus espantosas sospechas hasta tener pruebas.
El profesor Van Helsing realizó cuatro transfusiones diferentes a Lucy, tomando
sangre de lord Godalming primero y, luego —cuando pareció que no había nadie más
a quien pedírselo—, del señor Quincey Morris, el rico y joven americano de Texas
que había amado a Lucy con locura y que acudió en respuesta a un telegrama de su
viejo amigo Arthur. ¡Cuatro transfusiones en solo diez días! ¡Era increíble! Cada una
le insuflaba nueva vida, pero por la mañana Lucy parecía haber perdido sangre otra
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vez. Dejó de tener el apetito y cada vez estaba más débil y delgada. Al final fue
evidente que se estaba muriendo.
Poco después, mientras los cuatro hombres, sumidos en la tristeza, se
congregaban en torno a su lecho de muerte, ella se quedó dormida; pero entonces se
operó un extraño cambio en ella. Lucy abrió los ojos, con expresión apagada y dura,
y cuando separó los labios, los colmillos eran visiblemente más afilados que el resto
de los dientes.
—¡Arthur! ¡Oh, amor mío, me alegro tanto de que hayas venido! ¡Bésame! —dijo
con una voz suave y seductora que ninguno de los hombres le había oído antes.
Aunque sobresaltado por aquella transformación, Arthur se inclinó ansioso para
besarla, pero Van Helsing lo agarró del cuello y lo arrojó casi al otro lado de la
habitación.
—¡Eso jamás! ¡No lo haga, por el bien de su alma y de la de ella! —gritó.
Mientras el profesor Van Helsing se interponía entre ellos como un león
acorralado, un arrebato de ira ensombreció el rostro de Lucy, quien parpadeó acto
seguido y recuperó la hermosa dulzura e inocencia de siempre. Entonces extendió su
pálida y delgada mano, y tomó la del profesor Van Helsing para que se acercara a
ella.
—Mi verdadero amigo —dijo con voz débil—. Mi verdadero amigo y de Arthur.
¡Oh, protéjalo a él y deme paz a mí!
Lucy murió momentos más tarde. Los hombres que la amaban y que la habían
estado cuidando con devoción quedaron rotos de dolor.
—Pobre muchacha, al fin ha encontrado la paz —declaró el doctor Seward en voz
baja, con las lágrimas rodando por su cara—. Se acabó.
—¡Eso no es cierto, desgraciadamente! —replicó Van Helsing de manera sombría
y enigmática—. No lo es. ¡Me temo que es solo el principio!
En la capilla ardiente, donde reposaba el cuerpo de Lucy, el doctor Seward y lord
Godalming se quedaron atónitos al descubrir que el color y la belleza de mi amiga
habían regresado a ella una vez muerta. Estaba tan hermosa que no les resultó fácil
creer que lo que contemplaban era un cadáver.
Solo habían pasado uno o dos días desde que Lucy y su madre habían sido
enterradas en el mausoleo familiar próximo a Hampstead Heath, cuando comenzó a
aparecer la misteriosa mujer vestida de blanco a altas horas de la noche, dejando a los
niños más pálidos de lo normal y con dos diminutas heridas en el cuello.
Para entonces, el profesor Van Helsing había regresado de entrevistarse conmigo
en Exeter, llevando la nueva información de los diarios que le había entregado. Por
fin, confesó abiertamente sus sospechas acerca de la vil criatura que había mordido a
Lucy y sobre el hecho de que la misteriosa mujer de Heath era la mismísima Lucy
Westenra, ¡ahora convertida en un vampiro que se había levantado de entre los
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muertos!
El doctor Seward creyó que su amigo se había vuelto loco, pero el profesor Van
Helsing se propuso demostrarle su teoría. Aquella noche, el doctor y él fueron al
espeluznante cementerio y entraron en el mausoleo de los Westenra, donde Van
Helsing abrió el ataúd de Lucy… y demostró que estaba vacío. Al principio, el doctor
Seward culpó a los profanadores de tumbas e, incluso, cuando rescataron a un niño
perdido después de abandonar el panteón y vieron a una blanca figura dirigirse hacia
el sepulcro de mi amiga, se negó a creer que pudiera tratarse de Lucy.
Sin embargo, al día siguiente, cuando abrieron de nuevo el féretro de Lucy, la
encontraron como si estuviera dormida. Pese a que había pasado casi una semana
desde su entierro, parecía más radiante y hermosa que nunca.
—¿Se convence ahora? —preguntó el profesor mientras retiraba los labios de
Lucy para revelar sus afilados colmillos—. ¡Es una no muerta! Descansa aquí durante
el día y sale por la noche. Con estos dientes puede morder a los niños pequeños. Lucy
es un vampiro joven. Comienza con cosas pequeñas y aún no ha quitado una vida,
pero con el tiempo se dedicará a víctimas mayores y resultará ser un peligro para
todos. —Exhalando un apenado suspiro, añadió—: Es difícil pensar que debo matar a
alguien tan bello mientras duerme.
El doctor Seward estaba horrorizado, más aún cuando Van Helsing le reveló el
método que sabía para matar a un no muerto: clavar una estaca en el cuerpo, llenarle
la boca de ajo y cortarle la cabeza. Seward se estremecía solo de pensar en mutilar el
cadáver de la mujer a la que había amado y, sin embargo, ¿acaso era tan aterrador si
Lucy ya estaba muerta?
Van Helsing decidió no llevar a cabo la tarea de inmediato. Temía que a Arthur,
que aún no se explicaba cómo era posible que Lucy hubiese tenido aquel aspecto
después de morir, pudiera atormentarle el temor de haber cometido un terrible error y
creyera haber enterrado a su amor con vida.
Y así fue como, a altas horas de la madrugada del veintinueve de septiembre, el
profesor Van Helsing y el doctor Seward revelaron a Arthur y a Quincey lo que
habían averiguado y lo que pretendían hacer. Únicamente la insistencia de Van
Helsing consiguió persuadirlos para que dejaran a un lado las dudas y depositaran su
fe en él, pues tenían una gran y terrible tarea que llevar a cabo… que no estaba
dispuesto a realizar sin contar con la bendición de ambos.
Mientras escuchaba el relato del doctor Seward acerca de los hechos que tuvieron
lugar a continuación, las horripilantes imágenes se sucedieron ante mis propios ojos.
Esa misma noche, en el cementerio, a altas horas de la madrugada, el profesor
demostró a los asustados hombres que el ataúd de Lucy estaba vacío otra vez. Van
Helsing cerró nuevamente el mausoleo, rellenó las grietas de alrededor de la puerta
con masilla hecha con hostias consagradas que había traído consigo desde
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Ámsterdam y que, según dijo, impediría que la no muerta volviese a entrar. Después,
el grupo divisó a una mujer que avanzaba hacia el mausoleo iluminado por la luna,
ataviada con una mortaja blanca y llevando a un niño pequeño.
—Oí el grito ahogado de Arthur —explicaba el doctor Seward—, cuando
reconoció las facciones de Lucy Westenra. Era ella, pero ¡cuánto había cambiado! Su
dulzura se había convertido en una crueldad despiadada e inflexible y su pureza en
voluptuosa lujuria.
Van Helsing levantó su farol y los hombres se estremecieron de horror, pues los
labios de Lucy estaban teñidos con sangre fresca que resbalaba por su barbilla y
manchaba el blanco sudario.
Cuando Lucy, o aquello en lo que se había convertido, los vio, retrocedió
profiriendo un furioso gruñido y arrojando al niño al suelo sin miramientos. Cuando
el pequeño gimoteó, los labios de Lucy se curvaron en una sonrisa libidinosa y
avanzó con paso lánguido hacia Arthur, con los brazos extendidos.
—Ven a mí, Arthur —dijo con un tono diabólicamente dulce—. Deja a todos los
demás y ven a mí. Mis brazos están ávidos de ti. Ven y descansemos juntos. ¡Ven,
esposo mío, ven!
Arthur parecía estar preso de un hechizo y, a pesar del horror, abrió los brazos
para recibirla. Van Helsing se colocó entre los dos y levantó un crucifijo, del que
Lucy se apartó retrocediendo. Se dirigió a toda velocidad hacia su tumba, pero se
detuvo ante la puerta como por obra de una fuerza irresistible: ¡las hostias! Lucy se
volvió perpleja hacia ellos, arrojando fuego por los ojos y con los rasgos deformados
por una ira y una malignidad que el doctor Seward no había visto nunca antes en un
rostro.
—¡Respóndame, mi viejo amigo! —Van Helsing llamó a Arthur—. ¿He de
proceder con mi labor?
Arthur gimió sepultando el rostro entre las manos.
—Haga lo que deba. ¡No podemos permitir que exista algo tan terrible como esto!
Van Helsing retiró parte de la sustancia sagrada que había colocado en las grietas
alrededor de la puerta de la tumba. Los hombres observaron con estupefacción y
espanto cómo Lucy, que en esos momentos poseía un cuerpo tan real como el de
cualquier mortal, fue con rapidez hacia el delgado resquicio, que no era más ancho
que la hoja de una navaja, y logró desaparecer a través de él.
No había nada más que pudieran hacer esa noche, de modo que llevaron al niño a
un lugar seguro y regresaron la tarde siguiente, cuando había luz, con las
herramientas necesarias para concluir la tarea. El cementerio estaba desierto cuando
entraron en la tumba, una vez más, y encontraron a Lucy en su ataúd con toda su
belleza inmortal.
—Las tradiciones y experiencias de los antiguos, y de todos aquellos que han
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estudiado los poderes de los no muertos, nos dicen que están condenados a la
inmortalidad. Pasan de una época a otra cobrando nuevas víctimas que, a su vez, se
convierten en no muertos, y de ese modo el círculo se amplía. Amigo Arthur, si
hubiese aceptado aquel beso antes de que la señorita Lucy falleciera y también
anoche, cuando ella le llamó, usted mismo podría haberse convertido, a su muerte, en
un nosferatu. Lo que les ha pasado a los niños cuya sangre bebió no es lo peor que
puede suceder, pero cuanta más sangre les robe, más poder tendrá sobre ellos y más
la buscarán. Sin embargo, si ella muere de verdad, todo cesará; las diminutas heridas
desaparecerán de sus gargantas y ellos volverán a ser lo que eran y vivirán en paz.
Los hombres asintieron en silencio. Entonces hubo un sentimiento de terror
general cuando el profesor Van Helsing sacó de su maletín una pesada maza y una
estaca de madera de poco menos de un metro, con un extremo muy afilado.
—Lo que aquí hacemos es un exorcismo, amigos míos —prosiguió el profesor
imperturbable—. Cuando esta no muerta descanse verdaderamente en paz gracias a
nosotros, el alma de aquella a la que todos queremos será libre de nuevo. Y en lugar
de cometer maldades por la noche, ocupará el lugar que le corresponde entre los
ángeles. ¿Quién asestará el golpe que la libere?
El profesor Van Helsing estaba dispuesto a llevarlo a cabo, pero sentía que, por el
bien de Lucy, debería ser la mano de aquel que la amaba. Arthur, temblando, accedió.
Tomó los instrumentos que le entregaba Van Helsing, colocó la punta de la estaca
sobre el corazón de Lucy y golpeó con todas sus fuerzas. La criatura del ataúd se
retorció, sacudiéndose y gritando mientras la sangre manaba de su pecho. Luego, por
fin, el cuerpo quedó inmóvil y la calma se apoderó de él. De pronto, los hombres se
sorprendieron al descubrir, una vez más, a Lucy tal como la habían visto en vida, con
toda su pureza y dulzura.
—Y ahora, Arthur, amigo mío, ¿me perdona? —preguntó Van Helsing colocando
la mano sobre el hombro de lord Godalming.
—¿Perdonarlo? —respondió este—. Que Dios le bendiga por haberle devuelto el
alma a mi amada y a mí la paz. —Sus ojos derramaron lágrimas cuando posó los
labios sobre los de Lucy para darle un último beso.
Completaron entonces la última y terrible tarea —cortar la cabeza de Lucy y
llenarle la boca con ajo— para asegurarse de que el vampiro jamás pudiera regresar y
que su alma descansaría en paz para siempre.
—Hemos concluido una parte de nuestra misión —declaró el profesor Van
Helsing, suspirando, cuando el grupo salió a la soleada tarde, que parecía mucho más
placentera tras los horrores de la opresiva tumba—, pero aún queda la parte más
importante: descubrir al responsable de todo este dolor y acabar con él. ¿Me
ayudarán?
Los hombres juraron que lo harían y acordaron reunirse en casa del doctor
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Seward dos días más tarde a fin de idear un plan para encontrar y destruir al conde
Drácula.
† † †
Apagué el fonógrafo y, sin fuerzas, me recosté en la silla. Tenía las mejillas
empapadas de lágrimas y un débil y compungido sollozo escapó de mis labios. El
doctor Seward debió de oírlo, pues se levantó con una exclamación de preocupación,
cogió un decantador del armario y me sirvió una copa de brandy.
Me bebí el licor agradecida mientras me enjugaba las lágrimas con el pañuelo que
el amable doctor Seward me había ofrecido.
—Dios Bendito —dije al fin, con la voz quebrada—. Si no estuviera al corriente
de la experiencia de Jonathan en Transilvania, nunca habría creído el sinfín de
atrocidades que acabo de escuchar.
—Yo estuve allí y apenas puedo creerlo —repuso él sombrío.
—En todo esto hay un único rayo de luz: que nuestra querida Lucy está por fin en
paz.
—Sí.
De repente una idea me pasó por la cabeza.
—Si no estoy equivocada, doctor, el último episodio, cuando ustedes… cuando
mataron al vampiro en el cementerio… no hace mucho que ha sucedido. De hecho ha
pasado esta misma tarde, a primera hora, poco antes de mi llegada, ¿verdad?
—Así es, señora Harker. Había llevado al profesor Van Helsing a su hotel para
que hiciera las maletas para su viaje a Ámsterdam, cuando recibió su telegrama
informándole de su llegada. He terminado de grabar la última parte esta tarde,
mientras usted estaba fuera.
—¡Oh! Pobrecito. ¡No es de extrañar que hoy pareciera tan alterado en la
estación! Y pensar que después de lo que había pasado ha tenido que ir a buscarme a
toda prisa… lo lamento.
—No tiene por qué. Me alegra que esté aquí, señora. Mientras escuchaba mi
historia, he estado leyendo el maravilloso diario de su esposo. De hecho, hay partes
que he releído y que arrojan luz sobre muchas cosas. El señor Harker es
extraordinariamente inteligente y un hombre de gran valor.
—Sí, lo es.
—Escalar el muro de aquel castillo y bajar a la cripta por segunda vez… es una
hazaña de excepcional valentía. Ahora entiendo por qué el profesor estaba tan
entusiasmado porque ambos se unieran a nuestra cruzada.
—Hay algo en lo que creo que puedo serle de utilidad, doctor.
—¿De qué se trata?
—Me ha dicho que no sabía cómo acceder a algunas partes concretas de su diario
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fonográfico en caso de que deseara revisarlas. Creo que sus detalladas observaciones
resultarán inestimables en la tarea que tenemos entre manos. ¿Me dejaría que lo
pasara todo a máquina, tal como hice con mi diario y el de mi esposo? De ese modo
estaría listo para cuando el profesor Van Helsing regrese mañana.
—Una buena idea, señora Harker, pero es más de medianoche. Debe de estar
cansada. Dejémoslo hasta mañana por la mañana.
—Después de todo lo que acabo de escuchar, no podría pegar ojo. Por favor,
doctor, le estaría agradecida si tuviera algo que hacer.
El doctor Seward accedió. Bajé mi máquina de escribir y la coloqué sobre la
mesita auxiliar junto al fonógrafo. Él estableció un ritmo de reproducción lento y yo
comencé a mecanografiar desde el principio, utilizando hojas con papel carbón
intercalado para realizar tres copias. Mientras tanto, el doctor Seward realizó la ronda
de visitas a sus pacientes y después, a su regreso, se sentó a mi lado y se puso a leer
mientras me hacía compañía. Finalmente se quedó dormido en la butaca. Esa noche la
pasé escribiendo a máquina hasta bien entrada el alba. Cuando terminé, deposité las
hojas mecanografiadas ordenadamente sobre el escritorio del doctor, tras lo que subí
a mi cuarto sin hacer ruido y me metí en la cama para descansar, pues sin duda lo
necesitaba.
Tuve sueños extraños.
En el primero veía a Lucy como un vampiro, ataviada con un sudario, vagando
sin rumbo fijo por Heath. Ella se acercaba a un niño y lo apresaba rápidamente; sus
ojos eran dos llamas ardientes cuando descubría los colmillos y los hundía en la
garganta del pequeño. Aquella visión fue tan real y aterradora que tardé un rato en
volver a quedarme dormida.
El segundo sueño supuso una notable mejora; de hecho, fue maravilloso. Estaba
sentada en una mecedora en mi casa de Exeter, dándole el pecho a un bebé. Mientras
mecía aquel cuerpecito diminuto y regordete en mis brazos, besaba con ternura su
suave y cálida cabeza inhalando su maravilloso aroma y acariciando aquellos oscuros
mechones. Era mi bebé, mi propio hijo, un ser que era parte de mí y de Jonathan.
Sentía el corazón henchido de amor, mucho amor, más del que jamás habría
imaginado. Estaba dentro de mí. Sabía que haría cualquier cosa por proteger a ese
niño, cualquier cosa. Desperté rebosante de felicidad. «Algún día —pensé—. Algún
día, cuando toda esta locura acabe, cuando el malvado Drácula esté muerto y todos
podamos retomar nuestra vida normal, tendré ese bebé». Tendría muchos bebés a los
que abrazar, mimar, cantar y leer; con los que jugar y a los que criar para que se
convirtieran en niños saludables y felices.
Volví a sumirme en una dichosa bruma.
El tercer sueño fue sobre el señor Wagner. Yo estaba de nuevo en el pabellón y
ambos bailábamos en la pista. Flotaba y flotaba, transportada por la música y la
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emoción de estar entre sus brazos. La música aumentó hasta llegar a un crescendo
mientras nos acercábamos bailando a la terraza, donde el señor Wagner me atrajo
hacia él mirándome fijamente a los ojos con el más profundo amor. Entonces me
besó; fue un beso largo, sincero, mágico…
Desperté acalorada y sudorosa, con el corazón palpitando tan fuerte que pensé
que iba a salírseme del pecho. ¡Oh! ¿Por qué tenía que soñar con él? ¡Qué desleal era
el subconsciente! Consideraba que semejantes sueños y fantasías representaban una
traición a mis votos matrimoniales, tanto como cualquier acto físico. Y, sin embargo,
me sorprendí tendida en la oscuridad durante varios y vergonzosos minutos
disfrutando del imaginario recuerdo de su abrazo y del sabor de aquel beso.
Luego sacudí al cabeza y me reproché en silencio: «Mina Harker, no debes pensar
más en él».
Me incorporé y retiré las sábanas. Las cortinas estaban descorridas y la luz del sol
iluminaba la estancia cuando el reloj anunció que eran las doce y cuarto. Sorprendida,
vi que el equipaje de Jonathan se hallaba justo al lado de la puerta. Mi esposo estaba
ahí… ¡había vuelto de Whitby!
Me aseé y vestí rápidamente, aliviada porque hubiera trabajo que hacer, pues
nuestra cruzada para encontrar y destruir al infame conde Drácula sin duda alejaría de
mi mente al señor Wagner: un hombre al que amaba pero que nunca podría ser mío.
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E
12
ncontré a Jonathan abajo, en el comedor, enfrascado en una
conversación con el doctor Seward, justo cuando estaba sirviéndose el
almuerzo. Ver el querido rostro de mi esposo me colmó de una apacible
dicha. Parecía sentirse decidido y rebosante de una potente energía,
como si su viaje le hubiera hecho mucho bien. A cualquiera que le viera ahora le
resultaría difícil creer que aquel hombre fuerte y resuelto fuera el mismo individuo
derrotado con el que me había encontrado en un hospital de Budapest tan solo seis
semanas atrás.
—¡Cariño! Estás aquí —dijo levantándose de la silla y dándome la bienvenida
con una sonrisa cuando entré—. El doctor Seward me ha dicho que has estado en vela
toda la noche, de modo que he dejado que durmieras.
—Gracias. —Fui a su lado y nos dimos un beso afectuoso—. Veo que se han
conocido mejor.
—Sí —repuso el doctor, poniéndose en pie y señalando el asiento en la mesa que
me habían reservado—. Su esposo es un hombre magnífico.
—Debo decir lo mismo de usted, señor —respondió Jonathan inclinando la
cabeza de forma sincera y cortés. Cuando los tres ocupamos nuestros asientos, mi
marido cubrió mi mano con la suya y añadió con gravedad—: Hemos pasado toda la
mañana discutiendo sobre el caso desde que he llegado. El doctor Seward me ha
contado todo lo que le sucedió a Lucy. Cuesta creerlo y, sin embargo, debe ser
verdad.
—Al menos ahora el alma de Lucy descansa en paz —declaré entristecida.
—Es un pobre consuelo para la pérdida de alguien tan joven, hermosa y querida
—apuntó Seward con amargura.
—¡Atraparemos a esa cosa y libraremos al mundo de ella! —insistió Jonathan con
feroz resolución—. Ahora conocemos todos los hechos y esta noche podemos
proceder.
—Entonces ¿has descubierto lo que fuiste a averiguar a Whitby? —pregunté.
—Eso y más —contestó satisfecho. Cuando comenzamos a comer, prosiguió—:
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Todo el mundo tenía algo que decir sobre la extraña llegada del Deméter, que ya
ocupa su lugar en el folclore local, desde el personal de guardacostas hasta el capitán
del puerto. Después fui a ver al señor Billington; de hecho, me quedé en su casa, lo
cual es una verdadera muestra de la hospitalidad de Yorkshire. Billington me enseñó
todas las cartas y facturas concernientes al envío de las cajas.
«Cincuenta cajas de tierra común para fines experimentales», decían. Eso me dio
la oportunidad de leer de nuevo una de las cartas que había visto en la mesa del conde
en el castillo antes de conocer su diabólico plan. Lo había ideado todo con sumo
cuidado y ejecutado con metódica precisión, adelantándose a cualquier obstáculo que
pudiera interponerse en su camino.
—¿Y las cajas? —dije—. ¿Qué fue de ellas?
—Al principio las almacenaron en un depósito de Whitby.
—Sin duda el conde entró sin ser visto y se refugió en una de ellas durante el día
—apuntó el doctor.
—Sí, pues el primer ataque de Lucy en el acantilado sucedió solo un par de días
después de la llegada del barco.
—El diecinueve de agosto recibieron la repentina noticia de enviarlas todas a
Londres. Cuando esta mañana he llegado a la estación de King’s Road, los directivos
me han enseñado amablemente sus registros, que confirmaban que las cincuenta cajas
habían llegado la noche del diecinueve. He seguido otra pista y he encontrado al
transportista que entregó las cajas en la mansión de Carfax al día siguiente.
—Entonces ¿es realmente cierto que el conde Drácula ha tomado posesión de la
mansión vecina? —pregunté.
Una desagradable sensación se apoderó de mí al recordar que estuve frente a las
oxidadas verjas el día anterior y cómo sentí que alguien me observaba.
—No puedo decir si Drácula está o no allí, pero las cincuenta cajas sí deberían
estar, a menos que se las hayan llevado después.
—Temo que ese pueda ser el caso —medió Seward, ceñudo—. Hace poco más de
una semana, mientras me encontraba en Hillingham cuidando de Lucy, el doctor que
dejé al cargo me informó de que había visto un carro de transporte abandonando la
mansión, repleto de grandes cajas de madera. La única razón de que me lo explicase
fue que uno de nuestros pacientes escapó y atacó a los transportistas acusándolos de
robar, gritando que él «lucharía por su amo y señor».
—¿Su amo y señor? —repitió Jonathan, intrigado.
—¿De qué paciente se trataba? ¿Era Renfield? —inquirí.
—Sí.
—¿Quién es Renfield? —quiso saber Jonathan.
El doctor Seward le hizo un breve resumen sobre el lunático que estaba a su
cuidado, a lo cual mi esposo respondió:
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—¿Cree usted que sabe algo de este asunto con el conde?
—Yo sí —intervine—. Mientras escuchaba anoche el diario fonográfico del
doctor Seward sentí que, en su locura, de algún modo el señor Renfield tenía una
conexión mental con el conde Drácula. Tuve la impresión de que si cotejamos con
detenimiento las fechas, descubriremos que son una especie de indicador de las idas y
venidas del conde. Por ejemplo, la primera vez que Renfield escapó del sanatorio y
huyó a la casa de al lado… creo que podría corresponderse con la fecha de la llegada
a Carfax del conde.
—Interesante —musitó Seward—. ¡Ha sido una idea magnífica que pasara mis
grabaciones a máquina, señora Harker! De otro modo, jamás podríamos averiguar las
fechas.
—En este asunto, creo que las fechas lo son todo —repuse—. Si reunimos el
material que tenemos entre todos y colocamos por orden cronológico cada pequeña
evidencia, seremos capaces de encontrarle sentido… y comenzar con buen pie esta
noche, cuando lleguen los demás.
† † †
Después de almorzar, Jonathan y yo subimos a nuestra habitación. Mientras él leía el
diario del doctor Seward que había pasado a máquina, yo me dediqué a
mecanografiar por triplicado el resto de la correspondencia que tenía relación, así
como las recientes entradas del diario de mi marido y la información que había
recabado en Whitby. Hecho esto, colocamos todos los papeles por orden en carpetas
para los miembros del grupo que aún no los habían leído.
A las tres en punto, el doctor Seward se vio obligado a marcharse para atender
otro de sus asuntos y Jonathan salió a visitar a los transportistas a los que se había
visto llevándose de Carfax algunas de las cajas. Estaba a punto de hacer una pequeña
siesta cuando la doncella llamó a mi puerta y anunció que lord Godalming y el señor
Morris habían llegado con algunas horas de adelanto. En ausencia del doctor Seward,
tendría que ser yo quien los recibiera.
Bajé enseguida y saludé a los caballeros en el vestíbulo con una sonrisa animosa
y el corazón lleno de pesar, pues todo lo que compartíamos era un vínculo y un fin
comunes, arraigados en el dolor por la muerte de Lucy. Había visto a Arthur
Holmwood en una sola ocasión, la primavera anterior, cuando él fue a ver a mi amiga
durante una de mis visitas. Y aunque seguía siendo muy apuesto, llevaba el
sufrimiento escrito en el rostro; era como si hubiera envejecido diez años desde
aquella ocasión.
—Lord Godalming —saludé mientras le estrechaba la mano—. Lamento
muchísimo su pérdida, tanto la muerte de Lucy como la de su padre.
—Gracias, señora Harker —repuso con gravedad—, pero sé que Lucy y usted
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eran como hermanas. Me temo que todos hemos sentido profundamente su pérdida.
—Tiene razón, señor. —A continuación me volví hacia el señor Morris. Era tan
alto como su amigo y muy joven, tal vez unos años menor que yo, con un poblado
bigote, cabello castaño rojizo ondulado, penetrantes ojos color avellana y mano
firme. Por el diario fonográfico y las cartas que la noche pasada había
mecanografiado, deduje que el señor Morris, el doctor Seward y lord Godalming
habían compartido muchas aventuras de juventud en lugares remotos, desde las islas
Marquesas hasta las costas del lago Titicaca en Perú—. ¿Cómo está usted? —le dije
tendiéndole la mano.
—Tan bien como cabe esperar, dadas las circunstancias, señora —respondió el
señor Morris, con un acento que, supuse, era el gutural americano texano sobre el que
había leído en los libros. Mientras conducía a los hombres por el corredor, él continuó
—: Hemos oído hablar mucho de usted, señora Harker. El profesor Van Helsing ha
estado contando maravillas de usted. Dice que posee el cerebro de un hombre… el
cerebro que un hombre debería tener, claro está… y el corazón de una mujer.
—No sabría decirle de dónde ha sacado el profesor Van Helsing esa idea. En
realidad, he pasado muy poco tiempo en su compañía.
Cuando entramos en el estudio del doctor Seward, los dos hombres se quedaron
en el centro de la estancia, como si no supieran qué decir o hacer.
—Le ruego nos disculpe por presentarnos tan pronto —empezó lord Godalming
indeciso—, pero llevo dando vueltas de un lado para otro desde ayer, y se me ocurrió
que podríamos venir para que nos dieran algo útil que hacer… —Guardó silencio.
—Caballeros —dije deseando tranquilizarlos—, hablemos con claridad. La noche
pasada escuché el detallado diario del doctor Seward sobre todo lo sucedido hasta el
momento. Sé que nuestro enemigo es un vampiro y conozco la muerte de Lucy… su
verdadera muerte… ayer en el cementerio.
Los hombres abrieron los ojos desmesuradamente.
—¡De veras! —exclamó el señor Morris sorprendido—. ¿Lo sabe todo?
—No solo lo sé, señor, sino que lo he mecanografiado, junto con todos los
documentos y diarios que hemos estado llevando todos nosotros.
Entregué una copia a cada uno del grueso manuscrito.
—¿De verdad ha mecanografiado usted todo esto, señora Harker? —preguntó
lord Godalming.
El señor Morris me miró asombrado cuando asentí con la cabeza.
—¿Puedo leerlo ahora?
—Desde luego, señor.
Vi que a lord Godalming se le empañaban los ojos mientras miraba fijamente
aquellos papeles. El señor Morris le puso una mano en el hombro durante un
momento y, a continuación, tomó el manuscrito que le había dado con delicadeza y
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salió de la estancia.
Me encontré a solas con lord Godalming, que se derrumbó sobre un sillón y
comenzó a llorar. Me senté a su lado, dominada por una sincera compasión, y le dije
lo primero que se me ocurrió que pudiera aliviar su dolor. Cuando la pena que
compartíamos se mitigó un poco y nos hubimos secado las lágrimas, él me dio las
gracias por las palabras de consuelo. Entonces pareció acordarse de algo, se llevó la
mano al bolsillo de la chaqueta y sacó de él una cajita que me ofreció.
—Casi lo olvido. Tengo algo para usted, señora Harker. Antes de morir, Lucy me
pidió que le diera esto.
Abrí la caja y reconocí el contenido de inmediato: era la cinta de terciopelo negro
con el exquisito broche de diamantes que tanto adoraba Lucy.
—¡Oh! No puedo aceptarla, lord Godalming. Es demasiado valiosa y es una
herencia de su familia. ¿No perteneció a su madre?
—Así es, pero Lucy quería que usted lo tuviera. Me hizo prometerle
solemnemente que me ocuparía de que la llevara usted en su memoria.
—Entonces no puedo rehusar. Gracias, señor. Pensaré en ella cada vez que me la
ponga.
Cuando regresó el doctor Seward, el té ya estaba servido, algo que pareció
estimularnos a todos.
—¿Puedo pedirle un favor, doctor? —dije dejando mi taza vacía en el platito—.
Me gustaría ver a su paciente, el señor Renfield.
—¿Renfield? —Seward me miró alarmado—. ¿Por qué desea verle?
—Lo que explica de él en su diario me interesa muchísimo.
—No es una buena idea, señora Harker. Renfield es el lunático más grave que
jamás haya conocido y puede resultar muy peligroso. Hace dos semanas escapó, me
apuñaló en la muñeca con un cuchillo de mesa que había robado y luego trató de
lamer la sangre.
—Lo sé. —También sabía que el señor Renfield tenía cincuenta y nueve años y
era un hombre con una gran fuerza física, que alternaba períodos de mórbida
excitabilidad y profunda melancolía—. Pero no tiene motivos para hacerme daño,
doctor… y estaré segura si usted se encuentra conmigo. Me gustaría hablar con él,
ver si consigo que admita la conexión mental que tiene con el conde Drácula… si es
que existe.
Seward suspiró.
—Bien, supongo que podría intentarlo. Últimamente he sido incapaz de
sonsacarle una sola palabra de provecho. Pero bajo ninguna circunstancia la dejaré a
solas con él.
El doctor Seward me condujo por el corredor hasta la sala de pacientes, situada un
piso por debajo de donde se encontraba mi dormitorio, en la misma ala del edificio.
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—Espere aquí —dijo mientras abría la puerta y entraba.
Pude escuchar el murmullo de una conversación dentro y, poco después, el doctor
salió de nuevo y cerró la puerta con una expresión de repulsión en la cara.
—¿Qué sucede? —inquirí.
—El señor Renfield tiene un método muy singular para prepararse para recibir
visitas. Acaba de tragarse una gran cantidad de moscas y arañas que ha estado
coleccionando… sin duda para evitar que se las robemos.
Aquello resultaba perturbador, pero no era algo del todo inesperado.
—Conozco bien los hábitos zoófagos del señor Renfield después de haberlos oído
con detalle en su diario.
El doctor Seward guardó silencio, indeciso, como si debatiera consigo mismo si
debía o no permitir la entrevista.
—De acuerdo —dijo tras soltar un suspiro de desgana—. Pero no se deje engañar
por su apariencia serena. No puede confiarse en él.
El doctor Seward fue el primero en entrar en el cuarto, que era pequeño y
espartano. Renfield era un hombre de estatura media, con hombros anchos y un rostro
muy pálido. Estaba sentado en el borde de la cama en una posición extraña: tenía la
cabeza gacha, pero los párpados abiertos y los ojos fijos en mí con recelo, y una
expresión tan fría e intensa que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.
Seward se detuvo cerca de él, como si estuviera dispuesto a agarrar aquel lunático
en cuanto este intentara correr hacia mí. Reprimí el miedo que sentía, alargué la mano
y me aproximé al paciente simulando calma y valor, o eso esperaba que pareciera.
—Buenas noches, señor Renfield. El doctor Seward me ha hablado mucho de
usted.
Renfield no respondió de inmediato, sino que me estudió minuciosamente. Por fin
enarcó las cejas con expresión curiosa.
—Usted no es la muchacha con la que el doctor deseaba casarse, ¿verdad? No…
no puede ser, pues ella está muerta.
Seward pareció sorprenderse con su afirmación.
—¡Oh, no! —repuse sonriendo—. Tengo un marido, con quien me casé antes de
que el doctor Seward y yo nos conociéramos. Soy la señora Harker y he venido a
visitar al doctor.
—¿Qué le hace pensar que deseaba casarme con alguien? —se apresuró a
preguntar Seward.
Renfield soltó un bufido desdeñoso.
—¡Qué pregunta tan estúpida! —Se volvió hacia mí y, de repente, su conducta
cambió con la misma rapidez con la que cambia el viento, adoptando un tono cortés y
respetuoso—. Cuando un hombre es tan querido y respetado como nuestro anfitrión,
señora Harker, todo lo concerniente a él interesa a nuestra pequeña comunidad.
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Añadió, además, que el doctor Seward no solo era querido por su personal y sus
amigos, sino también por sus pacientes… a pesar del precario equilibrio mental de
estos, o tal vez debido a ello.
Prosiguió acto seguido a realizar algunas observaciones eruditas y filosóficas
acerca de los internos del sanatorio y del estado del mundo en que vivíamos.
Fuera lo que fuese lo que hubiera esperado del señor Renfield, no se parecía en
nada a aquello. Su discurso y modales eran los de un caballero refinado que estuviera
perfectamente cuerdo a ojos del mundo. Parecía imposible creer que hubiera estado
comiendo arañas y moscas menos de cinco minutos antes de que yo entrase en la
habitación. El doctor Seward parecía igualmente atónito; se mantuvo en silencio
mirándome como si yo poseyera un raro don o poder.
—Si los pacientes aprecian al doctor Seward es con razón, pues se trata de un
individuo muy amable y concienzudo y siempre quiere lo mejor para todos.
—Tal vez eso sea cierto para los demás —replicó tajante Renfield—, pero no para
mí. Al doctor no le agrado y se ha interpuesto en mi camino.
—¿Cómo es eso? —inquirí.
—Piensa que tengo una extraña creencia… y quizá fuera así. Solía pensar que
consumiendo multitud de seres vivos, por muy bajos que se encontrasen en la escala
de la creación, uno podría prolongar la vida indefinidamente. A veces lo creía con tal
fervor que intentaba tomar una vida humana, con el fin de fortalecer mis poderes
vitales mediante la asimilación de la sangre de esa persona… confiando,
naturalmente, en la cita bíblica «Porque la sangre es la vida». Aunque el vendedor de
cierta panacea, el más célebre purificador de sangre de Clarke, ha convertido esa
obviedad en un eslogan comercial, vulgarizándolo hasta convertirlo en algo
despreciable. ¿No le parece?
Yo asentí, familiarizada con el producto al que se refería, y sorprendida aún por
su lucidez y modales refinados. No obstante, el contenido de su discurso describía su
psicosis y esperaba aprovecharme de eso.
—Señor Renfield, ha dicho usted que el doctor Seward se ha interpuesto en su
camino. ¿Se refiere a las veces que trató de escapar de esta institución y él lo trajo de
vuelta?
—Sí, y al hecho de que no me dé un gato.
Conociendo la predilección de aquel paciente por consumir criaturas vivas, hice
caso omiso de tan inquietante comentario.
—Entiendo que huyó a la propiedad vecina. ¿Puede decirme por qué?
Él pareció dudar.
—Estaba buscando al amo.
—¿Quién es el amo?
El temor se traslució en su voz.
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—Desconozco su nombre. Nunca le he visto. Solo siento su presencia. Él va y
viene.
—¿De qué manera siente su presencia? ¿Cómo sabe cuándo va y cuándo viene?
—No quiero hablar de esto. —Renfield de pronto se mostró inquieto y alterado
—. Deje de hablar de ello. Ahora pienso que fue un error hacerle saber al amo que
estoy aquí. No lo sé. ¡No lo sé!
—¿Por qué le llama amo?
El señor Renfield dirigió la mirada hacia mí con desasosiego.
—¿Por qué me hace todas estas preguntas? ¡Usted nada menos! ¡Usted conoce al
amo mejor que yo!
—¿Yo? —repuse sorprendida—. Yo no lo conozco en absoluto.
—¡Pues claro que sí! Usted lo conoce bien, señora Harker. ¡Lo conoce! ¡Lo
conoce!
—De acuerdo, ¡basta! Se ha acabado la entrevista —intercedió Seward
cogiéndome del brazo y sacándome de allí.
—Adiós, señor Renfield —dije.
—Adiós.
Cuando la puerta se cerró a mi espalda, escuché a Renfield gritar:
—¡Ruego a Dios para no volver a ver nunca su rostro! Que el Señor la bendiga y
la conserve.
Mi encuentro con el señor Renfield me dejó confusa y preocupada. Parecía que el
paciente tenía, en efecto, algún tipo de extraña conexión con aquel ser al que llamaba
amo, aun cuando él no comprendiese esa conexión; y el amo podría ser, nada más y
nada menos, que el conde Drácula.
Sin embargo, me dejó muy desconcertada su afirmación de que yo conocía al
amo. ¿Se refería a que yo conocía al conde debido a lo mucho que había aprendido
sobre él los últimos días? ¿O a la única vez que había visto al conde aquel día en
Piccadilly? Cuando compartí mis pensamientos con el doctor Seward, este me
aseguró que dicha declaración únicamente significaba que el señor Renfield estaba
loco de atar.
Jonathan no tardó en regresar de su misión de reconocimiento, que había
resultado infructuosa. El doctor Seward recogió al profesor Van Helsing en la
estación de ferrocarril. Este se mostró encantado al saber lo que Jonathan y yo
habíamos hecho. Me pidió que continuase recopilando y mecanografiando
información conforme entraba, a fin de tenerlo todo en un orden riguroso y
actualizado. Después de tomar una cena rápida y temprana, hojeó lo que había escrito
la noche anterior.
A las ocho en punto, los seis nos congregamos en el estudio del doctor Seward,
nos sentamos a la mesa como si de una especie de reunión se tratase. Van Helsing
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ocupó la cabecera y me pidió que hiciera las veces de su secretaria. Con una copia del
manuscrito en la mano, preguntó si estábamos familiarizados con los hechos narrados
en él, a lo que todos respondimos afirmativamente.
—Amigos míos —dijo el profesor—, nos enfrentamos a un deber crucial y que
comporta un gran peligro. Ahora todos conocemos la existencia de los vampiros.
Debemos destruir a nuestro poderoso enemigo, aunque algunos perdamos la vida en
esta batalla. Pero el fracaso no es una mera cuestión de vida o muerte… ¡no! Pues
otros… ¡Dios no lo quiera!, pueden acabar siendo sus víctimas y convertirse en
repugnantes criaturas de la noche como él, sin corazón ni conciencia, que se
alimentan del cuerpo y el alma de otros para proseguir con su aborrecible existencia
hasta el fin de los días. Debemos aceptar este riesgo, pues es real.
Sentí que mi corazón se helaba y me estremecí. ¡Qué terrible destino sería
convertirse en un no muerto!
—Yo soy viejo, pero ustedes son jóvenes y tienen mucha vida por delante —
prosiguió Van Helsing—. Si alguno desea abandonar, que hable ahora y no por ello
tendremos una opinión pobre de él. —Se hizo el silencio en la habitación—. ¿Qué
dicen? ¿Quién se une a mí hasta el amargo final?
Jonathan me cogió la mano por debajo de la mesa. Al principio temí que la
terrible naturaleza del peligro que arrostrábamos le estuviera superando y que estaba
apelando a mí para que le diera fuerzas, pero resultó ser todo lo contrario. Cuando sus
dedos se cerraron sobre los míos —tan firmes, autosuficientes y consoladores—, supe
que estaba ofreciéndome su fuerza. Nos miramos a los ojos y, sin necesidad de
palabras, supe que me comprendía.
—Yo respondo por Mina y por mí —dijo de forma serena.
—Cuente conmigo, profesor —intervino el señor Morris.
—Estoy con usted —declaró lord Godalming—, aunque solo sea por el bien de
Lucy.
El doctor Seward se limitó a asentir. Todos unimos nuestras manos alrededor de
la mesa sellando así nuestro solemne pacto.
El profesor inspiró profundamente.
—Bien, creo que he de hablarles más sobre la clase de enemigo al que nos
enfrentamos. El nosferatu o wampyr aparece en las enseñanzas y leyendas en todos
los lugares habitados por el hombre desde la antigüedad, desde la Antigua Grecia,
Roma y China hasta la India o Islandia, por nombrar algunos. Y, sin embargo, esta
criatura es nueva para nosotros y continúa siendo un misterio, algo desconocido. Solo
podemos confiar en las tradiciones y en la superchería del pasado y en aquello que
hemos visto con nuestros propios ojos. Se dice que nosferatu es inmortal, que no
puede morir salvo por medios que se salen de lo común. No come como el resto, sino
que sobrevive consumiendo la sangre de los vivos. Con esta estricta dieta, ¡parece
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que puede incluso rejuvenecer! Tal como también Jonathan observó, no se refleja en
los espejos. También podemos decir que posee la fuerza de veinte hombres y que es
capaz, dentro de unos límites, de aparecerse a voluntad en cualquiera forma posible.
—¿A qué se refiere, profesor? —intervino lord Godalming—. ¿Qué clase de
formas puede adoptar?
—Estamos seguros de dos de ellas: puede transformarse en un gran perro o, tal
vez, un lobo, pues es la única criatura que bajó del barco en Whitby. Y puede ser un
murciélago. La señora Mina lo vio en la ventana en Whitby y Quincey en la ventana
de Lucy en Londres. Y el amigo Jack lo vio volando de una casa a otra.
—¿Era el conde Drácula lo que vi alejarse volando en la noche? —preguntó
Seward, sorprendido.
—Lo era, amigo mío. Estoy seguro. En cuanto a los demás poderes que posee…
durante mi último viaje a Ámsterdam me encontré con mi amigo Arminius, de la
Universidad de Budapest, que está especializado en su estudio. Me dijo que se
rumorea que es un vampiro muy viejo y grande que vive en Transilvana y es más
poderoso que los demás. Creemos que es el mismo conde Drácula que nosotros
buscamos. Este poderoso vampiro puede, dentro de sus límites, dominar los
elementos… la tormenta, el viento, la niebla y el trueno… un don que quizá le ayudó
a controlar la llegada del barco que lo trajo a este país. Creemos que puede someter a
todo tipo de criaturas: la rata, el búho, el murciélago, la polilla, el zorro y el lobo…
algo que Jonathan le vio hacer.
—Sí —respondió mi marido—. Parecía tener poder sobre todos los lobos de
Transilvania… y le vi hablar con los caballos.
—Aún hay más —declaró el profesor—. Es listo y astuto y tiene una gran
inteligencia, que lleva cultivando durante siglos. Puede ver en la oscuridad, lo cual no
es poca cosa en un mundo que carece de luz la mitad del tiempo. Al igual que los
vampiros jóvenes, puede desvanecerse y hacerse visible a voluntad o filtrarse a través
de un espacio mínimo, como vimos hacer a Lucy en la puerta de la tumba. Puede ir
envuelto en una niebla de su propia creación o en partículas de polvo semejantes a
rayos de luna… como se describe en los escritos de la señorita Lucy o como Jonathan
vio hacer a aquellas perversas mujeres en el castillo de Drácula.
—Si este monstruo puede hacer todo eso —intervino el señor Morris sacudiendo
la cabeza—, ¿cómo diablos espera que le atrapemos y acabemos con él?
—Ah, escuche hasta el final. Puede hacer todas esas cosas, pero no es libre. No.
El vampiro está aún más prisionero que un esclavo en las galeras o un loco de su
celda. Como ya sabemos, debe llevar consigo tierra de su hogar natal para descansar
en ella si quiere conservar sus poderes. De acuerdo con la leyenda y la superstición,
no puede ir a donde quiera cuando lo desee. No puede entrar en una casa a menos que
alguno de sus habitantes le invite a ello.
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—¿Está diciendo que alguien ha de invitarle a entrar? —pregunté.
—La primera vez, sí. Después puede hacerlo a su antojo.
—Qué extraño —dijo lord Godalming.
—Todo es extraño, ¿no es cierto? Y, sin embargo, es así. Sobre sus poderes se
dice que cesan con la salida del sol. Puede salir por el día, aunque evita la luz directa
del astro rey, pero durante ese intervalo es como cualquier humano y debe mantener
la forma elegida hasta el anochecer.
El doctor Van Helsing nos reveló otras teorías, como que se afirmaba que el
vampiro debía ser transportado por agua que fluía, y que el ajo y la rosa silvestre
podían impedirle salir de su ataúd.
Luego el profesor depositó un precioso crucifijo dorado sobre la mesa.
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