Drácula mi amor parte 06

 


—Creemos que teme todas las cosas sagradas, como este símbolo, la hostia o el

agua bendita, y que solo puede contemplarlas desde lejos y con respeto. Lo

demostramos con la hostia consagrada, que tuvo tan potente efecto cuando la

aplicamos alrededor de la puerta del panteón de la señorita Lucy.

—Pero todas estas cosas únicamente le espantan —observó Jonathan agitando la

mano con impaciencia—. Lo importante es que sabemos cómo matarlo: ¡clavándole

una estaca en el corazón y cortándole la cabeza!

—Sí, amigo mío. Pero para eso, antes debemos encontrarlo y conocer en

profundidad cada una de sus habilidades, pues posee un gran poder con el que

vencernos… y hacernos daño.

Todos guardamos silencio durante un momento y creo que todos pensamos en la

pobre Lucy, ya que cada rostro reunido en torno a la mesa reflejaba la misma tristeza

que yo sentía por mi amiga e igual desprecio por su asesino.

—¿Quién es el conde Drácula? —pregunté—. Entiendo que es de Transilvania,

pero ¿cuántos años tiene? ¿Quién fue antes de convertirse en vampiro?

—No sabemos mucho sobre los orígenes de este monstruo —reconoció el

profesor—. Mi amigo Arminius afirma que los Drácula fueron una antigua familia

grande y noble. Por las fechas de las monedas de oro que Jonathan encontró en el

castillo de Drácula, deduzco que tiene al menos trescientos años, probablemente más.

—Y añadió mirando a Jonathan—: En su diario decía que le habló sobre la historia de

su país y la lucha de sus antepasados en las guerras contra los turcos. ¿Le explicó

algo sobre sí mismo, sobre su historia personal?

—Ni una sola palabra —respondió mi marido.

—Afirma que es conde —dijo Van Helsing—, pero es evidente que debe

inventarse una nueva identidad para cada nueva generación.

—¿Quiénes eran esas tres horribles mujeres del castillo? —preguntó Jonathan—.

¿Sus novias vampiro?

—Eso sospecho —repuso el profesor.

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—Ha dicho que el conde Drácula es más poderoso que los demás vampiros —

habló lord Godalming—. ¿Cómo consiguió su poder?

—No lo sabemos. Tal vez, cuantos más años tenga el vampiro, mayores son sus

poderes.

Durante esa última conversación observé que el señor Morris miraba por la

ventana. Se levantó de repente y, sin mediar palabra, abandonó apresuradamente el

cuarto. Van Helsing le miró mientras salía, pero prosiguió:

—Ya he dicho suficiente por ahora. Saben a qué tenemos que enfrentarnos.

Nuestro enemigo es formidable, pero también lo somos nosotros y no carecemos de

fuerza. Somos seis mentes y él solo una. Tenemos a nuestra disposición fuentes

científicas. Y, tal vez lo más importante de todo, tenemos verdadera devoción por una

buena causa y un propósito que no es malvado ni egoísta. Solo por esto, creo que

podremos lograrlo, pues Dios está de nuestro lado. Ahora debemos emprender

nuestra campaña para encontrar y destruir al monstruo. Propongo que comencemos

con las cajas de tierra del conde. Una vez estemos seguros de cuántas cajas quedan en

la casa de al lado…

Se oyó la repentina detonación de una pistola en el exterior y el sonido del cristal

al romperse cuando una de las ventanas del estudio se hizo añicos. Yo di un grito en

tanto que los hombres se levantaban. Lord Godalming corrió hasta la ventana rota y

la abrió.

—¡Lo siento! —se oyó la voz del señor Morris procedente de fuera—. ¿Están

todos bien? Voy a subir a explicarles —dijo el americano cuando lord Godalming le

aseguró que así era. Al cabo de un minuto regresó—: Me temo que he debido de

darles un buen susto… pero he visto un murciélago posado en el alféizar mientras

hablábamos, profesor.

—¡Un murciélago! —exclamó Van Helsing.

—Uno enorme. Detesto esos malditos bichos y he pensado que podría tratarse del

mismísimo Drácula, de modo que he salido para dispararle.

—¡Debía de ser el conde! —repuso el profesor—. Sin duda nos espiaba. ¿Le ha

herido?

—No lo sé. Creo que no, pues se ha ido volando hacia el bosque.

—Aquí está la bala, clavada en la pared —observó Jonathan.

—Les ruego me perdonen —se disculpó Morris, avergonzado—. Ha sido una

estupidez. Podría haber matado a alguien.

—Pero no habría matado al murciélago —explicó el profesor con aire solemne—.

Una bala podría hacer sangrar a la criatura, pero no moriría, pues el ser que la

encarna ya es un no muerto.

Cuando todos nos hubimos calmado y vuelto a nuestros asientos, el profesor Van

Helsing retomó el tema que nos ocupaba. Sugirió que el mejor curso de acción sería

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intentar capturar o matar al conde Drácula durante el día, cuando estuviera con forma

humana y fuera más débil.

—Si nos sonríe la fortuna, lo encontraremos mañana en la puerta de su guarida,

en la mansión vecina.

—Yo voto porque echemos un vistazo a la casa ahora mismo —propuso el señor

Morris.

—No —insistió Van Helsing—. Es muy peligroso. Sus poderes son demasiado

grandes por la noche. Y si ese murciélago era él en realidad, sabe que estamos

conspirando contra él.

—Pero el tiempo lo es todo tratándose de Drácula —intervino el doctor Seward

—. Una acción rápida por nuestra parte puede salvarle la vida a otra víctima.

—Profesor —añadió Jonathan—, ha dicho que si esterilizamos esa tierra suya,

imagino que con algún objeto sagrado, no podrá refugiarse en ella. ¿Me equivoco?

—Es correcto, amigo Jonathan.

—Entonces yo digo que vayamos allí esta misma noche y esterilicemos todas las

cajas que podamos encontrar. Si nos tropezamos con el monstruo, que así sea.

Acabaremos con él.

—Vayamos —respondieron todos salvo el profesor.

—Debo acatar lo que dice la mayoría, pero con una condición: que dejemos a la

señora Mina aquí. Es demasiado valiosa para ponerla en peligro, y estamos

arriesgando la vida en esta empresa.

Protesté con educada firmeza e insistí en que debería ir, puesto que la unión hacía

la fuerza, pero el profesor había tomado su decisión y los demás estaban de acuerdo y

parecían aliviados.

—Debes quedarte en la casa esta noche, Mina —insistió Jonathan apretándome la

mano—. Actuaremos con mayor libertad sabiendo que tú estás a salvo.

El grupo pasó varias horas discutiendo el método de ataque y reuniendo los

artículos necesarios para la incursión, entre los que se incluían herramientas, armas,

llaves maestras, crucifijos, pequeños viales de agua bendita y hostias consagradas. El

proceso me puso los nervios a flor de piel, sin embargo no deseaba ser un estorbo

para ellos por temor a que pudieran excluirme de sus futuras reuniones, de modo que

fingí estar calmada y realicé tantas sugerencias útiles como me fue posible.

A las tres de la madrugada, justo cuando los hombres estaban a punto de

abandonar la casa, llegó un mensaje urgente para el doctor Seward de parte del señor

Renfield, que deseaba verlo de inmediato.

—Dígale al señor Renfield que le veré por la mañana —le dijo Seward al

ayudante.

Este insistió en que no había visto nunca a Renfield tan ansioso.

—Solo sé que si no habla pronto con él, tendrá uno de sus ataques violentos,

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señor.

El doctor Seward accedió a ir de mala gana y todos los hombres, presos de la

intriga, lo acompañaron. A mí me dijeron que me quedase.

Esperé en el estudio del doctor, demasiado inquieta para hacer otra cosa que no

fuera preocuparme y pasearme de un lado a otro. Escuché el sonido de una

conversación al fondo del pasillo y lo que parecía ser un prolongado y exaltado

discurso del señor Renfield. Luego le oí chillar, seguido por un torbellino de

emoción. El doctor debió de abrir la puerta del paciente entonces, pues oí a Renfield

gritar:

—¡Oh, escúchenme! ¡Escúchenme! ¡Dejen que me vaya! ¡Suéltenme!

¡Suéltenme!

Minutos después, el grupo regresó.

—¿Qué le sucede? —pregunté.

—Desea que le dejemos libre —respondió Seward sacudiendo la cabeza

desconcertado—. Que le dejemos marchar ahora mismo.

—¿A las tres de la madrugada? —repuse sorprendida—. Pero ¿por qué?

—No lo dice —apuntó lord Godalming—. Se limita a repetir que debemos

soltarle o morirá. Parece que algo lo tiene aterrado.

—Exceptuando su último ataque de histeria, es el lunático más cuerdo que he

visto nunca —dijo el señor Morris—. No estoy seguro, pero creo que tenía algún

propósito importante.

—Coincidiría contigo —adujo el doctor Seward—, si no recordara que me rogó

con igual fervor que le diera un gato que, sin duda, se habría comido de inmediato.

Este cambio de conducta intelectual no es más que otra forma o fase de su demencia.

Mi conciencia no me permite dejarle libre en el campo a esta o a cualquier otra hora.

—Además, llamó al conde su amo y señor —señaló Jonathan—. Puede que

quiera salir para ayudarlo en algún plan diabólico.

—Si esa terrible cosa tiene a lobos y ratas ayudándolo, supongo que es capaz que

utilizar a un lunático —convino el doctor Seward suspirando—. Vamos, tenemos

trabajo que hacer.

Una vez que los hombres se hubieron marchado, me puse el camisón, me cepillé

el largo cabello y me fui a acostar, dejando la lámpara de gas encendida, pero con la

llama baja, a la espera de que Jonathan regresase.

No podía dormir. ¿Qué mujer podría hacerlo sabiendo que su esposo y otros

valientes corrían peligro? Me quedé tumbada en la cama pensando en todo lo que

había sucedido hasta el momento y en el destino de la pobre Lucy. ¡Oh, si no hubiera

ido a Whitby ni me hubieran llevado a ese cementerio, tal vez Lucy nunca habría

caminado dormida y ese monstruo no la habría destruido!

Lloré por mi querida amiga fallecida y luego me reproché por haberlo hecho. Si

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Jonathan se enteraba de que había llorado, se preocuparía muchísimo.

De pronto oí ladrar a los perros y, a continuación, un montón de ruidos extraños

—como un exaltado ruego— procedentes del cuarto que se encontraba debajo del

mío, en dirección al del señor Renfield. Después se hizo un silencio espeluznante. Me

levanté y fui hacia las altas ventanas de bisagras que daban al estrecho balcón con

vistas a los jardines. Todo estaba oscuro y parecía en calma.

Entonces, entre las oscuras sombras proyectadas por la luz de la luna, reparé en

una delgada estela de niebla blanca que se arrastraba lenta e imperceptiblemente por

la hierba hacia la casa. La niebla parecía tener sensibilidad y vida propias. Continuó

extendiéndose y avanzando, hasta que se condensó contra la pared donde se situaba la

ventana que, según me parecía, llevaba al cuarto de Renfield. La niebla se evaporó

lentamente disipándose en el aire de la noche.

Los gritos apagados del paciente subieron de tono más que nunca. Aunque no

podía distinguir lo que decía, sí reconocí en su voz una especie de apasionada súplica.

Entonces oí un sonido de lucha. De pronto me asusté, pese a que no sabría decir la

causa. Supuse que los ayudantes estaban ocupándose del señor Renfield y que,

seguramente, no representaba un peligro para mí.

Me aseguré de que tanto la ventana como la puerta estuvieran bien cerradas,

luego volví a meterme en la cama y me tapé hasta la cabeza. Durante largos minutos

me quedé temblando en la oscuridad, sin saber por qué me sentía tan dominada por el

miedo y deseando que los hombres no hubieran abandonado el edificio dejándome

completamente sola. A pesar de las sábanas y la colcha que me cubrían, pronto

comencé a sentir que el aire de la estancia se volvía más denso y parecía húmedo y

frío.

Me destapé y me incorporé en la cama. Para mi asombro, la habitación estaba

cubierta por una niebla blanquecina que se filtraba por las rendijas de la puerta. Mi

corazón comenzó a palpitar violentamente, preso del terror y la confusión, mientras

contemplaba cómo la bruma se volvía cada vez más densa, hasta que pareció

concentrarse en una especie de columna en el centro de la habitación. ¿Qué era

aquello? ¿Qué estaba sucediendo? El horror se apoderó súbitamente de mí cuando me

percaté de que Jonathan habían visto cobrar forma del mismo modo a aquellas

malvadas mujeres vampiro en el castillo de Drácula, como si fueran espirales de

niebla a la luz de la luna.

Entonces, ante mis aterrorizados ojos, la fantasmagórica columna tomó la forma

de un hombre joven, apuesto y elegante.

El señor Wagner.

Quise gritar, pero fui incapaz de hacerlo. Sentía las extremidades tan pesadas que

no podía moverme. ¿Habría perdido el juicio? ¿Estaba soñando? ¿Cómo era posible

que el señor Wagner apareciera de pronto ante mí, salido de aquella niebla?

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—Por favor. No tengas miedo —me dijo con voz suave.

Estaba tan estupefacta que apenas podía pensar. Una cosa era que te hablasen

sobre una criatura que salía de la niebla, como por arte de magia, y otra muy distinta

presenciar el fenómeno con tus propios ojos… ¡Aquello resultaba paralizador y

bastaba para hacer que uno dudara de su propia cordura!

Un caótico revoltijo de recuerdos e imágenes invadieron de inmediato mi cabeza:

cómo había conocido al señor Wagner el mismo día que el Deméter había llegado a

Whitby; la velocidad con que había rescatado mi sombrero; que nunca comía o bebía

cuando estaba en mi presencia; que no parecía reflejarse en las aguas del río; el

magnético poder de persuasión que había exhibido con los desconocidos; la frialdad

de sus dedos que siempre sentía sobre mi piel; la ardiente expresión de sus ojos

cuando me miraba la garganta; su habilidad para leer los números sin dificultad en la

oscuridad; la extraña sensación de estar siendo observada desde la casa de al lado y

su repentina aparición poco después en el tren.

—¡No! —jadeé con la mirada clavada en él—. ¡No puede ser cierto! ¡No puedes

ser tú!

—Siento que tengas que averiguarlo de este modo, Mina. Había planeado

decírtelo de una forma muy diferente. Sin embargo… —Dejó escapar una carcajada

contrita y prosiguió con amargura—: Acabo de descubrir que esos hombres y tú

estáis conspirando para matarme… basándoos en la errónea idea de que pretendo

causaros daño.

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M

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e levanté corriendo de la cama y retrocedí hacia la pared del

fondo, aterrorizada y confusa. ¿Era posible? ¿Podía el hombre

que amaba ser el mismo monstruo al que despreciaba… y la

bestia que pretendíamos destruir? Todo lo que había sucedido

hasta entonces, todo lo que el señor Wagner y yo habíamos compartido… ¿era tan

solo parte de algún retorcido e incomprensible plan? ¿Había venido él para

asesinarme?

De ser así, estaba completamente a su merced. Iba vestida únicamente con un

delgado camisón blanco y estaba sola en la casa, sin más compañía que la de los

locos allí internados y los pocos criados y ayudantes, que residían en otra ala. Estaba

a un mismo tiempo destrozada, desconcertada, aterrada y horrorizada.

—¿Cómo? —susurré—. ¿Cómo es posible? Jonathan me dijo que el conde

Drácula era un hombre viejo, pero tú eres…

—Cuando conocí a tu señor Harker en Transilvania, adopté la forma con la que

me presento ante los lugareños. Hacía mucho que no me había alimentado. Los

campesinos, con sus supersticiones y temores, se cuidan de protegerse de mí, tanto

ellos mismos como a su ganado.

—Así pues, ¿es cierto? —grité horrorizada—. ¿El motivo de tu venida a

Inglaterra es darte un festín con nuestros indefensos ciudadanos… asesinarlos y crear

a más de tu especie?

Él gruñó, frustrado e indignado, mientras me observaba con tal furia que temí que

pudiera cruzar la habitación de un salto y matarme en el acto.

—¿Es eso lo que tu querido profesor Van Helsing te ha contado sobre mí? Lo he

imaginado cuando esta noche he escuchado vuestros planes. ¡Cuántas falacias inventa

la humanidad en su ignorancia! Mina, ¿de verdad piensas que me he dedicado a

asesinar a los inocentes habitantes de Londres? ¿Has visto algún artículo en los

periódicos al respecto? Estando aún tan frescos en la memoria todos los asesinatos

del Destripador, ¿no crees que alguien se habría dado cuenta si la gente apareciera

muerta en los callejones, por la noche, con mordiscos en la garganta?

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—Yo… supongo que sí. Pero… —fue cuanto acerté a decir.

—Conozco la reputación de tu profesor. —Drácula parecía estar recurriendo a

todo su temple para contener la ira mientras se paseaba por la habitación—. Se cree

un experto en vampiros… aunque, por lo que sé, nunca ha visto, y mucho menos

matado, a uno hasta ayer en el cementerio de Hampstead. ¿Qué otras mentiras te ha

contado sobre mí ese experto? No tengo demasiado interés en crear a más de los

míos, Mina. Los otros vampiros que he conocido son criaturas viles con las que nada

tengo en común, aparte de la sed de sangre. Lo último que deseo es poblar la tierra

con más de ellos.

—Entonces ¿por qué estás aquí?

—Abandoné Transilvania porque, tras siglos de solitaria oscuridad, de estar

rodeado de gente que me odia y me teme, deseaba vivir en la luz y en el mundo otra

vez. Quería estar entre gente interesante, culta y llena de energía que hiciera cosas,

disfrutar y experimentar las delicias de la cultura y los milagros de la ciencia y la

tecnología, sobre los que solo podía leer en la distancia. Tampoco puedo ignorar que

esta gran ciudad me ofrece más oportunidades para alimentarme. Sobrevivo como

debo hacerlo… como cualquiera lo haría. Es la ley de la Naturaleza. En verdad, mis

hábitos alimenticios no son tan distintos de los tuyos, Mina. Yo bebo sangre; tú

comes aves o animales cocinados.

—¡Es completamente distinto! ¡Es la diferencia entre el bien y el mal!

—¿De verdad? Si es así, creo que cocinar un ave es un acto de maldad… pues yo

raras veces mato para alimentarme. No tengo necesidad de hacerlo. Prefiero la sangre

humana, pero recurro a sangre animal si es necesario. Por norma, solo tomo una

pequeña cantidad que el cuerpo repone con facilidad. Las heridas sanan con el

tiempo, la criatura sale ilesa y, bajo mi poder de sugestión, pocas veces recuerda algo.

Me invadió un intenso odio.

—¡Lucy no salió ilesa! Fuiste tú quien la atacó tanto en Whitby como en Londres,

¿verdad?

—Yo no utilizaría el término «atacar», pero sí, me alimenté de ella.

—¡Y luego la mataste!

—Yo no maté a Lucy. Eso fue obra del profesor Van Helsing.

—¿Qué? ¡Cómo te atreves a decir tal cosa! El profesor solo mató al vampiro en

que Lucy se había convertido. Y lo hizo para salvar su alma, pero ¡tú asesinaste a mi

amiga! ¡Convertiste a Lucy en un vampiro! ¿Acaso lo niegas?

—No tengo por qué negarlo. Convertí a Lucy en un vampiro a petición suya, para

salvar su vida del único modo que podía, porque estaba muriéndose… estaba

muriendo porque el profesor la estaba matando con sus transfusiones de sangre.

Le miré fijamente totalmente sorprendida.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué estás diciendo? Aquellas transfusiones se hicieron

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para intentar salvarla.

—Y sin embargo la mataron.

—No lo entiendo.

—Mina —me explicó pacientemente—, Lucy me dijo que Van Helsing le hizo

cuatro transfusiones distintas en diez días, de hombres diferentes. Soy un experto en

lo que se refiere a la sangre. Y puedo decirte que, aunque la ciencia moderna aún

desconoce el hecho, no existe la menor duda de que hay distintos tipos de sangre, y

estoy seguro de que no deben mezclarse. ¿Por qué crees que muchos o, debería decir,

la mayoría de los pacientes que han sido transfundidos durante décadas han muerto?

Fue la poco fiable medicina del profesor lo que mató a Lucy. La primera donación de

sangre pareció ayudarla, pero no tardó en enfermar… y cada transfusión posterior no

hizo más que perjudicarla en su enfermedad, hasta que finalmente falleció.

Sacudí la cabeza con incredulidad.

—Estás mintiendo. Me han dicho que Lucy había perdido mucha sangre y que

estaba mortalmente pálida… ¡que bebiste su sangre una y otra vez y la dejaste al

mismo borde de la muerte!

—Eso es incierto. En Whitby, nunca tomé lo suficiente para hacer que enfermara

o se transformara. Tal vez padecía otra afección, como la de su madre. Y solo la

busqué en Londres porque ella me llamó.

—¿Ella te llamó? —repetí incrédula—. ¡Oh! ¿De verdad esperas que crea eso,

señor…? —Me interrumpí recordándome que no era el señor Wagner, que nunca lo

había sido. Con desesperación e indignación cada vez mayores, proseguí—: Creí que

eras un hombre de carácter, pero no eres un hombre. Eres una… una cosa. Un no

muerto. Un ser impío, irreal. Sé que he estado ciega, he sido una crédula hasta ahora,

pero te ruego que no sigas insultando mi inteligencia diciéndome que fue ella quien te

llamó. ¡Ten mucho cuidado con mancillar la memoria de mi mejor amiga! Quería a

Lucy con todo mi corazón, aun cuando creía que yo… —Las lágrimas cayeron por

mis ojos y fui incapaz de terminar la frase.

—Me doy cuenta de que tengo mucho que explicar si quiero que entiendas los

verdaderos hechos de este caso —dijo en voz baja.

—No deseo escuchar más explicaciones. ¡Eres un monstruo y un asesino! ¡Sal de

mi vista! ¡Vete!

—No me iré, Mina. No hasta que oigas lo que debo decir. Puede que nunca tenga

otra oportunidad. Esta noche he escuchado los planes de tu pequeño comité. Tus

hombres están registrando mi casa mientras hablamos, con la esperanza de profanar

el precioso cargamento que traje hasta aquí con tanto mimo. Podría haberlos

detenido, pero no lo he hecho. Por ti no les haré ningún daño. En vez de eso he

enviado un pequeño disuasivo.

—¿Qué disuasivo?

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—Algunas ratas.

—¡Oh! —grité asqueada.

—Trastocarán sus actividades nocturnas de hoy, pero temo que eso solo posponga

lo inevitable. —Se volvió rápidamente hacia mí, con el interior de sus ojos azules

ardiendo como dos llamas, una imagen que me heló la sangre—. ¿Crees que he

viajado a tu país por placer, Mina? ¿Piensas que ha sido fácil para mí llegar aquí? No.

¡Es la culminación de un plan de cinco décadas! Aprendí vuestro idioma, estudié

vuestra cultura, vuestras leyes, vuestra política y vida social. Ha sido necesaria una

ingente inversión económica. Es la culminación de un sueño. Ahora tus hombres y tú

pretendéis destruir todo aquello que tanto me he esforzado por construir. ¡Debo hacer

que comprendas la verdad!

Se desplazó hasta la repisa de la chimenea, donde permaneció de espaldas a mí

durante unos momentos, como si luchara por recuperar el control sobre su

temperamento y emociones. Cuando se volvió de nuevo y me miró de forma

penetrante, sus ojos había recobrado su color azul oscuro natural.

—Permite que te cuente por qué fui a Whitby. Todo comenzó con una fotografía.

—¿Una fotografía? ¿De quién?

—Tuya. El señor Harker la había llevado consigo a Transilvania.

Sabía de qué fotografía estaba hablando. Jonathan la había tomado con su cámara

Kodak poco después de que nos prometiéramos y solía llevarla consigo en su cartera

a todas partes.

—Una noche me enseñó la fotografía y hablamos largo y tendido sobre ti.

Comprendí que no solo eras hermosa, sino también una mujer extraordinaria, y que él

estaba profundamente enamorado de ti. Lo reconozco, tuve… envidia. Hacía siglos

que no había sentido esa clase de pasión por una mujer ni que alguien había

profesado esos maravillosos sentimientos hacia mí. Y entonces… llegaron tus cartas.

—¡Las cartas que escribí a Jonathan y que nunca recibió!

—Sí. —Apartó la mirada, incapaz de pronto de mirarme a los ojos.

—¿Por qué se las ocultaste? ¿Cómo pudiste hacerlo?

—Perdóname. No debería haber abierto esas cartas, Mina, pero desde el mismo

instante en que mi mano tocó aquel primer sobre, sentí algo que no puedo explicar.

Leí tus inestimables palabras. Parecía que tu espíritu saltara de las páginas. No podía

soportar separarme de ellas.

Su voz estaba teñida de una emoción y una aparente sinceridad tal que muy a mi

pesar provocó una diminuta grieta en el muro de terror y odio.

—Me sentí dominado por la necesidad de verte, de conocerte —prosiguió—.

Gracias a tu correspondencia supe dónde y cuándo ibas a alojarte en Whitby. Y así,

entre todos los puertos que había estado considerando para mi llegada a Inglaterra,

elegí el de Whitby. Tal vez fuera una estupidez por mi parte. Podría haber utilizado

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un barco para remontar el Támesis hasta el puerto de Londres con mayor rapidez y, a

la larga, con menos coste. Pero estaba decidido a encontrarte a cualquier precio.

Le miré fijamente, desconcertada.

—Viniste a Whitby… ¿por mí?

—Por ninguna otra razón.

—Pero ¡esos marineros del barco! ¡Los mataste a todos!

—Yo no hice nada. Reconozco que me vi forzado a matar a un hombre por

obligación… pero nunca les puse un dedo encima a los demás.

—¡Lo hiciste!

—Mina, ¿qué razón podría tener para matar a la tripulación del Deméter? Los

necesitaba a todos vivos y con salud para gobernar el barco si quería llegar sano y

salvo a puerto con mi cargamento. Si ese barco hubiera naufragado, habría perdido

mis cajas de tierra transilvana y me encontraría a miles de millas de mi hogar sin

apenas esperanzas de sobrevivir. Por no hablar de que un barco que llegase sin

tripulación llamaría la atención, algo que deseaba evitar por completo.

Escuché cada vez más sorprendida. ¿Cómo era posible que nada de aquello se le

hubiera ocurrido al profesor Van Helsing o al resto de nosotros cuando culpamos al

conde de la desaparición de la tripulación?

—Si tú no mataste a aquellos hombres, ¿qué fue lo que les sucedió? —exigí

saber.

—Solo puedo decirte lo que sé, pues pasé la mayor parte de la travesía en la

bodega. Me había asegurado de alimentarme bien antes de salir de Varna. Ya no

necesito demasiada sangre, a no ser que desee mantener ese saludable tono sonrosado

de piel que tanto agrada a los mortales. Lo poco que necesitaba para sobrevivir

durante el mes que duraba el viaje lo tomé de las ratas de a bordo.

Llevábamos once días en el mar cuando una noche, a altas horas, subí a cubierta

para respirar un poco de aire fresco. Aquello resultó ser un tremendo error, tal como

pronto descubrí. Al día siguiente, toda la tripulación bajó a registrar la bodega. Yo

estaba seguro en una de mis cajas que, por fortuna, no se les ocurrió abrir. Gracias a

su conversación me enteré de que un tal Petrofsky… un miembro de la tripulación

que, según decían, era muy aficionado a la bebida… había desaparecido

misteriosamente dos días antes, y que un hombre alto y desconocido había sido visto

fugazmente en cubierta por el hombre que estaba de vigilancia la noche anterior.

Solo puedo deducir que Petrofsky cayó accidentalmente por la borda, en un

estado etílico. Pero su desaparición, sumada a mi desafortunada presencia, hizo que

cundiera el pánico, nacido del temor y la superstición, entre la tripulación que ahora

temía que hubiera algo o alguien extraño a bordo.

Como no deseaba causar más problemas, permanecí en mi caja durante las seis

semanas restantes. Un cautiverio y una inmovilidad semejantes no son fáciles de

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soportar. Al final ya no podía soportarlo más. Subí de nuevo a cubierta, ajeno al

hecho de que el vigía estaba escondido, esperándome. Me golpeó en la cabeza con su

pala. No tuve otro remedio que matarlo y arrojarlo por la borda.

—¿Te alimentaste de él antes de…?

—¿Cambiaría algo que lo hubiera hecho? El caso es que mi supervivencia estaba

en juego. Les habría contado a los demás lo que había visto y ellos podrían haber

descubierto mi escondrijo. Me quedé en la bodega después de eso pero, al parecer, el

caos no tardó en desencadenarse. El primer oficial, un supersticioso rumano, pareció

tomar la desaparición de su segundo de a bordo como una señal y, tal como el capitán

anotó en su cuaderno de bitácora, se volvió completamente loco. Según lo que pude

establecer, se dedicó a apuñalar a cualquier miembro de la tripulación que encontraba

a solas en cubierta por la noche y lo arrojaba a los tiburones, tal vez con la esperanza

de impedir que se convirtiesen en vampiros o temiendo que ya lo fueran. Lo descubrí

cuando casi había llegado a nuestro destino.

—¿Me estás diciendo que tú no tuviste nada que ver con sus muertes? ¿Que fue el

primer oficial quien mató al resto de la tripulación?

—Sí.

—¿Por qué el primer oficial iba a decir que apuñaló al desconocido cuando se lo

encontró más tarde… y que su hoja atravesó el aire?

—¿Necesito repetirte los sucesos previos? Cuando me asaltó, ¿debería haber

dejado que me apuñalase? No; esa vez me desvanecí. Él mismo me describió como

mortalmente pálido… lo que te aseguro, Mina, no habría sido el caso si, uno tras otro,

me hubiera alimentado de los siete miembros de la tripulación. Cuando bajó y me vio

de nuevo, vi el terror reflejado en sus ojos. Saltó del barco por voluntad propia, para

«salvar su alma». También encontrarás eso en el cuaderno de bitácora publicado. En

cuanto al capitán, cuando me percaté de que éramos los únicos que quedábamos en el

barco, me aparecí ante él y le ayudé a gobernar el navío. Hablo el ruso perfectamente.

Pero el pobre diablo tenía demasiado miedo para escuchar. Se volvió loco y, más

tarde, se ató al timón. Me vi obligado a manejar el barco yo solo, controlando la

niebla, el viento y la tormenta. No fue una tarea fácil, te lo aseguro, pues no tenía

experiencia alguna como marinero.

Lo contemplé, confusa, tratando de encontrarle sentido a todo lo que me estaba

contando.

—¿Y el perro… o lobo… que vieron saltar del barco?

—La gente estaba observando a la luz del reflector del guardacostas. Me pareció

el mejor modo de moverme en aquellos momentos. Un barco de niebla o un

movimiento súbito habría resultado más extraño y llamativo.

—¿Quién… mató al viejo señor Swales?

—¿Te refieres al anciano de East Cliff? Lamento decir que una noche me aparecí

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ante él. Creo que le di un susto que le provocó la muerte.

Me apoyé contra la pared, con la cabeza sumida en un torbellino de desconcierto.

¿Debía creerle? ¿Y si estaba inventándose aquellas explicaciones para que me pusiera

de su lado? No tenía forma de corroborar nada de aquello y, sin duda alguna, él era

consciente de eso. Pero… ¿y si era cierto? ¿Sería posible que aquel hombre no fuera

el monstruo horrible que todos imaginábamos?

—El día que te conocí en el acantilado… —dije lentamente recordando el modo

en que mi sombrero había salido volando y cómo él lo había rescatado—. ¿Fue…?

—Había estado siguiéndote aquella mañana, temprano, desde la casa de

huéspedes. Esperé a que se presentara la oportunidad. Y entonces, una pequeña racha

de viento… —Se encogió de hombros—. No todos mis poderes se esfuman

completamente durante el día, pese a lo que tu erudito profesor pueda haberte dicho.

Con felina elegancia, rodeó la cama hasta detenerse justo ante mí.

—Mina, he estado solo durante siglos. Casi me consumo de soledad y, sin

embargo, no puedo morir. He anhelado conocer a una mujer a la que pudiera amar de

verdad, un espíritu afín que compartiera mis sueños, mis intereses y mis pasiones.

Cuando vi tu fotografía y leí tus cartas, tuve el extraño presentimiento de que tú eras

mi destino, y en cuanto nos conocimos, lo supe con certeza.

Sus ojos y su voz desprendían tal pasión que todos los temores y el rencor que se

habían acumulado en mi interior comenzaron a disiparse, evaporándose como la

niebla que lo había traído hasta mí.

—Desde el preciso instante en que puse los ojos en ti aquel día en Whitby, te he

deseado… te he necesitado… te he amado. Pero no te quería solo por tu sangre; lo

quería todo de ti: tu mente, tu corazón, tu cuerpo y tu alma. Quería que tú me

desearas, que fueras mía por voluntad propia. El tiempo que compartimos en Whitby

fue el más maravilloso de toda mi existencia. Cuando te marchaste de forma tan

repentina, casi me volví loco. Pensé que nunca volvería a verte. Partí hacia Londres

aquel mismo día, pero fue en vano. No podía pensar más que en ti. ¿Estarías bien?

¿Habrías regresado de Budapest? Al final, cuando ya no pude seguir soportándolo,

fui a Exeter para intentar encontrarte. Te vi… a tu esposo y a ti… en vuestra terraza.

—¿Eras tú? —dije con voz entrecortada, recordando el murciélago que habíamos

visto alejarse volando.

—Sí. Parecías tan feliz, tan serena. No quise importunarte. Dejarte aquella noche

en brazos de otro hombre… un hombre al que había llegado a despreciar, un hombre

que una vez trató de matarme… fue lo más difícil que he hecho en mi vida. Pero

estaba decidido a no molestarte, a dejarte vivir la vida que habías elegido.

Posó su fría mano sobre mi mejilla, un gesto que me hizo estremecer por entero.

Se me encogió el corazón pese a que mi cuerpo vibraba con repentino deseo.

—Ayer, gracias a lo que parecía ser el más increíble giro del destino, ¡creí verte

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en el camino, al otro lado de la verja de mi casa! Tenía que saber si eras tú de verdad.

Corrí tras de ti y subí al tren. Encontrarte de nuevo fue… un milagro.

Al mirarle a los ojos, los suyos rebosaban tanto afecto que la cabeza me dio

vueltas y el corazón retumbó en mis oídos. «No, no —me dije—. Eres una mujer

casada. Esto no está bien». Pero no podía hacer caso, pues en aquel momento lo que

más ansiaba en este mundo era que me estrechara entre sus brazos y me besara.

—Te amo, Mina. Te amo. Si tú no me quieres, si vas a romperme el corazón, te

ruego que lo digas ahora. Dime que me marche y me marcharé para no regresar

jamás. Pero debo escucharlo de tus propios labios. ¿Qué decides? ¿Me deseas? ¿Me

amas? ¿Dejarás que te ame?

—Sí —susurré—. ¡Te amo! ¡Te deseo!

Me atrajo hacia su cuerpo al tiempo que de su garganta surgía un apasionado

gemido y sus labios buscaban los míos. Sucumbí a la dicha de estar en sus brazos,

devolviéndole el beso con igual fervor al suyo. Cerré los ojos y le rodeé el cuello con

los brazos, enredando los dedos en su cabello.

Sentí la presión de sus manos acariciándome la espalda, apretándome contra él. Y,

después de unos pocos minutos de ardiente y sincero contacto, la naturaleza del beso

cambió dando paso a algo más pausado, más profundo y suave.

¡Oh! ¡Qué beso! Era distinto a todo cuanto había experimentado. Mientras su

lengua proseguía con su suave búsqueda, explorando con delicadeza el interior de mi

boca, una miríada de nuevas sensaciones surgió dentro de mí. Comencé a temblar, un

cosquilleo que se inició en las cimas de mis pechos y que pareció avanzar y asentarse

en el centro mismo de mi feminidad. Me dejé llevar por la pasión, pero de repente

todo terminó. Privada de él, abrí los ojos… y gemí. Mi corazón fue presa del terror,

pues vi que sus ojos ya no eran azules, sino dos ardientes llamas rojas y sus colmillos

eran ahora más largos y afilados.

Estaba demasiado aturdida para pensar o moverme. Sabía que él deseaba mi

sangre y, sin embargo, no quería negársela. Drácula chasqueó los dedos, deshizo el

lazo del cuello de mi camisón y apartó la tela, dejándome la clavícula y la parte

superior de mi pecho al descubierto. Su boca buscó al instante la piel,

extremadamente sensible, del lateral de mi garganta, y yo me estremecí y gemí de

placer con aquel primer contacto apenas perceptible. De pronto, sentí dos afilados

pinchazos en la carne, que me hicieron gemir de nuevo. El dolor era insignificante, y

fue sustituido rápidamente por una lánguida sensación de placer como nunca había

imaginado. Tenía la impresión de sentir cómo la sangre abandonaba mi cuerpo y, al

mismo tiempo, algo nuevo, mágico y efervescente parecía mezclarse con mi propia

esencia vital. Pronto noté que aquel líquido hormigueo que había estado palpitando

en mi centro corría ahora por mis venas, como si todos y cada uno de mis sentidos

hubieran cobrado vida y mi temperatura hubiera aumentado. Esa sensación vino

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acompañada de otra de inminente peligro. En lo más recóndito de mi ser sabía que

aquello era malo para mí, muy malo, y que si él tomaba demasiada sangre, me

mataría. Era consciente de que debía ponerle fin antes de que fuera demasiado tarde,

pero no tenía poder para hacerlo. Entonces oí una extraña vibración, como cuando

alguien cantaba mientras estaba sumergido en el agua. Eché la cabeza hacia atrás y

me oí suspirar con intenso placer. Mis rodillas comenzaron a ceder bajo mi peso. En

un rincón de mi mente surgió un pensamiento: Si en verdad existía el nirvana, debía

de ser aquello. No deseaba que acabara jamás.

De pronto su boca abandonó mi garganta.

—Ya es suficiente —dijo con voz queda.

Yo gemí decepcionada, pero él me abrazó con fuerza. La cabeza me daba vueltas

y me sentía mareada; creo que me habría desmayado si él me hubiera soltado. De

repente tuve frío, mucho, mucho frío, pero sentía su calor.

—Están aquí —me susurró de inmediato.

No tenía ni idea de a qué se refería, pues no podía percibir nada que no fuera el

fuerte palpitar de mi propio corazón resonando en mis oídos.

—Volveré mañana por la noche —murmuró posando los labios sobre los míos

una última vez.

Acto seguido Drácula retrocedió y se desvaneció en una nube de niebla que, con

los ojos vidriosos, contemplé cómo se arrastraba y se filtraba por las rendijas de la

ventana.

Me desplomé en el suelo, vacía y agotada, con el corazón latiendo frenéticamente,

pero demasiado débil para moverme. Me sentía como si todas las células de mi

cuerpo se hubieran disuelto formando un ardiente charco. Era vagamente consciente

de las voces de los hombres, abajo, que regresaban de su misión. Notaba los brazos

pesados. Alcé la mano con dificultad para tocarme la garganta y sentí las recientes

marcas de los colmillos en ella.

De pronto me embargó la culpa. ¡Oh! ¿Qué había hecho? ¿Cómo había podido

dejar que el señor Wagner… no, no, el conde Drácula… me besara y bebiera mi

sangre? Ya era bastante malo que hubiera pensado en él, que soñara y le deseara

cuando creía que era el señor Wagner —un hombre de carne y hueso—, pero

entregarme a un no muerto… a un vampiro, a una cosa a la que había llegado a

odiar… ¡eso era impensable!

Y sin embargo… sin embargo…

En mis brazos, Drácula parecía ser tan real y tener tanta vida como cualquier

hombre mortal. Con él había experimentado las más maravillosas sensaciones físicas

de toda mi vida. Y, pese a quién o qué era… pese a todas las cosas horribles que sabía

de él… le amaba.

¿Era posible sentirse a un mismo tiempo violentamente atraída y repelida por un

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hombre? ¿Era aquello lo que había sentido Jonathan por aquellas terribles mujeres

vampiro del castillo de Drácula? ¿Y mi madre? ¿Era esta misma atracción lo que ella

había sentido cuando se entregó voluntariamente al joven señor de la familia

Sterling?

Oí pasos en la escalera y me obligué a ponerme en pie. Mareada, conseguí

meterme en la cama, me até nuevamente el cuello del camisón y me tapé con las

sábanas justo cuando oía que la puerta de mi dormitorio se abría. Fingí que estaba

dormida, deseando con todas mis fuerzas que mi pulso y mi respiración se calmaran y

volvieran a la normalidad, mientras escuchaba cómo Jonathan se desvestía en silencio

y se metía en la cama, aterrada porque pudiera percatarse mínimamente de lo que

acababa de suceder.

¡Oh! ¿Qué diantres iba a hacer?

El profesor Van Helsing y Jonathan habían insistido en que el conde era un ser

maligno, carente de conciencia, empeñado en hacerle daño a todo humano con quien

se cruzara. ¿Era eso cierto?

¿Cómo iba a reconciliar al monstruo que ellos describían con el hombre que había

conocido y del que me había enamorado en Whitby, el hombre que acababa de

declararme su amor de una forma tan ardiente y apasionada?

Me moría de impaciencia por compartir con los demás todo lo que Drácula me

había contado en su defensa. Pero ¿cómo iba a hacerlo? Para ello tendría que admitir

todo, remontándome a los días que habíamos compartido en Whitby. Me vería

obligada a revelar que habíamos hablado esa misma noche en mi propio cuarto y, sin

duda, Jonathan descubriría que me había mordido. Obviamente el grupo sacaría la

conclusión de que había sido envenenada, mental y físicamente, para colaborar con el

enemigo… y quizá así era. Si fingía que había sido asaltada en contra de mi voluntad,

temía que eso causara en ellos un arranque de odio enconado. Jamás podría contar a

Jonathan ni a los demás mis verdaderos sentimientos por Drácula… ¡Nunca jamás!

Hacerlo supondría ser tildada de mujer adúltera y lasciva. Mi esposo nunca volvería a

tocarme. «No —pensé mientras me subía el cuello del camisón para cubrir las heridas

frescas de la garganta—, esto debe ser un secreto para siempre».

Y no podía volver a suceder.

Pero ¿cómo diantres iba a conseguirlo? ¡El conde había dicho que regresaría la

noche siguiente!

Una vocecilla me dijo que debería negarme a verle o a hablar con él, pero ¿era él

un ser al que uno pudiera rechazar? Más aún, su poder de persuasión era tan grande y

mis sentimientos hacia él tan intensos que no estaba segura de poder resistirme por

más tiempo a sus avances. Pese a todo, tenía que intentarlo.

Mis pensamientos comenzaron a dispersarse. Mientras me iba quedando dormida

tomé una decisión. Si Drácula venía a mí de nuevo, sería fuerte. No permitiría que me

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besase o tocase. Tenía muchas preguntas, de modo que aprovecharía la coyuntura

para averiguar todo lo que pudiera sobre él.

«Mañana —me juré a mí misma— me prepararé para mi próxima cita con el

vampiro».

† † †

No me desperté hasta bien entrado el mediodía; cuando abrí los ojos encontré a

Jonathan junto a la cama, sacudiéndome de los hombros con suavidad e impaciencia.

—¡Mina! ¿Estás bien?

—Estoy bien —respondí adormilada mientras luchaba por salir del profundo y

letárgico sueño.

—Estás pálida. He tenido que llamarte tres veces para que despertaras.

El recuerdo de todo lo acontecido la noche anterior acudió de golpe a mi cabeza.

Sentí que me ruborizaba y sepulté el rostro en la almohada para ocultar una sonrisa

que me fue imposible no esbozar.

—Tan solo estoy cansada. No he dormido bien.

—Entonces, siento haberte despertado —dijo con dulzura y me besó en la cabeza

—. Vuelve a dormir. Tengo cosas que hacer. Te veré esta noche.

Oí cerrarse la puerta y me quedé nuevamente dormida.

El sol de la tarde se encontraba ya bajo cuando al fin me levanté. El mareo y la

debilidad habían pasado. Me miré en el espejo; estaba un poco pálida, pero nada que

fuera preocupante. Luego me retiré el largo cabello, haciendo una mueca al ver las

pequeñas punciones de la garganta. Apenas me escocían, pero tenían mal aspecto.

Qué afortunada era de que Jonathan no hubiera reparado en ellas cuando me despertó.

Por una vez me sentí agradecida a los dictados de la moda, pues el cuello alto de mi

blusa ocultaba perfectamente las dos marcas.

Bajé a la planta principal y encontré la casa en silencio. El estudio del doctor

Seward estaba vacío.

Me colé adentro y no tardé en dar con lo que estaba buscando: un libro médico

referente al estudio de la sangre. Lo hojeé hasta llegar a un artículo acerca de la

historia de las transfusiones sanguíneas. El texto, ilustrado llamativamente con

dibujos de agujas, jeringas, tubos y bosquejos de pacientes sometidos a

procedimientos de aspecto aterrador, representaba un espantoso documento. En

efecto, en el curso de los años eran muchos más los pacientes que habían muerto a

causa de esta técnica, sobre la que tan pocos conocimientos se tenían, que los que

habían sobrevivido.

Me encontraba sumida en una profunda reflexión con respecto a las implicaciones

de este conocimiento cuando me llevé un susto al ver entrar al profesor Van Helsing.

—¿Lee usted libros médicos por placer, señora Mina? —dijo con una sonrisa.

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—Cualquier cosa que pueda servir de ayuda a nuestra causa o que me sea de

interés. —Coloqué otra vez el volumen en el estante y me volví hacia él—. Profesor,

he estado pensando en Lucy. Sé que le realizó cuatro transfusiones de sangre.

Supongo que debe de tener gran experiencia con esa clase de práctica.

—Ah, sí, he realizado transfusiones a muchos pacientes en el pasado.

—¿Sus otras transfusiones tuvieron éxito?

El profesor Van Helsing titubeó. Parecía no estar seguro de cómo responder, pero

era un hombre honesto.

—Tuve éxito con un paciente, sí.

—De modo que los demás pacientes… ¿murieron?

—Es una ciencia nueva e inexacta. Hice todo lo que pude por la señorita Lucy.

—Estoy segura de que así es.

Entonces cambié de tema y le pregunté dónde estaban los demás.

—Su esposo, el señor Morris y lord Godalming han salido. El doctor Seward está

con sus internos, según creo —respondió de forma enigmática.

—¿Qué tal fue la incursión de la noche pasada?

—Fue bien, pero no le diré más. Creemos que es mejor no implicarla más en esta

desagradable tarea, señora Mina. Vivimos tiempos extraños y peligrosos y este no es

lugar para una mujer. Hasta que hayamos librado a la humanidad de este monstruo

del inframundo, guardaremos silencio sobre nuestros actos. Espero que lo comprenda.

—Lo entiendo —respondí.

¡Oh! ¡Qué ironía! ¡Si él supiera que mientras su grupo de valientes se encontraba

dentro de la casa del conde la noche anterior, el hombre del que intentaban

protegerme me había hecho una visita sumamente personal e íntima en mi propio

cuarto! Estaba decidida: ninguno de ellos podía saber jamás la verdad. Cuando más

tarde escribí en mi diario, anoté solo una versión parcial y alterada de los sucesos de

la noche anterior, fingiendo que únicamente había tenido un sueño muy extraño.

Durante toda la tarde fui incapaz de pensar en nada que no fuera la noche que se

avecinaba. ¿Me visitaría de nuevo Drácula, tal como había prometido? Aquella idea

me emocionaba y aterraba a la vez. ¿Cuándo y cómo vendría? ¿Correría peligro?

Sabía que era un ser poderoso. Había sido testigo de su temperamento y sabía que

podría matarme si lo deseaba. Me había dicho que me amaba y que había ido a

Whitby expresamente por mí. Después de todo el tiempo que habíamos pasado en

compañía el uno del otro, de todos los sentimientos que habíamos compartido y la

pasión con la que me había besado, y bebido de mí, no podía evitar creer en él.

Y, sin embargo, que Drácula me amara —y que yo correspondiera a esos

sentimientos— no significaba que él quisiera lo mejor para mí o que no representara

una amenaza para la población en general. Él era muy consciente de que yo formaba

parte del grupo de personas que tramaban su destrucción. No tenía pruebas tangibles

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de que el conde fuera digno de confianza o de que no quisiera hacerme daño.

Esta vez tenía intención de estar preparada. Sus explicaciones sobre la muerte de

Lucy me parecían plausibles, como todo lo que había esgrimido en su propia

defensa… hasta cierto punto.

Tal vez fuera verdad que había venido a Inglaterra solo para construirse una

nueva vida y que nunca había matado a las personas y los animales cuya sangre

bebía. Pero aún tenía mucho de lo que responder. A pesar de que conocía bien el

contenido del diario de Jonathan y las demás transcripciones, las repasé elaborando

una lista en mi cabeza con preguntas que quería formularle.

Decidí que, si estimaba que Drácula era un embaucador o un embustero, o creía

que podía resultar peligroso para los demás, siempre podría fingir que le seguía el

juego y, tal vez, enterarme de algo que pudiera ser útil para detenerlo.

También decidí tener conmigo algo que esta vez me sirviera de protección. Me

colé de nuevo en el estudio del doctor Seward, busqué el maletín con herramientas y

amuletos contra vampiros que el profesor le había dado y hurté un diminuto vial de

agua bendita.

† † †

La conversación durante la cena fue incómoda y forzada, por lo que me sumí en mis

propios pensamientos, y los hombres, decididos a no discutir nada acerca del caso en

mi presencia, se esforzaron por buscar temas triviales.

Había estado vistiendo de luto durante una semana en memoria del señor

Hawkins, de Lucy y de la señora Westenra. En los quince días en Exeter, después de

que Jonathan y yo regresáramos de Budapest, solo había tenido tiempo para hacerme

dos vestidos y, esa noche, llevaba puesto uno de ellos: una prenda de seda negra

bordada con cuentas. Había puesto especial cuidado al peinarme, recogiéndome el

cabello con un estilo que me pareció más favorecedor. Mientras jugueteaba con el

suave terciopelo de la cinta con el broche de diamantes, que ocultaba las marcas de la

garganta, pensé en lo dulce que había sido Lucy al legarme tan precioso tesoro. Al

mismo tiempo me pregunté si, de algún modo, había intuido que algún día lo

necesitaría tanto como ella. Y, sin embargo, de ser así, ¿por qué no me advirtió sobre

él? ¿Acaso no reconoció al señor Wagner como su agresor?

Después de cenar, Jonathan me dio un beso de buenas noches y se encerró con los

demás en el estudio del doctor Seward a fumar, como decían ellos, con las cortinas

corridas, pero yo sabía que era porque todo el tiempo habían querido hablar sobre lo

sucedido a cada uno ese día y discutir sus planes futuros. Después de haber gozado de

la confianza de Jonathan tantos años, se me hacía extraño que me mantuviera en la

ignorancia de repente, pero ¿acaso no estaba yo haciéndole lo mismo?

Aún no eran las nueve. Después de haberme pasado casi todo el día durmiendo,

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no me encontraba en absoluto cansada y no tenía intención de acostarme todavía.

Subí a mi cuarto y esperé. ¿Se atrevería Drácula a venir ahora, hallándose los

hombres reunidos abajo? Lo más probable era que esperara hasta que todos

estuvieran dormidos. Me escondí el vial de agua bendita entre los pechos, bien

metido dentro del corsé. Cogí un libro y lo dejé de nuevo, demasiado agitada para

leer. Abrí los postigos, a continuación las ventanas, y salí al pequeño balcón. Todo

estaba en silencio. Densas nubes cubrían las estrellas en la oscura noche.

Llevaba algunos minutos en el balcón cuando un rayo de luna atravesó los

nubarrones proyectando su brillante luz sobre la hierba y los árboles que salpicaban

los extensos jardines. Comencé a fijarme en unas diminutas motas grisáceas que

flotaban en los lejanos rayos. Eran como minúsculas partículas de arena o polvo

revoloteando y volando en círculos por el aire, uniéndose en racimos y dispersándose

otra vez conforme se aproximaban cada vez más hasta donde yo me encontraba.

Mi corazón comenzó a acelerarse invadido por el temor y la anticipación. ¿Era

posible? ¿Podría ser él? Entré en la habitación. Las motas de polvo continuaron

danzando bajo la luz de la luna mientras se acercaban, girando con mayor rapidez

hasta que se colaron por la ventana abierta adquiriendo, al fin, una forma espectral a

unos pasos de mí. En lo que se tarda en parpadear una vez, la forma se transformó en

el hombre que esperaba. Sofoqué un grito y me aferré a uno de los muebles para no

caer, pues todavía me costaba aceptar la realidad de tan sobrenatural espectáculo.

—Estás preciosa —dijo con voz suave y, preocupado, añadió acto seguido—:

Estás bien, espero.

—Sí. —Luché por dominar mi acelerado corazón, decidida a no traicionar la

aprensión que me embargaba—. Lo que sucede es que no estoy habituada a estas

súbitas y dramáticas apariciones. La noche pasada fue la niebla. Esta noche es…

¿polvo?

—Tengo a mi disposición distintos modos de transformarme. —Se acercó y tocó

la cinta de terciopelo de mi cuello—. ¿Un regalo de Lucy?

Aquella mención a mi querida amiga fallecida me puso de inmediato a la

defensiva.

—Sí —respondí con amargura.

—Te queda bien.

—¿Cómo entraste aquí anoche? —dije de pronto—. Creía que un vampiro

precisaba de una invitación para entrar por primera vez en un lugar.

—Cierto. El señor Renfield me hizo el favor… con cierta reticencia, creo. Sabe

Dios cómo ese loco presiente mi presencia, pero parece que estaba esperándome aun

antes de que me instalara en Carfax. Al principio me buscaba desesperadamente y era

bastante molesto. Ahora parece temerme. Ese hombre está completamente loco.

—Le compadezco por ello.

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—Deberías tener cuidado con él, Mina. Tiene planes para ti. No confíes en nada

de lo que diga.

Pasó por delante del espejo cuando se acercaba a mí y, viendo con sobresalto que

no se reflejaba en él, muy a mi pesar, me inquieté y proferí un repentino grito

ahogado.

—Detesto los espejos —dijo exasperado—. Son un signo de la vanidad del

hombre y un recordatorio de que… —Se interrumpió frunciendo el ceño—. ¿Eso te

molesta?

Tragué saliva con dificultad.

—¿El qué? ¿Que no te reflejes en ellos? Es… es muy desconcertante y no lo

comprendo.

—Es uno de esos misterios que no puedo explicar. Simplemente ocurre. Sé que es

especialmente inquietante en esta época de avances de la ciencia que exige

explicación a todo. —Tomó mi chal negro mientras hablaba y me lo puso sobre los

hombros. Luego me miró y me pidió de manera apremiante—: Ven conmigo.

—¿Ir adónde? —pregunté.

—A mi casa.

Me invadió una gran inquietud, pues no había previsto aquello.

—¡No puedo marcharme! —insistí—. Los hombres están abajo.

—Estarán encerrados en ese estudio durante horas. Creen que tú estás dormida.

Tengo algo que enseñarte y te prometo que habrás regresado antes de que te echen de

menos.

—Sin duda entenderás que no me atreva a ir contigo a ninguna parte.

Acercándose más a mí, me cogió la barbilla con los dedos —tan fríos como la

lluvia de verano— y me hizo alzar la cabeza hasta que nuestras miradas se

encontraron. Me había prometido a mí misma que no dejaría que me tocase, que no

me permitiría caer bajo su embrujo, pero con sus ojos fijos en los míos y su contacto

en mi piel, era incapaz de resistirme, como si fuera masilla en sus manos.

—¿De qué tienes miedo? —me dijo tiernamente—. ¿De que me aproveche de tu

virtud? ¿O de que te muerda y me alimente de ti con demasiada avidez y durante

demasiado tiempo?

«De todo ello», pensé.

—¿Debería temer esas cosas? —pregunté con voz entrecortada.

—Tal vez deberías. No puedo negar que hace mucho que deseo tu cuerpo y tu

sangre, Mina. Pero si hubiera deseado tomarte por la fuerza, podría haberlo hecho

hace ya tiempo. Estoy dispuesto a esperar lo que sea necesario para poseer esas partes

de ti que tanto significan para mí: tu mente y tu corazón.

Ese corazón del que él hablaba martilleaba dentro de mi pecho, muy cerca del vial

de agua bendita que había ocultado entre mis senos.

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—Si pretendías ganarme con semejante discurso, has fracasado —dije respirando

agitada y dificultosamente—. No has hecho más que aumentar mi temor.

Pero ¿de verdad era temor u otra cosa?

Drácula se estremeció al oír mis palabras. Como si estuviera enojado consigo

mismo, retiró la mano y retrocedió, sin apartar su ardiente mirada de la mía.

—Perdóname. Nunca me temiste cuando era el señor Wagner. No lo hagas ahora.

Soy el mismo hombre, Mina. Nada ha cambiado, salvo la percepción que tienes de

mí. Confía en mí si te digo que te amo y que nunca te haría daño.

Era casi imposible resistirse al afecto que desprendían sus ojos y a la sinceridad

de su voz.

Necesité toda mi fuerza de voluntad para no decirle que sí en aquel preciso

momento.

—Me acompañes o no, la decisión es enteramente tuya —me dijo al percibir mi

indecisión—. Pero espero de corazón que lo hagas.

Imaginé lo que subyacía bajo aquella declaración: que podría emplear su

hipnótico poder de persuasión si así lo deseaba, pero que elegía no hacerlo. Para bien

o para mal, tomé mi decisión.

Reprimí el temor y acepté la mano que me ofrecía. Esperaba que me condujera

hacia la puerta pero, para mi sorpresa, me tomó en brazos sin esfuerzo y me llevó al

balcón.

—Agárrate fuerte.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté asustada.

—Te llevo a casa.

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S

14

entí una repentina ráfaga de viento helado, acompañada por una

sensación de movimiento súbito, un destello de imágenes llenas de color

y un fuerte zumbido en mis oídos. De pronto nos encontrábamos de pie, a

la luz de la luna, en lo que parecía ser el porche trasero de una inmensa y

antigua mansión de piedra. La casa de al lado.

—¿Cómo lo has hecho? —dije boquiabierta cuando me dejó en el suelo.

—Es una simple cuestión física. —Tiernamente me retiró un mechón de cabello

que se había soltado y añadió—: «Hay más cosas en el cielo y la tierra que todas las

que pueda imaginar tu filosofía, Horacio».

Aunque temblorosa y luchando aún por serenarme, reconocí la cita de Hamlet.

Sacudí la cabeza con incredulidad.

—Pero… estábamos en un balcón de un primer piso… y hay un alto muro que

separa las dos propiedades. ¿Puedes volar?

Él se echó a reír.

—No, siendo hombre. Pero puedo saltar y moverme más rápido de lo que el ojo

humano puede captar. Aunque no puedo recorrer grandes distancias, pues mina

demasiado mis fuerzas.

Intentaba sobreponerme al asombro cuando él abrió la puerta y me invitó a que

entrara. Estaba oscuro como boca de lobo y hacía mucho frío dentro, pero él encendió

una vela mientras yo tiritaba.

Gracias a aquella luz parpadeante vi que nos encontrábamos en un viejo

vestíbulo, amplio y vacío.

El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo y las altas paredes estaban

adornadas con sucias telarañas que colgaban como si de estandartes se tratase.

—Te ruego que disculpes la deplorable falta de cuidado. Es una casa vasta y

llevaba tiempo vacía. —Procuré seguirle el paso mientras él subía resueltamente

varios tramos largos de escalera—. He empleado todas mis energías en hacer

habitable una estancia en particular. Afortunadamente, parece que tus hombres no la

descubrieron en su incursión de anoche.

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Subimos a la planta más alta del edificio. Cuando llegamos a la mitad del largo y

oscuro corredor, él agitó la mano y una parte de la pared, recubierta de paneles de

madera, se deslizó hacia atrás.

—Bienvenida a mi salón —dijo.

Entramos en la estancia y me detuve a mirar, absolutamente maravillada. No

había esperado encontrar nada semejante en la planta superior de aquella antigua

mansión, en parte medieval. La habitación era cálida, acogedora y estaba recubierta

por elegantes paneles de madera de roble y largas cortinas de terciopelo rojo oscuro

que cubrían los ventanales. Las velas encendidas de varios candelabros grandes, junto

con dos lámparas de gas, se unían para iluminar el lugar con una suave luz dorada. El

mobiliario y las gruesas alfombras turcas parecían caros y lujosos. No obstante, lo

que más me sorprendió fueron las estanterías de roble que recubrían dos amplias

paredes desde el suelo hasta el techo, medio llenas de libros de todos los tamaños y

clases. Un mar de cajas abiertas, repletas de volúmenes, se desperdigaban por el

suelo, como si todavía estuvieran siendo desempaquetadas. Parecía haber decenas de

miles de libros allí.

—Es más una biblioteca que un salón —comenté.

Pasmada, ojeé los títulos de algunos de los volúmenes que ocupaban los estantes,

muchos de los cuales parecían ser muy antiguos. Estos abarcaban un amplio abanico

de temas, entre los que se incluían historia, biografías, filosofía, ciencia, medicina,

poesía y ficción —desde los clásicos hasta los modernos—, tanto populares como

otros menos conocidos. También había una colección de libros sobre brujería,

alquimia y supersticiones. Muchos de los títulos me eran desconocidos y me

sorprendí ansiando leerlos.

—¿De dónde has sacado todos estos libros?

—Proceden de mi castillo en Transilvania. No son más que una mínima parte de

mi biblioteca. ¿De verdad pensabas que solo había tierra en las cajas que traje

conmigo?

Yo asentí, muda de asombro… pero preguntándome por qué debería estar tan

sorprendida. Al fin y al cabo, el señor Wagner y yo habíamos hablado extensa y

frecuentemente de literatura. Las dos caras de aquel hombre que conocía estaban

uniéndose en un fascinante todo… y aún quedaban más sorpresas. Sobre una mesa

cercana divisé una máquina de escribir, junto con libros de taquigrafía Gregg y un

aluvión de páginas que revelaban tentativas de practicar ambas técnicas.

Le miré esbozando una sonrisa confusa y él se encogió de hombros.

—Se me ocurrió que podría aprender esas técnicas que tanto te interesan.

Se me encendieron las mejillas al ver su expresión haciendo que, de pronto, me

diera cuenta de que ya no tenía frío. Mientras me desprendía del chal, me llamó la

atención el gran fuego que ardía con intensidad en la chimenea y que desprendía un

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reconfortante calor.

—¡Oh! —exclamé alarmada—. ¿No te preocupa que alguien pueda ver el humo?

—Este fuego no desprende humo.

En efecto, cuando lo contemplé de nuevo vi que las ardientes llamas eran más

rojas que amarillas y que, pese a que parecían consumir la leña, no desprendía ni una

sola nube de humo.

—Otra sencilla cuestión física, imagino.

Le miré asombrada. ¿Sería todo aquello otro más de mis extraños sueños? Pero

no, el instinto me decía que estaba plenamente consciente. Nada más entrar en la

habitación había percibido un olor único y picante, a la par que intenso, profundo y

extrañamente familiar. Divisé la fuente: un caballete colocado en un rincón, con un

lienzo encima cara a la pared. Junto al caballete se encontraba una mesa con tarros de

óleos, lápices, pinceles, disolventes refinados, cuadernos de dibujo y una paleta

salpicada de múltiples colores. El descubrimiento era realmente inesperado.

—¿Pintas? —mascullé innecesariamente.

—Hago mis pinitos.

Atravesé la habitación como atraída por un imán hasta el caballete y, al

detenerme, me volví hacia el lienzo para verlo bien. Se trataba de un retrato al óleo…

todavía fresco y realizado con tal perfección y exquisitez que podría haber sido obra

de Rembrandt o de Leonardo Da Vinci. Lo miré pasmada.

Era un retrato mío.

En el cuadro llevaba puesto un hermoso vestido de noche verde esmeralda,

bastante escotado y adornado con elaboradas cuentas. El cabello estaba peinado en un

recogido alto que dejaba al descubierto mi pálida garganta. Sonreía recatadamente al

espectador, como si me hallara en posesión de un feliz secreto. El afecto del pintor

por la persona retratada era manifiesto, pues aunque me reconocía a mí misma,

Drácula había logrado hacerme parecer más hermosa de lo que yo creía ser. Fue

entonces cuando reparé en la diminuta fotografía que Jonathan me había tomado un

año antes, colocada sobre la mesa, al lado del caballete. El descolorido color sepia de

la copia parecía pálido y sin vida en comparación con la deslumbrante mujer del

retrato.

Oí que Drácula se acercaba a mí por detrás.

—¿Te gusta? —preguntó con voz queda.

Se me aceleró el pulso ante su proximidad.

—Sí. ¿Cuándo lo pintaste?

—Lo comencé hace muchas semanas, nada más llegar aquí. Era mi consuelo.

No sabía qué decir.

—Eres un artista maravilloso.

—Considero que uno puede volverse diestro si cuentas con un mínimo de

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aptitudes y toda la eternidad para perfeccionarlas.

Cubrió el espacio que nos separaba y su cuerpo se apoyó en mi espalda al tiempo

que colocaba las manos sobre mis hombros. Sabía que aquel era el momento en que

debía apartarme e insistir en que mantuviéramos una distancia prudencial entre los

dos, pero el anhelo que despertaba su contacto en mí me debilitaba y fui incapaz de

hacerlo.

Sentí sus labios en mi cabello, descendiendo para besarme el cuello con ternura.

—Mina, durante semanas he soñado con traerte hasta aquí. Nunca imaginé que

pudiera ser posible… y, sin embargo, aquí estás.

Mi corazón comenzó a palpitar con fuerza. ¿Tenía intención de morderme de

nuevo? Temía aquello pero, para mi vergüenza, deseaba que lo hiciera. Ansiaba sentir

desesperadamente sus dientes perforándome la carne, y la intensa y erótica oleada de

placer que sabía que vendría después.

Cerré los ojos incapaz de contener el jadeo de impaciencia que escapó de mis

labios.

Sentí que él se ponía tenso.

—Aún estás asustada —dijo con profundo pesar. Luego me dejó de repente y

retrocedió soltando una pequeña carcajada autodespectiva—. Perdóname. Me dije a

mí mismo que podría estar contigo sin sentirme tentado. Estaba equivocado. Haré

cuanto esté en mi mano por controlar mi apetito de aquí en adelante.

Guardé silencio, decepcionada, intentando regular mi respiración y hacer que el

corazón latiera a un ritmo menor mientras veía cómo él cruzaba el cuarto. Abrió un

gran arcón de madera, del que sacó un impresionante vestido de noche hecho de seda

verde esmeralda y bordado con cuentas; el mismo que llevaba puesto en el retrato.

—Encargué que lo hiciera para ti a una modista de Whitby —dijo regresando

hacia mí con la prenda—. Pensé que el color haría juego con tus ojos. Esperaba

dártelo allí, pero… te fuiste de repente.

—¡Oh, es exquisito! —Jamás en toda mi vida había soñado con poseer nada

semejante. Pero resultaba excesivo y notaba que todos mis sentidos estaban siendo

asaltados por demasiados milagros nuevos y deslumbrantes en un espacio de tiempo

excesivamente corto—. Pero… debes saber que no puedo aceptarlo. ¿Cómo podría

explicarlo?

—Entonces, quizá puedas complacerme y llevarlo mientras estés aquí.

—Será mejor que no. Pero te estoy igualmente agradecida.

Decepcionado, dejó la prenda a un lado y me condujo hasta una pequeña mesa

situada en el centro de la estancia, elegantemente vestida con reluciente cubertería de

porcelana, delicada cristalería y cubiertos de plata maciza ornamentada. A

continuación retiró una silla para que me sentara.

—¿Puedo, entonces, ofrecerte un refrigerio? No estaba seguro de cuáles son tus

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platos favoritos, de modo que he servido un poco de todo.

Levantó el cubreplatos de la fuente que tenía ante mí para revelar un surtido de

carnes frías, quesos, panes y frutas, cuyos apetitosos aromas me hicieron la boca

agua. Me sentí halagada porque se hubiera tomado tantas molestias por mí y

comprendí, de pronto, que pese a mis nervios estaba hambrienta, pues durante la cena

había estado demasiado tensa para comer. Ocupé la silla que me ofrecía.

—Gracias.

—¿Te apetece una copa de vino?

—Me encantaría.

Mientras veía cómo descorchaba una botella de Burdeos —tinto, qué apropiado,

pensé—, mi cabeza, al igual que mis emociones, eran un torbellino de confusión. El

refinado caballero que tenía ante mí era tan interesante, tan apasionado, culto y

dotado… ¿Cómo podía ser el mismo monstruo que estábamos persiguiendo, un ser de

otro mundo que ansiaba beber mi sangre?

—¿En qué estás pensando? —preguntó mientras servía el caldo color Burdeos en

una delicada copa de cristal.

—Pensaba en lo extraño que resulta estar aquí sentada como tu invitada de honor

—mentí—, y que… ahora no sé cómo llamarte. Aún pienso en ti como en el señor

Wagner. ¿De dónde procede ese nombre?

Él se encogió de hombros.

—Admiro su música.

—Conde Drácula me parece demasiado formal…

—Llámame Nicolae.

—Nicolae.

Recordaba haber visto aquel nombre cuando estudié el título de propiedad de la

casa en que nos encontrábamos. Muy a mi pesar, me tembló ligeramente la mano

cuando cogí la copa que me ofrecía… reacción que a él no le pasó desapercibida. Se

sentó frente a mí con el ceño fruncido.

Corté un trozo de queso, lo coloqué sobre un pedazo de carne y tomé un bocado.

Estaba delicioso.

Él no retiró su cubreplatos de plata, sino que se limitó a mirarme mientras comía.

—¿Es cierto que no puedes tomar comida? —pregunté.

—Por desgracia, ese placer me está negado.

—¿Por qué? Si puedes ingerir sangre, ¿por qué no puedes comer o beber?

—Piensa: carnívoro contra herbívoro. Mis órganos funcionan de un modo similar

a los tuyos, pero la composición química de mi sangre ha sido alterada para siempre.

Ahora solo puedo digerir sangre.

Yo asentí.

—¿De qué has estado… sustentándote… desde que viniste a Inglaterra?

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—Durante la mayor parte del tiempo he tomado lo poco que necesito como

murciélago o lobo, alimentándome de animales salvajes. Aunque he de reconocer

que, tanto por placer como para alimentarme, he tomado la sangre de varias personas

a las que encontré solas en la calle a altas horas de la noche. Al principio se

asustaron, como siempre, pero luego parecieron disfrutar de la experiencia. Y me

aseguré de que no recordaran nada después.

Si habían sentido solo la mitad que yo, no me extrañaba que esos desconocidos

hubieran disfrutado.

—Pero yo recuerdo todo lo sucedido —expuse.

Él me miró, enarcando las cejas en silencio, haciendo evidente que esa había sido

su intención.

Sentí que me ruborizaba.

—Entonces ¿nunca matas a la persona de quien te alimentas?

—Solo si pierdo el control y bebo demasiado, o me alimento muy a menudo…

pero eso sucede muy pocas veces. —Sonrió y añadió con serenidad—: No estés tan

preocupada, te prometo que nunca me dejaré llevar ni perderé el control contigo.

Me invadió la aprensión. Me hizo la promesa con la mayor naturalidad, pero

¡estaba hablando de mi vida! Mi vida, a la cual podía poner fin en un instante, de

forma inadvertida o deliberada. Procuré no pensar en aquella posibilidad.

—¿Respiras?

—A veces. Por costumbre, no por necesidad.

—Si te pinchara, ¿sangrarías?

—Sí. Pero sano con tanta rapidez que parecería que nunca me hubieras herido.

Todo era increíblemente misterioso. Una vez más, se me hizo un nudo en el

estómago. Dejé las uvas que tenía en la mano, pues ya no era capaz de seguir

comiendo.

—¿Qué puedo hacer para tranquilizarte? —me preguntó con amabilidad.

—Háblame.

—Con sumo gusto. Desde el día que nos conocimos, hablar contigo ha sido uno

de mis mayores placeres. Por eso te he traído aquí. Imagino que debes de tener

muchas preguntas.

—Así es.

—Hazlas. Te contaré todo lo que desees saber.

No sabía por dónde empezar, así que tomé un sorbo de vino. Después de cierta

vacilación, le pregunté:

—Insistes en que no debería temerte. Pero sé quién y qué eres. Veo lo difícil que

te resulta… como tú dices… controlar tu apetito. Reconoces que bebiste de la sangre

de Lucy, aunque dices que no la mataste. ¿Cómo puedo creerte?

—Te lo expliqué anoche. La muerte de Lucy fue trágica, pero no fue culpa mía.

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—¡Lo fue! Yo te vi con ella aquella primera noche en el acantilado de Whitby. Tú

la atacaste… ¡Atacaste a una joven inocente e indefensa que caminaba sonámbula!

—¿Fue eso lo que ella te contó? Supongo que no debería sorprenderme. Me temo,

mi querida Mina, que no sucedió de esa forma.

—¿Qué sucedió entonces?

—Yo estaba paseando por el cementerio de Whitby, un lugar al que había tomado

mucho cariño, pues fue allí donde te conocí. Lucy tenía una mente perceptiva. Creo

que debido a eso, o tal vez porque las dos dormíais en la misma habitación, recibió

pensamientos que iban destinados a ti.

—¿Pensamientos destinados a mí?

—Yo estaba pensando, de forma sumamente gráfica, según recuerdo, en el día en

que fueras mía.

De pronto recordé el sueño que había tenido aquella misma noche, sobre una

figura alta y oscura, con ojos rojos, que me decía «¡Serás mía!», y en el sueño

anterior, la noche de la tormenta, cuando me encontré con la misma criatura sin rostro

en un corredor desconocido.

—Al cabo de poco tiempo vi a una mujer joven aparecer en el cementerio,

descalza y vestida con un camisón blanco. La reconocí, pues había visto a Lucy antes

contigo. Como no deseaba asustarla, me oculté entre las sombras, no lejos del banco

que las dos solíais frecuentar. Ella me vio y vino hasta donde yo estaba, mirándome

con aquellos preciosos ojos azules. Y me dijo: «Señor, ¿bailará conmigo?».

—¿Te pidió que bailaras con ella? —repetí incrédula.

—No tardé en deducir que era sonámbula. Le pregunté si realmente deseaba

bailar allí, en el cementerio, sin música. Con una sonrisa pausada, se acercó más a mí

y me dijo: «Señor, desde que llegué a Whitby he anhelado bailar en el pabellón.

Pronto me casaré y no volveré a bailar con un desconocido. ¡Por favor, baile

conmigo! Danzaré al ritmo de la música en mi cabeza». No vi nada malo en acceder a

su dulce petición, así que tomé a tu amiga en mis brazos.

—¡Oh!

Conocía a Lucy demasiado bien y estaba lo suficientemente familiarizada con su

tendencia a caminar dormida y con su gusto en lo que a hombres y al baile se refería

para dudar de su historia.

—Ella comenzó a tararear El Danubio Azul —prosiguió—, y bailamos allí, sobre

la hierba del acantilado, durante un par de minutos. Era una bailarina decente, incluso

dormida, aunque no tan consumada como tú. Mientras la tenía entre mis brazos, no

pude evitar sentir un hambre cada vez mayor, pues era muy hermosa, pero me

contuve porque sabía que era tu mejor amiga.

Lucy pronto cerró los ojos y sentí que se quedaba laxa en mis brazos. La llevé

hasta el banco y la tumbé. La habría dejado allí, pero abrió los ojos de repente. Se

www.lectulandia.com - Página 203

despertó completamente. Durante un instante pareció confusa y se sonrojó. Luego me

agarró, acercó mi rostro al suyo y me besó. Fue un beso agradable, y entonces perdí

el control. Ella era joven, bonita y no podía rechazar lo que me ofrecía. Bebí su

sangre. Oí que el reloj de la torre de la iglesia daba la una y, poco después, una débil

voz que gritaba: «¡Lucy! ¡Lucy!». Alcé la vista y vi a alguien en la distancia, en el

acantilado opuesto. Hasta más tarde no me di cuenta de que eras tú. Me volví para

marcharme, pero Lucy me agarró de nuevo y me atrajo hacia ella, acercándome la

boca hacia su garganta por la fuerza. Bebí de nuevo. Cuando la dejé, se había

quedado dormida una vez más. Observé cómo la despertabas y luego os seguí hasta la

casa para asegurarme de que ambas llegabais sin contratiempos.

Escuché aquella historia en un estupefacto silencio. Era tan diferente a la imagen

que me había formado en la cabeza… la imagen de un malvado monstruo que, sin

conciencia, se había aprovechado de mi amiga. También recordé cierto

comportamiento extraño por parte de Lucy, que daba a entender que recordaba

perfectamente lo sucedido aquella noche y las noches siguientes, y que estaba

escondiendo algo.

—Te la presenté la noche siguiente en el pabellón —dije pausadamente mientras

dejaba la copa—. ¿Por qué no te reconoció?

—Creo que lo hizo, en algún rincón de su mente, pero yo no me aparecí a ella en

el acantilado como hice contigo.

Le miré preguntándome si, aquella noche, su aspecto se parecía en algo a aquella

versión de sí mismo que había conocido Jonathan y que yo había visto en Piccadilly.

—Encerré a Lucy en nuestro cuarto para protegerla, pero volviste a buscarla…

como murciélago.

—Ella me pidió que fuera.

—¿Te lo pidió? ¿Cómo?

—Como ya he dicho, Lucy tenía un carácter fuerte y una mente perceptiva. Por lo

general no suelo escuchar los pensamientos de los demás pero, a veces, podía oír los

suyos. Sospecho que se debía a que recordaba las ocasiones en que me había

alimentado de ella a pesar de mis esfuerzos por borrarlas de su memoria. Debió de

disfrutar de aquel intercambio de sangre y ansiaba más. Yo necesitaba sangre, ¿por

qué no iba a aceptar lo que ella me ofrecía libremente? Pero, créeme, la cantidad de

sangre que tomé de Lucy como murciélago no podía hacer daño ni a un bebé, y

mucho menos a una mujer joven de su edad y complexión.

Desconozco por qué la salud Lucy empeoró en Whitby. Tal vez no tenía una

constitución fuerte o padecía una dolencia cardíaca como su madre. Por qué enfermó

en Londres es otra historia… que ya te he explicado. Solo la visité allí porque oí

cómo me llamaba y pensé que podría ser un modo de saber algo más sobre ti.

—¿Sobre mí?

www.lectulandia.com - Página 204

—Me sentía atormentado, desesperado por saber si habías llegado a Budapest, si

estabas bien, si os habíais casado o no… Lucy se reunió conmigo en el jardín de

Hillingham. Para mi desgracia, aún no había tenido noticias de ti. No tenía

información que compartir. Me marché, pero… tu amiga Lucy no era nada tímida.

Me temo que creía estar un poco enamorada de mí. Corrió tras de mí y me abrazó,

insistiendo en que la mordiera de nuevo en ese instante, que lo echaba de menos y lo

necesitaba. Y el estado mental en que yo me encontraba… digamos que no estaba de

humor para negarme. Durante los días siguientes estuve ocupado y no sabía que tu

profesor Van Helsing la estaba matando con sus irracionales experimentos médicos.

Una vez más me encontraba sin palabras. Era posible que estuviera mintiendo,

inventando su historia para vencer mis prejuicios, pero todo cuanto había dicho

acerca de la naturaleza de Lucy sonaba a verdad. ¡Y quién, sino yo, podía

comprender mejor sus anhelos…! ¡Yo, que había experimentado el mordisco de

Drácula una sola vez! Las lágrimas inundaron mis ojos. Lágrimas de furia y angustia,

y pensé: «¡Oh, Lucy, Lucy! ¡Las dos nos enamoramos del mismo hombre y tú

perdiste la vida por ello!».

—Lo siento —me dijo con voz suave—. Te he puesto triste. Sé que querías a tu

amiga y que debes de echarla de menos.

—¡Estoy triste, pero también enfadada! Aun si los hechos sucedieron tal como

dices, ¡Lucy jamás habría estado tan pálida para necesitar que le hicieran una

transfusión de no ser por ti!

En sus ojos centelleó algo extremadamente amenazador y apartó la mirada,

apretando los labios con fuerza hasta formar una fina línea.

—Ella no necesitaba una transfusión. Puede que aquella noche bebiera más de lo

debido pero, con el tiempo y al no volver a verla, su sangre se habría regenerado por

sí sola. Se habría recuperado sin ayuda. Parte de mí maldice el día que la visité en

Londres, ¡pues fue aquella visita lo que alertó a sus amigos de mi existencia! Otra

parte de mí se alegra de ello… —sus ojos buscaron los míos, serenos, oscuros y

atractivos una vez más—, pues eso me llevó hasta ti.

Resultaba aterrador el modo en que pasaba de la pasión a la frialdad. Pero era

difícil pensar cuando me miraba de esa forma.

—No pareces lamentar que muriera, solo que eso te haya complicado las cosas.

—Lamento que falleciera joven y que su muerte te haya causado dolor. Lamento

que, debido a la incompetencia de Van Helsing, me viera obligado a convertirla en un

vampiro. Pero todo el mundo muere y yo hice a Lucy inmortal.

—Ayer me dijiste que la convertiste en vampiro porque ella te lo pidió. ¿Cómo es

posible?

—La siguiente vez que la vi, Lucy estaba muriéndose. Se encontraba demasiado

débil para levantarse de la cama a fin de extender la invitación que necesitaba para

www.lectulandia.com - Página 205

poder entrar en la casa. Un lobo con el que había trabado amistad en el zoológico

acudió a mi llamada y atravesó la ventana por mí. Entonces Lucy me pidió que

entrara… pero era demasiado tarde para salvarla. Ella sabía lo que yo era. Insistió en

que la convirtiera en un vampiro. Traté de convencerla de lo contrario, pero ella

pensaba que era una alternativa mejor que la muerte.

—No fue así como lo explicó en su diario. Lucy decía que vio motas de polvo

entrando en la habitación a través de la ventana rota y que sintió como si le hubieran

lanzado un hechizo. Luego perdió la consciencia.

—No soy responsable de ninguna de las historias que haya inventado para

encubrir la verdad.

El rubor tiñó mis mejillas cuando sus palabras dieron en el blanco. Yo misma

había inventado una historia en mi diario la noche anterior para impedir que nadie

descubriera la verdad acerca de la visita de Drácula, y había omitido deliberadamente

cualquier mención al señor Wagner desde que comencé el diario en Whitby.

—Aun cuando eso fuera verdad —dije—, ¡cómo pudiste acceder a su petición

sabiendo que la estabas condenando a vivir como un monstruo… como una vil

seductora y una cazadora de niños!

—¡Podría haberla curado! En todos los años que llevo siendo miembro de los no

muertos, he convertido a muy pocos, Mina. Lo último que deseaba era dejar libre a

un vampiro inexperto en Londres, a un ser con un deseo y una lujuria demasiado

desenfrenados e incontrolables. Temí que atrajera la atención sobre mí y que pudiera

amenazar mi propia seguridad… como así ha sido.

Pero después de lo sucedido me sentía… responsable de Lucy. Le advertí qué

podía esperar.

Intenté prepararla y guiarla en esos primeros y cruciales días después del

cambio… pero Lucy era obstinada e hizo caso omiso de mis consejos. Si hubiese

dispuesto de más tiempo para trabajar con ella, creo que habría estado bien. Habría

aprendido a contenerse y disfrutado de la vida eterna.

Pero cuando regresé, encontré sus restos destrozados dentro de su tumba. Van

Helsing y sus compañeros la habían masacrado.

Las lágrimas rodaban profusamente por mis mejillas.

—¡No tenían elección! ¡La mataron para salvar su alma! Para impedir que se

convirtiera en…

No pude terminar. Me levanté de la mesa y me alejé, llorando la pérdida de mi

querida amiga.

Drácula apareció a mi lado y me entregó un pañuelo de lino sin pronunciar ni una

palabra.

Mientras me esforzaba por recobrar la compostura, me pregunté de nuevo si debía

confiar en él y cómo podía estar segura de que todo lo que había dicho era verdad.

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Me volví para mirarle a la cara.

—De acuerdo. Quizá sea una tonta, pero me has convencido. Comprendo tu papel

en lo que a Lucy se refiere. Pese a todo, eso no explica lo que le sucedió a Jonathan

cuando te visitaba en Transilvania. ¿Por qué lo atormentaste de esa forma?

Drácula exhaló un suspiro.

—Mina, él era mi invitado. Disfruté de su compañía al principio… sobre todo con

nuestras conversaciones acerca de ti. Le mostré la más absoluta cortesía durante su

estancia, aun cuando cada vez se volvía más hostil conmigo. Se atormentaba a sí

mismo.

—¿Cómo? —pregunté escéptica.

Drácula comenzó a pasearse por la habitación hablando con gran animación.

—No había tenido invitados desde hacía más de medio siglo, desde que un par de

eruditos ingleses aficionados a la aventura se presentaron en mi puerta una noche,

perdidos en medio de una tormenta. Congeniamos desde el principio. Se quedaron

durante meses. Con su ayuda pude perfeccionar mi inglés y gracias a ellos comencé a

abrigar un gran interés y afecto hacia tu país y sus gentes. Cuando el señor Harker

vino años después, sabía que mis criados, los pocos gitanos que se atreven a trabajar

para mí de vez en cuando, no estaban a la altura de los criterios ingleses.

De modo que esperé yo mismo al señor Harker, cosa que él pareció encontrar

extraña. Luego, una mañana, cuando fui a saludarle mientras se afeitaba, se cortó

accidentalmente y enloqueció de miedo sin motivo alguno.

—Jonathan dijo que se asustó porque no vio tu reflejo en el espejo… y que,

llevado por la cólera, tú arrojaste el espejo por la ventana.

—¿Fue por eso por lo que se asustó tanto? ¿Porque no tengo reflejo? Debí

imaginarlo. Lo que me alteró fue el crucifijo que le vi colgado al cuello, prueba de

que los lugareños le habían advertido contra mí. Arrojé el espejo en un arrebato de

cólera, pensando que era mejor que dejase de afeitarse si era proclive a cortarse…

pues mis tres hermanas podrían oler la sangre e ignorar mis órdenes de que le dejaran

tranquilo.

—¿Tus hermanas? —dije atónita—. ¿Esas tres extrañas mujeres son tus

hermanas?

—Sí. —Con aquella única palabra, su expresión y su tono de voz evidenciaron la

absoluta antipatía que sentía por ellas—. Son una de las cruces de mi existencia. A

pesar de mis esfuerzos por educarlas, nunca han llegado a dominar el arte del

autocontrol. Hice cuanto pude por mantener al señor Harker fuera de peligro,

cerrando con llave la mayoría de las puertas del castillo y advirtiéndole de que no

durmiera en otra parte que no fuera su habitación. Pero al encontrar las puertas

cerradas, él creyó que estaba prisionero y le entró el pánico.

—Pero ¡estaba prisionero! ¡Le obligaste a quedarse en contra de su voluntad

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durante dos largos meses!

—Yo no le obligué, sino que le pedí que se quedara.

—¡Le hiciste escribir cartas a casa por adelantado!

Drácula apartó la mirada.

—Fue una precaución. Nuestro sistema postal es muy poco fiable… y yo estaba

preocupado. Me había tomado muchas molestias e invertido mucho dinero para

emprender una nueva vida en tu país. Deseaba que mi llegada pasara desapercibida y

que no me importunasen. El señor Harker me tenía miedo. Sabía lo de mi propiedad y

mucho sobre mis asuntos de negocios. Si regresaba a Inglaterra antes de que yo

llegara a sus costas, temía que pudiera hablar sobre mí haciendo que tuviera un

recibimiento poco grato. De modo que le pedí que se quedara hasta que estuve listo

para partir.

—¿De verdad que fue ese el motivo?

Drácula me miró de nuevo.

—¿Qué quieres decir?

Le miré fijamente.

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