—Esto está completamente dañado.
—No puede ser.
—Y es imposible que entren canales extranjeros porque no hay conexión de
antena parabólica.
—Pero si hace un momento…
—El daño es severo, no se ve nada.
—Pero si acabo de enterarme del atentado contra la reina Isabel.
—¿Atentado?
—En Inglaterra.
—No sé de qué me estás hablando, Antonio. Vi las noticias antes de venir y oí la
radio en el carro durante el viaje. No dijeron nada de la reina Isabel.
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Antonio se puso la mano derecha en la frente y preguntó:
—¿Ayer había una pelea de boxeo importante?
—No que yo sepa —contestó Carlos.
Antonio extendió el brazo izquierdo hacia la mesa de vidrio que estaba en el
centro de la sala.
—Hazme un favor, Carlos. Dime qué libro hay aquí sobre la mesa.
Carlos se acercó. Abrió el libro y lo ojeó.
—Una agenda con las hojas en blanco —explicó.
Antonio tomó aire y lo exhaló lentamente por la boca.
—Acércate a la ventana de la izquierda, por favor. Al lado de la cocina.
Carlos obedeció.
—¿Qué ves?
—Un lote vacío. No hay nada.
Antonio hundió la cabeza entre las manos y evocó, de pronto, las palabras de
José: «Creo en una revolución sexual, gastronómica, amorosa, económica, lúdica,
intelectual… total. Quiero que el mundo sea distinto». Ahora entendía mejor esas
palabras, y preguntó emocionado con una voz que parecía venir de muy adentro:
—¿Sabes cocinar?
Carlos levantó los hombros.
—No. Comemos cualquier cosa.
El viejo sintió los ojos humedecidos debajo del vendaje. Sonrió tristemente.
—Sí, está bien. Igual nos vamos a aburrir.
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LA PRUEBA
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Ismael marcó el número telefónico de Helena y esperó. Tres timbrazos más tarde ella
tomó el auricular y preguntó:
—¿Aló? ¿Diga?
—Hola, soy yo.
Helena calló unos segundos. Luego saludó:
—Qué tal, cómo estás.
—Ahí, pensándote.
—No comiences, Ismael.
—Es la verdad.
—Ya te dije que no quiero nada contigo.
—Por favor, hablemos.
—Hemos hablado bastante.
—Todo esto ha sido un malentendido.
—No más, por favor.
—Déjame verte por última vez.
—Lo siento, Ismael, no puedo.
Cerró los ojos y la evocó con el vestido azul claro, el pelo suelto, sonriente. Un
dolor agudo le cruzó el centro del estómago. Se oyó suplicar:
—Por favor.
Ismael apretó las mandíbulas y deseó estar en otro sitio, llamarse de otra manera,
llevar una vida donde no sintiera este ahogo, esta necesidad que lo hundía en un pozo
sin fondo, esta dependencia malsana que lo conducía sin remedio a la súplica y la
indignidad. Repitió con una voz que era apenas un murmullo:
—Por favor.
Helena, con frialdad, desapasionada, casi indiferente, dijo:
—Tengo que contarte algo.
—¿Qué es? —preguntó Ismael con nerviosismo. —Tienes que tomarlo con
calma.
La imaginó en brazos de otro, besándolo, diciéndole frases dulces al oído. Agarró
el teléfono con fuerza, como si quisiera destrozarlo. Helena continuó:
—Espero que puedas entender mi decisión.
—Deja los rodeos. Dime de qué se trata.
Helena subió el tono de la voz y dijo:
—Me voy del país.
—¿Qué?
—Tengo todo listo.
—No puede ser.
Ismael sintió náuseas y un flujo de ácidos estomacales le ascendió por la garganta
hasta la boca. Un dolor punzante le apretó las sienes.
—No te puedes ir así, Helena.
—¿Así cómo?
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—Sin hablar conmigo, sin arreglar esto.
—Yo ya no tengo nada que hablar contigo.
—Helena, por favor.
—Me voy mañana.
—¿Mañana?
—Todo está listo. Viajo temprano.
—¿A dónde?
—No quiero que me busques, ni que me llames ni que me escribas.
—Yo todavía te amo.
—No quiero prolongar esta conversación.
—Helena, no te puedes ir así, huyendo.
—Lo siento, tengo que colgar.
Ismael escuchó un golpe sordo y luego el silencio invadió la línea telefónica.
Dejó el aparato sobre la mesa y se acercó a la ventana de la sala de su apartamento.
Abajo, entre ráfagas de luces intermitentes y pitos de autos, Bogotá continuaba
intacta. Le pareció increíble que el mundo, afuera, siguiera su marcha regular, como
si hubiera decidido alejarlo, exiliarlo, demostrarle que su pequeña historia personal
era irrelevante e inocua. Se puso la chaqueta y salió a la calle. Necesitaba estar ahí,
entre la gente, sentir la multitud su alrededor, perderse por entre tiendas y almacenes,
teatros y avenidas, siempre al lado de los otros, hombro a hombro, intentando un
contacto —aunque fuese sólo un roce físico— con hombres y mujeres que pasaban a
su lado, haciéndose a la idea de que no estaba solo, abandonado, débil y
desprotegido. Sin embargo, la verdad lo fue alcanzando hasta imponerse
irremediablemente. Se detuvo frente a un teatro donde había carteles y fotografías de
los actores que protagonizaban la obra dramática que anunciaban, y reconoció en una
de las artistas los ojos negros de Helena, su cabellera abundante, sus inconfundibles
cejas espesas y arqueadas —el parecido era casi tenebroso—. Fue como si una
plancha de cemento le hubiera caído encima, pulverizándole el cráneo contra el suelo.
Se arrodilló en un rincón del teatro, lejos de la taquilla, y dejó que un llanto
entrecortado lo ahogara en ataques esporádicos que lo dejaron sin aire, al borde de la
asfixia. Sí, pensó, la había perdido, no había tenido la habilidad suficiente para
amarla con dedicación y sacrificio, con voluntad de entrega y de permanencia. Y
ahora tenía que pagar el precio, había llegado el momento de cancelar cuentas
pendientes con la vida. Su egoísmo, su taradez narcisista, su arrogancia y su
pedantería serían castigados y penalizados. Ella partiría en la mañana en busca de una
lejanía que la purificara de un pasado vergonzoso y despreciable. Viajaría en un
intento desesperado por alejarse de él, por olvidar ese tiempo que con el paso de las
semanas y los meses le parecería insignificante, salpicado de afectos nimios e
innecesarios que, por fortuna, habrían quedado atrás, clausurados para siempre.
Ismael se puso en pie y siguió caminando hasta tropezar con un centro comercial
del cual salían clientes satisfechos llenos de paquetes y bolsas de plástico. Recordó
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que Helena solía visitar las pastelerías cercanas, comprando tortas de queso y
pequeños postres árabes que constituían su gran debilidad. Se dirigió entonces a
aquellos lugares que le recordaban su relación con ella, el estrecho vínculo que lo
unía a su recuerdo. Estuvo durante dos horas recorriendo cafeterías y restaurantes
donde la imaginaba allá adentro, sonriente, amable, deferente, idéntica a como había
sido con él durante los últimos cinco años. Ismael viajaba por su pasado lleno de
culpa y remordimiento.
Cerca de la medianoche, sin darse cuenta, como un autómata, se detuvo frente a la
casa de Helena. Todas las luces estaban apagadas. Arriba, en el segundo piso, la
cortina de su cuarto estaba también oscura, sin rastros de vida. Ismael sintió deseos
de gritar, de llamarla para verla acercarse a esa ventana que tantos recuerdos le traía,
esa ventana desde la cual ella le había arrojado pedacitos de papel con mensajes de
amor cifrados, tallos de flores en sobres de mensajería, guijarros y semillas que ella le
guardaba de sus salidas al campo, lejos de la ciudad. Ismael ahogó ese grito en su
garganta y se sentó en el andén en silencio, derrotado. Helena no era una mujer más,
alguien para pasar un rato o distraer la soledad, no, era la mujer con la que él siempre
había soñado, una persona que ingresaba en su mente y se compenetraba con él sin
dejar huecos ni hendiduras. Y en pocas horas esa persona única, irremplazable, se iría
del país. Ismael sintió como si estuviera velando un moribundo, como si estuviera
asistiendo a la agonía de un ser amado que moriría sin remedio unas horas más tarde.
Levantó los ojos y contempló un cielo limpio y despejado. La luna iluminaba las
avenidas y las casas con una luz intensa que cortaba la noche como si fuera una
navaja afilada penetrando en un bloque de mantequilla. Ismael quiso morir ahí, de
inmediato, frente a su casa, bajo esa claridad lunar que acuchillaba la oscuridad
salvajemente.
Un celador apareció en la esquina, se acercó y lo interrogó:
—¿Qué se le ofrece?
Ismael lo miró a los ojos.
—Nada.
—¿El señor vive aquí en el barrio?
—No.
—Entonces tiene que irse.
—¿Por qué?
—Son órdenes, señor.
—¿Órdenes de quién?
—Cuestión de seguridad, señor.
—No estoy molestando a nadie.
—Lo siento, señor, si no se va tengo que llamar a la policía.
Ismael se puso en pie y preguntó:
—¿Está de guardia en las horas de la mañana?
—Sí, señor.
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—¿Conoce a la señorita Helena, la que vive en esta casa? —señaló la casa que
tenían enfrente.
—Sí, señor.
—Dígale, por favor, que la amo, que no la voy a olvidar jamás.
Ismael dio media vuelta y desapareció. Caminó por la Carrera Séptima hacia el
sur, bordeando las montañas, hasta que llegó a los puentes de la Calle Veintiséis, en
pleno centro de Bogotá. La larga caminata le había calentado los músculos,
protegiéndolo del frío que a esa hora paralizaba el cuerpo y helaba la piel.
Bajó hasta la Carrera Trece y se tropezó, cara a cara, con tres vagabundos
pacíficos que fumaban marihuana y olían sacol en pequeños frascos de vidrio.
Estaban sentados en el piso y se miraban unos a otros con ojos mansos y sosegados.
Contemplaron a Ismael sentados en el suelo, y uno de ellos, el más viejo, lo invitó a
participar en la reunión.
—¿Quiere un poquito para el frío, parce?
Ismael dudó, desconfió de los tres individuos, pero luego experimentó unos
deseos profundos de quedarse allí para siempre, entre aquellos desharrapados y
menesterosos que el mundo había hecho a un lado, aquellos indigentes que estaban al
margen de los intereses y las expectativas del resto de la humanidad. Sin saber cómo
ni por qué, se identificó con ellos, con su tristeza desmesurada, con esa melancolía
que se extendía alrededor de ellos como una fuerza gravitacional incontenible, con
esa orfandad que expresaban sus palabras, sus gestos, sus ademanes más cotidianos,
sus deseos de pasar inadvertidos. Se sentó.
—Gracias.
Un hombre joven, sin afeitar, le sonrió y le entregó la mitad de un cigarrillo de
marihuana. Ismael aspiró. El viejo le tendió la mano.
—Mucho gusto, Wilmar.
Ismael la estrechó con fuerza.
—Ismael.
El viejo le sonrió.
—Esta bareta es de lo mejor. Suavecita.
—Se nota —comentó Ismael.
—¿Y anda solo, hermano?
—Sí —contestó Ismael levantando los hombros.
Volvieron a entregarle el cigarrillo. Aspiró dos veces hasta sentir el humo bien
adentro, inundando los pulmones.
—Es peligroso andar así —anotó el viejo.
—Lo sé.
—Hay gentecita dura por aquí.
—Me imagino.
Sintió deseos de irse. Se puso de pie y se despidió.
—Tengo que irme. Gracias por los pitazos.
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—De nada, hermano —dijo el viejo.
Siguió caminando por la Carrera Trece hacia el sur. En la esquina de la Calle
Veintidós una prostituta gorda, con un escote inmenso, que dejaba ver unos senos
voluminosos, y un maquillaje exagerado que le acentuaba los rasgos de la cara de
manera vulgar, se le acercó y le habló con voz suave y sugestiva:
—Venga le digo un secreto, mi amor.
Ismael notó que la marihuana ya había hecho efecto. Veía a la mujer como si
fuera un fantasma, como si ambos fueran los protagonistas de una película cuyo
guión desconocían, pero que sin embargo estaban filmando. Dio unos pasos. Ella
dijo:
—Vamos adentro, mi amor, y le hago todo lo que usted me diga.
Ismael la miró directo a los ojos. Ella volvió a atacar:
—Vamos a la cama, corazón, y nos calentamos juntos. Está haciendo un frío
horrible.
—¿Cuánto?
—Doce mil pesos y yo pago la pieza.
—¿Cuánto vale la pieza?
—Si nos quedamos a dormir vale cinco mil.
Recordó que tenía treinta mil pesos y que la vida valía ahora poca cosa.
—Vamos.
Mientras caminaban hacia la entrada de una pensión miserable, Ismael sacó de la
billetera quince mil pesos y se los entregó a la mujer.
—Gracias, mi amor. Se nota que eres decente.
Les indicaron un cuarto al fondo de un pasillo oscuro. Entraron y cerraron la
puerta. La mujer preguntó:
—¿Qué quieres hacer, amor?
—Dormir. Quiero que te hagas aquí al lado mío y que me hagas compañía para
dormir.
—Como tú digas, amor.
La mujer se descalzó y se recostó en la cama. Ismael apagó la luz y se hizo al lado
de ella. Su cabeza flotaba por la habitación y el cansancio invadió su cuerpo de arriba
abajo. Los ojos se le cerraron de fatiga y agotamiento físico. De un momento a otro la
habitación, la cama y la mujer se esfumaron en el aire por completo.
Despertó con un fuerte dolor de cabeza. Estaba solo. Recordó de inmediato la voz
de Helena en el teléfono: Viajo temprano. Movió el brazo izquierdo hasta tener la
muñeca frente a sus ojos y no vio nada. La mujer se había llevado el reloj. Se sentó
en la cama y notó que también se había robado la chaqueta. Revisó la billetera y halló
los documentos y las tarjetas bancarias, pero los quince mil pesos restantes habían
desaparecido. Se pasó las manos por el cabello, abrió la puerta y cruzó el pasillo en
busca de la salida. La puerta principal estaba abierta de par en par. Salió a la calle y
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un sol radiante lo recibió de lado, obligándolo a abrir los ojos lentamente. Preguntó al
primer transeúnte con el que tropezó:
—¿Qué hora es, por favor?
Una voz gruesa le respondió:
—Las once en punto.
—Gracias.
Helena ya se había ido. Ahora sentía no la agonía, sino la muerte definitiva, la
sensación de lo irreparable, de lo que está perdido a perpetuidad, para siempre.
Caminó por la Calle Veintidós hacia el oriente. Atravesó la Carrera Séptima y siguió
caminando hacia arriba, hacia las montañas. Quería estar solo, lejos de la ciudad y su
frenesí histérico. Ismael hacía esfuerzos por olvidar la imagen de Helena, por
arrancarse de su interioridad esa necesidad de verla, de tocarla, de estar a su lado.
Sabía que no podía regresar a su apartamento, a ese lugar en el que había sido tan
feliz con ella. Prefería quedarse por ahí, vagabundeando, alejado de los sitios donde
había construido su pasado, buscando de calle en calle otra ciudad en la misma
ciudad.
En el barrio Germania, colindando ya con los eucaliptos y los arbustos que
iniciaban el camino hacia la iglesia de Monserrate —en la cima de la montaña—, vio
a un joven escrutando el cielo con las manos en forma de catalejo.
Ismael caminó unos pasos hacia el muchacho.
—¿Qué haces?
—Vigilo el cielo —respondió él sin inmutarse.
—¿Para qué?
—Ya casi vienen a recogerme.
—¿A recogerte?
—Ellos —contestó el joven señalando el cielo—. Pronto vendrán por mí para
llevarme a otro planeta.
—Ah…
Ismael sintió envidia de la seguridad con la que el muchacho hablaba. Había
construido una esperanza que le permitía seguir viviendo, seguir aguantando la
infelicidad y la desdicha. Semejante postura le pareció admirable.
Continuó caminando por un sendero estrecho que iniciaba el ascenso a la
montaña. Vio un pino gigantesco que extendía sus ramas hacia los cuatro puntos
cardinales, y se recostó en su tronco divisando la ciudad a lo lejos, distante, como si
esa falta de cercanía lo protegiera de alguna manera de su influencia malsana y
destructiva. Cerró los ojos y se quedó dormido.
Despertó al atardecer. El sol se hundía al fondo en un horizonte rojizo y
sanguinolento. Bajó de la montaña y descendió por el costado norte de la Calle
Veintiséis. Llevaba casi veinticuatro horas recorriendo la ciudad al azar, pero no
sentía hambre ni deseos de regresar a su apartamento. Al llegar a la Carrera Séptima
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se detuvo unos instantes a contemplar la caída de la tarde. La imagen de Helena
seguía ahí, intacta, incólume, hiriéndolo, lacerándolo.
De un momento a otro bajó la mirada y divisó, unos metros debajo del puente, un
cuerpo masculino arrojado sobre el césped escaso y ennegrecido. Los autos corrían
veloces a pocos metros de distancia. Ismael percibió que la parte alta del cuerpo iba
desnuda desde la cintura hasta el rostro. No alcanzaba a precisar detalles, pero la
inmovilidad del cuerpo y dos agujeros que parecían insinuarse cerca del ombligo lo
pusieron alerta. Estaba seguro de que no se trataba de la acostumbrada escena de un
indigente durmiendo en lugares públicos. No, había algo inquietante en ese cuerpo:
su rigidez tal vez, su desnudez a medias, esas dos manchas oscuras que parecían
huecos tenebrosos hundiéndose en la profundidad del abdomen.
Ismael rodeó el puente y descendió con cautela, sin apresurarse, hasta quedar a
unos tres metros del hombre. Un olor nauseabundo —a excrementos, a cloaca, a
podredumbre corporal acumulada— se extendía alrededor del cuerpo como una
muralla infranqueable. Pensó que el hombre llevaba muerto ya varias horas. Los dos
agujeros indicaban la posibilidad de balazos certeros rompiendo la carne hasta
alcanzar órganos vitales que seguramente habían sido destrozados por los dos
proyectiles. No obstante, de manera inverosímil, Ismael notó un leve movimiento en
el pecho, una débil respiración que defendía con torpeza ese cuerpo de los rigores de
la muerte. Se tapó la nariz con la mano izquierda y se acercó aún más. Justo en ese
momento el hombre fue recorrido por unos espasmos que lo hicieron temblar como
un epiléptico o como un paciente psiquiátrico sometido a la brutalidad de unos
electrochoques. Ismael sintió miedo pero permaneció quieto, inmóvil, atrapado por
completo en esa imagen de un cuerpo volcánico en el instante preciso de su erupción.
Y en efecto, como si se tratara de lava subiendo a la superficie, una explosión
hedionda de materia fecal líquida irrumpió de pronto por uno de los agujeros y fue
escurriéndose por el costado derecho hasta detenerse en el suelo. Entonces el hombre
separó los labios y dijo en voz baja, ahogada, suplicante:
—Dios mío, ayúdame.
El terror de Ismael se transformó bruscamente en ternura. Una ola de afecto y
dulzura lo invadió de repente sin darle tiempo a pensar o reflexionar sobre lo que
estaba sintiendo. Se quitó la mano de la nariz y se arrodilló junto al hombre para
avisarle que iba a pedir ayuda, que aguantara un poco mientras él regresaba con
auxilio y asistencia médica. No alcanzó a pronunciar palabra. El hombre fue
recorrido por ataques y convulsiones que tenían, esta vez sí, un carácter definitivo.
—Dios, me muero.
Ismael se inclinó y puso su mano izquierda debajo de la cabeza de él, inclinándola
en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Los espasmos cesaron, el hombre entreabrió
los ojos haciendo un gran esfuerzo por reconocer algo allá, afuera, en esa realidad
que estaba pronta a desaparecer, y alcanzó a susurrar en medio de la última
exhalación:
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—Gracias.
Relajó por fin todos los músculos e Ismael percibió el descanso, la paz de la
muerte. Dejó la cabeza en el césped, cerró los párpados del hombre y no supo qué
hacer. Los autos seguían pasando a gran velocidad por la avenida. El sol había
desaparecido y ya la noche iba imponiendo la oscuridad lentamente. Aturdido,
confuso, logró sin embargo darse cuenta de que nunca antes había sentido tanta
piedad, tanto amor hacia alguien. Nunca había vivido la agonía frente a frente, nunca
había palpado la muerte de un semejante. Le pareció tan agudo e intenso ese dolor,
tan humano en su tajante desamparo, que lo sufrido hasta entonces por él le dio
vergüenza por su nimiedad, por su poquedad, por su estúpida puerilidad. Y sus ojos
se abrieron como dos compuertas que hubiesen represado durante mucho tiempo el
cauce de un río, y lloró, y lloró, y dejó salir de sí todo ese torrente incontrolable que
brotaba con fuerza inusitada.
No supo el tiempo que había estado allí llorando junto al cuerpo de ese
desconocido, solo, cercado por la noche y por la indiferencia de una multitud ciega
que no se detenía siquiera ante la muerte de un hombre. Le pareció inútil advertir a la
policía sobre lo que había sucedido. Si no les había interesado el indigente con vida,
agonizando ahí como un animal, mucho menos ahora que estaba muerto.
Al fin reunió fuerzas, se secó las lágrimas que humedecían sus mejillas y
comenzó a caminar hacia su apartamento. Por primera vez en varias horas sintió
hambre, deseos de bañarse, de afeitarse y de cambiarse de ropa. Respiró hondo la
brisa helada que entraba en sus pulmones en ráfagas entrecortadas. De repente
recordó que llevaba una fotografía de Helena en la billetera. Se detuvo, la extrajo con
sumo cuidado y la contempló debajo de un farol que emitía una luz fría y exangüe.
Tuvo la impresión de que su historia con ella pertenecía a un pasado lejano y remoto.
Acarició la foto con ternura, la dejó caer al andén, tranquilamente, y siguió su
camino.
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LEONARDO SINISTERRA
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En junio de 1999, nueve meses después de haber salido a librerías mi novela Scorpio
City, una universidad de Bogotá me invitó a conversar con los estudiantes sobre el
libro. Acepté encantado y me presenté en la institución con una carpeta de notas y
muchos deseos de entablar un diálogo amistoso con los muchachos. Para un escritor
joven es fascinante descubrir las múltiples interpretaciones que pueden hacer los
lectores de sus textos. Supongo que con el tiempo y la experiencia uno va perdiendo
esa curiosidad, esa fascinación.
Los estudiantes estuvieron activos y muy interesados en conocer mis opiniones
sobre la creación literaria y sobre el papel del escritor en una realidad tan caótica e
injusta como la nuestra. Al finalizar la sesión, un joven de unos veinte años levantó la
mano y me preguntó:
—¿Me reconoce usted?
Hice memoria, pero no recordaba ese rostro afilado y jovial.
—¿No me reconoce?
Repasé los lugares donde hubiera podido tropezarme con un joven así, pero nada,
mi memoria no tenía registrada su imagen.
—Soy Fernando Sinisterra.
El nombre tampoco me decía nada, excepto porque el apellido era el mismo que
llevaba el inspector de policía en Scorpio City.
—Soy el sobrino de Leonardo Sinisterra.
El salón estalló en una carcajada y yo también me reí creyendo que se trataba de
un chiste para cerrar la tarde.
—Estoy hablando en serio. Mi tío es Leonardo Sinisterra y asegura que usted se
basó en él para crear el personaje.
El muchacho se mantenía adusto, con la mirada fija en mí, obviando las risas de
sus compañeros y las bromas que salían de los pupitres ubicados al fondo, en la
última fila.
—Mi tío fuma Pielroja de la misma forma que lo hace su personaje en la novela,
y se viste igual y actúa de manera similar. No puede ser una casualidad.
En ese momento me di cuenta de algo que jamás se me había ocurrido: cuando
uno bautiza a un personaje de ficción de un libro no se le ocurre pensar que alguien,
en la vida real, se puede llamar igual, e incluso llegar a parecérsele.
—Le repito que no puede ser una casualidad.
Salí de mi ensimismamiento. Era evidente que no lo iba a contradecir y que
anhelaba ahora, por encima de cualquier cosa, conocer a ese individuo, su tío.
Balbuceé dos o tres idioteces que se me ocurrieron sobre la marcha.
—Lo siento. Discúlpeme. Es posible que lo conozca, sí, lo que sucede es que uno
guarda información en el inconsciente y luego, cuando se empieza a trabajar, toda esa
información sale a flote y se materializa en palabras. Pero no ha pasado por un
conducto racional. Es muy posible que yo conozca a su tío y que en el momento de
comenzar a escribir la novela haya surgido ese recuerdo inconscientemente.
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El muchacho me miró con una expresión de mayor tranquilidad en sus ojos. Los
compañeros dejaron los comentarios jocosos. Yo continué:
—Me gustaría hablar con usted en privado, a la salida.
—Claro —respondió él con una sonrisa.
Contesté dos intervenciones más y, por cuestiones de horario, se terminó la
sesión. Agradecí la invitación, firmé dos o tres libros entre los estudiantes y busqué al
joven de apellido Sinisterra. Me estaba esperando a la salida. Le dije:
—Me gustaría una entrevista con su tío. ¿Puede darme el teléfono, por favor?
—No lo tengo aquí. ¿Por qué no me da el suyo y yo se lo doy a él?
—Perfecto.
Dicté los siete números y él los copió en la tapa de uno de sus cuadernos. Le
insistí:
—Dígale que me urge hablar con él, por favor.
—Listo —me dijo con un cierto desparpajo.
Nos despedimos estrechándonos la mano.
Unos días más tarde recibí la llamada esperada.
—¿Aló?
—¿Hablo con el escritor Mario Mendoza?
La palabra «escritor» es demasiado grandilocuente y uno nunca se acostumbra a
su cercanía.
—Sí, habla con él.
—Soy Leonardo Sinisterra.
En un primer momento no supe qué decir. Pero el temor a que el otro colgara me
obligó a pronunciar unas palabras.
—Encantado. Conocí a su sobrino en la universidad.
—Él me contó, sí.
—Me gustaría invitarlo a almorzar para que podamos conversar un rato.
—¿Le parece bien el jueves? —dijo él.
—¿A qué hora?
—A las doce en punto.
—¿Dónde? —volví a preguntar.
—En la Plaza de las Nieves. Al lado de la estatua.
—¿Y cómo lo reconozco?
—No se preocupe, yo lo reconoceré a usted —afirmó.
—Perfecto, allí estaré.
—Nos vemos el jueves —y colgó.
En efecto, el jueves a las doce del día un individuo de gabardina y maletín de
cuero cruzó la plaza y se detuvo frente a mí.
—¿El escritor?
—Mucho gusto —dije con amabilidad.
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Hubo un apretón de manos y un saludo cordial. Le pregunté dónde quería
almorzar. Me dijo:
—Quiero invitarlo a un restaurante aquí cerca.
—No, la invitación es mía.
—Por favor —su voz implicaba no una orden sino una súplica.
—La siguiente es mía —anuncié como una amenaza.
Él asintió.
Entramos a un restaurante en la Carrera Octava con la Calle Veintiuno, a cien
metros de distancia de la plaza. Ordenamos dos platos del día y dos cervezas.
Sinisterra sacó un paquete de Pielroja y comenzó a fumar con elegancia, con esa
distinción con la que fuman ciertas personas que han hecho del cigarrillo una parte
constitutiva de su ser, un rasgo inevitable de su personalidad. Yo no salía de mi
asombro al ver el parecido que tenía con el inspector Leonardo Sinisterra. Inicié la
conversación.
—Estoy seguro de que nos hemos visto antes, pero no recuerdo el lugar ni la
fecha.
—Es posible, sí.
—¿Usted tampoco lo recuerda?
—Mire, señor Mendoza, voy a ir al grano. Soy en este momento contador de una
empresa que licita con el distrito. En el gobierno anterior perdí el empleo y el banco
me embargó la casa en la que vivía con mi familia. La situación se volvió
insostenible y mi mujer me abandonó. Cogió a las dos niñas y se fue a vivir con otro
hombre que conoció y que le brindaba lo que yo, por la situación económica por la
que atravesaba, no le podía dar. He vivido en los últimos años en pensiones de mala
muerte y en inquilinatos de mierda que me recuerdan todo el tiempo la miserable
condición humana que me rodea.
Hizo una pausa. Me había cogido por sorpresa la rapidez de su confesión, pero
comenzaba a recuperarme y estaba atento a sus palabras. Siguió fumando con ese
estilo de protagonista de película de vaqueros.
—Las cosas empeoraron porque caí en la depresión y el malhumor. Mis hermanos
se hicieron a un lado y quedé solo, vagando por ahí de calle en calle, sin futuro
alguno. Un amigo se acordó de mí y me recomendó para este empleo que tengo
ahora. Y ahí voy, no es nada del otro mundo pero tengo para comer y pagar mis
necesidades primarias.
La mesera nos sirvió el almuerzo humeante y las dos cervezas. Entre frase y frase
nos llevábamos la comida a la boca y bebíamos a grandes sorbos del jarro de cerveza.
Sinisterra seguía dirigiendo la conversación.
—El año pasado salió su novela y, por casualidad, leí en el periódico una crítica
que le hacían. Me llamó la atención que nombraran a un Leonardo Sinisterra.
Después llegó mi sobrino y me dijo en una reunión familiar que estaba leyendo un
libro en el cual un inspector de policía llevaba mi nombre y fumaba con ademanes
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similares a los míos. La familia me hacía bromas y yo, por salir del paso, dije que sí,
que ése era yo, que el personaje estaba basado en mí. Fue tal la forma como lo dije,
que nadie lo puso en duda. En los bautizos, en los cumpleaños o en las primeras
comuniones murmuraban a mi espalda y me señalaban con el dedo. Lo mismo me
sucedió en la oficina. Un compañero de trabajo leyó una entrevista en la que usted
hablaba de Leonardo Sinisterra y creyó que se trataba de mí. Le dije que sí, que un
escritor colombiano había escrito una novela policíaca en la que el inspector que
investigaba el caso estaba inspirado en mí. De ahí en adelante los demás compañeros
y las secretarias solían comentar el asunto.
Seguíamos comiendo y bebiendo de los jarros de cerveza. Noté que la atmósfera
del lugar —sombría, íntima, como la de ese restaurante en el que Al Pacino, en el
papel de Michael Corleone, dispara contra El Turco y el capitán de la policía en El
padrino I— se prestaba para una confesión semejante.
—Al fin decidí leer su libro y me sorprendí, en efecto, con el parecido que había
entre el personaje y yo. Y no lo digo por la forma de fumar, por el nombre o por los
rasgos físicos. Lo digo por la honestidad, por la limpieza, por la decencia que nos
caracteriza al inspector y a mí. ¿Y sabe por qué le digo esto?
—No, no lo sé.
—Porque yo perdí mi trabajo anterior por negarme a recibir dinero sucio. Si yo
fuera como los demás estaría millonario. En todas partes hay jugadas secretas,
movimientos por debajo de la mesa, dinero con el que se compra la conciencia de
alguien. Un contador está siempre en el centro del torbellino de la corrupción. Debe
acomodar las cuentas aquí y allá para que no se vea la suciedad.
—Sí, entiendo.
—La lectura de su novela me conmovió por eso. Sinisterra no se vende, no se
entrega por dinero, prefiere perder la vida antes que negociarse.
—Siempre soñé con un personaje así.
—Decidí, entonces, que el parecido no era casualidad, y le conté a todo el mundo
sobre mi alegría al ver que la literatura de este país por fin estaba rescatando valores
perdidos y olvidados. Y me enorgullecí de mi pobreza y de mi honradez. En todas
partes comenzaron a comentar la relación entre Sinisterra y yo. Cada vez que usted
salía en radio o en televisión hablando del libro, alguien me llamaba para decirme:
«Ahí está en la televisión el tipo ese que escribió sobre ti».
Me parecía mentira estar escuchando lo que Sinisterra el contador me estaba
contando.
—La gente nos relacionaba a usted y a mí automáticamente. Cuando salió el
comentario de la revista Semana, mis compañeros me dijeron: «Felicitaciones, Leo,
por ahí alaban el libro que escribieron sobre ti». Fue tal el impacto de verme
relacionado con la literatura nacional, que una noche me llamó mi mujer a decirme
que se sentía orgullosa de ver cómo en los periódicos y en las revistas hablaban de
mí. Me dijo que iba a comprar el libro y que iba a leerlo. En las reuniones familiares
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se ha vuelto costumbre que yo lea apartes del libro y que los comente con ellos. Por
eso tengo que andar con la novela aquí, entre el maletín. En cualquier momento me
toca sacarla y mostrarla, o leer episodios claves en los cuales yo aparezco.
Me di cuenta de que este libro jamás me había pertenecido tanto como a él, con
ese arraigo, con esa pasión, con esa necesidad de identificación.
Acabamos el almuerzo y pedimos dos cafés.
—Bueno, ahora viene mi propuesta —me dijo con una sonrisa tímida en los
labios.
—¿Propuesta?
—Creo que es hora de hacer algo por este país. Yo tengo una información muy
valiosa.
—¿Qué tipo de información?
—Robos al erario público, desfalcos, chantajes.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—¿No lo entiende?
—No.
—Vamos a escribir juntos la saga de Leonardo Sinisterra. Yo lo llamo, lo informo
sobre los casos y usted escribe los textos en los que Sinisterra desenmascara a los
corruptos. Podemos hacer un equipo de trabajo sin parangón en este país.
—Pero yo no quiero volver a escribir sobre Sinisterra.
—¿Cuándo ha visto usted que un escritor cree un inspector sólo para un caso?
Piense en Poirot, en Holmes, en Maigret.
—¿Le gusta la literatura policíaca?
—Mucho.
—Hay otro problema. Sinisterra muere en la novela.
Sinisterra hizo un gesto de cansancio.
—Me sorprende su falta de imaginación. Escriba historias que son anteriores al
caso de Scorpio City.
—Yo no sé si quiero resucitar a Sinisterra. Déjeme pensarlo.
—Usted se lo pierde.
—Además estoy escribiendo un libro de relatos. No quiero escribir novelas ahora.
—Allá usted.
—Pero tengo un amigo a quien tal vez sí le puede interesar.
—¿Quién?
—Santiago Gamboa.
—Sí, he visto que hablan de él y de sus libros. No lo he leído.
—Tal vez a él le interese.
—¿Tiene él un inspector de policía?
—No, su personaje es un periodista que se ve envuelto en casos de corrupción.
—¿Cómo se llama?
—Víctor Silanpa.
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—Pues dígale si quiere que Víctor Silanpa siga descubriendo las ollas podridas de
este país.
—Voy a preguntarle.
Terminamos el café y Sinisterra abrió su maletín y sacó una hoja papel bond
escrita a máquina.
—Necesito pedirle un favor antes de despedirnos.
—Sí, dígame.
—No quiero hacer el ridículo. Le agradecería si certifica por escrito el vínculo
entre su personaje y yo.
En la hoja, el contador había escrito:
Yo, Mario Mendoza, escritor de la novela Scorpio City, certifico que el señor Leonardo Sinisterra,
identificado con la cédula de ciudadanía No. xxxxxxxx de Bogotá, es la persona en la cual me basé
para la configuración del inspector Sinisterra en la novela en mención.
Estaba seguro de que mis amigos no me iban a creer lo que me había sucedido.
Saqué el estilógrafo y firmé.
—Con número de cédula, por favor.
Escribí mi número de cédula abajo de mi firma.
—Gracias.
Me entregó también su ejemplar de la novela, improvisé una dedicatoria fraternal
en la primera página y se la regresé.
Nos despedimos a la salida del restaurante. Sinisterra encendió un cigarrillo,
cruzó la plaza con paso lento y seguro y, al verlo con su gabardina flotando en el aire
contaminado de la Carrera Séptima, con su maletín de cuero color caoba de profesor
universitario de los años sesenta, con la barba mal afeitada que le daba un aire de ex
presidiario en proceso de recuperación, con el cabello corto pero descuidado en
grasosos mechones que sobresalían detrás de las orejas, y con su ropa raída por la
pobreza y por la costumbre de lavar con detergentes baratos en los baños de las
pensiones, dije en voz alta: «Otra vez la vida imitando al arte. No resucitaré al
inspector, pero prometo escribir sobre ti».
Él, como si hubiera escuchado mis palabras, se volteó un segundo, se quitó el
cigarrillo de los labios, exhaló el humo en medio de una sonrisa y levantó el brazo
para decirme adiós con la mano. Imité el gesto sintiendo dentro de mí una vaga
melancolía. Escuché un trueno extenderse por los aires. Levanté los ojos y vi el cielo
cubierto de nubarrones densos y oscuros. Los transeúntes comenzaron a correr para
protegerse de la lluvia inminente. Pequeñas gotas de agua cayeron sobre mi rostro
como caricias líquidas enviadas del cielo. Volví a mirar hacia la plaza y él había
desaparecido. Y tuve la certeza de que no nos íbamos a volver a ver.
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EL ENIGMA
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En agosto de 1999 ingresé a trabajar como reportero ocasional en una prestigiosa
revista. La primera crónica que propuse trataba de un soldado nazi llamado Helmut
Rossmann, quien, huyendo en 1954 de la Europa de posguerra, había terminado por
refugiarse secretamente en Colombia. Se había casado en 1958 con una colombiana,
había tenido dos hijos, había eludido durante treinta y dos años su pasado fascista y
había muerto en una clínica de Bogotá en 1990. Antes de morir, citó a su esposa y le
dijo que quería confesarle quién había sido él durante la guerra. «Necesito contarte un
secreto que he tenido guardado durante todo este tiempo». La mujer había grabado su
confesión en la clínica y, antes de morir, el alemán le había indicado: «Por favor,
cuéntale esta historia al mundo. No añadas ni quites nada. Cuéntala tal cual». La
mujer lo prometió y el hombre murió en paz.
A partir de entonces la mujer se sentó durante largas jornadas a intentar escribir
esa historia lejana y enigmática de su esposo, pero, por más que se esforzaba con
ahínco y dedicación, no lograba dar ni con el tono justo ni con el ritmo adecuado que
semejante relato exigía. Fue tal la desesperación y la angustia, que la mujer se
enfermó y tuvo que ser recluida en una cama donde la ineptitud de los médicos
terminó por hundirla en una montaña de medicamentos que la fueron empeorando
paulatinamente y le hicieron surgir nuevos males y nuevas dolencias. Su
preocupación mayor era morir sin haberle contado al mundo la extraña aventura que
había vivido su esposo durante la guerra. Esa sensación de no haberle cumplido la
promesa, de haber quebrantado un pacto que consideraba sagrado e inviolable, la
atormentaba hasta el punto de levantarse a altas horas de la noche y estallar en
ataques de llanto que no cesaban sino con las primeras luces de la madrugada. Sentía
que había fallado, que había cometido un pecado imperdonable, y semejante culpa
era una cruz difícil de llevar.
Eso era lo que me había contado su hija, a quien yo había conocido por pura
casualidad a través de una amiga común. Me pareció increíble el modo terrible y
auto-destructivo como su madre se había tomado la misión de escribir aquella
historia, y comencé a planear la forma de acercarme y averiguar qué había detrás de
todo eso. Hablé con el director de la revista y el tipo me dio luz verde. «Detrás de ese
reportaje hay oro, no lo dudes», me dijo cuando nos despedimos.
Luego de muchos devaneos e interrogatorios telefónicos, dos semanas después
logré que la mujer me recibiera. Estaba decidida a contármelo todo y a que yo
informara al mundo de lo que le había sucedido en sus años de juventud al soldado
Helmut Rossmann. «Yo no pude hacerlo. Tal vez usted sí pueda. Lo espero el lunes a
las diez de la mañana», me había dicho antes de colgar el teléfono. Acudí a la cita con
puntualidad excesiva: una iglesia cercana dio diez campanadas en el momento justo
en que yo toqué el timbre.
Su hija me abrió la puerta y me hizo seguir luego de un saludo cordial y amable.
La imagen que recibí me atacó enseguida sin darme tiempo siquiera para prepararme
o defenderme de ella: en el centro de la sala, en una cama doble que apenas podía
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albergarla, una mujer enorme, gigantesca, descomunal, permanecía acostada con unas
almohadas colocadas detrás de la nuca para inclinarle un poco la cabeza hacia
adelante. Aunque se notaba que habían hecho aseo con pulcritud y meticulosidad, una
atmósfera densa, compuesta de olores a farmacia y hedores corporales acumulados,
impregnaba el aire y evocaba en el visitante esos efluvios de enfermedad que suelen
recorrer los corredores de hospitales y centros de salud. En un vistazo rápido calculé
que la mujer debía estar entre los ciento sesenta y los ciento ochenta kilos de peso.
Era evidente que la habían ubicado en la sala porque cualquiera de las habitaciones
del fondo era demasiado estrecha para ese cuerpo desmesurado y voluminoso.
Recordé, entonces, un episodio grotesco que había leído en los diarios unos meses
atrás.
Se trataba de una abuela de doscientos veinte kilos de peso que había muerto en
un modesto apartamento de clase media en un suburbio de la ciudad de Nueva York.
La familia había llamado con cierta ingenuidad a una funeraria y tres empleados de la
misma habían acudido al apartamento con un féretro y unos documentos para acordar
lo concerniente a la sala de velación y al entierro. No sabían lo que les esperaba.
Luego de firmar los papeles, los familiares abrieron la puerta de la habitación y los
empleados palidecieron. Los tres hombres, sin embargo, intentaron sacar a la abuela
del cuarto, pero el peso los doblegaba y el tamaño de los miembros y el tronco hacía
imposible tal empresa. Para empeorar la situación, el cadáver comenzó a expulsar por
la boca un líquido verdoso, seguramente producto de la agitación y los movimientos
bruscos. También expulsó orina y excrementos que inundaron el piso de una materia
espesa e inmunda. En medio de una fetidez que les impedía pensar con claridad, los
hombres abrieron una de las ventanas para tomar aire fresco. El paliativo no fue
suficiente y los empleados, sudorosos, con el estómago revuelto, terminaron
vomitándose encima del cadáver. La escena no podía ser más repugnante. Al borde de
ser hospitalizados decidieron, entonces, pedir refuerzos y solicitar a los dos ayudantes
que irían en su ayuda algunos utensilios que serían claves: cuchillos de cacería bien
afilados, un hacha, una motosierra y dos ataúdes más de dos metros por cincuenta
centímetros. Una hora después llegaron los dos jóvenes con los instrumentos de
combate, y los cinco empleados decidieron desmembrar a la abuela para poderla
sacar del apartamento. A punta de hacha, cuchillo y motosierra lograron tajar el
cuerpo en trozos que les permitiera al fin sacar a la anciana de su domicilio. No es
difícil imaginar a los cinco hombres empapados en sangre, vómito y excrementos,
repartiendo cuchillo y hacha rabiosamente, enceguecidos, consternados, iracundos,
como si fueran integrantes de una tribu salvaje descuartizando un mamut en los
albores de la humanidad. En el primer ataúd metieron una pierna y un brazo, en el
segundo la otra pierna y la mitad del tronco, y en el tercero el otro brazo, la otra
mitad del tronco y la cabeza. Habían convertido a la abuela en un pollo humano
empacado por presas en distintas cajas, y así la condujeron a la sala de velación,
como quien expone por trozos un animal en una carnicería.
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Este suceso me cruzó por la cabeza apenas vi el tamaño y el estado lamentable de
la madre de mi amiga. Me invitaron a tomar asiento al lado de la cama, me ofrecieron
una CocaCola y luego mi amiga se despidió con una sonrisa cortés en los labios:
—Los dejo solos para que puedan hablar tranquilos y en paz —y salió por un
pasillo que conducía a la parte trasera de la casa.
Me quedé callado sin saber qué decir o qué hacer. Entonces la mujer rompió el
silencio con una voz suave, dulce, afectuosa, como si existiera una oposición entre su
cuerpo de fiero gladiador y su voz de cantante delicada de baladas tristes y
románticas:
—Me llamo Milena. No siempre he estado así, ¿sabe?, postrada en una cama,
inservible, inútil. Se sorprendería si me hubiera conocido de joven. Era bella, bien
formada, nunca pasaba desapercibida en las reuniones y en las fiestas a las que
asistía. Si un hombre me gustaba, lo miraba directo a los ojos, le sonreía, y unos días
después lo tenía detrás de mí llamándome y buscándome. Pero así es la vida, nos
impone cargas y sufrimientos que nos toman por sorpresa sin darnos tiempo para
prepararnos o entrenarnos. Míreme ahora, estoy cubierta de indignidad y de
humillación en contra de mi voluntad.
Permanecí inmóvil, enternecido por esas palabras francas que eran como navajas
cortando el aire lúgubre de ese recinto donde una luz escasa producía claroscuros
fantasmagóricos. Ella afirmó con voz más animada:
—Bueno, no dilatemos más la entrevista. Comencemos.
Saqué un lápiz, la libreta de notas, puse la grabadora pequeña sobre la mesa de
noche y la activé para que empezara a capturar las palabras de Milena.
—Listo —le dije como una señal para dar inicio al relato.
Entonces ella se sonrió, tomó aire como si fuera a sumergirse en un pozo muy
profundo y comenzó a contar la historia de su esposo con ímpetu, con fuerza,
cambiando la entonación de la voz cuando las circunstancias así lo exigían y
transportada por sus propias palabras a los lugares donde ocurrían los hechos que
narraba, como si estuviera en un trance extático o hechizada por brebajes mágicos.
Fue tal el efecto que produjo en mí, que quedé atrapado en su discurso sin poder salir
de él, como si me hubiera hipnotizado a punta de sonidos misteriosos y salidos de lo
común. No la interrumpí una sola vez.
La historia que me contó, y sobre la cual publiqué en efecto un reportaje
(ocultando, debo reconocerlo, parte de la verdad), fue la que sigue a continuación. La
escribo, esta vez sí, basado en la versión original que Milena me relató aquella
mañana fría y melancólica de mediados de agosto, cuando los vientos visitan la
sabana de Bogotá y golpean con insistencia las puertas y las ventanas de las
edificaciones capitalinas.
A finales de abril de 1945, el ejército alemán estaba acorralado por las tropas de
los aliados, quienes habían cruzado ya el frente del Rin. Los soviéticos habían
entrado en Varsovia, Budapest, Viena y Berlín, y la capitulación alemana era
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inminente. Hitler, refugiado día y noche en su búnker de Berlín, buscaba una salida
que lo salvara del desastre.
El 29 de abril, el Führer dio la orden de matar a sus perros y de comenzar a
quemar documentos y archivos importantes para impedir que cayeran en manos de
los ejércitos aliados. Ese mismo día, en las horas de la tarde, tropezó de pronto con
uno de los muchachos de su guardia personal, Helmut Rossmann, quien se lamentaba
frente al cadáver de Blonder, el pastor alemán preferido del Führer. Rossmann se
arregló el uniforme, se puso en posición de saludo militar y, un poco avergonzado por
haber sido sorprendido en un momento de debilidad, intentó disimular la tristeza que
lo embargaba.
—¿Por qué se lamenta, soldado?
—Por la muerte del animal, Führer.
—¿Lo quería usted mucho?
—Sí, señor.
—¿Le gustan los perros, soldado?
—Más que las personas, señor.
La respuesta debió conmoverlo porque él mismo, en más de una oportunidad,
había demostrado hacia sus perros un afecto incondicional, sentimiento que no se lo
inspiraban ni sus generales más próximos y respetados.
—¿Cuántos años tiene usted, soldado?
—Quince, señor.
En efecto, en 1945 Helmut Rossmann era apenas un adolescente. Había llegado a
ser parte de la guardia personal del Führer por sus excelentes aptitudes demostradas
durante su permanencia en las Juventudes Hitlerianas. Era un estudiante brillante en
matemáticas y cálculo, un magnífico nadador con resistencia bajo el agua y había
obtenido un puntaje sobresaliente en las prácticas de tiro. Rubio, delgado pero de
musculatura recia, ojos claros y expresión seria y adusta, Rossmann se convirtió
rápidamente en uno de los jóvenes preferidos por sus superiores y por el propio
Hitler.
—¿Estaría usted dispuesto, soldado, a sacrificarse si fuera necesario?
—Sí, Führer.
—Sígame.
Rossmann lo siguió hasta el cuarto de mapas. El Führer cerró la puerta, se acercó
al escritorio y extrajo de una de sus gavetas un sobre grande protegido por un
material especial, muy liviano, resistente e impermeable. Se respiraba en el ambiente
una atmósfera tensa y solemne.
—¿Soldado, daría su vida por el Führer?
—Sí, señor.
—Observe bien este sobre, soldado. Es un documento muy importante y muy
secreto. Usted va a sacarlo del búnker y nadie debe enterarse de esto. ¿Entendido?
—Sí, Führer.
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Enseguida hizo que Rossmann se quitara la chaqueta y la camisa, y, con un
carrete grueso de cinta de esparadrapo, colocó un primer vendaje sobre el torso del
muchacho. Luego puso el sobre en el pecho y siguió vendando hasta agotar todo el
esparadrapo que encontró en el lugar. Rossmann parecía un soldado herido con todas
las costillas rotas.
—Vístase.
Rossmann obedeció.
—Escúcheme bien: si sobrevivo, usted debe entregarme a mí, personalmente, este
sobre. Nadie más debe enterarse de esto, soldado.
—Sí, señor.
—Si llego a morir, usted quemará este sobre sin leerlo.
—Sí, señor.
—¿Puedo depositar mi confianza en usted, soldado?
—Sí, Führer.
Finalmente se acercó a otro escritorio que estaba en el salón, sacó de él una
medalla y condecoró a Rossmann en una pequeña ceremonia privada.
Horas más tarde todos los jóvenes de la guardia personal de Hitler fueron
conducidos a la parte exterior del búnker y recibieron la orden de fugarse e impedir
su captura por parte de las tropas soviéticas. Rossmann y sus demás compañeros
vagabundearon por Berlín en medio de ruinas, bombas y cadáveres. En los días
siguientes soldados soviéticos en diversos controles y retenes dispararon contra el
grupo de jóvenes que no se detenía ni obedecía las voces de «Alto». Varios de ellos
fueron eliminados. Una noche el mejor amigo de Rossmann es ametrallado y herido
de muerte. Él se regresa y lo ve gimiendo en medio de estertores y vómitos de sangre.
Decide evitarle los dolores y delirios atroces de una agonía prolongada, y lo mata
antes de continuar su fuga por entre calles deshechas y destrozadas.
A partir de este momento, Rossmann descubre que los únicos lugares seguros son
los subterráneos de la ciudad, y baja a las cloacas de Berlín, siempre con la idea en
mente de no ser capturado. Su preocupación principal no es su vida, sino el
documento del Führer que lleva en el pecho. Vive de las ratas que logra atrapar en la
oscuridad de los recintos subterráneos, asándolas a fuego lento en pequeñas hogueras
que improvisa como puede.
Una madrugada decide salir caminando con cautela por un viaducto y se tropieza
con un paracaidista perteneciente a las S.S., quien lo interroga de inmediato.
Rossmann oculta toda la información referente al búnker y al sobre que carga
consigo. El hombre le dice:
—La ciudad ha caído toda en manos de los rusos. No hay nada que hacer.
—¿Y el Führer? —pregunta ansioso Rossmann.
—¿No lo sabes todavía?
—¿Qué ha pasado?
—Se suicidó en su búnker.
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—¿Está seguro?
—Completamente. Hemos perdido la guerra.
A los pocos días el paracaidista muere acribillado en un callejón oscuro de la
ciudad. Rossmann no sabe qué hacer, y una noche opta por atravesar los campos y
buscar el camino de regreso a Strausberg, su pueblo natal en las afueras de Berlín.
Así lo hace, llega al hospital y allí encuentra a su madre, quien, con otras mujeres del
pueblo, atiende precariamente a los enfermos y heridos del lugar. Se abrazan y lloran
de emoción.
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