CRUZAR LA NOCHE parte 02

 Mariana dejó que la ducha caliente le terminara de quitar el frío, se cambió y se fue a esperar el

colectivo a la ruta.

—Me vuelve loco, hermano —dijo Nano—. ¿Viste los ojos que tiene? ¿Y los pocitos que se le hacen

cuando se ríe? Y ni hablar de las gomas... No puede ser más linda.

—Ni más forra —le respondió Pablo—. Debe ser una nena de mamá, es insoportable.

—Lo que pasa es que ustedes se cayeron mal de entrada. Es dulce...

—Y agrandada. ¿No viste la cara de asco que tenía en el rancho? Y mejor ni hablemos de cuando me

tiró la guitarra. La hubiera cagado a pinas.

—Lo que pasa es que no está acostumbrada a estar acá —siguió defendiéndola Nano—. Estuve

investigando a Betiana y me contó toda la historia. Es muy jodido lo que le pasa. Fueron muchos

cambios, por eso por ahí se pira un poco, pero eso la hace más linda, loco. Es una mina con polenta.

Otra no se hubiera animado a tirarte la guitarra al río.

—Justifícala porque estás caliente —le dijo Pablo—. No sé si estará buena, pero que es forra, es forra.

—Mañana me la transo, loco, y después te cuento.

Pablo se fue furioso, invadido por sentimientos contradictorios, sin poder borrar el rostro de Mariana,

que ahora se le aparecía, repitiendo las imágenes de la tarde. Trató de pensar en otra cosa para no tener

que buscar explicaciones a los deseos de insultarla y de besarla al mismo tiempo que lo estaban

acosando.

Mónica oprimió el botón del portero para que su sobrina pasara. —Me parece que no te has divertido

mucho, ¿me equivoco? —Fue un bajón... —Un bajón vendría a ser algo así como muy malo, ¿no?

—Peor, malísimo.

—Bien, pero... ¿a qué se debió el bajón, al lugar o a la gente?

—Un poco a las dos cosas. El lugar era deprimente y la gente mejor no hablar. Bueno, en realidad

algunos zafan, pero uno especialmente, logró arruinarme el día.

—Debe haber sido un chaval muy malo para que quiera hacerte eso, ¿no?

—Es el tarado ese del vivero, el que se cayó de la moto, ¿te acordás?

—Sí. Si la memoria no me falla, me parece que se llama Pablo.

—Sí. Es un agrandado que se la cree porque hay un montón de minitas muertas por él. Las chicas me

contaron que tuvo mil historias y el muy tarado debe pensar que todas somos iguales. Como yo no le

pasé bola se la agarró todo el tiempo conmigo, gastándome por cualquier cosa. Pero te aseguro que

terminó peor que yo... Ay, pero hablemos de otra cosa. ¿Encontraste los papeles que buscabas?

—No. Hace horas que los busco. Si quieres ayudarme, de pronto los encontramos temprano y

podemos regresar a la Villa...

—Bueno. Decime por dónde busco y qué papeles son.

—Son los recibos de impuestos inmobiliarios de la quinta. Yo continuare revisando el escritorio y tú,

si quieres, puedes buscar en el dormitorio de la abuela, en la cómoda, en las mesas de noche, en fin,

donde se te ocurra.

Mónica canturreaba en catalán, mientras iba abriendo biblio-ratos y sobres. Mariana comenzó a abrir

cajones y puertas en la otra habitación. Revisó minuciosamente hasta que encontró una cadena de plata

con una llavecita minúscula. En el fondo del ropero había visto un cofre antiguo, no muy grande, y

supuso que ésa era la llave para abrirlo.

Lo sacó con cuidado y lo abrió.

Eran cartas. Las fue sacando de a poco, mientras sentía el olor a papel viejo que salía del cofre.

Una letra apretada, con mayúsculas recargadas de adornos, se dibujaba en las hojas más amarillentas.

Mariana se puso a leer:

 Clusellas, 2 de septiembre de 1948

Ángela, querida mía:

Te extraño tanto que la única manera que encuentro para aplacar esta angustia es escribiéndote a

diario. Muy pronto podremos casarnos, entonces nada ni nadie podrá separarnos.

A veces despierto por las noches y descubro que te he soñado, llevándote del brazo por la plaza de tu

pueblo, mientras los hombres me miran con envidia, como ocurrió el último domingo en que nos

vimos, ¿te acuerdas?

Cuando nos casemos, amada mía, tendremos a nuestros hijos: Héctor y Mercedes, tal como lo hemos

elegido y seremos por siempre una familia feliz.

Mi amor, no sé si te ha ocurrido lo mismo que a mí, pero la última vez que estuvimos juntos, cuando

nos despedimos, sentí que el beso que nos dimos fue diferente. Entonces comprendí que ya no

podemos esperar demasiado para casarnos. Quiero que seas mi esposa para poder amarte el resto de

mis días y que...

Las risas de Mariana atrajeron a Mónica que se acercó a su sobrina y se puso a leer con ella:

...y que ninguna caricia nos sea prohibida.

Te amo desde el fondo de mi corazón y sé que nada podrá separarnos. Recibe con esta carta un millón

de besos y el deseo de que sigas esperándome y soñando conmigo.

Eternamente tuyo,

Armando

Mónica y Mariana se rieron juntas.

—Pero mirálo al abuelo... Lo apasionado que era, quién hubiera dicho... Después continuaron

hurgando en el cofre, siguiendo la historia de amor.

—Claro que Héctor nunca llegó. Y aparecí yo. Por suerte me pusieron Mónica y no Héctora.

Mariana reía con ganas.

Después siguieron revolviendo en el cofre y fueron desfilando fotos amarillentas, estampitas de

bautizo, mechones de cabello atados con cintas manchadas de óxido...

—Mira, la participación del casamiento de mis viejos.

—Y aquí está la primera carta que le mandé a mamá desde España...

Leyeron cartas durante casi una hora, reviviendo momentos que Mónica creía olvidados, recuperando

instantes que Mariana desconocía.

—Bueno basta, después la seguimos, ¿quieres? —dijo Mónica—. Debemos encontrar los papeles que

necesito para mañana.

—Ay, dale la última, sé buena, después te ayudo. ¡Mira! Esta es de antes que yo naciera. Se la

mandaba mami a la abuela. A ver que

le decía...

Buenos Aires, diciembre de 1976

Querida mamá:

No quiero cargarte de angustia porque sé lo mucho que debes estar sufriendo con la enfermedad de

papá. No hace falta tampoco que te excuses —como lo haces en tu última carta— por no haber podido

estar a mi lado en estos momentos difíciles. Entiendo perfectamente que papá te necesita más que yo.

Además Mauricio se ha portado muy bien. Le concedieron una licencia y estuvo cuidándome todo el

tiempo, durante la semana en que me internaron para los estudios, después en los días previos a la

cirugía y ahora, en la convalecencia, más que nunca. Por momentos lo desconozco, ya que nunca fue

demasiado tierno, y ahora está pendiente de mí todo el tiempo. Supongo que ya te habrá llegado la

carta anterior, en la que te contaba que me irían a operar. Ya han pasado veinte días y recién la

semana pasada, en la consulta con mi ginecólogo me enteré de la verdad. No pude escribirte en ese

momento porque entré en estado de shock. Pero ahora necesito decirte lo que me está pasando porque

tengo miedo de volverme loca.

El médico me explicó que cuando me abrieron se encontraron con ramificaciones inesperadas y que

tuvieron que extirpar absolutamente todo, para asegurarse de que no quedara ni siquiera un indicio

de la enfermedad. Eso significa —como ya podrás imaginarte— que nunca podré ser madre. Mauricio

firmó la autorización y ahora se siente culpable.

A mí tuvieron que inyectarme un calmante porque me dio un ataque de nervios cuando me lo dijeron.

No puedo entender por qué no me consultaron. El hecho de tener que someterme a la tortura de los

rayos, no me angustia tanto como la certeza de saber que nunca voy a poder tener hijos. Estoy

destruida y no puedo ocultártelo.

Mariana estaba pálida, miró por un momento a Mónica y después continuó leyendo.

La semana próxima comenzaré con el tratamiento. Mauricio consiguió que le prolongasen la licencia

y podrá acompañarme para hacerme la aplicación de rayos. El médico dice que sólo es preventivo,

que con la operación se ha hecho una limpieza profunda, pero tengo miedo.

Mauricio trata de consolarme diciéndome que podemos adoptar, que no hay diferencias, que si lo

adoptamos de recién nacido será igual, pero yo siento que nunca será lo mismo.

Te pido por favor que me respondas, porque te necesito más que nunca y...

—Siempre lo supe... siempre lo supe —balbuceaba Mariana, con la cara desencajada.

Mónica no hablaba, sólo atinó a tomarle una mano, pero estaba segura de que Mariana no la sentía.

Tenía la piel helada y parecía que hablaba para sí misma.

—De verdad que siempre lo supe. Nunca me contaban nada de cuando era chiquita, ni me explicaban

por qué no tenía hermanos, ni a quién había salido tan rubia, ni por qué ellos tenían los ojos tan

marrones y yo los tenía tan grises.

Mariana se quedaba mirando el vacío durante un rato y después continuaba:

—A veces con Lucía embromábamos con eso de que éramos adoptadas y ahora me acuerdo del reto

exagerado que me dieron cuando nos escucharon. Yo no entendía por qué habían reaccionado tan mal...

si era una broma. Cuando yo le preguntaba a mi mamá si estaba muy gorda antes de que naciera, ella

me contestaba, pero se ponía rara y enseguida cambiaba de tema. Ahora entiendo... ¿Por qué no me lo

dijeron? ¿Por qué en todos estos años nadie me dijo nada?

Mónica no podía evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas al ver a Mariana, tan desvalida, tan triste.

Oprimió más fuerte su mano y ella pareció reaccionar.

— ¡Vos lo sabías!—comenzó a gritar Mariana—. ¡Lo sabías! ¡Lo sabías y no me lo dijiste!

—Te juro que no, chiquita, te juro que no sabía nada. — ¿Por qué, por qué me mintieron? ¡¿Por qué?!

Mariana comenzó a tirar todo lo que encontraba, presa de un ataque de nervios. Las cartas volaron por

el aire ante la patada que le dio al cofre. Siguió con los portarretratos que adornaban la cómoda, con

los floreros y después se encerró en el baño y no respondió a los llamados de Mónica durante toda la

noche.

7

Habían transcurrido dos semanas desde la noche en que Mariana se había enterado de que no era hija

de Mauricio y Mercedes.

Aquella terrible mañana, después de abrir la puerta del baño, Mariana leyó hasta el último papel que

encontró en el cofre.

El único indicio que halló sobre la adopción fue una carta que decía con mucha vaguedad:

"... Espero que hayas destruido la carta anterior. La beba que nos entregaron es hermosa, como

podrás ver en la foto que te enviamos. El único problema que tuvo es una inexplicable infección en su

oreja derecha, a eso se debe el vendaje que tiene. Tuvieron que hacerle una pequeña intervención y ha

perdido el lóbulo, pero los médicos nos aseguran que tienen todo bajo control y que el oído no se ha

visto afectado...

El mes próximo nos iremos al sur, ya que Mauricio ha pedido que lo trasladasen allá y... "

Mariana siempre había tratado de ocultar su oreja con el cabello. Mauricio y Mercedes le habían dicho

que se le había encarnado un arito de oro siendo muy beba, y que el orificio de la otra oreja se le había

tapado. Por eso nunca había usado aros.

Y ahora, al leer esto, Mariana comprendió que ellos desconocían lo ocurrido y que por eso siempre

había sido tan vago el relato que le hicieran sobre el hecho.

Entre todas las cartas que leyó, encontró una que Mónica le enviaba a Angela desde España:

"...No puedo creer lo cambiada que está Mercedes en las fotos que me mandaste. Su panza está tan

enorme que me hace pensar que tal vez. vaya a tener mellizos. ¿Hay antecedentes de partos múltiples

en la familia de Mauricio? Dile de mi parte que... "

Eso le sirvió a Mariana para convencerse de que Mónica realmente no sabía nada de la mentira que

habían urdido. Pero esto pareció no importarle demasiado y, desde aquella noche, no volvió a dirigirle

la palabra.

Permanecía tardes enteras encerrada en su cuarto y cuando salía caminaba sola por el parque o se

hamacaba sobre su propio cuerpo, en silencio, mirando hacia la pared.

Durante esos días parecía que ella había dejado de pertenecer al mundo. Se había olvidado de todo, del

colegio, de su aspecto personal, hasta de la comida, ya que sólo tomaba algo de leche o alguna fruta.

Se la veía demacrada y ojerosa en los pocos momentos en que salía de su dormitorio.

Había una carta de Washington que permanecía cerrada sobre su cómoda desde hacía más de una

semana.

Ese sábado, se levantó cerca del mediodía y estaba deambulando en camisón, con los cabellos

revueltos, mordisqueando una manzana, cuando escuchó las voces que provenían desde el taller.

—Está muy mal, y por eso me toca todo a mí. No lo entiendo. Nunca creí que fuera a reaccionar de esa

manera.

—Pues a mí me parece muy lógico. Debe ser muy difícil tener que aceptarlo. Además imagínate que

los chavales, cuando son adolescentes, no reaccionan nunca en forma previsible. —Pero es inteligente.

No puedo entenderlo. Mariana agudizó el oído tratando de escuchar mejor. La conversación le llegaba

en forma parcial y supuso que estaban hablando de ella.

Ana ya había ido varias veces a entregar personalmente pedidos de flores o plantas a Palma Sola y

había aceptado los mates y lacharla que le ofreciera Mónica. Ahora, hacía un largo rato que estaban

conversando y una vez agotados los temas más triviales se había atrevido a hacerle algunas

confidencias.

—Bueno, puedes venir cuando quieras. Por ahí te hace bien que hablemos. Yo también a veces me

siento sola y no he encontrado muchas personas con las cuales comunicarme de verdad en este lugar.

Mónica acompañó a Ana hasta la puerta y alcanzó a ver cómo se corría la cortina del cuarto.

El domingo por la mañana Mariana se despertó por los fuertes golpes que daban en su ventana. Las

risas de las chicas eran inconfundibles.

—Tenes un minuto para abrirnos y cinco para vestirte y venir con nosotras. Hoy no te lo perdonamos...

—gritó Betiana.

Mariana salió a la galería con cara de dormida.

—No nos vengas otra vez con que estás depre, como nos dijiste el otro día, que vas a dejar de estudiar

y todas esas pavadas, ¿eh?

—Te va a hacer bien venir con nosotras. Vamos hasta el río con los chicos, llevamos el mate y no nos

vamos si no nos acompañas — le dijo Cris mientras le acariciaba el pelo—. Además te prometemos no

llevarte al Rancho Real y protegerte de todas las ranas transparentes y monstruosas que se crucen en tu

camino.

El mayor logro fue arrancarle una sonrisa a medias después de mucho esfuerzo. Estuvieron sentadas

con ella por más de media hora y al ver que todo era inútil y que no podrían convencerla, se fueron

hacia la plaza para encontrarse con el resto del grupo.

—¿No vas a abrir la carta? —le preguntó Mónica.

Mariana le respondió levantando los hombros.

Mónica estaba pasándose miel por la cara, envuelta en una bata, recién salida de la ducha.

—Por lo que parece hoy tampoco vas a dirigirme la palabra. Mira, yo estoy tan mal como tú. Descubro

después de tantos años que mi madre y mi hermana son dos desconocidas, que mintieron alevosamente,

hasta el punto de fingir un embarazo para perpetuarlo en fotografías, sin importarles nada...

Mariana seguía muda, mientras se hamacaba, sentada sobre el piso, de cara a la pared.

—Lo único que sé es que eres una inmadura y una egoísta, que has vivido toda tu vida entre algodones

—siguió Mónica—, y ahora, ante el primer problemita te derrumbas. Eres una cobarde, una nena de

mamá que no puede sobreponerse.

Mariana no aguantó más. Se levantó de un salto tumbando una silla.

—¡Sos una hija de puta! ¡Cómo podes hablarme así! ¡Pequeño problemita decís, hija de mil puta! —le

gritó, mientras se abalanzaba sobre Mónica agarrándola de los cabellos.

Cayeron las dos al suelo. Mariana le pegó y la insultó. Mónica sólo trataba de esquivar los golpes.

Cuando se calmó un poco la abrazó con fuerza y comenzó a acariciarla, mientras la calmaba con

palabras dulces y la acunaba como si fuese un bebé, cantándole canciones de cuna en catalán. Mariana

comenzó a sacudirse con fuertes sollozos, y siguió llorando durante más de inedia hora, mientras

preguntaba a los gritos, algo que Mónica no podía responderle: "Por qué. decime por qué nunca me lo

dijeron".

Pablo escuchaba a las chicas en silencio, mientras ellas le contaban lo extraña que estaba Mariana.

—Es un poco rara la minita esa, ¿no'.' —dijo Loli.

Nano salió a defenderla:

—Primero no la llames minita. Y antes de sacar conclusiones pensá en todo lo que le loca vivir, que no

es nada fácil. Los viejos están en Estados Unidos y quién sabe cuando vuelven...

—Callate, Nano, si vas a justificar hasta el plantón que le comiste hace quince días, cuando le

prometió que iban a salir y no apareció —le dijo Loli.

—No apareció, pero me avisó con las chicas que estaba mal — se defendió Nano.

—Sí, le avisó, a los diez días... pero te avisó.

—Bueno, después de todo hablan por envidia, loco —siguió Nano—. Yo sé los problemas graves que

tiene. Al viejo lo van a tener que operar y...

—Sí, y para completarla la lía ésa, que la está cuidando, me parece más rayada que una cebra... —

agregó Gastón.

—Y encima toda la mala onda que le tiró el tarado éste, la primera vez que vino con nosotros —dijo

Débora dirigiéndose a Pablo. Yo estoy segura de que por tu culpa reaccionó así.

—Siempre hacen lo mismo... —le respondió Pablo—. Cuando aparece alguien de afuera, aunque sea

un forro, lo convierten en rey... Y ahora me vienen a cargar mierda a mí. Ya se olvidaron, por supuesto,

de todas las pavadas que ella dijo, y también de las que hizo, porque parece que no tiene ninguna

importancia que me haya lirado la guitarra al río, ¿no?

Por primera vez Cris no lo defendió, y mirándolo con cara de reprobación le dijo:

—Lo que pasa es que no querés entender, Pablo. Si ella reaccionó asiese día, fue porque trataba de

defenderse, pero como todo hombre sos bastante bruto para entender a una mujer. Se siente sola, tuvo

un montón de cambios, necesita un poco de comprensión. Además no es tan forra como vos decís. Yo

estuve charlando mucho con ella y es bástante pensante.

—Y además es un sol —agregó Nano poniendo cara de tonto.

—Bueno córtenla, loco —dijo Betiana—. Tenemos que pensar en algo para ayudarla. Debe ser

rejodido estar tan sola.

—A veces uno puede tener ganas de estar solo, ¿no? —les contestó Pablo, levantándose.

El tampoco aguantaba a los chicos, hoy. En realidad no se aguantaba ni a sí mismo. Todavía no podía

creer que fuese cierto lo que le estaba pasando.

Se puso a correr hasta la playa y cuando llegó, se quitó la ropa y se puso a nadar hasta que sintió que el

cansancio lo relajaba. Se tumbó de espaldas y dejó que la corriente lo arrastrara.

Por la noche Mariana leyó la carta de su madre y después la rompió en pedazos. No le importaba

absolutamente nada. Ni el retraso de la operación, ni sus preocupaciones, ni sus exigencias idiotas,

pidiéndole que se portara bien, que fuese buena, que...

—¿No vas a pegarme de nuevo, no? —le preguntó Mónica con una sonrisa, mientras le acercaba una

taza de leche tibia.

—¿Sabes? —le respondió Mariana con la mirada ausente—. Lo que más me duele es sentir que no sé

quién soy, que todo lo que yo creí que era mi familia no existe, no es nada. Que mi abuela no fue mi

abuela, que vos no sos mi tía, que ellos no son mis viejos, que yo no soy yo, ¿entendés?

—Mira Mariana, no sé si puede ser válido lo que voy a decirte, pero necesito hacerlo. Cuando nos

conocimos en el aeropuerto esa mañana, no me caíste para nada simpática. Es más, si no estuviera algo

urbanizada, te hubiese sacado la lengua o te hubiera dado un azote al ver las caras que me ponías.

Traté de tenerte paciencia y en las pocas semanas que llevamos de convivencia aprendimos a

tolerarnos bastante. Pero ahora algo ha cambiado. Yo no sé fingir los sentimientos, nunca pude hacerlo.

Y odio la mentira tanto como tú. No puedo precisar cuando ocurrió, si fue la noche en que

descubrimos la verdad, o fue después, en todos esos días en que te he visto sufrir tanto, o tal vez esta

misma tarde, cuando te estreché en un abrazo, lo cierto es que descubrí que te quiero. Para mí, que nos

unan o no, los lazos de sangre no modifica las cosas. Lo que siento por ti es auténtico, me nace aquí,

en el corazón y me siento más cerca tuyo que lo que me he sentido antes de descubrir que no eras hija

de Mercedes. Y quiero que sepas, que siempre podrás contar conmigo para lo que necesites, hasta para

lo más doloroso que puede llegar a ser desenmascarar a mi hermana y buscar a tu verdadera madre.

Mariana apretó la mano que Mónica le ofrecía y no hubo necesidad de que ninguna de las dos

agregase nada.

8

—Bueno, inténtalo al menos. ¿Es que no tienes orgullo?

—Soy un desastre. No me sale, ¿qué querés?

Mónica movía lentamente la aguja del crochet para que Mariana entendiera. Una lazada, una cadenita,

enganchar en el punto de abajo, otra cadenita y sacar el punto.

—¡Me salió! ¡Mira! ¡Tejí un punto!

—Te dije que podrías. Con un poco de esfuerzo a fin de año podrás terminar un cubrecamas.

—¿¡Qué!? Estás loca. Con un punto es suficiente.

—Ya sabía que me ibas a defraudar —le dijo Mónica simulando una voz dramática—. Mejor dejemos

las lecciones de tejido para más tarde y nos vamos a dar un paseo.

Caminaron un rato en silencio, escuchando el sonido del viento que se enredaba entre las agujas de los

pinos y el canto de los pájaros.

Los árboles iban oscureciéndose en el horizonte y las cosas más cercanas se cubrían con una luz

naranja y cálida. Se habían descalzado y hundían sus pies en la arena, que todavía conservaba la

tibieza de la tarde. A esa hora el aire olía a eucaliptos.

Cuando pasaron frente al vivero Ana estaba descargando unas plantas. Mónica se detuvo a saludarla y

se quedaron unos minutos hablando.

Mariana se dio cuenta de que la mujer la miraba con insistencia y, cuando llegaron a la esquina, notó

—al darse vuelta— que Ana continuaba mirándola.

Pablo había salido a caminar solo, sin rumbo fijo. Era un fin de semana largo, sin clases, pero no había

hecho planes porque no tenía ganas de ver a nadie.

Era temprano y por ser día no laborable las calles de la Villa estaban casi desiertas.

Cuando cruzó la ruta la vio. La reconoció desde lejos por su forma de caminar. Entonces comenzó a

apurar la marcha.

La alcanzó antes de llegar a la estación de servicios.

—No te había visto —le dijo—. ¿Para dónde vas?

Mariana lo miró con cara de fastidio y levantó los hombros a manera de respuesta.

—¿Te molesta si caminamos juntos? —insistió el.

—En realidad no tengo ganas de estar con nadie.

Pablo siguió como si no la hubiese oído: —No viniste más a la plaza. Me dijeron que también dejaste

de ir al colé.

—Volví a empezar esta semana. —El domingo vamos al río, ¿no querés venir? —No... no creo...

—Vamos a ir con "La Rana", pero yo por las dudas... no llevo más la guitarra.

Mariana sonrió y él se sintió un poco más seguro. —¿A que no te animas a entrar? —preguntó él

cuando pasaron frente al cementerio. —¿Para que?

—Ah, sos maricona, como todas las mujeres. —Tu abuela es maricona, nene. Vamos...

Tuvieron que saltar por una tapia baja, porque el portón todavía estaba cerrado. Después se pusieron a

caminar entre las cruces, leyendo los epitafios más extraños y comentando entre ellos los nombres de

los muertos.

Mariana había recobrado su tono burlón.

—En el sur los cementerios son mucho más... elegantes. Acá te deprimen todas esas cruces en el suelo.

—Claro, lo que pasa es que acá los muertos no hacen desfiles de moda, son más sencillitos.

—Bueno córtala, no es para que me gastes tampoco. Además lo decía en serio. En los cementerios de

allá hay grandes panteones. Les colocan mármoles y vitrales en las ventanas y estatuas de ángeles en

los ingresos. No te interesa nada, nene, siempre estás hablando pavadas.

—Lo que pasa es que para mí es una pavada lo que estás diciendo vos. No creo que sea necesario tanto

lujo para morirte. Después de todo allá no creo que necesites nada.

Siguieron un rato sin hablar hasta que Pablo se detuvo frente a una lápida enmohecida, en una hilera

de nichos de una de las paredes que daban al sur. Se puso a quitar las telarañas de una fotografía

amarillenta, rodeada por un marco barroco y semioxidado.

—Bueno y llegamos a la zona urbana —dijo Mariana con ironía—. A nuestra derecha podemos

distinguir el ala sur del edificio en propiedad horizontal más importante de esta ciudad. Y nos

encontramos con el portero, que tiene a su cargo la limpieza de este sitio.

En ese momento ella se acercó a la fotografía y lanzó una carcajada diciendo:

—Y esta debe ser una de las pocas fotografías del Yeti, el eslabón perdido entre el mono y el hombre,

es indudable, ya que sus rasgos conservan aún una cierta semejanza con los simios.

Parece muy abandonado el pobre... ni una flor, sólo una margarita de plástico despintada. Parece que

las únicas que lo visitan son las arañas...

—Te estás riendo de mi viejo, tarada.

Mariana se puso seria de golpe. Pablo levantó la vista y ella se dio cuenta de que tenía los ojos llenos

de lágrimas.

—Perdóname, yo no sabía... Te juro que lo de simio lo dije en broma y...

Pero Pablo no la escuchó porque ya estaba alejándose a grandes pasos hacia uno de los bancos que

había en los caminos empedrados y grises.

Ella lo siguió y se sentó a su lado en silencio. Después de un rato, sin mirarlo y con voz muy baja, dijo:

—Perdóname, Pablo... ¿Me crees que te lo dije en broma?

Y después, al ver que él no le contestaba, agregó:

—Vos al menos sabes adonde está. En cambio yo...

El la miró asombrado y le contestó:

—¿Qué y vos no sabes acaso? Si los chicos dijeron que tus viejos están en Estados Unidos, así que tan

mal no la estarán pasando.

—Yo no sé quiénes son mis viejos, Pablo.

—Pero deja de decir pavadas, si Nano dijo que...

—Nadie sabe nada de esto, y te pido por favor que no lo comentes. Hace veinte días que me enteré de

que soy adoptada y desde entonces ya no sé quién soy.

—¿Lo decís en serio?

Pablo no necesitó la respuesta de Mariana para estar seguro de que no bromeaba; le bastó mirar su cara

que se había entristecido de golpe, al no verse en la obligación de seguir simulando una falsa alegría.

—Entonces era por eso que dejaste el colé y no apareciste más en la plaza...

Ella asintió con un movimiento de su cabeza y Pablo alcanzó a ver que lloraba en silencio. Sin decirle

nada le tomó una mano y permanecieron así un largo rato, cada uno metido en sus pensamientos.

Ana había ido a ver a Mónica. Necesitaba poder desahogarse con alguien y esa mujer, que tenía

códigos tan distintos a la gente del lugar, le inspiraba confianza.

—Mira, yo sé que es muy delicado lo que quiero pedirte, y estás en todo tu derecho de decirme que no.

Después de todo hace muy poco que nos conocemos y...

—Déjate de tonterías, Ana. ¿Qué es lo que le pasa?

—Que ya no sé cómo manejar la situación con Pablo. Necesito que alguien hable con él para hacerlo

entrar en razón y pensé que vos...

—Yo encantada, pero no es nada fácil. Lo he visto sólo un par de veces y no voy a poder abordar un

tema tan complejo haciéndome la consejera.

—Ya sé. Pero estuve pensando y bueno, como él no sabe que nos hicimos amigas, no creo que

sospeche. Podrías invitarlo para que charle con Mariana y...

—Humm... lo dudo. Mariana es un poco especial y no creo que quiera. Va a ser muy difícil... A no ser

que...

—¿Qué?

—Podría invitarlo a tomar unas clases de cerámica. Ya se lo había propuesto en otra oportunidad. De

pronto acepta y...

—Ojalá que acepte. Estoy segura de que si le habla alguien que no sea yo, va a poder ver las cosas de

otra manera.

—Por las dudas no te ilusiones demasiado. Yo solamente podré darle mi punto de vista...

Después se quedaron charlando de mil cosas y antes de que Ana se fuera, Mónica le mostró un retrato

que le estaba haciendo a Mariana, como regalo sorpresa de cumpleaños.

—¿Qué es lo que te pasa? ¿Está tan feo que pones esa cara?

—No... está muy bueno. Lo que ocurre... es algo que ya me pasó el otro día cuando vi a tu sobrina. Es

una sensación extraña, es como si la conociera de antes, de otra vida, no sé. Bueno no me hagas caso,

yo soy un poco exagerada...

Después se despidieron y Mónica buscó sus pinceles para continuar con el retrato.

Pablo y Mariana permanecieron un largo rato en silencio. Ella retiró su mano despacio y le dijo:

—Pablo, yo no sabía lo de tu viejo... Por eso jodia con toda esa pavada del Yeti...

El le guiñó un ojo y le sonrió, mientras le contestaba:

—Ya sé. Yo no me puse mal por tu broma, sino por otras cosas. En realidad es más por mi vieja que

por mi viejo. No es nada fácil tener una madre viuda que intenta consolarse. Pero ahora hablemos de

otra cosa. Ya cambiamos suficientes secretos.

Después agregó con un gesto cómico:

—Y no me hagas acordar de la guitarra flotando en el río si no querés despertar mis deseos de

estrangularte.

Los dos se rieron. Al rato ella preguntó:

—¿Qué es eso grandote que tiene una cruz en la punta?

—La tumba de King Kong —le contestó él.

—No, en serio, ¿qué es?

— Es un osario. Donde tiran los huesos de los muertos más viejos, de los que nadie reclama. ¿Te

animas a que subamos a espiar?

—Dale.

Y se fueron a buscar algo que les permitiera comenzar el ascenso. Regresaron con una escalera que

encontraron en un depósito que estaba sin llave.

Subieron hasta la parte más baja sin dificultades. Después Pablo intentó ascender hasta la punta,

trepando por las paredes convexas y cubiertas de musgo. Pero era inútil, sus zapatillas resbalaban y no

lograba llegar a la tapa.

—Descálzate —le sugirió Mariana.

Lo intentó descalzo y llegó sin problemas. Una vez arriba, logró sujetarse de un borde saliente, levantó

la tapa con mucho esfuerzo y se puso a mirar.

—¿Qué ves'.' Dale, yo también quiero subir.

Pablo se soltó hasta donde estaba ella.

—Si te animas, yo te alzo. Cuando toques el borde te agarras fuerte y me avisas para que te suelte.

Después yo vuelvo a subir.

—A sus órdenes —le respondió ella.

Él comenzó a alzarla con cuidado, poniéndose a sus espaldas. Mariana tenía una remera corta y Pablo

se estremeció al sentir la piel suave de su cintura, que casi cabía entre sus manos, y al oler su cabello

que fue acariciándolo mientras se iba elevando.

Cuando ella le avisó, respiró hondo luchando contra sus ganas de seguir abrazándola y la soltó.

Después volvió a trepar, hasta llegar a asirse del borde y se pusieron a husmear los dos, con las

cabezas muy juntas, por el agujero hediondo del osario.

Un olor acre salía desde el fondo y alcanzaron a distinguir algún fémur y restos de huesos apilados.

—¡Qué asco! —dijo Mariana—. Me hace acordar a los cráneos que estudiábamos en tercero.

—Nosotros en el colé tenemos un esqueleto entero. Siempre le ponemos algo: un sombrero, un pucho,

guantes.

—Sí, que vivo, pero es de plástico, no tiene el olor que tienen estos.

—¡Bájense enseguida de ahí, mocosos de mierda o quieren que llame a la policía!

Se dieron vuelta para ver quién les gritaba y casi se caen. AI ver la cara del hombre no lo dudaron. Se

bajaron rápido y salieron corriendo con las zapatillas en la mano.

—¡Para, que me pincho toda! —gritaba Mariana. Pero Pablo siguió corriendo a toda velocidad

mientras la arrastraba de la mano, hasta que estuvo seguro de haber puesto suficiente distancia.

Se escondieron detrás del tronco de un timbó enorme, excitados y risueños.

— ¿Por qué no paraste? —le dijo ella sentándose—. Me pinché toda...

Pablo tomó entre sus manos los pies de Mariana y fue quitándole las espinas con mucho cuidado.

Después se demoró un poco, revisando si no quedaba alguna, pasando sus manos con suavidad, en un

gesto que se asemejaba mucho a una caricia.

9

Pablo se recostó sobre el pasto fresco, recién cortado y se quedó un rato mirando el árbol desde abajo.

Un camino de hormigas subía y otro bajaba por la corteza rugosa. En lo alto, estallaban amarillas las

flores del Ybirá-Puitá. Pablo se acordaba de lo que le decía su mamá cuando era chico y se sentaban

bajo la sombra del árbol. "Lo plantó tu papá el día en que naciste. Cada vez que lo miremos será como

si lo viéramos a él".

Entre las hojas más altas se recortaba el celeste intenso del cielo, y las nubes, arrastradas por el viento,

parecían querer llevárselo con ellas.

—Pablo...

La voz de Ana le llegó con claridad pero él no le respondió. Después de llamarlo varias veces ella se

acercó y se sentó a su lado.

—Creo que tenemos que hablar —le dijo—. Entiendo lo que debes estar sintiendo, pero...

Pablo se levantó y se dirigió al invernadero sin responderle.

Después abrió el grifo y comenzó a regar las plantas. Oprimió el extremo de la manguera y

permaneció un largo rato haciendo que el agua golpeara con furia las flores y las hojas más débiles.

Era casi el mediodía y el sol ya se hacía sentir en esos últimos días de octubre.

Mariana estaba descansando sobre una reposera desvencijada de lona, a la sombra de los plátanos.

—Seguro que te despertó el canto del gallo —le dijo a Mónica, al ver que estaba acercándose.

—Yo no tengo horarios. No lo soportaría. Quiero sentirme viva. Comer cuando tengo apetito, dormir

cuando tengo sueño, cantar cuando estoy contenta y llorar cuando me siento triste —le respondió

Mónica—. Es bueno no traicionar tu condición humana.

—Pero no es tan fácil. Yo, por ejemplo, hoy no tengo ganas de ir al colegio, pero si falto, quedo libre.

Así que tengo que seguir traicionando mi condición humana...

Génica acomodó una bandeja con ensaladas de todas clases y jugo recién exprimido. Sirvió un plato y

se lo pasó a Mariana.

—¿Es que nunca vamos a comer en la mesa, con mantel y todo lo que corresponde?

—¿Quién determina qué es lo que corresponde? —le preguntó Mónica.

—No sé, supongo que las buenas costumbres... —Bueno, para mí es una muy buena costumbre comer

al aire libre y no tener que preparar la mesa. Imagínate que no ensucias mantel y las migas se las

comen las palomas.

—Suena práctico pero me quedan dudas... ¿comer de esta manera responde a nuestra condición

humana? —preguntó Mariana con voz irónica.

—Lo llevas al extremo. Cuando hablaba de no traicionar tu condición humana, me refería a tus

sentimientos. ¿O te piensas que no me doy cuenta de que te estás reprimiendo de abrir las cartas para

castigar a tus viejos?

—No son mis viejos.

—Pero me parece que tienes ganas de verlos, ¿no?

Ella levantó los hombros pero no pudo esconder la mirada.

—Mariana, no necesitas castigarte. Si los extrañas, escríbeles o lee las cartas. Tampoco quisiste

atender a tu madre por teléfono y ya no sé qué excusa inventarle.

—Pero me mintieron, ¿entendés? Si me hubieran dicho la verdad desde el principio, no me pasaría lo

que me está pasando. No sé si mi mamá verdadera se murió o no me quiso o... ya no sé quién soy, eso

es lo más terrible.

—Yo estuve averiguando algo por mi cuenta. -¿Y...?

—Digamos que armaron muy bien la mentira. Tienes partida de nacimiento como si realmente fueras

su hija. Va a ser difícil. Los únicos que podrían contarnos la verdadera historia serían ellos.

—¿Y te parece que si mintieron tanto antes, ahora nos van a decir la verdad?

—Sinceramente, no creo.

—¿Y entonces?

—Yo no te digo que averigües la verdad a través de ellos, lo único que intento decirte, es que si los

extrañas, si los sigues queriendo pese a todo, no te niegues ese sentimiento.

—Lo que pasa es que me resulta muy difícil hablarles sin tocar el tema. Y no puedo hablar de todo

esto a través de una carta o de un teléfono...

—Te entiendo... Creo que por el momento, lo único que podemos hacer es intentar descubrir alguna

pista, algo que nos lleve a la verdad por otro camino.

Mariana no agregó una palabra, pero su mirada reflejaba todo el desamparo y la angustia que sentía.

Mónica le acarició con ternura la cabeza, y después se quedaron un largo rato en silencio.

Nano había ido a pasar unos días a su quinta y, mientras aguardaba el micro, intentaba sobrepasar la

ruta arrojando piedritas.

—Córtala, loco, que le vas a pegar a un auto —le dijo Pablo. —¿Se puede saber qué te pasa? Desde

hace un tiempo estás más aburrido que la profesora de geografía. No hablas, y ahora encima me jodés.

¿Te agarró un ataque de viejitis? —No seas pesado.

—Mira, Pablo, somos amigos desde hace rato, ¿no? Podrías contarme lo que te pasa.

—Tengo problemas con mi vieja, pero no quiero hablar de eso. —El domingo nos vamos al río. —

¿Quién va?

—¿No me ves la cara ? Mariana, vuelve a ir Mariana, loco. Te juro que esta vez le digo que la amo —

le dijo Nano arrojando una piedra para arriba.

En ese momento sintieron la frenada de un coche y una bocina que comenzó a sonar.

—¿No te dije? Seguro que le pegaste, boludo —le dijo Pablo

furioso.

Pero cuando miraron hacia el auto, vieron a Mónica, que a través

de la ventanilla les gritó:

—¡Suban que los llevamos!

Desde el asiento trasero el perfume inconfundible de Mariana le llegaba a Pablo como un bálsamo,

mientras escuchaba a Nano, que no paraba de hablar, asegurando que el domingo pasarían un día

espectacular.

Después de manejar un rato en silencio, Mónica, mirando por el

retrovisor, le dijo a Pablo:

—No sé si te acuerdas, pero un día prometiste acompañarme a tomar mates, y de paso podríamos

iniciar las clases de cerámica.

—Bueno, un día de estos voy.

—Ya me has dicho eso antes y no apareciste. Te comprometo para un día. ¿Qué te parece el sábado?

—A la mañana únicamente, porque...

—Por la mañana va a ser muy difícil —dijo Mariana—. Ella es algo así como la bella durmiente...

—No siempre —la interrumpió Mónica—. A veces madrugo. —Entonces, como a las diez y media,

once... —siguió Mariana con voz irónica.

Todos se largaron a reír.

—Está bien —dijo Pablo—. A las once estoy ahí.

Por la noche Mariana abrió las cartas que habían permanecido cerradas sobre su cómoda. En menos de

media hora se enteró de las últimas novedades: la fecha de la operación había sufrido una nueva

postergación debido a la necesidad de preparar adecuadamente a su padre, ya que se encontraba muy

débil y deprimido. Su madre le suplicaba que le escribiese unas líneas para levantarle el ánimo. Por

supuesto, le recriminaba su prolongado silencio y —como de costumbre— adjuntaba una larga lista de

consejos y advertencias.

Mariana tiró las cartas adentro de un cajón y se puso a escribir en su diario.

Octubre del 94

No sé por qué pero sigue pareciéndome tonto encabezar lo que escribo colocando "Querido diario",

así que seguiré escribiendo lo que sienta sin dirigirlo a nadie.

No quiero releer las últimas hojas que escribí hasta que no haya pasado mucho tiempo. Me siento

muy extraña, no sólo por lo que me he enterado, sino también porque junto a la mentira se cayeron

muchas ideas que tenía antes sobre los valores de la vida.

Al único que me animé a contarle fue a Pablo, pero no volví a verlo a solas en todos estos días y si

nos encontramos no sé si me animaré a decirle algo porque me da mucha vergüenza hablar de todo

eso. Antes pensaba que era un tarado, pero después de lo del otro día, creo que estaba equivocada.

No puedo decirle a nadie que me siento vacía, que cada vez que pienso en mis viejos, bah, en ellos (ni

sé cómo llamarlos), me hago pelota, porque es cierto lo que me dijo Mónica, aunque yo no le diga que

es así, a pesar de todo el odio que les tengo por haberme mentido, los extraño, y al mismo tiempo si

los pudiera tener adelante estoy segura de que no podría abrazarlos. Tantos sermones, tantos

cuidados, tanto reto, tantas misas, tanto hablar de Dios, de la verdad, de la familia... Tanta

mierda.

Necesito que me comprendan y me quieran más que nunca, pero sólo la tengo a Mónica.

A veces voy caminando por la calle y me pregunto si alguna de las mujeres que cruzo no será mi

mamá.

Mariana guardó su diario y se acostó llorando, abrazada a su almohada.

10

Cuando Pablo llegó a Palma Sola, Mónica ya estaba levantada. Había preparado una mesa en el patio,

bajo la sombra de los árboles. La mañana se presentaba tibia, sin brisa y los pájaros estaban

alborotados.

—Mariana todavía está durmiendo —le dijo Mónica—. Vamos a sentarnos.

Hablaron de mil cosas: de la primavera, de las plantas, del vivero, del colegio...

—Bueno —le dijo ella al rato—, hoy comienzan las clases que te prometí. El barro nos espera.

Y tomándolo de la mano lo arrastró hasta el taller.

Le arremangó la camisa, riéndose porque él era mucho más alto. Pablo, siguiéndole la broma,

levantaba los brazos a propósito para que a ella le costase llegar.

Mariana los miraba a través de la ventana, sin entender demasiado dónde estaba la gracia, cuando la

vieron.

—Mira la que me decía Bella Durmiente... —le dijo Mónica—, qué madrugón que ha dado.

—Hola... —respondió ella entrando.

—Dale, Mariana —le dijo Pablo—. Tu tí... eh... Mónica nos va a enseñar a trabajar el barro.

—Así es. Te aclaro que Mariana te lleva ventaja porque ya realizó su primera escultura.

—Sí, pero se me rompió. Me parece que no me llevo bien con los ángeles...

Los chicos se acomodaron en unas sillas pesadas, de asientos de cuero trenzado. Mónica les entregó

dos trozos grandes de barro y les dijo:

—Lo primero que hay que hacer es olerlo... Y también les voy a decir algo muy importante, el barro es

sacado de la orilla del río y está enriquecido con la vida. Con la vida de las plantas que han quedado

sepultadas en ella, con la vida de los animales, escarabajos, hormigas y vaya a saber uno, cuántos

bichos más, que no han muerto, sino que se han transformado, abonando la tierra, mezclándose con el

agua, para dar como resultado esta arcilla, que tienen que aprender a respetar y a amar, para poder

darle después, lo mejor de ustedes mismos: el alma.

Mariana y Pablo, cautivados por las palabras de Mónica, se dejaron llevar por las sensaciones que les

transmitía el barro húmedo entre los dedos. Estaban muy cerca uno del otro. Sus brazos se rozaban

mientras amasaban la arcilla, y ninguno de los dos dejó de percibir el cosquilleo que les recorría la piel,

cada vez que se tocaban.

Mónica puso una música suave de fondo y el tiempo se fue esfumando sin que ninguno de los tres lo

notara.

Ana estaba hablando por teléfono con Sergio y no sintió que golpeaban las manos. Cuando colgó, al

darse vuelta, se encontró frente al hombre de los bigotes recortados y la cabeza rapada.

—Me recuerda, ¿no?

Trató de mostrarse calma, pero cierto temblor de sus manos al intentar acomodar unas facturas, la

delataba.

—Vengo a hacerle un reclamo, señora... —le dijo él mientras iba deteniendo su mirada, con descaro,

en el cuerpo de ella.

—¿Tuvo algún problema con los espinos de fuego?

—No, están fogosos y agresivos, como debe ser —le contestó el destacando exageradamente las

últimas palabras.

—¿Entonces?

—Se trata de su hijo. El pibe del ciclomotor, ¿es su hijo, no?

—Sí, Pablo es mi hijo, ¿por qué?

—Porque ya es la tercera vez que pasa por mi propiedad, sin permiso, invadiéndome con su moto,

nada más que por acortar camino.

—Perdón, pero usted vive en La Aurora, ¿no?

—Así es.

—Si yo no recuerdo mal, La Aurora siempre ha estado dividida por una calle pública. Si usted se

refiere a que Pablo lo invade al atravesar esa calle...

—Sí, eso era calle antes de que yo la comprara. Sepa que yo he cerrado esa entrada con un portón y no

voy a permitir que nadie viole mi propiedad.

—Mire, señor, hay una reglamentación municipal que usted no puede desconocer...

—Voy a darle un consejo que espero sepa aceptar, por su bien y sobre todo por el de su hijo, mi

estimada señora —continuó mientras seguía mirándola con descaro—. En mi casa, las leyes las pongo

yo y no me gusta que me desobedezcan. Espero que no lo olviden. Buenos días.

Y sin esperar respuesta, hizo una inclinación burlona de cabeza y se fue, dejando a Ana angustiada y

furiosa.

Pablo y Mariana se recostaron sobre las baldosas frescas de la galena, acalorados, después de jugar

durante más de una hora al tenis.

—¿Y tu... y Mónica?

—Debe estar reponiéndose del madrugón de esta mañana. De paso me hiciste acordar... No seas tarado.

Ya hoy, cortaste la palabra tía por la mitad y encima adelante de ella...

—¿Ella no sabe nada?

Mariana suspiró. Tenía ganas de desahogarse, así que en un rato le contó cómo se había enterado de

todo y lo mal que estaba sintiéndose.

—Yo en realidad, no le dije a ella que te había contado, qué sé yo... es como que no me dan ganas de

hablar de eso y al mismo tiempo necesito hacerlo. Bueno, pero ahora le voy a decir que te conté...

—Mira, yo quisiera ayudarte, pero...

—¿Me ayudarías de verdad?

—Sí. Decíme, y yo hago lo que sea...

—Yo quiero descubrir quién soy.

Los ojos claros de Mariana se ensombrecieron.

—Yo necesito saber cómo me llamo de verdad, adonde está mi mamá, quién fue mi papá, por qué no

me quisieron...

Pablo le tomó la mano.

—No te pongas mal. Yo te voy a ayudar. Ya vas a ver... Te juro que vamos a averiguar todo sobre tu

verdadera familia...

Mariana dejó un rato su mano en la de él y después, un poco turbada, la quitó.

—Y vos —le preguntó—, ¿seguís mal por lo que me dijiste el otro día sobre tu mamá?

—Sí, hace rato que no nos damos bola, pero ahora no tengo ganas de hablar de eso. A lo mejor otro

día te cuento todo. Ahora no. Ahora te invito a dar una vuelta en moto...

—Toma —dijo Pablo con gesto hosco—. Dejaron esta carta para vos en el mercadito.

—Gracias, mi amor... —le respondió Ana—. Vení, quiero que hablemos...

—Más tarde, me voy a bañar.

Ana abrió el sobre y se puso a leer la carta. Después se fue al invernadero y comenzó las tareas de la

tarde. Revisó los plantines recién trasplantados, removió la turba que formaba una montaña despareja,

cerró los grifos del riego y salió al patio.

Se sentó un rato a contemplar el sol, que ya estaba desapareciendo detrás de los eucaliptos. El

atardecer se iba llenando de sonidos. La tierra húmeda despedía su olor tibio y dulzón de primavera.

Pablo, recién salido de la ducha se sentó a su lado y al rato le dijo:

—También te escribe cartas.

Ana sonrió.

—No era de él la carta. Es una invitación para una cena, para un reencuentro. Nos vamos a volver a

ver después de veinte años, los egresados del bachillerato. Bueno, en realidad con algunos nos

seguimos viendo...

—¿Cuándo es la cena?

—Faltan dos meses. Lo que pasa es que me escriben con tiempo para que los ayude a organizar, sobre

todo para que averigüe algunas direcciones y consiga fotos de aquellos años y todo lo que se me

ocurra...

—¿Vas a ir con él?

—Y con vos.

—Yo no voy si va ese tipo.

—Pablo, de eso quiero que hablemos...

—Yo no tengo nada más que decirte.

Y diciendo eso fue a encerrarse en su dormitorio.

11

—Mira, Pablo, yo no tengo por qué inmiscuirme y odio dar consejos, pero me puedo poner en lugar de

tu madre y puedo asegurarte que no es muy lindo estar sola. Y menos en este lugar.

—Mi vieja nunca tuvo miedo...

—No me refiero a eso. Este lugar es tan exuberante, tan mágico, tan maravilloso que no puedes dejar

de compartirlo con alguien.

—Sin embargo vos estás sola...

—Es distinto.

—¿Por qué?

—Yo estoy sola por elección. Porque la persona con la que quisiera estar se encuentra demasiado lejos.

—Y cuál es la diferencia. Según lo que ella dijo siempre, con la única persona que ella hubiese podido

estar era con mi viejo. Bueno, que haga como vos, que piense que está lejos y listo.

Pablo —molesto— se quitó la remera y la tiró sobre una silla. El calor ya comenzaba a sentirse.

—No es lo mismo, Pablo. Tu padre no puede volver. Yo sí. Además si estoy sola no es únicamente por

eso. También es porque aquí no conocí a nadie que lograra conmoverme.

—Yo no lo soporto. Si fuese otro tipo no me importaría, pero no puedo entender que mi vieja esté

saliendo con ese tarado.

—Me parece que estás exagerando... AI menos intenta conocerlo un poco y después...

—No hace falta conocerlo demasiado. Si mi vieja te lo presenta, vas a ver que no exagero.

—¿A ver cómo alisaste los bordes? No, así no. A ver si lo puedes hacer mejor...

Ella le tomó los dedos y humedeciéndoselos en el agua, comenzó a movérselos con suavidad sobre el

barro.

—El barro es muy sensual y la sensualidad es parte de la vida, ¿no? —le dijo ella.

Los dos se sobresaltaron al oír el portazo y al darse vuelta vieron a Mariana que se alejaba.

—¿Qué es lo que le pasa a Mariana? —preguntó Mónica.

— No sé. Estábamos empezando a ser amigos y de golpe me cortó el rostro. El domingo estábamos

bárbaro, jodimos, cantamos y, al rato, después de que se fueron con las chicas a caminar por la playa,

volvió medio rayada y no me dio más bola. Las mujeres son tan raras...

Ana había bajado una gran caja llena de fotografías y se puso a buscar. Estaba segura de que su madre,

con lo conservadora que siempre había sido, la debía de haber guardado. Ella había traído muchas

cosas antes de alquilar la casa, cuando no pudo más con la enfermedad de Leontina y decidió

internarla en el geriátrico. Había elegido todo aquello que tuviera un significado afectivo, pero después

lo había apilado en la habitación de los trastos y nunca lo revisó. Sentía que no era bueno hurgar en el

pasado.

—Acá está, por fin. Éste debe ser.

Se puso a revisar un gran sobre de papel madera, resquebrajado en los bordes, y ahí encontró lo que

buscaba.

En ese momento entró Pablo.

—No lo puedo creer... 1973. Fíjate, acá estábamos con un profesor de historia que era macanudísimo.

Nos enseñaba historia retrospectiva porque era la única manera de acercarnos a la realidad. No

teníamos materias específicas sobre el tema y estábamos en plena reapertura democrática. Esta foto la

sacó él durante una entrevista que le hicimos a un famoso político de esa época. Después desapareció

durante el proceso.

—¿El político?

—No, el profesor. El político estuvo detenido, pero en forma legal.

Pablo decidió darle una tregua a Ana, sobre todo porque sintió mucha curiosidad ante esas fotografías

viejas que nunca le había mostrado.

—¿Ésa eras vos? ¿Qué te habías hecho en la cabeza?

—Bueno, se usaba ese peinado.

—Mira los pantalones... ¡qué feos!

—Eran horribles, realmente, pero estaban de moda... Ay, mira, acá está. Ésta estaba buscando, la del

75, cuando nos recibimos.

—A ver, mostrámela... ¡Qué cara de nabos que tienen! —dijo Pablo. Y después de observarla durante

un largo rato preguntó:

—¿Y ésta quién es?

—¿Cuál, ésta? Esa es Nora. Siempre estaba al lado de Adriana, eran inseparables...

—¿Vos no la ves medio parecida a Mariana?

—Tiene un aire, sí, mirándola bien...

—Es reparecida, ma...

—Es cierto... Mira, cuando yo vi a Mariana por primera vez no podía dejar de mirarla porque me

recordaba a alguien y no sabía a quién. Claro... me hacía acordar a Nora... Qué casualidad, ¿no?

—Algunos de los que están en la foto los conozco, pero a otros no los vi nunca.

—Lo que pasa es que a muchos te los presenté yo, cuando venían al vivero o cuando nos encontramos

una vez, hace unos cuantos años en una fiesta de reencuentro, para un aniversario del colegio.

—A la que es parecida a Mariana no me acuerdo de haberla visto nunca y a su amiga tampoco.

—A Adriana la mataron a fines del año 76, en un enfrentamiento, en plena calle. Al menos eso fue lo

que dijeron en un comunicado. Entregaron el cuerpo a la familia en un cajón cerrado, como dos años

después. Ni me quiero acordar de todo eso porque fue terrible. Y Nora... en realidad lo de Nora nunca

se aclaró. Algunos dicen que desapareció pocos meses después, que la secuestraron las fuerzas

parapoliciales de la dictadura. Otros dicen que alcanzó a irse al exterior. Nunca pudimos averiguar con

certeza lo que pasó porque su familia no era de acá. Fueron épocas terribles, Pablo.

—Me hablaste muy poco de todo eso. Yo quiero que me cuentes.

—Hay cosas que es mejor no recordar, mi amor. Duelen demasiado.

Apartaron varias fotos y Pablo le pidió que le prestara la de la promoción para mostrársela a Mariana.

—Lo que pasa es que es la única en que estamos todos —le dijo la madre—. Está bien, llévala, pero no

la vayas a perder...

—No jodas, vieja, se la llevo a Mariana para que la vea y después te la devuelvo.

A la mañana siguiente, lo primero que Pablo hizo al levantarse, fue ir a lo de Mariana.

—¿Se la mostraste? —le preguntó a Mónica cuando salió a atenderlo.

—Sí, y ella también se ha quedado impresionada. Te diría que puede ser casualidad, si no fuera porque

tengo la certeza de que las casualidades no existen.

—¿Mariana no está? —preguntó Pablo.

—Está estudiando en la casa de una amiga.

—¿No te dijo nada de por qué ayer no quiso verme?

—No. Tampoco se lo pregunté.

—Hace desde el domingo que no me da bola. Sé que es muy duro lo que le pasa, pero me parece que

Mariana es bastante chiquilina.

—No es para nada fácil lo que ella está viviendo, Pablo, debes tenerle un poco de paciencia. Toma la

fotografía, devuélvesela a tu madre. Tendríamos que saber quién puede darnos algún dato sobre esta

mujer.

—Algo me contó mi vieja, pero tendrías que hablar vos con ella, para que te dé bien todos los detalles.

Creo que está desaparecida o se fue del país, algo así. Yo ahora no voy para casa. Tenela un día más y

después, cuando se la llevas le preguntas —le respondió él.

Mónica se quedó pensativa, mirando a Pablo que se alejaba en el ciclomotor levantando una nube

tenue de arena.

Mariana encendió el grabador y mientras la música la aislaba de los ruidos de la noche, que penetraban

a través de la ventana abierta, se puso a escribir en su diario:

Octubre del 94

Cada día que pasa me siento más sola. Hace más de una semana que no hablo con Pablo. El domingo

no le di bola, pero yo sólo sé cuánto me costó.

Cuando nos fuimos a caminar por la playa con las chicas, Cris me llamó aparte y me confió toda la

historia que tuvo con Pablo. A mí me parece medio estúpido lo que me pidió, pero voy a tratar de

cumplir porque se lo prometí.

No sé lo que me pasa. En el momento en que ella me lo hizo prometer me pareció que me sería fácil,

que Pablo realmente no me importaba, y hasta estaba segura de que si yo no le daba bola, él volvería

a salir con ella y todo estaría bien. Pero ahora siento que fue estúpido prometerle algo así. Yo quiero

ser amiga de él y ahora creo que arruiné todo, porque hoy, cuando intenté hablarle ni siquiera me

miró. El domingo vamos a ir otra vez al río, pero lo voy a pasar horrible. Seguramente Cris y Pablo

van a volver a arreglarse.

Ayer les contesté a... a "ellos". Les puse muy poco, que estaba bien, que no tenía tiempo para

escribirles porque me iba muy mal en el colegio, que no tenía ganas de estudiar y que era muy posible

que me llevara varias materias. En realidad creo que no voy a llevarme ninguna porque levanté casi

todas las que tenía bajas, pero tengo que desquitarme con algo. Les puse que los extrañaba porque es

cierto, pero no les dije que tuviera ganas de verlos ni que los quería porque la verdad, es que no sé lo

que siento. Odio tanto las mentiras que no sé si voy a poder perdonarlos algún día.

Mejor me voy a dormir, así por lo menos no tengo que pensar.

Ocultó su diario y apagó la luz.

12

El primer domingo de noviembre se presentó nublado, con una humedad tibia que empalagaba el aire.

Nano, Loli y Gastón, con las manos tan engrasadas como la cara, se sentaron furiosos sobre uno de los

estribos del auto.

—Les dije que era una catramina —dijo Mariana, intentando aunque más no fuera despertar la bronca

de Pablo, porque su indiferencia se le hacía insoportable.

Él hizo como que no la oía y abriendo el capó que los chicos habían cerrado, comenzó a hurgar con

llaves y pinzas. Al rato le colocó la manija y la hizo girar. El escape escupió ruidos secos y, por fin, el

motor se sacudió y comenzó con su marcha ruidosa y pareja.

—¡Bravo por Pablo! —gritaron todos, mientras se apresuraban a subir. En la playa los estarían

esperando las piraguas para cruzar a las islas.

Pablo manejaba en silencio. Nano la ayudó a subir a Mariana y ella quedó sentada entre medio de los

dos. Durante el trayecto, Nano trató inútilmente de hacer reír a Mariana, que estaba ensimismada,

debatiéndose entre el sentimiento de culpa por desear romper la promesa que le había hecho a Cris y la

furia que sentía ante la frialdad inconmovible de Pablo.

El sol asomaba de tanto en tanto a través de los nubarrones que cada vez iban poniéndose más grises.

Cuando llegaron, por más esfuerzos que hizo Cris para que Pablo navegase con ella, tuvo que aceptar

como acompañantes a Betiana, a Gastón y a Loli, que casi la arrastraron a una de las piraguas. Débora

y Nano se subieron a la otra, y a Pablo y a Mariana no les quedó más alternativa que subirse con ellos.

Cruzaron el río cantando. Los chicos se hicieron cargo de los remos y se pusieron a competir con

fuerza para ver quién llegaba antes, sin darse cuenta de que tiraban agua para todas partes.

—¡Imbécil! ¡Me mojaste toda! —le gritó Mariana a Pablo.

El estaba perdiendo la paciencia y, pese a que se había prometido a no dirigirle la palabra en todo el

día, se dio vuelta para insultarla. Pero, al hacerlo, sus ojos se quedaron fijos en los pechos de ella, que

se marcaban debajo de la remera mojada. Estaba sentada sobre un cajón, muy cerca de él, tan cerca

que podía oler su perfume.

Mariana sintió que se ponía colorada. Se puso de pie para bajar y, sobre todo, para evitar que él

siguiera mirándola. Entonces fue cuando ocurrió lo peor. La piragua tocó la arena del fondo y ella

perdió el equilibrio cayendo sobre Pablo, que la tomó con suavidad, para impedir que se golpeara.

Se quedaron unos segundos en silencio, turbados. Después él balbuceó una disculpa y se bajó de un

salto.

A media tarde Mónica decidió ir hasta el vivero. Después de conversar durante un rato sobre temas

superficiales, se pusieron a hablar de Pablo.

—Mira Ana, con respecto a lo que me habías pedido, no creo que sea fácil convencer a tu hijo, pero

estoy segura de que cuando él tenga su propia pareja —y me parece que no falta demasiado para

esto—, lo va a aceptar con más naturalidad.

—Yo no entiendo por qué hace tanto escándalo.

—Dale tiempo. Está sufriendo, siente que alguien desconocido va a ocupar un lugar que él había

heredado.

—Espero que sea así. No estoy dispuesta a cortar con Sergio.

—No creo que sea necesario, ya vas a ver... Hablando de otra cosa... Te devuelvo esta foto. La verdad

es que no sé cómo empezar, o tal vez me sienta culpable por traicionar a Mariana, pero tengo que

contarte una historia.

Habló durante largo rato. Ana comenzaba a buscar en su memoria cuando llegó Sergio y tuvieron que

interrumpir la charla. Después de las presentaciones y de una conversación afable alternada con mates

y risas, Mónica tomó la guitarra de Pablo y se pusieron a cantar durante el resto de la tarde, con tanto

entusiasmo, que ninguno de los tres advirtió lo oscuro que se estaba poniendo el cielo.

Cuando se desató la tormenta estaban cruzando el río. La lluvia caía como una cortina y no podían ver

nada. Eran apenas las ocho, pero parecía noche cerrada. De tanto en tanto los relámpagos iluminaban

los contornos desdibujados de las cosas.

—¡Es una locura cruzar, volvamos!

La voz de Pablo se perdía con el viento, que comenzaba a soplar cada vez más fuerte.

Cuando llegaron a un remolino, el río sacudió la piragua peligrosamente.

Remaban con desesperación pero no podían llegar a la orilla porque la corriente los arrastraba hacia

adentro.

No vieron el tronco que se acercaba flotando y cuando se dieron cuenta de lo que pasaba, la

embarcación giró bruscamente y se dio vuelta. Débora y Nano alcanzaron a aferrarse de los flotadores

del costado.

Pablo miraba como la piragua se iba alejando. La hubiera alcanzado en dos brazadas, pero vio que

Mariana se estaba hundiendo y nadó hasta ella.

La tomó como pudo y después se aferró al tronco que los fue llevando a la deriva. Un relámpago cortó

la oscuridad por un momento y Pablo pudo ver que estaban muy cerca de la isla. Entonces se animó a

soltar el tronco y nadando con muchísimo esfuerzo, logró aferrarse a unos juncos de la orilla y salir

fuera del agua con Mariana.

La tormenta no amainaba. Se refugiaron debajo de unas enredaderas. Los truenos sacudían la tierra y

el agua se filtraba entre las plantas. Mariana temblaba y no paraba de llorar. Pablo comenzó a hablarle

al oído, con dulzura, como si ella fuese una nena, pero no logró calmarla. Entonces empezó a

acariciarla. Primero con suavidad, como con miedo de que ella lo rechazara. Después la abrazó con

fuerza, para quitarle el frío y el miedo.

Ella se dejó envolver por el cuerpo tibio de Pablo y poco a poco se fue calmando. Después apoyó la

cabeza en el pecho de él y más tarde lo rodeó con sus brazos.

La tormenta se iba alejando. La lluvia era apenas una llovizna tenue y sin embargo ellos todavía

seguían abrazados. Y así, los sorprendió la luna unas horas más tarde, cuando las nubes se disiparon.

La prefectura los encontró pasada la medianoche.

Mónica y Ana habían hecho la denuncia cuando vieron que se desataba la tormenta y los chicos no

volvían. Sergio se puso a organizar la búsqueda y con la ayuda del resto del grupo que ya estaba a

salvo en tierra, pudieron encontrarlos.

Ahora estaban reunidos en Palma Sola, tomando un café, más distendidos, mientras Pablo y Mariana

les contaban todo lo ocurrido.

Ana no podía dejar de mirar a Mariana. Después de lo que Mónica le había contado, su memoria era

un torbellino tratando de rescatar alguna pista que pudiera ayudarlos.

—No quiero pensar qué pasaría si tus viejos se llegaran a enterar de lo que pasó esta noche —dijo

Sergio dirigiéndose a Mariana.

—No creo que ése sea un tema que te interese a vos —le contestó Pablo.

Ana iba a hablar, pero un gesto de Mónica hizo que callara.

La lluvia había cesado hacía largo rato. Las ranas los aturdían con sus cánticos que penetraban por las

ventanas abiertas.

Habían cortado la luz y encendieron una lámpara antigua que funcionaba con aceite. Permanecieron un

rato en silencio, mientras, las sombras amarillentas y fantasmagóricas de sus cuerpos, que se

proyectaban sobre las paredes blancas y el olor del aceite que se iba quemando, los envolvía en una

atmósfera irreal, como rescatada del pasado.

Después conversaron durante varias horas hasta que Ana se dio cuenta de que los chicos se habían

quedado dormidos. Despertaron a Pablo. Mónica cubrió a Mariana con una manta para que siguiera

durmiendo, hecha un ovillo sobre el sillón, y los acompañó hasta la puerta. Casi amanecía cuando se

despidieron.

13

—Tiene que haber alguna forma de saber qué pasó con Nora, Ana. Quizás estamos sobre una pista

falsa, pero no podemos descartar nada. Creo que sería una coincidencia demasiado exagerada el hecho

de que esté desaparecida y que sea tan parecida a Mariana. ¿No te acuerdas si ella estaba embarazada

por aquélla época?

—Lo que pasa es que yo no era tan amiga de Nora. Ella estaba siempre con Adriana. A ella sí le

confiaba todo. —¿Y a Adriana no la podemos ubicar?

—Adriana murió un año después de habernos recibido. La mataron en un enfrentamiento. Yo no sé si

vos sabes todas las cosas que pasaban en esa época en nuestro país...

—Por supuesto que sí. Te digo más, cuando se venció el plazo de mi beca, unos meses antes del golpe

militar, las noticias que llegaban de lo que aquí estaba pasando determinaron que no regresara al país.

Yo no estaba militando pero tenía ideas claras. No hubiera soportado vivir bajo la dictadura. Además

después, en el 78 y 79, comenzaron a llegar a España muchos refugiados, la mayoría debía ganarse la

vida haciendo artesanías, así que me han contado más de una historia terrible cuando nos reuníamos a

vender en las plazas.

—Mira, yo de lo único que me acuerdo bien, es que Nora se había ido a estudiar periodismo con

Adriana a Rosario y que salía con un chico de barba y pelo largo, que estudiaba psicología. Eso lo

supe porque me lo presentó una mañana en que nos encontramos de casualidad en un bar, y estuvimos

un rato charlando. Ella había venido a visitar a una tía de la madre, con la que había estado viviendo

cuando estudiaba acá en Santa Fe, porque su familia era de Mendoza. Y eso habrá sido más o menos

en julio o agosto del 76...

—¿Y después de esa vez nunca más la has vuelto a ver?

—No... la verdad que no... Para, para, para... me estoy acordando de algo. A mí una vez me pareció

escuchar la voz de Nora, una noche, hace muchos años. Nunca pude estar segura si lo soñé o si pasó de

verdad. Me acuerdo que yo estaba durmiendo y me despertaron los gritos de mi papá y la voz de

alguien que hablaba entrecortado y de a ratos lloraba. Era a fines del 76, sí, en diciembre, me acuerdo

de la fecha porque yo estaba por casarme. A mí en ese momento me pareció que era la voz de ella,

pero mi vieja me dijo que estaba loca, que estaba soñando y qué sé yo cuántas cosas más... Realmente

lo tenía borrado de la memoria. Pero es un recuerdo muy vago, no creo que sirva para nada. Además,

aunque me cueste reconocerlo, yo estaba tan entusiasmada con los preparativos de mi casamiento y

con los síntomas de mi embarazo, que todo lo demás me era totalmente ajeno, carecía de importancia.

—¿Y tu madre? ¿No me dijiste que tu madre está viva, todavía?

—Sí, pero es como si no lo estuviera. Mi vieja es una mujer bastante mayor. No era tan joven cuando

nací yo, y para peor hace ya unos años que sufre mal de Parkinson. Tiene unas lagunas muy grandes.

Cuando resolví internarla debido a su senilidad tan avanzada, confundía las épocas y las nombres, y en

estos últimos meses su memoria se ha ido deteriorando tanto que supongo que no debe recordar ni

como se llama.

—Lo podemos intentar, al menos. ¿Me acompañarías a verla?

—Sí, claro.

Soplaba un viento sur, frío para la época y se levantaban remolinos de arena que golpeaban las piernas

de Mónica mientras regresaba a la quinta, haciendo conjeturas sobre los datos que le diera Ana durante

la charla.

—Dale, contá Mariana. Estaban abrazados cuando los encontraron, lo dijo uno de los tipos de

prefectura medio en joda, diciendo que tan mal no estaban. ¿No me vas a decir que no pasó nada? —le

preguntaba Débora.

—Déjala tranquila, no seas pesada. No le des bola, es una envidiosa.

—Beti no te metas. Si ella quiere contar, que cuente. ¿Te besó?

Mariana sonrió. El hecho de que Cris no estuviera hacía que se sintiera a salvo de toda culpa.

—Lo que pasa es que hacía frío y yo estaba aterrada, por eso me abrazó, no por otra cosa...

—Sí, para que te creo —la interrumpió Débora—, eso es una excusa, nena. Si lo sabré yo. Cuando el

vago es un poco tímido o no te da bola, decir que tenes frío no falla, siempre te termina abrazando.

—Sí, a veces. Yo a Nano una vez le dije que tenía frío y...

—¿Y te abrazó?

—No, me prestó la campera —dijo Betiana haciendo una mueca.

Todas se largaron a reír. Estaban en recreo, en las galerías frescas del primer piso, sentadas en bancos

de madera y protegidas de los rayos del sol de la tarde por las frondosas ramas del gomero añoso que

se levantaba desde el patio.

—Tira ese pucho que si viene la hermana nos pone amonestaciones a todas —dijo Betiana—. Estás

cada día más loca, Débora...

—Pero no digas pavadas, si las hermanas no vienen nunca a esta hora, es la hora sagrada del té...

—¿Y si por casualidad llegara a venir?

—Y si llegara a venir le decimos que no nos ponga amonestaciones colectivas...

—No lo puedo creer. Por una vez vas a asumir la responsabilidad —dijo Mariana.

—No, le voy a decir que no nos ponga amonestaciones colectivas porque acá la única que fuma es

Betiana...

El timbre interrumpió las risas llamándolas a clase.

Ana y Sergio se estaban besando cuando escucharon la puerta de entrada.

Ella, turbada, se puso a regar unos helechos.

Mónica entró detrás de Pablo y, cuando él salió en su moto sin saludar, ella soltó una carcajada.

—¿Se puede saber de qué te reís? —le preguntó Sergio.

—Lo que pasa es que no sabía que los helechos se riegan sin agua.. —dijo Mónica volviéndose a reír.

Como vio que a Sergio no le hacía gracia la situación, trató de disimular la risa y dirigiéndose a Ana

agregó:

—Venía a preguntarte cuándo podemos ir a ver a tu madre.

—Ahora te iba a hablar por teléfono. Mañana por la tarde estoy libre. Cuando los chicos estén en el

colegio, si podes, vamos.

—Eso está buenísimo, como dicen aquí. ¿Qué te parece si a las cuatro te paso a buscar?

—¿Qué están tramando ustedes? —les preguntó Sergio.

—Es secreto de sumario... No podemos hablar —le contestó Mónica.

Después se sentaron a conversar debajo del ciruelo, mientras la música de Vangelis les regalaba notas

misteriosas a las plantas.

Mariana se abrazaba fuerte a la cintura de Pablo mientras él derrapaba con su ciclomotor sobre la

arena.

Cuando llegaron al camino de las defensas viejas se bajaron y comenzaron a caminar.

—Mariana, yo te quería decir que... por lo del otro día, en la isla, cuando... cuando te abracé. Vos

tenías mucho frío y temblabas, por eso yo...

—Me hubieras prestado una campera si era por el frío.

Él apoyó la moto y tomó las manos de Mariana.

Ella miraba hacia lo lejos, tratando de concentrarse en la forma de una nube rosada. No quería que él

se diera cuenta de que estaba triste.

—Yo no digo que te abracé sólo por eso. Te quiero decir que si a vos te molestó... Además creo que

tenemos que hablar. Todavía no entiendo por qué dejaste de darme bola la semana pasada. Yo pensé

que con todo lo que nos contamos podríamos empezar a ser amigos.

Mariana lo miró a los ojos.

—Yo sé que sabes guardar un secreto, Pablo, así que por favor no comentes con nadie lo que voy a

contarte. Pasaron algunas cosas la semana pasada. Yo reconozco que estoy bastante rayada, pero Cris

había hablado conmigo y...

—¿Cris? ¿Qué te dijo?

—Bueno, me contó lo de ustedes y me pidió que me abriera. Está celosa, ¿entendés? No cree que

somos amigos. La cuestión es que yo dejé de darte bola porque ella me lo pidió. Dice que no es tonta y

que se da cuenta de que entre nosotros hay otra onda, que sé yo, boludeces.

—No son boludeces Mariana. Cris tiene razón.

—Bueno, si Cris tiene razón no me había equivocado. Hice bien en dejar de darte bola, ¿no? Ahora

podemos hablarnos, pero no hace falta ni que nos contemos todo, ni que nos veamos fuera del grupo.

No me busques más Pablo.

Mariana no podía disimular su furia ni podía entender las razones de su sentimiento.

—No entendiste nada —le dijo Pablo divertido—. No me refería a que tenemos que dejar de vernos.

Cris tiene razón cuando te dice que entre nosotros hay otra onda. Nos insultamos, nos tratamos con

bronca, pero tenemos unas ganas locas de estar juntos, ¿o me lo vas a negar?

Mariana iba a protestar pero sintió un cosquilleo por todo su cuerpo cuando Pablo la tomó por la

cintura y la atrajo hacia él. Después la abrazó y ella pudo sentir cómo el cosquilleo se intensificaba,

más aún, cuando él le tomó con dulzura el rostro y comenzó a besarla en los labios, lentamente, con

toda la ternura que nunca le había demostrado a nadie. Mariana le devolvió el beso con vergüenza, con

miedo de que él descubriera que era la primera vez que la besaban.

En el horizonte bajaba un sol de fuego.

14

Un olor acre de orines y transpiración les dio la bienvenida. Mónica se quedó esperando, mientras veía

la silueta de Ana, que se iba oscureciendo a medida que avanzaba por el largo pasillo. El lugar estaba

atestado de muebles ruinosos y oscuros. Comenzaron a asomar algunas cabelleras blancas y

enmarañadas, enmarcando rostros apergaminados, en los que contrastaban ojos vivaces, de mirada

exaltada.

—Pase —le dijo una mujer al rato, con tono brusco, mientras la conducía por el corredor.

A sus espaldas se oían carcajadas histéricas mientras se abrían y cerraban las puertas.

Ana estaba sentada al lado de su madre, que se hamacaba en un sillón desvencijado, mientras repetía

un juego ritual con sus pulgares, moviéndolos algunos segundos hacia adelante y algunos segundos

hacia atrás. Su mirada estaba ausente y extraviada.

Mónica se acercó y le tomó las manos. La mujer detuvo bruscamente el sillón y la miró.

—Es inútil. Hoy está más perdida que de costumbre. Ni siquiera me reconoció. No vamos a poder

preguntarle nada —dijo Ana mientras iba a sentarse al fondo de la habitación.

Mónica le hizo señas para que se callara y comenzó a acariciar la cabeza de la anciana mientras le

cantaba una canción de cuna muy antigua.

Sus ojos parecieron de pronto llenarse de vida.

—¿Volviste? Yo sabía que ibas a volver.

—Claro que iba a volver.

—¿Viniste a buscarme?

—¿Adonde quieres ir?

—¿A dónde voy a querer ir? A casa, vas a llevarme, ¿no es cierto?

—¿Te acuerdas de mí?

—Cómo no voy a acordarme, mamá, si eras la única que me cantaba esa canción.

Mónica y Ana se miraron mientras Leontina volvía a jugar con sus pulgares y a perder su mirada entre

los vaivenes del recuerdo.

—Mariana, quiero que hablemos.

El tono de la voz de Cris a través del teléfono, anticipaba cuál sería el tenor de la conversación.

Combinaron en encontrarse a la salida de clases, en un barcito cercano al colegio de ambas.

Hacía rato que Mariana estaba esperando cuando la vio llegar. En lugar de saludarla con un beso,

como había hecho siempre, Cris se sentó furiosa y se puso a hablar directamente del tema que le

interesaba.

—Me lo habías prometido, Mariana. Prometiste no meterte entre nosotros. Sos muy jodida. Débora ya

me lo contó todo.

—Cris déjame que te explique. Lo que pasó en la isla fue accidental y...

—Y te encantó que él te abrazara. No lo niegues. Te haces la mosquita muerta para congraciarte con

todos, pero sos una mentirosa.

—Yo no te mentí.

—Sí, porque prometiste algo que no cumpliste.

—Intenté hacerlo, pero Pablo...

—Pero Pablo te convenció, como hace con todas y vos te la creíste.

—No tuvo que convencerme de nada —le respondió Mariana furiosa—, lo de la isla fue casual, como

te dije, pero hay algo que no sabes y voy a contártelo. Ayer estuvimos juntos y Pablo me besó, y yo

también lo besé. Porque quise, porque lo sentí. Lo único que quiero decirte es que Pablo me dijo que

era tonto que dejáramos de vernos, porque él no sentía nada por vos, y por más que yo no le diera bola,

lo de ustedes nunca iba a volver a ser. Yo no quiero lastimarte, pero tampoco voy a permitir que me

ataques, si no lo merezco.

—Pablo sentía cosas por mí, te lo aseguro. Pero vos te metiste entre los dos y eso no voy a

perdonártelo.

—Yo ya te expliqué cómo son las cosas. Si él no te quiere, por más que lo presiones no vas a ganar

nada. Pero si crees que vas a enamorar a alguien con amenazas, allá vos.

—Por favor te lo pido —volvió a insistir Cris—. Voy a darte otra oportunidad. No me hagas esto,

entendé que lo quiero...

Mariana dejó el dinero sobre la mesa y, sin responderle, se fue a tomar el colectivo para regresar a su

casa.

Mónica buscó su mochila y dirigiéndose a Leontina le dijo con dulzura:

—Ahora vamos a hacer un juego, ¿quieres? No vale mirar, sólo puedes tocar y oler.

Le vendó los ojos y comenzó a sacar cosas que le diera Pablo y que antes habían pertenecido a la

madre de Ana: un perfumero viejo con restos de aroma antiguo, un sobre de raso negro, labrado, con

un botón grande de nácar, un sombrero con velo de tul y un zapatito amarillento de badana.

Al sentir el perfume, Leontina pareció recobrar la lucidez por un momento. Fue adivinando entre risas

cada objeto. Lo único que no logró descubrir fue el zapatito.

Mónica le quitó el pañuelo de los ojos y se lo mostró.

—Es de Anita. ¿Con quién se quedó? Es muy chiquita para dejarla sola.

—Anita ya no es tan chiquita. Está en la escuela ahora.

—Ah, en la escuela.

—Sí, está con Adriana y con Nora y...

—No, con Nora no tiene que estar. Esa chica está metida en algo raro. Decile a Hilario que la eche.

—No, cómo la va a echar, pobrecita, ¿adonde va a ir?

—¡Hay que echarla!

—Pero Ana se va a enojar si la echamos, es su amiga...

—No hay que decirle nada a Anita. ¡Decile que se vaya! ¡Decile que se vaya!

Mónica no insistió al ver que se alteraba y Leontina volvió a su mundo de sueños.

—Vamos —le dijo Ana—. Me hace mucho mal verla así. No puede decirnos nada importante.

—Está bien, vamos —le dijo Mónica. Pero antes de irse le puso una bolsita entre las manos

temblorosas y le dijo:

—Anita me dijo que te gustan mucho las moras. Cómelas todas antes de que venga alguien y después

te limpias las manchas con esta mora verde.

—Pero cómo le vas a dar moras, Moni. Le van a hacer mal.

—No pueden hacerle mal, mira la alegría que tiene.

—¡Moras! ¡Qué ricas! Seguro que las trajiste de la isla. Decile a don Gómez que muchas gracias, él

siempre tan bueno...

Ana y Mónica ya estaba saliendo cuando Leontina le hizo señas para que se acercara. Después le dijo

casi en secreto:

—Decile a Nora que se vaya a la isla, con don Gómez. Él es bueno y la va a ayudar. ¡Mira que

acordarse de que me gustan las moras...!

Y volvió a su juego de pulgares y vaivenes mientras las comisuras de sus labios se iban tiñendo con el

azul de las moras y su voz cascada entonaba las estrofas de la canción de cuna.

—¿Habrá existido ese tal Gómez, realmente?

—Deben ser delirios de mamá, Mónica. No le hagas caso. De lo que yo puedo acordarme, papá no

tenía amigos en las islas. A lo sumo iba a pescar, pero iba siempre con un tal Albera o Albrech, algo

así, pero no recuerdo a nadie de apellido Gómez.

—Vos querés decir Alvarez, el pescador.

—Ay, Pablo no podes acordarte de eso. Eras muy chico cuando el abuelo murió.

—Más vale que no me acuerdo. Pero lo conozco a Alvarez. El viejo que habló con nosotros el otro día,

en la costa. ¿Te acordás Mariana?

—¿El que vendía pescados?

—Ése. Tenemos que hablar con él —dijo Pablo, y después agregó:

—Yo diría que averigüemos todo lo que podamos, pero no te ilusiones demasiado, Mariana. También

podría ser pura casualidad que esa mujer se parezca a vos.

Los ojos de Mariana estaban tristes. Tocar ese tema le mantenía su herida en carne viva. Pero

necesitaba saber, llegar a las últimas consecuencias, así que seguía atenta la conversación y preguntó:

—¿A ustedes no les parece raro que me hayan adoptado acá, sabiendo que después íbamos a volver?

No veníamos tan seguido, pero veníamos. Mira si mi mamá verdadera se arrepentía de haberme dado y

un día me reclamaba, o si alguien me encontraba parecida y me lo decía... —dijo Mariana—. Aunque

a lo mejor la abuela Angela arregló todo, ¿no? En ese caso...

Ana y Mónica se miraron y se hicieron una seña imperceptible. Era el momento de aclarar algunas

cosas.

—Lo que pasa —dijo Ana—, es que si realmente fuese Nora tu mamá, ya no vivía acá cuando te tuvo.

—Mira, Mariana —dijo Mónica—. Yo creo que tú ignoras muchas cosas de las que han pasado en este

país por la época de tu nacimiento. Según lo que Ana recuerda, a Nora la dieron por desaparecida casi

un año antes de que tú nacieras.

—¿Cómo por desaparecida?

—¿Nunca has oído hablar del exterminio de los judíos en la segunda guerra mundial? —le preguntó

Mónica.

—Sí —dijo Mariana—, ¿pero eso que tiene que ver?

—Fue algo muy parecido. En esos años hubo una especie de guerra. Más que guerra, era terrorismo de

Estado. A toda aquella persona que tuviera ideas diferentes a las del gobierno, o que tuviera militancia

política, se la secuestraba y se la encarcelaba en centros clandestinos, en donde se los torturaba y

después, en la mayoría de los casos, se los hacía desaparecer. En nuestro país desaparecieron treinta

mil personas como si se las hubiese tragado la tierra. Y los militares, y algunos otros, fueron los

encargados de llevar a cabo ese genocidio.

—¿Los militares? Mis viejos nunca me contaron nada de lo que vos me estás diciendo... —dijo

Mariana.

—No me extraña. Mira, yo vivía en España por entonces y allá llegaban noticias. Mi madre echaba

siempre flores cuando hablaba de las actividades de Mauricio, que estaba en la Marina, pero yo sabía

bien lo que estaba ocurriendo en Argentina en esos días. Además, si te pones a pensar en una de las

cartas que leímos, Mercedes decía que Mauricio había pedido el traslado al sur... Siempre me pareció

extraño que se fueran a un lugar tan inhóspito, con una beba recién nacida... Pero esto podría

explicarlo; tal vez querían ocultarse.

Mariana escuchaba en silencio y Mónica continuó, tratando de buscar las palabras que sonasen menos

duras.

—Cuando desaparecía una embarazada, en la mayoría de los casos, nadie volvía a saber de su bebé,

precisamente porque ellos, los militares y todos sus secuaces, se encargaban de dejarlos en un hogar o

se los apropiaban, es decir que los anotaban como si fuesen sus hijos propios. Aunque en realidad,

creo que el término correcto sería "secuestraban", más que apropiaban.

Mariana se quedó mirándola. Después dijo con un hilo de voz:

—Eso quiere decir que... si yo realmente fuese hija de esa mujer, ellos serían...

Pablo le tomó la mano. Permanecieron un rato callados. No hacía falta que nadie le confirmase a

Mariana sus sospechas. Cuando ella sintió que el silencio le pesaba demasiado, cruzó el parque y salió

a caminar.

Pablo la alcanzó cuando ella estaba cruzando la ruta y siguieron un rato en silencio.

Al llegar al cementerio él la detuvo. Entraron y fueron hasta la tumba del padre de Pablo. Se sentaron

en el suelo, apoyados en el tronco de un árbol enorme.

—Yo también sé muy poco sobre lo que Mónica contó. Recién en estos días mi vieja me dijo que uno

de los profes que tenían en esa época había desaparecido y, a raíz de eso, sentí curiosidad y hablamos

algo en el colé, en la clase de historia, pero no creas que demasiado... No te sientas mal. A lo mejor ese

tipo que dice ser tu viejo, no estuvo metido en las torturas, qué sé yo...

Mariana no podía contestarle. Las lágrimas formaban un nudo en su garganta.

Pablo la abrazó y comenzó a cantarle al oído, como había hecho cuando estaban en medio de la

tormenta en la isla, mientras le acariciaba la cabeza apoyándola sobre su pecho.

Al rato ella pudo hablar.

—Si fuese como dice Mónica, es doble la mentira que no voy a poder perdonarles. No me dijeron que

era adoptada y no me dijeron que él era un...

Las lágrimas no le permitieron terminar.

—Vamos a descubrir la verdad, Mariana. Yo te voy a ayudar y te prometo que nunca más voy a

permitir que alguien te mienta.

Pablo siguió cantándole, mientras la envolvía en su abrazo, pero ella apenas si podía escucharlo.

Mónica se contenía para no telefonear a su hermana y soltarle todos los insultos que tenía atragantados.

Tomó la cámara fotográfica y fue hasta la costa.

—Buenas tardes, usted debe ser Álvarez, ¿no?

—Para servirla, señorita.

—Mire, yo soy turista y busco a alguien que me lleve a recorrer las islas.

—Me gustaría, mire, pero yo soy pescador, vio. Ando temprano por el río nada más que para ganarme

el pan. No ando paseando.

—Estoy dispuesta a pagarle muy bien si me lleva.

—Bueno, la verdad que de ser así, anda saliendo poco pescado y no le pagan nada a uno, así que...

Mónica le puso una buena cantidad de dinero en la mano y Álvarez se puso a guardar las redes.

Después el bote se fue deslizando en silencio por las aguas barrosas.

—Me parece que no van a poder ir solos hasta allá —dijo Ana.

—No... si eso es un laberinto. Van a tener que buscar otra vez a Álvarez para que los acompañe.

Habían terminado de cenar. Mariana seguía en silencio pero parecía más tranquila. Estaban en la casa

de Mónica, estirando los últimos minutos de la noche del domingo, haciendo planes.

—No puede haber dos arroyos con el mismo nombre —dijo Pablo—. Le preguntamos a cualquier

pescador y listo. No creo que sea bueno decirle a Álvarez que venga con nosotros...

Tomó el pequeño mapa que el pescador le trazara a Mónica y agregó:

—Fíjense, tenemos que recorrer todo este trayecto del arroyo y llegaríamos a la isla. Ahí vamos a

encontrar a Gómez, no podemos perdernos.

—Hay que ver si el hombre los quiere atender —dijo Mónica—. Tienen que tener cuidado de cómo se

lo van a plantear.

—Y también tener ojo con el tiempo, y llevar salvavidas. Que no vaya a pasarles lo de la otra vez —

agregó Ana.

—No va a pasar nada. Le voy a dar unas lecciones a Mariana para que aprenda a nadar en el río. Y si

no, la vuelvo a rescatar y listo — dijo Pablo guiñándole un ojo.

El entusiasmo de los preparativos para la búsqueda había hecho que Mariana se sintiese un poco más

animada.

Cuando terminaron de cenar se pusieron a jugar a las cartas. Hacía un largo rato que había pasado la

medianoche cuando Pablo y Ana se fueron.

Mariana se quedó hasta la madrugada, hurgando en la historia que intentaba desentrañar, a través de

los relatos que Mónica fue contándole ante sus innumerables preguntas.

16

El aire era fresco en contraste con las bocanadas calientes que se sentían durante el día.

La luna colgaba, enorme y redonda sobre el oeste, y poco a poco iba perdiendo su brillo de plata,

detrás de los eucaliptos, a medida que el mundo giraba en busca de un nuevo día.

El gris de la madrugada se iba alejando mientras los cantos de los gallos se oían en todas direcciones.

Los perros parecían llamarse con aullidos lastimeros y los primeros pájaros despertaban alborozados,

aturdiéndolos desde las ramas cercanas.

—Siempre me pregunté qué se dirían —dijo Pablo.

—Qué se dirían quiénes.

—Los pájaros, los gallos, los perros... ¿No escuchas? Es como si hablaran.

—Es cierto... No sé por qué nunca presté atención a eso.

—Cuando mi viejo vivía me llevaba a pescar desde que yo era muy chiquito y fue él en realidad quien

me enseñó a descubrir todas esas cosas. Escucha... ése es el canto del Chinchibiro. ¿Oís? Parece que

hablara...

Frente a ellos, el horizonte comenzó a cambiar los celestes grisáceos por rosados y naranjas tenues.

Las pocas estrellas que quedaban iban apagando su brillo.

—Aunque te parezca mentira —dijo Mariana—, es la primera vez que voy a ver salir el sol. En el sur,

donde yo vivía, no se ven los amaneceres ni los atardeceres a causa de las montañas. Cuando vemos el

sol, ya es pleno día, sin que quede ni un sólo rastro rojizo.

Estaban sentados sobre la arena húmeda, a orillas del Ubajay, que parecía estar en efervescencia,

trayendo miríadas de olas pequeñas por una de sus corrientes, para hacerlas confluir con otras, dejando

grandes manchones lisos como una piel de tanto en tanto.

Los árboles estaban quietos, sin que ninguna brisa los tocara, y poco a poco el negro de sus hojas fue

tornándose de un gris verdoso.

El sol fue asomando su disco de fuego, cegándolos por momentos, y cubriendo de naranjas y amarillos

las crestas de las olas.

Pablo y Mariana se quedaron en silencio. Las islas iban recobrando sus formas con la luz del día.

Recién cuando el sol comenzó a elevarse, echaron la piragua al río y se pusieron a remar.

—Vayan pensando en viajar para las fiestas. Queremos que la acompañes a Mariana y que ella se

quede con nosotros acá durante las vacaciones. A Mauricio recién lo operarán los primeros días de

enero. Yo te mando los pasajes. Bueno un abrazo para las dos, y decile a Mariana que la queremos

mucho.

Cuando Mónica colgó, fue hasta el taller y se puso a trabajar. Mientras golpeaba el barro, le pareció

recobrar las sensaciones que se apoderaban de ella cuando vivía en España y la soledad y la

impotencia le pesaban demasiado. Era extraño, creía haberse endurecido lo suficiente como para no

volver a sentirse abatida y, sin embargo, hoy volvía a ser la joven de veinte años, que trataba de

descargar en la arcilla toda la angustia que no se permitía demostrar a través de palabras o de lágrimas.


—Quiero que me digas qué es lo que está pasando.

—Te escribiré, Mercedes, te lo prometo. Te va a salir muy costosa esta llamada...

—Allá son las seis de la mañana, no puede ser que Mariana haya salido a esa hora. Nosotros no te

autorizamos para que durmiera fuera de casa.

—Ya te expliqué que durmió acá. Se levantó temprano para ir a contemplar el amanecer con sus

amigos.

—¿Amigos? Pero escúchame, sabes perfectamente que no nos gusta que...

—Mercedes, Mariana va a cumplir 17 años, ¿no? Creo que no tiene nada de malo que tenga amigas y

amigos.

—Es un desastre todo lo que está pasando. Vos no podes imaginarte lo que significa Mariana para

nosotros. Los años que nos desvelamos cuidándola, protegiéndola... Ser madre es también muy

doloroso. El terror de que algo le pase a tus hijos muchas veces no te deja vivir...

—Sí, me imagino. Debe ser terrible, sobre todo si tienes un solo hijo. Pero hay que aprender que "tus

hijos no son tus hijos..."

—¿Qué querés decir?

—Nada, sólo te citaba a Khalil Gibrán. Bueno, prometo escribirte.

Mariana de tanto en tanto apoyaba el remo en el fondo del bote, hundía una de sus manos en el agua

fresca y se mojaba la cara.

—Tiene olor a río. Es un olor raro, huele a peces, a barro, a plantas verdes... me gusta.

El sol iba ascendiendo y ponía reflejos dorados en los cabellos de Mariana. Sus enormes ojos grises se

llenaban de lucecitas y viéndola así, Pablo pensó que siempre deberían estar navegando. Parecía que

en medio de ese paraíso la tristeza no tenía cabida. Era como si la magia del agua, del sol, de las islas,

neutralizaran el dolor, dejándola serena, casi feliz.

Mariana lo salpicó con unas gotas de agua mientras se reía. Pablo dejó los remos en el fondo de la

embarcación y, moviéndose con cuidado la atrajo hacia sí y la abrazó. Estaban sentados los dos en el

medio de la embarcación, que era arrastrada mansamente por la corriente. Ella apoyaba su espalda en

el pecho de él y se dejaba cubrir de caricias. Él le daba besos chiquitos en el cuello, mientras le decía:

—Estos son besos de pescadito.

Mariana cerró los ojos. Sentía el olor de la piel de Pablo que se mezclaba con el perfume del río. El sol

recalentaba sus cuerpos y el abrazo se intensificaba, alejando todos los fantasmas, los dolores y los

miedos.

Saltó un dorado al lado de la embarcación, sobresaltándolos.

—¿Qué fue eso? —preguntó Mariana.

—Debe haber sido un tentáculo del monstruo de la laguna —le contestó él.

—Si esto no es una laguna, nene...

—No, pero como el monstruo es tan grande, su cabeza está en la Laguna de los Naranjos y sus patas

llegan hasta acá...

—¡Qué bolacero! Por qué mejor no te fijas adonde estamos, que nos vamos a perder.

Él se estiró y sacó el pequeño mapa que tenían trazado.

—Fijate —le dijo—. Ya salimos del Ubajay y ahora estamos navegando por el Colastiné. La orilla

izquierda es la Isla del Rincón y la que está a la derecha se llama El Timbó. Tenemos que estar atentos

porque no debe faltar mucho para entrar en el Brazo de Las Cruces. Ahí va a aparecer otra isla que se

llama Mamajué. Entre ésa y El Timbó, está el islote donde vive Don Gómez. No nos podemos

equivocar.

El río se abría ahora ante sus ojos, quebrado por incontables pliegues de reflejos brillantes. De tanto en

tanto un remanso los hacía girar o los enredaba entre los camalotes que arrastraba la corriente.

—Ahí está, esa es la boca que debemos tomar. Ahora me vas a tener que ayudar con los remos.

El sonido de las palas abriéndose paso sobre el río parecía retumbar y agigantarse en medio del

silencio que se quebraba de tanto en tanto con el canto de algún ave, o con el salto de un pez. La

piragua se deslizaba ahora entre enormes platos de irupé, acercándolos a la orilla de las islas.

Ana sentía el calor húmedo de la turba entre sus dedos mientras preparaba las macetas que cobijarían a

las flores de estación. Nardos y fresias la mareaban con su perfume dulzón.

Repasaba mentalmente todas las respuestas que había recibido a las cartas y llamados telefónicos,

intentando rastrear a sus ex compañeros de colegio. Sólo faltaban cuatro, entre ellos Adriana y Nora.

Lo de Adriana era irreversible, pero lo de Nora todavía dejaba abierta una esperanza, aunque la

incertidumbre de la desaparición era aún más terrible que la certeza de la muerte.

Ana buscaba en sus recuerdos y se dio cuenta de que se enteró de lo de Nora muchos años después de

ocurrido, e igualmente no le había dado la importancia que ahora le daba. Se culpaba de haber estado

metida adentro de una burbuja durante muchísimo tiempo, y se preguntaba por qué no había intentado

hacer algo para conocer el paradero de Nora en todos esos años. Era como si su vida hubiese girado en

otra dimensión, ajena a todo lo que sucedía en el país, sin importarle otra cosa que no fuera su familia

o sus problemas domésticos, y sin hacerle caso a tantos datos que se le habían ido presentando.

Revolviendo las fotos era como si una alarma hubiese sonado a destiempo, pero igualmente la

despertara. Estaba el testimonio de su viaje de bodas, fotografías tomadas en el Noroeste: enero del 77,

calor insoportable, dique del Cadillal. Todavía recordaba las armas que los apuntaban mientras ellos

visitaban el dique, y le venían a la mente las recriminaciones de sus suegros "¿Pero cómo se les

ocurrió ir ahí, que era el centro de los operativos?" Todo se mezclaba ahora, las imágenes con los

partes de prensa anunciando las bajas en el enemigo. El rostro de Videla, el mundial del 78 y la voz de

su madre diciendo: "Pero si serán estos franceses, que en lugar de pasar la apertura del mundial, que

era tan hermosa, pasaron documentales desprestigiando a la Argentina..."

—¿Adonde estaba yo? —se preguntaba ahora Ana, sintiéndose culpable.

Tal vez por todo eso y en un intento de modificar tanta indiferencia, ahora lucharía para ayudar a

Mariana. Si fuese cierto lo que sospechaban, si Mariana fuera hija de Nora, a lo mejor todavía era

tiempo de remediar parte de sus silencios. Y aún quedaba la esperanza —algo remota— de que Nora

hubiese huido del país y que, en el exilio, desconociera el paradero de su hija.

Se apuró a terminar con los plantines para ir a leer todo el material que Mónica le había traído: libros y

documentos que descorrerían el velo que ella, consciente e inconscientemente, había intentado utilizar

para tapar el pasado.

—¿A quién andan buscando?

No habían alcanzado a golpear las manos cuando escucharon la voz, anunciándose a sus espaldas, en

el patio de tierra apisonada y brillante.

Era un hombre enjuto, de huesos pequeños, y su espalda se encorvaba, como si todo el peso de su vida

descansara sobre ella.

Cuando se enteró de que Pablo era nieto de Hilario Paz, el padre de Ana, los invitó a sentarse y se puso

a preparar el mate.

Mariana lo miraba en silencio. Los cabellos grisáceos se le pegaban, débiles, sobre el borde superior

de la nuca rugosa y sobre la incipiente calvicie, que había quedado al descubierto cuando don Gómez

se quitó el sombrero de paja, oscurecido por el sudor.

Hablaron durante un largo rato sobre pesca, sobre las inundaciones y sobre las islas. El hombre se

acordaba del abuelo de Pablo, de algunas noches que habían compartido bajo la luna, charlando de

tantas cosas, mientras el vino disminuía en la damajuana y les alegraba los corazones.

Su rostro conservaba un aire inocente, pese a las arrugas profundas que lo surcaban, mucho más

pronunciadas alrededor de los ojos y de los labios. Cuando reía, su boca pequeña dejaba ver sus encías

desdentadas, y la piel se le fruncía como un pergamino viejo. Al verlo de perfil parecía que su nariz

prominente se iba a unir con la punta del mentón. Por momentos, sus ojos, de un marrón descolorido,

se quedaban fijos en Mariana y su mirada parecía agitarse.

El olor del sábalo, asándose, les abrió el apetito.

— Van a chuparse los dedos —le decía el hombre. Después volvía a mirar Mariana, se acomodaba sus

escasos cabellos grises y movía la cabeza pensativo.

Ella ahora miraba asombrada cómo las gallinas entraban y salían del rancho, sin que don Gómez se

inmutara. Desde donde estaba podía ver en el interior de la vivienda, a algunas que subían a una mesa

grande, picoteando restos de comida y a otras que escarbaban en el piso que era como una

continuación del patio.

Después de comer el viejo los invitó a recorrer los espineles, diciéndoles que a veces enganchaba

algún pescado siestero. Cuando regresaron se sentaron otra vez a tomar mates amargos, que a Mariana

le costaba tragar, pero aceptaba por temor a ofenderlo. El hombre seguía observándola y era como si

una sombra cruzara por su mirada.

Pablo no sabía cómo hacer la pregunta que ya le quemaba. Sacó la fotografía de la promoción de Ana

y señalando a Nora le preguntó cuánto tiempo había estado esa chica viviendo con él.

El viejo cambió la cara.

—Acá el único que llegó a venir fue tu abuelo, y alguna vez Álvarez. Pero nunca vino ninguna mujer,

esas son habladurías.

Después se levantó y se puso a doblar una red inmensa, dándoles la espalda.

—Será mejor que se vayan. El camino es largo y no es bueno que los sorprenda la noche, porque

pueden perderse —agregó con tono irritado.

Pablo le hizo una seña a Mariana para irse. Comenzaron a desandar el camino que los había llevado

hasta el rancho, cuando Mariana, siguiendo un impulso volvió corriendo y mirando al hombre, lo tomó

de las manos y lo sacudió, mientras le gritaba:

—¡Usted no entiende, ella puede haber sido mi mamá!, yo no tengo mamá, no sé adonde buscarla...

El viejo vio el brillo de esos ojos grises y pareció dudar por un momento. Pero después se metió en el

rancho mientras le gritaba:

—¡Vayanse!, yo no sé nada.

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