Capítulo 14
Los días corrían a demasiada velocidad, tanta que me daba vértigo.
Uno de ellos, salía con Ana y Patri del trabajo, camino de la marquesina del
bus, y las dos se pusieron a saltar a la vez.
—¡Pero si eres tú! Ya han puesto la publicidad. Vania, te van a ver en todo
Madrid, es como un sueño.
Para sueño el que yo tenía. Ya se me empezaban a pasar las náuseas gracias
a las pastillas esas, pero sueño tenía tanto que me dormía en el palo de un
gallinero si hacía falta.
—¿Estoy mona o no estoy mona? —les pregunté haciendo un poco el
payaso, apoyándome allí en la misma foto.
—¡Estás divina, no se puede estar más guapa!
Falsa modestia aparte, sí que estaba mona, esa es la realidad. Así que me
limité a disfrutarlo y a reírme cantidad con una peque que se me acercó
cuando ya estaba sola, pues el autobús de ambas llegó antes que el mío.
—Mamá, esta chica es la de la foto, ¡mira!
—No, cielo, se le parecerá, pero cómo va a ser ella. La de la foto es una
modelo.
—Esa chica soy yo—le contesté cortante.
¿Qué pasaba? Que, porque una saliera de trabajar con un aspecto de lo más
normal, ¿ya no podía ser modelo? Cierto es que después de una panzada de
currar una no fuera el colmo del glamur, pero vaya. Tenía que verme esa
cuando yo salía con Marta, monísima hasta decir basta y con mis taconazos
de infarto.
—¿Eres tú? Perdona, es que no había yo pensado…
—Ya, que una limpiadora, porque es lo que soy, no serviría para más cosas,
¿te refieres a eso?
—No, mujer, no es eso. Perdona, creo que he estado poco acertada.
—Perdonada, no te preocupes.
—Mamá, dile que se haga una foto conmigo, porfita.
—Dulce, hija, no seas cansina, que la muchacha igual no quiere fotos—Me
miró por el rabillo del ojo a ver si accedía.
—Ven aquí pequeñaja, claro que me hago una foto contigo.
La cría vino volando y las dos posamos con la señal de la “V”.
—¿Y ahora una poniendo morritos? ¿Puede ser? —me preguntó.
—Dulce, cariño, ya está bien.
—Déjala, mujer, que no pasa nada. No me digas que tú también sabes poner
morritos, chiquitina.
—Sí que sé, ¿y tú?
—Pues claro que sí, guapa. Qué arte.
—Es que mi niña es muy farandulera, ahí donde tú la ves.
—Ya, ya, menudas tablas que tiene. Pues nada, poniendo morritos que
posamos.
La peque hasta me dio un abrazo antes de subir a su bus y decirme adiós
con la manita. Me sentí diva por un día, qué cosas…
En cuanto a mi bus, parecía más lento que un desfile de cojos, por lo que
me dio tiempo a ver pasar a Héctor en su cochazo de jefe con su Barbie al
lado. Y ella se moría de la satisfacción de verme allí sentada mientras la
llevaba a casa.
Mis tripas se revolvían en momentos así, pero era lo que tocaba. No se me
iba a pasar de un día para otro el enamoramiento, a pesar de que Héctor
estaba demostrando ser un pelele y yo esperaba que eso me ayudase.
Cinco minutos más tarde, y con un hambre que me comería a mi padre por
los pies, si fuera menester, comencé a desesperarme.
—Vania, ¿te llevo? —me preguntó Andy desde el otro lado de la acera.
—No hace falta, Andy, si ya ves que estoy aquí esperando.
—Pues por eso mismo, que no tienes que andar esperando más. Sube,
anda…
Hacía un frío que pelaba, esa era la realidad. Las Navidades estaban ya
cercanas y el invierno a punto de entrar oficialmente, si bien
extraoficialmente lo había hecho con una ola de frío que daban ganas de
meterse en la cama con las sábanas polares y no salir por lo menos en un
mes.
—Vale, Andy, porque me estoy congelando.
—Vente, corre. O no, en tu estado no corras, no me hagas caso.
—Oye, que estoy embarazada, solo es eso…
Sí que di una carrerita hacia su coche y a él se le encendió el alma. Ese
chico estaba por mí y era de lo más lindo. Ya me podía haber fijado en él y
no en el idiota de Héctor, que se iba a morir pensando solo en las
apariencias.
—Gracias, hoy está tardando mucho.
—Pero es que no tendrías por qué esperar el bus ningún día. A mí me coge
de camino, puedo dejarte y así llegarías antes a comer.
—No, hombre, no. Que eso es un fastidio para ti, no te coge tan de camino.
Además…
—Además, ¿qué? —me preguntó con interés.
—Que yo me voy a ir de la empresa pronto, Andy, eso.
—¿Por tu embarazo? Pero no tienes que irte, te corresponde tu baja
maternal, tienes tus derechos. Si es por Paloma, no te preocupes, que ella no
te va a poder rebatir eso.
—No, es un poco por todo. Y como sabes que he ganado un dinerito con lo
de la publicidad, creo que es momento de empezar una nueva vida.
—La publicidad, ¡ay, Dios! Pero si estás ahí, en la foto, ¡qué guapa!
Lo dijo con total entusiasmo, sin querer arrancar, mirándola…
—Vámonos ya, anda, que te van a multar.
—Es que estás genial, pareces una modelo profesional.
—¿Sí? Pues espera a verme en el spot, que ahí hasta hablo. Vaya, una
frasecita solo, pero sí…
—Ya estoy deseando verlo, Vania.
Me hacía sentir muy bien. Andy era de esas personas que a poco que
estuviera cinco minutos a mi lado me alegraba el día. Y además era
guapísimo, lástima que a mí me fueran los malotes, me lo tenía merecido.
Porque Héctor, en el fondo, debía ser eso; un malote que había jugado a dos
bandas, pese a que la partida quien la hubiese perdido era yo que estaba
sola, embarazada, con hambre a todas horas y con una lagrimilla perpetua a
punto de salir de mis ojos.
Capítulo 15
A muy, muy poquito de la Navidad, llegó el momento de que me
confirmaran el sexo de mi bebé.
Con Marta de la mano, que mi amiga no me dejaba ni a sol ni a sombra,
pero con mi madre también en la eco, porque la mujer se empeñó en venir y
a mí hizo ilusión su empeño.
—Es una niña, Vania, es una niña—me confirmó Claudia.
—¿Una niña? — Las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas.
—¡Te lo dije! Si es que yo sabía que no iba a fallar, que era una niña y
seguro que va a ser preciosa—Marta se echó a llorar.
—Hija, una niña, voy a tener una nieta—Mi madre estaba también de lo
más emocionada y se acercó a la pantalla.
—Sí, mamá, una nieta, una nieta—Tenía que contener las lágrimas porque
no me permitían ni hablar.
—¿Y está todo bien, Claudia? ¿Cómo la ves?
—La veo perfecta y seguro que será tan guapa como su mami.
—Y como su papi—Se me escapó decir y todas me miraron.
—Más guapa todavía es su madre—añadió Marta, que tenía pasión
conmigo. Y yo no quise rebatírselo, pero su padre era guapo hasta no poder
más, con él rompieron el molde.
En momentos así era cuando echaba irremediablemente de menos que
Héctor hubiera sido otro tipo de hombre, ¿por qué tenía que pasar sola por
ese trance? Estaba muy tontita, con los nervios tocados todo el día, porque
sola no me dejaba jamás Marta y ahora también tenía a mi madre pendiente
de mí.
La ecografía, en 4D, por primera vez me permitía ver a mi hija con total
nitidez, con su cabecita, el tronco, el cordón umbilical que nos unía y que,
aunque lo cortaran en el momento de su nacimiento, nos iba a unir siempre.
Martita crecía en mi vientre sana y fuerte. Y yo no podía dejar de llorar
mientras la veía, tan chiquitita y tan bien formadita ya.
—Ahora te puedes ir a casa tranquila—me comentó Claudia, mientras me
vestía.
—No, no, ahora me las llevo a las dos a merendar, que hoy tengo antojo de
tarta de tres chocolates. En mi barrio hay una pastelería en la que venden
una que está de rechupete…
—¿Qué me dices? Ya me gustaría probarla, es mi preferida.
—¿Sí? Pues la próxima vez que venga a ver a Martita te traigo un buen
pedazo.
Salimos de allí con la intención de ir a zampárnosla y nos pusimos hasta las
cejas de una tarta que no me hartaba desde que me quedé encinta. Es que
igual me podía comer un trozo que diez, me fascinaba.
—María Jesús, te puedes quedar tranquila, que tu nieta está bien
alimentada, anemia no va a tener su madre—le decía Marta, que estaba
pletórica por haber acertado el sexo del bebé y que también se estaba
tomando una buena porción, pero en su caso de tarta de zanahoria.
—Anemia no, pero como siga así le va a dar una subida de azúcar. Vania,
hija, ni se te ocurra pedir un tercer trozo…
Mi madre estaba en todo, había cambiado mucho. Y hasta mi hermano
Tony, aunque seguía siendo un petardo, estaba dando el callo en su trabajo,
por lo que la cosa había cambiado lo suficiente como para que me
apeteciera pasar las Navidades con ellos.
Después de la merienda, me encontré con una sorpresa porque Marta se
empeñó en que entráramos en su tienda y allí Agustín y ella me tenían
preparada una enorme cesta con todo tipo de ropitas y complementos para
la niña.
—Ay, por favor, pero no podéis hacerme esto, es demasiado bonito.
—Bonito como tú y te callas. Ya estás de tiempo suficiente como para que
te hagan regalos, estos son unos Reyes adelantados. Es que resulta que
hemos recibido la nueva colección, pero mira las cosas que hay por si
quieres cambiar alguna.
—¿Qué voy a cambiar? Voy a cambiar de piso y no os voy a dar la
dirección, que regalos así os van a arruinar.
—Sí, claro, el mes que viene no comemos. Vania, hija, no me seas tontita,
que te estás volviendo de un dulce…
Mia quién fue a hablar de dulce, que era escuchar que se dijera algo de su
ahijada y tener que correr por el babero, estábamos todas emocionadísimas
con el nacimiento de la niña.
Y, por si fuera poco, todavía me quedaba una sorpresa más ese día…
Abrimos la puerta de mi casa, las tres, portando la cesta, cuando me
encontré un precioso moisés en medio del salón, envuelto con un enorme
lazo.
Las piernas me temblaron tanto que tuve que sentarme en el sofá.
—Hija, Marta me dijo que era el que te gustaba. Es un regalo de tu padre y
mío.
—Eso, eso, que yo también he intervenido—Llegó mi padre en ese
momento.
—Papá, pero ¿por qué habéis hecho esto?
—Porque estamos locos con la llegada de ese crío, Vania, por eso.
—Papá, va a ser una niña, es tu nieta…
—¿Una niña? Madre mía, otra reina de mi casa, si es que la voy a querer
con locura, ya la quiero…
—Gracias, papá…
—No me des las gracias, hija. Y hablando de gracias, soy yo quien te las
tengo que dar a ti.
—¿Qué dices, papá? ¿Por qué? Anda ya…
—¿Anda ya? El otro día caí en por qué me sonaba a mí la constructora para
la que trabajo, chiquitilla…
—¿Sí? Pues papá, ni idea. Vamos, es que no sé de lo que me hablas.
—No, ¿no? Pues solo por eso nos vamos a ir esta noche a cenar, a celebrar
que es una niña, ¡voy a tener una nieta!
—Papá, que no, que no podéis tirar la casa por la ventana. A la cena invito
yo.
—De eso nada, Vania, y tú chitón, que soy tu padre.
Hay cosas que nunca cambian y esa era una de ellas. Los padres nos ven
siempre como niños y yo comenzaba a tener una perspectiva distinta de
todo. Lo mismo me sucedería a mí con Martita el día de mañana, por lo que
poco podía decir…
Mi niña, era una niña…Una niña que tenía muchas posibilidades de nacer
con unos ojos verdes que me llegaran al alma.
Capítulo 16
Me colé en el trabajo con un bizcocho de limón que había hecho la noche
anterior.
Era tanta la emoción por conocer ya el sexo de mi bebé que no podía
conciliar el sueño, por lo que me metí en la cocina hasta tarde.
Ana y Patri, a quienes se lo había prometido, me esperaban expectantes, ya
que ambas eran unas golosas de mucho cuidado.
Desde el despido de Eva, que nos afectó tanto a todas, habíamos hecho piña
y para mí esas chicas se habían convertido en amigas.
—¿Qué es? ¿Qué es? —me preguntaron al verme.
—Es una niña, chicas, una niña…
No había acabado de decirlo cuando ambas me hicieron una señal de que
tenía alguien detrás.
—¿Vas a tener una niña, Vania? —me preguntó Héctor, que también llegaba
así de temprano.
—Sí, va a ser una niña y he traído un bizcocho de limón para celebrarlo,
espero que no te importe, será una celebración rapidita.
—Por supuesto que no, tomaos el tiempo que necesitéis.
Vi la emoción en sus ojos, una emoción contenida. Se ve que en el fondo de
su elitista corazoncito también pasaban cosas, porque Héctor parecía
especialmente triste ese día.
Supongo que también pasó por su mente ese momento en el que, meses
atrás, le prometí hacer uno de esos bizcochos para él.
—¿Quieres probarlo? —le pregunté porque me dio un apuro tremendo.
—Me encantaría, ¿puedo?
—Claro, no hay ningún problema.
Después de decirlo me arrepentí porque con Héctor allí sentí que se nos
cortó todo el punto, incluso a mí. O, mejor dicho, más que a nadie a mí, que
ya no fui capaz de retomar la conversación con naturalidad.
También llevaba un termo de chocolate calentito para acompañar. Ya he
dicho que me había dado por el chocolate y me gustaba tomarlo en todas
sus variantes. Además, así calentito, entonaba el cuerpo en una mañana
gélida como aquella.
—Está increíblemente bueno, Vania, ¿puedo repetir?
—Tú verás si puedes, yo creo que no hay ningún problema—le contesté
adrede por aquello de que a Paloma no le gustaba que comiera dulce.
Mucho no es que pareciera importarle a él su opinión porque a falta de uno,
fueron varios los trozos que se tomó.
—Es, sin duda, el mejor bizcocho de limón que he probado en mi vida—me
dijo antes de marcharse para su despacho.
A esa hora, su Palomita no revoloteaba por allí, pero sí lo hizo a media
mañana cuando volvimos a hincarle el diente al otro medio bizcocho que
quedó. Fue Linda la que nos vio y le dio el chivatazo, pues ella no tardó en
venir.
—¿Se puede saber lo que está pasando aquí?
Se notó que ya se le iba olvidando el miedo que debió pasar con lo del hurto
de los gemelos y volvía a coger vuelo de nuevo. Dicen que la cabra tira al
monte y con las Palomas debe suceder algo parecido, en fin…
—Pues nada, que voy a tener una niña preciosa y lo estamos celebrando, ¿te
unes? —le pregunté con toda la mala leche que me caracterizaba en
momentos así.
—¿Una niña? —me preguntó con cara de asco.
—Sí, mira, había cincuenta por ciento de posibilidades, no es tan raro—lo
dijo como extrañada y por eso se lo aclaré.
Aunque para mí, lo que de verdad estaba calculando ella era el porcentaje
de posibilidades de que mi hija fuera de su prometido, porque tan tonta no
debía ser, por mucho que mirase para otro lado por su conveniencia.
—Ya, ya, supongo. Bueno que no, claro que no… Tomar azúcar y por la
mañana, es de locos, ¿a quién se le ocurre?
Me quedé con ganas de contarle que a Héctor, que se había zampado unos
cuantos trozos como si no hubiera un mañana.
Ese mismo Héctor se topó conmigo, o más bien me buscó hasta toparse, a
última hora.
—¡Jo, qué susto! —Di un salto porque no lo escuché venir. Claro, cómo iba
a escucharlo si llevaba la música a tope.
—Lo siento, ¿te he asustado? —Hizo ademán de colocarme la mano en el
vientre y yo di un respingo como un gato.
—¿Qué haces? —Se la quité porque, aunque me hubiera encantado que la
dejara, no podía permitirme ciertas licencias dadas las circunstancias.
Héctor no podía ser nadie en mi vida ni en la de Martita, por lo que era
mejor que las cosas nos quedaran claras a todos.
—Perdona, ha sido un gesto instintivo, de protección, por lo del susto.
Discúlpame.
Se me cayeron las bragas hasta el suelo, esa es la realidad, pero también era
real que él no podía darse cuenta de cuán frágil me sentía cuando lo tenía
delante de mí.
—Pues yo no necesito tu protección—le mentí porque nada me habría
gustado más en el mundo que sentirme querida, mimada y protegida por él
en esos momentos.
—Lo siento, no volverá a ocurrir, pero quería felicitarte en privado, solo
eso. Oye, Vania, ¿me permites una pregunta?
—¿Qué es lo que quieres saber?
—¿Estás con el padre de tu hijo?
—¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Y a ti qué te importa?
—Lo siento, es que quería saber si al menos alguien te cuida y te protege.
—Mira, Héctor, a mí no me hace falta nadie para eso, ¿lo entiendes? Yo
solita me valgo y me sobro, no soy como otras.
—¡Haya, paz, por favor! Vania, ¿no hay manera de que tengamos una
conversación civilizada sin que discutamos? He venido en son de paz.
—Y yo no te he llamado. No necesito tu felicitación ni tus palabras de
aliento y, por supuesto, mucho menos que me protejas. Tampoco te importa
con quién esté o deje de estar. Tú y yo tenemos vidas totalmente separadas
y cuanto antes se te meta eso en tu pija cabeza, mucho mejor.
—No volverá a ocurrir, lo siento. Pero es que me cuesta mucho, Vania.
Aquí donde me ves, me cuesta una barbaridad.
—Oye, ¿es cosa mía o me vas a contar tu vida? Porque si es así ya puedes
callarte antes de que me dé la risa floja.
—Lo siento, Vania, lo siento.
Y yo sentía que hubiéramos llegado a aquel punto, pero me dolía que
estuviera, que no estuviera, que me hablara, que no me hablara… y hasta
que respirara…
Capítulo 17
El día veinte, a cuatro días de Nochebuena, la pamplinosa de Paloma
contaba sus planes a voz en grito…
—Pues volamos el veintidós a Méjico. Mis suegros están allí pasando una
temporadita y nos han invitado a celebrar las Navidades con ellos. No veo
la hora, tengo ya hechas no sé cuántas maletas. Menos mal que para
nosotros el dinero no es problema, porque me va a costar más la facturación
que el vuelo—Se lo estaba diciendo a Linda, pero con tal torrente de voz
que pareciera querer enterarnos a todos.
—Ea, casi igual que nosotras, ¿eh? Unas a Méjico de vacaciones y otras a
seguir dándole al mocho—murmuró Patri.
—Y que no falte, guapa, que según están las cosas, miedo le da a una. Yo
aquí me quedaría de por vida, aunque tenga que aguantar carros y carretas a
la tontaina de Paloma, pagan mucho mejor que en otros sitios. Y ahora,
además, cogemos paga extra—le comentó Ana.
—Yo no creo que me quede aquí mucho tiempo, chicas, la verdad.
—¿Y eso por qué? —me preguntaron al unísono.
—Porque me voy a ir a finales de enero.
—¿Por la barriga? Pero si no hace falta, te coges tu baja maternal y luego te
vuelves.
—Ya lo sé, pero es que necesito un cambio de aires.
Me dijeron lo mismo que Andy, pero yo la decisión la tenía totalmente
tomada. Y, hablando de Andy, él me seguía acercando a casa todos los
mediodías e incluso se había ofrecido también a recogerme por las
mañanas, algo que yo no acepté con la excusa de que estiraba las piernas
hasta la marquesina del bus.
Ese día, al dejarme en casa, lo noté como un poco apurado.
—Vania, verás, es que quería decirte una cosa.
—Dime, Andy, ¿qué pasa? Si es que no puedes seguir trayéndome no hay
ningún problema. Yo sé que hasta te desvías y que no te viene bien, no soy
tonta.
—Que no mujer, que no es eso. Si a mí me encanta desviarme, tranquila.
—Ah, vale, es que no quiero ser una mosca cojonera, a mí no me gustan
esas cosas.
—¿Una mosca cojonera? Tú más bien eres una mariposa bonita de todos los
colores.
Por un momento, sus almendrados ojos brillaron más que nunca.
—Gracias, Andy, eres muy amable. Pero ¿qué es eso que me querías decir?
El pobre no lo sabía, pero yo tenía unas ganas que no eran normales de
subir y zamparme una bandeja de croquetas de rabo de toro que dejé
preparadas, solo a falta de freírlas.
—¿Tú tienes pareja, Vania? —Su atractiva cara se sonrojó al
preguntármelo.
—¿Yo pareja? No, ¿Por qué lo dices? Ah, ya, por mi embarazo. No, no
tengo pareja, Andy.
—Ah, vale, es que me gustaría invitarte a cenar el viernes por la noche,
¿cómo lo ves?
—¿Invitarme a cenar? Ay, es que me has cogido un poco de sorpresa, no sé
lo que decir.
—Pues di que sí, mujer, lo pasaremos bien. Solo será una cena de amigos,
pero podremos charlar un rato y, si después te apetece, podemos ir a bailar y
a tomar una copa.
—Andy, es que no estoy mucho para bailar. Y menos para tomar copas, eso
te lo digo desde ya.
—¡Qué tonto! Claro. Bueno, pues quien dice una copa, dice un refresco, ¿te
va bien? Anda, dime que sí.
—Vale, vale, iremos a cenar. Pero lo de después ya mejor no, que además
con el embarazo me ha dado por dormir y estoy como un lirón.
—Perfecto, pues cena y te traigo a casa.
—Trato hecho.
Subió las escaleras con una sonrisilla tontona que me notó Marta en cuanto
entré.
—¿Y a ti qué te ha pasado?
—Que Andy me ha invitado a cenar el viernes.
—¿Y le has dicho que sí?
—Sí, yo qué sé, es que no me lo esperaba y no he sabido zafarme.
—¿Y por qué tenías que zafarte? Tú siempre dices que es muy guapo y
simpático. Vamos, que es muy buena gente.
—Pues por eso tendría que zafarme, porque no quiero jugar con sus
sentimientos.
—Mujer, que tampoco le has prometido casarte con él. Sales, te aireas, te
hartas de cenar, que hay que ver si cenas, hija de mi vida. Y, de paso, te
echas unas risas que son maravillosas para todo.
—Supongo que tienes razón. Además, ya habrán pasado Nochebuena y
Navidad y estaré más tranquila.
—Oye, que nuestras Navidades tampoco es que sean como las de los
famosos que se van a Nueva York y eso, que las nuestras son muy
tranquilas, aquí en el barrio.
—Ya, que para eso tampoco hay que ser famosos, Héctor y Paloma se van a
Méjico, que están allí los padres de él.
—¿Y eso te escuece?
—¿A mí? ¡Qué va!
—Ay, cariño, a robar vas a venir a la cárcel. Pues claro que te escuece, pero
piensa una cosa.
—Ya, ya sé lo que me vas a decir, que vaya castigo pasar las Navidades con
la asquerosa esa de Amelia, eso ya lo he pensado.
—Ea, pues no tengo más que decirte.
—Eso, que quien no se consuela es porque no quiere. Oye y tú, ¿pasas
algún día con tus suegros?
—Sí, con ellos pasamos Fin de Año. Estoy deseando comenzar el año
nuevo con Agustín, ¡qué ilusión!
—Qué asquito más bonito, de veras que te tengo una envidia sana que para
qué…
—Tonti, que a ti ya te llegará.
Capítulo 18
El veinticuatro por la mañana me despedí de mis compañeras. Ese día
salíamos antes, a la una del mediodía, y el ambiente en el curro era de lo
más relajado.
Paloma y Héctor ya se habían despedido unos días antes y allí solo quedaba
Linda con el modo espía puesto, pero por lo demás el aire era mucho más
respirable de lo habitual.
Andy me llevó a casa y me despidió con la mejor de sus sonrisas, dándome
un cariñoso beso en el moflete y deseándome unas felices fiestas.
—Y no te olvides de que el viernes cenamos juntos, ¿eh? Que eso es lo más
importante.
—No, claro que no me olvido, te deseo unas fiestas muy felices también
con los tuyos.
El chico era un encanto y se veía ilusionado con la cena. Y a mí, poco a
poco, me estaba contagiando esa ilusión.
A media tarde llamé al timbre de la casa de mis padres, con una sonrisa en
el rostro y una tarta de chocolate negro con naranja que había preparado
para el postre.
—Pero Vania, hija, no tenías que traer nada, ¿cómo se te ocurre? Vienes a tu
casa—me recriminó mi madre, que me abrió con el delantal puesto.
—Mamá, no me digas que eso que huele es el pavo con pasas que tanto me
gusta.
—Sí, hija, sé que hace años que no lo cocino, pero me acordé de que era tu
preferido cuando eras niña y he pensado que te gustaría.
—¿Gustarme? Mamá, me voy a poner ciega a pavo. No sé si será sano en
mi estado—bromeé.
—¿Eso no será sano y atiborrarte a chocolate sí? Vania de mi alma, que
menos mal que no eres de engordar, porque si no habrías cogido ya
doscientos kilos.
—Tu madre, que nunca ha sido exagerada, ¿cómo estás, hija? —Salió mi
padre del baño perfectamente arreglado y perfumado.
—Papá, ¡qué bien hueles! Y qué guapo estás.
—Hija, la ocasión lo merece, que no puede estar uno siempre con la ropa de
trabajo y hecho unos zorros.
—Tú siempre estás bien, papá, la elegancia se lleva dentro. Pero así de
guapo no veas, mamá te va a pedir cualquier día que te vuelvas a casar con
ella.
—Sí, hombre, qué cosas dices.
—¿Y por qué no, Antonio? Que nuestras bodas de oro pasaron ya, pero
podemos celebrarlas cuando nos dé la gana.
—¿Y a ti te gustaría, María Jesús?
—Pues mira, sí, nunca me lo había planteado, pero sí…
En esas que llegó mi hermano Tony, un tanto cortado porque no nos
habíamos vuelto a ver desde que yo me fui de casa.
—Hola, Vania, me han dicho que me vas a hacer tío, ¿no?
Era su manera de firmar la paz, tampoco le podía pedir peras al olmo.
—Eso dicen, hermano. Y a ti, ¿cómo te va?
—Bien, bien. Ahora tengo un curro y eso. Y lo del módulo también va para
adelante, he aprobado todo.
—Me alegro un montón, ¿sabes que va a ser una niña?
—¿Una niña? Anda, pero si yo pensaba llevarlo a jugar al fútbol.
—¿Y qué? No me seas zopenco, ¿es que las chicas no juegan al fútbol?
—No, sé, tú nunca jugaste al fútbol conmigo.
—Porque tú dabas coces, ni patadas ni nada, directamente coces. Y me
ponías las piernas que daba miedo mirarlas.
—¿Eso hacía? Qué animal yo, ¿no? Mira, Papá Noel le ha traído algo a la
peque.
—Gracias, Tony, ¿qué es? —Me sorprendió mucho, no esperaba ese gesto
por su parte.
—Ábrelo y lo ves.
—Pero bueno, es un Pluto de peluche igual que…
—Igual que tu preferido de pequeña, ese que yo descuajaringué, que
siempre he sido un borrico aparejado.
—Tony, gracias, es un detalle precioso.
—Ya te digo. Y lo mío me ha costado encontrarlo por Internet. No veas si
he dado vueltas para encontrar el dichoso muñeco.
—Es un detallazo, Tony, todo un detallazo.
No me podía creer lo que estaba ocurriendo. En los últimos años, eran
contadas las ocasiones que mi hermano y yo hablábamos. Y cuando lo
hacíamos era para tener tales discusiones que casi necesitábamos la
intervención de los GEOS. Y ahora esto…
La tarde fue de los más familiar y cuando por fin nos sentamos a cenar me
tomé un par de platos de ese pavo con pasas que me supo tan exquisito.
También disfruté de un montón de entrantes y, como postre, me tomé una
porción gigante de la tarta.
Justo terminaba de degustarla cuando me sonó un WhatsApp. Me imaginé
que sería Marta, para desearme una feliz noche, pero me equivoqué. Era un
mensaje de Héctor.
Él: “Te deseo una preciosa Nochebuena acompañada de los tuyos. Feliz
Navidad desde el otro lado del mundo, Vania”.
Lo que en otras circunstancias me habría hecho ilusión, en esas me mató,
porque me removió mucho por dentro y me sentí jodidamente mal. Por otra
parte, eso de “desde el otro lado del mundo” me molestó cantidad, porque
me lo tomé como que me estaba restregando por toda la cara su megaviaje a
Méjico.
Yo: “¿Cómo se te ocurre escribirme en una noche así? Ojalá desaparezcas
de mi vida”.
No conté hasta diez. Por desgracia no lo hice. Siempre he sido muy
impulsiva y en momentos así no las pienso, por lo que cuando quise darme
cuenta ya le había dado a enviar.
Ni siquiera quise leer los siguientes mensajes que me envió, sin duda
pidiéndome disculpas.
—¿Te ha pasado algo, Vania? Hija, se te ha puesto muy mal color de cara—
me preguntó mi madre.
—Hija, no te habrá molestado un hombre, porque me llevan los demonios.
Si es así, dímelo que quien sea se va a encontrar con el puño de tu padre.
—No es nada, tranquilos. De veras que no es nada…
Capítulo 19
—Marta, ¿no voy demasiado provocativa? Mira que tampoco le quiero
hacer ilusiones al chaval, que eso no es justo.
—¿Demasiado provocativa? ¿Quién eres tú y que has hecho con mi amiga?
Ni se te ocurra volver a darme un susto igual, nenita, ¿qué dices?
—Es que se me están poniendo las tetas como melones y no quiero llevarlas
ahí apretadas para que parezca lo que no es.
—Vania, estás preciosa con ese vestido, no querrás parecer una monja, deja
de decir tonterías.
—Ya se me nota un poco la tripita con él, ¿verdad?
—Eso sí, pero sigues teniendo un tipo precioso. Y encima con esa
“pechonalidad”. Siento decirte que sexy sí que estás, pero es que lo eres,
eso no lo vas a poder remediar por mucho que lo pretendas.
—Va, va, ¿qué hora es?
—Son las nueve, así que deja ya de pasarte las planchas, que tienes el pelo
de anuncio y vete ya.
Bajé las escaleras con cuidado, porque pese a mi embarazo, llevaba unos
buenos tacones. Antes muerta que sencilla, y una ocasión era una ocasión.
—Guau, estás preciosa, Vania—me dijo bajándose del coche en cuanto me
vio aparecer.
—Gracias, Andy, qué detalle—le contesté al abrirme la puerta del copiloto.
Con Héctor no había tenido ocasión de comprobar si era o no de tener esos
detalles, porque nuestra relación se había circunscrito al sexo, al sexo y
también al sexo, por mucho que él dijera.
Andy no paró de darme conversación por el camino e inicialmente yo me
sentía un poco desubicada. No obstante, como no podía ser más encantador,
pronto me sentí muy cómoda y comencé yo también a darle palique.
Él no paraba de reírse, sobre todo cuando le conté una y mil anécdotas de
mi barrio.
—Para mí que tú no has tenido mucha calle de pequeño, ¿no? —le pregunté
porque me llamó la atención lo mucho que alucinaba con todo.
—No, qué va, yo fui el típico empollón que estaba siempre encima de los
libros. No era muy de calle, no…
—Y después seguiste estudiando a tope, supongo.
—Sí, en la carrera ya viví un poco más, pero tampoco te creas que fue para
tirar cohetes. Y luego, en cuanto terminé, me saqué una novia y a partir de
ahí no viví demasiado.
—¿Una novia? ¿Y qué pasó?
—Pues que con los años conoció a otro y me la estuvo pegando una
temporadita buena hasta que espabilé, no creas que me di cuenta a la
primera. Y mira que me lo dijeron, que la habían visto en cierta compañía y
tal, pero nada… Yo ponía la mano en el fuego por ella y me quemé, claro
que me quemé.
Resoplé porque lo nuestro era de traca. Yo también sabía que no debía estar
con Héctor y no solo lo hice, sino que no tomé las debidas precauciones y
me quedé embarazada de él. En ese momento, ya quería a Martita con toda
mi alma, pero que eso no le restaba un ápice de irresponsabilidad a mis
actos.
—¿Y tú? ¿Puedo preguntarte por lo que te ha ocurrido?
—¿Te refieres a lo de mi embarazo?
—Sí, a eso.
—No me lo tomes a mal, pero es un algo un poquito personal. Prefiero
dejarlo para mí, ¿ok?
—Ok, espero no haberte molestado. Oye, Vania, yo solo te quería decir
que…
—¿Qué? Dime.
—Que no vayas a pensar que todos los hombres somos iguales porque te
haya sucedido eso. Yo entiendo que hay mucho bala por ahí que no se haga
cargo de sus propios hijos, a mi madre misma le ocurrió, pero que otros
muchos no somos así e incluso podemos llegar a querer como nuestros a
esos pequeños.
No salté a comérmelo en ese mismo momento porque habría sido muy
cantoso, pero era un trocito de pan. Sin saberlo o sabiéndolo, provocó que
se me iluminara el alma, porque es muy cierto que yo estaba muy apagadita
últimamente.
—Gracias, Andy, te diría que eres un encanto, pero seguro que eso ya lo
sabes.
—Anda ya, solo soy un tío corriente y moliente, lo que pasa es que ha caído
al pelo y te lo he dicho.
—Tú no tienes nada de corriente y moliente, eres un tipo excepcional, te lo
aseguro.
—Pues si tan excepcional soy, me tienes que dejar que te invite a un sitio
después.
—¿A un sitio a bailar? Mira que me he puesto taconazo y que no puedo con
mi alma.
—Pues entonces a un pub irlandés muy cuco que conozco, con la música
tenue, en el que se puede charlar. No me digas que tienes ganas de irte ya a
casa.
—No, no las tengo. Vale, vamos…
Pagó la cuenta, no admitió que le dijera nada al respecto y nos fuimos. Era
todo un caballero y se le veía feliz como una perdiz esa noche.
Llegamos al pub y allí lo conocía mucha gente. Se veía que tenía amigos
hasta en el infierno. Lo observé mientras pedía y se lo comenté cuando
llegó a la mesa.
—Jolines, eres más conocido que el papa, chico. Oye, ¿y tú por qué no
bebes?
—¿Tomarme una copa? Porque tú no puedes y no estaría bonito, las cosas
no se hacen así.
—Me parece que tú eres más cumplido que un luto, ¿eh? Que yo no me lo
voy a tomar a mal.
—Ya, pero es que no lo disfrutaría y ya. Yo soy así, Vania, y lo hago por los
dos, no me sentiría bien.
Sin duda que Andy tenía un montón de valores y me fue imposible no
compararlos con los de Héctor. No lo veía yo dejándose comprar como lo
hacía el de los ojos verdes más bonitos del mundo.
A partir de ahí, me relajé un poco más y él también lo hizo, lo que me
permitió comprobar que contaba con un irónico sentido del humor que me
hizo reír mucho durante un par de horas, hasta que un bostezo dio la señal
de alarma.
—Te llevo pero que ya a casa, que no quiero quedarme con la impresión de
haberte aburrido.
—No me he aburrido nada, Andy. Me lo he pasado muy bien.
Capítulo 20
El día treinta a primera hora, víspera de Fin de Año, llegué a la oficina y
cogí mis bártulos, como todas las mañanas.
Me tocaba repasar esas oficinas de arriba a las que por fin les iban a dar uso
en breve. Menos mal, porque llevaba meses limpiándolas y aquello era más
inútil que la “P” de psicología.
Avanzaba por el pasillo camino del ascensor cuando escuché el grito de
Linda.
—¡No puede ser, Amelia, no puede ser!
Pronto se vio rodeada por un montón de trabajadores.
—Por favor, que alguien ponga la televisión. Parece ser que se ha perdido la
señal del avión en el que volvían Paloma y Héctor.
Noté que, por mucho que tratara de evitarlo, mi cuerpo al completo
comenzó a temblar.
—¿Qué dices, Linda? Pero eso no puedes ser.
—Eso ya lo he dicho yo, no me seas lorito de repetición. Y a ver si te crees
que me lo he inventado. Paloma va en ese avión, joder. Ella no, ella no…
Yo no quería que le pasara nada a Paloma por mucho que la tuviera
atravesada, pero en ese momento comprobé que todavía mucho menos que
le ocurriera a un Héctor, cuya desaparición me dolió una barbaridad.
—Linda, tranquila, están diciendo que hay un avión desaparecido que
cubría la línea Méjico, D.F.-Madrid, pero hay que mantener la esperanza,
porque no hay noticias de ningún siniestro.
—Eso puede ser que estén fallando los sistemas de comunicación. Mi
hermano es piloto y me contó que le sucedió una vez a un compañero suyo
—nos explicó Elvira, una de las chicas de contabilidad.
Por mi parte, guardé silencio y me senté en un sofacito que había allí en la
entrada, no tardando Andy en venir hacia mí.
—¿Estás bien, Vania?
—Bien, bien, Andy, muchas gracias. Impactada como todos, solo es eso.
—Quizás tú no debieras estar hoy aquí, pueden vivirse muchos momentos
de tensión y no creo que sea bueno para la niña, ¿te llevo a casa?
—No, de veras que eres muy amable, pero no es necesario.
—Vale, te traeré una infusión de la cafetería en ese caso, que te vendrá bien.
En cualquier otro momento le habría dicho que la infusión se la tomara él y
que a mí me trajera una chocolatina a algo similar, pero no en ese, en el que
la boca se me secó tanto que apenas podía tragar saliva, al mismo tiempo
que el estómago se me cerró.
En unos minutos llegó Andy con la tila calentita y me la puso en las manos.
—Gracias, ¿tú qué crees que habrá ocurrido?
—Seguro que es lo que ha dicho Elvira, lo de las dichosas comunicaciones,
esas, pero que no tiene por qué pasar nada malo.
—Ni bueno tampoco, porque reconoce que no pinta bien.
—Hay que tener paciencia, ellos son muy fuertes.
Sobre todo, pensé en eso de que bicho malo nunca muere y esperé que fuera
aplicable a Paloma y por extensión a un Héctor que me estaba destrozando
el corazón, por no saber qué habría sido de él.
Un par de horas después seguíamos en las mismas.
—Andy, por favor, ¿no hay manera de que se sepa nada?
—No, Vania, sé que Don Adrián no para de llamar a la embajada mejicana,
pero no pueden darle noticia alguna. La situación es caótica.
—Andy, ¿tú crees que les pueda haber pasado algo?
—Yo creo que no, quiero pensar que no, Vania, pero no nos queda otra que
esperar.
Lo hicimos, con total paciencia, durante varias horas más. Aquella mañana,
salvo alguna urgencia puntual que hubo que cubrir, el trabajo se paralizó
por completo en las oficinas. Normal, ninguno de nosotros era capaz de dar
pie con bola en una situación así.
Aunque Paloma no era santo de la devoción de ninguno, tampoco le
deseábamos ningún mal y Héctor sí que había sabido ganarse el cariño y el
respeto de su gente. Solo había que mirar las caras para saber que eso era
así, pero por encima de todas ellas, destacaba la mía, que hasta vomité
durante aquel rato, por mucho que las náuseas ya me estuvieran
abandonando.
En torno a las dos de la tarde, el silencio se hizo entre todos nosotros.
Estaban dando la peor de las noticias, esa que ninguno de nosotros quería
escuchar.
Por lo visto, al avión le había fallado un motor intentando un aterrizaje de
emergencia que fue imposible, por lo que acababan de informar de que se
había estrellado. Sin duda, serían muchas las personas que habrían fallecido
como consecuencia del impacto, pero se desconocía si algunos de los
pasajeros continuaban con vida.
La sangre se me heló en las venas y me dio un ataque de ansiedad que tuvo
que sofocar Andy, trayéndome una bolsa para que hiperventilara.
—No deberías estar aquí, Vania, en cuanto mejores te llevaré a tu casa.
—No, yo quiero quedarme, quiero ver lo que sucede.
—Vamos a tardar en volver a tener más noticias y cabe la posibilidad de que
las que lleguen no sean nada buenas, Vania. Lo mejor que podrías hacer es
irte a casa. Si no quieres hacerlo por ti, hazlo por tu hija, por Martita.
Tenía más razón que un santo, por lo que le hice caso y llegué a casa
directamente para tumbarme en el sofá y poner la tele, con las piernas en
alto.
Marta me trajo un caldo calentito y vino corriendo a sentarse a mi lado.
—Cariño, tranquila, que la esperanza es lo último que se pierde.
—Ya lo sé, porque lo primero es la paciencia. Lo sé porque esa ya la he
perdido.
—Venga, guapa, que no, que nosotras somos chicas con suerte.
—¿Con suerte? Eso lo serás tú, porque yo más que con estrella, nací
estrellada. Es que no me lo puedo creer y además es que, si le sucede algo,
no me lo perdonaré en la vida—Lloré con amargura.
—Vania de mi vida, ¿y eso por qué? Ni que llevaras tú el avión.
—Porque yo le dije el otro día que ojalá desapareciera de mi vida, por eso.
—Mujer, esas son cosas que se dicen, pero uno no las desea de verdad. Eso
lo sabe todo el mundo.
—No, Marta, es que cuando yo se lo dije, lo hice de corazón. Pero no quería
que desapareciera así, yo no le puedo desear nada malo. A Héctor no, a él
no…
Capítulo 21
Las noticias seguían siendo muy confusas a primera hora de la mañana. Lo
sabía porque no me despegué de ellas en toda la noche. Así tenía los ojos,
abultados como dos huevos…
—Con ese careto de cansada ni se te ocurra decirme que vas a ir a las
oficinas, porque no…
—Voy a ir porque aquí en casa no hago nada y no puedo aguantar más los
nervios, Marta.
—¿Y allí te van a inyectar un calmante en vena? Piensa con la cabeza.
—No, pero allí estaremos todos y, además, que yo necesito salir. No puedo
estar más tiempo aquí encerrada, me estoy volviendo loca.
Me fui en taxi, ese día me permití el capricho, porque cierto que para bus no
estaba. Andy me vio llegar y se quedó alucinado.
—¿Qué haces aquí, Vania? Deberías estar en casa.
—No podía, Andy, entiéndelo. Quiero estar aquí con vosotros.
—Pues me hubieras avisado, mujer, te habría recogido.
—No, me habrías dicho que me quedara. Así que cogiendo un taxi me he
ahorrado la discusión. ¿No se sabe nada?
—Don Adrián se ha trasladado hasta la misma embajada para estar al
corriente de cualquier movimiento. En cuanto sepa algo nos telefoneará.
—Es que todo es muy confuso. Se hablan tantas cosas…
—Demasiadas, se hablan demasiadas, ¿te has pasado toda la noche sin
pegar ojo?
—Enterita, al tanto de las noticias.
—Yo también, vaya plan. Ahora mismo nos vamos a la cafetería.
—¿Y eso?
—Porque tienes que desayunar y porque no podemos pasarnos todo el día y
toda la noche pegados a la pantalla, que la cabeza nos va a petar.
—Eso es verdad, no sabes lo que me duele. Y ni una triste pastilla me
puedo tomar.
—Venga, pues tomemos algo calentito, que nos vendrá bien.
A mí no me quedaba mucho tiempo allí porque había decidido dejar el
trabajo a finales de enero, pero por Dios que no quería que ese fuera el final
de la historia. Héctor no podía estar muerto, no podía ser, y yo me resistía a
esa idea.
En un momento dado, y aprovechando que estábamos solos, Andy me cogió
la mano para consolarme.
—Ya verás, Vania, todo va a salir bien, no lo dudes.
Necesitaba estirar las piernas, por lo que me levanté y comencé a dar
vueltas por todo el pasillo. Él me acompañaba en todo momento.
—Yo es que lo necesito por el embarazo, pero tú no tienes que hacer
penitencia, ve con los demás.
—No es ninguna penitencia. Vania, yo no te veo bien. A mí no me la das, sé
sincera conmigo.
—Vale, vale, pues estoy como si me hubiera hartado a pastis y acabara en
un after hour, ¿sabes?
—Mucho no es que sepa porque no lo he hecho en la vida, la verdad, pero
me lo imagino.
—Pues yo lo hice una vez, solo una. Y no se me ocurrirá más en la vida.
Menuda tontería que he dicho, pues claro que no se me ocurrirá más, que
para eso voy a ser madre. Entonces era una chiquilla.
—¿Y qué pasó?
—Madre día, ¿tú sabes el dragón ese de “La historia interminable”?
—Claro, Falkor, se llama.
—Pues ese era un gusano chiquitillo al lado de los que yo veía, qué cosita
más mala.
—No he escuchado definir nunca un “mal viaje” de esos por drogas de un
modo tan gracioso.
—¿Mal viaje? Mal viaje fue el que hice hasta el hospital, que llamaron a mi
madre y, como era menor, la dejaron montarse en la ambulancia. Te juro
que prefería los dragones a ella, que sí que era una fiera.
—Me imagino cómo se pondría, sí.
—No, tú no la conoces y por eso no te lo puedes imaginar…aunque ahora
no parece la misma la mujer, está de un cariñoso con su nieta.
—Pues eso es lo que cuenta. Oye, ¿nos vamos a dar un paseo a la calle?
—Va a ser mejor que sí, porque aquí está el ambiente muy viciado.
Salimos y estuvimos Castellana arriba y Castellana abajo un buen rato. Al
llegar a la altura del escaparate donde discutí con Paloma por primera vez
me paré y se lo conté a Andy.
—Es horrorosa esta mujer, pero ojalá que esté bien. Nunca le he deseado
ningún mal a nadie y tampoco a ella, por mucha inquina que me tenga.
—Haces bien y Héctor es un buen tío. A veces actúa de una manera un poco
extraña, pero es un buen tío, Vania. Lástima la compañía que tiene.
—Ni en mil vidas lo entenderé.
—Ya, supongo que será por lealtad, es un tío muy leal. No sabes cómo ha
luchado siempre al lado de su padre, desde súper joven, lo dice todo el
mundo.
—Sí, eso es verdad, parece adorarle.
—Lo ha apoyado siempre a muerte. Y su padre a él también. Lo de Amelia
es otro cantar.
—¿Tú también lo sabes?
—¿A qué te refieres? — Paró el carro hasta ver si hablábamos de lo mismo.
—Vamos, Andy. Sé que ella no es su madre y que no lo ha querido nunca.
—Ya, no ha tenido suerte en ese sentido. Amelia siempre ha sido una mala
persona, lástima que Don Adrián cayera en sus redes, porque podrían haber
tenido una vida mucho mejor al lado de cualquier otra mujer.
—Es tremenda, engreída, narcisista, ambiciosa…
—Es más que eso. Créeme que a mí esa mujer me da una mala espina que
no es normal.
—Ya, es de esas personas que se te acercan y te da yuyu, ¿verdad?
—Más que yuyu, para mí es oscura y siniestra, con una mirada que oculta
algo. Nunca la he podido soportar, esa es la realidad. Y cada vez menos…
Volvimos para echar un vistazo a nuestros compañeros y escuchamos
aplausos, por lo que nos faltó el tiempo para entrar volando.
—¿Qué ha pasado, Linda? ¿Qué ha pasado? —le pregunté con el corazón
en la boca.
—Don Adrián, que acaba de darnos la noticia de que Paloma ha aparecido
viva, ¡está viva! Herida, pero viva.
—¿Y Héctor? ¿Qué se sabe de Héctor?
—Todavía nada. Las autoridades han ordenado una búsqueda todavía más
exhaustiva de los alrededores. Hay muchos fallecidos y, en determinados
casos, la identificación no está resultando nada sencilla.
—Lo entiendo, Linda, lo entiendo, gracias.
Necesité ir al baño para llorar. Me alegraba que Paloma hubiese aparecido
viva, pero habría dado lo que no tenía porque fuese Héctor.
—¿Estás bien, cariño? —Ana me preguntaba desde fuera.
—Sí, es que he vomitado la más grande, ¿sabes?
—Pero también te estoy escuchando llorar, Vania.
—Es que esto resulta demasiado duro, Anita, qué plan.
—Sí, hija. Mira, yo no es por nada, que no le deseo nada malo a esa mujer,
pero hubiera preferido que sobreviviera el jefe.
—No digas eso, Anita, él también va a sobrevivir, ¿no crees?
—No lo sé, Vania, no lo sé…
—¿Por qué lo dices? —Salí a lavarme la cara, que daba miedo vérmela.
—Porque he escuchado decir a uno de los miembros del consejo, ya
sabes…
—Sí, de los peces gordos.
—Pues eso, que decían que cuantas más horas pasen menos posibilidades,
que la cosa se está poniendo fatal.
—Anita, no puede ser…
—Hija, que yo tampoco puedo hacer nada, ojalá pudiera, porque un jefe
más bueno no vamos a tener en la vida ni más guapo tampoco.
Capítulo 22
Las siguientes horas eran cruciales y las pasé en casa, con Marta y también
con Agustín, que se quedó con nosotras para hacernos algo de compañía.
Él sabía la verdad de mi embarazo porque Marta y yo decidimos contárselo
en su día. Pertenecía a mi círculo de confianza más cercano y me parecía
absurdo que no lo supiera.
A media tarde, después de que el sueño me rindiera y me echara una
pequeña siesta, llamaron a la puerta y para mi sorpresa era Andy.
—Hola, no te esperaba—le dije un tanto cortada, pues me cogió de total
improviso.
—Perdóname, sé que tendría que haberte llamado, pero me he permitido
traerte un poco de chocolate. Por desgracia, no tengo ninguna novedad
sobre Héctor.
—Gracias, no tengo nada que perdonarte. Eres un amor y lo sabes, ¿algo
nuevo sobre Paloma?
—Bueno, parece ser que tiene algunas contusiones, bastantes más bien, y un
brazo roto, pero nada más.
—¿Un brazo? ¿No será el derecho? Con lo que le gusta a ella acusar…
Me permití el lujo de hacer esa pequeña broma porque los nervios estaban
acabando conmigo y necesitaba una válvula de escape.
—Pues no tengo ni idea de cuál será, chica.
—Vale, te perdono también. Entra, anda, que vas a merendar con nosotros.
Seguía sin entrarme nada en el estómago, pero tuve que hacer un esfuerzo
porque la cosa podía ir para largo y mi Martita necesitaba a su mamá fuerte,
como me decían todos y con razón.
Mandaba narices porque mientras Héctor estuvo bien, yo consideraba que
no tenía padre. Y ahora, ante la posibilidad de que no hubiera sobrevivido,
sentía que mi niña se quedaba más sola e indefensa.
—Tendrías que salir a dar un paseo, Vania, necesitas estirar las piernas y
despejar un poco esa cabecita, que te vas a volver loca.
—No puedo, Marta, es que no puedo tirar de mi cuerpo.
—Pues vas a tener que hacerlo, porque yo podré hacer muchas cosas por mi
ahijada cuando nazca, pero mientras te tocan a ti todas.
—Ya lo sé, Marta, lo intentaré.
—Lo intentarás y lo harás—me exigió, aunque con todo el cariño.
—Pero si es que mira los pelos que se me han quedado ahí en el sofá, los
tengo todos pegados.
—Mírala, desde que ha sido modelo no veas. Chica, que todavía no tienes a
la prensa en la puerta. Ahora mismo te cojo una cola de caballo y seguro
que Andy está encantado de acompañarte al parque.
—No digas eso, que bastante ha hecho ya con venir, voy yo sola.
—No, Vania, que yo tampoco tengo nada que hacer, no digas tonterías. Y
así me distraigo, que todo esto me tiene un poco loco también.
—Vale, vale, con todos a la vez no puedo, sois unos tramposos.
Salimos al parque y me sentí un poco floja. En unos minutos le pedí que nos
sentáramos y lo hizo con toda la paciencia. Yo llevaba un plumífero y una
bufanda que en ese momento echó a volar y más corrió él detrás, hasta
traérmela.
—Gracias, es un regalo de los Reyes pasados, de mi padre, y le tengo
mucho cariño.
—Ya tenemos también los Reyes aquí mismo, hoy es Fin de Año, ¿no te
acordabas?
—No te lo vas a creer, pero se me había olvidado por completo. Con razón
me ha dicho Marta que mi madre ha llamado un buen puñado de veces.
—Llámala, mujer y cuéntale.
—No, si ya lo ha hecho ella. Madre mía, deberías irte ya, que te esperará tu
familia.
—No, no estoy para celebraciones. Ve tú con los tuyos, ahora te acompaño
a casa de tus padres.
—No, no, imposible. Yo no puedo.
—Entonces, déjame que me quede contigo.
—No, hombre, si van a estar Marta y Agustín, no hace falta. Mira que ellos
se iban hoy con la familia de él, pero lo habrán anulado o yo qué sé…
—Que vayan, mujer, diles que vayan. No tienen que pagar los platos rotos
de lo que está sucediendo, yo me quedo contigo, de verdad.
—¿En serio? Es que me da pena, es Nochevieja y yo no tengo ni gorrito ni
uvas ni nada, porque no tengo ánimo.
—Ni falta que hace, ¿yo te he pedido algo de eso? ¿A que no? Pues ya está,
Vania, hazme caso.
Capítulo 23
Lo hicimos así, me quedé con Andy en una noche de Fin de Año que resultó
la más amarga de toda mi vida, con diferencia.
A las doce en punto, en lugar de comer las clásicas doce uvas, eché un buen
puñado de lágrimas que excedieron con mucho de la docena, empapando la
camisa de Andy, que me sirvió de paño de estas.
Tampoco me sentía bien porque no era justo… No era justo que él estuviera
albergando un puñado de esperanzas por el hecho de acompañarme, ya que
yo, pese a que agradecía sobremanera su compañía y me lo había pasado
muy bien con él en determinados momentos, como cuando salimos a cenar,
no estaba por él.
En el fondo de mi corazón lo supe en todo momento, pero terminé de tomar
conciencia de ello cuando ocurrió el accidente y hube de admitirme a mí
misma, abiertamente y sin tapujos, que estaba enamorada de Héctor.
Enamorada hasta la médula, enamorada hasta solo tener ganas de gritar su
nombre y que como en la canción esa que mi madre escuchaba cuando Tony
y yo éramos pequeños, la de Álex y Cristina, hiciera “chas” y apareciera a
mi lado.
Levanté la cara, tratando de borrar las lágrimas de ella. En vano, porque yo
borraba unas y, de inmediato, eran sustituidas por otras.
Andy trató de allanarme el camino borrando también él unas cuantas y
entonces fue cuando mis ojos y los suyos se encontraron, como si
estuvieran ellos solos en aquel salón. Y digo eso porque su cerebro pareció
quedarse fuera, porque no era momento para lo que ocurrió. Pero no…
también estaba su corazón, ya que de corazón me besó.
Lo hizo lenta y pausadamente, sosteniendo mi mentón, en un gesto tan
cariñoso que no acerté a esquivar. Somos humanos y, en determinados
momentos, ciertos gestos nos pueden confundir. Y fue una confusión
porque yo nunca debí dejar que me besara estando, como estaba, enamorada
de Héctor.
Mis ojos se lo terminaron de confesar cuando sus labios se separaron de los
míos, pero tal confesión no tuvo que salir de mi boca porque él me lo puso
más fácil.
—Lo quieres, ¿verdad? —me preguntó con infinita tristeza.
—¿Cómo dices?
—Que quieres a Héctor, no pasa nada, prefiero que me lo digas, que no me
lo ocultes. Solo así sabré a qué atenerme.
—Sí, lo quiero. Lo siento mucho, Andy, en ningún momento he
pretendido…
—Tranquila, que no lo he pensado. Tú no me has buscado nunca, he sido yo
quien ha insistido desde el principio, sin parar.
—Y yo quien debí pararte, lo que sucede es que a veces la razón y el
corazón no se ponen de acuerdo. Y más cuando hay tantas ganas de pasar
página como las que tengo yo. O como las que tenía, porque no sé. Verás, le
dije una cosa horrible, le dije una cosa que me va a doler siempre como una
espina clavada en el alma y me siento tan culpable…
—Ya, ya, tranquila, guapa. Seguro que no se lo dijiste adrede, a veces
decimos cosas porque estamos heridos y, sin darnos cuenta, herimos
también a otros. Pero Héctor te conoce y sabe que no eras tú quien hablaba,
sino tu dolor.
—Eso es cierto, cuando ahora el dolor es infinito y por otro motivo. No lo
voy a ver más, algo me dice que no lo voy a ver más y que él se quedó con
esas últimas palabras tan feas que le escribí.
—Tranquila, preciosa, tranquila. Ya está…
—Todo esto es una pesadilla, dime por favor que me voy a despertar, Andy.
Dímelo…
—Ojalá pudiera decirte eso, aunque en cierto modo sí lo es. Lo es porque
algún día te acordarás de este episodio de tu vida como eso, como una
pesadilla.
Sentí una fuerte punzada en el vientre y me llevé la mano hasta él. Tampoco
hacía falta que dijera nada a ese respecto. A buen entendedor, pocas
palabras bastan.
—¿Cómo lo supiste, Andy? ¿Te lo puedo preguntar?
—Claro, no hay problema. Ya lo sospechaba de antes, pero lo supe cuando
te vi correr el día que él anunció su compromiso con Paloma. No soportaste
estar allí. Y me lo confirmó el terror de tus ojos cuando supimos lo del
accidente del avión, así como un hecho más.
—¿Qué hecho, Andy?
—El hecho de que supieras que Amelia no es su madre. Solo su círculo de
mayor confianza lo sabe. En mi caso, tengo un familiar que trabajó con los
de la Sera hace muchos años y me lo dijo él. Nunca lo he sabido por Don
Adrián ni por Héctor. Y tú, que no tienes a nadie allí, ya lo sabías. Si Héctor
te confesó eso también eras importante para él, no te quepa duda.
—No, no me digas eso porque me hace más daño. Prefiero pensar que solo
fui el juguete del jefe, un juguete que estaba dispuesto a cambiar por otro en
cualquier momento, que solo yo lo quise a él, pero que él no me quiso a mí.
—¿Y por qué prefieres pensar eso, Vania?
—Porque así me hace menos daño, porque nunca creí en sus palabras y
porque le hice muchos desplantes. Por eso y por muchas cosas más—Mi
mano seguía en mi vientre como queriéndole tapar los oídos a una Martita
que por más que quizás ya pudiera oírme, no entendería mis palabras. Pero
pese a eso, quise protegerla de un dolor que era mío y solo mío.
—Lo entiendo, pero no debes sentirte culpable por eso. Además, Héctor
todavía no está…
—¿Muerto? ¿No está muerto?
—Exacto.
—Te agradezco mucho tus palabras de ánimo, Andy. Más viniendo de ti,
porque cobran un valor especial, pero ni tú ni yo somos tontos y ambos
sabemos que han pasado ya un buen número de horas. Los que no han
aparecido ya…
—Lo tienen difícil, solo es eso, pero no imposible.
Capítulo 24
Dentro de mi enorme desgracia, me sentí mejor desde que me sinceré con
un Andy que me demostró estar hecho de una pasta especial, puesto que no
me culpó en ningún momento y siguió apoyándome.
Sin embargo, pese a su apoyo, al de Marta y de Agustín, al de mis padres y
al de Tony, me vine abajo irremediablemente. También a mi familia hube de
confesarle lo que había, porque mi pena era tan honda que no existió
agujero en el que pudiera esconderla.
Todos me mimaron y protegieron en unos amarguísimos días en los que lo
necesité más que nunca. Eso sí, la desesperación también se convirtió en mi
compañera perenne en el momento en el que el día cuatro de enero, las
autoridades dieron oficialmente por terminada la búsqueda. Algunos de los
cadáveres quedaron calcinados y sus cenizas…
Mejor no pensar. Esa fue la suerte que corrió el padre de mi hija, el hombre
al que amaba y el jefe que un día conocí y que me enamoró como estaba
segura de que ningún otro hombre sería capaz de hacerlo.
En el momento en el que dieron la noticia, me pilló desprevenida y sola en
la cocina. Andy, que a pesar de todo se quedó conmigo, había ido un rato a
su casa a asearse, mientras que Marta estaba en su dormitorio y mi madre
en casa, preparándome algo de comida que echarme al estómago.
Me dio por encender el televisor en ese instante en el que fui a servirme un
vaso de leche. Había dejado el café, dado que en el estado de nervios en el
que me encontraba la cafeína no era la mejor compañía.
La voz de la periodista y su gesto serio me avanzaron lo que estaba por
escuchar; que todo el que no hubiera aparecido ya estaba muerto y bien
muerto.
No era algo que no supiera, pero en casos así una no quiere escuchar una
confirmación que te duele como si te arrancaran de cuajo el corazón. Me
quedé paralizada primero y luego se hizo la oscuridad… Ya después no
escuché nada más.
Me desperté en el hospital, sin tener noción de lo que había sucedido. En un
primer momento lo hice sonriente, sin recuerdos, como si todo siguiera
igual, como si a mi vida no le hubieran dado jaque mate.
—Cariño, ya estás aquí—Era mi padre quien me acompañaba en la sala de
observación.
—Papá, ¿qué ha pasado?
—Perdiste el conocimiento y te han dado un calmante. Vania, sé que todo
esto es muy doloroso, pero ahora tienes que ser más fuerte que nunca, por la
niña.
Las lágrimas empezaron a caer por mi rostro, al recordar de repente.
—Papá, Héctor ha muerto.
—Lo sé, cariño, lo sé y por eso te digo que tienes que ser fuerte. Tu hija te
va a necesitar más que nunca porque ahora…
—Ahora no tiene padre—Sollocé sin consuelo.
—Pues sí, Vania, desgraciadamente es así, hija.
—Papá, ¿cómo se supera esto? ¿Cómo?
—Tú estabas dispuesta a seguir adelante sin él, ¿lo recuerdas? Tenía su vida
con otra mujer y tú te pusiste el mundo por montera pensando que criarías a
tu hija sola. Ahora eso no se ha convertido en una posibilidad, sino en una
obligación. Y solo puedes mirar al frente. Llora todo lo que tengas que
llorar, Vania, patalea, chilla, echa la rabia dentro, pero luego sigue tu
camino y piensa en Martita.
No había otra. Mi padre tenía toda la razón, pero el dolor tiene muchas
manifestaciones y ver la muerte en la cara del ser amado es una de las más
monstruosas de todas ellas.
Quise moverme y fue como si las piernas me pesaran una tonelada y
entonces entendí que todo, absolutamente todo, me costaría mucho más a
partir de ese momento.
La tristeza, la rabia, la ira… todas ellas se dieron cita en mi pecho en el más
aciago de los días; en el día en el que comprendí que nada, absolutamente
nada volvería a ser como antes.
Ya no había marcha atrás. El destino me arrebató a Héctor, pero dejó dentro
de mí una semilla, dándome la oportunidad de continuar con su estirpe.
De repente un solo deseo; el deseo de que mi hija, efectivamente, heredara
sus increíbles ojos verdes. Eso que tanto había temido fue lo que de repente
más deseé. Si Martita tenía sus ojos, cada día cuando me asomara a ellos,
vería los de Héctor y entonces, él seguiría vivo en esa criatura a la que yo
adoraba aun antes de verle la carita.
—¿Qué vas a hacer, hija? Mi nieta es heredera de un imperio y tú, como su
madre que eres, deberías hacer valer su condición. Ahora tienes que pensar
con la cabeza fría, Vania.
—No es el dinero de su padre lo que quiero para mi hija, papá. Alguien me
dijo, hace poco, que por determinados gestos que tuvo él me quiso de
verdad, solo que supongo que su estatus social le marcó un camino del que
no debía desviarse.
—Es que a ese mismo estatus pertenece tu hija, cariño mío.
—Es que ese estatus no me ha traído más que desgracias, papá, ¿no lo
entiendes?
Capítulo 25
Me dieron el alta ese mismo día. Andy me comentó que Don Adrián, junto
con su mujer y con Paloma volaban ya en ese momento rumbo a España.
Al día siguiente se celebraría un funeral en memoria de Héctor. La familia
lo había querido así, deseando dar por zanjado cuanto antes el capítulo más
triste de sus vidas.
Según se decía, Don Adrián estaba absolutamente destrozado y no era para
menos. Amelia no era la mujer de su vida, por más que fuera su mujer. Y
ahora también le tocaba soportar a Paloma, una chica que tampoco gozaba
de sus simpatías, por más que su hijo estuviera comprometido con ella.
Marta estaba en casa cuando yo llegué y me dio un abrazo inmenso.
—Creí que te quedarías con tus padres, amor, ¿cómo estás?
—Rota, muerta, acabada, por eso he preferido venir a casa.
—No me digas eso, cariño mío, que tú vas a poder con esto y con más, ya lo
verás.
La amargura no me permitía ver claro, ¿de verdad podría yo pasar página
definitivamente de aquello? ¿Se llegaba a superar algo así o la pena te
consumía quedándose contigo hasta el final de tus días?
—Se lo dije y se ha cumplido, Marta, se ha cumplido. Yo lo aparté de mi
lado, yo le dije que ojalá…
—No, se apartó él de tu lado el día que se comprometió con Paloma. No
cargues en tus espaldas una mochila así de pesada porque tampoco sería
justo.
—Supongo que tienes razón, pero duele igual, ¿qué más da?
—El amor a veces es muy complicado, mi niña, demasiado complicado.
—Ya, lo único es que a veces sí funciona. Hay a quien le funciona, mira a ti.
Cuando uno está ciego de dolor no ve más allá de un palmo. Y eso fue lo
que me ocurrió a mí ese día, que no me di cuenta de que la cara de
sufrimiento de Marta no obedecía únicamente a verme mal a mí.
—Sí, cariño, claro que sí—Me dio la razón como a los locos.
—¿Qué te pasa, chiqui? Tú tampoco estás bien, te lo estoy viendo en los
ojitos.
—Claro, ¿y cómo pretendes que esté bien cuando estoy viendo a mi
hermana del alma con el corazón hecho jirones?
—Marta, a ti te pasa algo más, no me tomes el pelo.
—No es momento, mi vida, no es momento.
—Venga ya, tú siempre estás para mí. Es más, si me lo cuentas, a lo mejor
hasta me quitas de la cabeza ciertos pensamientos y me distraigo un poco.
—Está bien, porque te vas a enterar de todas maneras…
—Dime, venga, claro que sí.
—Que Agustín es un cabrón, solo eso.
—¿Tu Agustín? Venga ya, no, tiene que tratarse de un error.
—No, se trata más bien de que tiran más dos tetas que dos carretas, pero
que, si en vez de dos tetas son cuatro, mejor que mejor.
—No, eso es imposible…
—No lo es, no. Resulta que, ¿te acuerdas de que fuimos a casa de sus
padres en Nochevieja?
—Como para no acordarme, anda que no me costó nada que accedieras a
marcharte, guapi.
—Pues eso, que suerte que fui para quitarle la máscara.
—¿Por eso era tan feo? Con razón, si llevaba puesta una máscara—No sé
cómo me pudo salir una broma en un momento así, puesto que mi cabeza
tenía la misma presión que una olla, sería quizás por eso; la soltaba o
explotaba.
—Sería eso, la madre que parió al feo…
—Cuenta, venga—resoplé—. Vaya cuadro el nuestro.
—Pues hija, que allí había una supuesta prima suya que luego me enteré de
que no era tal prima, sino que siempre se llamaron así porque sus madres
eran como hermanas y en un momento dado de la noche…
—¿Viste algo raro?
—Sí, sí que lo vi. Que ella se fue al baño y él salió pitando también
enseguida. Oye, no sé, que me escamé, me acerqué y vi como que se
intercambiaban algo en los teléfonos.
—¿Y le preguntaste?
—Sí, según él le acababa de llegar un meme mientras esperaba en la puerta
del baño, muy gracioso, y se lo pasó. Pero no sé, para mí que el meme ese
tenía la gracia en el culo, como las avispas. Vaya, que no era eso y a raíz de
ahí yo llevaba dos o tres días mosca.
—Ay, Dios…lo que me faltaba, si para mí erais un ejemplo de amor, hija de
mi vida, qué disgusto.
—¿De amor? De cuernos, de eso soy ejemplo, que me estaban corneando,
pero a base de bien.
—¿Tanto?
—Sí, sí, que esta mañana ya no he podido más. Teníamos la tienda de bote
en bote, que para eso vienen los Reyes y él con los ojos metidos en el
móvil, que parecía que se le iban a salir.
—Hija de mi vida, qué completo, el feo. Pero ¿has visto algo o estás
conjeturando ahí en plan bestia?
—Claro que lo he visto, que le he dado un codazo como quien no quiere la
cosa y el móvil le ha salido volando. Y la otra, que me he enterado de que
ha sido siempre una aspirante a mantenida, le estaba dando ahí un buenos
días con el tetamen al aire y pinchándolo para que fuera a verla.
—¿Qué dices?
—Como te lo digo. Y él en plan baboso total, como los caracoles, que le ha
faltado dejar el rastro.
—Pero chiquilla, ¿y ahora qué?
—Ahora lo he puesto fino filipino delante de la tienda entera, eso he hecho.
Con razón no tenía prisa en comprometerse ni en nada.
—Buah, pero es tu jefe, eso es lo malo. Maldita sea, otro jefe, anda que no
estamos gafadas ni nada con ellos.
—Ya te digo yo que sí, pero ese se va a aguantar conmigo en la tienda hasta
que encuentre otra cosa, eso fijo, porque yo al paro no me voy a
consecuencia de que a él se le hayan ido los ojos. Eso se lo puede ir
quitando de la cabeza ya, pero ya, vamos.
—Chiquilla, vaya un plan con todo, a mí me has dejado de piedra.
—De piedra tiene él la cara esa fea. Y mira que encima me gustaba. Si es
que soy tonta, pero tonta de remate.
—Que no, mujer. Venga, si quieres, lloramos las dos juntas y nos
desahogamos.
Capítulo 26
Día cinco, víspera de los Reyes más desoladores de mi vida…
Allí estábamos todos, en aquel tristísimo funeral que se celebró en memoria
de Héctor, en una fría mañana en la que, sin embargo, lucía un luminoso sol
que, como todos nosotros, acudió a despedirlo.
En el interior de la iglesia escuchamos palabras muy bonitas en boca de sus
amigos, que lo definieron como un tipo divertido, brillante, pero, por
encima de todo, leal.
Me quedó la sensación de no haberle dicho muchas cosas y de haberme
despedido de la forma más cruel, sin saber que aquella era una despedida
definitiva. Un triste WhatsApp con el que lo aparté de mí. Ignorante, no
sabía lo que el destino me tenía preparado.
En aquella iglesia, al lado de esa caja que no contenía nada, pues nada pudo
recuperarse de su cuerpo, lloraba un Don Adrián a quien se le iba con su
hijo toda su descendencia. O eso pensaba él, pues en mi vientre crecía una
nieta suya.
Lo decidí en ese momento. A mi padre le había dicho que no quería nada
del patrimonio de Héctor, que no era ese legado el que pretendía para mi
hija. Con esa decisión la estaba privando de un cómodo futuro, lo cual
puede que no fuera justo… Pero lo que resultaría totalmente injusto, eso
seguro, era privar a aquel hombre de conocer a una criatura que a buen
seguro le daría algo de vida, tras el intenso dolor sufrido por la pérdida de
su propio hijo.
A mi lado, mis padres y Marta, esta última cogiéndome de la mano como
tantas y tantas veces, llorando conmigo la muerte del que yo sabía que era
el hombre de mi vida.
En primera fila, observando el dolor de Don Adrián, Paloma y Amelia. La
segunda con gesto serio y la primera con uno más abatido y compungido.
Sin duda que ella, a su caprichosa manera, también lo quería. Paloma y yo
éramos la cara y la cruz; ella lo quiso en público, gozando del
reconocimiento de su noviazgo y yo en privado, en la más absoluta de las
clandestinidades.
Nuestras miradas se cruzaron al salir de la iglesia y, por primera vez en su
vida, no me retó. Obvio que no era de retos de lo que tenía ganas, obvio que
solo quería como yo, que la tierra se la tragase. No obstante, de haber
conocido mi secreto, es posible que se hubiera tirado de los pelos.
Ella, prepotente como nadie, apenas podría soportar que yo fuera la
portadora del mayor regalo que la vida le podría haber hecho a Héctor; su
hija.
Si pudiera dar marcha atrás, si pudiera subirme en una máquina del tiempo,
me colocaría en el momento en el que él me preguntó si mi bebé era suyo y
le diría que sí. Por una vez, dejaría el orgullo a un lado y que el destino
fuera el que inclinara la balanza hacia el lado que considerara oportuno.
Vestido de negra como iba, me puse las gafas de sol y entré en la más
absoluta de las oscuridades al salir de la iglesia.
—No hace falta que te martirices más, el resto acompañaremos a la familia
al cementerio, tú deberías irte a casa—me aconsejó Andy, que no podía ser
más bueno y que seguía tratándome con el mismo cariño pese a saber que
yo no estaba por él.
—No, quiero ir, voy a ir.
—Creo que es un trago innecesario, pero sé que eres una cabezona y que no
vas a parar hasta salirte con la tuya, así que cógete de mi brazo, anda.
—Me cogí del suyo y también del de Marta. Me despedí de mis padres con
una sola idea en la cabeza; hablar con Don Adrián.
Fueron varias las veces que tuve que echarme mano al vientre durante el
entierro, pues hubiera preferido beber un litro entero de cicuta antes de ver
que metían la caja en ese lujoso panteón familiar.
En el último instante, se hizo un enorme silencio y las lágrimas comenzaron
a rodar por muchos rostros, entre los que estuvieron el mío, pero también el
de Paloma y el de muchos otros, por no decir el de su padre, que era la viva
imagen de la desolación.
Llegó el momento de la despedida, en el que todos nos acercamos a darle el
pésame a la familia. Al lado de Paloma, permanecía Linda, mientras que
Amelia tomó el brazo de su marido, imposible de consolar.
En tales circunstancias, fue Paloma quien contestó a todos los que a ellos se
habían acercado, muy ceremoniosa, dándoles las gracias por acudir e
incluso refiriéndose a la belleza y el barroquismo de un panteón familiar
destinado a ser la morada de un Héctor que por fin era libre. Y digo por fin
porque lo cierto es que en vida no llegó a serlo nunca. Esa fue la última
sensación que tuve, porque de un modo u otro, siempre estuvo atado por los
lazos de su condición social.
Al llegar a la altura de la familia, me dirigí a Paloma y le expresé mis
condolencias, como todo hijo de vecino. Lejos de hacerme un feo, las
aceptó de buen grado. Poco consciente era ella de hasta qué punto
estábamos unidas en esa desgracia que se cernió sobre nosotras.
Sin embargo, a quien yo quería hablarle, a quien tenía interés en poder
contarle que no todo estaba perdido, era a Don Adrián. Para ello, después de
estrechar su mano, lo esperé a la salida del cementerio.
—Vámonos, ahora ya sí que no hacemos nada aquí—me comentó Andy
viendo mi intención de quedarme allí parada.
—No, sé lo que me hago. Déjame, por favor, quiero hablar con él, estoy
segura de que necesito hablar con él y cuanto antes.
—No seré yo quien te diga que no.
Esperé a que Don Adrián estuviera solo con Amelia, en el momento de
subirse en el coche, y lo abordé.
—Don Adrián, por favor, necesito hablar con usted.
—¿Y se puedes saber para qué, niñata? ¿No ves que este es un momento
muy familiar e íntimo?
—Déjala, Amelia, por favor. Sé que mi hijo la apreciaba mucho, me
gustaría saber qué quiere decirme.
—Pues cualquier tontería, sabe Dios.
La miré con mirada incendiaria, porque la habría calcinado allí mismo, pero
por respeto a Don Adrián no le contesté nada.
—Me gustaría que habláramos a solas, si a usted le parece bien.
—No tengo inconveniente, hija—Dio unos pasos y se echó mano al brazo
izquierdo.
—¿Está usted bien? —le pregunté mientras Amelia, alarmada, vino hacia
nosotros.
—Quita de ahí, que ya voy yo. ¿Qué te pasa, marido?
—Que no me encuentro bien, creo que me está dando…
Un infarto, no le dio tiempo a decirlo, pero le estaba dando un infarto.
Amelia comenzó a chillar y todos aquellos que ya iban en dirección a sus
coches se acercaron. De inmediato, alguien llamó a una ambulancia que
tardó un corto espacio de tiempo en llegar.
Sin embargo, la mirada de Don Adrián hacía presagiar lo peor; acababa de
tirar la toalla, decidiendo irse con quien más quería en la vida, con su
amado hijo.
—Luche por favor, luche—murmuré y fue entonces cuando le dije al oído
que iba a tener una nieta.
Sé que me escuchó porque, pese a que el gentío hizo que fuera mucho el
alboroto, me sonrió. Y esa sonrisa no la olvidaré en la vida…
Capítulo 27
—¡Han llegado los Reyes! —exclamó Marta.
—No me puedo creer, según estamos, ¿cómo se te ha ocurrido? Lo siento
muchísimo, pero es que yo no te he puesto nada.
—¿Cómo que no? También hay algún paquete con mi nombre, menos mal
que estos de Oriente están en todo.
—Tú sí que estás en todo, cariño mío.
—Venga, venga, que Martita tiene que notar que es un día especial.
—Especialmente triste querrás decir, porque vaya tela. Si me faltaba algo
con una muerte, ahora dos.
—Te voy a traer un vasito de leche tibia con un trozo de roscón y ya verás
como te sientes un poco mejor.
—No, roscón no, tengo el estómago atrofiado, no me entra nada.
—Eh, eh, que tengo el mejor roscón del barrio en la nevera, es que ni se te
ocurra despreciármelo, ¿me oyes?
—Oído todavía tengo, te oigo, lo que no tengo son ganas.
—Ni faltas que te hacen, te lo comes y punto. Está relleno de chocolate, con
eso te lo digo todo.
—Te lo agradezco, cielo, pero es que a mí no me entra ni el pelo de una
gamba en el estómago, yo no lo tengo cerrado.
—Mira que en cualquier momento van a llegar tus padres y será peor.
—¿Ellos también?
—Hombre si te parece, ya los he llamado. Van a venir como dice el
villancico “cargaditos de juguetes, para el niño entretener…”
—Yo sí que tengo un buen entretenimiento contigo, anda.
Y tanto que lo tenía, pero también era el mejor entretenimiento del mundo.
No sé qué habría sido de mí en aquellos días sin ella, sin esa personita que
me quería aupar en un momento en el que también estaba hundida.
Hice un esfuerzo por levantarme y tomarme ese vaso de leche tibia y,
pellizquito a pellizquito, logré comerme un trozo del roscón que con tanta
ilusión me había encargado.
—Y ahora vamos a abrir los regalos. Este es para mi ahijada…
—Desde luego que eres…
De todo, nos había regalado de todo; desde más ropita y un buen puñado de
juguetes para la niña hasta mi colección de libros favoritos para mí. Tendría
mucho tiempo libre para leer, por lo que se trataba del mejor de los regalos.
“El mejor de los regalos”, qué absurdo, el mejor de los regalos habría sido
despertarme y comprobar que nada de aquello había sucedido, pero a falta
de pan, dicen que buenas son tortas.
Tampoco mis padres tardaron en llegar y lo hicieron, efectivamente
cargados de regalos, sobre todo para la peque, a la que no le iba a faltar ni
un perejil.
—¿Y Tony? ¿No va a venir? —les pregunté un tanto extrañada, porque en
un día tan señalado lo echaba de menos.
—Sí, cariño. Ha ido a hacer un recado y ahora mismo viene.
Cuando llamaron a la puerta, escuché la risa de Marta, pese a lo que ambas
teníamos encima.
—Tony, ¿qué es esto? Si es más grande que tú y mira que tú, pequeño no es
que seas precisamente.
—Es un oso gigante, para el cuarto de mi sobrina.
—¿Y no has caído en que es mi mismo cuarto? Madre mía, no vamos a
caber en él, hermano—Me levanté y lo abracé.
—Pues tendrás que hacer un poder, porque es el oso más grande que había
en todo Madrid.
—Cariño, pero si te habrá costado un riñón.
—¿Y? Lo mejor para la peque…
No podía quejarme. Aunque mi corazón estuviera roto, en mi vida había
gente que me quería y que también adoraba ya a mi niña y eso valía un
potosí.
Mis padres venían con otro roscón, por si no había tenido suficiente, y
quedamos en que ese lo probaríamos después del almuerzo. Mi madre había
traído también una riquísima empanada con dátiles y jamón, así como un
caldo de esos que suponía un chute de energía.
Tampoco faltaron entre los regalos una caja de bombones gigante que
volvería a hacer mis delicias cuando recuperara el apetito.
La soleada mañana dio paso a un nublado mediodía en el que estábamos
poniendo la mesa cuando noté mi teléfono vibrar. Eran muchas las llamadas
que recibía en los últimos días por lo que no me extrañó en absoluto, solo
que aquel número desconocido por mí y tan largo…
Soy un poco desconfiada por naturaleza y a punto estuve de no descolgar.
Suerte que lo hice porque hay llamadas que están destinadas a cambiarte la
vida y esa fue una de ellas…
Los vellos se me pusieron de punta al mismo tiempo que mi corazón se
aceleró a tope.
—Vania, soy yo—escuché y miré a mi alrededor pensando que era un
sueño, un jodido sueño.
—¿Héctor? ¿Eres tú? No es posible…
—Sí lo es, Vania, estoy vivo.
Finalizará en la tercera parte: El amor del jefe.
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