Una escalera al cielo parte 04

 


De regreso a la pequeña granja donde su madre cría conejos, ella le pregunta:

—¿Hace cuánto no te bañas?

—Semanas.

—Apestas —le dice ella en un tono burlón.

Ya en la casa, la madre descubre el vendaje que cubre el torso de su hijo y en un

principio cree que se trata de una herida grave. Helmut le confiesa la situación que lo

viene atormentando.

—No estoy herido. Llevo conmigo un documento inviolable que el propio Führer

me confió.

—¿Un documento?

—No sé de qué se trata.

—¿A dónde debes llevarlo?

—A ninguna parte. Debía regresárselo si él lograba sobrevivir. Pero se suicidó en

su búnker en Berlín.

—¿Y entonces?

—Debo quemarlo sin leerlo.

—¿Alguien más sabe de esto?

—Sólo tú.

La madre quita los vendajes y pone el sobre aparte. Helmut se baña con

meticulosidad y luego baja al patio, donde su madre prepara una fogata para quemar

el sobre. Cuando el fuego ya está a punto, ella echa el sobre entre los leños, pero el

material que lo protege es sumamente resistente y no se quema del todo. Es preciso

entonces regar la envoltura con gasolina y petróleo. Mientras tanto, Helmut se cuadra

en posición militar, contempla las pavesas elevarse por los aires y entra a la casa

apesadumbrado y tembloroso. Pero en el último segundo, en un acto súbito, su madre

se arrepiente, saca el sobre del fuego y logra rescatar unos documentos que

permanecen intactos gracias a la hermética envoltura que los protege.

Pasan los meses y Helmut y su madre se dedican a reconstruir la granja y el

criadero de conejos. Ocasionalmente una comandancia rusa que se encuentra

instalada a pocos kilómetros contrata al joven para desempeñar diversos oficios. A

cambio le dan pan, jamones y embutidos. Una noche, sin embargo, lo llevan a la

comandancia para un interrogatorio. Corren rumores de que él no es un joven

campesino inofensivo. Helmut oculta su verdadero pasado y los hombres lo llevan

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incólume de regreso a casa. En la segunda oportunidad se presentan hombres

alemanes, lo conducen a una hacienda cercana y lo intimidan para que confiese su

auténtica identidad. Uno de los hombres parece estar enterado del sobre. La tercera

visita sucede a altas horas de la noche, lo llevan a la misma estancia, y esta vez unos

individuos se identifican como militares del Alto Reich. Helmut reconoce que uno de

ellos solía visitar el búnker con cierta frecuencia. Las preguntas van acompañadas de

golpes brutales en el rostro, el hígado y los testículos.

—Usted estaba asignado a la guardia especial del búnker, ¿verdad?

—No.

—Usted estuvo en las habitaciones privadas del Führer y él le entregó un

documento importante. ¿Dónde está?

—No sé.

Así, de pregunta en pregunta, Helmut fue torturado hasta perder el sentido.

Cuando volvió en sí, escuchó una voz que sugería:

—¿Por qué no lo matamos?

Alguien contestó:

—Lo necesitamos vivo. Es el único que sabe dónde está el sobre.

Lo dejaron en la granja y le advirtieron que regresarían una semana después para

un nuevo interrogatorio. Su madre lo cuidó en la cama durante tres días. Cuando

Helmut pudo caminar normalmente, lo despertó una madrugada y le ordenó:

—Tienes que irte.

—No quiero separarme de ti.

—Prefiero llorarte ausente y no muerto.

Lo embadurnó con orines y excrementos de varios animales para que no fuera

capturado por los perros de las tropas enemigas, le entregó una mochila con viandas y

una cantimplora con agua fresca, y le puso un anorak de piel de conejo fabricado por

ella misma.

—Intenta llegar a la casa de mi hermana en Dortmund. Ella te protegerá.

—¿Y los documentos?

—Yo me encargaré de ellos. No te preocupes.

Se despidieron en medio de besos y lágrimas. Helmut salió de Strausberg hacia

Rathenow, atravesó el Elba hasta llegar a Celle, de allí se dirigió a Osnabrück, cruzó

bosques en la plenitud invernal, estepas sin rastros de vida humana y llanuras

cubiertas por gruesas capas de nieve. Hizo una parada de dos días en una casa

campesina muy cerca de Münster, y, finalmente, cansado y rendido de fatiga, buscó la

línea férrea que lo llevara a Dortmund. Muchas veces sintió miedo de morir

abandonado en la gruta de una montaña o acurrucado en las ramas peladas de los

árboles negros sin follaje. También lo visitó el pavor de la soledad y la pesadumbre

incómoda de los que suelen monologar consigo mismos alejados de sus congéneres.

Después de largas marchas se encontró con un grupo de muchachos que se dirigía

también a Dortmund. El mayor de ellos tenía unos quince años, la misma edad de

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Helmut, y le habló con voz seca y distante:

—Vamos a cruzar el bosque para alcanzar la estación del tren.

Helmut tenía otros planes.

—Yo voy por el pantano. Es más cerca.

—Hay muchas serpientes por esa ruta.

—No en invierno.

—Allá usted.

Y se fueron sin despedirse.

Cuando Helmut alcanzó la estación, se dio cuenta de que no había rastro de los

demás muchachos. Los únicos vagones que llegaron abiertos iban atiborrados de

familias desplazadas y soldados heridos que volvían a casa. No tuvo más remedio que

irse agarrado a la división metálica que formaba una cruz justo en la unión entre un

vagón y otro. Al fin, paralizado por el frío, aturdido y medio muerto, llegó a

Dortmund y fue hospitalizado de urgencia. Su tía y el esposo de ésta lo sacaron del

hospital y lo llevaron a casa. Allí vivió durante ocho años, adoptado como un hijo

más de la familia. Terminó los estudios de bachillerato y se graduó de ingeniero en la

universidad en 1953.

Muchas veces quiso ir a visitar a su madre, pero ella siempre se lo impidió.

Argumentando problemas de seguridad logró mantenerlo en Dortmund varios años,

llamándolo por teléfono y escribiéndole largas cartas donde lo ponía AL tanto de los

acontecimientos que iban presentándose en Strausberg.

En 1954 Rossmann es contratado por el gobierno colombiano para trabajar en

unas importantes acerías del centro del país. La madre lo aconseja para que salga de

Alemania y se refugie en Sudamérica para siempre. Él le dice que va a ir a Strausberg

a despedirse. Ella, una vez más, se lo impide.

En Colombia, Rossmann comienza a construir una vida: se enamora de Milena,

que en ese entonces es una mujer hermosa y elegante, ahorra dinero, se casa, tiene

dos hijos, compra una vivienda, es feliz al lado de su familia. Así van pasando los

años.

En 1970 recibe una llamada urgente de Alemania. Su madre le dice que está

enferma y que desea hablar con él personalmente. Helmut hace maletas y, por

primera vez en veinticinco años, regresa a casa. Cuando llega a Strausberg la

emoción lo vence y un llanto ininterrumpido brota de sus ojos.

Una mujer desconocida abre la puerta de la casa, lo saluda y le indica que su

madre está esperándolo en el segundo piso. Él sube las escaleras con agilidad y

golpea a la puerta.

—Siga —dice una voz distante desde el fondo.

Helmut abre la puerta y se queda paralizado en el umbral. Una anciana con la

espalda inclinada por una joroba monstruosa lo mira desde una silla de ruedas. Su ojo

izquierdo está cubierto por un parche negro y Helmut se da cuenta de que en las

manos faltan los dedos meñique y anular.

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—No me mires así y cierra la puerta —le dice ella con frialdad.

Él obedece pero sigue de pie sin reconocer a su madre en ese cuerpo y en ese

rostro. Se siente ante una desconocida. Al fin toma ánimos y logra preguntar:

—¿Qué te sucedió?

Su madre impulsa la silla de ruedas hasta quedar ubicada cerca de la única

ventana que hay en la habitación. Le señala un butaco que está justo enfrente de ella.

—Ven, siéntate.

Helmut nota que la cercanía de su madre lo asusta, como si se tratara no de un ser

amado sino de una bruja malévola extraída de algún cuento infantil. Insiste en su

pregunta:

—¿Qué te sucedió?

—Ellos me torturaron.

—¿A quiénes te refieres?

—Los mismos que te torturaron a ti… Aquel día que intentamos quemar el sobre

yo rescaté intactos de las cenizas los documentos que iban adentro… Los hombres

volvieron preguntando por el sobre, registraron la casa y al no encontrar nada se

enfurecieron y la emprendieron conmigo.

—¿Por qué nunca me dijiste nada?

—¿Para qué? No ganaba nada con ello.

—¿Y les entregaste los documentos?

—Por eso te hice venir… Me siento muy cansada, estoy enferma y presiento que

voy a morir pronto… Guardé esos documentos porque en ellos hay una información

capital para Alemania… Ya verás… Lo importante es que te vayas ahora mismo…

Tu vida corre peligro aquí…

La anciana respira con dificultad, ahogándose entre frase y frase. Helmut siente la

necesidad de abrazarla pero se contiene al ver ese ojo único que lo mira con

indiferencia. Su madre saca de su regazo un sobre mediano que sostiene entre los

dedos índice y pulgar de la mano derecha, y se lo ofrece extendiendo el brazo hacia

adelante. Él lo sujeta sin pronunciar una palabra. Ella le dice:

—Lo extraje de su escondite hace unas horas… Sabía que llegarías pronto…

Estudia esos documentos con calma… Ahora vete… Consigue un hotel en Berlín y

regresa mañana a Colombia… Si llegan a descubrirte te matarán…

Helmut quiere besar a su madre, expresarle su afecto, decirle que durante años la

ha recordado con cariño y gratitud, pero ella, tal vez interpretando ese momento

como un gesto de debilidad de su hijo, gira la silla de ruedas hasta quedar de espaldas

a él.

—Vete —le dice con insensibilidad y crudeza.

Él se levanta, abre la puerta, baja las escaleras y, sin despedirse, agarra sus

maletas y se va. Más tarde, en el hotel, en Berlín, descubre que su madre lo

descompuso emocionalmente impidiéndole controlar la situación, y ya en la

tranquilidad de su cuarto abre la maleta y acaricia varios objetos que había comprado

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como regalo en el aeropuerto para ella. Cerca de la medianoche el cansancio lo hunde

en un sueño lleno de imágenes incomprensibles.

En efecto, al día siguiente regresa a Colombia, y una semana después recibe la

noticia de la muerte y el entierro de su madre en el cementerio de Strausberg. El

telegrama le llega cuando los oficios fúnebres y religiosos ya han sido cumplidos.

Helmut sabe que su madre dio la orden de que el mensaje le fuera enviado cuando

ella ya estuviera muerta y enterrada. Como advirtiéndole «No vengas, no tienes nada

que hacer aquí».

A partir de ese instante Rossmann se concentró en el estudio de los documentos y

lo que halló en ellos lo dejó atónito y le produjo más de una noche de insomnio. Esa

tarde de abril de 1945 Hitler le había entregado toda la documentación necesaria para

la construcción del Cuarto Reich. Estaba la lista de organizaciones internacionales

que colaboraban libremente con el proyecto nazi y se detallaba el monto de dinero

que cada una de ellas había venido donando en los últimos años —la mayoría de ellas

dirigidas o administradas por alemanes—; estaba el nombre de los partidos políticos

que, desde los países más remotos hasta los más cercanos, habían escrito explicando

su identificación con la política y las ideas enunciadas por el Führer; estaban

enumeradas las compañías financieras, las fábricas y los grandes consorcios

económicos en todo el mundo en los cuales Alemania, a partir de 1935, había

invertido sumas cuantiosas en efectivo o acciones de las mismas empresas; estaba el

catálogo de los bancos y corporaciones donde, en forma directa o a través de

testaferros, el Tercer Reich había guardado dinero en efectivo en cuentas corrientes o

certificados de depósito, lingotes de oro y joyas en cajas de seguridad —había una

hoja especial dedicada a las cuentas secretas en los bancos suizos con sus

correspondientes claves para activarlas—; estaba el registro de entidades encargadas

del negocio de las comunicaciones —diarios, revistas, magazines, semanarios,

emisoras de radio, editoriales, productoras de cine, cortometrajes y documentales—

simpatizantes con la causa alemana desde 1939, cuando había comenzado la guerra;

y, lo más sorprendente, lo que bordeaba ya con lo inverosímil, estaba la relación de

todos los lugares (venían los mapas con aclaraciones pertinentes) donde habían sido

escondidos con sumo cuidado tesoros cuantiosos con los cuales se podía contar para

la reconstrucción de Alemania y la fundación del Cuarto Reich. La última hoja era

una carta del propio Hitler en la que recomendaba, aconsejaba y sugería ciertos

movimientos claves para que su proyecto lograra resucitar de las cenizas.

Semejante información aniquiló a Rossmann, lo destruyó psicológicamente e hizo

trizas la nueva vida que había intentado fundar en Colombia. Se debatía día a día

entre planes y argumentaciones irreconciliables y contradictorias, unas veces le

parecía que no tenía derecho a quedarse con esa información y que lo mejor era

entregarla a sus compatriotas fascistas, y en otras oportunidades se decía que lo mejor

era destruir esos documentos y olvidar para siempre esa pesadilla que ya suficiente

daño había acarreado a su patria y al mundo en general. La verdad fue que no hizo ni

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una cosa ni la otra. Comenzó a sufrir de fuertes depresiones durante las cuales se

encerraba en un pequeño taller a elaborar objetos de madera, seguidas de etapas de

euforia y delirio en las que llegaba incluso a castigar y a golpear con violencia a sus

hijos. Su estabilidad mental se agrietó y su relación con los demás se enturbió hasta el

punto de tener que aislarse y encerrarse en los laberintos tortuosos de su angustiada

intimidad. En la última semana de vida decidió confiar en Milena, contarle la historia

sin ocultar detalles y entregarle el sobre para que ella tomara la determinación que

considerara correcta. Al fin y al cabo Milena había sido su mujer, su amiga y la única

persona que había permanecido a su lado sin traicionarlo y sin pedirle jamás una

explicación que justificara su extraño comportamiento. Ella merecía ese postrer acto

de confianza.

Aquí terminó el relato de Milena. Era la una de la tarde. Yo había tenido que

cambiar los cassettes de la grabadora en dos oportunidades. Ella estaba agotada,

tomaba aire despacio, con lentitud pasmosa, buscando recuperarse con cada

inhalación que hacía llegar hasta los pulmones. Guardé mis lápices, mis anotaciones

y la grabadora, agradecí el tiempo que me había dedicado y la confianza que había

depositado en mí, y me despedí con palabras afectuosas. Con una voz que parecía

venir de otra dimensión, Milena me dijo:

—Acérquese… Aquí, debajo del edredón, hay algo para usted…

Seguí sus indicaciones no sin sentir un temblor extraño que me recorría el cuerpo

de arriba abajo. Agarré el sobre y retiré mi mano de la cama.

—Mis hijos no saben nada al respecto… No quiero ver sus vidas destruidas…

Llévese eso de aquí… Por favor…

Volví a despedirme, llamé a mi amiga para avisarle que la entrevista había

terminado, murmuré de nuevo dos o tres frases de agradecimiento, y salí a la calle en

busca de luz y aire fresco. Recuerdo haber caminado por la ciudad varias horas como

un autómata, a la deriva, sin rumbo fijo, como un vagabundo nómada que cambia de

trayecto a cada paso. Cuando la tarde cayó y la noche ya se insinuaba con sus juegos

de penumbra, regresé a mi apartamento fatigado, sediento y hambriento, como si

acabara de llegar de una expedición militar en medio del desierto.

Dos días más tarde Milena murió. Asistí al entierro y las cinco o seis personas

que estábamos en él tuvimos que soportar un aguacero torrencial que hacía aún más

deprimente la situación. Noté que el ataúd era de un tamaño mucho más grande de lo

normal.

Mi cabeza era un caos de ideas confusas que se entremezclaban sin sentido

alguno y que me impedían pensar con rigor y coherencia. Así pasé semanas

intentando recobrar el equilibrio interior que siempre me había caracterizado. Logré

entonces escribir el reportaje de Helmut Rossmann, presentándolo como un joven

aventurero en medio de la guerra que, al enterarse del suicidio de Hitler, termina

quemando los documentos que lleva escondidos en su pecho. El texto fue un éxito y

el director de la revista me ofreció generosamente nuevos encargos.

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Lo único cierto es que la posesión de estos documentos me aflige y me martiriza,

y sé que he sido depositario de una verdad que me supera y para la cual no estoy

preparado. Imagino mil posibilidades cada día para aprovechar ese dinero en

beneficio de causas nobles, pero no tengo las herramientas necesarias para iniciar una

empresa de tal envergadura. A veces, en las heladas horas de la madrugada, me

despierto y veo a la madre de Helmut encorvada en su silla de ruedas como un

pajarraco horripilante, veo al propio Helmut deprimido y espantado en el fondo de su

taller de carpintería, y veo a Milena sufriendo de una artritis nerviosa que le paraliza

las piernas y luego se toma los brazos hasta dejarla tetrapléjica en una cama durante

más de ocho años. Sin duda fue ella la que más sufrió, la que se intoxicó con esa

información hasta engordar más allá de los límites de la sensatez y la cordura. Tuvo

que ser tremendo ver cómo su cuerpo se entregaba a una elefantiasis cuyo mecanismo

interior estaba en realidad en ese secreto malsano y nocivo que iba tomándose sin

pedir permiso todo su ser. Es claro que apenas se liberó de ese secreto perjudicial,

Milena pudo descansar y morir en paz. El problema es que ahora esta revelación

insana está dentro de mí y ya comienzo a sentir sus primeros efectos. En noches

delirantes he caído ebrio en rincones de bares miserables, buscando en la

clandestinidad y en el alcohol caminos que me conduzcan al olvido. Me he arrastrado

por las calles como una alimaña, he dormido en los bancos de los parques y en más

de una ocasión me he despertado en hoteluchos mugrientos con prostitutas

repugnantes entre mis brazos. He tenido alucinaciones nocturnas en las cuales

prisioneros judíos rapados, esqueléticos y tuberculosos me reclaman justicia para su

pueblo, para sus hijos y sus nietos. Antes de ingresar a hornos crematorios o a salas

de tortura me señalan con el dedo y me gritan: «¡Justicia! ¡Justicia!». Sueño también

que entro en una morgue vestido de militar y que me lanzo sobre el cadáver de

Milena para descuartizarlo a hachazos y distribuirlo en tres féretros que están a su

lado. Me despierto entonces aullando como un animal herido, cubierto por un sudor

frío y al borde de un ataque de nervios que logro impedir gracias a la ingestión de un

puñado de calmantes que me deja como un zombie, con la mente nublada, ido,

caminando por la habitación como un fantasma en busca de descanso y de reposo. No

sé qué será de mí. No sé si pueda encontrar una salida que me regrese mi vida, mi

bienestar y mi salud. De hecho, escribir esta historia ha sido ya el comienzo de una

esperanza de liberación y de catarsis. El lenguaje como expurgación, como desahogo,

como purificación de fuerzas negativas que habitan en almas enfermas y atosigadas

de miseria y de podredumbre. Las palabras como rayos de luz que iluminan nuestras

llagas más asquerosas y nauseabundas.

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EL ASESINO

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Crucé el cordón de seguridad donde los guardaespaldas armados con metralletas y

revólveres revisaban e interrogaban a todo aquel que quisiera aproximarse a la lujosa

casa de don Gerardo Montenegro. Luego pasé a una caseta donde un celador me

exigió la cédula de ciudadanía y me anunció por el citófono ante la servidumbre que

atendía la casa. Subí las escalinatas despacio, sin apresurarme. En la puerta principal

un mayordomo vestido de blanco me saludó con respeto y distinción, me condujo a

un salón de espera en la segunda planta con muebles tapizados en cuero y pisos

cubiertos por una alfombra oscura y mullida, y me preguntó con una ligera

inclinación del cuerpo:

—Don Gerardo lo atenderá en unos minutos. ¿Quiere tomar algo mientras tanto?

Sentí la boca reseca. La falta de costumbre me hacía sentir como si estuviera

atrapado en un horno entre la camisa abotonada hasta arriba, la corbata

estrangulándome el cuello y el saco de paño controlando mis movimientos como si se

tratara de una armadura medieval. «Me falta la espada y la cota de malla», me dije

mentalmente.

—Un vaso de agua con hielo, por favor.

—Enseguida, señor.

Revisé el aposento: reproducciones de pintores impresionistas (Los comedores de

papas, un Gauguin, dos Toulouse-Lautrec) en lujosos marcos adornaban tres de los

muros de la sala de espera. El cuarto muro estaba ocupado por una biblioteca de

madera que dejaba entrever costosos volúmenes empastados en cuero. El mayordomo

entró con el vaso de agua y lo dejó sobre la mesa de madera que ocupaba el centro de

la sala.

—Muchas gracias.

El hombre se retiró. Bebí con ansiedad, como un pordiosero al final de un largo

día de caminatas interminables. El agua estaba fresca gracias a la baja temperatura

del hielo. Puse el vaso de nuevo sobre la mesa y vi una sombra acercarse por el

corredor. Don Gerardo entró vestido con un traje azul oscuro, una corbata del mismo

color con ribetes amarillos intercalados y zapatos de cuero negro recién lustrados.

Caminaba con dificultad apoyado en un bastón. Me puse de pie y nos dimos un

apretón de manos.

—Excúseme por la demora —me dijo con una voz gruesa, imponente, como si yo

estuviera no ante un anciano de ochenta y cinco años sino ante un sargento en un

campo de entrenamiento militar.

—No se preocupe —respondí con una sonrisa insinuada, a medio camino entre la

cortesía y la magnanimidad.

Nos sentamos uno frente al otro. Don Gerardo inició la conversación:

—Voy a ir al grano.

—Muy bien.

—Lo hice llamar porque la próxima semana viajo a cumplir una reunión muy

importante fuera de aquí. Quiero dejar constancia de lo que ha sido mi vida y por ello

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necesito los servicios de un escritor. Mis hijos, inicialmente, me concertaron una cita

con una jovencita recién graduada de la universidad que decía escribir poesía. Una

muchachita adinerada con cara de oligofrénica. Usted me entiende. Luego hablé con

una señora del Círculo Literario de Bogotá que parecía una hermana de la caridad

después de un derrame cerebral. Una auténtica pesadilla. Decidí entonces llamarlo a

usted.

—Comprendo.

—En caso de aceptar, tiene usted siete días para entrevistarse conmigo, tomar

notas y grabar todo lo que yo le diga. Luego tiene cuatro meses para escribir el libro.

Quiero que esté listo para mediados de noviembre —hizo una pausa para respirar y

tragó saliva—. ¿Cree que puede con el trabajo?

—Tengo que presentarle un esquema inicial…

—No hay tiempo —me interrumpió don Gerardo—. Trabajamos ocho horas

diarias durante siete días, yo me largo y usted se las arregla para escribir el libro. Por

sus honorarios no se preocupe. Mi asistente hará un contrato hoy mismo y se le

pagará por adelantado lo que usted pida. ¿Qué dice?

Me gustaba la forma de hablar de don Gerardo, directa, sin falsas diplomacias, sin

disimular la urgencia de su propósito. Asentí y dije con seguridad:

—Sí, don Gerardo, acepto.

El viejo sonrió entusiasmado.

—Perfecto. Lo espero mañana a las ocho en punto de la mañana. Pase ahora a la

oficina de mi asistente y arreglen lo del contrato. Ella le hará el cheque enseguida.

Nos estrechamos de nuevo la mano y el anciano me indicó el lugar donde

quedaba la oficina de su secretaria personal, en el primer piso, bajando las escaleras.

Acordé un sueldo mensual hasta la finalización del trabajo en noviembre, y la cifra

total era lo bastante elevada como para permitirme vivir un año completo dedicado a

escribir mi siguiente libro sin preocuparme por gastos y obligaciones económicas.

Salí radiante a la calle, un arrebato poco común me recorrió todo el cuerpo, como

si de un momento a otro hubiera sido sometido a descargas eléctricas que despertaran

la agudeza de mis sentidos y fortalecieran al mismo tiempo ritmos mentales en el

interior de la corteza cerebral. Era una alegría física, material, tangible. Así volví a

pie a mi casa, complacido y satisfecho por la consecución del nuevo trabajo. Sólo

esperaba que la vida del viejo estuviera llena de avatares, que se tratara de una

existencia compleja, contradictoria, difícil de clasificar. Y bueno, ya me iría

enterando de todo con calma, sin afanes, llegando a cada instante de su vida a su

debido tiempo, ni antes ni después. Porque la labor de un biógrafo es la del fisgón

que vigila a hurtadillas la vida ajena sin dejarse involucrar en ella. Es el mirón que

violenta la privacidad del otro y que, peor aún, la interpreta como le da la gana sin

consultarle a nadie. De esta manera, la escritura se convierte en una ventana con las

cortinas entreabiertas, en un camuflaje detrás del cual el escritor se esconde para

ejercer sin peligro su papel de detective. Toda biografía es literatura de espionaje.

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Día primero. La entrevista comenzó con una larga exposición de don Gerardo

sobre su infancia a comienzos de siglo en La Candelaria, el barrio colonial de Bogotá.

Su madre vendía frutas, verduras y carbón de palo para sostener a tres niños que

vivían con ella en condiciones miserables en la trastienda, donde Gerardo niño pasaba

los días y las noches entre bultos de papa y grandes montones de carbón ubicados en

los rincones. Me gustó de entrada ese comienzo: la dureza de la vida, el camino del

sufrimiento que endurece al niño y lo prepara para futuras pruebas. Entendí la rudeza

de su temperamento, su altivez, su desprecio por los sumisos y obedientes que

exponen su debilidad como un arma para ejercer dominio sobre los demás. Supe por

qué no había podido comprenderse con la joven y frágil poetisa, ni con la

desfalleciente y alicaída señora acostumbrada a melifluas opiniones entre los círculos

de fanfarrones y ególatras de los guetos literarios bogotanos. Don Gerardo aborrecía

los eufemismos, la pose de persona culta y educada, la carencia de transparencia y

autenticidad. Empecé a sentir una empatía profunda con este hombre, una

identificación automática que me reveló enseguida una verdad que hasta entonces no

había podido vislumbrar: escribiría el libro en primera persona. Yo, Gerardo

Montenegro, al final de mi vida redactaría mi autobiografía como un testimonio y

como un ajuste de cuentas conmigo mismo.

En las horas de la tarde don Gerardo se centró en un suceso que había marcado su

infancia: la muerte de su abuela materna en un hospital de caridad y su doloroso

entierro en el Cementerio Central de Bogotá. Una imagen lo había perseguido a lo

largo de su vida: el negro féretro de la abuela sobre una carreta de madera arrastrada

por un caballo flaco y enclenque, y atrás un cortejo fúnebre constituido por una

madre joven y tres pequeños que no entendía por qué atravesaban a pie las calles

largas e inacabables del centro de la ciudad, por qué había que seguir esa carreta lenta

que transportaba ese cajón oscuro en cuyo interior dormía la abuela. «Ese día supe

que, hiciéramos lo que hiciéramos, al final de nuestras vidas estaba esperándonos ese

negro ataúd como un destino ineludible».

Día segundo. Seguimos trabajando sobre los años de infancia y la reclusión a la

que se vio sometido don Gerardo en un internado de sacerdotes durante siete años.

Período difícil de incomunicación, de exilio espiritual, de fortalecimiento interior. En

algún momento don Gerardo comentó:

—No hay mejor escuela que el sufrimiento, ¿no cree usted?

—En ciertas circunstancias, sí.

—Fíjese que las personas que no han sufrido de verdad, a fondo, tienen un

comportamiento insulso, soso, superficial.

Dejé mi estilógrafo sobre las hojas de papel y levanté la cara para mirarlo

mientras exponía su idea. Él continuó:

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—La gente que no ha tenido que sobrepasar obstáculos, que no ha sido sometida a

pruebas, padece de una ligereza que la inclina a opiniones y formas de vida

impregnadas de banalidad.

—A veces, sí.

—Y lo contrario, personas que han luchado contra la adversidad a pulso, solas,

tienen formas de ser, de hablar, de mirar, en las que uno intuye profundidad, hondura

de verdad.

—No por eso tenemos que hacer la apología del sufrimiento —dije con voz

neutra, sin deseos de entrar en debate.

—Lo digo sólo desde la perspectiva de la formación de un carácter. De hecho se

dice «forjar un carácter», un verbo cuyo sentido original tiene que ver con darles

forma a los metales a punta de martillo. De la misma manera se forman las personas:

a golpes, a patadas, a puñetazo limpio.

No iba a contradecir una verdad con la que estaba de acuerdo. Dije:

—Es cierto. La palabra «templanza» se refiere a una virtud de carácter y, al

mismo tiempo, se usa para hablar de la dureza de los metales.

—Exactamente —afirmó don Gerardo—. Pues bien, desde los ocho años

comencé a intuir que el sufrimiento endurecía una parte de mí de manera brutal, que

me hacía más fuerte, más potente que mis demás compañeros. Y lo agradecí, lo vi

como algo positivo. En otras palabras, entendí la importancia de hacer amistad con el

infortunio, de sentir la desdicha como una bienaventuranza, como un don que nos es

dado para engrandecernos.

Seguí tomando notas de las palabras de don Gerardo. Revisé el cassette de la

grabadora: iba más o menos por la mitad de la cinta. Él siguió hablando:

—El problema de esto fue que desde los ocho años invertí el mundo. En la clase

de religión observaba los graba dos sobre el cielo y veía un rebaño de idiotas rodeado

de nubecitas, arpas y ropajes inmaculados que me producían asco y desprecio. En

cambio los dibujos y los grabados sobre el infierno me parecían admirables: rostros

duros, cuerpos musculosos y desnudos llenos de grilletes luchando contra la

infelicidad sin arma alguna. Y me sentía más cercano del infierno, claro, yo era como

esos hombres, me identificaba con ellos y me parecía deslumbrante la forma como

aguantaban y combatían contra el dolor sin dejarse vencer del todo. El resultado de

esto fue nefasto: sólo respeté, de ahí en adelante, la desgracia y la desdicha. En

consecuencia, mi sentido estético también se invirtió: las escenas felices y

paradisíacas, los rostros perfectos y angelicales, el equilibrio y la mesura, todo eso

me parecía repugnante y me daba ganas de vomitar. Por eso nunca comprendí la

impecabilidad de la pintura renacentista, su equidad, su rectitud matemática, su

perfección geométrica. Admiré, en cambio, la extravagancia barroca, esos rostros

agrietados, esas bocas sin dientes, esos cuerpos abultados y voluminosos, ese mundo

dado a la exageración y la extravagancia. Y más adelante me inclinaría por los

impresionistas, por la poesía de los malditos y por la estética de lo grotesco. En

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últimas, lo que intento decirle es que para mí el cielo, lo positivo, está abajo, y lo que

detesto, a lo que le tengo miedo, está arriba. Para mí el infierno es aéreo y el cielo es

subterráneo. Y le puedo asegurar que no ha sido fácil vivir así.

Día tercero. Nos concentramos en la adolescencia, una época de rebelión y de

enfrentamiento contra una sociedad que mantiene y defiende unas reglas de conducta

de doble moral que propician en la gente la hipocresía y la mentira descaradas. Don

Gerardo se hizo mecánico, se sintió atraído por las máquinas, por esos símbolos

lustrosos de la modernidad industrial. Había estudiado mecánica en la sección de

Artes y Oficios del colegio, y esas bases le brindaron la oportunidad de trabajar en un

taller y ganarse la vida con dignidad y decencia. Se labró cierto prestigio a pesar de

su juventud, y el dueño del taller le sugirió que llamara a dos compañeros para

montar con ellos un taller aparte, una especie de sucursal independiente en otro sector

de la ciudad.

—Recordé a mis únicos compañeros de colegio, los únicos con los que había

podido entablar amistad: El Manco y El Cojo. Como le expliqué ayer, me molestaban

los estudiantes con familias felices, bien peinaditos y respetuosos de las órdenes de

sus mayores. No los soportaba a mi lado. En cambio me fijaba en los muchachos que

siempre eran castigados por los sacerdotes, en los que estaban solos y abandonados

en un rincón los días de visita familiar, en aquellos que se aislaban como una

demostración de fuerza y superioridad. Así fue como di con los dos lisiados e inicié

con ellos una amistad que duró hasta el sexto año de bachillerato, cuando nos

graduamos y tuvimos que salir a la calle a ganarnos la vida como fuera.

—No me diga que los buscó para montar con ellos el nuevo taller.

—Así es. Los encontré sin empleo, en la calle, rebuscándose el pan con trabajos

menores. Quiero aclararle una cosa: me fijé en esos tipos en el colegio no sólo por su

problema físico, sino porque a pesar de ese problema eran los mejores en la sección

de mecánica. Era increíble verlos desmontando un motor, arreglando un piñón,

componiendo una pieza metálica en cuestión de segundos.

—¿Y el dueño del taller sí los contrató?

—Le dije que probara por una semana. Le expliqué que no se dejara engañar por

las apariencias, que ellos eran los mejores.

—¿Y aceptó?

—Sí, lo hizo, y los resultados lo dejaron atónito. Era un espectáculo verlos

trabajando. Nuestro taller comenzó a superar en ganancias al original.

—Increíble.

—Quiero que cierre este capítulo con la imagen de ellos dos engrasados,

sudorosos, imponiendo su voluntad a las deformaciones de la carne, derrotando su

imperfección, equilibrando su fealdad a punta de carácter y de templanza. Los dos

gemelos de la distorsión y la desproporción, y en el medio el motor, símbolo de

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exactitud, precisión y severidad. La razón y las pasiones al lado, los dos monstruos

con Dios en el centro.

Día cuarto. Don Gerardo había crecido sin padre, y esa carencia, en lugar de

entristecerlo o de abatirlo, le producía una especie de satisfacción y tranquilidad.

—El padre es la ley, la autoridad que hay que respetar aunque sospechamos su

teatralidad, su farsa, su pantomima insoportable. Es el pequeño tirano que inventa

leyes, las impone a sus súbditos y luego las irrespeta y las viola sin ninguna

vergüenza. El ejemplo evidente es el Dios del Antiguo Testamento, que legisla el «no

matarás», mientras ha asesinado a diestra y siniestra en Sodoma y Gomorra, mientras

extermina a la humanidad entera excepto a Noé y su familia, mientras aniquila a los

egipcios pensando en salvar a los suyos. Esa contradicción de fondo es todo padre:

pequeños tiranos aprovechándose del poder, usándolo para esconder sus debilidades y

sus miserias.

Don Gerardo respiró con la boca abierta y terminó diciendo:

—El hecho de no haber tenido un padre me obligó a legislar para mí mismo y a

cumplir a cabalidad con esos decretos que yo me imponía. El huérfano de padre tiene

dos caminos: la anarquía total, la ausencia de reglamento de por vida, o la

responsabilidad a ultranza, el acatamiento serio del deber y la obligación. Yo opté por

lo segundo: construí dentro de mí un padre, edifiqué un Dios en medio de mi soledad.

Día quinto. La entrevista giró todo el tiempo en torno a la mujer y al amor. Sentí

ya el cansancio, la fatiga de estar durante horas concentrado en el discurso de otra

persona. Me dolía la cabeza y un decaimiento general se había apoderado de mi

cuerpo. Me di cuenta de que a don Gerardo le sucedía lo contrario: cada día estaba

más jovial, más ligero, como si se estuviera quitando de encima un peso fastidioso y

extenuante.

En esta oportunidad me habló sobre su esposa, sobre la fundación de una familia,

sobre cómo a partir de entonces se había independizado y había comenzado a levantar

el emporio económico que ahora lo convertía en uno de los hombres más ricos del

país. Según él, su esposa había sido el resorte, el mecanismo secreto que estaba

escondido detrás de sus triunfos.

—Un hombre solo es medio hombre. Recuerde usted los mitos del hombre

primordial, mitad hembra mitad varón, el Adán Kadmón, el andrógino inicial en la

mitad del paraíso. Mi mujer lo que hizo fue ponerme en contacto con la mitad

femenina del mundo…

Siguió hablando de esa manera, entusiasmado, relacionando ideas, tejiendo su

discurso mientras caminaba por el salón de un lado para el otro. Su rostro estaba

iluminado por una luz extraña y su rejuvenecimiento saltaba a la vista.

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Día sexto. Estuvimos todo el día trabajando sobre la última etapa de la vida de

don Gerardo. La muerte de su esposa, de su madre, la aniquilación económica y la

ruina de sus competidores, un ataque cerebral que lo deja con una semiparálisis en la

mitad de su cuerpo. Sin embargo, la enfermedad y la muerte vuelven a unirlo con el

lado oscuro de la vida, con la zona de sombra, con la sección siniestra que él, desde

su juventud, conoce a cabalidad. La desgracia había sido una compañera más de

camino, una amiga con la que él se entendía sin ningún problema. Después de la

recuperación en el hospital, apoyado en un bastón, viudo y huérfano, decide salir por

las noches a recorrer el centro de Bogotá, a caminar entre gamines, prostitutas,

vagabundos, vendedores de droga, travestis, ladrones, toda una humanidad enferma y

decaída con la que se ha identificado desde sus años más tempranos de colegio. Con

gran facilidad logra comprar a su guardaespaldas, y en el día lo envía con

determinadas cantidades de dinero para personas que, según sus contactos nocturnos,

están al borde del suicidio o la locura. Sus hijos desconocen sus andanzas, y no saben

que el viejo en las noches deja a su guardaespaldas en casa y sale en busca de la

escalera que debe conducirlo a la profundidad de la noche bogotana, como si se

tratara de un ángel maltrecho descendiendo a los infiernos. Al día siguiente, en las

horas de la tarde, el viejo envía a su mensajero con sobres llenos de dinero para los

más necesitados y menesterosos. Nuestra cita se cierra con una intervención suya

alegre y eufórica:

—Al final de mis días he logrado vivir un sueño que he tenido desde la infancia.

¡Soy Arsenio Lupin robando a los ricos en favor de los pobres! ¡Soy Fantomas, la

amenaza elegante, en contra de unos millonarios superfluos y banales! ¡Soy Robin

Hood ayudando a mis amigos en medio del bosque! ¡Salud, mi querido biógrafo!

Salgo a la calle fatigado. Un agudo dolor de cabeza me hace llorar los ojos

involuntariamente. Las últimas palabras del viejo retumban en mi cerebro como si

estuviera escuchando ecos prolongados en el centro de una pesadilla.

Día séptimo. Acudo a la última cita enfermo, con las amígdalas inflamadas y una

fiebre persistente en todo el cuerpo. Me duele también la parte baja del testículo

izquierdo, como si grandes concentraciones de algún virus me estuvieran minando

por dentro. Don Gerardo me recibe con un abrazo en su estudio. Me siento y

comienzo a preparar la grabadora y los cassettes.

—No hay necesidad, mi querido biógrafo. Hoy es el séptimo día, el día del

descanso.

Me quedo quieto en mi asiento esperando órdenes. El viejo sirve dos vasos de

whisky con hielo, me entrega uno y se sienta del otro lado del escritorio con su vaso

de licor en la mano.

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—Bien, hemos llegado al final —levanta el brazo y bebe medio vaso de un solo

sorbo—. Quiero aclararle antes de terminar que lo elegí no porque lo considere mejor

que los demás, sino porque lo mandé vigilar y sé de todos sus contactos en los bajos

fondos de la ciudad. De hecho ésos son los temas sobre los cuales suele escribir.

En otras circunstancias habría respondido indignado ante semejante atropello a mi

privacidad. Pero la fiebre me embrutece, me hace ver la escena como en cámara

lenta, y un dolor agudo en todos los músculos me hace sentir como un muñeco de

trapo arrojado en un sillón antiguo de cuero. Una punzada constante me atraviesa el

testículo.

—Sí, sé de sus relaciones clandestinas, de sus caminatas nocturnas por las zonas

rojas de la ciudad, de sus visitas a bares y cantinas donde suele beber licor entre

vagabundos y maleantes —levanta de nuevo el brazo y el hielo tintinea contra el

vidrio del vaso—. En más de una ocasión estuve yo mismo en la mesa de al lado,

vigilándolo, estudiando sus movimientos y su comportamiento, y usted no se dio

cuenta ni sospechó de mí. Le he permitido que espíe mi intimidad porque antes yo he

espiado la suya. Labor de contraespionaje, mi querido biógrafo.

Intento hacer memoria pero la imagen del viejo no la tengo registrada en mi

recuerdo.

—Por eso lo elegí. Cuando uno decide confesar secretos, ideas y formas de vida

que ha mantenido ocultas durante años, no busca un santo, un hombre de bien, un ser

respetable y con una hoja de vida intachable. No, uno para confesarse busca un

perdido, un inmoral, un vicioso. El hombre recto tiende a juzgar, a moralizar, a

señalar con el dedo las faltas y los errores. El disoluto y licencioso es comprensivo,

tiende a la magnanimidad y al perdón.

Termina de beber su vaso de whisky y se sonríe.

—Estos días han sido para mí una catarsis. Me he liberado de mi vida y me siento

como nuevo, rejuvenecido y satisfecho. Las palabras tienen una fuerza desconocida,

un poder secreto que nadie ha podido descifrar. Me liberé de mí mismo y he dejado

en usted, ahora, toda la responsabilidad. Por eso se siente enfermo. Yo ya hice un

ajuste de cuentas y acabo de entregarle a usted todas las facturas. Y no tengo idea de

cómo hará usted para pagarlas.

El viejo abre la gaveta superior de su escritorio y saca un revólver. Lo pone en su

sien derecha. Veo la escena como si se tratara de un sueño.

—Lo he contratado, en realidad, para que me libere de mi vida, para que me la

quite de encima definitivamente. Su misión era matarme. Ha hecho usted un buen

trabajo. Gracias.

Intento salir de mi marasmo pero es tarde. El viejo suelta una carcajada y el

disparo estalla como un trueno vertiginoso en el centro de la habitación.

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CUENTO DE NAVIDAD

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Faltan unos minutos para la medianoche. El lugar parece una bodega abandonada,

unos talleres fuera de servicio o una antigua estación ferroviaria, pues a lo lejos se

escucha el ruido característico de un tren de carga. Un hombre está amarrado a un

asiento. Su rostro está descompuesto por el pánico: tiene la piel amarilla, los ojos

están inyectados en sangre, una barba de varios días cubre sus mejillas, dos ojeras le

hunden la mirada de mala manera y la comisura de los labios le tiembla

nerviosamente. A su lado, un joven con pantalones anchos y gorro de lana hace el

papel de guardián con un revólver en la mano.

Una puerta se abre al fondo y entra otro muchacho. Dice con prisa, atropellando

las palabras:

—Listo, tenemos que hacerlo.

—¿Dieron la orden? —pregunta el primero.

—Sí, salgamos de esto rápido.

El prisionero suplica, llora, ruega, ofrece dinero a sus victimarios. Los jóvenes se

juegan con una moneda el papel de verdugo a un cara o sello. Pierde el joven

guardián, revisa las balas en el tambor de su revólver y acerca el arma a la sien del

prisionero. Cuando va a tirar del gatillo se escuchan fuegos artificiales y el lugar se

ilumina de pronto con luces multicolores y fantasmagóricas. El sicario desvía la

mirada y sus ojos se pierden allá lejos, detrás de la ventana. Baja el revólver y dice:

—Lo hacemos mañana. Hoy es Navidad.

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LA VORÁGINE

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El colegio quedaba en las estribaciones de la cordillera, donde Bogotá nacía y sigue

naciendo en medio de barrios humildes y pequeñas callejuelas sin pavimentar. Los

sacerdotes habían logrado con gran esfuerzo sostener una institución que ayudaba a la

comunidad en la educación de sus hijos a partir del bachillerato y, como si fuera

poco, habían fundado también unos talleres de carpintería, tipografía y mecánica para

los muchachos mayores de quince años que quisieran graduarse con una pequeña

formación profesional.

Aquella mañana de marzo de 1998 el joven Emilio Castillo se agazapó detrás de

un muro que colindaba con la parte trasera de la cocina del colegio. Estaba cursando

tercero de bachillerato, tenía catorce años y, consultando su reloj de pulso con cierto

nerviosismo, esperaba a su amigo Conrado Fuentes, de la misma edad y del mismo

curso, pero perteneciente a una sección aparte que mantenía unos horarios distintos

aunque compartiera los mismos profesores. Conrado llegó agitado y se arrodilló al

lado de Emilio. En voz baja preguntó:

—Quihubo, hermano, casi no llego.

—¿Lo vio alguien? —preguntó Emilio manteniendo la voz en secreto.

—No, hermano, fresco.

—Donde nos lleguen a coger nos echan.

—Bueno, y cuál es el afán de esta cita, hermano.

Emilio se abrió la chaqueta y sacó un libro. Afirmó:

—Esto es una berraquera, Conrado. No esos poemitas maricones que nos ponen a

leer en la clase de español. Esto es literatura para varones, hermano, escrita con

sangre, con una mano en el lápiz y la otra en las pelotas.

—¿Qué es eso? —preguntó Conrado curioso.

—Se lo traje para que lo lea. Pero tenga cuidado porque está en la lista negra del

colegio.

—Fresco, hermano, deje la paranoia.

—Logré sacarlo sin que el padre Silva se diera cuenta. Si nos agarran leyendo

esto nos echan.

—Déjeme ver —dijo Conrado arrebatándole el libro con la mano derecha.

—Se va a ir de culo cuando lo lea —aseguró Emilio.

—Listo, déjemelo y nos vemos el viernes en la clase de deportes.

—¿El viernes jugamos contra ustedes?

—Prepárense porque los vamos a volver mierda —afirmó Conrado con una

sonrisa.

Emilio se levantó y dijo:

—No se vaya a dejar quitar el libro. Es el único ejemplar que hay en la biblioteca

—le tendió la mano mirando hacia los lados y Conrado se la estrechó con fuerza—.

Cuídese, hermano.

—El viernes se lo regreso, fresco.

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Emilio corrió pegado a la pared de la cocina y desapareció por uno de los

corredores. Conrado metió el libro en el bolsillo interno de su chaqueta, se irguió

despacio y regresó al edificio central caminando con naturalidad.

El viernes en la tarde el curso de Emilio se enfrentó al de Conrado en un

aguerrido partido de fútbol cuyo primer tiempo concluyó con un empate en cero

goles. Emilio, desde su posición de puntero derecho, había intentado en tres

oportunidades vencer la portería contraria, pero la suerte no lo había favorecido y el

balón había salido desviado: un cabezazo alto por encima del travesaño y dos

disparos potentes lamiendo el palo de la mano izquierda del arquero. Conrado, por su

parte, desde su posición de volante de proyección había llegado también con peligro

en dos ocasiones frente al arco del equipo enemigo, pero la pelota se había negado a

acariciar la red: un frentazo cogido desde un tiro de esquina que se estrelló contra el

paral derecho, y un tiro libre que se elevó por encima de la barrera y rozó el

horizontal.

En el segundo tiempo los equipos estrecharon la marcación, cerraron los espacios

y el partido se convirtió en un choque de fuerza en el medio campo. No hubo

situaciones claras de gol y, al escucharse el pitazo final, el marcador terminó en un

cero a cero para desilusión de ambos equipos.

Los muchachos se ducharon y Conrado se acercó a Emilio en los camerinos y le

dijo:

—Nos vemos en la cancha en cinco minutos.

—Listo, ya voy —respondió Emilio mientras se cambiaba de ropa.

Pocos minutos después se encontraron los dos amigos en el lugar donde acababan

de jugar un deporte que los exaltaba y los apasionaba. Llevaban en talegos plásticos

los guayos y los uniformes sudados, y caminaban despacio el uno junto al otro. El

prado se veía maltratado luego de los rigores del partido. Conrado empezó a hablar:

—Leí el libro, hermano.

—¿Y?

—Es una berraquera.

—Yo le dije.

—Casi no puedo dormir, hermano —confesó Conrado—. No podía dejar de leer.

—A mí me pasó igual.

—¿Usted cree que es una historia real?

—Claro —contestó Emilio con seguridad—. ¿Podría uno describir la selva, las

hormigas, los ríos, sin haber estado ahí?

—El hombre estuvo en la selva, eso se nota, hermano. Pero me pregunto si la

historia de Arturo Cova será verdad.

—Claro que sí. Por eso el prólogo y el epílogo hablan del cónsul de Colombia en

Manaos. Un escritor no puede jugar con una joda así.

—Sí, es verdad.

—¿Y qué parte le gustó más? —preguntó Emilio entusiasmado.

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—El final, hermano, cuando Cova hunde en el río a Barrera para que se lo coman

los caribes.

—Yo le dije, hermano, que eso sí era literatura de verdad, uno ve las vainas, uno

siente que está ahí metido.

—Pero hay algo que me da piedra, hermano —dijo Conrado con una mueca de

fastidio en el rostro—. Que Cova se haya ido detrás de Alicia cuando esa malparida

no lo merecía.

—Sí, esa güevona no es ninguna Caperucita Roja.

—Qué va, es una zorra, es una puta —afirmó Conrado molesto—. La que merecía

morirse tragada por las pirañas era ella.

Llegaron al final de la cancha, dieron la vuelta y caminaron de regreso con la

cabeza baja, mirando ambos el pasto húmedo donde aún podía divisarse una de las

líneas laterales del campo. Emilio caminó más despacio, levantó la cabeza, miró a

Conrado y, deteniéndose, le dijo:

—Bueno, hermano, hablemos en serio.

—Cómo así…

—¿Usted está contento aquí en el colegio?

—Usted sabe que yo no tengo familia. Yo no tengo a dónde ir. Estoy aquí gracias

a la beca de los curas.

—Yo tampoco tengo padres, ni un hogar con hermanos ni nada.

—Pero tiene a sus tías, hermano, y ellas se preocupan por usted. Y perdone que se

lo diga así, pero ellas tienen billete y su futuro está asegurado.

—Qué va, Conrado, de qué me sirven unas solteronas beatas cuando yo estoy

enterrado aquí como un güevón.

—Bueno, pero, ¿a qué viene esta conversación, hermano?

—Yo estoy mamado en este hueco, estoy mamado de las clases de religión, estoy

mamado de los poemitas sensibleros y llorones que nos pone a leer el profe de

español, estoy mamado de la vigilancia continua y de la falta de libertad.

—Sí, hermano, esta mierda parece una cárcel.

—Y he decidido irme, hermano.

—No me diga que el niño se va a ir a vivir con sus tías…

—No sea marica, Conrado.

—¿Y entonces?

—Quiero aventurar, quiero viajar, buscar fortuna, ¿me entiende?

Conrado miró a su amigo con una sonrisa ligeramente dibujada en sus labios y

afirmó como si estuviera hablándose a sí mismo:

—Como Arturo Cova…

—Exacto, he decidido largarme hacia el sur, hacia la selva, y buscar fortuna en

medio del Amazonas.

—¿Y en qué va a trabajar, hermano?

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—No sé, viviré con los indios primero, luego haré contactos para comerciar algo

que me dé dinero. Lo único seguro es que no me voy a quedar aquí como un güevón.

—Suena bien, hermano, para qué…

—¿Y usted qué? —preguntó Emilio mirando a Conrado a los ojos.

—Cómo así…

—¿Se viene conmigo o no?

Conrado recordó de pronto una escena que solía atormentarlo en sus largas horas

de insomnio. Su padre, ya viudo, había decidido ir a hacer un negocio a Acacías, en

los Llanos Orientales, y antes de partir le había preguntado: «¿Vienes conmigo,

Conrado?». Él había respondido que prefería esperarlo en Bogotá y su padre se había

ido a la madrugada del día siguiente sin despedirse. Cuarenta y ocho horas más tarde

le comunicaron que su nombre estaba en la lista de víctimas de una de las tantas

masacres que se habían llevado a cabo en el Departamento del Meta. Lo que más le

dolía era que el viejo no se había despedido, tal vez ofendido porque él no lo había

querido acompañar.

—Despiértese, hermano, ¿viene o no?

Conrado suspiró y una sonrisa plena le iluminó el rostro:

—Obvio, hermano, qué cree, ¿que me voy a quedar aquí rezando y haciéndome la

paja?

Emilio soltó una carcajada. Los dos amigos se abrazaron. El sol empezaba a

esconderse en el horizonte. Emilio preguntó:

—¿Tiene la novela ahí, hermano?

—Sí, aquí está.

—Lea la primera frase para sellar el pacto de fuga.

Conrado abrió la bolsa plástica, sacó la novela, la abrió en las primeras páginas y

leyó en voz alta:

—«Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar

y me lo ganó la Violencia».

Enseguida la cerró y se la entregó a Emilio. Él la escondió entre su chaqueta y

dijo:

—Listo, en una semana nos largamos de este roto.

Durante los siguientes seis días prepararon el viaje en secreto, sin comentar con

ninguno de sus compañeros el plan de escaparse hacia la jungla en busca de

aventuras. Por medio de algunas de las mujeres que trabajaban en la cocina —que

eran amables y deferentes con los muchachos—, o a través de estudiantes que salían

con permiso a visitar a sus familias, consiguieron nylon y anzuelos para pescar en los

ríos, una brújula, dos cuchillos de cacería y un botiquín de primeros auxilios. Emilio

llamó a sus tías y les pidió una cuota extra, explicándoles que el colegio llevaría a

cabo un evento especial y que él iba a participar como organizador y colaborador

principal. El dinero le llegó a los tres días sin inconvenientes. El jueves en la noche

estaba prácticamente arreglado el viaje: Emilio y Conrado decidieron tomar un

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autobús hasta Neiva, allí comprarían otro tiquete hasta Florencia, en el Caquetá, y

luego irían decidiendo sobre la marcha según como las circunstancias se fueran

presentando. Tenían un mapa con la ruta señalada y la ropa lista para empacar en un

par de morrales que contemplaban con complacencia todas las noches. El viernes en

la mañana Emilio fingió estar enfermo y se quedó en los dormitorios escribiendo una

carta de despedida para sus tías. Era la carta de un aventurero que sentía el llamado

de la selva y que había tomado conciencia de una verdad definitiva: las reglas

sociales, la vida gregaria y el miserable transcurrir pequeñoburgués no se habían

hecho para él. En las horas de la tarde Conrado simuló una lesión en el partido de

fútbol y se dirigió a los dormitorios. Empacaron con prontitud y salieron saltando la

barda trasera del colegio, cerca de la cocina, donde la vigilancia en ese horario era

nula y donde un estanque de agua permitía sin mayores obstáculos saltar al otro lado

y alcanzar la calle con facilidad. Calcularon que sólo en las horas de la noche

notarían su ausencia.

Emilio y Conrado subieron a un microbús cuya ruta hasta el aeropuerto lo

obligaba a descender en línea recta por la Calle Veintiséis, se bajaron en el puente de

la Avenida Boyacá y caminaron unas cuadras hasta alcanzar el Terminal de

Autobuses. No fue difícil conseguir dos asientos en el bus que salía para Neiva a las

seis de la tarde. Mientras esperaban la hora de partida compraron dos cervezas y se

sentaron a una de las mesas que había frente a los expendios de bebidas y golosinas.

Sentían que las cervezas les daban un aire de adolescentes mayores. Conrado bebió el

primer sorbo y dijo:

—Qué vaina que usted tenga que pagar todo, hermano.

—Fresco, aquí lo que tenemos es de los dos —dijo Emilio al levantar su botella

de cerveza.

—¿Les dejó la nota a sus tías?

Emilio asintió. Conrado volvió a preguntar:

—¿Y qué les dijo?

—La verdad, que me iba a buscar mi vida en medio de la selva.

—Les va a dar un infarto, hermano.

—Que se jodan.

Hubo un silencio mientras cada uno bebía de su respectiva botella.

—El profe de español estuvo esta semana peor que nunca —comentó Conrado.

—Yo estaba mamado ya de leer poemitas de amor y versos a la naturaleza. No sé

por qué ese hijueputa no nos ponía a leer vainas berracas.

—¿Será que el güevón es marica, hermano?

Emilio se sonrió, miró su reloj y dijo:

—Usted no se imagina la cara que puso cuando le pregunté por la novela de José

Eustasio Rivera…

—¿Le preguntó en clase, hermano?

—Sí, ahí delante de todo el mundo.

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—¿Y qué dijo el güevón?

—Que era un libro amarillista y pornográfico —Emilio miró hacia arriba e imitó

la expresión de candor y de pureza del profesor—: que no era literatura elevada,

sublime, que transmitiera belleza a los hombres…

Conrado estalló en una carcajada y elevó la voz:

—Qué marica… Qué loca tan hijueputa…

Emilio abrió uno de los bolsillos laterales de su morral, sacó el libro y dijo:

—Mire, hermano, me lo traje.

—No joda, qué berraquera.

—Me lo robé pero esos güevones ni se darán cuenta.

—Cuando lleguemos a Neiva podemos releer algunos pedazos.

—Claro, hermano, para eso lo traje.

Emilio consultó de nuevo su reloj y dijo:

—Vamos. Ya podemos subir al bus.

El viaje hasta Ibagué se cumplió sin tropiezos. Los pasajeros descendieron,

entraron a los baños públicos del Terminal de Autobuses, algunos se dirigieron a las

tiendas y a los restaurantes para comprar refrescos y pasabocas, y otros se quedaron

por ahí caminando para desentumecerse las piernas. El clima era más cálido y una

brisa suave hacía sentir el cuerpo cómodo, menos rígido que en el frío bogotano. El

chofer hizo sonar la bocina dos veces, los pasajeros subieron de nuevo y el autobús

tomó la carretera a Neiva en medio de una noche espesa y nublada.

Media hora más tarde el bus se detuvo de improviso y una lluvia ligera comenzó a

estrellarse contra los vidrios de las ventanas. La llovizna impedía ver con claridad

qué estaba sucediendo en la carretera. El conductor se volteó y anunció a los

pasajeros:

—Hay un trancón y no podemos continuar. Puede ser un accidente o un

derrumbe. Por favor, manténganse sentados en sus puestos.

Emilio y Conrado viajaban en la parte trasera, en la última banca del bus. La

gente empezó a murmurar, a maldecir, a compartir opiniones en contra del país:

—Por eso estamos como estamos —decían unos.

—En Colombia nada funciona —afirmaban otros.

—Este país sólo empeora —aseguraban los de más allá.

La lluvia arreció. El chofer volvió a dirigirse a los pasajeros, pero esta vez podía

percibirse en su voz un temblor nervioso e inseguro:

—Es un retén. Por favor, mantengan la calma.

Las personas que estaban en los puestos delanteros se pusieron de pie. Una voz de

mujer comentó en voz alta para informar a los demás:

—Es la guerrilla, estoy segura.

Una voz de hombre la desmintió:

—No, son los paramilitares.

Un joven alto y corpulento intentó calmar los ánimos:

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—No, no, es el ejército, tranquilos. Se nota por las botas de cuero que usan.

Emilio se pegó al vidrio de su ventana y le dijo a Conrado en voz baja:

—No veo nada, hermano.

Conrado se agachó y hurgó entre su morral. Emilio siguió observando a través de

la ventana y volvió a decir: —Mierda, no se ve nada.

El conductor, una vez más, se dirigió a todo el mundo: —Por favor, siéntense.

Van a revisar el bus.

Y abrió la puerta. Dos hombres chorreando agua por los costados de sus capas

plásticas de color verde militar ingresaron al autobús armados con sus fusiles. Por

debajo de sus capas unos uniformes de camuflaje, unos cinturones ribeteados de balas

y unas granadas colgando de unas correas de cuero a la altura de las caderas les daba

un semblante violento y temerario. El primero de ellos era un hombre de baja

estatura, de aspecto indígena, con un bigote escaso que apenas tapaba la parte

superior del labio y unos ojos rasgados que impedían precisar la dirección de su

mirada. El otro era un moreno atlético, de ojos grandes y almendrados, boca ancha y

piel tersa que daba a todo el rostro una expresión amable y juvenil. El hombre

aindiado empezó a pedir la documentación respectiva a los pasajeros de los asientos

delanteros. Emilio se fijó en la cara de Conrado: gruesas gotas de sudor le escurrían

por la frente.

—Qué le pasa, hermano.

—Nada.

—¿Se siente mal?

—Ya le dije, nada.

—¿Está nervioso?

—Déjeme en paz, hermano.

Emilio se fijó que Conrado tenía los músculos del rostro contraídos, las venas del

cuello brotadas, los ojos encendidos y el ceño fruncido en un aire de rabia contenida.

Prefirió no insistir y dejarlo tranquilo.

La verdad era que crueles imágenes cruzaban por la mente de Conrado. El

cadáver de su padre desfigurado, el entierro triste y desolador en una fosa común

porque él había quedado solo y no tenía dinero suficiente para conseguir una tumba

independiente, las palabras del teniente del ejército cuando él rogó que se hiciera

justicia y el militar replicó: «Mire, mijo, eso es muy difícil porque en este país no se

sabe de dónde vienen las balas». Conrado estaba sintiendo que los asesinos de su

padre, los causantes de su orfandad, acababan de entrar en el bus. Hombres vestidos

así, de esa manera y con actitudes similares, habían disparado contra su padre

desarmado, totalmente indefenso. Es más, Conrado alcanzó a pensar que podían ser

ellos mismos los causantes del crimen: el individuo aindiado y el moreno que ahora

se acercaban a su puesto y le exigían su documentación.

Emilio no alcanzó a hacer nada. Más tarde, refugiado al fondo de la casa de sus

tías en un cuarto estrecho y aislado, repasando esa escena mil veces en su memoria,

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recordaría que la respuesta de Conrado fue tan intempestiva que lo agarró por

sorpresa y no le dio tiempo de iniciar la más mínima reacción. En cuestión de

fracciones de segundo Conrado se abalanzó sobre el hombre aindiado e intentó

hundirle el cuchillo de cacería que había sacado en secreto del morral en el costado

derecho, a la altura de las costillas falsas. La herida fue leve. Los reflejos del hombre

se activaron enseguida: disparó contra Conrado y lo aniquiló en el acto dejándole un

agujero negro en la parte alta del esternón. Los demás pasajeros gritaron y se

acurrucaron en sus asientos. El moreno auxilió a su compañero, lo bajó del bus, pidió

ayuda a los combatientes que lo acompañaban, y volvió a subir para bajar el cadáver

de Conrado. Dijo:

—Tranquilícense. No vamos a hacerles daño.

Emilio no se movió de su asiento paralizado por el pánico. Antes de sacar el

cuerpo de Conrado el moreno se volteó, revisó su tarjeta de identidad y le preguntó:

—¿Lo conocías?

Emilio negó con la cabeza. El moreno arrastró el cadáver hasta afuera y lo arrojó

a un lado de la carretera. Subió de nuevo y tomó el morral de Conrado.

—No se preocupen. Esto fue un hecho aislado —gritó a voz en cuello.

Miró a Emilio de frente y lo interrogó una vez más:

—¿Era amigo tuyo?

—No señor —contestó Emilio con la voz ahogada.

—¿Cuántos años tienes?

—Catorce.

—¿Y no viajabas con él?

—No, señor.

—¿Alguien más venía con él?

—No, señor.

Afuera llegó un pelotón de apoyo. Copiaron en una libreta los datos del chofer y

del autobús. El aguacero amainó. Gritos y voces de mando cruzaban el aire húmedo

de un lado para otro. El moreno descendió la escalerilla con el morral de Conrado en

una mano y el fusil en la otra. La fila de autos empezó a moverse. El conductor

recibió la orden de proseguir su camino. Los pasajeros se arriesgaron a levantar las

cabezas y a observar a través de las ventanas de sus puestos. Emilio sintió un

trastorno general y pensó que iba a desmayarse. Las piernas le temblaban. Sin

embargo, alcanzó a darse cuenta de que tenía el pantalón y la camisa salpicados de

rojo. Y sus ojos notaron también, en un extraño momento en el que la realidad se

detuvo a su alrededor, que una gruesa gota de sangre había manchado la carátula de la

novela que sobresalía ligeramente de uno de los bolsillos laterales de su mochila.

El bus arrancó.

www.lectulandia.com - Página 121

EL BAILARÍN

… una despiadada toma de conciencia sobre su propia mortalidad,

y en ese instante la poderosa intensidad de la vida, su escalofriante

fugacidad, pareció llenarlo, abrumarlo, inundarlo en forma

aplastante…

JUAN CARLOS BOTERO

www.lectulandia.com - Página 122

Jean Vesperini solía bailar en obras de danza contemporánea en los mejores grupos de

Suiza. Pero a partir de 1993 una crisis emocional lo aisló de su trabajo y de sus

amigos más cercanos, y lo enterró en una depresión progresiva en su pequeño

apartamento del centro de Ginebra. Su única compañía era un televisor de

veinticuatro pulgadas que estaba encendido doce horas al día, y que Jean cambiaba de

canal a cada instante con el control en la mano. Las doce horas restantes las pasaba

durmiendo.

Un mes más tarde lo visitó uno de sus antiguos amantes e intentó rescatarlo de ese

agujero negro que lo iba devorando poco a poco sin que Jean pudiera impedirlo.

Sentado en la sala sucia y mugrienta, el hombre preguntó:

—¿Qué te está pasando, Jean?

—No sé.

—¿Hace cuánto que no sales a la calle?

—Salgo cada ocho días por víveres hasta el supermercado.

—¿Qué es lo que tienes?

—No sé.

—¿Una desilusión amorosa?

—No.

—¿Tienes pareja estable? ¿Estás con algún amigo ahora?

—No.

—¿Te sientes culpable por algo?

—No.

—¿Y entonces?

Jean suspiró y se agarró la cabeza con las dos manos. Respondió:

—No sé. Nada tiene sentido para mí.

—¿Has pensado en suicidarte?

—No.

—¿Y qué vas a hacer?

—No sé.

—No puedes pasarte toda la vida así.

—Supongo que no.

—¿Tienes dinero suficiente?

Jean afirmó con la cabeza. El otro dijo:

—Sólo se me ocurre una cosa, Jean. La próxima semana viajo a Sudamérica, a

Colombia, a preparar una coreografía de danza contemporánea basada en La divina

comedia. Quiero hacer énfasis en los pasajes sobre el Infierno. Es una adaptación

cuyo proyecto está administrado y supervisado por la Embajada de Suiza en Bogotá.

Están pagando muy bien y te costean tiquetes, viáticos y gastos secundarios. Si

quieres puedo contratarte. Serías perfecto para bailar como protagonista la primera

parte, la del Infierno.

—Gracias.

www.lectulandia.com - Página 123

—Te llamo entonces en diez días.

El hombre se levantó, se despidió con un fuerte abrazo y abrió la puerta para salir

del apartamento. Jean lo vio desaparecer en el laberinto de las escaleras y cerró la

puerta con delicadeza.

En efecto, dos semanas más tarde Jean preparó el viaje para Bogotá. Había

recibido la llamada de su amigo confirmándole la contratación, y se repitió infinitas

veces que se trataba de ir a Colombia o de morir en Ginebra de depresión frente al

televisor. En un último esfuerzo por salvarse de sí mismo compró los tiquetes,

entregó el apartamento, hizo maletas, consiguió un diccionario y empezó a practicar

castellano, y finalmente tomó el avión y viajó a Colombia con el anhelo de hallar una

salida a la autodestrucción que hasta entonces lo tenía vencido y humillado.

Los primeros días en Bogotá lo despertaron de su ensimismamiento negativo y

oscuro, pero la sensación de profundo sinsentido continuó ensuciando su relación

inmediata con la realidad. Aunque la gente le decía por la calle «mariquita» o le

gritaba «loca» al bajarse del autobús, lo cual le agredía pero también le gustaba

porque lo convertía en el centro de atención —en Suiza las personas no lo

determinaban—, seguía sin embargo percibiendo que nada lograba entusiasmarlo de

verdad, que nada le regresaba su alegría y su jovialidad. Aun así, le era grato ser

tenido en cuenta, y por lo tanto se dedicó a escandalizar todavía más a los hombres

con los que tropezaba en sitios públicos y autobuses. Se ajustó sus pantalones de

cuero rojo, se abrió un agujero más para otro arete en la oreja derecha y se compró

dos camisetas cortas que le llegaban hasta la parte alta del ombligo. Sintió que iba

renaciendo lentamente en la mirada de los otros, en sus insultos jocosos y divertidos.

Una noche salió de uno de los tantos ensayos en el Teatro Colón y tomó un taxi y

le indicó al conductor el nombre del hotel donde estaba hospedado. El auto corrió

veloz por la Carrera Séptima y luego giró por la Avenida Jiménez a la izquierda,

hacia el occidente, hacia el corazón del centro de la ciudad. Jean se dio cuenta de que

ese giro no era necesario. En su precario castellano afirmó:

—Poder seguir por la Séptima derecho…

El chofer lo miró por el espejo retrovisor y sonrió:

—No, hermano, hay un desvío obligatorio porque están pavimentando.

—No entiendo.

—Están arreglando la vía.

Jean levantó los hombros y se dio por vencido. El carro no tomó la Carrera

Décima, y tampoco torció a la derecha por la Avenida Caracas. Siguió bajando por la

Avenida Jiménez, y, antes de llegar a la antigua estación de trenes La Sabana, giró a

mano derecha. Jean se sobresaltó. El barrio era bastante peligroso. Podía verse en la

calle a la gente mal vestida ofreciendo droga en las esquinas, y las pandillas de

jóvenes estaban alertas, nerviosas, como si esperaran a sus víctimas bajo el efecto de

algún estimulante. El carro frenó en seco y un hombre se acercó y abrió la puerta de

atrás con violencia:

www.lectulandia.com - Página 124

—Bajándose, gringo hijueputa.

Jean se bajó del auto sin entender nada. Llevaba su mochila con la trusa y las

zapatillas de ballet. El taxi arrancó y se fue. Tres maleantes más aparecieron del

fondo de un callejón oscuro.

—Primero los dólares, gringo —le dijo el mismo hombre.

—No entiendo, no hablo español bien…

El grupo rió como si se tratara de una broma divertida. El primer hombre abrió la

hoja de su navaja y se acercó hasta quedar a un metro de distancia de Jean, cara a

cara:

—El billete, pirobo, la plata.

Jean sacó su billetera y su pasaporte y se los entregó al hombre. El tipo abrió la

cartera y sacó tres billetes de cien dólares, dos de veinte dólares, uno de diez, uno de

cinco, y setenta mil pesos en moneda colombiana.

—Bien, papá, bien… ¿Tiene más lucas por ahí guardadas?

—No entiendo —dijo Jean nervioso.

—Qué idioma estoy hablando, hermanito…

—Español…

—Exacto, papá, exacto… Que si tiene más dinero el señor…

—No tengo.

—Bien, entonces desprendiéndose ahí del reloj, la cadenita de oro y el morral…

Jean entendió porque el hombre le señaló con la mano izquierda los objetos que

solicitaba. En la otra tenía la navaja abierta. Jean se quitó primero el morral, luego la

cadena de oro que llevaba colgada al cuello, y por último entregó su Rolex sin

pronunciar palabra. El hombre abrió la mochila y sacó las zapatillas y la trusa.

—¿Qué es esta mierda?

—Ballet… —contestó Jean con la voz apagada.

—Este man es una loca la hijueputa —gritó el hombre enfurecido.

Los otros individuos se acercaron. Uno de ellos dijo:

—Faltan los aretes…

El hombre de la navaja le señaló a Jean la oreja y le dijo:

—Los aretes, malparido.

Jean se quitó los aretes de ambas orejas, los puso en la palma de la mano derecha

y los entregó percibiendo un ligero temblor que le recorría el brazo hasta el hombro y

la parte baja del cuello.

—Vamos a enseñarle a este maricón a ser más hombre.

El hombre pasó los objetos y el dinero a sus compinches, cerró la navaja, la metió

en uno de los bolsillos traseros del pantalón y lanzó el primer puñetazo a la cara de

Jean. El golpe dio en el centro del rostro, en la nariz, y obligó a Jean a caer de rodillas

y a ponerse las manos a ambos lados del tabique. La sangre le escurría por la boca y

la barbilla. Luego el hombre se agachó y conectó un gancho de derecha que dio en el

ojo izquierdo de Jean. El impacto fue tan potente que el suizo sintió cómo el cuerpo

www.lectulandia.com - Página 125

se le iba sin querer hacia atrás y lo obligaba a quedar acostado boca arriba. El hombre

se lanzó entonces a un ataque a patadas en los costados, hasta que sintió las piernas

agotadas y decidió dejar las cosas así. Consideró que ya la paliza había sido

suficiente. Jean emitió un quejido agudo e infantil. El hombre ordenó a sus amigotes:

—Quítenle la chaqueta y los zapatos.

Dos de ellos se acercaron al extranjero y cumplieron la orden. El hombre pateó

por última vez cerca de la cadera y dijo:

—Y agradezca que no lo culeamos, gringo, porque de pronto nos da sida…

El grupo rió de buena gana y caminó hacia uno de los callejones oscuros hasta

perderse en las tinieblas, en la penumbra tenue que producían desde los postes de luz

unas bombillas agónicas. Jean respiró con dificultad y logró incorporarse. Observó

las montañas en la parte oriental, detrás de algunos edificios que sobrepasaban las

casas miserables del sector, y empezó a caminar en esa dirección, hacia el oriente,

que era la única sección de la ciudad que conocía y le producía una relativa

confianza. Así cruzó la Avenida Caracas y llegó a la Carrera Décima. La gente que

tropezaba con él lo consideraba un vagabundo más, un perdido, un beodo, un

habitante de las calles extraviado en medio de sus delirios y sus alucinaciones.

Despeinado, sin zapatos, sangrante, la verdad era que Jean tenía el aspecto de un

alcohólico o de un drogadicto después de una intensa noche de juerga.

En la Carrera Décima se detuvo frente a una cafetería que aún tenía las puertas

abiertas a sus clientes. Un espejo le regresó su imagen con la nariz quebrada y el ojo

izquierdo tumefacto. Se tocó los costados y supo que tenía al menos dos costillas

rotas. Sentía punzadas dolorosas cuando inhalaba con fuerza para llenar los

pulmones. Estuvo varios minutos observando absorto su penosa imagen, como si

buscara en ella una realidad escondida detrás de las apariencias. De pronto, en medio

de ligeros espasmos que descendían por la columna vertebral, Jean sintió una alegría

incontenible que invadía todo su cuerpo, una fuerza descomunal que tomaba posesión

de cada músculo, de cada tendón, de cada célula, de cada gota de sangre. Una

intensidad energética que lo hizo estallar en una carcajada extraordinaria. Sí, pensó

Jean, estaba vivo. Golpeado, herido, sangrante, pero vivo, y le pareció inverosímil

sentir el mundo de esa manera, los colores, las consistencias de los objetos, los

rostros de los demás, el aire, y su propio dolor corporal que le recordaba la presencia

constante de una vida que aún palpitaba en él. Sí, se dijo, estaba vivo, y parecía

mentira que ese milagro —el de sorprenderse de estar vivo— hubiera estado ausente

tanto tiempo dentro de él. En medio de su plenitud y de su risa, Jean recordó con

amor y con gratitud al hombre que hacía poco lo había golpeado. Sintió la presencia

de ese hombre como la de una madre que en medio del dolor, la sangre y el

sufrimiento, lo hubiera traído a la vida por segunda vez. Sonriente, eufórico, Jean se

concentró en esa imagen que el espejo le regresaba, tomó aire despacio, abrió los

brazos, se empinó con gran delicadeza y giró trescientos sesenta grados en una

www.lectulandia.com - Página 126

pirueta graciosa que lo dejó de nuevo frente al espejo. Y, desde lo más hondo de sí

mismo, supo entonces que estaba listo para bailar el Infierno.

www.lectulandia.com - Página 127

EL SEGUNDO AIRE

www.lectulandia.com - Página 128

En 1991 el Salón Champions era un gimnasio de barrio derruido, con las paredes

descascaradas y un techo tan incompleto que cuando llovía dejaba caer chorros

enteros de agua, como si las duchas quedaran adentro y no en los baños. Al

Champions iban los boxeadores pobres de Cartagena que aún no habían conseguido

patrocinio y que estaban llenos de ilusiones. Jóvenes humildes que practicaban en las

noches, después de sus trabajos en el puerto o en las fábricas de la ciudad: empleos

miserables que escasamente les alcanzaban para pagar una pieza y comer.

A los pocos días de asistir al Champions con el pretexto de que iba a escribir una

crónica de box para un periódico de la capital, me llamó la atención Estrellita

González, un joven de la categoría Welter Junior que entrenaba duro, a fondo,

dejando la carne en el asador. Se paraba en el cuadrilátero a la manera antigua, con

esa devoción religiosa con la que se paraban los viejos peleadores de Tepito como el

Ratón Macías o El Púas Olivares. Sin embargo, en la mitad de su fiereza había algo

noble, digno, casi bondadoso que recordaba al Niño de Oro: Oscar de la Hoya.

A Estrellita González lo entrenaba El Tuerto Alcántara, un viejo zorro del boxeo

caribeño que tenía un restaurante popular en Marbella donde varios de los muchachos

del Champions trabajaban como meseros o en la cocina. Justo por esas semanas El

Tuerto consiguió una pelea para Estrellita con un peleador panameño que estaba

clasificado como noveno en el ranking mundial. Eso era poner a Estrellita a rodar

hacia el título; dejarlo ahí, a las puertas del paraíso. Todos en el gimnasio celebramos

la noticia y a partir de ese día los demás pegadores querían servirle de sparrings a

Estrellita, colaborarle, estimularlo y ufanarse de su amistad después en la calle.

Estrellita no perdió la compostura y siguió entrenando muy concentrado, con el

objetivo muy claro: ganarle al panameño y enfilarse hacia el cinturón.

Una noche me fui al restaurante del Tuerto Alcántara a comer y terminé bebiendo

cerveza con él, Estrellita y un asistente. Nos hicimos en un salón aparte, al fondo del

establecimiento, y repasamos varias de las peleas de Kid Pambelé, sin duda uno de

los mejores en esa categoría. Estábamos en ésas, evocando a algunos de sus

contrincantes como Nicolino Locche o Pepermint Frazer, cuando entraron al salón

dos tipos armados y nos encañonaron sin decir nada. Nos callamos enseguida y nadie

movió un solo músculo. A los pocos segundos entró un tercer hombre delgado, con

pantalón de lino blanco y guayabera color crema. Tenía la cara marcada por un acné

de juventud y se le acercó al Tuerto Alcántara con un aire teatral, como si estuviera

repasando el libreto para una tragedia. Le dijo a bocajarro, mirándolo a los ojos:

—Se cae en el quinto, Tuerto. ¿Entendido? Sin trucos. No se me vayan a hacer los

machitos. Más adelante tendrán su oportunidad…

El tipo se quedó esperando una respuesta. El Tuerto estaba impávido.

—¿Entendido? —repitió subiendo la voz y haciendo un gesto de fastidio. Sacó

una pistola y se la puso al entrenador en la sien.

Esta vez El Tuerto asintió tranquilo, sin descomponerse. El tipo se sonrió, guardó

la pistola y salió escoltado por sus dos matones. Todos volvimos a respirar y bebimos

www.lectulandia.com - Página 129

de nuestras botellas para recuperarnos del susto.

—Lo siento —dijo El Tuerto levantándose de su asiento—. Es mejor que nos

vayamos. Espero que de aquí no salga una sola palabra sobre esto.

La última frase, por supuesto, estaba dirigida a mí. Le dije que no se preocupara,

que entendía perfectamente la situación. Nos despedimos y salí. Caminé por la

Avenida Santander, bordeando el mar, hasta el Hotel Bellavista donde me hospedaba.

La cabeza me daba vueltas.

En los días y semanas siguientes intenté conversar con El Tuerto o con Estrellita

sobre las amenazas, pero nada, ninguno de los dos me permitió ni siquiera rozar el

tema. Me esquivaban y era muy evidente que no confiaban en mí. No quise insistir y

esperé el día de la pelea con expectación, con angustia, pues sabía bien que lo que

estaba en juego era mucho más que una pelea.

Estrellita salió al ring vestido de negro y oro. El Tuerto estaba serio, reposado, y

le recordaba a su pupilo las instrucciones al oído. El panameño salió con una

pantaloneta blanca. Se encomendó a Dios arrodillado en su esquina. Y sonó la

campana.

En el primer asalto las cosas estuvieron parejas. Los púgiles se midieron,

tantearon, bailaron un poco alrededor de su contrincante, pero no se hicieron daño.

No había indicios de una pelea amañada. En el segundo la agenda cambió y el

panameño salió a hacer daño. Estrellita lo aguantó bien, pero le quedó su ojo

izquierdo completamente cerrado. El tercero fue una fuga, una escapada. Estrellita

buscaba a cada segundo cómo huir de las cuerdas y dependía de su cintura. El

panameño pegó abajo buscando quitarle fuerza a su oponente. El cuarto fue una

paliza brutal: rectos de izquierda y de derecha a la cara del colombiano, laterales que

lo sacudían y que le hacían perder el equilibrio, y finalmente un gancho al mentón

que lo mandó a la lona con conteo de protección. Pensé que era un knock-out

anticipado, un asalto antes de la orden, pero no, Estrellita se puso de pie y se

atrincheró en las cuerdas hasta que sonó la campana. Todo estaba preparado para la

caída en el quinto. Los jueces no tendrían problemas con sus tarjetas.

Estrellita tomaba aire en el descanso a bocanadas, llenando los pulmones a tope,

como si estuviera ahogándose. Me dije que podía tener una o dos costillas rotas.

Y llegó el asalto definitivo, el quinto. El panameño salió a rematar la faena y se

fue encima con decisión, mandando rectos de derecha y buscando el golpe de gracia

una y otra vez. Entonces sucedió el milagro, esa especie de agujero que a veces se

hace en la realidad, ese umbral que se cruza para conducirnos a otra dimensión:

Estrellita se fue al clinch, tomó un segundo aire, se ladeó ligeramente y de pronto

sacó un gancho de izquierda que pegó justo en el hígado de su oponente. La

trayectoria del guante marcó cuarenta y cinco grados a la perfección. El tipo se

contrajo, hizo un gesto de dolor y dobló las piernas hasta quedar de rodillas. Estrellita

se fue a su esquina y el árbitro empezó a contar. Vi que El Tuerto animaba a Estrellita

y que lo azuzaba para que aprovechara la ventaja. El panameño se puso de pie y

www.lectulandia.com - Página 130

Estrellita lo sacudió a su antojo, le abrió la ceja izquierda y le rompió la nariz. La

campana salvó al panameño de volver a irse a la lona.

Supuse que se había arreglado el asunto de las amenazas y que Estrellita podía

pelear libremente, sin presiones de ninguna clase. Me animé entonces y empecé a

gritar a su favor, a corear con los demás espectadores su sobrenombre: “Estrellita,

puños de dinamita”.

El sexto fue un round de trámite. El panameño estaba liquidado, no podía mover

bien su pierna derecha debido al golpe. Estrellita lo mandó a la lona con un recto de

izquierda que lo puso a dormir. Ni siquiera pudo levantarse. Un médico lo revisó y lo

sacaron en una camilla. La gente gritaba a rabiar, se abrazaba, cantaba. Recuerdo bien

que vi al Tuerto besar a su pupilo en la frente.

* * *

Fui al hotel a cambiarme de ropa, pues supuse que esa noche se reunirían todos

los del gimnasio en el restaurante del Tuerto y no pensaba quedarme por fuera de la

celebración. Había sido una pelea memorable y quería abrazar a Estrellita y

felicitarlo. Entonces, mientras me afeitaba, vi un informe extra en la televisión, una

noticia de último minuto en la que anunciaban que al entrenador apodado El Tuerto

Alcántara lo acababan de abalear a la salida de una pelea de boxeo. Dos sicarios le

habían desocupado los cargadores de sus Mini Ingram calibre 380 y habían escapado

en dos motocicletas diferentes. El cadáver había quedado desfigurado en la mitad de

un charco de sangre, irreconocible. No había más víctimas.

No pude dormir. Esa noche tuve pesadillas, sueños atroces en donde dos hombres

se me venían encima y me apuntaban con sus metralletas. Terminé a la madrugada

caminando por la playa, revisando en mi memoria cada escena para ver qué se me

había escapado. No podía ser que Estrellita fuera tan miserable de poner en juego la

vida de su entrenador con tal de ganar algo de fama y de fortuna. Pero me dije que la

bajeza era una constante, una fuerza difícil de esquivar.

En las horas de la tarde me acerqué a la funeraria a presentarle mis respetos a la

familia del Tuerto Alcántara. Estaban todos los muchachos del Champions vestidos

con sus trajes de domingo. Reconocí a Estrellita en un rincón, amoratado, con los

ojos semicerrados y con el labio superior inflamado. Parecía no darse cuenta de lo

que pasaba a su alrededor. Logré llamar su atención con la mano y le hice un gesto de

que saliera unos segundos a conversar.

No pude evitarlo y, apenas lo tuve al frente, lo increpé con ira, con resentimiento:

—¿Cómo pudiste hacer una cosa así? ¿Vale más tu carrera que la vida de una

persona?

Estrellita se quedó tranquilo, mirando al piso, y con su voz resignada de hombre

humilde me contó que la misma noche de la amenaza El Tuerto le había confesado

que tenía un cáncer de páncreas ya muy avanzado, que los médicos le habían dicho

www.lectulandia.com - Página 131

que ningún tratamiento sería útil en ese estado y que lo mejor era ir arreglando sus

cosas y hospitalizarse en la fase final para ponerle morfina y que no sufriera tanto. El

problema era que el padre del Tuerto se había muerto de la misma enfermedad y el

viejo entrenador recordaba esa agonía con espanto, con fastidio, rechazándola y

negándose a terminar de la misma manera.

—Míralo, aquí está sano —le dijo a Estrellita esa noche mostrándole unas fotos

de su progenitor—. Y aquí está seis meses después. Fíjate bien, parece otro hombre.

Es como un vampiro, como una momia, como un zombi de película de terror. Yo no

me merezco esto, mijo.

Y fue entonces que le pidió, que le rogó que ganara la pelea. Le daba miedo no

tener los arrestos suficientes para envenenarse o para pegarse un tiro.

—Échame una mano, mijo. No me dejes así en manos de la Pelona.

Estrellita remató esa conversación diciéndome con los ojos aguados:

—No estaba peleando para ganar yo. Peleaba por él. Fue mi manera de

agradecerle todo lo que hizo por mí.

Lo abracé y me despedí de Estrellita con la certeza de que no nos volveríamos a

ver.

Afuera, en las calles, empezaba un vendaval caribeño. Ráfagas de viento

doblaban las palmeras y la marea embravecida lanzaba olas completas sobre las

avenidas costaneras. Yo intentaba mantenerme en pie y regresar sano y salvo al hotel

en medio de la tormenta.

www.lectulandia.com - Página 132

MARIO MENDOZA nació en Bogotá en 1964. Con el libro de cuentos La travesía

del vidente, editado por Planeta, obtuvo en 1995 el Premio Nacional de Literatura del

Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá. En 2002, ganó el premio

Biblioteca Breve de Seix Barral con la novela Satanás. En 2004, publicó el libro de

cuentos Una escalera al cielo. Ha publicado las novelas La ciudad de los umbrales

(1992), Scorpio City (1998), Relato de un asesino (2001), Cobro de sangre (2004),

Los hombres invisibles (2007), Buda Blues (2009), Apocalipsis (2011), Lady Masacre

(2013) y La melancolía de los feos (2016); y los ensayos La locura de nuestro tiempo

(2010), La importancia de morir a tiempo (2012) y Paranormal Colombia (201





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