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Una escalera al cielo parte 01

 Un secreto carcome el alma de su poseedor, un personaje encuentra a su autor, en un

hombre desilusionado renace la esperanza tras el contacto con la muerte, una mujer

en estado de coma conoce el amor, una visión de la muerte desliga a dos amantes…

Éstas son imágenes instantáneas de la vida de hombres y mujeres atrapados por un

destino y una ciudad, especie de condenados que de vez en cuando alcanzan a tomar

las riendas de su existencia.

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Mario Mendoza

Una escalera al cielo

ePub r1.0

Titivillus 06-02-2019

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Mario Mendoza, 2004

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.0

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Hay cosas más importantes en la vida

que vivir mucho tiempo

PAUL AUSTER

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A veces piensas que estás descendiendo, y en

verdad estás en camino hacia el cielo. Sólo asciende

el que sabe primero bajar sabiamente.

RICARDO MONTEMAYOR

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LA FIESTA

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La historia comienza una tarde de enero de 1998. Los recortes de periódico que

guardé muestran un atardecer grisáceo y lluvioso en un barrio del suroriente de

Bogotá. Los reporteros afirman que ese día Felipe, un muchacho de dieciocho años

sin antecedentes penales ni sospechas de pertenecer a las bandas juveniles de los

barrios miserables del sector, regresó a su casa a las cinco de la tarde y estuvo

conversando con su hermana menor, de quince años, hasta más o menos las seis de la

tarde. Según la declaración de uno de los vecinos, a las seis y quince se le vio por las

calles aledañas conversando con algunos amigos y escuchando en el parque música

rap en una grabadora vieja y destartalada. Volvió a casa a las siete y media para cenar

con su madre y su hermana, y se enteró, en medio de lágrimas y frases de

desesperanza, de una noticia que lo hirió y lo humilló en su dignidad adolescente: el

dueño del restaurante donde laboraba su madre la había echado del trabajo a

mediodía sin un preaviso, sin pagarle los días correspondientes y las prestaciones

legales; así, como quien saca a la calle a patadas un perro hambriento e indefenso.

—No conseguiré trabajo —dijo la madre en voz baja—. Estoy muy vieja para que

me contraten.

Felipe terminó amargamente el plato de sopa y se quedó mirándola con dulzura,

como si en ese justo instante los papeles se hubieran invertido y ella necesitara de su

cariño y de su comprensión.

—Tranquila, mamá, no llore —le dijo con seguridad—. Yo consigo lo de la

comida y para los gastos de la casa.

Se puso la chaqueta, la besó en la frente y salió a recibir el aire frío de la noche

mientras apretaba los dientes con fuerza para que no se le notara la ira y la

indignación contenidas. Deambuló por el barrio al azar, atravesando las calles con la

mirada fija en la oscuridad de la noche. Pensó en su madre y en su hermana. Sería

fuerte en la adversidad, pondría a prueba el coraje y la valentía de su afecto hacia esas

dos mujeres abandonadas a la deriva de un hogar sin padre. Él era ya un hombre y

había llegado el momento de demostrarlo.

Bajó por la calle principal del vecindario hasta la casa de Magdalena, su novia, y

tocó a la puerta intentando ocultar su alteración. Una de las ventanas del segundo piso

se abrió y apareció la cabellera abundante de Magdalena.

—Espérame, ya bajo.

—No, no bajes.

—¿Por qué?

—Estoy de afán.

—¿El señor ministro no tiene tiempo? ¿Qué te sucede?

Felipe retira unos cabellos de su frente y toma aire abriendo la boca en una mueca

de rabia contenida.

—Echaron a mi mamá del trabajo.

—No puede ser.

—Está hecha pedazos.

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—Espérame y hablamos con calma.

—No, no bajes. Ya me voy.

—¿Y cuál es el afán?

—Voy al centro, a buscar a Pedro.

—¿A Pedro?

Felipe no contesta. Baja la cabeza y se queda mirando la fachada de la casa en

silencio. Magdalena habla con una voz protectora y maternal.

—Él no te conviene, Felipe. Tú lo sabes.

—Es mi amigo.

—¿Vas a pedirle dinero prestado?

—Voy a pedirle que me ayude a conseguir empleo.

—¿A él?

—Sí, tengo que trabajar.

—No te vayas a meter en problemas.

—No te preocupes.

Magdalena abre los ojos con coquetería, sonríe y se inclina sobre el marco de la

ventana.

—Te tengo una sorpresa.

—¿A mí?

—Sí, a que no adivinas cuál es.

—No estoy para adivinanzas.

—Enmarqué tu cuadro y se lo mostré a mi profesor de arte en el colegio.

—¿Qué dijo?

—Que tenías mucho talento. Estoy feliz. Me dio una lista de universidades

públicas donde puedes estudiar.

—Luego hablamos de eso.

—¿Mañana?

—Mañana, te lo prometo. Ahora lo que necesito es un trabajo.

—Sí, entiendo.

—Nos vemos mañana por la tarde.

Magdalena baja la voz y mira a Felipe con ternura.

—Te quiero, no lo olvides.

—Yo también. Nos vemos mañana.

—Adiós.

Magdalena cierra la ventana y Felipe desciende por la calle con las manos entre

los bolsillos.

Durante una hora viajó en un bus mugriento y ruinoso, hasta que reconoció la

zona céntrica y comercial del mercado popular de San Victorino. Bajó del autobús y

se internó en la muchedumbre nocturna y peligrosa del sector. Cruzó la Avenida

Caracas hacia el occidente y pronto dejó atrás las bicicleterías y los almacenes de

repuestos de automóviles. Se detuvo cerca de la antigua estación de trenes e ingresó

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en un bar oscurecido por una luz rojiza y tenue. Varias mujeres humildes en minifalda

y con escotes insinuantes atendían las mesas. Pedro estaba detrás del mostrador. Lo

reconoció enseguida por su aspecto de hippy de los años sesenta: el cabello largo, la

barba crecida y descuidada, y en el centro del pecho resplandecía, en una camiseta sin

planchar, una fotografía estampada de Ernesto Che Guevara.

—Pedro, qué tal…

—Lo veo y no lo creo.

—¿Cómo va todo por aquí?

—¿Desde cuándo los chicos buenos visitan los sitios de los chicos malos?

—Pasaba por aquí y me dio por saludarte.

—¿Quieres un trago, hermano? La casa invita, como en las películas.

—Una cerveza es suficiente.

Pedro, sonriente, colocó la botella recién destapada sobre la mesa del mostrador.

—Dime, para qué soy bueno.

—Sólo quería saludarte.

—No me creas idiota. Tú no vendrías aquí entre semana sólo a saludarme, y

menos aún a las diez y media de la noche. Dime qué necesitas, tranquilo.

—Echaron a mi madre del trabajo.

—¿Y?

—Necesito dinero. Es urgente.

—¿Quieres un préstamo?

—No tengo con qué pagarlo… Necesito conseguir el dinero por mí mismo… Esta

noche.

—¿Has pensado en algo?

—Un taxi.

Una mujer se acercó a Pedro y pidió una botella de aguardiente para la mesa seis.

Pedro colocó en una bandeja una botella de aguardiente Néctar, dos copas, una jarra

de vidrio con agua y un recipiente con tres limones grandes cortados en cruz. Le

entregó la bandeja a la mujer y Felipe alcanzó a escuchar cuando le decía:

—Sácale cinco mil pesos más y los repartimos entre los dos.

La mujer asintió sonriente. Pedro regresó al lugar donde estaba Felipe bebiéndose

la cerveza.

—Ten cuidado. Todo depende de la persona que elijas. Si es un taxista

experimentado y va armado, la cosa se te puede complicar. ¿Es tu primera vez?

—Sí, hermano, y estoy cagado de miedo.

—Tranquilo. Vamos a hacer lo siguiente: voy a prestarte un revólver descargado y

voy a esperarte hasta que llegues. Tienes que actuar por aquí cerca, en el sector, y

apenas tengas el dinero sales corriendo y buscas las calles menos iluminadas y menos

concurridas. ¿Eres rápido?

—Sí.

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—No te alcanzarán. Si vienen siguiéndote no te preocupes, entras de todos modos

al bar y yo te saco por una puerta secreta. Nadie se dará cuenta… ¿Qué dices?

Felipe bebió lo que quedaba de la cerveza y respondió:

—Está bien. Dame el revólver.

Pedro sacó de una gaveta un objeto negro cubierto por un pañuelo, indescifrable a

primera vista, y lo puso sobre el mostrador. Felipe lo cogió y lo introdujo en uno de

los bolsillos de su chaqueta.

—Gracias.

—No te doy balas para que no te metas en problemas mayores. Lo necesitas sólo

para amedrentar al tipo.

—Bien, nos vemos.

—Recuerda, aquí estaré esperándote hasta la madrugada. Cualquier problema que

tengas, intenta llegar hasta aquí. Yo te pondré a salvo. Si vienes herido yo te curo.

Tengo un botiquín, material de primeros auxilios y medicinas. No vayas a un

hospital.

—De acuerdo.

—Y domina el miedo… Domínalo o te jodes.

—Gracias por todo, hermano.

—Chao.

—Adiós.

Felipe salió a la calle y caminó por la Avenida Jiménez hacia el oriente. En la

Avenida Caracas dobló a la izquierda y siguió caminando hacia el norte cabizbajo,

con las manos en los bolsillos de la chaqueta, ensimismado y sin percibir nada de lo

que sucedía a su alrededor. Cruzó la zona de tolerancia atiborrada a esa hora de

prostitutas y travestis, y se detuvo en el puente de la Calle Veintiséis. «Tengo que

calmarme», se dijo en voz baja. Tomó aire y lo exhaló lentamente por la boca.

Un taxi se acercó. Felipe puso cara de muchacho amable e ingenuo, y extendió el

brazo para llamar la atención del taxista. El carro se detuvo justo enfrente de él.

Divisó a través del vidrio de la ventana la cara de un anciano bonachón con aspecto

de abuelo arruinado. «No, éste no, está peor que yo», se dijo mentalmente. Abrió la

puerta y le explicó al viejo:

—No, gracias. Acabo de darme cuenta de que no tengo dinero suficiente.

El abuelo sonrió comprensivo.

—Lo siento, hijo. Otro día será.

Felipe cerró la puerta y vio alejarse el automóvil. Esperó unos minutos y divisó el

inconfundible color amarillo: un Chevette con las llantas anchas y los vidrios oscuros.

Generalmente esos taxis pertenecen a choferes que conocen el oficio a fondo.

Recordó las palabras de Pedro: «Si es un taxista experimentado y va armado, la cosa

se te puede complicar». Lo dejó pasar. Unos segundos después vio un taxi Renault 12

e hizo la señal de parada. El carro frenó. Felipe se acercó y abrió la puerta. Vio un

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hombre de edad mediana, bajo, obeso y con una expresión en el rostro de amabilidad

y cordialidad.

—¿Para dónde vas, muchacho?

—A la Estación de la Sabana.

—¿En la Avenida Jiménez?

—Sí, aquí cerca.

—Es un sitio peligroso…

—Sí, señor.

—Súbete. Lo que marque el taxímetro más la tarifa nocturna, ¿de acuerdo?

—Sí, señor.

Felipe subió y cerró la puerta con suavidad. El hombre siguió derecho, por la

Avenida Caracas hacia el sur. En la Calle Veintidós, mientras detenía el auto para

respetar el semáforo, comentó:

—Pobres mujeres. Con este frío y trabajando en minifalda… El Estado debería

hacer algo.

—¿Es usted casado?

—No he tenido la desgracia —respondió el hombre sonriendo—. De pronto más

adelante, nunca se sabe.

—¿Y trabaja siempre por la noche?

—Sólo a veces. Es muy peligroso.

La luz verde apareció en el semáforo y el carro arrancó. Felipe metió la mano

dentro de la chaqueta y palpó el metal frío y abultado. Sentía la camisa empapada en

sudor. «Tengo que calmarme», se dijo por segunda vez.

—¿Está nervioso? —preguntó el hombre mirándolo por el retrovisor.

—Acabo de enterarme de algo desagradable en mi casa.

—¿Se puede saber de qué se trata?

—Mi madre llevaba diez años en un restaurante y la echaron hoy a la calle en las

horas de la tarde. Está muy vieja y no conseguirá empleo.

—Lo siento.

—No le pagaron las prestaciones legales, ni el preaviso ni nada.

—En todas partes son iguales.

El taxi dobló a la derecha y tomó la Avenida Jiménez. A mano izquierda Felipe

vio las casetas y los toldos cerrados de los comerciantes, y más allá, escondidos en la

oscuridad, algunos recicladores hacían fuego en una esquina para calentar un café y

fumarse un cigarrillo de marihuana. A mano derecha los vendedores de bazuco se

movían de un lugar a otro esperando la llegada de sus clientes. El taxista dijo:

—Y la policía no hace nada…

—Sí…

—Tú no eres drogadicto, ¿verdad?

—Cómo se le ocurre…

—Los vicios no conducen a nada bueno.

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Ya estaban llegando. La Estación de la Sabana se veía al frente, en el costado

norte de la avenida. Felipe apretó el mango del revólver con fuerza.

—Por la próxima a la derecha, por favor.

—¿Por ésta?

—Sí, por ésta.

El taxi volteó a la derecha. Felipe sacó el revólver y rápidamente, en un segundo,

la colocó en el cuello del hombre. Se oyó decir con una seguridad que lo sorprendió:

—Detenga el carro aquí.

—No hagas eso, muchacho.

—Deténgalo o le pego un tiro.

El carro frenó en seco.

—No hagas tonterías, muchacho.

—Sólo quiero el dinero.

—No hagas esto, te vas a arrepentir.

—Démelo ya… Todo… Guárdese los sermones.

—No me vayas a hacer daño.

—Sólo quiero el dinero.

El hombre entregó un fajo de billetes. Felipe se lo arrancó de la mano, abrió la

puerta y comenzó a correr en busca de un callejón oscuro que se insinuaba en la

bocacalle que acababan de cruzar. Rondaban el sector vendedores de bazuco y

atracadores de oficio. Felipe corrió con potencia, ágilmente, sin mirar atrás y

buscando la salida del callejón para voltear a la derecha y desaparecer. «Estoy cerca

del bar, lo voy a lograr», se dijo mentalmente. Sentía el rostro incendiado y la noche

entrando y saliendo de sus pulmones.

No bien alcanzó la esquina cuando un auto con los faros encendidos se le vino

encima. Intentó retroceder y volver a internarse en el callejón, pero dos hombres con

linternas le cerraron el paso.

—Quieto, hermanito. No nos obligue a disparar.

Felipe se quedó inmóvil, frío, respirando con dificultad. Uno de los hombres se le

acercó, le quitó el viejo revólver descargado de la mano derecha y le preguntó:

—¿Y el dinero?

Felipe extendió la mano izquierda con el fajo de billetes. El hombre le ordenó:

—Arrójese al piso y ponga las manos en la nuca.

Felipe obedeció.

—Si se llega a mover lo quemamos, hermanito.

Felipe se quedó así, boca abajo y con las manos en la nuca. Varios taxis

comenzaron a llegar al sector. Perdida entre el ruido de motores encendidos y

exclamaciones de júbilo, Felipe reconoció la voz del taxista que lo había recogido.

—… No me confié y di la señal de alarma… Paco y José venían siguiéndome y el

taxi dos treinta y tres estaba muy cerca… Lo cogimos enseguida… Menos mal…

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Sintió de pronto que le daban la vuelta y lo ponían de pie. Un gigante mofletudo y

con los ojos vidriosos lo amarró de pies y manos, y preguntó a sus compañeros:

—Bueno, muchachos, ¿a celebrar?

Alguien preguntó:

—¿En el lugar de siempre?

El gigante respondió:

—Sí… Yo pongo el aguardiente…

Lo introdujeron en el asiento trasero de uno de los taxis. Felipe quiso explicar,

hablar, contarles la verdad: él no era un ladrón, nunca había hecho mal a nadie, eran

las circunstancias, la necesidad, la desesperación, la angustia de ver a su madre y a su

hermana solas y abandonadas… Pero las palabras no le salieron, se quedaron

atascadas en su garganta, atragantadas, enterradas sin que él pudiera sacarlas a la

superficie. Quiso justificar lo sucedido, disculparse, aceptar que todo había sido un

error, pero las palabras se empeñaron en permanecer en esa profundidad inescrutable.

No había nada que hacer, estaba condenado al silencio.

El viaje duró poco tiempo. Los taxistas detuvieron sus autos en un potrero baldío

y bajaron a Felipe a empujones y a patadas. Había alegría y jovialidad en el ambiente.

Varias garrafas de aguardiente pasaron de mano en mano. Uno de los hombres, ya

ebrio, se le acercó y lo escupió en la cara. Felipe sintió el escupitajo caliente y

pegajoso escurriendo por la mejilla.

—A ver, cabrón, ahora sí hágase el macho…

Todos rieron. El hombre lo volvió a escupir y le cruzó la cara con un bofetón.

Felipe aguantó el golpe sin caerse al suelo. Un segundo hombre reemplazó al

primero.

—Vamos a enseñarte a robar a tu puta madre —le dijo muy cerca de la cara

mientras le hundía un rodillazo en el estómago.

Y así fueron pasando uno a uno, por turnos, haciendo chistes y bebiendo de las

garrafas de aguardiente. Unos lo pateaban, otros lo golpeaban en el rostro o en el

pecho. Sin embargo, se dio cuenta de que los golpes eran fuertes pero no exagerados,

como si los hombres quisieran que él no perdiera el conocimiento. Después de la

paliza quedó en el piso tendido, sin fuerza para levantarse. Sentía los pómulos

tumefactos y dos o tres costillas rotas. Escuchó la voz del gigante.

—Un poco de música, carajo…

Uno de los hombres encendió la radio de uno de los automóviles. La música

bailable calentó de nuevo los ánimos. El gigante ordenó:

—Preparemos a esta sabandija.

Lo desataron y lo dejaron completamente desnudo. Felipe empezó a temblar de

frío. Sentía la sangre coagulada en las mejillas heladas. El gigante se paró frente a él.

—Qué desilusión. Nos imaginamos que tenías las pelotas grandes, que eras un

varón de verdad…

El grupo soltó una carcajada.

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—Pero con eso tan pequeñito no nos vas a asustar…

Todos volvieron a reír. Un hombre delgado y con bigote se acercó con unas tijeras

y comenzó a cortarle el cabello. Se lo cortaba a ras, hundiendo las tijeras casi en el

cuero cabelludo. Un relámpago iluminó la noche fugazmente. Diminutas gotas de

agua cayeron del cielo anunciando el próximo aguacero. El hombre terminó su

trabajo, se acercó a Felipe y le puso las tijeras frente a los ojos.

—Agradece que no te las corto…

Luego desapareció entre el grupo. El gigante ordenó:

—Bésanos los zapatos a cada uno y pídenos perdón.

Felipe no supo qué hacer y se quedó quieto, sintiendo las gotas de agua caer sobre

su cabeza rapada. El gigante se quitó el cinturón del pantalón y, con la hebilla

metálica, lo golpeó en la espalda varias veces. Felipe sintió los latigazos cortándole la

piel.

—Bésanos los zapatos, malparido, y pídenos perdón…

Felipe se inclinó y fue besando lentamente, con dificultad, los zapatos de cada

uno de los hombres. Cuando terminó se le acercó el gigante con la garrafa de

aguardiente.

—Bebe, te va a hacer falta.

Felipe, obligado, tomó varios tragos que le incendiaron la garganta y el esófago.

El hombre que le había cortado el cabello se acercó a él con una cuerda y le ordenó

que extendiera los brazos al frente. Le amarró las muñecas con fuerza, apretando la

cuerda hasta hacerle brotar las venas del antebrazo. Lo hizo ponerse de rodillas y

dijo:

—Listo, Pacho, es tuyo.

Un hombre con cara de indio se acercó con una piedra en una mano y con un

machete en la otra. Colocó la piedra debajo de las muñecas de Felipe y pidió ayuda.

—Lo necesito quietecito…

Dos hombres lo sujetaron. Felipe, aturdido por los golpes y el alcohol, levantó la

mirada y vio al indio con el machete en alto. Entonces lo comprendió todo, movió

violentamente su cabeza de un lado a otro y emitió un aullido animal y salvaje que se

perdió en la oscuridad. El acero silbó en el aire y reflejó por un instante el segundo

relámpago de la noche. Las manos de Felipe se desprendieron y cayeron sobre el

césped como si fueran las manos de un muñeco de caucho.

Comenzó a llover abundantemente. Truenos y relámpagos poblaron las tinieblas

de imágenes fantasmagóricas. Felipe, con los muñones sangrantes, balbuceando

palabras inconexas y ahogado en llanto, fue arrastrado por entre la lluvia hacia uno de

los carros.

—La fiesta se acabó, muchachos. Arrojen a ese maricón por ahí en algún hospital

de caridad.

En medio del aguacero el indio recogió las dos manos en una bolsa de plástico y

se acercó al gigante.

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—Éstas son tuyas.

—¿Seguro?

—Yo cogí las anteriores.

—Gracias, Pacho.

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HISTORIA EN LA HABITACIÓN 804

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En una fría y lluviosa mañana del mes de abril de 1996, Miguel Méndez, encargado

de la limpieza del Hospital Central de Bogotá, entró por primera vez a la habitación

804. Cerró la puerta, abrazó la escoba y avanzó con ella entre las piernas con pasos

cortos y rítmicos, como un bailarín experto en la mitad de una pista de baile. Llegó

hasta la ventana y corrió las cortinas. La lluvia golpeaba los vidrios con insistencia.

Giró su cuerpo con agilidad, abrió las piernas y sonrió. Su sonrisa perfecta y limpia

iluminó la habitación.

—Hola, cariño… Miguelito, para servirte…

Se acercó a la cama y observó esa mirada inmóvil clavada en el techo. Notó que

parpadeaba involuntariamente, como un robot que abre y cierra los ojos gracias a

algún mecanismo eléctrico.

—No puedes moverte pero ves, oyes y entiendes… Las enfermeras ya me

contaron tu historia…

La cogió de la mano con delicadeza.

—Te mejorarás… Cuenta conmigo…

Retiró la mano, se puso a silbar y comenzó a hacer el aseo de la habitación. Diez

minutos más tarde el piso resplandecía y brillaba como una lámina de aluminio a la

luz del sol.

Se acercó de nuevo a la cama y se despidió:

—Adiós, cariño… Nos vemos mañana… Te dejo las cortinas abiertas…

Esta rutina, con pocas variantes, se repitió durante una semana. Miguel entraba,

saludaba, decía dos o tres frases, siempre amables y cordiales, hacía el aseo, se

despedía y salía. Pero un día no llegó en las horas de la mañana, sino a las cinco, ya

bien caída la tarde. Cerró la puerta y se dirigió a la cama de la enferma.

—Qué tal, cariño… Hoy eres la última… Tengo más tiempo para ti…

Hizo el aseo con la meticulosidad de siempre, dejó sus implementos de limpieza

cerca de la puerta de entrada y se acercó a las ventanas y corrió las cortinas. Se quedó

observando el atardecer unos minutos, ensimismado, ido, con los brazos cruzados en

el pecho. Comenzó a hablar así, inmóvil, con la mirada depositada en la inmensidad

de la ciudad.

—A esta hora mi familia y mis amigos están en la playa, riéndose, disfrutando las

últimas luces del día… Pobres pero felices… En la costa no tienes dinero pero tienes

el mar, la arena, la brisa… La gente es diferente aquí, más fría, más distante… Aquí

el dinero lo es todo. Allá, en mi pueblo, junto al mar, la gente es feliz sin dinero…

Sonríen siempre…

Miguel se apoyó en la pared y contempló cómo se encendían las primeras luces

de la noche.

—Quisiera regresar ya, de inmediato, pero no puedo… Necesito dinero… No hay

nada más terrible que entregar la vida a cambio de dinero… A veces me siento bajo y

vil, sucio, vendido, enterrado en este agujero sin provecho alguno… Tal vez mi

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castigo sea no volver a ver jamás las olas del mar… Soy un traidor: he vendido lo que

más amaba a cambio de unas cuantas monedas…

De pronto Miguel tuvo la impresión de ser vigilado, de ser observado justo en ese

instante. Volteó la cabeza y vio a la mujer, como de costumbre, paralizada en la cama

de la habitación, como un crucifijo en posición horizontal.

—Lo siento, estoy molestándote, amargándote la tarde… Hagamos algo diferente

hoy, ¿qué te parece?…

Se acercó y pulsó uno de los botones de mando de la cama hasta dejarla casi en

un ángulo de noventa grados. La mujer quedó sentada de cara al ventanal.

—¿Te gusta?… Es mejor que mirar el techo…

Caminó hasta la mesa de noche y encendió la radio. Giró el dial hasta encontrar

una emisora de música caribeña. La voz de Celia Cruz dibujó una sonrisa en el rostro

de Miguel.

—Sólo nos falta un poco de ron, cariño…

Deslizó los pies por el piso rítmicamente, moviendo las caderas y agitando los

brazos en el aire.

Quince minutos después consultó el reloj y eran las seis menos quince. Apagó la

radio, dejó la cama en su posición inicial y cerró las cortinas.

—A las seis viene la enfermera… Tengo que irme… Nos vemos mañana,

cariño…

Dos días más tarde Miguel apareció de nuevo a las cinco de la tarde. Hizo el aseo,

abrió las cortinas y elevó la cama.

—Te tengo una sorpresa, cariño…

Sacó del bolsillo trasero del pantalón unas hojas dobladas.

—Mira, apareciste en una revista… Cuentan toda tu historia… Tu vida llena de

lujos y comodidades, tu futura boda, tu accidente… Dicen también que tu novio te

abandonó cuando se enteró de tu situación… Apareces preciosa en esta fotografía,

cariño…

Colocó la página en frente de los ojos de ella.

—Ese vestido te queda muy bien… Pareces una princesa…

Retiró la fotografía y la miró con detenimiento, como si fuera un experto en la

materia.

—Para serte sincero, te tengo una crítica, cariño… Tienes mucho maquillaje… Te

ves mejor así, al natural, sin máscaras…

Cambió de hoja.

—Susana… Eres huérfana de padre y tu madre vive en el extranjero con su

segundo marido… Tu novio sale ahora con otra mujer… Qué cabrón… Perdona…

Ahora entiendo: la pareja de viejos que viene a visitarte de vez en cuando son tus

abuelos… Los padres de tu papá…

Levantó la mirada como si ella hubiera dicho algo, como si hubiera enunciado

una protesta desde la profundidad de su silencio.

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—Discúlpame, tienes razón: es tu vida privada… Soy un entrometido… Parezco

una de esas viejas de mi pueblo: siempre chismoseando, metiendo la nariz en la vida

ajena…

Guardó las hojas de nuevo en su bolsillo. Avanzó unos pasos hasta el ventanal.

—Apenas leí tu historia me sentí identificado contigo… Estamos solos,

abandonados en esta ciudad, alejados de la mano de Dios… No le interesamos a

nadie… Mira, la ciudad es enorme, gigantesca, y sin embargo nadie está pensando en

nosotros ahora, nadie nos extraña, a nadie le hacemos falta… Qué vértigo…

Miguel apoyó la cabeza en el vidrio de la ventana.

—A veces camino por la ciudad esperando que alguien me salude, que alguien me

reconozca y me llame por mi nombre. Y nada. Atravieso calles y calles metido entre

la multitud, alerta, pendiente de ese saludo, de ese abrazo, y al final, después de

muchas horas, agotado y muerto de hambre, regreso a mi cuarto con un hueco en el

alma.

Se dio vuelta y se acercó a la cama.

—Perdóname, Susana… No sé qué me pasa cuando estoy contigo… Me dan

ganas de desahogarme, de contarte cómo me siento en esta ciudad fría y repulsiva…

No tengo derecho… Qué injusticia…

Miró el reloj: las seis menos diez. Regresó la cama a su posición horizontal, cerró

las cortinas y se ubicó al lado de Susana.

—Te prometo no volver a ponerme triste… ¿Te puedo dar un beso de despedida?

Creyó ver, allá, en la inescrutabilidad de esos ojos verdes, un brillo de

aprobación. Se inclinó y le dio un beso en la frente.

—Hasta luego, cariño…

Recogió sus utensilios de aseo y salió.

El siguiente domingo Miguel se presentó a las diez de la mañana,

impecablemente vestido y con un ramo de rosas en la mano. Cerró la puerta, colocó

la cama en ángulo ortogonal y se puso frente a ella. Elevó los brazos y giró

trescientos sesenta grados.

—No me habías visto sin uniforme…

Se acercó a la cama y alargó la mano en la que traía las rosas, hasta que las flores

quedaron debajo de la nariz de Susana.

—Son para ti, cariño…

Esperó unos segundos, cogió luego un vaso de vidrio, fue al baño y lo llenó con

agua, metió el ramo de rosas, dejó el vaso en la mesa de noche y abrió las cortinas.

—La enfermera me dijo el viernes que tus abuelos vienen hoy en la tarde… Y

pensé, ¿por qué no ir a visitarla en la mañana?… Me siento bien contigo… Me gusta

venir a verte…

Caminó de nuevo hasta la mesa de noche y encendió la radio. Seleccionó una

emisora de música tropical. Subió el volumen y comenzó a tararear una canción de

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Héctor Lavoe.

—¿Te gusta la salsa?… Casi siempre son letras nostálgicas con una música que

desborda alegría… Es una tristeza que se baila…

Se hizo al lado de la cama.

—¿Sabes bailar bien?… No creo, cariño… Discúlpame pero aquí, en el interior,

la gente no tiene ni idea… No tienen ritmo, no tienen gracia…

Se quedó mirándola unos segundos. Bajó el tono de la voz.

—Eres tan bella, Susana… Cuando me acerco a la cama siento tanta ternura

alrededor tuyo, tanta dulzura…

Extendió la mano y le arregló un poco el cabello.

—Vas a mejorarte, estoy seguro… No vayas a perder la fuerza, cariño… Los

médicos hablan de un daño cerebral que puede ser reversible… Ten confianza en la

vida…

Apagó la radio.

—Bueno, cariño, no te molesto más… Disfruta las flores…

Pulsó el botón de nivelación de la cama.

—Nos vemos mañana…

Se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

—Te dejo las cortinas abiertas…

Y salió.

La siguiente semana, mientras cumplía sus obligaciones de limpieza y aseo,

Miguel continuó con sus visitas rápidas, en las cuales encendía la radio, comentaba

dos o tres cosas, le decía a Susana algunas palabras afectuosas y salía rápido,

apresurado, dejando las cortinas abiertas. Pero el domingo en la mañana, temprano,

reapareció recién bañado, con un traje de paño gris oscuro, afeitado, oliendo a loción

y con el periódico en la mano. Abrió las cortinas, como de costumbre, y elevó la

cama para que Susana quedara sentada frente al ventanal. Esta vez no encendió la

radio.

—Vine a verte, cariño… Espero que no te moleste…

Acercó un asiento a la cama y se sentó. Abrió el diario.

—Vine a leerte el periódico, cariño… Me puse a pensar y creo que es importante

que te informes… ¿Qué vas a hacer cuando te mejores?… Vas a salir a la calle y no

vas a tener idea de lo que ha sucedido en todo este tiempo…

Y comenzó a leer las noticias en voz alta, sección por sección, mostrándole a

Susana, de vez en cuando, las fotografías que acompañaban los artículos y las

columnas de opinión importantes. Dos horas más tarde, agotado, bebió un poco de

agua del grifo del baño y volvió a la habitación.

—Qué país nos tocó, cariño: miente el gobierno en sus declaraciones, miente el

Congreso, mienten los jueces, mienten los militares, mienten los políticos, mienten

los periodistas, en fin, miente todo el mundo. Éste es el país de la mentira. Y detrás,

cariño, está la verdad: masacres como las que vi en mi pueblo, torturas, persecución,

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capos de la mafia gobernando el país, manejos indebidos de los dineros públicos, en

fin, corrupción a diestra y siniestra…

Tuvo la impresión de ser observado y creyó oír una voz casi imperceptible. Se

volteó rápido a mirar a Susana y la vio inmóvil, con los brazos en cruz y los ojos

perdidos en la imagen de la ciudad allá, detrás del ventanal.

—Otra vez maldiciendo… Tienes razón… Mejor terminemos…

En efecto, concluyó de leer la última sección del periódico. Dobló las hojas y se

acercó a la cama.

—Tengo que irme, cariño… A mediodía vienen tus abuelos…

Dejó la habitación como la había encontrado, con las cortinas cerradas, y se

despidió.

—Mejórate, cariño…

Le dio un beso en la mejilla y salió de la habitación.

En la noche del mismo día, a las ocho, antes de que impidieran la entrada a

visitantes, Miguel regresó. Cerró la puerta y se acercó a la cama.

—Susana…

Tragó saliva y se pasó la mano por la frente.

—Tengo que decirte algo, cariño…

Tomó aire por la nariz y lo exhaló lentamente por la boca.

—Bebí unas cervezas porque se necesita coraje para decir esto…

Se inclinó hacia el rostro de Susana y habló en voz baja.

—Cariño, yo no sé cómo es que suceden estas cosas… Tal vez es que me siento

muy solo, no sé… Ya te expliqué que yo soy de la costa, junto al mar… Mi gente es

diferente, ¿entiendes?… Mejor dicho, voy a hablar claro… Sólo te tengo a ti… Sólo

me siento bien aquí, contigo… Me gusta mucho estar a tu lado…

Se agachó un poco más, muy cerca de la oreja de Susana.

—Te quiero, Susana…

Observó con cuidado cualquier señal que pudiera aparecer en el rostro de ella.

—Yo sé que no soy de tu misma clase social, cariño… Pero te quiero de verdad y

no te voy a abandonar…

Se irguió. La miró unos minutos, como esperando una respuesta.

—Ya dije lo que tenía que decir… Adiós, cariño…

La cogió de la mano en señal de despedida y salió.

El lunes Miguel entró en la habitación con la mirada baja, sin sonreír, sin fuerzas,

como un robot al que se le están terminando las energías de su mecanismo interior.

Hizo el aseo con prontitud y se sentó cerca de la cama.

—Me echaron de la pensión anoche, cariño… La dueña, que es una bruja, me

sacó las cosas a la calle… Me siento peor que nunca… Tuve que dormir por ahí, en

un hotelucho maloliente… Odio esta ciudad, odio su gente, sus calles, todo… Sólo

estás tú, Susana…

Se llevó las manos al rostro y comenzó a sollozar.

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—Despierta, cariño, despierta… Por favor… No me dejes solo… No puedo

más…

Y lloró así, con la cabeza hundida entre sus manos.

Miguel desapareció por tres días. En su lugar hizo el aseo una mujer anónima y

fría que cumplió con su obligación sin pronunciar una palabra. El viernes, a las cinco

de la tarde, Miguel se presentó con el rostro resplandeciente y cruzado por una

sonrisa amplia y radiante. Limpió la habitación rápido y se hizo cerca de la cama.

—¿Me extrañaste, cariño?… Pedí una licencia de tres días para arreglar mi

vida… Te cuento: conseguí un apartamento muy pequeño, humilde, pero

independiente… El precio es un regalo… Además conseguí unas horas extras en la

morgue… He decidido que voy a ahorrar y voy a organizar mi vida para cuando te

mejores… No quiero que te avergüences de mí… Yo no quiero ser millonario,

¿sabes?… Yo deseo conseguir unos centavos para comprarme un terreno junto al mar,

eso es todo… Estoy cansado de trabajar para otros… Quiero cultivar una tierra que

sea mía e irme a pescar tranquilo, nada más…

Sacó del bolsillo de su camisa un recorte de periódico viejo y arrugado. Lo abrió

y le señaló a Susana un artículo breve acompañado de una fotografía.

—Yo quiero ser como él… ¿Sabes quién es?… Voy a leerte un pedazo…

Escucha…

Miguel se puso muy serio y comenzó a leer como si estuviera recitando una

lección ante un público numeroso.

El cubano Félix Savón, considerado el mejor boxeador de la última década, podría tener una

fortuna similar a la de las estrellas del boxeo. No obstante, en lugar de la fama y la fortuna, lo único

que busca es una hazaña que sólo han conseguido Teófilo Stevenson y el húngaro Lazslo Papp: ganar

tres medallas olímpicas consecutivas. Ha rechazado millones de dólares por pelear contra reconocidos

campeones. Ha preferido vivir en una humilde vivienda junto al mar, en La Habana, en donde cultiva

hortalizas y cría gallinas, en lugar de las mansiones en Miami o Las Vegas que podría estar habitando

si así lo hubiera deseado. Ésta es la historia de un hombre que no quiso ser rey.

Levantó la cabeza y miró a Susana para ver el efecto que le habían producido sus

palabras.

—Viviremos así, Susana, junto al mar, alejados de toda esta inmundicia…

Miró el reloj.

—Tengo que irme, cariño… Hoy comienzo en la morgue… Mañana vengo a

visitarte…

Se acercó y, con lentitud, suavidad y cautela, le dio un beso en la boca. Luego se

dirigió a la puerta, recogió el balde y los utensilios de aseo, y salió.

El sábado, cerca del mediodía, Miguel ingresó en la habitación vestido

deportivamente y con un ramo de claveles en la mano. Abrió las cortinas, encendió la

radio, levantó la cama y puso las flores en agua. Luego, sin pronunciar palabra, se

hizo cerca de Susana. Al cabo de unos minutos rompió el silencio.

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—Quisiera saber qué piensas, cariño, qué sientes… Me pregunto si yo te agrado,

o si te disgusto o te mortifico… No creo estar equivocado… Yo siento amor cuando

me acerco a ti… Eso se percibe, es una energía que se siente en la atmósfera, en el

aire que rodea a una persona… Tú me quieres y me deseas, ¿verdad, cariño?…

Se acercó y la besó en la boca. Colocó sus manos sobre los senos de Susana, y

con sus dedos índice y pulgar acarició con delicadeza, casi con miedo, sus pezones

protuberantes.

—Te deseo tanto, mi amor… Tanto…

Siguió acariciando los senos de Susana, cada vez con mayor intensidad.

—Te necesito, cariño… Me hace falta tu cuerpo…

La besó en las mejillas y en el cuello, y mientras tanto bajó sus manos hasta los

muslos de Susana.

—Necesito acostarme contigo, cariño… Tenemos que hacer el amor… ¿Por qué

no?… Nos queremos y somos una pareja, ¿no es cierto?… Es normal…

Miguel desabotonó su pantalón y, con la mano de Susana entre las suyas,

comenzó a masturbarse con el cuerpo recostado en el borde de la cama.

—Sí, mi amor, sí, acaríciame…

Miguel comenzó a moverse con mayor rapidez. Gimió con los ojos cerrados y

eyaculó así, con la mano de Susana entre sus piernas.

—Te quiero, Susana…

Le dio un beso en la mejilla, le limpió la mano con una toalla y fue al baño para

lavarse. Salió con el rostro atravesado por una sonrisa fresca y jovial. Se ubicó de

nuevo al lado de la cama.

—Tienes que mejorarte, cariño… Quiero que nos larguemos ya de este lugar…

Hacemos un esfuerzo, compramos una casa junto al mar y nos dedicamos a ser

felices… Eso sí, tengo que enseñarte a bailar bien, cariño…

Miguel pasó toda la tarde en la habitación con Susana. Le contó su niñez y su

adolescencia en un pueblo de la costa atlántica, le habló de su familia, de los

problemas de violencia que había en su región y le enumeró, uno por uno, los

diversos trabajos que había desempeñado en los últimos años. Para terminar, le contó

con detalles cómo había sido su vida en Bogotá, dónde había vivido, qué restaurantes

le gustaban, dónde compraba ropa cuando le quedaba algo de dinero y qué hacía los

fines de semana para distraerse un poco. A las seis entró la enfermera.

—Hola, Miguelito, ¿qué tal?

—Bien, María, ¿y tú?

—Mucho trabajo.

—Me imagino.

—¿Estás visitando enfermos hoy?

Ladeando la cabeza, Miguel señaló a Susana.

—Vine a visitarla a ella, sí.

—Haces bien. Nadie visita a esta muchacha.

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—Sólo sus abuelos, creo.

—Y hay domingos que no vienen. Creen que está como muerta o algo así. Les

hemos explicado mil veces que ella entiende perfecto lo que sucede a su alrededor,

pero siguen convencidos de que está en coma o muerta cerebralmente. Es una

injusticia con esta chica. Ella necesita de los demás ahora más que nunca.

—Voy a venir más a menudo.

—Así se habla, Miguelito. Hoy por ti, mañana por mí.

Miguel caminó hacia la enfermera un par de pasos y bajó la voz.

—¿Hay algún signo de recuperación?

—Ha mejorado mucho en estos días. Está comenzando a tener movilidad en los

dedos de los pies y de las manos, pero no es constante. Sólo a ratos.

—Ojalá logre salir de ésta.

—Tú lo has dicho.

Miguel se puso la chaqueta y dijo:

—No quiero molestar. Me voy.

—Adiós, Miguelito.

—Adiós, María.

Miró a Susana un par de segundos, despidiéndose en secreto, y se dirigió a la

puerta.

Al otro día Miguel llegó a las ocho de la mañana y, con las cortinas abiertas y la

cama en ángulo de noventa grados, estuvo leyéndole el periódico a Susana hasta las

once de la mañana. Comentó las noticias más sobresalientes y, antes de las doce, se

acercó a Susana y le habló al oído.

—Regreso en la noche, cariño. Voy a ir a misa a rezar por nosotros, recojo

después un regalo que te tengo y vuelvo aquí a las siete u ocho. Hasta pronto, amor.

La besó en la boca y salió de la habitación.

A las siete y media, como lo había anunciado, Miguel regresó. Entró en la

habitación con una caja de cartón, la abrió y sacó de ella un televisor pequeño. Lo

instaló en una de las mesas, frente a la cama de Susana.

—Te traje mi televisor, cariño… Es lo único que tengo de valor… Creo que te

puede distraer…

Se acercó al interruptor y apagó la luz. Sacó del bolsillo derecho de su saco un par

de velas y, con la ayuda de una cajetilla de fósforos, las encendió y las colocó sobre la

mesa de noche. Se acercó a la radio y seleccionó una emisora de música romántica.

—Hoy es nuestra noche, cariño… Estuve en misa y le pregunté a Dios si esto

estaba mal, si yo estaba cometiendo algún pecado… Y sentí que Dios aprobaba

nuestro amor… ¿Y sabes por qué, Susana?… Porque es sincero, auténtico, de

verdad… Yo te amo sin mentiras, yo no te voy a dejar nunca… Venceremos esta

enfermedad juntos y luego nos iremos a buscar una casita junto al mar…

Se desabotonó el pantalón.

—Tranquila, mi amor… La enfermera no viene hasta las nueve…

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La besó en la boca y puso sus manos sobre los senos de Susana. Luego levantó el

camisón de enfermo hasta las axilas y besó sus senos lentamente, sin prisa. Por un

segundo levantó la mirada y creyó ver un brillo incandescente en los ojos de ella.

—Eres preciosa, cariño…

Siguió besando sus senos y deslizó su mano derecha hasta las piernas de Susana.

—¿Quieres sentirme, cariño?… ¿Sí?…

Ubicó sus manos justo en el centro de las piernas de Susana y sintió entre sus

dedos su vello púbico grueso y salvaje.

—¿Me quieres?… ¿Sí?…

Introdujo sus dedos y sintió su sexo húmedo, almibarado.

—Estás toda mojada, cariño…

—Eso significa que me deseas, ¿verdad, mi amor?…

Se desvistió y subió a la cama.

—Ven, cariño, abre las piernas…

Con su mano derecha abrió muy suavemente la pierna izquierda de Susana,

acercó aún más su cuerpo y la penetró con los ojos cerrados, respirando con

dificultad, como si le faltara el aire.

—Te amo, cariño…

Apoyado en sus rodillas movió las caderas rítmicamente. Se dejó caer sobre el

cuerpo de Susana, gimió en voz baja, en la penumbra de la habitación, y eyaculó

mientras murmuraba al oído de Susana vocablos ininteligibles. Después se retiró del

cuerpo de ella, bajó el camisón hasta los tobillos, descendió de la cama, se vistió,

besó a Susana en la mejilla, la cogió de la mano y se quedó a su lado, muy cerca, con

la mitad del cuerpo inclinado sobre ella. Cerró los ojos y se quedó escuchando el

corazón de Susana.

Al fin, como volviendo en sí, dijo:

—Ahora somos uno, cariño…

Apagó el radio, recogió las velas y dejó la habitación en orden.

—Va a llegar la enfermera… Voy a pensar en ti toda la noche…

Cogió las mejillas de Susana entre sus manos y la besó en la frente.

—Adiós, mi amor…

Se peinó hacia atrás con la mano, ajustó el pantalón en la cintura y caminó hacia

la entrada de la habitación. Ya en el pasillo se dio media vuelta y cerró la puerta con

un sonido apenas perceptible.

Durante tres semanas Miguel fue un hombre feliz. Visitaba a Susana todos los

días después del trabajo, le llevaba flores, comentaba los hechos rutinarios y

cotidianos, y le contaba anécdotas del hospital. Colgó en una de las paredes un afiche

enorme donde se veía una humilde casa de madera junto al mar. El cielo transparente

y el agua azul y cristalina del afiche iluminaron la habitación, imponiendo una

atmósfera menos lúgubre y enfermiza. Prohibió cerrar las cortinas y él mismo

colaboraba a veces con los masajes corporales para Susana. Los fines de semana le

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leía las noticias principales en voz alta, le mostraba revistas de moda donde venían

fotografías y chismes de la gente de farándula, y encendía el televisor para ver, de vez

en cuando, alguna película que recomendaban en el periódico.

Pero un lunes, de manera imprevista, Miguel apareció a las siete y media de la

mañana con un maletín en la mano. Tenía la frente bañada en sudor y la mirada

huidiza. Habló rápido, atropelladamente.

—Me enteré de que estás embarazada, cariño… Hay un escándalo en el hospital

que no te imaginas… Las enfermeras hablan de mí por los pasillos… La policía va a

llegar en cualquier momento…

Se enjugó las gotas de sudor que caían de su frente y tragó saliva.

—Te amo, Susana…

La besó por última vez.

—Mejórate, cariño, y explícales cómo sucedió esto…

Cogió el maletín y dio unos pasos. Con un gran esfuerzo logró abrir la puerta y

atravesar el umbral. Miguel apretó las mandíbulas, se limpió las lágrimas que caían

de sus ojos y cerró la puerta tras de sí.

Y no vio cómo la mano de Susana, en un gesto de desesperación, agarró la sábana

y la apretó con fuerza, como la garra de un animal salvaje incrustada en la piel de la

presa.

La lluvia comenzó a golpear los ventanales. Allá, al otro lado del vidrio, por entre

la niebla densa y húmeda, se adivinaba la turbia imagen de una ciudad gris.

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EDWARD HOPPER: SALÓN DE BELLEZA AL

ATARDECER

En el centro de esta dulce mediocridad melodramática

y telenovelesca, algo importante irrumpe…

ALEXANDER PORTELLA

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Cuando pasamos con prisa, en medio de los viajeros afanados que van con sus

maletas de un lado para otro y en medio de los anuncios en inglés y español que una

voz femenina transmite por los altoparlantes, no vemos nada. Cuando pasamos así, en

medio de policías, celadores, funcionarios de aerolíneas, aseadoras y lustrabotas, es

imposible detallar lo que sucede a nuestro alrededor. Pero si nos acercamos al cuadro,

a la fachada de puro cristal del salón de belleza del aeropuerto, apreciamos las líneas

geométricas de color y sombra, la modulación de los matices típica de Hopper y la

atmósfera de impredecible proximidad que rodea a sus personajes en espacios

cerrados e íntimos.

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