CRUZAR LA NOCHE parte 03

 Pablo le alcanzó un remo a Mariana y comenzaron a abrirse camino en el río, callados y tristes. El sol

todavía estaba fuerte, pero había comenzado a soplar una brisa fresca, que les traía los murmullos de la

isla, cada vez más débiles, a medida que iban alejándose.

Antes de salir del Brazo de Las Cruces les pareció que el viento les traía la voz del viejo:

—¡Gurises, gurises!

Los dos volvieron la cabeza y escucharon con claridad:

—¡Vuelvan otro día! Vuelvan otro día, canijo.

La figura encorvada del viejo, haciéndose bocina con las manos, debajo de las ramas de los sauces, se

fue achicando hasta parecer sólo una mancha, a medida que ellos fueron avanzando por las aguas del

Colasliné, que ya se iban tornado rojizas, con el sol del atardecer.

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—No sé... te juro que no sé lo que me pasa. Sergio me pidió disculpas, después de una discusión muy

fuerte que tuvo con Pablo el otro día, pero me pasó algo a mí al darme cuenta de que se puso a gritar, y

que quería imponerle sus ¡deas como si fuese su papá. Supongo que no puedo dejar de sentir como

madre.

—Te entiendo... Yo no soy madre pero por momentos me siento responsable por Mariana, tal vez para

resarcir un poco el daño que le ha hecho mi hermana. Pero fundamentalmente porque la quiero. De

cualquier manera me parece que tienes que darte un poco de tiempo antes de tomar una decisión.

Hubiera asegurado que ibas a enamorarte de Sergio.

—Creo que me estoy enamorando, Mónica. Y eso tal vez sea lo que más me asusta. En todos estos

años de soledad es como si me hubiese ido tejiendo una coraza a mi alrededor. Y no va a resultar tan

fácil quitármela. Por momentos no sé si las cosas feas que veo en Sergio son reales, o las exagero para

no permitirme quererlo. Tengo miedo de sufrir, ésa es la verdad.

—De cualquier manera no me parece bueno que el miedo te paralice. Sentir que estás viva, que sos

sensual, que despenas cosas en alguien es importante, te hace sentir mujer. No importa tanto lo que

pueda pasar después. Hace rato que descubrí que la vicia se compone únicamente de momentos.

Las dos se quedaron calladas, a solas con sus pensamientos, mientras el resplandor cada vez más tenue

anunciaba la llegada de la noche.

Eran los últimos días de noviembre y ya podía sentirse la algarabía de finales de clases. El viernes

saldrían en patota a cubrir las calles con miles de papelitos blancos, como era la tradición. Las hojas de

carpetas, los contenidos, las palabras, los conocimientos impresos, que habían ido acumulando a lo

largo de todo el año, saldrían libres a volar por la ciudad. Pablo, Gastón y Nano terminaban el

secundario, al igual que Cris y Débora, y se preparaban para la facultad. Beti y Mariana pasaban a

quinto.

—Mañana es la promoción de los chicos, tenemos que ir — anunció Débora—. Después hay conga.

¿Tienen idea de cuánto hace que no vamos a bailar?

—Ay loco, yo no sé si voy a ir. No tengo qué ponerme...

—Betiana, para variar, siempre con problemas vos, ch... Pónete cualquier cosa, pero no vamos a dejar

de ir.

—Débora no empieces otra vez a pelear... —le contestó Betiana.

—Hablando de pelear, ¿hiciste las paces con Cris, Mariana? — preguntó Débora.

Mariana estaba apoyada en una maceta de la que desbordaban hortensias rosadas y azules y, por

contraste, su mirada parecía más triste todavía. Al escuchar su nombre pareció salir de su abstracción.

Desde el encuentro del bar, Cris no había vuelto a dirigirle la palabra. Mariana se sentía mal, pero no

con culpas. No podía sentirse responsable de que Pablo la hubiera elegido a ella.

Beti se levantó al escuchar el timbre. Débora la siguió al rato, cansada de esperar la respuesta de

Mariana, que siguió en sus cavilaciones, mirando a las chicas que iban alejándose por el largo corredor

de baldosas decoradas. La galería las cobijaba con su penumbra fresca. El olor a papeles y tiza, se

confundía a esa hora, con la fragancia del café y de los jazmines, creando esa mixtura de aromas

irrepetible, que podía sentirse solamente durante el recreo de media mañana.

Las miró alejarse con indiferencia.

La aíigustia que sentía era profunda, pero provenía del doloroso intento por recuperar la verdad que le

habían negado. Cualquier hecho le parecía distante, como ajeno a ella. Las risas de las chicas, y el

clima festivo por la finalización de ¡as clases no lograban contagiarle la alegría.

Volvió a mirar la espalda de Betiana, que ya se perdía, mezclada con otras chicas que entraban a las

aulas. La miró hasta que dejó de ser su amiga, para ser sólo una camisa blanca, con falda color vino y

una cabeza de cabello atado, que se confundía entre la masa de adolescentes.

Y se quedó mirándola en todas, como si se repitiera infinitamente en moldes idénticos.

Mónica hablaba entusiasmada, mientras se trenzaba el cabello hacia un costado, con movimientos

mecánicos. Su oreja derecha quedaba al descubierto, mostrando un aro largo que casi le rozaba el

hombro.

—Ana, ya tenemos la punta del ovillo. Esta mañana me telefoneó la Presidenta de Madres de Plaza de

Mayo, desde la sede que funciona acá. No he querido comentarles nada antes, pero me comuniqué con

ellas hace unos días. Estuvo haciendo averiguaciones y ahora me llamó para avisarme que hubo una

denuncia formal en el 83 por la desaparición de Nora, realizada en Rosario por un familiar. Y me

confirmó que Nora, al momento de la desaparición, estaba embarazada, presumiblemente, de seis

meses.

Ana se quedó en silencio, mirando a Mónica sin verla, mientras las imágenes iban pasando por su

mente. El rostro de Nora volvía ahora a ser más nítido y la voz, cargada de angustia, que había

escuchado hacía tantos años creyendo que era un sueño, resonaba en sus oídos como si todo estuviera

ocurriendo de nuevo. Al rato preguntó:

—¿Qué es lo que podemos hacer ahora, Mónica?

—Bueno, ella me dijo que cuando se denuncia la desaparición de una mujer embarazada, son las

Abuelas de Plaza de Mayo las encargadas de buscar al bebé. Me dio la dirección y el teléfono de

Abuelas en Rosario y me dijo que nos contactáramos lo más pronto posible.

—¿Vas a viajar o a hablar por teléfono?

—Ninguna de las dos cosas. Le vamos a contar a Mariana. Es algo que le corresponde decidir a ella.

El calor era insoportable. El acto estaba programado para las 20, ya que los organizadores suponían

que el atardecer traería un poco de aire fresco. Pero la temperatura había subido, al igual que la

humedad, y las amenazadoras nubes grises que cubrían el cielo, determinaron que la fiesta se realizara

adentro del salón. Hacía varios días que los cortes de luz —imprevistos y prolongados—, enfurecían a

todos. De las ventanas abiertas sólo entraba un aire pegajoso y caliente, que obligaba a utilizar el

programa de actos para abanicarse.

Los únicos que parecían no reparar en el calor eran los adolescentes. En las primeras filas estaban

sentados los egresados, con los rostros brillantes a causa de la transpiración. Se miraban de reojo entre

ellos, se empujaban y se reían de todo, con una risita ansiosa, en un intento —tal vez— de disimular

la emoción o los nervios.

Mariana se había sentado con las chicas detrás de las sillas reservadas a los familiares y buscaba a

Pablo entre todas las espaldas que, unificadas por el guardapolvo color pardo, no se diferenciaban

demasiado.

—Miren ese prole... ¡es un potro! ¿Me quieren decir por que nosotras tuvimos que ir a un colegio

religioso? —preguntó Débora—. Sabes los ratones que me haría con ese tipo. Además podes

mostrarles las piernas y por ahí te aprueban sin estudiar demasiado. No se imaginan cómo la envidio a

Cris.

—Córtala Débora que ya están llamando a los chicos y no escucho nada —dijo Betiana.

A medida que nombraban a los alumnos, los padres se levantaban de sus asientos y se acercaban para

entregarles —ellos mismos—, los diplomas. Algunos se emocionaban hasta las lágrimas y terminaban

posando para el fotógrafo con unas muecas grotescas.

Cuando los fueron nombrando a Gastón, a Cris, a Loli y a Nano, las chicas se pusieron a gritar y a

aplaudir. No seguían el orden alfabético, y Pablo quedó para el final. Los gritos se repitieron.

Solamente Mariana permaneció callada.

Pablo, pese a su cuerpo de hombre, se veía desprotegido dentro de su guardapolvo de colegial, con una

mirada triste, que contrastaba con la imagen de seguridad y alegría que siempre daba.

Mariana se quedó pensando en su propia fiesta de egresadas. Faltaba un año todavía y se preguntaba si

en su colegio serían también los padres los encargados de entregar los diplomas. Trató de imaginarse

con ellos y el nudo que le oprimía la garganta desde hacía un rato se desató en forma de lágrimas que

comenzaron a caer, silenciosas, por su cara.

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—Yo te acompaño.

—Pero vos tenes que ir a inscribirte a la facultad, Pablo.

—Arreglo todo el lunes y a la noche viajamos. No voy a dejarte sola ahora, Mariana.

—¿Cuándo vamos a ir a ver a Gómez otra vez?

—Cuando volvamos de Buenos Aires, porque antes no vamos a tener tiempo. Pero quédate tranqui

Mariana, yo siento que todo se va aclarando; por lo menos ahora sabemos algo más.

Mariana no contestó, pero Pablo podía sentir su angustia aún sin verle el rostro ni escuchar su voz.

Comenzó a acariciarla en silencio.

La noche era clara. Las nubes luchaban inútilmente por cubrir a la luna, que las atravesaba triunfante

con sus rayos, formando en el cielo extraños efectos de puntillas de encaje.

Mariana tenía su cabeza apoyada en la falda de Pablo, y él estaba recostado sobre el tronco del YbiráPuitá. El aire era pegajoso y caliente y, a medida que las palabras se fueron evaporando, comenzaron a

aparecer caricias, cada vez más intensas y más atrevidas.

Las respiraciones de los dos —agitadas—, se encontraron en un beso apretado. Él la recostó

suavemente sobre el césped recién cortado, que despedía un olor verde y fresco y comenzó a

acariciarla por debajo de la remera. Su piel era suave y despedía un aroma de flores silvestres. A

medida que sus manos ascendían, podía sentir el calor creciente que despedía el cuerpo de Mariana,

que iba confundiéndose con el calor de su propio cuerpo. Levantó suavemente el corpino y alcanzó a

rozar uno de sus pechos desnudos antes de que ella detuviera su mano, diciéndole: "Basta, por favor",

con una voz extraña, estremecida por sensaciones hasta entonces desconocidas. En esc momento el

grito de Ana los sacó de esa atmósfera de ensueño.

 —¿Qué te pasa vieja, te volviste loca?

—No, Pablo no me volví loca. Mira la piedra que tiraron, rompió el vidrio y me pasó a dos

centímetros de la cabeza.

—Pero mira si van a tirar una piedra. Habrá saltado cuando pasó algún auto...

—Eso es imposible. Con la distancia que hay hasta la calle jamás podría sallar una piedra a esa altura,

y menos atravesar un vidrio de la forma en que lo hizo. Alguien la arrojó.

—¿Pero quién va a hacer semejante cosa?

Por un momento se quedaron todos en silencio, cada uno formulando sus propias hipótesis. El sonido

del teléfono los sobresaltó.

Cuando Ana colgó su rostro estaba pálido.

—Pablo, cuando salieron hoy con la moto, ¿cruzaron por la calle de La Aurora?

—Hoy no salimos con la moto... Ah no, para, cruzamos con "La Rana". Teníamos que ir hasta la

quinta de Nano y no hay otro camino, no podemos andar con La Rana por la ruta... Pero, ¿por qué. qué

pasó? ¿Quién era el que habló?

Mónica y Ana se miraron en silencio. Después Ana les contó las amenazas que le había hecho el

propietario de La Aurora en otras oportunidades y les pidió que no volvieran a cruzar por ahí.

—Lo menos que tienes que hacer es la denuncia, Ana —le dijo Mónica—. Ese hombre no puede

amenazarte impunemente, además ahora ha pasado de la amenaza a la agresión directa. ¿Me quieres

decir qué hubiera pasado si te golpea con la piedra?

—Yo voy y lo reviento a pifias, vieja. No sólo que voy a seguir pasando sino que lo voy a reventar a

pinas.

— No podemos hacer nada. Primero que no me dijo que fuese él quien arrojó la piedra. Y segundo que

no tenemos pruebas de sus amenazas. Además hay otra cosa... La almacenera me contó que hace poco

les disparó a sus hijos con una escopeta, porque cruzaban por su calle. Y me aclaró que es mejor no

meterse con él, que es bastante jodido. Parece que es un ex milico que estuvo combatiendo por los

años setenta, en Tucumán, y según ella, todavía mantiene contactos importantes. Parece que el tipo

goza de cierta protección y puede hacer cumplir sus propias leyes.

—No puedo concebir que en este país aún se manejen de esta manera —dijo Mónica—. De todos

modos, no conviene llamar la atención. Yo les aconsejaría que eviten discusiones con ese tipo, que no

lo provoquen. Y no es por cobardía; simplemente es cuestión de táctica. Tenemos que ser precavidos,

nada más. Y sobre todas las cosas, me parece que lo mejor será no comentar con nadie las

averiguaciones que estamos haciendo.

Mariana los miraba a uno y a otro, hasta que por fin se animó a preguntar:

—Mónica, ¿vos querés decir que a lo mejor este hombre pueda pasar información a algún milico y que

mis vie..., bah, ellos, podrían enterarse?

—Yo he estado hablando mucho con la presidenta de Madres de Plaza de Mayo, y coincido con ella en

que la cosa no ha cambiado demasiado. Los servicios continúan funcionando. Son un poco más

discretos, tratan de lavar la imagen nefasta que ellos mismos se crearon en la época dura, usan otros

métodos; pero en esencia, todo sigue igual. En realidad no sabemos qué conecciones puede tener este

hombre con mi cuñado, si es que las tiene. Pero, por las dudas, lo mejor es ser prudentes. Si Mauricio

se enterara de todo esto no sé lo que podría llegar a pasar, pero de lo que sí estoy segura es de que

haría cualquier cosa para evitar que lleguemos a la verdad.

—Mónica tiene razón chicos. Cuando viajen a Buenos Aires deberán tener mucho cuidado.

—No se trata de eso, Ana. No hay peligro en las averiguaciones que hagamos, lo importante es no

hablar con nadie de todo esto, porque no sabemos quien puede llegar a manejar los hilos para evitar

que todo se descubra. Tampoco es cuestión de ponernos paranoicos ni de fomentar delirios de

persecución. Viajen tranquilos que no va a pasarles nada malo. Hoy me llamaron desde la sede de

Rosario para informarme que las Abuelas de Buenos Aires los estarán esperando. Y después, al

observar la expresión de Mariana, agregó con ternura;

—No te sientas mal, chiquita. Todos nosotros te queremos mucho y estamos del lado de la verdad, al

igual que tú. No puede

irnos mal.

Mariana se puso de pie y se acercó a los brazos que le extendía Mónica. Tal vez fue ése el primer

abrazo cargado de afecto, que le dio desde que se habían conocido.

Mariana estiró su cuerpo, desperezándose. No había podido dormir en toda la noche. Después se

quedó mirando a Pablo, que dormía con la cabeza recostada sobre el pecho de ella. Comenzó a

acariciarlo con suavidad, contorneando su rostro con la punta del dedo. Siguió la forma de una de sus

cejas, el perfil de su nariz, el contorno sensual de su boca, el dibujo de la oreja derecha. Después

comenzó a darle besos suaves en las comisuras de sus labios, hasta hacerlo sonreír. Siguió besándolo

con besos chiquitos y húmedos, hasta que él por fin despertó.

Por la ventanilla del micro entraban los primeros rayos de sol. Faltaba muy poco para que llegasen.

—Los amaneceres desde aquí no se ven tan lindos como en el río, ¿no? —le dijo él acariciándole con

ternura la cabeza—. ¿Cómo dormiste?

—No pude dormir. Estoy renerviosa, no sabes.,.

—Ya lo sé, mi amor, ya lo sé, cómo no lo voy a saber. Pero todo va a salir bien, ya vas a ver. Quédate

tranqui, ¿eh?

—Por momentos me pregunto si estaré haciendo lo correcto, Pablo. Antes estaba muy segura, con

mucha bronca. Pero ahora, no sé... Durante toda la noche me pregunté eso. Me venían a la mente

momentos de mi vida, de mi infancia. Me acordaba de cuando era chica y estaba enferma, y ellos

estaban a mi lado. Cuando se me cayó el primer diente y yo lloraba desconsolada porque nadie me

había dicho que me saldría otro en su lugar y creía que iba a quedar como la abuela, el día en que la

descubrí sin sus dientes postizos. Después la veía a mi vieja cuando me ayudaba con la tarea de la

escuela. Más tarde me acordé de los abrazos y las lágrimas de los tres, el día en que fui abanderada,

cuando terminé séptimo. Y por último no se me iba la imagen de mi viejo, en esas insoportables horas

después del accidente; de sus lágrimas cuando se enteró de que iba a estar postrado en una silla de

ruedas; del último abrazo que nos dimos. ¡Ay, mi amor, por favor ayúdame a pensar! Ayúdame a

descubrir si está bien lo que estoy haciendo. Yo creo que a pesar de todo, les debo muchas cosas...

Pablo le tomó las manos y, tratando de que su voz no sonase demasiado dura, le dijo:

—Mira, Mariana, ellos pudieron haber hecho muchas cosas buenas por vos, sin dudas. Tampoco se

puede negar que te hayan querido ni que te sigan queriendo, pero hay amores que son enfermos, nena,

sino no podría justificarse tanta mentira. Me parece bárbaro que te acuerdes de todo lo que te cuidaron,

pero no te podes olvidar que ellos, a los que volvés a llamar "mis viejos", mientras se emocionaban

cuando eras abanderada, o estaban a tu lado cuando estabas enferma, se encargaban de que tu

verdadera familia no volviera a encontrarte, y tal vez también, de que tus verdaderos viejos

desaparecieran...

Ella escondió la cabeza en el pecho de él, ocultando las lágrimas, mientras le venían a la mente las

palabras terribles que había leído en los últimos días.

"La Fuerzas Armadas han establecido como doctrina que los hijos de los subversivos no se eduquen

con odio hacia las instituciones militares, y la práctica de esa doctrina consiste en darlos en adopción a

otras familias y cortar todo lazo con su familia natural". A fuerza de leerlo se lo había aprendido de

memoria. Eso sintetizaba —tal vez—, las explicaciones de los militares para justificar los secuestros.

Mariana había sentido una mezcla de dolor y odio al leerlo; sin embargo, ahora, parecía que esas

palabras no tuviesen tanto peso, y los recuerdos gratos de su infancia atenuaban el rencor y la llenaban

de sentimientos contradictorios.

—Yo puedo entender que todavía los quieras —siguió Pablo—, pero no te sientas culpable. Te

robaron todo, Mariana...

Ella lloraba en silencio, pero todavía argumentó con voz débil y entrecortada:

—De cualquier manera, a mí no me mataron. Aunque tengas razón, yo les debo la vida, ¿entendés?

—No, por favor, vos no les debes nada. Ellos son los únicos que te deben algo. Te deben la verdad, te

deben la desaparición de tus viejos, el dolor de tu familia verdadera, te deben el nombre, que

seguramente te cambiaron. Ellos te deben la vida, no vos, mi amor. El llanto de Mariana fue

calmándose de a poco, con la ternura de Pablo.

Cuando el micro se detuvo en Retiro, ella lo miró a los ojos y le apretó las manos. Después, por

primera vez, le dijo "Te amo".

19

Mónica acababa de hornear las últimas piezas. Se secó el rostro, se quitó la ropa y salió al parque.

La luna envolvía todo con su claridad fantasmal. No soplaba ni siquiera una brisa suave. La noche era

calurosa y espléndida.

Nadó durante un largo rato, después se estiró de espaldas sobre el agua y permaneció flotando

mientras miraba las estrellas.

El perfume del verano la envolvía con su caricia imperceptible. Las primeras chicharras cantaban

enloquecidas entre las ramas de los plátanos, anunciando más calor, y el concierto se completaba con

grillos y ranas.

Había tratado de mantenerse ocupada durante todo el día, pero ahora, fresca y relajada, los

pensamientos no le daban paz.

El rostro de Mariana aparecía constantemente en su mente y se preguntaba cómo le habría ido. Todo lo

que estaba sucediendo las había unido mucho más intensamente, que si las ligara un parentesco de

sangre. Sentía que la quería, que deseaba protegerla y ayudarla, hasta ver paz en esos ojos grises, que

desde hacía más de dos meses estaban tan atormentados.

Buscaba entre sus recuerdos algún sentimiento que la acercara a su hermana, pero se dio cuenta de que

por más que lo intentara, la sentía como a una extraña. No podría perdonarle nunca, todo el daño que

le habían hecho a Mariana. Tanta mentira, tanta hipocresía le provocaban un rechazo más allá de la

furia, más allá del enojo.

Cuando salió del agua ya había tomado una decisión. Ahora dormiría tranquila.

El ascensor antiguo, de puertas trabajadas distrajo un poco la atención de Mariana, mientras subían.

Pablo la llevaba de la mano, y de tanto en tanto se la oprimía dos veces, con dos apretones cortos, a los

que ella respondía de igual manera; era una especie de código que los unía sin palabras en

determinados momentos. Dos apretones significaban "te quiero"; tres, "te estoy besando", y así

seguía...

—Van a tener que esperar un ratito. Se adelantaron un poco. Siéntense, por favor —les dijo una señora

con tono amable antes de retirarse.

Estaban en un recibidor algo estrecho, del cual salían varias puertas hacia distintas direcciones. En una

de las paredes podían verse placas enviadas desde diferentes países, principalmente de Alemania, a

través de las cuáles se alentaba y distinguía la tarea de Abuelas.

En un rincón había una mesa baja entre dos sillones, con material de lectura, seguramente para acortar

las esperas. Sobre la pared en que se apoyaban los asientos, un poco más arriba, había dos paneles

enormes. En el de la derecha se veían fotos de bebés y de chicos pequeños, algunas de las cuales

estaban acompañadas por otras fotografías, de las mismas criaturas, cuando eran más grandes e incluso

adolescentes, por lo que dedujeron que habían sido tomadas recientemente. Eran los hijos de

desaparecidos que habían sido encontrados hasta el momento, la mayoría restituidos a sus verdaderas

familias.

En el panel de la izquierda había fotografías de jóvenes, solos o en pareja, y a juzgar por los peinados

o la vestimenta se notaba a primera vista que eran de otra época. Debajo de todas las fotos había

nombres, edades y fechas. Mariana se puso a buscar entre esos rostros algún mensaje oculto, algunos

rasgos parecidos a los suyos, alguna mirada que la emocionase. Los iba observando como si tuviesen

vida, acaso como si esperara que de pronto salieran del panel y pudieran hablarle para responderle

todos los interrogantes que la sumían en esa angustia tan profunda.

De golpe detuvo su mirada y apretó la mano de Pablo que observaba los rostros al igual que ella. Los

ruidos a su alrededor se detuvieron. No podía explicar lo que sentía. La chica de la foto parecía

sonreírle diciéndole: "Aquí estoy". Se parecía a la fotografía que tenía la mamá de Pablo, pero ésta era

mucho más nítida. El rostro de la chica, en un primer plano, estaba mirando de frente, con esos

enormes ojos tan parecidos a los suyos, con una sonrisa feliz y dos hoyuelos idénticos a los que ella

tenía a los costados de la boca. El cabello largo y rubio sólo se diferenciaba del suyo, por la forma del

peinado y por terminar con mechones enrulados en las puntas. "Nora Falken —leyó— desaparecida en

Santa Fe el 13 de marzo de 1977. En el momento del secuestro, estaba embarazada de seis meses".

Recién en ese momento Mariana se fijó en la fotografía que estaba al lado. Era un joven de cabello

largo y oscuro, de barba y bigotes tupidos, con un aire melancólico en sus enormes ojos negros y una

sonrisa blanca de dientes parejos. "Marcos Dayer, desaparecido en Santa Fe, e¡ 13 de marzo de 1977".

No podía apartar la vista de esos dos rostros y continuó mirándolos, a uno y a otro, hasta que los

rasgos comenzaron a desdibujarse debajo de una niebla acuosa.

No sentía el abrazo de Pablo, ni el calor insoportable de esa mañana de principios de diciembre. Sólo

sentía los golpes de su sangre, latiendo con fuerza en sus sienes y en sus muñecas y —nunca supo por

qué— un fuerte olor a tierra mojada, como si estuviese comenzando a llover en el medio del campo.

No podía apartar su mirada de esas dos fotos que parecían llamarla con un grito mudo, audible sólo

para ella.

El sonido de la puerta, rompió el silencio antes de que llegara la voz cálida desde una de las

habitaciones. —Pueden pasar, chicos...

—¿Qué te parece si pasamos todos juntos las fiestas? —preguntó Ana mientras regaba las plantas. Una

lluvia tenue que caía desde la manguera, iba devolviéndoles el brillo perdido a las hojas, y reavivaba

los colores de las flores que la arena parecía desteñir, con su fino manto de polvo.

—Todavía no les he dicho nada, pero Mercedes me llamó exigiéndome que viajara con Mariana.

También me ha dicho que quieren que ella pase allá las vacaciones. A Mauricio lo operarán la segunda

semana de enero y, en caso de que todo salga bien, el postoperatorio será bastante largo —le respondió

Mónica, que estaba sentada sobre el césped húmedo, pintando unos cacharros de barro cocido que

luego servirían de macetas para plantines.

—¿Y que vas a hacer? Si llegan a irse allá se arruina todo. Esa pobre chica no va a poder soportar la

presión de ellos. La van a terminar de destruir.

—Ya lo sé. Y me preocupa. Todos los casos que están mostrando por la televisión lo demuestran. Es

imposible que un adolescente pueda recuperar su identidad y —lo que es más importante— su salud

mental, en medio del ambiente cargado de presiones que le siguen dando sus secuestradores.

—Esa palabra tan dura involucra también a tu hermana, te das cuenta, ¿no?

—Te va a parecer más duro lo que voy a decirte ahora. Ya no siento que Mercedes sea mi hermana.

Podrán unirnos lazos de sangre, de leyes, de papeles. Pero el amor no es incondicional, Ana. Ni

siquiera el amor de tus padres, ni el de tus hijos. El amor hay que hacerlo, como si estuvieras creando,

entregando el alma, aunque sepas que en esa entrega quedarán tus pedazos, quedarán tus uñas clavadas,

tu piel hecha jirones, tu corazón vacío. De otro modo no sirve. Mercedes no sabe lo que es amar. Sólo

un ser monstruoso puede hacer lo que ella hizo.

—No la juzgues tan duro. A lo mejor ella desconocía lo que pasaba. No te olvides que hubo muchos

casos de mujeres, que no sabían ni siquiera en que andaba su marido...

—No puedo creer que digas eso en serio, Ana. Ella es tan culpable como Mauricio. Todas esas

mujeres, que ahora se hacen las víctimas inocentes son tan culpables como los hombres. Te digo más,

utilizan el machismo como más les conviene, para liberar sus culpas o, lo que es peor, para arrastrarse

y mendigar un poco de amor cuando todo se les viene abajo, aduciendo que no sabían nada, que no

tuvieron nada que ver. No puedo perdonar tanta bajeza, tanta mezquindad. Mercedes no merece ni

siquiera mi lástima.

Por primera vez Ana vio lágrimas en los ojos de Mónica, que siempre se mostraba tan serena, tan

lógica, tan llena de calma.

—¿Y cómo vas a hacer para no ir?

—Si escuchara mi corazón los llamaría para decirles que no pueden pedir nada, que al fin hemos visto

su interior y apestan, que han perdido todos sus derechos. Pero como sé que existe una ley que los

mantiene impunemente a resguardo, hasta que no se demuestre su culpabilidad, voy a escuchar a mi

cerebro y a desplegar toda la estrategia que pueda, como si esto fuese una guerra. Para ganar liempo

les escribí diciéndoles que Mariana se llevó cinco materias, que la última la rinde el 22 de diciembre, y

que si no aprueba al menos tres, deberá prepararse fuerte para febrero.

—Está bien, pero las van a forzar para que vayan aunque sea para las fiestas...

—Veremos... veremos...

Mariana y Pablo ya habían conversado con una chica encargada de investigaciones y con una

psicóloga. Ahora estaban sentados en una habitación muy cálida. Había afiches sobre derechos

humanos, en todas las paredes, artesanías con placas recordatorias y un gran ramo de flores. La voz

agradable y contundente de la mujer que estaba entrevistándolos les transmitía una sensación de

seguridad y amparo.

—Bueno, con todos los datos que ustedes me enviaron, no nos ha sido tan difícil armar parte de esta

historia. Voy a leerles la síntesis que hicimos y ustedes, en todo caso me corrigen: Mauricio Corzano

Lara —quien dice ser tu padre—, estaba en la Marina, en actividad, en el año 77. Naciste —según te

dijeron—, en Buenos Aires, en la casa de tus padres porque tu mamá no alcanzó a llegar al sanatorio.

Al poco tiempo, tu padre pide el traslado al sur, y vivieron allí hasta hace unos meses. Bueno, después,

según tengo entendido, se trasladaron a Santa Fe, para que te quedaras al cuidado de tu abuela

mientras ellos comenzaban las consultas médicas. Él tuvo un accidente y quedó inválido, ¿no?

Mariana asentía con la cabeza.

—Tu abuela falleció a los pocos días y entonces te trasladaste a una casa quinta con una hermana de la

que dice ser tu madre, que volvió desde España para cuidarte mientras tus padres viajaban a Estados

Unidos, donde le harán una intervención quirúrgica. Ella, me refiero a tu tía, está ayudándote en todo

esto, ¿no?

—Sí, y por todo lo que averiguamos hasta ahora, creemos que yo puedo ser hija de esta mujer —dijo

Mariana mostrándole la foto de la promoción, que le había dado Ana.

—Sí, esos datos también me los enviaron. Sé que el parecido físico es muy grande y que muchos datos

podrían concordar, pero todavía no podemos asegurarlo.

—Igualmente quiero que me cuente qué pasó con ellos —dijo Mariana.

—Bueno, pero te repito que hasta que no estemos seguros... —Ya lo sé, pero por favor, cuéntemelo

igual. —Está bien. Nora Falken fue secuestrada el 13 de marzo del 77, en Santa Fe. Su pareja, Marcos

Dayer fue llevado, según testimonios, al Pozo de Banfield, y ella fue trasladada a la ESMA. Estaba

embarazada de seis meses. Su bebé debería haber nacido más o menos a mediados de junio del 77.

Hay incluso, un testimonio de una mujer que la asistió durante el parto, en la ESMA, que asegura que

Nora dio a luz a una niña, más o menos en esa fecha.

—Entonces no podrían ser mis padres porque yo nací el dieciocho de diciembre del 77.

—Eso no es tan determinante porque, generalmente, se cambiaban las fechas de nacimiento.

—O sea que si yo llegara a ser hija de ellos, hasta la fecha de mi cumpleaños sería una mentira...

—Yo te aconsejaría que no te angusties todavía porque... —Perdón, señora —preguntó Pablo—.

¿Usted dijo que hay un testimonio de una mujer que la atendió en el parto...? Alguna doctora o...

—No precisamente. En algunos casos, las embarazadas recibían la ayuda de alguna compañera de

cautiverio, que las asistía durante el parto o que colaboraba con el ginecólogo, en las oportunidades

que eran atendidas por un médico. Este es el caso. La persona que la asistió fue liberada en el año 78 y

dio un largo testimonio ante Naciones Unidas, en el año 79 y ante la Conadep, en el 83.

—¿Hay otros testigos que los hayan conocido o que hayan estado con ellos cuando estaban detenidos?

—preguntó Pablo.

—Tenemos el testimonio de una amiga de Nora, que fue secuestrada unos meses antes, y dejó algunos

datos que pueden resultar importantes.

—¿Y no podríamos hablar con ellas?

—No me parece conveniente que se conecten con ellas antes de tener la seguridad de tu identidad,

Mariana. Todavía no podemos asegurar que seas hija de Nora Falken y Marcos Dayer.

—¿Hay alguna manera de comprobar si ellos son mis verdaderos padres?

—Sí, por supuesto. A través de los análisis hemogenéticos.

—¿Y me los podrían hacer?

—Hasta hace poco, si no hubiéramos tenido la autorización de tu padre, siendo menor, no hubiésemos

podido seguir avanzando. Pero ahora, gracias a la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad, es

posible impulsar los análisis hemogenéticos legal-mente.

—¿Qué significa eso? —preguntó Pablo.

—Que cuando Mariana esté dispuesta, podemos ir al Hospital Durand —nosotras los acompañaríamos,

por supuesto—, donde le tomarán una muestra de sangre para que se chequee con las muestras

existentes en el Banco de Datos Históricos, que es donde se guardan los datos genéticos de los

familiares de desaparecidos. En este caso la denuncia fue hecha por ambas partes —materno y

paterno—, así que es seguro que están los datos genéticos de las dos familias, y cuando esto ocurre, el

porcentaje de certeza es del 99,8%, o sea que no hay posibilidad de error.

—¿Y después? —preguntó Mariana.

—Después de 45 días, aproximadamente, estarían los resultados. Y recién entonces, si se comprueba

que Nora y Marcos fueron tus padres, podrías conocer a tu familia biológica.

Después de un rato de silencio Mariana habló:

—Quiero hacerme esos análisis ahora. Pero nadie tiene que enterarse de esto, por favor se lo pido

señora.

—Quédate tranquila. Para nosotras, ustedes son lo más importante. Nadie va a violar tu derecho a la

privacidad.

—Yo... le quiero pedir algo más —agregó Mariana—. Entiendo que usted no quiere que yo me haga

ilusiones de haber encontrado a mi verdadera familia, antes de estar seguros, pero yo necesito hablar

con las personas que estuvieron con Nora Falken. No puedo esperar 45 días. Necesito saber algo más,

por favor...

—Bueno, vamos a ver que podemos hacer. De todas maneras me parece muy importante que quieras

conocer tu historia y que vos la acompañes. Si están juntos en la búsqueda de la verdad, el amor que se

tienen los va a ayudar mucho.

Habían pasado varias horas desde la llegada cuando se encontraron otra vez dentro del ascensor

antiguo, abrazados.

Mariana, antes de salir, le dio la última mirada al panel de fotografías, en un intento de memorizar los

rostros de los que podrían ser sus padres.

20

Ana colgaba unas guirnaldas de luces en un cedro azul que estaba al frente del vivero, cuando sonó el

teléfono.

Era Sergio. Desde que Pablo se había ido a Buenos Aires, una semana atrás, habían estado viéndose

casi todos los días, incluso Ana se había quedado a dormir un par de noches en la casa de él. Sergio

vivía en las afueras del pueblo, muy cerca de la playa, en una casa antigua, de enormes ventanas con

rejas labradas. Desde que se reconciliaron, se sentía mucho más cerca de él y ya no se cuestionaba

tanto las diferencias que tenían, ni el rechazo de Pablo. Pese a que había prometido no comentar el

motivo del viaje de los chicos, le había adelantado a él algunas cosas, para descargar un poco la

ansiedad que la embargaba.

Faltaba algo más de dos semanas para Navidad. Desde hacía algunos años esas fiestas la llenaban de

angustia. La ausencia definitiva de su marido, la enfermedad de su madre, la tristeza en la mirada de

Pablo, que se volvía más patética, con sus estériles intentos de hacer bromas tontas para que ella se

riera; todo eso provocaba el deseo de arrancar esos días del almanaque o de dormir y despertar cuando

estuvieran en el segundo día de enero. Por un momento había pensado que este año sería diferente.

Hasta se había atrevido a imaginar una mesa redonda, con mantel blanco y flores, con velas rojas, en el

jardín, debajo del cedro azul que acababa de decorar. Se había visto a sí misma sonriente, por primera

vez en muchos años, brindando con su hijo, con Sergio, con Mónica, con Mariana, como si volviesen a

tener una familia, como si fuese posible empezar de nuevo... Pero ahora, después de lo que Mónica le

había contado, se le presentaba otra vez la tétrica imagen, repetida en tantas navidades: ella y Pablo

solos, brindando a la medianoche, cuando las campanas, las sirenas y la pirotecnia anunciaban la

alegría ajena, evidenciando más aún el dolor y la soledad que sentían.

Volvió a sonar el teléfono y esta vez regresó sonriente a cambiarse de ropa. En cinco minutos Mónica

la pasaría a buscar para ir hasta la ciudad a recoger a los chicos que regresaban en el micro de las 16.

—Y, al final, ¿han traído los datos de esa mujer, que presumiblemente ayudó a Nora durante el parto?

—preguntó Mónica cuando terminaron el relato.

—No —respondió Pablo—, las abuelas nos dijeron que iban a intentar rastrearla. Lo que sí nos dieron

son los datos de una amiga de Nora, que fue secuestrada unos meses antes. Los tengo en un papel,

adentro de uno de los libros. Ahora los busco, y de paso les traigo todo el material que nos dieron...

Estaban debajo de la sombra fresca de los plátanos, tratando de protegerse del calor húmedo de esa

tarde de diciembre. Los chicos les habían contado todo lo vivido y ahora, un poco más tranquilos,

rescataban algún detalle olvidado, o contaban algunos episodios graciosos que vivieron juntos en

Buenos Aires.

—No pueden imaginarse a Pablo, muerto de miedo porque no quería viajar en subte. El muy valiente

decía que las puertas lo iban a apretar, o no se iban a abrir, o que no podíamos ver las calles y nos

íbamos a perder...

—¡Mentirosa, deja de bolacear! —le gritó Pablo regresando con las manos cargadas de papeles—. Yo

te decía que era mejor viajar en taxi para ganar tiempo, o en colé para conocer la ciudad, nada más.

Ahora te la aguantas, loca. Voy a contarles lo que hacías por las noches... Si salíamos a caminar decía

que nos seguían, que nos iban a asaltar, que tenía miedo de que la violaran y a los dos minutos se

quería volver. ¡Y ahora me acusa de cobarde a mí! Y mejor no les cuento cuando se puso a discutirme,

asegurando que estábamos a dos cuadras del obelisco y anduvimos como cinco cuadras dando vueltas

en redondo, hasta que se convenció y fuimos por donde yo decía.

—Decí mejor por donde te dijo el viejo del quiosco, porque en verdad le preguntaste a él por dónde

debíamos ir.

—¿Dijeron que dormían en la casa de una de las abuelas, no? —Sí, son repiolas, no saben lo bien que

nos trataron. A ver... Acá está. Estos son los datos de la amiga de Nora: Adriana Silvia Prieto, acá está

la dirección y el teléfono. Vive en Rosario. Ana se puso pálida.

—No puede ser —dijo—. Ese es el nombre de Adriana, la mejor amiga de Nora, la de la foto, ¿se

acuerdan? No puede ser la misma persona porque Adriana murió. Si hasta entregaron el cuerpo, yo ya

les había contado.

Se quedaron en silencio hasta que Mónica habló. —No sería tan raro que estuviese viva, Ana. En

muchos casos entregaron cuerpos que no correspondían. No te olvides que no permitían abrir los

féretros. Si ella estaba con vida en un centro de detención tal vez recién se enteraron después de años.

Y tú no has tenido contacto con nadie que supiera informártelo.

—Sí, todo es posible. Pero esto parece una película de terror.

—¿Lo de Adriana fue antes de que escucharas a Nora esa noche, que recuerdas como si hubiese sido

un sueño? —le preguntó Mónica.

—Déjame pensar... No, fue después. Me acuerdo que fue unos días antes de Navidad y cuando me

pareció escuchar la voz de Nora,

habrá sido una semana antes. Más concretamente el 13 de diciembre.

Sí, me acuerdo bien porque faltaban tres días para mi casamiento.

Ana se quedó unos instantes pensativa, y después agregó:

—Tenemos que conectarnos con ella en forma urgente. Le voy a escribir o le voy a hablar por teléfono

contándole todo.

Estaban reunidos en la plaza del pueblo. Pablo había llevado la guitarra y mientras cantaba miraba a

Mariana, haciéndole distintos tipos de guiños, siguiendo otro de sus juegos secretos, cómo el de los

apretones de mano codificados.

Mariana no tenía más ojos que para él y Nano no podía apartar la vista de ella, pese a que ahora —al

verlos— se daba cuenta de que ella jamás se fijaría en él, de otra manera que no fuera como la de un

buen amigo.

La euforia de finales de clases había disminuido y se notaba, en los rostros algo más serenos, que

estaban por iniciar otra etapa de sus vidas.

—¿Se enteraron de la novedad? —les preguntó Débora cuando Pablo terminó de cantar—. "Se ha

formado una nueva pareja...": Gastón y Betiana son novios, ¡hay que patotearlos!

—Déjense de joder, loco, que es mentira —dijo Betiana.

—Si querés puede empezar a ser cierto, Beti —le dijo Gastón intentando abrazarla.

Betiana no pudo evitar ponerse roja como una manzana cuando todos se pusieron a gritar: "¡Eso,

vamos todavía!".

La única que se mantenía al margen de lo que pasaba era Cris, que no bromeaba y de tanto en tanto se

quedaba mirando a Pablo y a Mariana con odio.

Cuando salieron en La Rana pasaron a cargar cervezas. Las voces desafinadas se mezclaban con el

sonido de las explosiones del motor y el canto ininterrumpido de las chicharras, mientras el auto —

medio destartalado—, iba levantando nubes de polvo de arena tibia, que se mezclaban con el humo

azul que salía del escape.

Bajaron la cerveza, la guitarra y unas esteras que habían llevado, y se acomodaron a la sombra del

rancho abandonado.

Pablo tomó a Mariana de la cintura y la sentó sobre su falda.

—¿Te acordás de todo lo que me habías dicho la primera vez que vinimos acá, mi amor?

—No me hagas acordar que me da vergüenza —le respondió Mariana.

—La famosa tarde de la guitarra acuática —le dijo Pablo abrazándola.

—Era un poco culo roto, la nena, pero después fue cambiando bastante, te diré —le dijo Débora.

—Yo creo que este año todo estuvo rebueno, loco.

—Y Betiana, vos decís eso porque Gastón se te acaba de tirar...

—No jodas, loco, lo digo en serio. Nos hicimos reamigos... La conocimos a Mariana... Ustedes ya se

recibieron... Yo no me llevé ninguna, ¡por primera vez en la historia! Pablo y Mariana se enamoraron...

Cris se levantó y se fue hacia la orilla del Ubajay. Nano la siguió y se quedaron charlando, alejados de

las voces alegres del resto del grupo, hasta que el sol fue dejando sus últimos rastros de fuego sobre el

agua barrosa y escucharon a Pablo que los llamaba para regresar.

21

Diciembre del 94

Es la última vez que voy a escribir sobre tus hojas, al menos como Mariana Corzano. Falta muy poco

para saber quién soy. Me siento tan vacía, tan triste que nadie podría llegar a entenderme.

Sé que lo tengo a Pablo y siento que lo amo, como nunca pensé que podría llegar a amar. Puedo

apoyarme en él y cuando estuvimos solos en Buenos Aires, pese a que no pasó nada, sentí que cuando

hiciera el amor por primera vez, no podría hacerlo con otro que no fuera él.

Ayer estábamos solos en su casa y lo intentamos. No alcanzó a pasar del todo, pero sentí cosas muy

extrañas, fue relindo, aunque me doliera, y aunque se me aparecieran la cara de mis viejos, bah, de

ellos, en ese momento. Tenía muchas ganas de besarlo y de dejar nuestros cuerpos juntos. Siento que

lo amo con toda mi alma y que quiero estar toda la vida a su lado. Aunque después me agarre un

bajón como el que tengo hoy.

No sé por qué, pero hoy es uno de esos días en que quisiera volver atrás, estar en el sur y que nada de

esto estuviera pasándome. Quisiera volver a ser la Mariana que era, la que no sospechaba nada, la

que creía que su mamá y su papá eran —como siempre me decían ellos—, "los únicos que jamás te

haremos daño, los únicos en quienes podes confiar..."

Sin embargo todo esto está pasando y por momentos sé que ya no soy la misma. Lo más terrible es no

saber quién soy. Y esto no es sólo porque no estoy segura ni siquiera de mi nombre, sino porque a

causa de lo que me enteré, se me confunde todo. Ya no sé qué está bien ni qué está mal. Y tengo

mucho miedo, un miedo tan grande que no me deja pensar. Tengo miedo a lo que puedan hacerme si

se enteran de lo que estoy tratando de averiguar, pero al mismo tiempo quiero saber si los que

estaban en la foto son de verdad mis viejos. También siento que no puedo quererlos, porque no los

conocí, pero sin embargo sé que odio a los que los mataron y me separaron de ellos. Aunque después

pienso que tal vez el que los mató pudo haber sido él, y entonces todo vuelve a confundirse. Y me

vienen ganas de volver a ser chiquita para no pensar.

Mañana vamos a ir a la isla de don Gómez y voy a saber algo más. Estoy tan triste que por momentos

siento como si tuviera un agujero en el pecho.

Mariana cerró su diario y se acostó tapándose la cabeza con la almohada.

Hacía un tiempo que Mónica y Ana salían a caminar. Era un buen ejercicio para sus piernas. Ana,

después de unas cuantas caminatas se atrevió a imitar a Mónica y salía descalza, aunque no disfrutaba

tanto como ella del placer de hundir sus pies en la arena tibia.

Salían al atardecer y, a esa hora, el olor fuerte de los eucaliptos se mezclaba con el perfume de las

flores, del pasto recién cortado, de la tierra húmeda, fundiéndose con el viento que traía las fragancias

del río y de las islas, y provocando ese almizcle inconfundible que sólo se podía sentir en ese lugar de

la tierra.

—¿Hablaste con Mariana sobre el viaje?

—Sí, ella no tiene ganas de estar lejos de Pablo, pero al mismo tiempo siente temores... Es lógico y tal

vez —aunque no lo confiese—, debe extrañarlos. Me dijo que creía que sería mejor que fuéramos,

para que no sospecharan... Y bueno, no creo que sea bueno presionarla.

—¿Cuándo se van?

—Mercedes mandó los pasajes. Tenemos el vuelo para el 24 a la tarde. Por las dudas no nietas la

pata—como dicen ustedes—.porque creo que Pablo todavía no sabe nada. Mariana iba a decírselo hoy

cuando volvieran.

—Sigo pensando que es un error. No sé lo que va a pasar allá. Son demasiado astutos como para no

darse cuenta, y si eso ocurre van a hacer cualquier cosa para lavarle el cerebro.

—No te preocupes. Yo me voy a encargar de manejar la situación lo más que pueda. A lo sumo

volveremos el 2 enero, con la excusa de las materias que supuestamente Mariana rindió mal.

—Qué vueltas tiene la vida, ¿no? Si cuando iba al secundario alguien me hubiese dicho que veinte

años después iba a estar en esta situación me hubiera reído. Por momentos siento que nada es casual,

que esto ocurre para remediar en parte todo lo que no vi, o no quise ver durante tantos años. Es como

si tuviera una segunda oportunidad para jugármela, y no puedo, no debo, ni quiero desaprovecharla.

Mónica sonrió.

—¡Bravo! Estás creciendo, Ana.

—Ya lo sé... Me falta muy poco para los cuarenta...

Las dos se largaron a reír. El cielo estallaba en lilas y rosados mientras una bandada de golondrinas

revoloteaba sobre sus cabezas.

El sol todavía estaba alto, pero Pablo y Mariana, cansados de esperar a don Gómez, resolvieron

regresar.

Hacía rato que remaban en silencio y no les faltaba demasiado para salir del Colastiné y entrar al

Ubajay.

—¿Qué le pudo haber pasado?

—Nada, habrá ido al pueblo. No te preocupes, mañana volvemos.

-—¿Qué es aquello? —preguntó Mariana, refiriéndose a un gran manchón claro que emergía muy

cerca de una de las islas.

—Parece un banco de arena... o de barro. Sí, es barro. El río todavía está bajo y el barro queda al

descubierto. ¿Querés que juntemos un poco y le llevemos a Moni?

—Dale, ¿pero adonde lo ponemos?

—Hay una bolsa grande abajo del asiento...

Arrojaron la soga con el ancla y bajaron. Pablo la aseguró en un sauce y comenzaron a caminar.

Se hundían hasta más de la mitad de las pantorrillas. Sus pies se enterraban y tenían que hacer un

esfuerzo tremendo para poder liberarlos y seguir avanzando. Cuando lo lograban se quedaban

observando las burbujas de barro espeso que, en instantes, volvían a ocupar el agujero dejado por sus

huellas, con ruidosos gorgoteos.

Iban luchando por avanzar, uno al lado del otro, sintiendo la succión sobre sus piernas, como si

alguien los estuviera reteniendo.

En un momento Mariana pisó sobre barro más firme, patinó y se cayó sobre el lodazal grisáceo y

húmedo.

Pablo, riéndose, se acercó para levantarla, pero antes de hacerlo tomó un poco de barro y le ensució la

punta de la nariz, que era lo único que permanecía sin salpicaduras. Entonces ella lo tomó por las

rodillas y comenzó a empujarlo para que el también se cayera.

El barro era de un gris claro, y estaba tan húmedo que, Pablo, al caer, pudo sentir su frescura sobre la

piel, que estaba ardiendo a causa de tanto sol.

Entonces comenzó a rodar, hasta sentir que no le quedaba ningún resquicio de su cuerpo sin cubrir.

Mariana lo miraba riéndose. Pablo comenzó a acercarse, a rastras por el suelo, fingiendo ser una fiera

que quería atraparla con sus garras.

Las risas de ella comenzaron a confundirse con gritos que simulaban terror, mientras intentaba

inútilmente escaparse. Pablo la tomó por la cintura y la atrajo hacia él, hasta tenerla muy cerca de su

cuerpo. Después comenzó a embarrarla con suavidad: el cabello, el cuello, los hombros, los brazos,

estirando la masa viscosa hasta la punta de sus dedos, y deteniéndose en ellos, deliberadamente,

mientras la besaba. Le quitó el corpiño del traje de baño y comenzó a cubrirle los pechos, mientras le

decía al oído: "Así no vas a sentir vergüenza".

Ella lo dejaba hacer y a su vez también comenzó a cubrirlo con la arcilla mojada. Se sentían sensuales

y primitivos.

Comenzaron a besarse, explorando sus bocas como no lo habían hecho nunca y la pasión los envolvió

en un abrazo ardiente y voluptuoso, durante un largo ralo.

Después caminaron un poco más adentro y descubrieron la entrada de un arroyo.

Nadaron un rato en las aguas fangosas y fueron quitándose los restos de barro, sin dejar de acariciarse.

Cuando salieron Pablo recostó a Mariana sobre el césped fresco y comenzó a besarla lentamente por

todo el cuerpo, quitándole lo que le quedaba del traje de baño.

Estaban completamente desnudos, abrazados debajo de la sombra de un viejo sauce, arrullados por el

sonido del agua y el canto de los pájaros, sintiendo que se amaban y que la vida les regalaba un

momento mágico e inolvidable.

22

Pablo había ido a buscar a Mariana apenas terminó de desayunar. Iban en La Rana, sentados muy

juntos. En el asiento de atrás había puesto la guitarra y algunos bultos cubiertos con una lona verde.

Subieron por el terraplén viejo hasta que se toparon con un camino cerrado. Volvieron a girar hacia el

este.

—Vamos a tener que ir por la ruta para no cruzar por la casa del milico —dijo Pablo.

Anduvieron un rato a los tumbos por la banquina poceada hasta que llegaron al camino lateral y

volvieron a girar hacia el oeste.

Frente a ellos se abría un camino arenoso, bordeado a ambos lados por matas de malezas, cubiertas por

una fina capa de polvo. Un poco mas allá, chañares retorcidos, ceibos y timbóes proyectaban su

sombra rala sobre los yuyales.

El sol caía implacable sobre sus cabezas. Pablo aceleró a fondo y treparon por la cuesta de las

defensas nuevas. La tranquera estaba abierta, volcada hacia un costado y el auto enfiló hacia el camino

alto del nuevo terraplén.

—Con estas defensas, nunca más nos volveremos a inundar — dijo Pablo.

—¿Se puede saber adonde vamos? —Por supuesto que no.

Mariana no se perdía detalle. Hacia los costados, el camino bajaba en suaves pendientes arenosas, y

terminaba en una planicie inclinada, cubierta de césped, en la cual habían plantado cientos de sauces

que recién estaban largando sus primeros brotes. Más allá se extendía un solar, en el que crecían

aromos y espinillos y, a lo lejos, el sol le daba reflejos de plata a la laguna.

El viejo auto destartalado se hamacaba, quejándose de tanto en tanto con algunas explosiones.

Cuando llegaron a la siguiente tranquera, Mariana vio que estaba cerrada. Pablo paró el motor, quitó el

cambio y dejó que la vieja cafetera se deslizara por la pendiente. Bajó de un salto, cargó los bultos y la

guitarra, ayudó a bajar a Mariana y levantó los hilos de púas afiladas del primero de los dos

alambrados, para que ella cruzara.

Después se fueron internando en un espeso bosque de eucaliptos y caminaron por más de quince

minutos.

Al llegar al final del bosque, Mariana se detuvo de golpe, abrió mucho los ojos y no pudo evitar que la

risa se le confundiera con las lágrimas.

Desde los enormes troncos de los eucaliptos comenzaron a salir todos los chicos: Débora, Gastón,

Betiana, Loli, Nano... En las ramas más altas colgaba un pasacalles inmenso con letras multicolores

que anunciaba:"FELIZ CUMPLE MARIANA, TE REQUEREMOS", y un poco más allá venía

Cris, con una torta chueca, luchando para que no se apagaran las diecisiete velitas encendidas.

Mónica estaba escribiendo una carta a Ismael cuando Ana llegó corriendo, y trató inútilmente de

explicarle lo que le pasaba.

—Trata de serenarte, Ana —le dijo Mónica.

—Perdóname, lo que pasa es que todo esto es muy fuerte. Acabo de hablar con Adriana por teléfono.

Me parece mentira que esté viva.

—¿Y qué te ha dicho? ¿Está dispuesta a hablar?

—Bueno, cuando le conté todo lo que sabemos y le hablé de Mariana, enseguida me dijo que sí, que

no tenía ningún problema. Que no nos molestáramos en ir a Rosario porque ella vendrá para acá en

unos días y apenas llegue nos habla. Yo la invité para que viniese a casa, pero me dijo que irá a

quedarse en la casa de la tía abuela de Nora, porque en realidad viene para visitarla.

—No sé si será tan bueno que sigamos adelante antes de tener la certeza de que Mariana es hija de

Nora —dijo Mónica—. Aunque es como si fuéramos ganando tiempo, como si las piezas de este

rompecabezas fueran armándose solas.

—No sé qué podría llegar a pasarle a Mariana si después descubre que esto no fue más que una

casualidad.

—No vamos a decirle nada, hasta que Adriana nos llame, así no le contagiaremos nuestra ansiedad.

Estaban sentados sobre los troncos grises y pelados de enormes eucaliptos que dormían —desde hacía

meses o años—, definitivamente sobre el suelo.

Sus respiraciones agitadas trataban de recobrar la calma, después de la loca carrera que habían hecho

para alcanzar a contemplar la puesta de sol. Había valido el esfuerzo. Mariana cerró los ojos para tratar

de grabar lo que había visto.

El cielo, desde el horizonte hasta casi la mitad., en la zona del ocaso, era una masa uniforme,

anaranjada y rojiza, con tintes violáceos, cruzado con algunas nubes densas y delgadas, teñidas de un

azul intenso. Una miríada de rayos luminosos las atravesaba, creando un efecto alucinante. Una

tropilla de caballos salvajes, de crines y colas larguísimas, galopaban sobre la orilla húmeda de la

laguna y. más allá, el agua descansaba en un espejo calmo y plateado. La otra orilla contrastaba a lo

lejos con las torres negras de sus edificios, que se elevaban hacia el cielo, y que iban encendiendo

poco a poco sus luces de neón.

—¿Vamos a contar cuentos de terror?

La voz de Nano los volvió a la tierra. La noche avanzaba dentro del bosque y las primeras luces de las

luciérnagas comenzaban a encenderse y a vagar, intermitentes, entre los troncos oscuros, como si

fuesen duendes del bosque.

Se acomodaron en ronda, algunos sobre los troncos y otros sentados sobre el suelo. Estuvieron un

largo rato contando historias de asesinatos, supersticiones y aparecidos. Era una noche oscura y las

estrellas hacía rato que brillaban sobre sus cabezas.

—¿A ustedes no les parece que esas luces se están acercando cada vez más? —preguntó Betiana.

—Esas no son luces —dijo Loli con voz grave—. Son los locos de un solo ojo, que desde hace años

vagan por el bosque durante la noche, esperando que alguien se atreva a venir, para arrancarle uno de

los ojos y volver a recobrar su aspecto de hombre.

—Y sus presas —agregó Nano—, al quedar con un solo ojo. quedan hechizadas y se convierten a su

vez en locos del bosque.

—Déjense de decir pavadas que son luciérnagas —dijo Mariana.

—No, en realidad son lucos, una especie de coyuyos, mucho más grande que las luciérnagas. Y se

acercan porque son muy curiosos —dijo Cris.

 —Ya salió la intelectualoide a romper el clima de miedo... —se quejó Gastón.

Una sombra grisácea pasó rozando la cabeza de Betiana.

—¿Qué fue eso, loco?

—¡Un murciélago! —gritó Cris.

—Sí, y ahora estamos atrapados, los locos de un solo ojo no nos dejarán pasar por el bosque. Y

aquellos potros son los cuidadores de la entrada de la laguna. Ya vienen hacia nosotros los vampiros, a

chupar nuestra sangre. ¡Recen o lloren! Igualmente no se salvarán... —dijo Loli con voz de ultratumba.

—¡No jodas, boludo! —le contestó Debora—. ¿No ves que está asustada en serio?

Nano y Gastón se largaron a reír.

—Me parece que la que está asustada sos vos, no Betiana.

—¿Trajeron linterna? —preguntó Cris—. Miren que tenemos que cruzar por ahí adentro y no se ve

nada.

—El que ose cruzar por mis páramos tendrá la maldición eterna... Auuuuuuuuuuuuuuuu —siguió Loli.

Mariana y Pablo se reían con ganas.

—Bueno dale, volvamos... No jodan...

—Volvemos, pero con una condición, Betiana —dijo Gastón.

—¿Cuál?

—Que vamos contando historias de miedo y vos venís bien cerquita mío. Y si querés, yo puedo hacer

un esfuerzo y llevarte abrazada...

Comenzaron a regresar, caminando en medio de esos árboles oscuros y enormes, excitados por el

misterio de los susurros que quebraban el silencio, por los ojos rojos que brillaban en la oscuridad, por

algún vuelo rasante que oían sobre sus cabezas, por el sonido de sus propios pasos sobre las ramas

secas.

Cuando al fin llegaron del otro lado, la luna estaba filtrando sus primeros rayos a través de las copas

de los árboles y ellos sentían que estaban impregnados con toda la magia del bosque y de la noche.

23

—¿Y si nos volvemos, mejor? —preguntó Mariana.

Pablo no le contestó. La luz se filtraba a través de las hojas haciendo juegos de sombras sobre su cara.

Las gotas de agua sobre la tierra apisonada indicaban que hacía muy poco alguien había regado el

patio para que el polvo no volase.

En ese momento escucharon a sus espaldas la voz de don Gómez, con su tonada entrerriana.

—Vayan sentándose que voy a buscar el mate.

Dos gallinas salieron cacareando asustadas cuando el viejo abrió la puerta del rancho.

Mariana y Pablo se sentaron sobre unos troncos lustrosos, que debían haber sido cortados a propósito

para fabricar esa especie de bancos, que armonizaban tan bien con el paisaje. Desde donde estaban

podían ver el sendero estrecho de arena que se abría entre la maleza y desembocaba en el arroyo, y la

canoa del viejo, que se balanceaba con el ritmo que le imprimían las olas, golpeando suavemente

contra la barranca y emitiendo suaves quejidos.

Don Gómez regresó y, sentándose en un viejo sillón de sauce, les dijo:

—Y buó, ya sabía yo que algún día alguien iba a querer saber sobre esto. Pregunten nomá...

Después le dio una larga chupada al mate y se quedó esperando que los chicos hablasen. Pablo la miró

a Mariana y después dijo:

—-Y cuente usted... No sé... de lo que se acuerde. Quién la trajo acá. Por qué se escondía. Cómo se

llamaba... Qué sé yo... Qué le pasó...

El viejo siguió con el mate y después se puso a hablar mirando hacia el río.

—Si mal no recuerdo, se llamaba Nora. Yo no sé por qué se escondía y nunca quise preguntarle... En

algo raro debió haber andado, eso de seguro. Fue tu abuelo el que la trajo acá. Si no hubiera sido así,

yo no la hubiera recibido... Pero don Hilario era muy gaucho, y yo le andaba debiendo favores. No me

voy a olvidar nunca que la primera vez que la inundación me llevó todo, él me ofreció su casa y ahí

me quedé hasta que el río bajó. Después me prestó la plata para comprarme una chapas y unos cortes

de paja pa' hacerme de vuelta el rancho. Así que no pude negarme cuando la trajo esa noche. Yo no

quería que se quedara, y menos cuando me di cuenta que estaba preñada. Pero no quise decirle que no

a don Hilario. Le debía mucho...

El cuero gastado de su piel mostraba grietas profundas y oscuras, como si se las hubiesen trazado con

un lápiz. Armó un cigarrillo lentamente, lo pegó con la lengua y, después de encenderlo, siguió

hablando.

—Cuando tu abuelo se fue, ella se quedó mirándome con sus ojos de gata y a mí enseguida algo me

olió fiero. Se metía en todo, cambiándome las cosas de lugar, poniendo yuyos en los tarros como si

fuesen floreros. Y hablaba todo el día: que ayudaban a los pobres, que había que luchar, y qué sé yo

cuánta pavada más. Me jodia. Había que darle de comer, andarse con cuidado pa' que nadie se entere

que estaba acá. Yo ya estaba acostumbrado a vivir solo y... la verdá que la gurisa me jodia.

El viejo le dio una larga chupada al cigarrillo y después siguió el mate y la charla.

—Lo más pior fue cuando me pidieron lo del diario. Yo siempre que iba al pueblo pasaba por el

Salatín a tomar unos vinos y una mañana, cuando iba por el segundo vaso, llegó un tipo y me envitó a

jugar un truco. Tenía un diario doblado y me dijo: "No abras la boca, viejo, y cuando te vas le llevas

este diario a la mina que estás escondiendo en tu rancho. Y para la próxima volvés a traer el diario con

la respuesta".

La voz del viejo sonó más baja, mientras sus manos, surcadas de gruesas venas verdosas y salpicadas

de manchas, hacían girar el mate. Al rato siguió.

—Ahí me di cuenta que algo fulero pasaba. Y no me gustó ni medio, pero tuve que hacerlo por don

Hilario. Que los parió... Yo nunca fui miedoso, eh, pero en esa época había que andarse con cuidado.

Nunca supe en qué andaban, pero, de seguro que no era trigo limpio la gurisa. Y miren lo que es la

cosa..., durante mucho tiempo esperé que alguien la buscara, pero esperaba que viniera la policía,

algún matón, o hasta el tipo ese del diario... pero nunca imaginé que iban a aparecer unos gurises como

ustedes a preguntar... Y pa' qué la andan buscando, ¿eh?

Los chicos se miraron en silencio, después Mariana dijo:

—Yo ya le dije el otro día, que a lo mejor ella era mi mamá. Por eso la busco. Pero no sé si voy a

encontrarla, porque algunos creen que... que la mataron.

El viejo tosió un par de veces y se quedó mirando a Mariana por un momento. Después se alejó hacia

el rancho, arrastrando las alpargatas, mientras les dijo entre dientes:

—Voy a buscarles algo... qué lo tiró... las vueltas que tiene la vida...

—Tiene que ser ese milico de mierda, seguro que es él —dijo Ana con voz furiosa.

Sergio y Mónica la escuchaban en silencio. Ana les dio el papel para que lo leyeran.

—Es una amenaza bastante clara y la verdad que yo, no la pasaría por alto —dijo Sergio.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Una denuncia a la policía? —preguntó Mónica.

—Yo creo que esto es mucho más grave. En el lugar de ustedes, hablaría con un buen abogado, por las

dudas... Guardaría todas las pruebas en una caja de seguridad...

—¿De qué pruebas estás hablando? —le preguntó Mónica, interrogando a Ana con la mirada.

Ana, viendo la cara de disgusto de Mónica se apresuró a explicar:

 —Sergio es de absoluta confianza, por eso es que le conté algunas cosas...

Sergio continuó:

—De qué pruebas querés que hable... Supongo que irán guardando algunas pruebas, ¿no? Algo que les

den las abuelas, si llegan a grabar el testimonio de la mina esta que era amiga de la posible madre de

Mariana, fotos, qué sé yo, cualquier cosa que pueda servirles en un juicio...

—¿En qué juicio? —preguntó Ana.

—Suponiendo que se llegue a un juicio —agregó él—. Yo les voy a dar un consejo y por favor

escúchenme. Paren por un tiempo. Dos meses, nada más. Hasta que esto se calme. La amenaza es bien

clara, les dice que dejen todo como está. Seguro que atrás de esto hay gente de los servicios metida,

enviados por tu querido cuñado, y si ustedes siguen, van a destapar la olla antes de tiempo. Mariana es

menor, no se olviden, y si se llega a armar quilombo, va a tener que intervenir la justicia, la van a

mandar con los viejos adoptivos o con sustitutos hasta que todo se aclare, y le van a terminar lavando

el mate, como hicieron y siguen haciendo con todos los hijos de desaparecidos...

—Lo que yo no entiendo —dijo Ana— es cómo hicieron para enterarse de que estamos investigando

sobre la identidad de Mariana.

—Y anda a saber... por ahí a los pendejos se les escapó algo, y estos tipos siempre andan con las orejas

paradas, y en donde menos (e imaginas.

—A mí me da miedo, que quieren que les diga —continuó Ana—. Además la cara de ese tipo, la

mirada...

—Pero Ana —la interrumpió Mónica—, no sabemos si este tipo tiene algo que ver con todo esto. Las

amenazas que él te hizo antes, e incluso lo de la piedra, eran por cuestiones personales. Este hombre

debe ser un fascista y seguro se cree que todavía estamos en la época en que era militar, y se daban el

gusto de sacarse a los vecinos de encima con una "visita", pero de ahí a que se meta en este tema, es

otra cosa...

 —Yo no descartaría nada, por las dudas. Y menos viniendo de ese tipo que según referencias, está

muy bien vinculado. Miren, ustedes saben bien que no soy ningún cagón. Pero la mano viene pesada.

Corten todo por dos meses. Yo voy a seguir con lo que pueda por mi lado. Pero suspendan

fundamentalmente lo de Abuelas. Después de ese tiempo le dan pata con todo. Son tácticas. El

enemigo cree que logró asustarlas y ustedes les dan el golpe final.

—Suena bastante lógico —dijo Mónica—. Creo que Sergio tiene razón. Incluso estoy pensando que

sería bastante inteligente que Mariana y yo nos quedemos durante todo enero en Washington. En el

supuesto caso de que Mauricio y Mercedes estén al tanto de todo, el tenernos cerca los tranquilizaría, y

a nuestro regreso veríamos, ¿no?

Ana asintió pensativa.

—Ah, Sergio —agregó Mónica—, te tendría que pedir un favor, pero espero que no supongas por esto

que me estoy volviendo machista. Mañana tengo turno para alinear el auto, y como tengo que entregar

un pedido con urgencia no voy a poder dejar el taller. Ana no sabe manejar y los chicos no tienen

carnet, así que si no te molesto demasiado...

—Si pagas bien... —le contestó él, —Pero eso no es todo...

—¿Qué más querés, eh, necesitas que te lo lave, que te lo lustre? —No. Necesitaría que pasaras por el

departamento de mi madre, a buscar unas valijas para el viaje. —Hecho. No hay historia.

Ana llegó con una cerveza helada y salieron al patio, hablando de otros temas.

Al rato el viejo volvió con una caja de zapatos, que se veía bastante manoseada. Estaba atada con dos

vueltas de hilo sisal, y cuando la abrió un olor a papel viejo salió de adentro.

La dejó en el suelo, cerca de los chicos y se puso a hablar:

—La última noche que pasó en el rancho me dio esto y me dijo: "Guárdela por si me pasa algo".

Después me pidió que la llevara hasta el pueblo. Yo la llevé en la canoa, contento, porque pensé que

por fin se iría y volvería a estar tranquilo, pero cuando llegamos me pidió que la buscara en el mismo

lugar a la noche siguiente, que ella iba a prender tres veces la linterna, y que recién ahí me acercara.

Antes de bajarse se sacó una cadena que llevaba siempre colgando y me la dio pa' que la metiera en la

caja con los papeles. Después la oscuridad de la noche se la tragó.

El viejo se quedó con la mirada perdida en el vacío, callado, con su boca desdentada apenas abierta y

las manos apoyadas una sobre la otra, sobre el pantalón descolorido. Al rato Mariana le preguntó: —

¿Usted no volvió a la noche siguiente? Él respondió, mientras negaba con su cabeza. —Esa noche

cuando remaba pa'l rancho, me dije que no iba a volver, que se jodierá qué tanto, que ya había hecho

bastante. Pero después me acordé de don Hilario, de la inundación y bué, tuve que volver. Y volví

durante más de un mes. Me quedaba un rato largo con la linterna apretada entre las manos, esperando.

Pero ella no apareció nunca más. Después que pasó mucho tiempo volví al Salatín y tampoco estaba el

tipo del diario. Se los había tragado la tierra. Así fue...

El viejo se paró y tomando una lata con maíz empezó a arrojarle granos a las gallinas. Después se

sentó y dijo:

—La verdá es que yo no quería hablar más de esa gurisa, pero cuando ustedes se iban los otros días...

no me lo van a creer..., pero se me aparecía la cara de tu finado abuelo y bué, qué se le va hacer... sentí

que tenía que llamarlos.

La miró fijo a Mariana y agregó:

—Capaz nomá que haya sido tu madre porque de endeveras que son parecidas, ¿eh?

Y agregó, poniéndose de pie:

—Ahora que ya saben todo pueden irse. Y llévense esa caja con esas porquerías... La verdá es que no

se cómo no la quemé en todos estos años.

Después les dio la espalda y se metió adentro del rancho.

24

—Acá está tu regalo... pero va a quedar debajo del árbol hasta después de las doce de la noche del 24

—dijo Pablo.

—Pablo... hay algo que no te dije. No voy a estar para Navidad. —¿Cómo que no vas a estar?

—Mis... bah, ellos... mandaron los pasajes. Tenemos vuelo para .1 24.

Pablo se quedó en silencio durante un rato. Después la miró con bronca.

—Yo no puedo creer que después de todo lo que estamos viviendo, pienses en irte.

—¡Y vos te pensás que tengo ganas de irme! Yo creo que si voy... ellos no van a sospechar... De todos

modos nos volvemos los primeros días de enero.

Ana entraba con los brazos cargados de paquetes y alcanzó a escuchar la última parte de la frase.

—Perdónenme que me entrometa, pero... Mónica me dijo ayer que se van a quedar hasta fin de mes.

Supongo que es mejor que lo sepas, Mariana.

—A mí no me dijo nada... Yo no quiero quedarme tanto.

—Vamos a hablar con ella, Mariana —dijo Pablo.

—Ahora no está. Cuando yo me venía para acá ella salía.

Ana se quedó pensativa y después agregó:

—Qué raro. Ayer Mónica le pidió a Sergio que le llevara el coche a alinear porque ella tenía mucho

trabajo. No lo habrá llevado entonces.

—Ahora que decís me doy cuenta de que se fue caminando... Habrá necesitado algún pincel o algún

pigmento y se habrá ido hasta el pueblo en colé —agregó Mariana—. No creo que demore demasiado.

—No voy a permitir que se vayan —siguió Pablo—. Dentro de un rato vamos para tu casa.

—Ustedes no saben muchas cosas, chicos —dijo Ana—. Parece que hay algunos problemas. Hay

alguien que está haciendo amenazas...

—Sí, ya sé: el milico. Pero no pasamos más por ahí, así que no va a seguir jodiendo...

—No, Pablo, se trata de otra cosa. Mónica recibió un anónimo en el que le decían que no siguiera

adelante con las investigaciones porque la íbamos a pasar todos muy mal. Sergio nos dijo que, como

Mariana es menor, ellos pueden interferir y que las cosas pueden tomar un rumbo feo. Mónica decidió

que lo mejor sería viajar todo enero por las dudas, para no levantar sospechas. Supongo que te lo iría a

decir hoy... Y yo creo que tiene razón. Un mes pasa rápido a la edad de ustedes, chicos...

Mariana y Pablo se miraron. Para ellos un mes era una eternidad si no estaban juntos. Pero los demás

no podían entenderlo.

Mónica se bajó del colectivo unas cuantas cuadras antes del sitio al cual se dirigía. Caminó con prisa,

estaba algo nerviosa. Cuando llegó frente a la casa antigua de rejas trabajadas siguió de largo y dio

vuelta a la cuadra.

Se metió por la parte de atrás, por un terreno baldío. Los yuyos eran casi tan altos como ella y le

arañaban las piernas a medida que avanzaba. El calor era insoportable y sentía cómo iba pegándosele

la ropa al cuerpo.

Había acompañado una tarde a Ana y recordaba perfectamente que en el patio había una ventana sin

rejas, pequeña, tipo balancín, que seguramente pertenecía a un baño.

Terminó de atravesar los yuyales y cruzó por debajo del alambrado de púas. El sendero de ladrillos

desparejos se abría paso entre el verde del césped, que no estaba demasiado alto.

Había algunas ropas tendidas sobre el tejido del costado. Se lijó en la ventanita. Estaba entreabierta.

Arrimó una escalera desvencijada que encontró debajo de la enredadera y comenzó a subir.

La ventana era bastante estrecha, y le costó trabajo pasar su cuerpo por ella. Ya casi lo había logrado;

sus piernas tanteaban a ciegas el borde del lavatorio del baño, que había visto antes de comenzar a

cruzar; sólo su cabeza quedaba asomando por la banderola entreabierta, cuando escuchó que

golpeaban las manos. Se apresuró a entrar y se quedó en silencio, espiando por una hendija de la

ventana. Era alguien que golpeaba en el patio de al lado.

Comenzó a recorrer la casa. No sabía que buscaba. Sólo seguía su intuición y esta le decía que Sergio

tenía algo que ver con la amenaza anónima que le habían enviado. Algo imperceptible flotaba en su

mirada, en sus palabras, en el tono de su voz. Algo que Mónica no podía determinar, pero que no le

había pasado inadvertido.

Se puso a revolver los cajones, en los cuáles ella suponía que podría guardar su pasaporte, o algún

documento importante. Todo parecía estar en regla. Los datos coincidían, la edad, el nombre, la

fotografía.

Metió una hoja en blanco en la máquina de escribir, para comparar los tipos con los del anónimo; pero

a primera vista se dio cuenta de que no tenían nada que ver.

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