Siguió hurgando un buen rato y no encontró nada que le llamara la atención.
"Estoy demasiado sugestionada" —pensó—. "Si Ana se llegara a enterar de que sospeché de Sergio,
no va a perdonármelo".
Ya estaba por subir al lavatorio del baño, para irse, cuando el sonido del teléfono la sobresaltó. Se
quedó paralizada, respirando hondo para recuperar la calma. Sentía el frío de los azulejos debajo de su
espalda. Se subió, y ya estaba a punto de cruzar la ventana, cuando se dio cuenta de que el teléfono
tenía el contestador automático conectado. La curiosidad hizo que volviera a la habitación para
escuchar...
Mariana todavía no había abierto la caja que le diera don Gómez, y ésta seguía cerrada, con las dos
vueltas de hilo sisal, tal como la volvieran a atar el día anterior. Después de que el viejo se la diera, no
se había atrevido a hurgar en ella. Era difícil expresar lo que sentía y Pablo no la entendió cuando trató
de explicárselo.
Ahora estaba en su cuarto, a solas. Mónica no había regresado y Pablo se fue después de que
discutieron acaloradamente. Era su primera pelea en serio y ahora se sentía triste. Se daba cuenta de
que Pablo tenía razón cuando le decía que no quería que se fuera. Ella también quería estar con él para
Navidad, y para recibir el nuevo año, pero le dijo que estaba asustada. Ahora, después de un rato de
estar sola, se daba cuenta de que estaba confundida.
La caja seguía esperando sobre su cama. Los rostros de Nora y Marcos se le aparecían, algo borrosos,
en la mente, y se superponían con los de los que ella había creído, hasta hacía pocos meses, sus padres.
Iba a tirar del hilo sisal para desatar la caja, pero después se arrepintió y la metió en el último cajón de
la cómoda, donde había ido guardando todas las cartas que recibiera desde Washington.
25
Faltaba muy poco para la medianoche. El cedro mostraba sus ramas azuladas, que brillaban con las
luces intermitentes que le había colgado Ana.
A un costado, la mesa redonda, con el mantel blanco y un arreglo de flores, estaba cubierta con
diferentes platos. Una vela encendida, protegida por una tulipa, titilaba de tanto en tanto, luchando por
no apagarse.
Pablo estaba estirado sobre una reposera, callado, contemplando las estrellas, debajo del árbol que
plantara su padre.
Ana había puesto música, pero no se lograban apagar las voces festivas de los vecinos, que —como
todos los años— evidenciaban más aún su soledad y su tristeza.
Faltaba poco menos de media hora para la medianoche.
Ana buscó un viejo sillón hamaca de madera y lona y se sentó debajo de la pérgola. La madreselva
formaba un techo de hojas verde oscuro, coronado con flores blancas y amarillas, que impregnaban el
patio con su perfume dulzón.
Mónica y Mariana se habían ido esa mañana para Buenos Aires. El vuelo salía poco después del
mediodía, así que supuso que a esa hora ya estarían por brindar con Mercedes y Mauricio, en el lujoso
hospital de Washington.
Mónica había ido después de almorzar a buscar las valijas que Sergio le trajera del departamento y se
fue para su quinta a preparar el equipaje. Recién por la noche estuvieron juntas un rato, mientras los
chicos se despedían y casi no habían tenido tiempo de hablar. Sólo le dijo que hablarían desde allá
para año nuevo y les confirmarían si regresaban los primeros días de febrero.
Sergio se había ido a pasar las fiestas con su familia, y no regresaría antes de dos semanas. Ella le
había propuesto que se quedara, pero él le había planteado que sería mejor para Pablo que no se vieran
durante unos días, que sus padres lo esperaban, que se veían poco porque estaban muy lejos, y al final
se fue con un beso apurado, como si sintiese fastidio de tener que dar explicaciones, prometiéndole
que si los teléfonos funcionaban —lo que suponía muy difícil en el pueblito adonde se iba— la
llamaría.
Se acercó a la mesa y sacó la botella que había colocado dentro del balde con hielo. Sirvió dos copas,
se tomó una de un trago y le llevó la otra a Pablo.
La luna atravesaba ahora las ramas más altas del Ybirá-Puitá, y sobre el césped recién cortado se
proyectaba la sombra del árbol, que se extendía más allá del sendero de lajas, y trepaba, quebrada,
sobre uno de los muros del invernadero.
Se acercó a la reposera donde estaba Pablo. La luz de la luna, que se filtraba entre las ramas, iluminaba
parte del rostro de su hijo, y Ana se dio cuenta de que estaba llorando.
Todas las casas se veían iluminadas, con sus árboles engalanados con guirnaldas de luces, como si
fuesen pinos navideños y con los parques colmados de gente. Los gritos de los chicos se mezclaban
con los estallidos de la pirotecnia, y con las risas de los adultos.
Nano iba caminando hacia el pueblo, que estaba a menos de dos kilómetros de su quinta. Ya habían
dado las doce y después de brindar con su familia, lo único que quería era reunirse con los chicos en la
plaza, tal como lo habían convenido.
Caminaba por la orilla de la ruta, que a esa hora estaba casi desierta. La noche era clara, iluminada por
la luna. Las estrellas parecían tocarse unas a otras en el cielo.
—¡Por fin llegas, loco! —lo recibió Betiana. Estaban sentados sobre el piso de ladrillos que circunda
el mástil, en el centro de la plaza, con caras aburridas. Apoyaban la espalda sobre un muro bajo que
hace las veces de banco y macetero. Loli pasaba una botella y cada uno iba dándole un trago. —¿Y
Pablo y Mariana? —preguntó Nano.
—Mariana se fue esta mañana para Estados Unidos con la tía — le respondió Débora—. Y Pablo
estaba con la chiripiorca, más loco que un chivo. Nos dijo que venía más tarde, pero no le creo.
—¡Qué bajón! —dijo Loli—. Esto está más jodido que un velorio. ¿Qué hacemos?
—Vamos a buscar a Pablo y lo convencemos para que venga — dijo Cris—. Podríamos pasar a buscar
cerveza y unas velas y nos vamos de conga al Rancho.
—¿Y con qué música vamos a hacer conga, si allá no hay luz? —Además a Pablo no lo convences con
nada, con la mala onda que tiene —dijo Débora.
—Voten —dijo Gastón—. Yo propongo llevar unos faroles y algún equipo que funcione a pilas. Mi
viejo me dio el auto porque para Navidad siempre se chupa, así que podemos pasar a sustraer algunas
botellas y comida de nuestras casas. Pasamos por lo de Pablo v lo llevamos por la fuerza. No va a
poder resistirse contra nuestros músculos.
Todos aprobaron por unanimidad y salieron derrapando sobre la arena, amontonados en el coche, con
la música a todo volumen.
Hacía rato que Ana lo había abrazado a su hijo, sin decirle una palabra, y había besado sus lágrimas en
silencio, mientras las sirenas y los gritos de la gente los intimidaban, anunciando la medianoche. Hacía
mucho que no lo veía llorar, tal vez desde la muerte de su marido.
No hablaron de la pena que sentían los dos, no era necesario. Desde hacía tiempo las fiestas habían
dejado de tener magia para ellos, pero este año, el dolor era mucho más intenso, y se mezclaba con el
miedo. Con el miedo inconfesable que sentían al pensar que Mariana, tan lejos, se podría dejar
convencer por los que le habían regalado la mentira de una familia durante tanto tiempo.
Pablo había abierto el regalo que comprara para ella, y lo contemplaba bajo la luz de la luna, mientras
Ana llevaba para adentro todas las cosas que habían quedado intactas sobre la mesa.
Era un oso panda de peluche, no demasiado grande, con un corazón rosado en el centro del pecho.
Pablo lo apretaba y no podía evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas cuando el oso repetía: "Te
quiero - te quiero" con su voz a pilas.
En ese momento los faros del coche iluminaron el jardín, encandilándolo por un momento. Pablo
pensó, furioso, que no podría disimular sus lágrimas adelante de los chicos, y que tampoco soportaría
las cargadas, así que cerró los ojos, haciéndose el dormido.
Cuando sintió el beso sobre sus labios y el abrazo intenso, con el olor de Mariana, creyó que estaba
soñando.
Mónica encendió un cigarrillo, sopló el humo con fuerza, con un suspiro, y se quedó unos segundos
contemplando cómo se diluía el humo azul hasta desaparecer en el aire.
Mariana y Pablo se habían ido con el grupo, llevándose botellas, algo de comida, una bolsa de dormir
y algunas velas.
"No nos esperen hasta el mediodía" —gritaron entre risas al subir a La Rana, que se alejaba con el
ruido a latas, producido por la tira de tarros que le ataron los amigos, como si fuese un coche de recién
casados. Los demás iban amontonados en el auto del padre de Gastón, haciendo sonar la bocina, que
se mezclaba con la de la vieja cafetera de Pablo, que emitía su sonido ronco de animal prehistórico.
Ana estaba sentada a su lado, esperando que Mónica comenzara a contarle lo que había pasado. No
habían podido hablar, porque los chicos habían llegado casi al mismo tiempo que ellas.
—Mira, a último momento, cuando estábamos en Ezeiza, y faltaba muy poco para abordar el avión, no
pude resistir la cara de Mariana. Telefoneamos a Washington, y con la más dramática de mis voces le
hice creer a mi hermana que Mariana tenía hepatitis y que no podía moverse de la cama.
—¿Realmente se lo habrán creído?
—Te aseguro que sí, porque Mariana actuó a la perfección, con una voz de ultratumba que supongo
que no le costaba demasiado fingir, ya que está muy mal por todo lo que le está ocurriendo. —¿Y si a
tu hermana se le hubiera ocurrido hablar por teléfono
a tu casa?
—Fácil. El teléfono se descompuso apenas terminamos de hablar...
—No sabes el alivio que siento —dijo Ana—. Y ahora vamos a
brindar...
—Ana, no te conté todo todavía. Mariana ya sabe algo. Después se lo diremos a Pablo, porque hoy no
pudimos seguir hablando cuando llegaron sus amigos. Se trata de Sergio.
Por el tono de la voz de Mónica, Ana se dio cuenta de que lo que iba a contarle no sería agradable.
26
Mariana estaba envuelta en el cubrecamas, sentada en un sillón que había en su cuarto. La lluvia
golpeaba con furia en los cristales repartidos de su ventana, y por los postigos entreabiertos penetraban
minúsculas gotitas en forma de llovizna, que alcanzaban a humedecerle la cara y el cabello.
Desde allí la palma se veía borrosa, con sus hojas sacudidas por el viento, como si fuesen brazos
dislocados. De tanto en tanto algún dátil golpeaba contra las celosías de chapa.
Era casi mediodía, aunque, a causa del temporal, la oscuridad del cielo hacía suponer que no faltaba
mucho para la noche. La quinta estaba en calma. Mónica dormía. El olor que despedían la arena, el
pasto y los árboles, al ponerse en contacto con el agua, le traían a Mariana recuerdos de algún verano
de su infancia, cuando, estando en esa misma casa, esperaba que dejase de llover para hacer navegar
los barcos de papel que le hacía su abuela.
Entrecerró los ojos. Al abrigo de la manta y escuchando el sonido de la lluvia sobre el techo, le pareció
revivir la misma sensación de intimidad que sintiera unos días atrás, cuando estaba abrazada a Pablo
adentro de la bolsa de dormir. Las imágenes fueron presentándose claras, y descubrió que podía
recuperar el gozo a través de los recuerdos.
Habían buscado un sitio apartado de la playa, para poder amarse durante el resto de la noche, sin que
nadie los interrumpiera. El cielo se transformó en techo y paredes, de una imaginaria habitación, y los
grillos y el río, en música de fondo. Cuando las estrellas comenzaban a opacarse y todo se iba
volviendo gris, se pusieron a contemplar las primeras luces del día, desde el interior de la bolsa,
desnudos y abrazados, sintiéndose más cerca que nunca el uno del otro. El aire era frío y húmedo y
ellos se sentían cobijados, a resguardo del mundo, dentro de esa intimidad inviolable.
Trató de imaginarlo a Pablo ahora, en su cama, y sintió que tenía ganas de estar adentro de su abrazo,
de despertar siempre a su lado, de recibir sus besos de pescadito como desayuno, de cubrirlo de
caricias.
Se levantó y fue hasta la cómoda. Abrió el último cajón, tratando de no hacer ruido. Necesitaba que
ese momento de intimidad se prolongara.
Volvió a sentarse en el sillón, envuelta en el cobertor y comenzó a desatar el hilo sisal que sujetaba la
tapa de la caja.
Hacía rato que Ana se había levantado. El ruido de la lluvia la había despertado temprano y aprovechó
esa excusa para no permitirse seguir dando vueltas en su enorme cama, sin poder dormir.
Le costaba digerir la verdad acerca de Sergio. Habían pasado algunos días desde la nochebuena y
todavía no podía dejar de pensar en la conversación que tuviera con Mónica durante esa madrugada.
Ahora, una vez más trataba de recrear las escenas en su mente, de lo que Mónica le relatara. Se la
imaginó agazapada sobre el lavatorio del baño, a punto de cruzar la ventana. Después le pareció verla,
acercándose al dormitorio y hasta logró imaginar la voz — seguramente ronca— de la persona que
grabara el mensaje en el contestador, anunciándole a Sergio que podía irse de vacaciones, que había
cumplido con su misión y que la "pichona" podría ser ahora, controlada desde cerca, en Washington.
Y antes del clic, y del saludo final, las felicitaciones por haber hecho muy bien el trabajo, sin que
nadie se asustara demasiado.
Seguramente estaban perfeccionando los métodos.
Ahora abrió un cajón de su escritorio, y sacó las pruebas contundentes, para seguir lastimándose al
contemplarlas.
Los datos de los pasajes a Brasil que Mónica se ocupó de tomar, seguramente por temor a que ella no
le creyera. Los había encontrado en el cajón de la mesa de noche de Sergio, debajo de unas cartas
viejas, cuando siguió revolviendo después de escuchar la llamada. Estaban a nombre de él y de una
mujer, y tenían fecha y hora de partida: 24 de diciembre, 16 hs.
"Podría ser detective. Es arriesgada y no se le pierden detalles" —pensó Ana, mientras contemplaba la
fotografía que Mónica sacó semiescondida desde un taxi, en la puerta de Aeroparque.
En la foto podía reconocerse con claridad a Sergio, abrazando a una mujer —que seguramente tenía el
nombre que figuraba en el pasaje—, mientras arrastraban un par de maletas, con caras gozosas, como
anticipándose al placer de las vacaciones; sin imaginar que Mónica, en lugar de estar abordando su
vuelo a Washington, estaba a escasos metros de distancia, mientras Mariana la esperaba dentro del
coche, a unas cuantas cuadras.
"Está visto que debo estar sola —pensó—. Lo que más me duele es haber sido tan ingenua, haber
creído en sus mentiras, haber confiado en él. Soy una idiota".
Hizo un bollo con la foto y la tiró en el fondo de un cajón. Después se secó las lágrimas de un
manotazo y se fue hacia el invernadero, caminando despacio debajo de la lluvia que caía como una
cortina, levantando globitos en los charcos.
El mismo olor a papel viejo que sintieran cuando don Gómez había abierto la caja, llegó hasta Mariana,
que seguía acurrucada en el sillón, mientras el sonido de la lluvia, golpeando sobre el techo, parecía
transportarla a un lugar sin tiempo.
Buscó entre los papeles amarillentos y sacó una hoja al azar. La desdobló con cuidado, con un ligero
temblor en las manos, y se puso a leer:
11de marzo de 1977
Para mi chiquito... o chiquita
Hola mi amor, te estoy acariciando a través de mi panza que sigue estirándose para protegerte. Sé
que me estás escuchando porque respondes a cada caricia con un golpecito de lo que creo, debe ser tu
pie. A veces me empujas mucho, como si te estiraras, como si te faltara espacio y quisieras salir a
conocer el mundo. Por un momento me falta el aire, entonces te acuno un poco y te digo al oído (que
seguramente está muy cerca de mi ombligo): todavía no es el momento. Y creo que me escuchas,
porque después te calmas por un buen rato.
Ayer don Gómez me trajo del pueblo una carta de tu papá, escondida en el diario. ¿ Querés que te
cuente cómo es tu papi? Es un Marcos grandote, de pelo negro y largo que me gusta enrollarme entre
los dedos, con ojos enormes como dos pozos llenos de noche, que se le llenan de estrellas cuando te
nombra, y de truenos, cuando desaparece un amigo. Es muy valiente y si yo siento un poco de
miedo por vos, él me da fuerzas y me dice que tenemos que seguir luchando, para que cuando crezcas
el mundo que te dejemos sea más justo, y en él nadie muera de hambre. En las cartas que siempre
manda, me pone que nos quiere mucho y que a veces lo despierta un sueño: Vamos los tres caminando
por la playa, y mientras el sol va apareciendo sobre las olas, te enseñamos a caminar y te cantamos
"Vamos a la mar...". Nos gusta mucho el mar, y cuando todo esto termine, nos vamos a ir a vivir a sus
orillas.
Ya te elegimos nombre. Si sos varón te llamarás Ernesto, por el Che, que ya te vamos a contar quién
fue. Y si sos una nena te llamarás Marina. Papá dice que vas a ser mujer, y que en tus ojos va a
brillar la luz del mar como en los míos. Yo lo dejo que hable...
Ya es de noche. ¿Escuchas cómo cantan los grillos? Hay una luna grandota como una rueda dorada
que asoma al borde del río. Hace un poco de frío, pero es tan hermoso estar cerca del agua, con un
techo de estrellas, que me envuelvo en la manta, y me quedo, y al envolverme te envuelvo como si te
diera un abrazo. Te quiero tanto que no veo la hora de que llegue junio para poder acariciarte la piel
y llenarte de besos, y alimentarte con la leche que te están preparando mis pechos.
El domingo vamos a ir ver a papá. Cuando lo extraño mucho mucho, tomo entre mis dedos la media
limita de alpaca que llevo colgada de mi cuello. Él tiene la otra mitad. Me la regaló cuando se enteró
de que ya vivías adentro de mi panza, diciéndome que nuestros corazones eran de luna, y que cuando
al fin estuviéramos juntos serían una luna llena.
Espero que falte poco para que eso sea verdad. Buenas noches, mi amor... Seguí soñando con duendes
azules que yo voy a cuidar tu sueño.
Te quiero mucho
Tu mami
Mariana dobló la carta y se acordó de las palabras del viejo: "Antes de bajarse se sacó una porquería
que llevaba siempre colgando y me la dío pa' que la metiera en la caja con los papeles". Entonces se
puso a hurgar en el fondo de la caja, hasta encontrar lo que buscaba. Miró la inedia lunita de alpaca,
oscurecida con la pátina verdosa del paso del tiempo, y le dio un beso. Después tomó la cadena y se la
prendió al cuello. Tragó las lágrimas, preguntándose en qué abismo estaría la otra mitad de ese
corazón de luna, que ya nunca podría ser una luna llena.
27
No podía determinar qué la había despertado. Si fue el sol ardiente que penetraba a través de su
ventana abierta, acompañado de un aire dulzón y pegajoso. O si fue el sueño que parecía tan real, de
ese rostro casi adolescente, de enormes ojos grises y dos hoyuelos al costado de la boca, que se veía
envuelto en la bruma del mar, mientras un caballo se alejaba a toda carrera por la arena húmeda,
emitiendo un estridente relincho.
Se sentó en su cama y trató de recordar adonde estaba y más tarde, a medida que la niebla del sueño se
fue disipando, intentó grabar en su memoria las sensaciones oníricas que persistían, causándole ese
extraño placer.
Fue en ese momento que escuchó el relincho, muy cerca de su ventana y pensó que tal vez ésa era la
causa de haber despertado, o bien que la voz real del caballo se había metido a través de sus sentidos,
para fabricar una historia, en el desconocido laberinto de
los sueños.
La voz de Mónica le llegaba con claridad y al asomarse a la ventana la vio. Sus cabellos oscuros y
enrulados, contrastaban con la cola larga y baya del animal, que al igual que sus crines parecían flotar,
movidas por el viento. Un hombre vestido con bombachas y botas, camisa clara y sombrero negro,
sostenía las riendas del animal, cuyo pelaje brillaba a la luz del sol.
Cuando Mariana se levantó y salió al jardín, el hombre ya se alejaba al galope, en un roano de cola y
crines recortadas. Mónica se acercó sonriente, montada en el caballo que ella viera a través de la
ventana. Era un animal soberbio y cuando salieron al galope por el camino de arena, Mariana dejó que
esa sensación tan placentera al terminase de despertar.
La luz del atardecer envolvía todo con su color rojizo. Ana había preparado la mesa con el mantel
blanco, velas rojas y un centro de flores naturales que había seleccionado cuidadosamente de entre las
mejores del vivero.
Las plantas recién regadas despedían un vapor húmedo que atenuaba la temperatura elevada que había
persistido durante todo el día,
—Estás hermosa—le dijo Mónica—, pero triste. A ver si cambias un poco esa cara... ¿Acaso no me
has dicho que habías soñado esto para Navidad'.'
Ana se sentó después de servir la cerveza y trató de sonreír. —No era exactamente así como lo había
soñado, pero... trataré de no quejarme.
—No pienses más en ese hombre, no vale la pena.
—¿Qué crees que puede pasar ahora con él?
—Supongo que hasta que no vuelva de vacaciones no va a pasar nada. Deben estar seguros de que
suspendimos las investigaciones. Hoy hablé con Mercedes y la noté muy tranquila. Si bien no nos
tienen allá para controlarnos, están totalmente convencidos de que Mariana está enferma, y eso los
calma, porque los hace pensar que no podemos movernos. Conociéndola como la conozco no hay otra
explicación para entender que, aún sabiendo que su hija está enferma, esté tan contenta en lugar de
exagerar los temores como me dijo Mariana que siempre hizo cuando ella estaba en cama, con algo no
más complicado que una gripe.
—¿Realmente crees que ellos estaban confabulados con Sergio...?
—Yo sospecho que Mauricio se conectó con Sergio o bien que los ha conectado un tercero, con la
intención de cuidarnos, de vigilarnos, para que no pudiera pasarnos nada malo, pero sin imaginarse
que podríamos llegar a descubrir lo que descubrimos. —¿Y te parece que él se haya acercado a mí por
ese motivo? —Mira Ana, aunque te duela, te digo que es muy probable. Yo estuve tratando de
recordar y supongo que si él nos vigilaba, tal vez vio a Pablo la primera vez que vino a traer un
pedido de plantas y habrá sacado conclusiones —bastante lógicas— de que los chavales podrían llegar
a ser amigos. Y con esa hipótesis, Sergio comenzó a acercarse a ti. Debe de haber supuesto que pasaría
inadvertido y podría cuidarnos sin despertar sospechas. Yo estoy segura de que en un principio, a lo
único que apuntaba era a protegernos por orden de mi cuñado, sin imaginarse para nada que iría a
ocurrir lo que ocurrió después. Cuando se dio cuenta de que Mariana estaba por develar su origen, se
habrá comunicado con Mauricio o con quien los contactaba, y le habrán exigido que evitara que
siguiéramos avanzando en la investigación, por supuesto tratando de que no nos diéramos
cuenta.
—La culpa de todo es mía. Si yo no le hubiese contado nada...
—No puedes culparte, Ana. Para serte sincera, yo recién comencé a sospechar de él la última vez que
estuvimos juntos. Por eso le pedí que llevara mi auto y que me trajera las valijas. Necesitaba
asegurarme de que su casa estaría sola para investigar, pero en realidad no sabía que buscaba. Si no
hubiese sido por el contestador...
—Te confieso que tengo miedo de lo que puede pasar cuando él regrese...
—Cuando él esté de regreso ya tendremos en nuestras manos las pruebas concretas del delito cometido
por Mauricio y Mercedes. Por otra parte no tiene por qué enterarse del verdadero motivo de la
suspensión de nuestro viaje. Podemos sostener que Mariana realmente ha cogido hepatitis, sin levantar
sospechas.
—Yo no voy a poder soportar que me toque una mano. Siento que lo odio...
—Lo más probable es que no vuelva por mucho tiempo y si lo hace, seguramente él mismo va a poner
distancia.
—Mejor cambiemos de tema. ¿Se puede saber por qué se te ve tan risueña?
—Digamos que esa sorpresa la reservo para el año nuevo...
Pablo y Mariana iban galopando por uno de los caminos de arena. Se dirigían hacia el lado opuesto de
la laguna, hacia el este, por el camino que conducía a la vieja fábrica de aceites, que estaba
abandonada desde hacía casi un cuarto de siglo.
Con la fuerza del galope sus cuerpos golpeaban sobre la montura y se sacudían acompasadamente muy
juntos uno del otro. Sentían la rudeza del pelaje áspero, rozando la piel de sus pies desnudos, que
llevaban lucra de los estribos, en su intento de aferrarse al vientre palpitante del caballo.
El olor del sudor del animal se confundía con el almizcle del aire y del río cada vez más cercano,
envolviéndolos en una atmósfera salvaje y sensual.
Mariana apoyaba su cabeza sobre la espalda de él, abrazándolo con fuerza y entrecerrando los ojos
para dejarse llevar por el resto de sus sentidos.
Subieron la última cuesta y Pablo tensó las riendas para aminorar el galope. El animal se paró en dos
patas emitiendo un relincho, y después se calmó e inició el descenso de la pendiente, al paso.
Se bajaron y dejaron que el agua tibia y barrosa de la orilla les cubriese los pies, mientras Espartaco —
el caballo que Mónica les regalara esa mañana— bebía para aplacar la sed y recuperarse de la fatiga
causada por el calor y la cabalgata.
Después ataron las riendas en un poste del muelle vetusto, que había logrado sobrevivir a medias a las
inundaciones y al abandono, y se abrazaron, parados sobre la suave pendiente de arena a contemplar el
atardecer.
—Te amo, Mariana. —Yo también te amo, mi amor.
Se besaron inventando nuevas formas, jugando con sus labios, separándose y reecontrándose después,
con más pasión.
A sus espaldas, los galpones abandonados de la vieja fábrica iban oscureciéndose y parecían extraños
fantasmas lamentando otros tiempos. Apenas brillaban los bordes superiores de sus chapas oxidadas,
con los últimos rayos del sol.
—Cuando me llamas por mi nombre siento como una corriente que me sacude y me recuerda que tal
vez me llamo de otra manera. A veces, cuando estoy sola, pruebo a llamarme con el nombre que leí en
la carta para ver cómo suena, pero después pienso que hasta que no me den el resultado de los análisis
no estoy segura de nada, entonces trato de no pensar...
—Ya falta poco, en dos semanas vas a saber con seguridad si sos Marina...
—De cualquier manera sé que no soy Mariana, que Mariana es un invento y es como si no existiese,
como si no fuese nadie, como si estuviera viviendo suspendida en el aire hasta que por fin me digan
quien soy. ¿Entendés lo horrible que es?
—Sí, pero seas quién seas, no va a cambiar el amor que te tengo aunque te llames Anacleta o
Pancracia. Pensándolo bien a lo mejor tenés un nombre de esos. A mí me gustaría que le llamases.
Rudecinda.
Mariana se puso a correrlo mientras reía y le tiraba arena. —Si te llego a alcanzar te voy a tirar al río
como hice con tu guitarra...
Pablo frenó de golpe y Mariana chocó contra su cuerpo. Entonces el la levantó sobre su espalda y la
hizo girar hasta que cayeron los dos sobre la arena tibia, mareados y riendo a carcajadas.
—Te quiero Rudecinda. No sabes cuánto te quiero...
El cielo estrellado parecía invadido por relámpagos que ilumina han el horizonte cuando dieron las
doce.
Estaban los cuatro alrededor de la mesa redonda, engalanada con flores y velas. Las burbujas de
champán los alegraban y el abrazo que se dieron les recordó que el amor —como diría Mónica—
siempre puede elaborarse, como una obra de arte.
Mariana no pudo evitar extrañar a sus supuestos padres, en los últimos segundos de ese año vicio, que
se llevaba, entre sirenas y estruendos, la imagen semiderruida de su familia, arrebatándole toda la
inocencia, la credulidad, la pureza, para dejarla —pese amor de Pablo y a los abrazos de Ana y
Mónica—, tremendamente sola frente a la inmensidad de horas que le traía el año nuevo
28
"Subí los dos escalones de mármol gris claro, tratando de concentrarme en todo lo que viera. La puerta
era enorme de una madera marrón, muy trabajada y con herrajes de bronce, igual que el llamador, que
tenía una forma de una mano pequeña. Lo golpeé tres veces y pude escuchar cómo el sonido
retumbaba dentro de la casa, agrandándose y provocando ecos misteriosos.
Me hizo pasar una señora muy vieja, tan vieja que caminaba encorvada como si estuviese buscando
cosas por el suelo. Se apoyaba en un bastón oscuro de puño plateado y tenía un vestido negro, del que
le asomaba una puntilla despareja. Eso lo noté cuando se dio vuelta y me pidió que la siguiera, porque
cuando estaba de frente, como estaba tan arqueada, apenas si alcancé a verle el cuello de encaje blanco
que tenia el vestido, y los ojos. Los ojos eran casi transparentes, de un color celeste despintado y me
miró de una manera tan rara, que sentí miedo.
La vieja se fue por una de las puertas, dejándome sola en una habitación grande, sin ventanas. La luz
del sol entraba por el techo, que parecía uno de los vitrales de las iglesias, o de los panteones que hay
en los cementerios grandes. Tenía dibujos de flores y de pájaros y el lugar se llenaba de luces de
colores suaves. La paredes eran de un rosado que tiraba más al color de los damascos, y el techo y las
columnas estaban pintados de blanco y bordeados de franjas grises. Sobre el hogar, que era enorme y
con bordes de yeso todo trabajado, brillaban dos candelabros plateados. Había cinco puertas tan altas
como la de la entrada, pero éstas tenían vidrios con cortinitas tejidas al crochet. Me acordé de cuando
Mónica intentaba enseñarme a tejer y me imaginé los años que habría tardado en tejerlas. A lo mejor
por eso la vieja estaba tan encorvada, de tanto agacharse para hacer los puntos de las cortinas...
Me senté en un sillón de terciopelo verde, que tenía tachas de bronce, un montón de tachas, una al
ladito de la otra y me puse a contarlas para no aburrirme. Estaba por la número cuarenta y cinco
cuando se abrió una de las puertas y la vieja volvió a aparecer.
Me dijo que subiera por la escalera del zaguán. Ahí me di cuenta de que zaguán le llamaba al corredor
largo por el que habíamos entrado, porque me acordaba de haber visto una escalera de madera, en
forma de caracol, como la de la Iglesia de los Agustinos, por la que subíamos con las chicas para ir a
investigar. Mientras contaba los escalones me acordaba de eso, porque tenía el mismo olor a madera
vieja, y despertaba la misma curiosidad por saber qué habría allá arriba: si fantasmas, o santos
cubiertos de trapos viejos, con coronas dorado-verdosas llenas de piedritas y dedos de yeso rotos.
Cuando llegué a la habitación de arriba, estaba tan oscuro que tuve que esperar un rato, hasta que se
me acostumbrasen los ojos, antes de animarme a pasar.
Me di cuenta de que había alguien sentado por el ruido que hacía el sillón al mecerse, y porque
después de unos segundos ese alguien tosió. A lo mejor tosió para que me terminara de dar cuenta de
que estaba ahí, o porque le dio tos nomás, qué sé yo. La cosa es que a mí me dio un miedo bárbaro y
muchas ganas de salir corriendo. Pero entonces me dijo "Sentate", con una voz medio ronca, y no me
animé a escaparme, pero sí me arrepentí de haber aceptado ir sola.
Pude distinguir entre la penumbra, un sillón, y me senté. Aunque no podía verlo bien, podría asegurar
que era igualito al que estaba abajo, de terciopelo verde, y con un montón de tachas de bronce, una al
ladito de la otra. Ahora no las contaba, pero empecé a contornearlas con los dedos, mientras esperaba
que la mujer al fin comenzara a hablarme."
Mariana hizo una pausa. Había decidido escribir todo. Estaba segura de que cuando pasara un tiempo
no iba a recordar los detalles y lo que acaba de vivir le parecía demasiado importante para que quedara
en el olvido.
Hacía pocas horas que se había encontrado con Adriana Prieto, la amiga de Nora Falken, su supuesta
madre, y si bien le había contado a Pablo, a Ana y a Mónica el encuentro, lo había hecho en una forma
superficial, sin ahondar en detalles, hablando sólo de lo más importante. Le costaba contar los
pormenores, tal vez porque era la prueba irrefutable del actuar de los militares, y no podía superar el
hecho de que eso involucraba a Mauricio, a quien todavía no podía separar de la imagen de padre.
La necesidad de escribirlo era tan fuerte que no podía dejar de hacerlo, sabiendo que en su diario
volcaría toda la verdad que no se atrevía a reconocer frente a terceros.
Se levantó de la silla y fue hasta la cocina a buscar un vaso de leche. A esa hora de la noche la casa
estaba en silencio y podía escucharse el canto de los gallos, que ya iban anunciando la mañana.
Estaba sentada en la sala de espera, mirando las placas que colgaban en la pared que estaba frente a
ella. Austria, Alemania, año 78, 79, 80. Eso le hacía pensar que en todo el mundo la gente sabía la
verdad de lo que acá estaba pasando. En todo el mundo menos acá. Y dolía.
Hacía ya demasiado tiempo que se había ido acostumbrando a esperar en vano alguna noticia, pero
igual no se resignaría nunca a aceptar que su hija estaba muerta. Jamás le habían entregado su cuerpo y
ella no aceptó bajo ningún concepto que ese puñado de huesos imposible de ser identificados, que en
un momento pretendieron darle, pertenecieran a Nora. A su Nora, hermosa, de largos cabellos rubios
y ojos enormes y grises, que al sonreír parecían llenarse de vida, como si tuviese un sol adentro que la
iluminara. No. Su Nora no podía ser ese montón de cenizas sin rastros, sin identidad, que habían
mezclado bajo dos iniciales horrendas, con otros montones de despojos iguales.
Y ahora estaba otra vez con el corazón latiéndole con fuerza, después del llamado que recibiera en la
mañana. Tal vez había una buena noticia que no habían querido adelantarle por teléfono. El hecho de
que fuesen Abuelas las que la llamaran le hacía suponer que las noticias no serían sobre Nora, sino
sobre su posible nieta.
La espera se le hacía larga, por eso sacó el rosario de la cartera y se puso a rezar. Era a lo único que
había atrevido a aferrarse después de que se le cerraran todas las puertas. La Iglesia nunca le había
dado respuestas, ni ayuda. Pero Dios, Dios era otra cosa. Y en todos esos años las plegarias le habían
permitido persistir en la esperanza y no boicotearse la vida, ni con la locura ni con el suicidio, pese a
que la llamaban en forma constante.
Después de que la hicieran pasar y le dieran un abrazo apretado, pidió un vaso con agua.
Hay lenguajes que no necesitan de las palabras, ni de las explicaciones. Pero igualmente esperó a que
le dijeran "Hay buenas noticias", antes de aflojar la tensión y permitirse, por primera vez después de
muchos años, volver a llorar.
Mariana continuó con la escritura:
Cuando escuché su voz ronca preguntándome si estaba cómoda me animé a preguntarle por qué
estábamos a oscuras.
Primero me explicó —aunque yo no se lo había preguntado— que la señora que me recibió (la vieja
encorvada) era una tía abuela de Nora con la cual ella había vivido en su época de estudiante, ya que
su familia era de Mendoza.
Yo me quedé pensando que si era la tía abuela de Nora, y si se confirmaba lo que se suponía, la vieja
era pariente mía. Traté de buscar algún sentimiento al recordar a esa mujer tan encorvada y misteriosa,
pero no sentí nada.
Después de unos minutos fue hasta la ventana y abrió las celosías de chapa para que entrase la luz.
Volvió a cerrar las hojas de vidrio y se sentó a mi lado sobre el sillón.
Me miró de frente y no pude disimular mi impresión. Su cara, en uno de los costados, tenía marcas
profundas, violáceas, y cerca de la sien derecha una cicatriz gruesa que le deformaba el ojo, hasta
dejarlo casi cerrado. Me sonrió y me dijo:
—No quería asustarte, por eso estaba a oscuras. No es por mí, ya no trato de disimularlo. Tardé varios
años hasta aceptarme con esta nueva cara, pero ya lo he logrado. No quise cirugías. De cualquier
manera ningún cirujano podrá borrarme el horror que llevo por dentro. Portar esta cara es como
acusarlos. Después comenzó el relato...
"Yo era la mejor amiga de Nora y no necesito ninguna prueba para saber que fue tu madre. Sos su vivo
retrato. Fue la mina más fiel a sus principios que he conocido. Siempre la admiré y la sigo admirando
porque, aunque ella ya no esté, siento la fuerza de su espíritu flotando siempre cerca de mí.
"Voy a contarte algunas cosas que sucedieron; tal vez te sirva para reconstruir algo de tu historia.
La mujer dio largo suspiro y yo sentí como si no estuviese conmigo en ese momento.
—Nora y yo vivíamos juntas, en Rosario —dijo—. Terminábamos de cursar el primer año de
periodismo y éramos militantes débase, igual que Marcos, tu viejo. El ya pasaba a tercer año de
psicología... Una mañana, al llegar a la pensión después de haber dormido en el departamento de
Mareos, encontramos todo revuelto. y ahí nos dimos cuenta de que estábamos en peligro.
"Se habían llevado un montón de cosas, papeles, libros, y lo poco que quedaba estaba roto por todas
partes. Nos asustamos mucho. Nora insistió en que teníamos que irnos, pero yo sabía que no
estaríamos a salvo en ningún lado. Durante dos noches no volvimos a dormir. Caminábamos durante el
día y, al toque de queda, nos refugiábamos en unos vagones abandonados, en la estación de trenes.
Nos enteramos de que también habían entrado al departamento de Marcos, entonces nos pusimos en
contacto con uno de sus primos y nos citó en un bar de las afueras. Ahí nos telefoneó tu viejo,
diciéndonos que estaba en una casa quinta en las afueras de Rincón, en Santa Fe. Nos dijo que no
cabía ni un alfiler, pero que podríamos ir en menos de una semana.
"Tu vieja estaba embarazada de tres meses. Estábamos desesperadas, no podíamos arriesgarnos a
esperar. Fue entonces cuando nos acordamos de Ana. El viejo vivía en el pueblo y sabíamos que ella
estaba por casarse con un tipo que tenía un vivero en la zona de quintas de Rincón. Yo casi obligue a
tu mamá para que se fuera esa misma tarde, diciéndole que la alcanzaría al día siguiente, y que le
avisaría a Marcos adonde iba a estar ella cuando el volviera a llamar. Yo creo que cuando nos
abrazamos, las dos sentimos que no nos volveríamos a ver."
Adriana sirvió café; me miraba sin verme, como si yo fuese la pantalla de un televisor y ella una
locutora que hablaba sin parar.
"Esa tarde me chuparon cuando fui hasta la pensión a buscar mi documento, que había olvidado
llevar, con todo el despelote.
Generalmente operaban de noche, pero hubo excepciones. Estaban esperándome. Me violaron ahí
mismo, antes de llevarme, todas las veces que se les ocurrió, esperando que oscureciera. Me
amordazaron para que mis gritos no se sintieran y me golpearon con toda la brutalidad de que eran
capaces. Habían puesto la música a todo volumen, en el grabador que milagrosamente no habían
descubierto los días anteriores, porque en cada secuestro se robaban todo. El crimen más grande fue
que eligieran a Los Beatles. Desde ese día no pude volver a escuchar «Yesterday» sin revivir toda la
pesadilla de esa tarde. Después, con cada sesión de picana, hubo otras músicas que provocaban el
mismo efecto espantoso de la tortura, pero no tenían el mismo significado que tenía «Yesterday» para
mí, para tus viejos, para David, que era el amor de mi vida."
Ahora sí pareció regresar adonde estábamos. Su mirada se endureció y me dijo casi en un susurro:
"Cada una de estas marcas violáceas que ves en mi rostro son las cicatrices de los culatazos que me
dio esa noche el Comandante de Gendarmería como bienvenida, en el Servicio de informaciones de la
Jefatura Provincial, en la misma ciudad. Casi pierdo el ojo con uno de los culatazos y eso tal vez fue lo
que me salvó la vida. Yo iba a ser llevada con un grupo de personas a Ibarlucea —que es un pueblo
cercano a Rosario—, con el pretexto de ser trasladados a la cárcel de Coronda. Los acribillaron a todos
a balazos frente a la comisaría de esa localidad, simulando que los mataron por un intento de
copamiento. Esto lo supe mucho después, por supuesto. Ese día yo iba a formar parte del grupo y
debido a mi ojo derecho que casi estaba colgándome, me llevaron a que me viera un médico, no sé en
qué lugar, y pude salvarme. Después me trasladaron al Paredón Sur, en la Fábrica Militar de Armas y
lo que viví ahí es inenarrable..."
De tanto en tanto Adriana se detenía a observar la medialuna que cuelga de mi cuello. Me parecía que
se emocionaba, pero no estoy segura, porque después retomaba el relato como si estuviera leyendo un
informe.
"Cuando me liberaron, a fines del 77, me fui del país. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera
entender que estaba viva. Sentía como si hubiera estado a través de un vidrio muy grueso. Los demás
vivían del otro lado y yo me encontraba de éste, totalmente sola, porque estaba muerta."
Se hizo un silencio largo. Yo no podía hablar. Estaba conmocionada. Me costaba creer que todo lo que
me estaba contando esa mujer fuese cierto, pero su cara era algo así como la prueba concreta del
horror que había vivido.
Después de un largo rato pareció reparar en mi presencia.
—Sos tan parecida que por momentos creo estar con ella" —me dijo. Y después se puso a contarme
cosas lindas que vivieron con... con Nora (no puedo llamarla de otra manera), mucho antes de todo ese
infierno.
Así me enteré que escuchaban a Los Beatles y a los Bee Gees. Que les gustaba Almendra y que
Marcos le cantaba siempre "Muchacha ojos de papel".
Después Adriana tomó la media luna que llevo colgada y esta vez sí no me quedaron dudas, sus ojos
se llenaron de lágrimas.
29
Pablo no paraba de reírse, mientras la abrazaba y la hacía dar vueltas por el aire.
—Estás totalmente loco —le decía Mariana.
—Puede ser, puede ser. Pero soy feliz. Y te amo. ¿Te imaginas si te sale que sí?
Mariana estaba seria.
—Estoy aterrada —dijo—. No quiero pensar qué pasaría si llego a estar embarazada. Débora me dijo
que hay una forma rápida de saberlo. Esta tarde quedamos para vernos en el Rancho, ella me va a
llevar un test de embarazo y lo vamos a hacer allá. Pero no quiero que nadie se entere, Pablo, por favor,
y menos tu vieja.
—Si mi vieja también se casó embarazada. ¿O no sabes sacar las cuentas?
—No importa... A mí me da mucha vergüenza. Ni siquiera me animé a hablarlo con Mónica.
—Esta tarde vamos con La Rana, y espero que sea un sí.
Pablo no podía decirle a Mariana que a él también lo asustaba la idea, pero que eso sería una manera
segura de estar siempre juntos. Sabía que Mauricio y Mercedes regresarían a finales de febrero y pese
a todo lo que estaban viviendo, muchas noches lo despertaba la misma pesadilla: Mariana volviendo
con sus apropiadores al sur.
Los resultados de los análisis hemogenéticos habían confirmado el origen de Mariana. Las Abuelas
habían citado a los familiares y les explicaron que, como todas las veces que se encontraba un niño, no
sólo se reparaba el daño que le habían hecho a la criatura y a la familia, sino también a la sociedad.
Estaban felices. Después de tantos años de oscuridad, al fin se encendía una luz que les comenzaba a
anunciar, de alguna manera, el fin de la noche.
Ahora seguían reunidos en la sala cómoda y bien iluminada: un grupo de psicólogos, algunas Abuelas,
Chela, la madre de Marcos y Mirta, la madre de Nora, junto a su hijo Carlos y la familia de él. Cuando
terminó de hablar la psicóloga encargada de prepararlos para el encuentro con Mariana, se produjo un
silencio incómodo. Después de la alegría frenética del primer momento, comenzaban a aflorar los
temores y las angustias de todos. Las voces, que comenzaron a sonar suaves al principio, fueron
alzándose.
—Si tu hijo no le hubiese llenado la cabeza a Norita con todas esas pavadas revolucionarias, ella hoy
estaría viva y la nena hubiese crecido entre nosotros.
—¿Cómo podes decirme eso, Mirta? Vos sabes muy bien cuáles eran los ideales de los chicos. Nadie
le llenó la cabeza a nadie. Lo tenían muy claro.
—Sí, pero cuando Norita quedó embarazada ella quería dejar y él no se lo permitió. No pensó en su
mujer ni en su hijo. Pensó en él y nada más, fue egoísta.
—No seas injusta. Sólo porque sé el dolor que sentís puedo perdonarte. Marcos pensaba solamente en
el bien de todos. Me parece oírlo cuando me decía: "Vieja, mientras un sólo chico se esté muriendo de
hambre en este país no vamos a dejar de luchar. Tenemos que seguir para no mirar con vergüenza a
nuestros hijos", y vos ahora decís que era egoísta.
—Y de qué les valió preocuparse por los demás, mira cómo terminaron. No sabemos nada de ellos. Se
los tragó el espanto.
—Pero fueron valientes hasta el último momento, y lo sabes tan bien como yo. No podes decir que
Norita haya sido una cobarde. —Para lo que les sirvió la valentía, ¿querés decirme, Chela para qué les
sirvió?
—Nos tiene que servir a nosotros para recordarlos como lo que fueron y no permitir que el dolor
distorsione sus imágenes. —Bueno, paren un poco, che. La voz de Carlos se oyó apaciguadora.
—Después de todo no venimos acá a acusarnos ni a buscar culpables —siguió—. Sólo vos sabes lo
que quería a mi hermana, vieja, pero lo que estás diciendo no nos ayuda. Ahora tenemos que pensar en
Marina. Ella está viva y nos necesita. Nosotros somos su familia. A Nora y a Marcos no los vamos a
olvidar nunca, y por eso es necesario que dejen de manosear su memoria.
Poco a poco fueron volviendo a la calma y el clima angustiante que se despertó al remover los
recuerdos, fue disipándose.
La tarde era calurosa. Pablo y Mariana estuvieron nadando durante un largo rato hasta que vieron
aparecer a Débora, con un paquete en la mano, diciendo risueña: "Acá traje el test de embarazo. Si es
positivo, quiero ser la madrina".
Ahora, los dos conversaban cerca del río, mientras esperaban el resultado.
—Pablo, ¿vos crees que faltará mucho para que nos llamen de Buenos Aires? ¿No sería mejor que
habláramos nosotros?
Mariana estaba recostada sobre la arena, con su cabeza sobre la falda de él, amparados por la tenue
sombra que proyectaba un sauce sobre la playa calurosa.
—Seguramente nos van a llamar esta semana. Dijeron cuarenta y cinco días, ¿no?
—Mis viejos... bueno, ellos, escribieron. Lo van a operar mañana. Dicen que si todo sale bien estarán
de regreso a fin de febrero, que me prepare porque nos volvemos al sur antes de que empiecen las
clases.
—Y vos... ¿te pensás ir?
Mariana se mordió los labios y no contestó. En ese momento el grito de Débora, los obligó a
levantarse.
—Mala onda, chicos —les dijo, acercándose—. No voy a ser madrina, dio negativo.
Después de la charla con la psicóloga, fue la presidenta de Abuelas, la encargada de conversar
nuevamente con los familiares de Mariana.
—Bueno, ahora quisiera que me escuchen por un momento.
Todos hicieron silencio.
—Esta chiquita, Marina, ha venido a vernos personalmente y esto, pese a que su apropiador es militar,
es un buen síntoma. La acompañaba su novio y cuando esto ocurre, es mucho más fácil la aceptación
de la verdad. De cualquier manera, antes de concertar el encuentro, necesitamos realizar algunas
entrevistas con la psicóloga que apoya siempre a Abuelas.
—Perdón, pero yo quiero saber algo —preguntó Carlos, el tío materno de Marina—. ¿Ella vendrá a
vivir con alguno de nosotros?
—Eso es algo muy difícil de determinar. Estos jóvenes ya no son niños y ustedes saben que en la etapa
por la que están atravesando, todo es mucho más conflictivo y doloroso. Yo en principio les propongo
algunos encuentros con la psicóloga. Ella les responderá a todas las dudas que ustedes tengan. Y
después, en pocos días más, le avisaremos a Marina y, cuando estén preparados, podrán conocerla.
Chela se acercó a Mirta y, dándole un abrazo, le dijo: —No me aflojes ahora. Siempre estuvimos
juntas en esto. No busques culpables. Pensemos en el futuro.
Chela la abrazó en silencio y permanecieron así un largo rato.
30
Cuando el avión comenzó a tomar carrera Pablo la miró a Mariana con gesto de pánico. Mariana le
dijo sonriendo:
—No te preocupes. Apenas despegue —y siempre que no estalle en el aire—, comenzará a ascender y
te sentirás mucho peor. Son cosas que ocurren en el primer vuelo.
—¿Quién te dijo que tengo miedo, nena?
Ella se largó a reír mientras le besaba la nariz.
—No, si no se te nota para nada...
El viaje pasó muy rápido. Tendrían tiempo para darse un baño y salir a pasear antes de ir a la
entrevista que estaba concertada para la tarde.
Las abuelas le habían conseguido los datos de Susana Olivera, la mujer que había asistido a Nora
Falken en el parto, quien vivía en Buenos Aires desde hacía algunos años y los recibiría para contarles
lo que ellos desearan saber.
Las abuelas los esperarían al otro día y Mariana trató de disfrutar de cada momento sin atormentarse
demasiado con las conjeturas sobre la familia de sus verdaderos padres, a quienes todavía no lograba
incorporar a su vida.
Mónica y Ana estaban sentadas en el jardín interior del vivero, en el sitio donde crecían las plantas
exóticas. Había una cascada por la cual se deslizaba continuamente el agua, provocando un sonido
inquietante entre las piedras. A los costados crecían los heléchos y las orquídeas, largando sus varas
largas y cubiertas de flores. Era un lugar irreal y esa sensación se veía reforzada por la semipenumbra
provocada por la cubierta del techo y por la atmósfera siempre húmeda y tibia.
Mónica tenía las piernas adentro del agua fresca y observaba a Ana, que revolvía la tierra de unas
palmeras.
—Me acaba de telefonear Mercedes. Le he dicho que Mariana estaba durmiendo, que no era bueno
despertarla porque aún estaba un poco débil, que la llamara más tarde...
—¿Te parece que se lo haya creído? —le preguntó Ana.
—Estaba tan preocupada por su marido que es como si no hubiera otra cosa en el mundo que le
importara. La operación ha salido mal, y esto es lo que más me asusta.
—¿Lo volverán a operar?
—No, ya no tiene más posibilidades. Quedará para siempre en una silla de ruedas y el regreso va a ser
antes de lo previsto, puesto que no habrá tratamiento de recuperación. Ella supone que estarán acá a
mediados de febrero.
—¿Qué crees que vaya a pasar con Mariana?
—No lo sé, Ana. Te juro que no lo sé. Pero estoy muy preocupada.
—Pasen. Los estaba esperando.
Susana Olivera era muy distinta a como Mariana la imaginara. La había relacionado con el rostro de
Adriana Prieto, y esperaba encontrarse con una mujer vejada o tal vez abatida por todo lo que le había
tocado vivir.
Sin embargo, cuando les abrió la puerta, vieron a una mujer joven y elegante, envuelta en un extraño
vestido de seda, mostrando orgullosa su vientre.
Los hizo sentar en una sala luminosa, en unos sillones mullidos y el acondicionador no sólo los
envolvía en un aire fresco y vivificante, sino que los aislaba de los ruidos provenientes de la calle.
Les sonrió con calidez y luego comenzó a hablar.
—Me han relatado tu historia y en verdad, me hace muchísimo bien conocerte. Durante todos estos
años intenté saber algo sobre vos o sobre tu madre y nunca hallé nada que me indicara que seguían con
vida. Tal vez ahora, mi relato pueda servirte para unir algunas piezas de este rompecabezas.
Bajó el aire acondicionado y después comenzó a hablar.
—Yo siempre fui muy impresionable, me descomponía ante la vista de sangre o me horrorizaba ante la
idea de tener que enfrentarme con la muerte de algún ser querido. Sin embargo, las circunstancias me
llevaron a tener que contactarme con cosas mucho más terribles. Recuerdo, por ejemplo, el momento
en que nos atraparon, cuando una amiga me dijo: "Tómatela". Yo sabía desde siempre que no iba a
tomármela. Pero ella se la tomó; se tomó una pastilla de cianuro y murió adelante de mí y de sus dos
hijos. Eso ocurrió en Montevideo, cuando nos secuestraron los uruguayos. Nos llevaron a uno de sus
chupaderos, hasta que vinieron a buscarnos los argentinos. Recuerdo que cuando llegaron nos dijeron:
"Quédense tranquilos, muchachos, que se vienen con nosotros a la Argentina". Imagínense la
tranquilidad que eso podía darnos.
—¿Ustedes sabían lo que estaba pasando acá? —le preguntó Pablo.
—La versión que más circulaba acerca de los centros clandestinos de Argentina, era la de la Escuela
de Mecánica. Se decía que era un centro de exterminio. Todos coincidían en decir que la ESMA era el
peor lugar.
—Bueno, nos cargaron vendados y encapuchados en un avión militar —esto lo suponíamos por los
ruidos y las voces, porque no veíamos nada— y nos trasladaron a Buenos Aires. Cuando llegamos acá,
el que nos recibió, que supongo estaba investido con cierta autoridad, nos dijo: "¿Cuál es el último
lugar adonde quisieran estar?" Le respondimos sin dudarlo: "En la Escuela de Mecánica". Entonces
nos dice: "Bueno, bienvenidos. Esta es la Escuela de Mecánica, y no se olviden nunca que acá yo soy
Dios, porque la vida depende de mí. Acá se vive o se muere según como a mí me dé la gana."
Susana hizo una pausa y sirvió gaseosas para los tres. Después continuó hablando.
—El día en que llegué me llevaron al cuartito número trece. Famoso cuarto, en el que te desnudaban y
te ataban a un elástico de metal, para dar comienzo al interrogatorio. Ese día estuve largo rato en la
máquina. La máquina era la picana eléctrica. Después, como no tenía nada que cantar porque había
estado mucho tiempo en el exterior, no me torturaron más. Bah, no me torturaron con picana, pero las
torturas no sólo eran físicas. Existía la otra tortura, la psicológica, la que te sumía en la indignidad.
Algunas veces te tocaba un guardia más clemente, un verde, de no más de diecisiete años, que podía
llegar a apiadarse. En esas ocasiones, sobre todo a las embarazadas, les llevaban una manzana o un
pedazo de dulce y queso, que en aquel lugar era como comer caviar.
La mirada de Susana Olivera parecía ensombrecerse a medida que rescataba sus recuerdos.
En medio de ese infierno conocí a tu madre. Al principio sólo a través de las palabras, porque ambas
estábamos encapuchadas. Dormíamos en cuchetas vecinas, y nos comunicábamos en voz baja, a través
del tabique de aglomerado. Así me enteré que nacerías en junio, y me pidió que la acompañase en el
momento del parto.
Un día tu mamá, algo ilusionada, me cuenta que se estaban produciendo traslados hacia cárceles del
sur. Por ese entonces como gozábamos de cierta libertad, no llevábamos vendas todo el tiempo y pude
ver sus ojos, iluminados, mientras me lo contaba.
Empezamos a esperar los miércoles, que eran los días de traslado, con una ansiedad nueva, pensando
que si nos llevaban a otro sitio se acabaría el infierno. Sólo sabíamos que te colocaban una vacuna y te
subían a un avión, para llevarte al sur, adonde te blanquearían en una cárcel. No pueden imaginarse
con qué anhelo esperábamos los miércoles. Ahora, recordando todo esto, no puedo dejar de
relacionarlo con la última guerra mundial, cuando los judíos esperaban su turno para ir a las duchas, en
los campos de exterminio. Seguramente debe de ser la necesidad del ser humano de aferrarse a una
esperanza.
La voz de la mujer pareció quebrarse por un momento, pero luego prosiguió, recobrando la calma.
Poco después empezamos a pensar mal de los traslados, nos llamaban la atención algunos detalles: al
día siguiente, por ejemplo, aparecía en el pañol la ropa de los trasladados, ¿se irían desnudos?, nos
preguntábamos; una vez, un verde, con lágrimas en los ojos, nos preguntó qué pasaba con la gente que
se llevaban... Hasta que un día, un compañero que volvió de uno de esos "viajes", nos confirmó
nuestras sospechas: el traslado era un vuelo sin regreso. Antes de salir te quitaban las ropas, te
aplicaban una inyección de pentonaval para que te durmieras, no una vacuna como creíamos, y
después te arrojaban desde un avión, con vida, al fondo del mar. Era un viaje hacia la muerte. Esta
revelación hizo que se desvaneciera toda ilusión para nosotros y que, a partir de entonces, los días
miércoles, la vida se transformara en un calvario, rogando que no pateasen la puerta de nuestra cucheta.
Mariana y Pablo escuchaban en silencio, tomados de las manos. Habían estado leyendo muchos
testimonios de esa época, pero oírlos de la boca de alguien que lo había vivido en carne propia, hacía
que sonasen más atroces. De cualquier manera, necesitaban seguir escuchando
Las familias de Nora y Marcos estaban nuevamente reunidas en la sede de Abuelas. Habían tenido
varios entrevistas para prepararse al encuentro con Marina, que se produciría al día siguiente.
Carlos, el hermano de Nora había ido con su esposa y sus dos hijos, pensando que la presencia de los
primos le conferiría —tal vez— un poco de alegría al momento difícil que se acercaba.
El padre de Nora había fallecido hacía algunos años. Mirta decía que la vida se le había ido apagando
a medida que el tiempo pasaba y la búsqueda de su hija y de su nieta se había convertido en una espera
inútil, en una agonía constante en la cual el único motivo para seguir viviendo era esperar una carta, un
llamado, algo que le devolviera la esperanza, que le calmara la incertidumbre.
Pedro había sido más fuerte. Luchó al lado de Chela casi todo el tiempo. Cada mañana, al levantarse
decía: "Hoy, vieja. Hoy va a aparecer Marquitos. Ya vas a ver. Nos va a silbar en la ventana y va a
venir con la nena y Norita y todo va a ser igual que antes. Igualito a cuando éramos felices". Pero a
medida que pasaron los años la mente se le fue enredando y los recuerdos y las premoniciones
reemplazaron a la realidad, hasta que terminó muriendo en la cama de un psiquiátrico, con una sonrisa
triunfal, diciendo: "Ahí está Marquitos, vieja. Viste que te dije que iba a venir".
No había otros familiares. El hermano de Marcos vivía en Suecia desde hacía años y no podía viajar,
aunque les envió los mejores deseos al enterarse de que al fin habían encontrado a Marina.
Ahora estaban emocionados, preguntándose cómo reaccionaría, si aceptaría vivir con ellos, si podrían
—al fin—, abrazarla.
Susana Olivera siguió narrando, con su voz cálida y clara, mientras acariciaba su vientre, que en
contraste con su relato, era el símbolo de la vida.
—Tu mamá, pese a todo, no perdía la alegría. Por las noches te cantaba, casi en un susurro, una
canción venezolana: "Vamos a la mar, tum tumm, a comer pescado, tum tumm...", me parece oírla.
Tenía una voz dulce y clara, y no se rendía con facilidad. Siempre hablaba de lo felices que serían los
tres cuando todo terminase.
Una madrugada, más o menos a mediados de junio, comenzó con las contracciones. La llevaron a la
sala de las embarazadas, que estaba ahí mismo en capucha, y la acostaron sobre una mesa. Me
permitieron acompañarla, tal como ella lo pidió y nos descubrieron los ojos. Yo me quedé helada
cuando vi entrar al ginecólogo, porque pude reconocerlo: era del Hospital Naval. Mi viejo trabajaba
allí como médico civil y me había llevado como a los dieciocho años a hacer una radiografía y me lo
había presentado como jefe de ginecología de ese lugar. Eso significaba que muchos sabían lo que
estaba ocurriendo... El parto transcurrió sobre la mesa, sin otro tipo de atención más allá que la del
médico. A Nora le habían puesto suero, me acuerdo porque cuando hacía fuerzas yo tenía cuidado de
que no se le saliera la aguja.
Circulaba la versión de que a las embarazadas, después de dar a luz, las blanqueaban y las llevaban a
reencontrarse con sus hijos, pero después de habernos enterado de lo que ocurría con los traslados,
esto no nos daba ninguna tranquilidad. También aseguraban que a los bebés los entregaban a los
familiares, pero había algo que nos llamaba mucho la atención. Cada vez que ocurría un nacimiento,
ya tenían listo un ajuar nuevo, impecable, esperando. Y se imaginan que en medio de ese lugar, ver un
ajuar nuevo despertaba sospechas. Además, desde hacía algunos meses, a las embarazadas les daban
un cuidado especial, lo que te hacía pensar que les interesaba la salud del bebé.
Cuando el médico se retiró, quedamos unos minutos a solas, sin guardia, y Nora me preguntó,
angustiada, cómo podríamos hacer para reconocerte, si te llevaban de allí. No sabíamos qué iba a pasar.
Lo único que se nos ocurrió fue hacerte una marca. Entonces en nuestra inocencia, en nuestra ilusión,
en nuestra desesperación, te hicimos una agujero en la oreja con una aguja de coser y con un hilo azul.
Me tocó hacértelo a mí, porque tu mamá no podía. Era tremendo pero tenía que hacerlo. Te traspasé el
lóbulo, con una aguja medio oxidada y después te atamos el hilito como si fuese un aro. Piensen cuál
habrá sido el grado de desesperación, que suponíamos, en ese momento, que nadie lo iba a ver, que ese
agujerito con el hilo azul iba a ser invisible a los ojos de ellos, que pasarían pocos días y tu mamá te
iba a encontrar. No sé... De cualquier manera no podías pensar en el futuro. Ahí adentro el futuro más
lejano era el día siguiente. Tenías que sobrevivir hasta el día siguiente.
No sabes cómo berreaste. Y además nos perseguía la idea de la infección que pudo haberse hecho, al
hacer eso sin alcohol, ni otros cuidados. Siempre me quedé pensando en lo que habría pasado con tu
oreja.
Mariana no dijo nada. Solamente se levantó el cabello del lado derecho y le mostró su oreja sin lóbulo.
Susana le apretó una mano, después le acarició la oreja y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pasó un
largo rato antes de que pudiera hablar:
—A tu mamá no la volví a ver después de ese momento. Pero quiero que sepas que fue muy valiente.
Soportó todo con una dignidad feroz. Y en los peores momentos, antes de que nacieras, repetía hasta el
cansancio que vos le ayudabas a soportar la muerte, porque estar ahí adentro era como estar muertos...
Y tenía razón...
Susana Olivera se quedó unos instantes con la mirada perdida, y después, regresando al presente, tomó
las manos de los chicos y les dijo, mirándolos a los ojos:
—No voy a olvidarme nunca de todos esos años. Es imposible sepultar tanta barbarie, pero siento que,
pese a todo, no han podido vencerme. Tal vez nunca volveré a ser completamente feliz, pero seguiré
apostándole a la vida y luchando, a mi manera, por un mundo mejor...
Mariana y Pablo se fueron emocionados, llevándose en su memoria la imagen de esa mujer, de casi
cuarenta años, acariciándose el vientre prominente, mientras los saludaba con una sonrisa en la puerta
del ascensor.
31
Tuvieron que caminar muchas cuadras para sentir que podían insertarse otra vez en el ahora.
Caminaron en silencio, cada uno deambulando con su pensamiento por aquellos intrincados caminos
del pasado, a los cuales el relato de Susana Olivera los llevó.
Cuando quisieron acordarse en donde estaban, se vieron rodeados por personajes extravagantes que
recorrían una plaza atestada de personas que, a juzgar por el aspecto y el idioma que hablaban, eran en
su mayoría, turistas extranjeros.
Un anciano engalanado con ropajes verdes y dorados, les sonreía desde lejos. Tenía barba y bigotes
blancos, que se confundían con su larguísima cabellera y un casquete del mismo color que su traje,
coronando su cabeza. Se detuvieron a observarlo como quien mira el carnaval.
Siguieron caminando, mientras observaban las antigüedades que se amontonaban en los exhibidores,
despidiendo su olor a cosa vieja. Mariana se entretuvo con los teléfonos y los abanicos. Pablo con todo
objeto extraño que se cruzara: sifones azules y verdes, cámaras fotográficas con fuelles, gramófonos
lustrosos que arrancaban voces cascadas a los discos de pasta.
En un recodo, un caballero de cuento, los saludó con una reverencia y una anciana totalmente cubierta
de flores, les dio la bienvenida a la feria de San Telmo.
Recorrieron galerías y casas. En una de ellas, en un cuarto en penumbras al que llegaron por una
interminable escalera de hierros enmohecidos, se encontraron con trajes de otros tiempos. El fotógrafo
los miraba divertido mientras se probaban sombreros con plumas, levitas, vestidos con miriñaque,
trajes de fangueros y guantes de tul.
—Hermosa señorita, ¿no aceptaría a este humilde señor, como esposo? —le dijo Pablo, cuando
terminó de vestirse, exagerando la voz.
—Me encantaría, de no ser que usted, de acuerdo a la ropa que lleva puesta, está viviendo treinta años
después que yo —le contestó Mariana riendo.
Se sacaron fotos, jugando a ser otros y distorsionando las épocas, como si fuesen los dueños del
tiempo.
—Me alegro de que estén aquí, y por lo que veo un poco más tranquilos que unos días atrás. Dentro de
un rato llegará Marina. Ella ya se ha reunido con nuestra psicóloga y aparentemente está preparada
para el encuentro.
—¿Va a venir ahora? —preguntó Mirta.
—De un momento a otro. Pablo, su novio, la acompañará. Creo que estamos todos muy emocionados,
¿no?
En ese momento sonó el portero y el silencio quedó flotando en el aire como una presencia más, hasta
que oyeron el ruido del ascensor y por fin, la puerta se abrió para que entrara Mariana.
Cuando ella apareció fue como si la vida, en un juego macabro les devolviera a Nora por un momento.
Pero todos sabían que eso era una ilusión, y la presencia de Mariana o Marina, sólo estaba
confirmando el paso del tiempo, y la pérdida definitiva de la esperanza de que Marcos y Nora
aparecieran con vida.
Era un sentimiento extraño, confuso.
La primera en recuperarse de la impresión fue Chela, que se adelantó y le dijo, mirándola a los ojos:
—Pónete cómoda. Cuando quieras, podemos empezar a charlar.
Mariana se sentó, mordiéndose los labios. Se sentía ajena, confundida, y con unas ganas terribles de
salir corriendo. Pablo le tomó la mano y ejercitó todos los códigos de amor que habían fabricado,
sabiendo que en ese momento Mariana lo necesitaba más que nunca. Y fue él, al cabo de un rato,
quien rompió el silencio.
—Iba a venir Ismael —dijo Mónica como si estuviese hablando para sí misma.
—Ahora entiendo tus sonrisas misteriosas —le contestó Ana.
—Sí, pero me habló ayer diciéndome que no podrá viajar. Quiere que vuelva.
Las imágenes de ambas se reflejaban en las aguas mansas de la orilla del Ubajay.
Se habían ido a pescar, tratando de acortar la espera angustiosa que les provocaba el regreso de los
chicos y para no quedarse todo el tiempo pendientes del teléfono.
—¿Te vas a volver a España?
Mónica dejó por un momento la pesca. Se quitó la túnica transparente que cubría su traje de baño y se
recostó sobre la arena húmeda con un cigarrillo encendido. Al rato le contestó.
—No he decidido nada todavía. Lo extraño mucho, pero esperaré el regreso de mi hermana, y sobre
todo la decisión de Mariana. "
—Marina —la corrigió Ana.
—Mira, esa cuestión es anecdótica, ¿no? La identidad no pasa solamente por el nombre. Le voy a
proponer a Mariana que se quede a vivir conmigo. Sin presiones de ningún tipo, como si mi casa fuese
una opción neutral.
—La idea me parece buena, pero te confieso que cuanto más lo pienso, más temores tengo de que
Mariana se vuelva con ellos.
—Será lo que tiene que ser —dijo Mónica con un suspiro—. Pero espero que la verdad sea más fuerte.
Recuerdo que una vez alguien dijo: "Quiero poder disfrutar del paraíso aquí en la Tierra y no sólo
cuando me muera". Yo siempre estuve convencida de que junto al paraíso existe el infierno, pero no
para los muertos —como han tratado de hacernos creer— sino para los vivos. Lo importante es saber
quién es quién para no equivocarte. Espero que Mariana lo sepa.
Hacía más de una hora que habían comenzado a charlar y poco a poco fueron sintiéndose más
cómodos.
Nadie mencionó a los apropiadores de Mariana, y ella se los agradecía en secreto.
—¿Hay más fotografías de Marcos y de Nora? —preguntó de pronto.
—Sí, yo traje algunas —dijo Mirta buscando en su cartera—. Mira, éstas son de cuando era más
chiquita. Estas son las de la escuela, la de la comunión, la de la fiesta de egresados... Acá está con tu
papá, cuando ya eran novios.
Mariana las fue mirando
—¿Y las del casamiento? —preguntó.
Se hizo un silencio.
—Ellos no se alcanzaron a casar —dijo Mirta.
—No alcanzaron, pero tampoco querían hacerlo —aclaró Chela—. Al menos por Iglesia. Tenían otras
convicciones.
—No, pero tu mamá me había prometido en una carta que apenas
pudieran se iban a casar. Por lo menos les iba a dar la bendición un cura tercermundista. Ella me lo
escribió; —y después de un suspiro agregó— Era tan parecida a vos...
Mariana también suspiró, después de un silencio largo que iba tornándose incómodo. Tenía ganas de
irse. De estar a solas con Pablo, lejos de tantas miradas que parecían hurgar adentro de ella para saber
si era o no era, tan parecida a su madre.
—Para mí no es fácil todo esto —les dijo de pronto—. Necesito que me entiendan. No los conozco, al
menos no los conocía hasta hoy. Creo que voy a necesitar mucho tiempo. Tampoco los conocí a ellos
y por más que me cuenten cosas o que lea cartas que ellos escribieron, no puedo quererlos, porque no
los conocí.
—Yo quería decirte —agregó Carlos—, que si vos quisieras venir a vivir con nosotros, con tus tíos y
tus primos, nuestra casa te está esperando desde hace mucho tiempo, desde antes de que siquiera
tuviéramos la esperanza de encontrarte alguna vez.
Mariana le pidió ayuda a Pablo con la mirada. Después de un rato agregó:
—Por ahora no se lo que quiero hacer. Necesito tiempo. —Y yo necesito decirte algo muy importante
—le dijo Chela—. No sé si puede alcanzarte, si puede servirte, pero quiero que sepas que nunca te
abandonamos. Que siempre, desde el primer momento, cuando apenas eras un puntito en la panza de
tu mamá, te quisimos y te esperamos. Y durante todos estos años de espanto en que no sabíamos
dónde estabas, no dejamos de buscarte. Te buscamos por todas partes, imaginando tu caraQueríamos
engañar al tiempo, soñando que se detenía y que cuando al fin te encontráramos serías aún la nena
chiquita que vendría corriendo a nuestros brazos. Pero al tiempo no se lo puede engañar. Creciste. Sos
casi una mujer. Y te seguimos queriendo y te vamos a seguir esperando todo el tiempo que necesites
hasta que puedas o quieras querernos.
32
Eran los primeros días de febrero cuando Mariana, siguiendo un impulso decidió viajar sola a Rosario,
a la casa de Chela.
Desde ese primer encuentro la llamaban casi todos los días, o Carlos o sus abuelas. Ella los atendía
con amabilidad un poco forzada, pero no manifestaba deseos de verlos.
Ahora, mientras el taxi la acercaba desde la terminal hasta el barrio en el que vivía su abuela, Mariana
estaba arrepentida de no haberlo pensado mejor.
Se bajó un par de cuadras antes, para poder caminar e intentar analizar lo que sentía. Las casas tenían
hermosos jardines, y se respiraba un aire de calma muy parecido al de la Villa.
Cuando le abrieron la puerta, pudo reconocer a Chela, que evidentemente la estaba esperando.
El tiempo se les pasó rápido, mientras las dos trataban de rescatar los hechos y los afectos que se les
había negado vivir; pero a lo largo de la tarde tuvieron la certeza de que esos años estaban
definitivamente perdidos.
Su abuela salió un momento y volvió con una torta de manzanas, y una bolsa repleta de cartas y fotos
viejas.
—Esta torta era la preferida de Mareos. Se sentaba ahí, adonde vos estás, porque decía que era el lugar
privilegiado para sentir el perfume de los rosales. Y mientras me hablaba de todos sus sueños se comía
media torta, con un litro de café. Era Sancho Panza y Don Quijote. Todo en uno.
Después se puso a revolver en la bolsa de recuerdos.
Primero sacó los pañuelos firmados, que les habían enviado desde todas partes del mundo, para una
gran marcha, en la que pedían por la aparición con vida de los desaparecidos.
Después, fue sacando las cartas que les enviara Marcos, desde mucho antes —cuando estaban
separados debido a los viajes de ellos—, en las cuales él le contaba sus sueños, su militancia, su lucha.
Siguieron con las que les envió después de su secuestro, mientra estuvo oculto, hasta llegar a la última,
pocos días antes de que desapareciera para siempre. Mariana se puso a leer:
Queridos viejos:
¡VIVO! (haciendo referencia a una pregunta que hiciera mamá en una carta anterior) y me alegro
mucho de poder hacerlo. Creo que en esta época no son muchos los que lo hacen, por lo menos con
plenitud. Además parece que hay muchos que quieren evitarlo a toda costa. No hay más que mirar
para los costados o para arriba. Por aquí las cosas, como de costumbre...
La carta se extendía en más de dos carillas, pero Mariana no podía apartar sus ojos de ese primer
párrafo. La palabra "Vivo" le había quedado flotando, tan contradictoria con la realidad. Él deseaba
estar vivo, vivir con intensidad, y sin embargo...
Cuando Chela le alcanzó una foto diciéndole que iba a conocer a su padre antes de haberse dejado la
barba, tal como estaba cuando le anunció que iba a tener un hijo, Mariana se sorprendió.
Era muy difícil para ella pensar que ese chico sonriente, casi de su misma edad, era su padre. Trató de
imaginar cómo sería ahora, de estar vivo y se dio cuenta de que jamás podría recuperar lo
irrecuperable.
Chela se quedó en silencio, esperando a Mariana, que no podía salir del círculo encantado de los
recuerdos que su abuela le había ido guardando, para que ella intentara reconstruir su historia perdida.
La abuela, desde el peso de sus años que parecían haberse multiplicado con el dolor, se preguntaba qué
estaría pensando esa joven casi desconocida, que fuera criada entre gentes tan distintas, venerando
cultos y costumbres que para ella eran intrascendentes, renegando de muchos de los valores de su hijo.
Hoy, cuando parecía que al fin la había recuperado, se daba cuenta de la distancia tan tremenda que las
separaba.
Mariana dejó la carta y por primera vez le pidió a su abuela que le contara algo sobre el secuestro de
su padre.
Chela comenzó a hablar con voz pausada:
—Todas las historias fueron terribles, pero lo que nos pasó con Marcos fue espantoso... El día en que
lo vinieron a buscar él no estaba. Cuando regresó vio los autos y pudo escaparse. Estuvo escondido
durante un tiempo en Rincón. Nosotros lo sabíamos porque él se comunicaba por teléfono o por cartas,
hasta que lo secuestraron... Después de muchos meses de no tener noticias, nos llaman desde Santa Fe,
diciéndonos que lo habían matado en un enfrentamiento. Recién al año de esto nos vuelven a llamar, y
nos entregan el cuerpo, pero no nos dan el certificado de defunción, así que, cuando regresamos a
Rosario, no pudimos darle sepultura. Entonces nos trajimos el féretro a casa, porque no teníamos
donde dejarlo. A los pocos días llega un "señor", vestido todo de negro, diciéndonos que tenía orden
de ver el ataúd. Después nos obligó a colocarnos junto a él y se quedó por mas de una hora. Antes de
irse, nos dijo que regresaría cada quince días para repetir la ceremonia. Y así fue: durante más de un
año, cada dos semanas aparecía este "señor" y nos obligaba, a tu abuelo, a tu tío y a mí, a hacer junto a
él un simulacro de velatorio, parados alrededor del ataúd.
Mariana la miraba asombrada.
—¡Y para qué hacía eso? —le preguntó.
—Supongo que para atormentarnos, para enloquecernos. Nosotros lo aceptábamos porque teníamos
miedo. El nos amenazaba diciéndonos que los organismos de inteligencia nos controlaban, y bueno,
teníamos otro hijo y... estábamos aterrados. Pero a medida que pasaba el tiempo empezamos a estar
cada vez peor. Imagínate que tu tío terminó por colocar el ataúd en su cuarto, sobre la cama de
Marcos... Había pasado casi un año, cuando yo me impuse y casi obligué a tu abuelo a que me
acompañase a Santa Fe. El director del cementerio todavía se acordaba de nuestro caso y dijo que, si
bien él no podía darnos un certificado de defunción, nos daría un permiso para cremarlo... Fue así
como, al regresar a Rosario, pudimos hacerlo y trajimos las cenizas en una pequeña urna que
enterramos debajo de uno de los pinos, en el patio de casa. En uno de esos pinos a los que tu papá se
subía cuando era chico, riéndose de mi miedo... Después, por supuesto, durante muchos meses
tuvimos que soportar las amenazas y persecuciones del "señor" de traje negro. Nos siguió visitando,
mientras otros nos vigilaban en las esquinas y nos perseguían cada vez que salíamos... En fin, fue
terrible. Pero no terminó ahí. Porque un tiempo después, telefonean para decirnos que teníamos que ir
a reconocer el cuerpo de tu papá, porque lo habían baleado en un enfrentamiento. Pero no era él. Unos
días más tarde, alguien nos llamó y nos dijo que Marcos no estaba muerto, que estaba en lista de
desaparecidos. Ahí fue cuando tu abuelo empezó a enfermarse. Esperaba que apareciera en cualquier
momento, o que alguien llamara para darnos algún dato, o para decirnos adonde estabas vos. Y así,
poco a poco, fue enloqueciendo.
Mariana quedó un rato en silencio, tratando de asimilar lo que su abuela le había contado. Después
preguntó:
—¿Nunca hablaste con alguien que lo haya visto después de que lo secuestraran?
Chela suspiró y después le dijo:
—No. Nadie vino a contarme nada. Sin embargo, un día me llegó una carta sin firmar, de un
muchacho que decía haber estado con él en el Pozo de Banfield. No sé si habrá sido cierto. Hubo gente
que inventaba cosas por el simple gozo de fantasear o jugar con el dolor del otro. Me mandó una
cadena con una media luna de metal, que dice que Mareos llevaba colgada en el cuello. Yo no
recuerdo habérsela visto, pero tampoco podría asegurar que no haya sido así. Según lo que me decía en
la carta, Marcos le había contado una historia sobre la media luna, que ya ni recuerdo, algo así como si
hubiese sido la alianza de casamiento con Nora. Eso fue lo que me hizo dudar, porque Marcos no era
de andar en esas pavadas. Pero, por esas cosas, no la tiré. Debe de andar metida en esta bolsa,
enredada con tantos recuerdos...
Mientras Chela la buscaba, Mariana se sacó la que ella llevaba colgada debajo de la remera y se la
mostró, justo en el momento en que su abuela sacaba la otra.
—¿Me la regalas? —preguntó Mariana después de explicarle cómo llegó a sus manos la otra media
lunita.
—Sí, mi amor —le dijo Chela, y por un momento fugaz le pareció sentir que la distancia se había
achicado algunos centímetros.
Cuando acompañó a Mariana hasta la puerta de calle no faltaba demasiado para el atardecer. El taxi la
estaba esperando. Se llevaba la torta y algunas cartas y fotos que su abuela quiso darle, además del
colgante.
Chela se dio vuelta antes de que el coche partiera porque no quería que viera sus lágrimas, pero volvió
a acercarse cuando escuchó que Mariana la llamaba.
—No me pidas que te quiera, todavía —le dijo su nieta—. Pero voy a intentarlo.
Pablo la estaba esperando en la terminal y no paró de abrazarla durante un largo rato.
En el trayecto hacia la quinta, mientras las luces de los automóviles apenas iluminaban sus rostros a
través de la ventanilla del colectivo, Mariana fue contándole lo que había vivido, entre beso y beso.
Pablo volvió a sentirse más tranquilo, como si la sombra de la duda, del miedo a perderla fuera
disminuyendo con el paso que Mariana acababa de dar.
Cuando bajaron del micro y caminaron por las calles de arena, Pablo se animó a decirle que los que
decían ser sus padres habían anticipado el regreso y llegarían al día siguiente, a media mañana.
33
Nadie había querido ir al aeropuerto. Mónica se había levantado casi al amanecer y estaba alimentando
el horno a leña, para quemar las últimas piezas de la serie.
Mariana y Pablo iban al galope, callados, sobre el camino de las defensas nuevas. Cuando llegaron al
bosque se bajaron y ataron las riendas de Espartaco al alambrado para que pudiera gozar de cierta
libertad.
—Mariana —le dijo él abrazándola con fuerza—, quiero que nos casemos. Por favor, no te vayas con
ellos.
Ella trataba de no llorar.
—No quiero ir con ellos, Pablo, Pero tampoco estoy preparada para casarme. Mónica me propuso vivir
con ella, y los demás... Mirta, Chela, Carlos, hasta tu vieja. Pero no sé cómo explicarte lo que me pasa.
Me siento terriblemente sola. Yo sé que están todos a mi lado, pero... es como si un terremoto hubiese
tumbado mi casa con todo lo que tenía adentro, con mis juguetes de cuando era chica, con los libros de
cuentos, con mi bicicleta, con mis patines, con mis viejos, con mis abuelos, hasta conmigo misma. Y
de pronto alguien me salva. Estoy afuera de la casa, pero todo está destruido. Hay otras casas, hay
otras gentes, hay otros abuelos, hay otros tíos, pero ya nunca más va a ser lo mismo. Y duele. Estoy
mirando las ruinas de todo ese terremoto y no sabes cómo duele. Y nadie puede ayudarme.
Pablo la abrazó en silencio.
Mercedes estaba sentada en uno de los sillones de la sala, cuando vio llegar a Mariana.
Pablo la había dejado sola a pedido de ella y ahora cruzaba el parque despacio, deliberadamente,
mientras lo saludaba con la mano y una sonrisa triste.
Cuando entró en la casa lo primero que la recibió fue una oleada del perfume de su madre y casi
simultáneamente el abrazo apretado, y después el llanto de las dos, que terminó en sollozos ahogados.
Después de un largo rato de llorar abrazadas, Mercedes la miró y comenzó a hablarle.
—Mi amor, chiquitita, cuánto habrás sufrido todo este tiempo, tan lejos de nosotros.
Mariana la miraba en silencio. Ya no lloraba. Trataba de buscar adentro suyo todo el odio que había
ido sintiendo desde que se enterara de su adopción, pero —extrañamente— la invadían sentimientos
confusos, en los cuales se entremezclaban la bronca y el amor.
En ese momento se sintió la voz de Mauricio desde la habitación. Mercedes se puso de pie y fue a
vestirlo, mientras desde allá le decía a Mariana, alzando la voz:
—Ya vamos mi cielo, espera que lo ayude a papá a ponerse lindo para verte.
Mariana tomó fuerzas. Se levantó y buscó la copia de la carta reveladora, que guardaba en su
habitación. Se miró en el espejo de su cómoda y salió resuelta a la sala para enfrentarlos y echar por
tierra todas sus mentiras.
En ese momento Mercedes salía del cuarto llevando la silla de ruedas. Mauricio parecía su propio
abuelo. El cabello que siempre había llevado casi rapado, se veía bastante largo y encanecido, y dejaba
al descubierto dos enormes entradas, como si la frente se le hubiese agrandado. Había adelgazado
mucho y la piel del rostro le colgaba a los costados de sus mejillas en pliegues gruesos.
Lo que más impresionaba era su mirada. Siempre había sido dura, penetrante, y ahora se veía como
ausente, subrayada con enormes ojeras, y al ver a Mariana no paraba de llorar, mientras le decía con
voz apagada: "¿Viste lo que me pasó?".
Ella lo abrazó con ternura, como si la nueva imagen de quien siempre le había dicho ser su padre,
fuese algún abuelo desprotegido, intentando convocar a los vivos a través de la lástima, al sentirse
cerca de la muerte.
No tuvo valor de enfrentarlo. Hubiese sentido que estaba dando el golpe de gracia para acelerar su
agonía. Estuvo hablando con él durante un rato y cuando lo notaron muy fatigado la ayudó a Mercedes
a llevarlo a la cama.
Cuando regresaron a la sala Mariana le dio la carta. Se quedó observando el rostro de esa mujer a la
que, pese a todo, todavía seguía llamando mamá, tratando de buscar en su mente todos los
justificativos posibles para poder, al menos, perdonarla.
Cuando Mercedes terminó de leerla, por primera vez en su vida Mariana notó que estaba desesperada.
Estuvieron hasta media tarde encerradas en la sala. Mónica no se atrevió a interrumpirlas y Pablo y
Ana aguardaron en su casa, luchando contra la ansiedad y las ganas de acompañarla.
Cuando terminaron de hablar y las dos sintieron que ya no quedaba nada por decir, Mariana lo llamó a
Pablo y le pidió que la buscara.
El caballo galopó hasta la vieja fábrica de aceite y Pablo, en medio del silencio que no se atrevía a
romper, podía intuir que Mariana ya no era la misma. Algo se había quebrado adentro de ella.
La tomó de las manos y esperó que ella hablara.
—No puedo... No puedo dejarlos ahora, mi amor. Te juro que no puedo.
Después de una pausa siguió, ante la expresión neutra de Pablo, que la escuchaba como si estuviese
hablando con un espectro.
—No irme con ellos sería como matarlo y pese a todo lo que me hicieron no puedo hacerlo. El es
como si se hubiese vuelto bebé otra vez. No va a volver a caminar y sé que si yo lo abandono ahora se
va a dejar morir, es como si lo estuviera condenando a muerte. ¿Me entendés? ¿Podes entenderme?
Pablo no podía hablar. Sólo le dijo que no con la cabeza, y siguió sacudiéndola en un gesto de
negación, mientras no podía evitar que le saltaran las lágrimas.
Después dejó de abrazarla y le dio una patada violenta al tronco caído de un eucalipto, mientras
gritaba:
—¡Son unos hijos de puta, eso es lo que son!
Mariana esperó que se calmara y agregó:
—Ella me pidió nada más que un poco de tiempo para que lo hablemos los tres apenas él se recupere
un poco de la operación. Si no los acompaño vamos a tener que hablar ahora y eso sería como matarlo.
—Te siguen mintiendo. Te siguen envolviendo con su hijaputez para dominarte. ¡No vayas! No podes
olvidarte de todo lo que te hicieron.
—Para todos es muy fácil, pero ¿quién se pone en mi lugar? Fueron mis viejos durante toda mi vida y
ahora pretenden que los odie, que me olvide que estuvieron a mi lado todo el tiempo, que los condene,
que entienda que son asesinos. ¿Pero me querés decir cómo hago para borrar toda mi vida? ¿Cómo
hago para olvidarme para siempre de los besos, de las caricias, de los "te quiero", de las noches de
tormenta en que me llevaban a su cama para que no tuviera miedo? ¿Me querés decir cómo hago?
Pablo no pudo contestarle, sólo la abrazó en silencio y lloraron juntos.
34
Mientras el avión iba carreteando Mariana se acordaba del día en que viajaron a Buenos Aires con
Pablo, en su cara de susto, en su ternura, en la intimidad cómplice que los unía mientras buscaban la
verdad, y se dio cuenta de que ya no tendría paz. Era como si estuviera partida en pedazos y
complaciera a quien complaciese ya nunca estaría entera. Sólo tendría que complacerse a sí misma,
pero ella estaba demasiado lejos de entenderlo todavía.
Iba sentada en la ventanilla mirando el vacío que se provocaba debajo de sus pies a medida que el
avión se elevaba. De tanto en tanto observaba de reojo a Mauricio y a Mercedes, que viajaban a su
lado, sintiendo una infinita lástima por ellos, por ella, por todos. Lástima que fue mezclándose con la
bronca, que parecía resurgir con más fuerza a medida que se alejaban.
Habían pasado más de dos meses desde que llegaran al sur. Ya el otoño se anunciaba con su estallido
de colores increíbles en el paisaje de postal en que vivían. Hacía mucho frío.
Mauricio había mejorado notablemente y, si bien nunca dejaría la silla de ruedas, su mirada y su
carácter iban recuperando la fuerza de otra época.
Mariana había intentado sacar el tema varias veces, pero Mercedes siempre se encargó de aplacarla,
diciendole que esperase un poco más, que aún no era el momento.
Mariana estaba escribiendo una carta y de pronto todo comenzó a molestarle demasiado: la voz de
Mercedes, hablándole como si fuese una nena; los llamados imperiosos de Mauricio, para que lo
ayudaran a levantarse; las ganas terribles de estar entre los brazos de Pablo; el olor del río y de las islas
que —desde sus recuerdos— se filtraba entre la lluvia que golpeaba a su ventana desde hacía varios
días; la apariencia de que todo estaba en calma.
Se levantó de su silla y fue directamente a la habitación de
Mauricio.
—Quiero que hablemos —le dijo. Y su tono terminante, imperativo, hizo que Mercedes se acercara
hasta ellos, con su rostro pálido, tratando inútilmente de acallarla.
Mariana le dio la carta, esperando que él la leyese, pero, contra todo lo que esperaba, él la arrugó
dentro de su puño y, mirándola a los ojos le dijo:
—Ya sé de qué se trata. Tu mamá ya me lo dijo. Pero esto no tiene ningún valor. No es más que un
papel del pasado y el pasado es mejor
olvidarlo.
—Para mí no es el pasado —le gritó Mariana—. Esta carta habla de mí y yo estoy aquí, ahora. ¿Por
qué nunca me dijeron que era adoptada?
—Esas son pavadas. Para nosotros sos nuestra hija. Nunca te sentimos como si fueras adoptada. —
Pero no soy tu hija.
—Para nosotros y para la ley, sí. Tenemos tu partida de nacimiento en regla.
—Eso sólo es una mentira más. Yo se quiénes fueron mis verdaderos padres.
Mercedes apeló a un último recurso.
—Mañanita, por favor, mi amor... Mira cómo se está poniendo papá. Le va a hacer mal, ya sabes lo
que dijo el médico. Vamos a dejar esto para otro momento.
—¡Deja de llamarme Mañanita! Ya no soy una nena, y además ése no es mi nombre.
—;Déjale de decir estupideces! —gritó Mauricio—. ¡Fallaría que ahora digas que tampoco te llamas
como le llamas!
—Ustedes me llaman Mariana, pero no es el nombre que eligieron mis verdaderos padres.
—Tus verdaderos padres no existen. Tus padres somos nosotros —agregó Mauricio.
—Dijiste bien. Mis verdaderos padres ya no existen. Están desaparecidos junto a más de treinta mil
personas, y vos lo sabes muy bien porque tuviste mucho que ver con eso, ¿no?
—No voy a permitirte que digas eso. No sabes nada de lo que pasó.
—No sabía nada. Porque ustedes siempre me ocultaron todo. Pero ahora sí sé. Y se la verdad por boca
de los que estuvieron del otro lado, por los secuestrados, por los torturados, o me vas a decir que eso
también es algo sin valor y que es mejor olvidarlo.
Mauricio tenía una palidez cadavérica. La pesadilla que lo despertara tantas noches después de su
accidente se había hecho realidad de pronto. Tardó unos largos minutos en recobrar la compostura, y
entonces le respondió:
—¿Y qué? Hay tantas verdades como lados. ¿O acaso me vas a decir que les vas a creer a esos bolches
hijos de puta antes de creernos a nosotros, que dejamos nuestros mejores años para cuidarle, para que
nunca te faltara nada, para darte lo mejor. Los mejores colegios, la mejor ropa, la mejor educación.
—¡Nunca les pedí nada!
—¡No le levantes la voz a tu padre! —gritó Mercedes.
Mauricio usó un tono calmo y pausado cuando volvió a hablarle a Mariana.
—Seguramente los que te contaron todo eso no te hablaron de lo que hicieron ellos por entonces... En
aquella época ya no se podía salir a la calle porque no sabías si ibas a volver, a causa de las bombas,
de los secuestros, de los asesinatos a sangre fría que realizaban. Las madres no dormían pensando en
sus hijos. Había que terminar con todo eso y nosotros fuimos los elegidos. Nos investía el derecho y el
deber de hacerlo. Ellos no eran nenes de pecho como pretenden mostrarlos. No te engañes. Eran
guerrilleros, subversivos, y había que devolverle la paz al país. Aquello era una guerra.
—Leí muchas cosas sobre esa época y no es como vos lo contás. Decir que fue una guerra es una
excusa para justificar todas las monstruosidades que hicieron —lo interrumpió Mariana.
—Como en toda guerra —siguió él como si no la hubiese escuchado—, hubo algunos excesos. No voy
a negarlo. Pero devolverle la paz al país era lo más importante, había que terminar con el terrorismo.
—Mejor decí que ustedes implementaron el terrorismo. ¿O cómo llamarías a todas las barbaridades
que hicieron? Se creyeron dioses, creyeron que tenían el poder y el permiso de hacer desaparecer a las
personas a su antojo y de quedarse con el botín: nosotros. Podes decir lo que quieras, como hiciste
siempre. Pero ya no soy una nena. Ahora puedo buscarla verdad por mí misma... Si no hubiera sido así,
no hubiesen tenido necesidad de ocultar nada.
—Nadie ocultó nada. Te contaron la verdad, pero te la contaron mal, mi amor —siguió Mauricio
tratando de contener su ira—. Te la contaron los resentidos, los perdedores...
—¿Y éste también es un perdedor? —preguntó Mariana arrojando un recorte de diario sobre la
cama—. Este hombre estaba en la Marina con vos, y ahora habla porque no puede más con su
conciencia. ¿Me querés hacer creer que esto también es una mentira? ¿O me vas a decir que tirar
personas con vida al mar, era necesario para devolverle la paz al país? Te convendría leerlo, a ver si no
se te despierta un poco el arrepentimiento.
—¿De dónde sacaste esa basura? —preguntó Mercedes con un hilo de voz.
—La basura es lo que hicieron ustedes.
Las palabras de Mariana, cargadas de dolor, los golpeó más que cualquier insulto, pero trataron de
sobreponerse.
—No tenes derecho a juzgarnos —le dijo Mauricio—. Actuamos como debíamos. Era la única forma
de terminar con la violencia de esos tiempos. De cualquier manera eso ya pasó Mariana. El pasado no
puede modificarse. La vida quiso que fuésemos tus padres y creo que intentamos hacerlo lo mejor que
pudimos. ¿Adonde vas a estar mejor que aquí?
Mariana no pudo contestarles.
Eran los últimos días del mes de mayo y Pablo estaba sentado frente a la ventana, observando cómo la
llovizna desdibujaba el paisaje.
El otoño siempre le había parecido triste.
En el cielo gris podían verse las hojas de los plátanos que, arrastradas por el viento, se asemejaban a
pájaros perdidos.
Un poco más alias se distinguían las ramas del Ybirá-Puitá que hacía muchas semanas había perdido
sus corolas amarillas.
Intentaba concentrarse en lo que estaba leyendo, pero su mente se resistía, aferrándose a los recuerdos
del verano.
La extrañaba. Sus dos últimas cartas no habían tenido respuesta y pensaba que tal vez Mariana se
había dejado envolver en la gruesa telaraña y ya no quería no siquiera escucharlo, por temor a dejarse
convencer.
Hacía un rato que Mercedes y Mauricio daban vueltas en la cama, rumiando en voz alta las palabras
que creían más adecuadas para decirle a Mariana apenas despertara.
—Lo va a entender, ya vas a ver —trató de calmarlo Mercedes—. Es joven, impulsiva, pero lo va a
entender...
—Fuimos unos idiotas. Hubiéramos tenido que ganarles de mano y contarle lo que pasó antes de que
se enterara sola —le dijo él.
—Anda a saber cómo se lo dijeron...
—Nos hubiéramos tenido que ir del país como hicieron muchos —agregó Mauricio—. Siempre te lo
decía... Quisiera saber de dónde sacó ese diario. A ese traidor se le ocurrió justo ahora descargar su
conciencia y romper el pacto de silencio.
—No te pongas tan mal. Yo creo que lo mejor va a ser no tocar el tema por un tiempo, dejarla que
salga para que se divierta y poco a poco se le va a pasar, quédate tranquilo. No van a tener más fuerza
ellos que nosotros, que fuimos durante todos estos años su familia.
Faltaban pocos minutos para el mediodía cuando Mercedes entró en la habitación de Mariana, con la
bandeja del desayuno y la mejor de sus sonrisas.
—Vamos, chiquita. A levantarse que hoy es otro día...
Dejó la bandeja, corrió las cortinas y se sentó sobre la cama. Recién cuando quitó el cubrecamas para
despertarla se dio cuenta de que sólo había una almohada.
Se puso a llamar a Mauricio con gritos histéricos, olvidando por un momento que el ya no podía
caminar.
Al rato entró en la habitación donde estaba su esposo y, con la cara desencajada, se puso a leer la nota
que temblaba entre sus manos:
No intenten buscarme porque no voy a volver.
Cuando ustedes estén leyendo esta carta hará más de una hora que el avión estará acortando la
distancia con Santa Fe.
Les advierto que tengo las pruebas suficientes como para enviarlos a la cárcel, y un montón de gente
que me apoya y me quiere bien. No se atrevan a buscarme.
Ustedes están enfermos. Los dos. No hay otra forma de entender lo que han hecho conmigo, mientras
afirman que me quieren de verdad.
Durante todos estos meses traté de buscar adentro y afuera de mí, los datos necesarios para no
equivocarme y al fin encontré la respuesta.
"Todos los días que te lleve saber cómo esto fue, te servirán para ser en otro tiempo, algo más
libre". .Esto lo dijo León Gieco, y les aseguro que es así, porque a mí me sirvió.
Mi verdadera mamá estaba en la ESMA y seguramente terminó en el fondo del mar, como tantos otros.
No sé cómo pudieron dormir durante todos estos años, ni tampoco cómo podrán hacerlo de aquí en
más.
Nada de lo que digan podrá justificarlos. Nunca.
MARIANA MARINA
Cuando Pablo la vio entrar se levantó despacio y quedaron uno frente al otro, mirándose sin hablar.
Pasaron varios minutos antes de que se atrevieran a abrazarse. Recién cuando pudieron sentir el
contacto de su piel y volvieron a inventar los besos, se convencieron de que no estaban soñando.
Afuera el otoño seguía arrancándole hojas a los árboles. Adentro, el resplandor de un leño en el hogar
iluminaba sus cuerpos abrazados.
Sabían que no sería fácil. Pero estaban juntos y se amaban. Y los dos sentían que era el momento de
comenzar a construir un tiempo nuevo. El tiempo de detener el tren agonizante y comenzar al fin, a
cruzar la noche.
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