Una escalera al cielo parte 02

 Son las cinco y media de la tarde. A través de los gigantescos ventanales del

aeropuerto se divisa una luz rojiza y anaranjada perderse allá lejos, detrás de los

aviones estacionados en las pistas. La sala de belleza está pronta a cerrar. Sólo queda

Esteban, el estilista principal. Ordena lociones y frascos, cuchillas y peines, champús

y bálsamos aromatizados. Suena la campanilla de entrada.

—Ya está cerrado —dice Esteban sin voltearse a mirar quién ha entrado.

La campanilla no vuelve a sonar, lo cual indica que la persona que acaba de

ingresar continúa dentro del salón. Esteban se da vuelta y ve una mujer elegante, bien

vestida, alta, pero con algo irregular que no puede precisar a primera vista, algo que

no encaja en el conjunto general.

—Lo siento, no deseo molestar. Busco a Marco.

La voz de la mujer impresiona a Esteban: es una voz gruesa, apasionada, dulce.

Pronuncia las eses como caricias, como sonidos apaciguadores que buscaran

tranquilizar y adormecer al escucha.

—Marco salió hace quince minutos.

La mujer, lentamente, se coloca una mano en la frente.

—Discúlpeme, ¿podría regalarme un vaso de agua?

—Claro, siéntese. Ya regreso.

Esteban va hasta el baño, llena un vaso desechable con agua y vuelve al salón.

—Aquí está.

—Gracias.

La mujer saca del bolso un sobre de aspirinas, coloca dos de ellas en la mano

izquierda, las introduce en su boca y recibe de la mano de Esteban el vaso de agua.

Bebe el líquido con gestos infantiles, cerrando los ojos y torciendo la boca

graciosamente.

—Nunca pude acostumbrarme —dice ella como disculpándose.

—¿Es el sabor amargo de la aspirina?

—No, es el tamaño de las pastillas lo que me incomoda —dice ella sonriendo—.

Bueno, no lo molesto más.

—Quédese unos minutos mientras se siente mejor. Yo sigo arreglando esto un

poco.

—No quiero incomodarlo.

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—Descanse… Una amiga quedó de recogerme pero yo creo que va a retrasarse.

—Gracias.

Esteban sigue ordenando frascos, recogiendo toallas sucias y desinfectando tijeras

y máquinas de afeitar.

—Qué suerte tiene Marco de trabajar con gente como usted.

—No crea, a veces soy insoportable.

—No lo parece.

—Es el trajín, sabe usted, la cantidad de gente esperando ahí sentada es lo que me

saca de quicio.

—Claro, comprendo.

—Los gritos, las caras de desagrado, la ansiedad…

—Sí.

—Hasta se desahogan insultándonos o diciéndonos cosas desagradables…

—Qué injusticia.

—Es horrible.

—Claro.

Esteban derrama sin querer un poco de loción y se arrodilla para limpiar con un

trapo amarillento el charco que se extiende por las baldosas. Así, desde el piso, se

dirige a la mujer.

—Esta ciudad se volvió invivible.

—Yo pienso igual.

—Pero no era así.

—No.

—Hace unos años uno tenía sensaciones plácidas viviendo aquí. Era una ciudad

agradable.

—Yo creo que somos muchos.

—Sí, es el exceso de población lo que nos está enloqueciendo.

—Y la falta de ternura —dice ella.

—¿Cómo?

Esteban se levanta del piso, se acerca a un lavamanos y mira a la mujer a través

del espejo.

—La falta de ternura, de comprensión, de solidaridad con los demás.

—Es cierto, nos vamos convirtiendo en bestias.

La mujer abre el bolso y saca una cajetilla de cigarrillos.

—¿Le molesta si fumo?

—No se preocupe.

Prende un cigarrillo y aspira el humo plácidamente, entrecerrando los ojos y

relajando el cuerpo. Su mirada persigue a Esteban mientras éste se mueve con

propiedad por el lugar.

—Me gusta este salón —dice ella—. Los espejos, las mesas de vidrio, los frascos

de colores ordenados en los estantes. Da la impresión de que nada malo puede

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suceder aquí. Todo es tan limpio y transparente.

—Hago lo que puedo por mantenerlo en orden.

—¿Qué tipo de clientela viene aquí?

—Un poco de todo.

—¿También la gente que va a viajar o que acaba de llegar?

—Sí, también.

—Qué raro.

—¿Por qué?

—Nunca se me había ocurrido entrar al salón de belleza justo antes o después de

un viaje.

—Son personas de negocios que van a una cita y quieren arreglarse antes de

presentarse en ella, o personas que van a una boda o a una fiesta familiar y el retraso

de los vuelos las dejan desechas. En fin…

—¿Y no pierden los vuelos por estar aquí?

—A veces pasa, sí.

La mujer termina de fumar, apaga el cigarrillo en el cenicero que está en la mesita

frente a ella y en el momento en que se dispone a dirigirse hacia el bote de basura

para arrojar la colilla y las cenizas, Esteban se lo impide.

—Permítame.

—No se moleste.

—Es un placer.

—Qué vergüenza, usted limpiando y yo ensuciando.

—Ni más faltaba.

Esteban regresa con el cenicero limpio, lo pone sobre la mesita, se para frente a la

mujer y le tiende la mano con una sonrisa.

—Disculpe, no me he presentado. Esteban Méndez.

—Mucho gusto —dice ella apretándole la mano cordialmente—. María.

—No sabía que Marco era casado.

—Soy una amiga, nada más.

Esteban regresa a los quehaceres de limpieza. Riega un líquido verdoso con olor a

pino sobre el piso y enseguida se dedica a distribuirlo con un trapero húmedo.

—Y usted, ¿es casado?

—No, soy viudo.

—Lo lamento.

—Fue hace cuatro años. Ya no me molesta hablar de ello. El tiempo pasa rápido.

—¿Tuvieron hijos?

—No, llevábamos sólo un año de casados.

—Qué difícil para usted.

—Uno va saliendo al otro lado sin darse cuenta.

—Hay gente que no sale.

—Yo tenía claro que debía hacerlo. Ella misma me lo pidió antes de morir.

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—Pensé que había sido un accidente o algo así, imprevisto, que no da tiempo a

nada.

Esteban termina de limpiar el piso, se dirige hacia una cafetera que está en un

rincón, sirve dos cafés humeantes y regresa donde María.

—¿Azúcar?

—Una, gracias… Qué amable es usted.

Esteban se sienta en un sofá frente a María, pone un sobre de azúcar y una

cucharita de plástico junto a cada una de las tazas y la invita con un gesto cordial a

saborear la bebida.

—Hay pruebas en las que nos jugamos la vida —dice él.

—Así es.

Esteban apoya la taza sobre la rodilla derecha y se queda mirando ensimismado el

vidrio de la mesita que está al frente. Su voz es ahora más grave, más íntima y dulce,

como si viniera de más adentro.

—La muerte es irremediable y siempre nos toma por sorpresa. Ante ella nunca

sabemos cómo comportarnos. ¿Sabe por qué? Porque no hay una educación sobre la

muerte. Se trata de ocultarla, de silenciarla, de no encararla. Ahí está su poderío y su

fortaleza. Si creciéramos familiarizados con ella, si aprendiéramos a convivir junto a

ella sin temerla, no nos destrozaría su presencia. Pero no, aparece súbitamente y nos

descompone, nos aniquila, acaba con nosotros sin piedad alguna. Luchamos contra

ella en desventaja.

De pronto levanta la mirada y pregunta:

—¿Más café?

—No, gracias.

Esteban recoge las tazas, las lava en un rincón, junto a la cafetera, y regresa y se

sienta en el mismo sofá frente a María. Dice:

—Es curioso.

—¿Por qué?

—Tengo la impresión de haberla conocido hace mucho tiempo.

—A mí me sucedió lo mismo desde que entré y lo vi.

Esteban mira de nuevo el centro de la mesita de vidrio que está entre los dos,

como si el reflejo del vidrio le trajera las imágenes del pasado.

—Yo no sé cómo se entra en el infierno, es algo que sucede de un momento a

otro, sin premeditarlo. Lo cierto es que un día uno se levanta y se da cuenta de que la

esperanza y la alegría están allá, al otro lado, como detrás de un cristal, inalcanzables.

Y se trata de tener coraje. Porque hay una verdad que uno lleva dentro como una roca

amarrada al estómago: la certeza de que sólo aceptando lo irremediable se hallará la

salida.

Esteban hace una pausa, toma aire y remata diciendo:

—No es fácil. No es fácil seguir viviendo sin decir nada, aguantando por dentro,

sin trucos.

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Esteban levanta la mirada y sonríe nostálgicamente.

—La puse triste diciendo esto, lo siento.

—Le agradezco tanto su confianza.

—Se acordó de algo, ¿verdad?

—No pude evitarlo.

—¿Y no quiere hablar de ello?

—Me da vergüenza. Discúlpeme, tengo que irme.

Esteban hace el ademán de levantarse pero María, rápidamente, llega hasta él, lo

coge del brazo y se lo impide. Lo tutea por primera vez:

—Por favor. No quise ofenderte.

—¿No me tienes confianza?

—No es eso.

—Entonces, ¿qué es?

María se sienta junto a él, se recuesta en el espaldar del sofá y suspira:

—Tengo miedo.

Esteban, cariñosamente, la coge de la mano.

—¿Por qué?

—Tú eres diferente a los demás…

—Desde que entré aquí me di cuenta de que eras especial.

—Eres tan dulce, Esteban…

Suena la campanilla de entrada. Esteban siente como un llamado de otro mundo y

se demora unos segundos en llegar a la realidad. Al fin retira la mano suavemente, se

pone de pie y se acerca a la puerta. Reconoce enseguida a la amiga que ha estado

esperando.

—Dios, qué tráfico, no te imaginas. Siento la demora.

—No te preocupes.

—¿Nos vamos?

—Sí, ya estoy listo.

María se acerca desde el fondo.

—Te presento a María, una amiga de Marco.

—Mucho gusto.

—Encantada.

—¿Salimos? —propone Esteban nervioso.

Los tres salen y Esteban cierra el salón y revisa las cerraduras de seguridad. Por

un segundo levanta los ojos y se tropieza con la mirada gélida de María, quien se

despide con seguridad y aplomo en la voz.

—Gracias por todo, Esteban.

—Que estés bien.

—Hasta luego —dice María dirigiéndose a la mujer.

—Adiós.

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Y se aleja erguida, elegante, contoneando las caderas. Esteban siente un sudor frío

escurriéndole por la espalda y un ligero temblor le recorre las piernas de arriba abajo.

Suena la voz del altoparlante: «Pasajeros del vuelo 215 con destino Los Angeles por

favor pasar al muelle de embarque número cuatro». Dice Esteban:

—No me había dado cuenta de que ya es de noche.

—Sí, yo tampoco.

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UNA ESCALERA AL CIELO

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La clase de literatura había terminado. Manuel guardó sus libros en el pupitre y salió

al patio central del colegio a buscar una Coca-Cola. Cerca de la cancha de baloncesto

se tropezó con Pérez cara a cara.

—Quihubo, hermano —le dijo Pérez nervioso, mirando hacia los lados.

—Qué pasa —contestó Manuel tranquilo.

—Mañana es la vaina, acuérdese.

Manuel hizo un gesto de no entender nada.

—De qué me está hablando, maestro…

—La cita, hermano, la cita.

Manuel guardó silencio. Luego sonrió y dijo:

—Ah, sí.

—Va a ir, ¿no?

—Claro.

—Allá lo esperamos.

—Fresco. Mañana nos vemos.

Compró la Coca-Cola y se recostó en la cancha de fútbol, sobre el césped recién

cortado. Unos muchachos de primaria jugaban un partido amistoso. El sol calentaba

desde lo alto del cielo. Alguien lo llamó desde atrás. Volteó la cabeza y vio a Acosta

y su grupo a dos metros de distancia. Eran los intelectuales del salón, los futuros

poetas, los adolescentes sensibles, los elegidos, los alumnos respetados y admirados

por los profesores. Bien vestidos, con los zapatos impecables, las camisas limpias y el

pelo corto, como manda la ley, se acercaron un paso más. Acosta habló en nombre

del grupo.

—Queríamos saber si quiere ir hoy a la tertulia.

—Cómo así…

—Esta tarde, en mi casa.

Manuel giró el cuerpo pero siguió recostado sobre el brazo izquierdo. En la mano

derecha tenía la Coca-Cola.

—No entiendo, Acosta.

—Queremos invitarlo a nuestra tertulia.

—Tertulia de qué, maestro…

—De poesía.

—Yo no escribo poesía, Acosta.

Tomó un sorbo de Coca-Cola y se limpió la boca con la manga de la chaqueta.

Acosta estaba comenzando a ponerse nervioso.

—Nos interesa su opinión.

—Yo no sé nada de poesía.

—Su trabajo de literatura fue uno de los mejores. Eso dijo el profesor.

—Ah…

Tomó otro sorbo de Coca-Cola, disfrutando del gas en la boca y en la garganta.

Acosta preguntó:

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—¿Sobre qué era su trabajo?

—Es una defensa del vagabundo.

—¿En qué libros se basó?

—En ninguno, Acosta.

Acosta sacó un papel y anotó algo con rapidez. Inclinó el cuerpo y alargó el

brazo.

—Ahí está mi dirección. Lo esperamos a las seis.

Manuel leyó en el papel una dirección escrita con letra impecable, clara, bien

ordenada. Acosta y su grupo dieron media vuelta y se fueron.

Esa tarde, después de salir del colegio, se fue a caminar por la Carrera Décima.

Observó las vitrinas de las papelerías, de los almacenes de ropa, de las tiendas de

artículos deportivos, de los restaurantes, de las licoreras, de las ferreterías, de las

cafeterías y de los negocios de tragamonedas y juegos de azar. Le gustaba mirarse a

veces en el reflejo opaco de los vidrios e imaginarse como el vagabundo nómada de

Hambre de Knut Hamsun, como el solitario aventurero de El defensor tiene la

palabra de Petre Bellú, o como Martín, el adolescente extraviado de Sobre héroes y

tumbas de Sabato. Sí, se sentía perdido, sin rumbo, sin saber a ciencia cierta qué

hacer con su vida. Tenía que orientarla hacia alguna parte pero no sabía hacia dónde.

Sólo disfrutaba esos momentos de soledad consigo mismo, esos recorridos azarosos,

por ahí, comiéndose las calles en la plenitud de sus tardes de ocio.

Entró a Prodiscos y le pidió el favor a una de las muchachas que atendía que

pusiera en el equipo de sonido un disco de Jethro Tull. La joven lo complació y

Manuel escuchó con placer tres canciones de su grupo preferido. Lo reconfortaba la

voz de Ian Anderson desde lo lejos, al fondo, como un lobo aullando en mitad del

bosque. Salió a la calle y caminó unas cuadras más hasta la Librería Internacional. En

la puerta se tropezó con una negra alta y voluminosa de largas trenzas. Sonrió y

recordó el verso de Gómez Jattin: «Tenía un picor que la cimbraba del clítoris a los

ojos». La mulata le regresó la sonrisa y se alejó contoneándose, como una reina de

belleza en una pasarela. Manuel entró a la librería y se puso a ojear en los estantes,

leyendo aquí y allá fragmentos en desorden, abriendo los libros en cualquier página,

sin un plan predeterminado, sin prisa. Guardó en su memoria una frase de Ciorán:

«La filosofía —refugio junto a ideas anémicas— es el recurso de los que esquivan la

exuberancia corruptora de la vida».

A las cinco y media salió de la librería y percibió el cambio de luz, la cercanía de

la noche. Recordó, entonces, su conversación con Acosta en el colegio. Buscó en los

bolsillos y encontró el papel arrugado y sucio. La dirección se podía leer con

claridad. Su primer impulso fue arrojar el papel al suelo y olvidarse de la reunión,

pero luego se dio cuenta de que no tenía nada que hacer, no deseaba volver a casa

temprano y estaba ya harto de ver vitrinas. Iría a la reunión para intentar conjurar el

aburrimiento.

Llegó a la dirección indicada a las seis y quince. Acosta mismo le abrió la puerta.

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—Así que decidió venir.

—¿Ya comenzaron?

—Ya casi. Siga.

Cruzó el umbral y en el salón de entrada apareció una señora con cara de rana,

maquillada hasta las orejas, sonriente. El batracio le tendió la mano.

—¿Tú también escribes poesía?

Manuel apretó la mano con fuerza.

—No.

—… ¿Lo mantienes en secreto? —le dijo en voz baja.

—Es la verdad, señora. No escribo poesía.

La sonrisa se deshizo. El anfibio retiró la mano.

—¿Y cuál es tu pasatiempo preferido?

—El fútbol.

Acosta intervino desde atrás.

—Estamos de afán, mamá. Ya vamos a empezar.

—Sí, querido, sigan.

Manuel ingresó en una sala amplia donde estaban esperándolos los amigos de

Acosta. La tertulia comenzó con la lectura de un poema de Pineda, escrito la semana

anterior con ocasión de la muerte de su abuelo. Después Acosta leyó un poema suyo

sobre el mar de Cartagena. Una especie de oda rimbombante y abigarrada donde

abundaban términos poco usuales y eruditos. Leyó el último verso con los ojos

cerrados, bajando la voz e inclinando la cabeza, como hundido en una pena muy

profunda. El grupo aplaudió. Manuel bostezó.

Acosta dejó el poema sobre una mesa y se dirigió a los demás:

—Bueno, ¿alguien quiere comentar algo?

Martínez levantó la mano, tomó aire y dijo:

—Me sorprendió mucho la imagen de Poseidón acariciando a la esclava negra en

la playa. Creo que logras una fusión cultural interesante e inédita.

Acosta asintió. López se puso de pie y habló mirando a Martínez:

—Esa imagen se acentúa más adelante, cuando aparecen los dioses africanos

entablando amistad con los dioses griegos. La tradición occidental y la tradición

negra africana parecen darse cita frente al mar de Cartagena.

Acosta sonrió como indicando que sus amigos habían dado con la clave del

poema.

—Así es. Los españoles traen una serie de mitos mediterráneos y los esclavos

negros llegan con sus creencias y sus leyendas intactas. Y ambas culturas arriban por

el mismo mar. El Caribe los arroja y los reúne en la playa de Cartagena de Indias.

Una sirvienta entró con refrescos y galletas. Mientras los demás se servían

pasabocas y gaseosas, Manuel se puso de pie.

—Tengo que irme.

Caminó hacia la puerta. Acosta lo alcanzó en el salón de entrada.

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—¿Qué le pareció el poema?

—Yo no sé de poesía, Acosta.

—¿Pero le gustó o no?

Manuel suspiró.

—Ni una cosa ni la otra. Me da igual.

Acosta lo miró a los ojos.

—¿Por qué se va tan temprano?

—Tengo un partido de microfútbol con la gente del barrio.

—¿Viene la próxima semana?

—No creo.

Abrió la puerta y caminó unos pasos hacia la calle. Se volteó y vio a Acosta

parado en el umbral.

—Le propongo algo, Acosta.

—Qué…

—Mañana me reúno con mis amigos en el bosque de eucaliptos, después de

clases. ¿Quiere venir?

—¿Van a hablar de literatura?

—Hablamos un poco de todo.

—… ¿Nos podemos ir juntos? —preguntó Acosta entusiasmado.

—Nos vemos mañana —respondió Manuel dando media vuelta y desapareciendo

en la oscuridad de la calle.

Al día siguiente, a la salida de la clase de Química, la última, Manuel se apartó de

los demás compañeros de curso y esperó a Acosta. En efecto, unos minutos más tarde

éste llegó con sus libros bajo el brazo. Salieron del colegio y caminaron sin decirse

nada, ensimismados en sus propios pensamientos hasta que llegaron al bosque de

eucaliptos. Estaban el negro González, el loco Tafur y Pérez mirando hacia los lados,

como de costumbre, paranoico. Tafur se acercó. Acosta palideció.

—Usted qué hace aquí, hermano… —preguntó Tafur.

—Él me invitó —respondió Acosta señalando a Manuel.

—¿Qué?

Manuel se acercó a Tafur y le puso una mano en el hombro.

—Fresco. Vamos a darle una oportunidad.

—Pero si es el sapo del salón, hermano.

—No importa. Dejemos a ver cómo se siente el hombre.

—Esto comenzó mal.

—No se ponga negativo, maestro. Le va a dar úlcera a los dieciocho.

Pérez se agachó y pulsó el botón de una grabadora.

—Pónganse firmes. Vamos a escuchar el himno —dijo con solemnidad.

Todos estaban de pie. Se escuchó un ruido de voces distantes, en concierto, y

alguien tomó el micrófono y anunció: «Mister Richie Havens». La multitud aplaudió.

Una guitarra inició los primeros acordes, intensos, fuertes, decididos. Un tambor la

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acompañaba. La voz de Richie Havens comenzó a cantar «Freedom» con una

intensidad religiosa, entre el grito desesperado y la alabanza sosegada. La música

parecía extenderse por el aire y rodear los árboles y las plantas. La canción se cerró

con un público enardecido y febril emitiendo silbidos y chillidos. Pérez bajó el

volumen de la grabadora.

—Se da inicio a la reunión treinta y cuatro de Los Vagabundos —dijo agitando su

melena sobre los hombros.

Se sentaron en círculo. Tafur sacó papel cebolla, un puñado de marihuana y se

concentró en armar el primer cigarrillo.

—¿Qué es eso? —preguntó Acosta nervioso.

González lo miró sonriente.

—La invitada principal, hermano. Esperanza Laverde.

—¿Cómo así?

—Bareta, hermano —le respondió Pérez didáctico.

—¿Van a fumar eso?

—«Vamos», hay que hablar en «nosotros» —le dijo González molesto—. Si le da

miedo trabarse, viejo, ábrase.

Tafur pasó la lengua por el extremo del papel y lo selló. Prendió el primer barillo

y comenzó a rotarlo. Sonaba «Gloria» en la voz de Jim Morrison. Manuel aspiró y

retuvo el humo en los pulmones. Lo espiró y le pasó el barillo a Acosta.

—Fresco, aspire como si fuera cigarrillo.

Acosta obedeció. El barillo fue pasando de mano en mano hasta agotarse. Tafur

armó un segundo y un tercero. El negro González, con los ojos rojos, le preguntó a

Acosta:

—¿Cómo estamos de nenas?

—¿De qué? —dijo Acosta con los párpados caídos.

—De mujeres, sapo, de mujeres.

—¿Mujeres?

—Sí, hermano, mujeres, unos animales que tienen dos protuberancias en el pecho

y un hueco entre las piernas.

—No sé —contestó Acosta y se cayó al piso como un muñeco de trapo.

Manuel se acercó.

—¿Se siente bien?

Hubo un silencio largo. De un momento a otro, desde el piso, Acosta empezó a

gritar:

—¡Auxilio!, me estoy enloqueciendo, ¡ayúdenme!

Tafur soltó una carcajada. Pérez, controlando la risa, se acercó a Acosta y le dijo:

—La verdad es que lo trajimos aquí para descuartizarlo. Vamos a enviarle a su

mamá por correo una oreja suya ensangrentada.

—¡Nooooo!, por favor, no me hagan daño, ¡ayúdenme!

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González y Tafur se retorcían en el suelo de la risa. Pérez no pudo más y se arrojó

entre ellos ahogado en una carcajada salvaje.

Manuel quiso tranquilizar a Acosta pero no pudo. La risa se lo impedía. Era tan

ridículo verlo ahí suplicando, a él, el seguro de sí mismo, el prepotente, el genio de la

clase, el ejemplo para todos, el futuro poeta nacional.

Acosta se arrastró hasta un árbol, se abrazó a él y comenzó a vomitar. El negro

González amenazó:

—Pérez, traiga el cuchillo. Vamos a degollarlo.

Entre vómito y vómito Acosta miraba hacia atrás temblando de pánico, aterrado.

—No me vayan a matar, por favor.

Tafur, González y Pérez no podían detener los accesos de risa. Manuel, con la

sonrisa aún en la boca, se acercó a la grabadora y cambió el cassette. Las primeras

notas de «Stairway to heaven» de Led Zeppelin salieron del aparato con candor y

suavidad. Miró a sus amigos, se vio a sí mismo mirándolos y reconoció, en un

instante fugaz, que estaba en un punto decisivo de su vida. No se sintió ajeno a ellos.

Lo contrario: se identificó con sus destinos inciertos y sinuosos. Ellos nunca serían el

centro de nada, la atracción, el éxito, el motivo de orgullo, sino la periferia, el borde,

el arduo camino, la frontera peligrosa donde la vida mide sus propios límites. Por

primera vez en muchos meses no se sintió tan perdido. A medida que la canción

avanzaba Manuel veía cada vez con mayor claridad una escalera descendente, hacia

abajo, hacia el cielo. Una escalera que Acosta, pensó, jamás encontraría en su vida. Y

si alguna vez, por casualidad, la encontraba, le faltaría entonces, desde los primeros

peldaños, el coraje suficiente para recorrerla.

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ÉSTA ES TU NOCHE

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El sargento Ciro Barajas, vestido de civil y desarmado, recorría borracho la zona de

tolerancia de Bogotá. Caminaba con las manos entre los bolsillos, haciendo esfuerzos

por mantener los pasos en línea recta y observando con detenimiento, aquí y allá, las

mujeres que se le insinuaban con descaro.

Esa noche Barajas se sentía derrotado, sin ánimos para seguir viviendo, sin

reserva de fuerzas para luchar y vencer la adversidad. Veía su vida como un cúmulo

de fracasos sin esperanza ni redención alguna. No creía posible recuperar la confianza

en sí mismo. Prefería decirse la verdad, aunque fuera dolorosa: él no era más que un

miserable entregado a la frustración y la mediocridad. No valía la pena intentar

recobrar una vida cuyo valor era escaso, insignificante.

Una llovizna fina, intermitente, caía en diagonal sobre el centro de la ciudad. Al

voltear la esquina de la Calle Veintidós un hombre se abalanzó sobre él y, sin darle

tiempo para reaccionar, le puso una navaja en la boca del estómago.

—El billete, rápido —ordenó el hombre.

El sargento introdujo su mano derecha en el bolsillo trasero del pantalón, sacó la

cartera, agarró todos los billetes y se los entregó al hombre sin decir nada. Alzó la

mirada y vio el rostro sin afeitar y los ojos vidriosos del atracador. «La expresión del

bazuco», alcanzó a pensar en medio del desconcierto.

—El reloj también.

Metió la cartera en el bolsillo derecho de la chaqueta y, con la mano libre, se

quitó el reloj de la muñeca izquierda. Mientras lo entregaba vio cómo emergía de la

oscuridad una mano femenina, delicada, con las uñas fosforescentes. La mano puso

un revólver en la nuca del ladrón. Una voz neutra dijo desde las sombras:

—Suelte el arma o disparo.

La navaja produjo un sonido metálico al chocar contra el piso.

—Devuelva lo que robó.

El hombre obedeció. El sargento recibió el reloj y los billetes.

—Ya le dijimos que no lo queremos por aquí. Hace rato que usted huele a

cementerio.

—Por favor, no me mate.

—No nos gusta que nos tomen el pelo.

—Hoy mismo me voy, se lo juro…

—Camine hacia el frente sin darse vuelta.

El sargento se hizo a un lado y el hombre comenzó a caminar con pasos

temblorosos, poco firmes. A los diez metros se internó en la estación de gasolina,

cruzó la Avenida Caracas y emprendió la fuga sin mirar hacia atrás.

Poco a poco, de la penumbra tenue acariciada por la llovizna, emergió Gina, alta,

voluptuosa, masculina.

—¿Está bien?

—Sí, gracias. Se me pasó la borrachera del susto.

—No queremos ladrones por aquí. Alejan a los clientes y nos dañan el negocio.

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—¿No deberías estar en la calle de abajo, con los demás travestis?

—Yo no soy travesti.

—¿Entonces?

—Transexual.

—Ah, estás operado.

—Operada, gracias.

El sargento esbozó una sonrisa. Guardó el dinero y el reloj en la chaqueta, inclinó

ligeramente el cuerpo y le tendió la mano a Gina.

—Gracias por todo.

Gina apretó la mano con decisión.

—¿No quiere tomarse un café? Vivo en ese edificio —dijo señalando una

construcción a cuarenta metros de distancia.

—Es un poco tarde.

—Vivo sola. Nadie lo verá… Puede lavarse la cara, descansar un minuto y

tomarse un café. Se sentirá mejor, se lo aseguro.

El sargento dudó. Gina remató:

—Y a esta hora es mejor que llame un taxi por teléfono. Es más seguro.

Asintió. Gina sonrió y lo condujo hasta un apartamento modesto ubicado en el

cuarto piso del edificio que le había señalado. Apenas entraron Gina puso a hervir

agua para un café.

—Siéntese.

—Gracias.

—¿Quiere un par de aspirinas?

—Sí…, el aguardiente me da dolor de cabeza.

Gina puso sobre una mesita un vaso de agua y le entregó a Barajas dos aspirinas.

Luego se dirigió a la estufa y preparó dos cafés. Preguntó desde la cocina:

—¿Cuántas de azúcar?

—Dos, gracias.

Regresó a la pequeña sala y le entregó al sargento una taza de café humeante.

—¿Cuál es su nombre?

—Ciro Barajas.

—Yo me llamo Gina.

Barajas saboreó el café.

—Está muy bueno.

—¿Puedo ser imprudente?

—Según…

—¿Por qué va borracho por ahí a estas horas de la noche?

El rostro de Barajas se ensombreció. Terminó de beber el café. Dudó, pero sin

saber por qué, sintió la necesidad de hablar de sí, de confesarse un poco. Y era mejor

así, pensó, con alguien desconocido, distante.

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—Tengo problemas de dinero… Eso me crea conflictos con mi esposa y mis

hijos… Las cosas no marchan bien… Voy a perder la casa y van a embargarme lo

poco que tengo…

—¿Deudas?

—El sueldo no me alcanza.

—¿Y por qué su patrulla no cobra una cuota, como hacen los demás?

—No sé… No puedo.

—Por esa razón usted es muy estimado en el sector. Cuando está patrullando con

sus hombres todas estamos tranquilas.

Barajas se puso de pie.

—Tengo que irme. Gracias de nuevo.

—Ya le llamo el carro.

Gina tomó el auricular, marcó un número y solicitó un taxi. Colgó y se puso

también de pie.

—Listo.

—Quiero pedirte un último favor.

—Lo que sea.

—No comentes con nadie lo que sucedió hoy.

—No se preocupe.

Se dirigió a la puerta.

—Voy bajando.

—El taxi llegará en cinco minutos.

Barajas estrechó la mano de Gina entre las suyas, murmuró un «adiós» y

desapareció en la oscuridad de las escaleras.

Dos días más tarde, patrullando el sector, Barajas se encontró con Gina y le exigió

los documentos de identidad y el carnet de salud. Ella sonrió, abrió el bolso y le

entregó el carnet y la cédula de ciudadanía. Barajas revisó los papeles.

—¿Renson Segura?

—Usted sabe, sargento, que el Estado no nos permite cambiar de sexo, aunque

tengamos autorización médica para ello.

Barajas asintió y le regresó la documentación.

—Todo está en orden.

Gina notó que los demás agentes estaban retirados unos cuantos metros, entonces

bajó la voz y se atrevió a preguntar:

—¿Puede pasar por mi apartamento después del trabajo, sargento, cuando

entregue el turno?… Por favor…

—De qué se trata.

—Por favor —rogó Gina—. Son sólo cinco minutos.

—No tengo mucho tiempo.

—Gracias. No lo demoraré, se lo aseguro.

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En efecto, en las horas de la noche, vestido de civil y desarmado, Barajas tocó el

timbre del apartamento de Gina. Ella misma le abrió la puerta del edificio y lo

condujo hasta el cuarto piso. Cerró la puerta y se quedó mirándolo a los ojos. El

sargento preguntó:

—Bueno, dime…

—No sé cómo decir esto.

—Espero que no sea nada ilegal.

Gina se apresuró a contestar:

—Cómo se le ocurre, sargento. No le faltaría al respeto jamás.

—Entonces…

—No sé cómo empezar…

—Dilo de una vez, directamente, y ya está.

Gina se acercó al ventanal de la sala que daba a la calle. Recostó su brazo en el

vidrio y comenzó a hablar.

—Yo sé que un transexual no es bien visto socialmente. Somos motivo de

desprecio y de burla. Por eso acercarse a alguien como yo produce vergüenza…

Barajas la interrumpió:

—Nunca he dicho eso.

—Yo sé lo que digo, sargento… Si sus compañeros de trabajo supieran que usted

me conoce, comenzarían los chistes y las frases de doble sentido… Y aunque yo sea

una mujer física y mentalmente, su virilidad se vería cuestionada… Es por eso que

nunca podremos ser amigos… No importa… Pero quiero hoy reiterarle mi

admiración…

Gina se acercó a Barajas y le tendió un paquete pequeño envuelto en papel cartón.

—¿Qué es esto?

—Un acto de solidaridad y de respeto con usted.

Barajas se quedó quieto con el paquete en la mano.

—Ábralo, sargento.

—Tú sabes que yo no puedo recibir regalos.

—Por favor.

Barajas rasgó con suavidad el papel y aparecieron, bien ordenados y compactos,

varios fajos de billetes de distinta denominación.

—No entiendo.

—Usted me dijo el otro día que su vida estaba deshecha por falta de dinero.

—Ése es mi problema.

—No se ofenda, se lo ruego.

—No puedo recibir esto.

—No sea así.

—Mi trabajo me lo impide.

Gina se llevó las manos a la cabeza y hundió sus dedos en la espesa cabellera

negra que le caía sobre los hombros. La voz le temblaba.

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—Ya entiendo. Ese dinero es sucio porque viene de mí.

—No es eso.

—Sí lo es. Si yo fuera un amigo suyo de la estación, sí lo recibiría.

—Es un caso diferente.

—¿Por qué?

—Yo tengo que ejercer la autoridad sobre ustedes, tengo que controlarlos y

revisarles la documentación. Un regalo, en esas condiciones, me compromete.

—Ah, ¿sí?… Usted sabe que yo cargo un revólver… Y hoy no me requisó ni me

pidió el salvoconducto…

—El día que te vi con el revólver iba de civil… Hoy hicimos una redada por

orden del Ministerio de Salud… Lo importante era el carnet de sanidad… Cuando

estemos revisando armas te revisaré como a cualquiera…

—No nos enredemos más… Ese dinero yo me lo gasto en licor… Recíbalo sin

compromisos… Si mañana tiene que meterme en la cárcel, pues lo hace y punto…

Barajas se acercó al ventanal y miró la calle. Algo en su rostro había cambiado.

Tenía aún el paquete en la mano.

—No tienes por qué ayudarme…

—Usted tampoco, y sin embargo vive respetándonos y protegiéndonos de los

clientes que quieren aprovecharse de nosotras…

—Es la ley.

—Por favor… Ese dinero es limpio… Son mis ahorros… No me humille…

Hubo un silencio. El énfasis de las palabras de Gina y sus ademanes desesperados

lo habían conmovido. De un momento a otro decidió aceptar su ayuda. El sargento

cogió el paquete con las dos manos y suspiró.

—Sin compromisos… Espero regresártelo pronto…

Gina sonrió mordiéndose ligeramente el labio inferior.

—No se preocupe… No tengo afán…

—¿Cuánto es?

—Ochocientos mil.

—Gracias.

—No hay de qué.

El sargento se acercó a la puerta.

—Tengo que irme.

Gina le tendió la mano. Barajas la estrechó y se despidió:

—Hasta luego.

—Nos vemos, sargento.

Abrió la puerta y descendió las escaleras que conducían a la calle.

Durante la semana siguiente Gina y Ciro Barajas se vieron muchas veces en la

zona de tolerancia. El sargento la trataba con seriedad y distancia, pero siempre, bien

fuera al comienzo o al final de la entrevista, había un instante, imperceptible para los

demás, en el que la miraba con secreta camaradería. Esos momentos no pasaban

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desapercibidos para ella, quien, a través de una ligera sonrisa o de una mirada

penetrante e intensa, se encargaba de regresar los mensajes de afecto y amistad. En

una oportunidad Barajas dio la orden a uno de sus hombres de que la requisara. El

agente no encontró nada. Mientras revisaban a otros travestis y transexuales, el

sargento se le acercó.

—No estás armada, me alegro.

—¿De verdad?

—Sí, no quiero que te pase nada.

Gina sintió en esas pocas palabras la preocupación auténtica de Barajas y no pudo

evitar conmoverse furtivamente.

Al término de esa semana, un viernes en la noche, Barajas fue solicitado en la

oficina del capitán. Entró sin anunciarse.

—Entra, Ciro, entra.

—Me dijeron que me necesitaba.

—Sí, cierra la puerta.

Barajas cerró la puerta y avanzó dos pasos hacia el escritorio del capitán.

—Siéntate, por favor.

Se sentó. El capitán bajó un poco la voz.

—Voy a confiar en ti, Ciro. Tú eres uno de mis mejores hombres. Tenemos una

orden que viene desde arriba. Alguien pesado desea hacer limpieza en la zona de

tolerancia. ¿Comprendes?

—¿Matar?

—No lo digas así, hombre. El hijo de un importante senador de la República fue

asesinado por un travesti anoche. La idea es capturar en la calle a varios de esos

maricones, tú sabes, esos pervertidos que andan por ahí haciéndoles daño a las buenas

costumbres, y sentar un precedente. Los llevas al río Tunjuelito y los desapareces.

Eso es todo.

Barajas comenzó a sudar.

—No me vayas a decepcionar, Ciro. Me tocaría darte de baja y perderías la

jubilación. Te faltan tres años, ¿no?… A tu edad, hombre, no conseguirás empleo ni

en un circo.

—¿Darme de baja?

—Claro. La orden viene desde arriba. En cambio, si haces bien tu trabajo, te

tendrán en cuenta rápidamente para los ascensos.

Silencio. El capitán continuó:

—Esta institución es democrática. Todos somos iguales. Aquí nadie tiene corona.

—No puedo quedarme sin empleo ahora, capitán. Tengo muchos problemas en mi

familia.

—Ya ves, te conviene hacer las cosas bien.

—No sé.

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—Tú eres bien macho, ¿sí o no?… Esto es un trabajo para varones… Ésta es tu

noche, Ciro…

Barajas suspiró.

—Yo sabía que no me ibas a fallar, hombre… El cabo Estévez te acompañará…

El capitán hizo un ademán para indicar que la reunión había concluido y estrechó

la mano de Barajas.

—Que les vaya bien.

Apenas cerró la puerta, Barajas tuvo un impulso: entrar y renunciar al operativo,

explicar que él no era un asesino y que iba a solicitar una investigación sobre el caso.

Pero se detuvo de inmediato. Recordó el rostro de su mujer destrozado por las noches

de insomnio, su llanto callado, sin recriminaciones ni exigencias de ninguna clase.

Vio también la expresión de sus dos hijos, sus gestos opacos, taciturnos, dolorosos de

la mañana a la noche. Cerró las manos con fuerza hasta que sintió las uñas

maltratándole la piel. No, no podía arriesgarse a dejar a su familia definitivamente en

la calle. Ése era su principal deber: sacrificarse por ellos. Abrió las manos, bajó la

cabeza y caminó por los pasillos así, con la mirada hundida en el piso.

Cuando llegó al patio de la estación, el cabo Estévez lo estaba esperando ya junto

a la patrulla.

—Listo, mi sargento.

—¿Vamos solos?

Estévez sonrió.

—Así es mejor, mi sargento.

Entraron a la camioneta Chevrolet y tomaron la Avenida Caracas rumbo a la Calle

Diecinueve. Estévez conducía.

—Es mejor hacer esto rápido, mi sargento.

—¿Ya lo has hecho antes?

—Un par de veces.

—No me gusta esta situación para nada.

—Son las órdenes, mi sargento.

Estévez giró el timón a mano derecha y bajó por la Calle Diecinueve hacia el

occidente. Redujo la velocidad.

—Bueno, mi sargento, nos toca cogerlos por sorpresa. Los ponemos contra la

pared, los esposamos y los metemos en la patrulla de una, sin decir nada.

Aceleró y viró de nuevo a la derecha. Frenó en seco en la esquina de la Calle

Veinte, bajó de la patrulla y encañonó una masa de travestis y transexuales que estaba

reunida en el andén esperando la llegada de los clientes. Unos pocos que habían

divisado de lejos la patrulla alcanzaron a correr. Pero el grueso del grupo se había

quedado inmóvil, sin saber qué hacer. Barajas, parado en la calle, estaba con el

revólver en la mano. Parecía mirar un punto fijo en el vacío. Estévez contó diez

homosexuales y los puso contra la pared. Los esposó en dos minutos y ordenó:

—A la patrulla, rápido. Los demás piérdanse.

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Mientras comenzaban a correr los que no estaban esposados, Estévez abrió la

puerta trasera de la camioneta e hizo subir a los diez prisioneros. Cerró con seguro y

subió al asiento del conductor. Barajas seguía parado en la calle sin moverse.

—Rápido, sargento, vámonos.

Le abrió la puerta desde dentro y Barajas, como despertando momentáneamente

de un sueño, subió y quedó sentado junto a Estévez. Cerró la puerta y el cabo arrancó

hacia el oriente en busca de la Avenida Caracas.

Viajaron hacia el sur en medio de un silencio incómodo. Al fin Estévez se decidió

a hablar:

—¿En qué piensa, sargento?

—En nada.

—Esto no es problema nuestro, sino de los que dan las órdenes. Ellos son los

responsables. No se preocupe.

El cabo giró el timón a la izquierda y tomó una calle vacía y sin pavimentar que

desembocaba muy cerca del río Tunjuelito. Detuvo la camioneta en un lote vacío sin

casas alrededor. El río estaba ahí, a pocos metros de distancia.

—Bueno, sargento, llegamos.

Estévez sacó su revólver y lo revisó. Luego volteó la cara hacia Barajas y dijo:

—Nos toca uno por uno, sargento. Los llevamos hasta la orilla, un tiro de gracia

en la nuca y al río. No hay razón para alarmarnos: los cadáveres no aparecen nunca.

El cabo respiró despacio por la boca y continuó:

—Comienza usted, mi sargento. Nos corresponden cinco a cada uno.

—¿Cómo?

—No olvide hacerlo rápido. Cuanto antes mejor.

—¿Yo?

—Cuando usted termine se queda aquí, cuidando el carro. Yo no me demoro nada

con mis pacientes, va a ver.

Estévez descendió de la patrulla, abrió la puerta trasera y sacó del pelo una mujer

alta y bien formada. Adentro, entre los cuerpos aglutinados en desorden, se oía un

gemido constante y varias voces suplicando piedad y misericordia. Barajas se acercó

y vio la mujer. Era Gina.

—Listo, sargento. Lléveselo.

Barajas se quedó quieto, mirándola a los ojos. El cabo levantó el revólver y

apuntó a la cabeza de Gina.

—Andando, hijueputa. Muévase.

Gina comenzó a caminar hacia el río. Barajas la seguía a dos pasos de distancia.

Ella se detuvo justo en el borde y se volteó. Un viento frío le agitaba la melena negra.

A diez metros de distancia, con el revólver en la mano, Estévez vigilaba la escena.

Era evidente que lo habían enviado para que el trabajo se llevara a cabo sin errores, lo

cual significaba observar muy de cerca, como ahora, el comportamiento de Barajas.

Gina bajó la voz y habló con claridad, pronunciando las palabras lentamente:

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—Haz lo que tengas que hacer, mi amor.

Barajas sintió el peso de la noche sobre su cuerpo. No podía respirar y gruesas

gotas de sudor que caían sobre sus ojos le impedían ver con nitidez. Las pulsaciones

de su corazón retumbaban en sus oídos. Tenía la impresión de estar en medio de una

pesadilla, rodeado de imágenes irreales. El viento aumentó su potencia. Alzó el

revólver.

—Qué suerte morir así, en tus manos…

Apuntó al corazón. Estaba ahogado, con fiebre, las piernas casi no podían

sostenerlo y fuertes dolores en la boca del estómago lo obligaban a ponerse allí la

mano izquierda.

—No me olvides nunca, mi amor…

Abrió los labios y tomó una bocanada de aire helado. Sentía que iba a

desmayarse.

—Mi vida… Mi cielo…

Las pocas fuerzas que le quedaban logró reunirlas en su brazo derecho, en su

mano, en su dedo índice. Disparó.

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EL MAGO

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En 1942, huyendo de la Segunda Guerra, el francés Paul Vildrac llegó a Bogotá con

la esperanza de reiniciar su vida. Hombre de cuarenta y cinco años, pequeño y enjuto,

jorobado y contrahecho, Vildrac odiaba entablar cualquier tipo de vínculo afectivo

con las personas que lo rodeaban, a quienes procuraba mantener a cierta distancia.

Había sido siempre el blanco de bromas y comentarios venenosos que herían su

sensibilidad y maltrataban su autoestima. Así, Vildrac tomó en arriendo una casona

colonial en el barrio La Candelaria, invirtió unos dineros en acciones que le dejaban

buenos dividendos mensuales, y se aisló de los vecinos y de las dos o tres personas

que había conocido a su llegada. Su temperamento solitario y ensimismado no

contrastaba con el lugar, y por ello su presencia pasó desapercibida para los demás

habitantes del sector. Gastaba los días y los días encerrado en la biblioteca,

estudiando unos libros viejos y empolvados que eran, en verdad, su único tesoro. A

veces, cuando el frío no era muy intenso, se le veía en la noche deambulando por los

callejones cercanos o sentado en la Plaza de Bolívar contemplando a los transeúntes

pasar. Sentía que estaba lejos de los sitios que habían tenido alguna importancia en su

vida, y ese hecho le otorgaba una amnesia que él acogía con beneplácito, pues lo

obligaba a vivir hacia adelante, hacia el futuro, que era la única manera de no

destruirse. Porque atrás, en su pasado inmediato, había dos imágenes cuyo recuerdo

podía aniquilarlo: las atrocidades de la guerra, siempre absurdas y sin sentido, y una

mujer a quien había amado con pasión, casi con delirio.

En efecto, dos años atrás, en 1940, París había caído bajo el dominio alemán.

Vildrac se había negado a colaborar con los germanos y, en consecuencia, como

tantos otros de sus conciudadanos, había tenido que soportar un sinnúmero de

atropellos y humillaciones. Una noche, regresando a su departamento del Barrio

Latino, encontró a la entrada de su edificio, sentada en el piso y con la mirada fija en

el vacío, una mujer de unos treinta años de edad. El otoño había dado paso ya a un

invierno despiadado. Vildrac no tuvo corazón para dejarla abandonada a su suerte. La

invitó a pasar, le ofreció una taza de sopa y un mendrugo de pan, y terminó

improvisando un lecho en la sala para que se resguardara de los rigores del frío, la

lluvia y la nieve. Poco a poco Vildrac fue intimando con la mujer, aproximándose con

sigilo a su interior, hasta que terminaron refugiándose el uno en el otro, entregándose

sin reservas ni condiciones. Vildrac tenía miedo de que la precariedad y la fealdad de

su cuerpo terminaran imponiéndose y finalmente alejándola de su presencia. No fue

así. Por encima de los defectos físicos Anne Marie descubrió en él una fuente

incalculable de solidaridad y de ternura. Vildrac, por su parte, conoció la pureza y la

transparencia de una auténtica relación de pareja. Hasta ese momento su trato con las

mujeres no había salido nunca del burdel. Y ahora, de repente, como caída del cielo,

había llegado Anne Marie a su vida para iniciarlo en el difícil camino de la educación

sentimental. Y Vildrac era consciente de una extraña disociación: mientras la

situación de su país, afuera, empeoraba, la suya, adentro, mejoraba día a día. Llegó a

creer incluso que la una y la otra eran inversamente proporcionales: mientras más

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desgraciada fuera Francia, más feliz sería él. Deseó entonces, sin culpabilidad alguna,

que la invasión se prolongara el mayor tiempo posible. Temía que finalizada la guerra

ella decidiera alejarse y regresar a la normalidad, como quien después de una noche

de ebriedad y desenfreno debe volver a la costumbre de un trabajo mediocre pero

necesario. Sus cálculos eran errados. Ni la guerra terminaría tan rápido, ni su

bienestar aumentaría, ni ella lo abandonaría. A finales de 1941, justo un año después

de haberla conocido, en pleno invierno, una patrulla alemana la detuvo en su

domicilio bajo denuncia de colaborar con la Resistencia. La mujer intentó arrojarse

por una ventana y uno de los soldados alemanes la ametralló por la espalda. La

patrulla había dejado a Vildrac con el cadáver sangrante entre sus brazos.

Este acontecimiento lo tuvo al borde de la locura y el suicidio durante meses.

Tenía la certeza de haber perdido a la única mujer que había nacido para él, la única

que había sido capaz de ver más allá de la apariencia y la inmediatez. Su cabeza

estaba llena de imágenes que lo destrozaban, que lo hacían pedazos por dentro: Anne

Marie preparando un guiso en la cocina, saliendo de la ducha, poniendo en agua un

ramo de flores que él le acababa de regalar, sonriendo, vistiéndose…

Para evitar el suicidio decidió poner tierra de por medio. Rescató unos ahorros

que tenía en un banco suizo y viajó a Sudamérica con el anhelo de hacer más

soportable su dolor. De esta manera había llegado a Bogotá solo y con las reservas

interiores a punto de agotarse.

En varias de sus caminatas nocturnas fue descubriendo lentamente la ciudad. El

Parque de San Diego, la Plaza de Bolívar, Las Cruces: nombres que dejaban de ser

palabras vacías e iban adquiriendo una materialidad física, una imagen concreta. Le

sorprendió desde un comienzo ese frío líquido que atravesaba los pantalones y los

abrigos hasta helar la piel, los músculos y las estructuras óseas más recónditas.

Aunque la ciudad estuviera enclavada en una meseta en medio de una gigantesca

cordillera, le daba la sensación, sin embargo, de un puerto fúnebre a finales del otoño.

Su brisa helada, sus lluvias regulares, su cielo plomizo y sus habitantes vestidos de

colores sombríos le recordaban ciertos puertos ingleses en los primeros días de

diciembre. Además, una niebla densa y acuosa solía bajar de las montañas e instalarse

en las plazas, en las calles y en los patios antiguos de las casas coloniales. También el

temperamento de los bogotanos le parecía similar a su clima. Eran seres proclives a la

depresión y el malhumor, cordiales en su trato pero distantes, poco dados a intimar o

a compartir —cuestión que, dadas sus circunstancias, le agradaba—. En semejante

temperatura, pensaba, la Iglesia católica había encontrado un ambiente ideal para

pregonar su falta de alegría, su castidad y su austeridad. Y como no había estaciones,

esos cuerpos bogotanos nunca se liberaban de los ropajes que los aprisionaban, nunca

recibían el sol ni transpiraban, nunca podían disfrutar de un cambio de colores en su

paisaje y en su cielo. La rutina y la repetición eran su condena. Sí, pensaba Vildrac, la

melancolía bogotana era culpa de la naturaleza.

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A mediados de 1943, varios meses después de su arribo a la ciudad, comenzó a

sentir el deseo de otro cuerpo junto al suyo, de otra piel, de otra presencia que

rompiera, al menos momentáneamente, esa soledad agotadora que aprisionaba sus

días y sus noches. Sabía que no volvería a enamorarse. Lo que lo consumía no era la

necesidad de ser amado o de entablar un nuevo vínculo afectivo. Era la urgencia de

una caricia, de un beso, de un abrazo intenso que lo rescatara del ensimismamiento y

la introspección. Decidió volver al burdel. Se hizo cliente asiduo de un prostíbulo en

el barrio Las Cruces y, luego de visitarlo durante varias semanas y conversar con las

mujeres que allí trabajaban, eligió como amante a una joven mulata de grandes

caderas y senos firmes. Desde la primera noche Vildrac sintió una fuerza descomunal,

una energía que desplegaba su cuerpo al entrar en contacto con esa piel morena que

se adhería a la suya para reconfortarlo y recordarle la bendición de estar vivo.

Cuando terminó el acto sexual ella se recostó en la cama y se quedó adormilada,

como una niña rendida de cansancio después de un día de juegos y carreras al aire

libre. Entonces Vildrac se hizo a su lado y pasó la palma de su mano muy cerca de su

cadera, a pocos milímetros de una finísima película de sudor que brillaba como una

diminuta linterna que emitiera una luz fantástica desde abajo, desde la médula de

unos huesos invisibles. Y esa contemplación acompañada de esa caricia energética y

lumínica cargó todo su ser, lo inundó de un poder que sintió extenderse por dentro,

como ríos de lava apoderándose de un valle. En ese instante, con las nalgas abultadas

de ella frente a sus ojos y con su mano suspendida sobre la curvatura de su cadera,

sintió que había una trascendencia en el mundo material y físico, sintió la

manifestación de algo superior que intentaba una y otra vez comunicarle a los

hombres su presencia.

Esta experiencia arrojó a Vildrac en busca de un misterio que desconocía, de un

elemento oscuro que palpitaba detrás de los objetos, de los seres vivos y de la

aparente trivialidad de la vida cotidiana. Y como no conocía otro camino, se hundió

en el abismo del alcohol y la vida de burdel. Durante tres años vagabundeó de

lupanar en lupanar, ebrio, embrutecido, acostándose con una prostituta y con otra,

siempre a la expectativa de volver a sentir ese aliento, ese hálito sagrado que

atravesaba velozmente la otra cara del mundo. Anhelaba experimentar una vez más lo

que había sentido en aquella privilegiada noche de 1943. Pero fue en vano. Lo único

que logró fue destruirse y aumentar sus problemas de salud.

Una tarde, agotado, regresó a la biblioteca y extrajo de un estante sus libros viejos

y empolvados. De una página, de pronto, cayó una fotografía de Anne Marie. Vildrac

la recogió y la puso frente a sus ojos. Rememoró en un minuto su relación, el

gigantesco afecto que se habían tenido, y no pudo evitar un dolor penetrante que lo

hizo estallar en llanto. Se acurrucó junto a los libros y lloró allí todo su abandono,

toda su incomunicación, toda su orfandad espiritual. Sintió que su vida en los tres

últimos años no había sido más que desamparo, ruina y desolación. «Estoy

extraviado, perdido», se dijo en voz alta.

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Al día siguiente ordenó la biblioteca y comenzó a estudiar una biografía de

Paracelso. El personaje lo sedujo de inmediato: una infancia aprendiendo las virtudes

del hinojo, la datura, la belladona, la dulcamara y demás plantas medicinales; una

juventud estudiando astrología, medicina y alquimia; una madurez viajando de ciudad

en ciudad, sospechoso de hechicería y atacado por los académicos de la época, y al

final una muerte prematura por envenenamiento a mediados del siglo XVI. Vildrac

quedó impregnado del pensamiento y la personalidad de Paracelso. Se ocupó

entonces de conseguir diversos textos que narraran la vida de alquimistas y sabios de

la época renacentista. Se alejó del alcohol y no volvió a poner los pies en ninguno de

los tantos burdeles que había frecuentado. Cultivó plantas solanáceas, como el beleño

y la belladona, en el patio trasero de la casa, y practicó ciertos ejercicios corporales

que fortalecieron sus músculos y tonificaron sus pulmones. Así, durante largos

meses, examinó con detenimiento las vidas de Alberto el Grande, Nicolás Flamel y

Cagliostro. Se ejercitó en la meditación profunda y en alcanzar lo que varios autores

llaman «la segunda visión», esto es, la capacidad que tiene la percepción de viajar en

el tiempo y en el espacio. Se dejó crecer la barba y ya a comienzos de 1947 los

vecinos del sector murmuraban que Vildrac era un hombre extraño, tal vez mago o

hechicero. Él, por su parte, continuó con sus investigaciones e indagó las ideas

principales del Ordo Templi Orientis y de la Golden Dawn. Invirtió muchas noches

en estimular la energía que asciende por la columna vertebral hasta llegar al corazón

y la cabeza para despertar las facultades supranormales latentes, como hacen en la

India algunos adeptos del tantrismo. Sabía que el disciplinado entrenamiento que

estaba llevando a cabo debía conducirlo a un conocimiento profundo y sistemático de

los sentidos, a un viaje a través del cuerpo: sonidos, imágenes, olores, rugosidades.

Su cuerpo debía transformarse en el termómetro de una realidad disonante cuyas

fuerzas están en movimiento. Era un proceso de refinamiento sensorial, de

adiestramiento y experimentación con la máquina corporal. Sólo así la psique

despertaría de ese largo marasmo que los hombres llaman realidad.

Y Vildrac no se equivocó. Empezó a ser visitado por una serie de imágenes que,

días más tarde, aparecían en los diarios o eran transmitidas por las noticias radiales.

Se asombró de estar, en relativamente poco tiempo, en los umbrales de la videncia.

Por aquel entonces decidió consignar en un cuaderno sus experiencias, e ir

anotando allí, a manera de testimonio, los logros y progresos que iba advirtiendo

dentro de sí. Las siguientes son las breves páginas de ese diario, que cierran la curiosa

e insólita historia de Paul Vildrac en Colombia:

4 de marzo de 1947: Algo terrible se avecina. Lo sé porque he vuelto a tener

visiones. Anoche, durante mis ejercicios de meditación, cerré los ojos y vi una

multitud enardecida corriendo por el centro de Bogotá. Era una multitud humilde

que provenía seguramente de los barrios pobres y marginales. Rompían los vidrios

de los escaparates en las tiendas y almacenes que hallaban a su paso, y gritaban con

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furia consignas que yo no entendía. Abrí los ojos y supe enseguida que no era un

sueño sino una visión profética. Estamos cerca de un conflicto popular de grandes

dimensiones. Este conocimiento me hace daño y me destruye. No deseo ser testigo

una vez más de guerras, enfrentamientos y masacres. Estoy saturado de violencia y

brutalidad. Con las dos guerras mundiales he tenido suficiente. No puede ser que el

salvajismo y la carnicería me persigan hasta este remoto y pacífico país.

28 de noviembre de 1947: He estudiado mis visiones con detenimiento. En efecto,

un líder popular será asesinado y esa provocación generará una revuelta popular

cuyas consecuencias en este país nadie alcanza siquiera a sospechar. Estoy cansado,

rendido de fatiga. No quiero estar presente cuando la avalancha se venga encima.

Creo que tendré que renunciar en forma definitiva a esta sociedad occidental que se

empeña en suicidarse. Singular existencia la mía: una continua fuga, una huida

prolongada durante la cual mis experimentos mágicos no han sido lo suficientemente

contundentes como para brindarme unos resultados de los cuales enorgullecerme. No

sé con exactitud qué es lo que busco, pero sí tengo la certeza de que un puñado de

visiones proféticas no me dejan aún satisfecho.

10 de abril de 1948: Ayer asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán, un político

carismático muy estimado por las clases populares. La ciudad está destruida,

quemada y saqueada. Se habla del inicio de una guerra civil. Durante toda la noche

hubo disparos y movilización de tropas. He decidido marcharme para siempre de

esta ciudad, lejos, donde la bestia occidental no me alcance con sus zarpazos y sus

mordiscos.

20 de abril de 1948: Estoy en Buenaventura, un puerto ubicado en el océano

Pacífico, en la costa sur colombiana. Dejé mi casa en el barrio La Candelaria y me

vine así, sin hacer maletas y sin preparar nada, con lo que tenía puesto. Cuando

cerré el portón principal recordé la antigua sentencia «Omnia mecum porto», es

decir, «Llevo todo lo mío conmigo». Es una bella frase del sabio Bías en Grecia,

cuando sus conciudadanos de Priene, amenazados por los ejércitos de Ciro, huían de

la ciudad cargados de joyas, vestidos y objetos de diversa índole. La gente se

maravillaba de ver a Bías sin pertenencias, emprendiendo la fuga sin ningún

preparativo.

22 de abril de 1948: Mañana me embarco hacia un pequeño poblado a diez horas

de navegación lenta al norte. Me asombran las diferencias socioculturales de esta

región con respecto al interior del país. La población negra de este departamento

impone una jovialidad nostálgica en la música, en los colores de sus ropajes, en sus

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viviendas, en su cadencia para hablar y en los lamentos rítmicos de sus canciones.

Estoy más cerca de Africa que de Europa.

26 de abril de 1948: Estoy en una aldea de ochenta habitantes, cuyas casas están

construidas a pocos metros de la playa. De un lado está el océano y del otro una

jungla espesa y cerrada. Soy el único hombre de raza blanca en este lugar. Las

personas aquí viven de la pesca y de unos pequeños cultivos que cuidan en las partes

traseras de sus casas. Son amables, curiosos y muy solidarios.

Mayo de 1948: Con la colaboración de varios hombres que, gentil y

desinteresadamente me ayudaron, construí mi casa a unos trescientos metros del

caserío principal. Estoy aprendiendo a pescar y pronto comenzaré a sembrar. Me

siento libre, independiente y apartado de toda esa farsa insulsa y ridícula que es

Occidente. El trabajo físico ha fortalecido mi cuerpo. Me siento saludable y de un

humor excelente. De Paul Vildrac sólo me queda eso, el nombre.

Julio de 1948: Por primera vez en estos años miro hacia atrás y veo que pasé

mucho tiempo alejado de mí, haciendo concesiones, cediendo ante las exigencias

sociales, aterrorizado de verme tan ajeno y tan distinto a los demás. Fue necesario

todo un cúmulo de errores y desaciertos para llegar a comprender mi destino. Ahora,

por fin, aquí estoy, cara a cara, contemplando mi verdadero rostro. El sonido rítmico

del mar, los silbidos del viento al atravesar las paredes de madera de mi casa y el

concierto de pitidos y siseos nocturnos de una masa anónima de insectos me

acompañan cada noche en las largas reflexiones sobre lo que ha sido la duración y

la intensidad de mi vida errante y malograda.

Septiembre de 1948: Ha sucedido algo desconcertante. Ayer en la noche bajó de

las montañas un anciano negro de barba blanca llamado Isaías, una especie de

santón que cumple aquí las funciones de médico y sacerdote. La comunidad lo

recibió con gratitud y alegría. El hombre se acercó a mí, me miró a los ojos, puso su

mano derecha en mi hombro izquierdo y me dijo: «Te esperaba». No supe qué

contestar.

Noviembre de 1948: He sido elegido por Isaías como su sucesor ante las tres

comunidades que él atiende y asiste. A su muerte seré el médico y el sacerdote, el

sanador del cuerpo y el espíritu, que son, en el fondo, una sola unidad. Para ello seré

iniciado en los misterios de las plantas y sus efectos poderosos. En tres semanas un

guía me conducirá hasta la cabaña de Isaías y allí viviré con él durante meses hasta

que su sabiduría me sea transmitida. La gente ha comenzado a tratarme con respeto

y admiración. Dicen que yo tengo el poder o el don. Eso significa que perciben en mí

www.lectulandia.com - Página 58

una especie de impulso psíquico superior que, bien entrenado, me hará lo

suficientemente armónico como para protegerlos y ayudarlos en caso de necesidad o

enfermedad. A veces pienso que tanto tiempo intentando tener acceso a lo invisible

ha despertado en mí facultades supranormales que Isaías debió percibir de

inmediato. Tal vez sin todos esos fracasos y desilusiones mi mente no se hubiera

familiarizado con lo desconocido, con aquello que se esconde detrás de la

inmediatez. Ahora me doy cuenta de que mi camino ha estado trazado desde un

comienzo. Y he tenido que viajar hasta aquí, hasta este remoto paraje entre el mar y

la selva, para reconocer el verdadero sentido de mi existencia. Me siento tranquilo al

saber que mi fugaz paso por el mundo no será superfluo e insignificante.

Año Cero: Me ha sido entregada la llave de la naturaleza. Es cierto lo que

pensaban los hombres del Renacimiento: múltiples conductos comunican el

macrocosmos con el microcosmos. Las galaxias y constelaciones son como los

átomos diminutos que conforman los distintos elementos. Lo que está arriba es igual

a lo que está abajo y lo gigantesco es idéntico a lo microscópico. No estamos

separados del cosmos ni en el plano físico ni en el plano energético o espiritual. El

yo es una falacia, un espejismo en el que nos hundimos, una gran pérdida y una

derrota. No somos una identidad, sino un camino, una ruta que comunica, un puente

que une e integra. Razón por la cual la muerte no es el fin, sino un cambio de estado.

No hay creación ni destrucción, sino transformación. Ese es el secreto: todo es

mutación, metamorfosis, mudanza, modificación.

He sido una gota de agua suspendida una noche entera en el borde delicado del

pétalo de una flor, he sido un pájaro cantor en un amanecer luminoso y espléndido,

he sido un pez viajando en la corriente turbulenta de un río selvático, he sido un

insecto tratando de construir un refugio debajo de un madero olvidado, he sido un

cachorro de perro salvaje jugando con mis hermanos en una tarde soleada y

tranquila, he sido mi padre, y mi abuelo, y mi bisabuelo, y un pariente remoto que

murió pintando cuadros impresionistas en un leprocomio en los alrededores de

Budapest, he sido hormiga, y tortuga, y agua estancada en una vereda, y aire

meciendo las copas de los árboles, y arena y roca y nube y semilla y fruta jugosa y

sal y canoa y red y luz y arroz, y madera inservible, y pedazos de tela colgando al

aire libre, y ola llegando lentamente a la playa, y he sido un hombre sabio

agonizando frente a mi discípulo, y he sido también un santón llamado Paul Vildrac

llorando de amor y de ternura ante la fastuosidad del Universo.

www.lectulandia.com - Página 59

LA REVOLUCIÓN

www.lectulandia.com - Página 60

José divisó la casa en el costado izquierdo de la carretera y aminoró la marcha del

automóvil. Cuando ya había cruzado la entrada, viró el timón de nuevo a la izquierda

y frenó el auto junto a una garita con techo de zinc que cumplía las funciones de

garaje. Esperó unos minutos para estar seguro de que no lo habían seguido, revisó el

revólver calibre 38 de cañón corto y lo escondió entre el pantalón, descendió del

carro sin quitar sus ojos de la carretera por si veía algún movimiento sospechoso, y,

con cierta naturalidad y desenfado, se acercó a la puerta principal de la casa con una

mochila en la mano. Tocó el timbre y esperó. La puerta se entreabrió y unos ojos lo

escrutaron desde el fondo.

—Soy yo, José.

Una voz respondió con firmeza:

—Ya sé, no estoy ciego.

Gabriel quitó el cerrojo y abrió definitivamente la puerta. Preguntó de inmediato:

—¿No te siguieron?

—Todo está en orden.

Se estrecharon las manos. Gabriel agarró un maletín de mano que estaba en un

costado del vestíbulo.

—Será mejor que me marche enseguida.

—¿Por qué tanta prisa?

—Hay cosas pendientes en Bogotá. ¿Le echaste gasolina al carro?

José asintió y le entregó las llaves.

—¿Cuándo llega mi relevo?

—El domingo en la tarde. Tienes que cuidar al viejo todo el fin de semana. Sabes

lo importante que es para nosotros. Nadie conoce tanto de explosivos como él.

—¿Recuperará la vista?

—Eso dice el médico. Es cuestión de dos o tres semanas más. Cuídalo bien. En la

cocina hay frutas, verduras, carne, de todo. Yo mismo hice el mercado.

—Listo.

—¿Estás bien armado?

José suspiró y dijo:

—No soy el Chapulín Colorado.

—Arriba, en el cuarto del viejo, está la metralleta. Úsala si las cosas se ponen

feas.

—Listo.

—Una última cosa: prudencia. Recuerda que la policía está buscando al viejo por

todas partes.

José, con el ceño fruncido, abrió los brazos e inclinó el cuerpo hasta quedar muy

cerca de Gabriel.

—Ya está bien de cantaletas, maestro.

—Te lo advierto para evitar inconvenientes.

—No soy tarado.

www.lectulandia.com - Página 61

—Tienes fama de estar medio loco.

—Loco, no idiota.

—Me voy.

Gabriel salió y José cerró la puerta. Escuchó el ruido del motor del carro al

encenderse y cómo éste se alejaba con prontitud hacia la carretera. Subió las escaleras

de tres en tres y, ya con los dos pies en el segundo piso, vio al viejo con los ojos

vendados y sentado en un sillón de cuero en una de las habitaciones del fondo. Se

acercó lentamente. El viejo esperó unos segundos y, cuando lo presintió en el umbral,

lo saludó:

—Me alegro de que hayas llegado.

—¿Te acuerdas de mí?

—Me serviste de conductor hace seis años, cuando puse las bombas en los

batallones del ejército.

—Qué buena memoria.

Hubo una pausa larga. El viejo buceaba en imágenes del pasado. Dijo:

—Toda la noche pusiste música de los Rolling Stones mientras íbamos de un sitio

a otro.

—Ayuda a calmar los nervios.

Antonio sonrió. José dio dos pasos y preguntó:

—Vamos a la cocina a preparar algo de comer. Me tragaría un bisonte del hambre

que tengo.

Bajaron al primer piso muy despacio, Antonio apoyándose siempre en el hombro

de José.

—Detesto estar enfermo y convertirme en un lastre para los demás —dijo

Antonio.

—Me pasa igual.

El viejo se sentó en un butaco. José abrió la nevera y sacó un pimentón, una

cebolla, una zanahoria, una berenjena y una libra de carne. Lavó las verduras y dejó

la carne bajo el chorro de agua para descongelarla un poco. Cortó los vegetales en

pequeños trozos y luego hizo lo mismo con los filetes de carne. Separó los pedazos

de berenjena y los introdujo en una vasija con agua y sal.

—Carne con verduras.

—¿Sabes cocinar bien?

José se detuvo y guardó silencio por unos segundos. Al fin dijo:

—Amo la vida de una forma delirante. Las mujeres, el deporte, los libros, el cine,

los amigos, mis ideales de cambiar el mundo, el arte… Pero, por encima de todo, amo

la comida, el placer de combinar y mezclar sabores, olores y texturas.

—¿Por encima de tus ideales políticos? —preguntó el viejo escandalizado.

José prendió uno de los fogones y puso encima una sartén de hierro colado. Roció

un hilo de aceite e introdujo primero la zanahoria, unos minutos después el pimentón

y la cebolla, luego la berenjena recién pasada por un colador, y finalmente los trozos

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de carne. Condimentó con pimienta, cominos, sal, albahaca y yerbabuena. Buscó

unos dientes de ajo, los maceró, y revolvió todo con una cuchara de palo. El olor se

extendió a lo largo de la casa.

—Si no comes no puedes trabajar, ni estudiar, ni amar, ni nada. Tampoco puedes

hacer ninguna revolución. O comes bien o te jodes. Recuerda el refrán: «Dime qué

comes y te diré quién eres».

—Según eso la gente pobre no es gran cosa.

—Una campesina se alimenta mejor que cualquier anoréxica histérica de clase

alta.

Puso el botón de la estufa en bajo y tapó la sartén cuidando de que no quedara

ninguna abertura por donde escapara el vapor. Se sentó cerca de Antonio y dijo en

voz baja, como si alguien pudiera escuchar:

—Nos falta una cerveza.

—Está prohibido.

—Ya sé, las reglas estrictas de la organización…

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Dale.

—¿Tú sí crees en lo que hacemos?

—Te estás poniendo serio.

—Sí, hablo en serio.

—¿Y qué es lo que hacemos?

—Una revolución política en busca de justicia social.

José se recostó en la pared, sopesó bien las palabras que iba a pronunciar y dijo:

—Creo en una revolución sexual, gastronómica, amorosa, económica, lúdica,

intelectual… total. Quiero que el mundo sea distinto.

—Hay que luchar por objetivos concretos, que se puedan alcanzar —contestó

Antonio con dureza.

—¿Y?

—Lo tuyo es muy aéreo, gaseoso, no sé, volátil.

—Por eso me gusta tanto —dijo José con serenidad.

—¿Y si la organización triunfa y alcanzamos el poder? ¿Qué harás?

—Me rebelaré contra ustedes.

—Si te oyen decir eso te hacen un juicio.

José respiró hondo e intentó adivinar los ojos de Antonio detrás del vendaje.

—Ya me lo hicieron.

—¿De verdad?

—Yo siempre soy sospechoso.

Se levantó y fue hasta la estufa. Quitó la tapa de la sartén y con la cuchara de palo

revolvió la carne y las verduras. El olor invadió de nuevo el lugar. Extrajo cuatro

lulos de la nevera, preparó un jugo en la licuadora, cortó unas rebanadas de pan y

alistó servilletas y cubiertos. Eligió un par de platos y los acercó al fogón.

www.lectulandia.com - Página 63

—¿Tienes hambre? —preguntó José.

—El olor me abrió el apetito.

—Entonces te voy a servir abundante.

Comieron en medio de anécdotas, recuerdos y reminiscencias de los distintos

golpes que había dado la Organización en los últimos años. José lavó los platos y

ayudó a Antonio a subir las escaleras, lavarse la boca y cambiarse de ropa para

dormir.

—Duerme tranquilo, estaré atento —le dijo José mientras apagaba la luz del

cuarto.

—La comida estaba deliciosa.

—Gracias.

Bajó y aseguró la puerta principal. Revisó el revólver y se acostó en el sofá de la

sala con una manta sobre el cuerpo.

A la mañana siguiente se levantó temprano, practicó un poco de gimnasia, hizo

abdominales y flexiones de pecho, y cortó rebanadas de piña, banano y papaya para

el desayuno. Cuando el viejo se levantó ya la mesa estaba servida. Lo ayudó a

arreglarse y a bajar las escaleras.

—La fruta está lista.

—Me vas a acostumbrar a mal.

—Ya era hora de que alguien te corrompiera.

Antonio se sentó a la mesa y antes de comenzar a comer dijo:

—Te quería decir que la señal de televisión no entra bien. Sería bueno que nos

enteráramos de las noticias del fin de semana.

Hacia las nueve de la mañana subió al tejado para revisar la antena de televisión.

Estuvo así, yendo y viniendo del techo al primer piso, hasta el mediodía. Antonio

estaba en la sala y, entre idas y venidas, cruzaban un par de palabras. Cerca de la una

de la tarde se sentó frente al aparato, exhausto, y explicó:

—Las cadenas nacionales no entran. Ni una. Lo que sí se ve con claridad son

varios canales extranjeros, pero sin sonido.

—Qué mala suerte —dijo el viejo golpeándose las piernas con las palmas de las

manos.

—La ventaja es que en algunos hay traducción escrita en español.

—De qué me sirve.

—Yo voy contándote lo que pasa.

—Pero no podemos ver noticieros nacionales.

—Lo siento. Hice lo que pude.

Cocinó tallarines, salsa boloñesa con orégano y trocitos de jamón frito, y añadió

en el centro de los dos platos varias cucharadas de queso parmesano. Almorzaron

abundantemente, José lavó la loza y las ollas, y preguntó al viejo mientras limpiaba la

estufa:

—¿Quieres dormir una siesta?

www.lectulandia.com - Página 64

—Me da insomnio por la noche.

—Vamos a ver si hay algo bueno en televisión.

José le explicó que había logrado ubicar un programa sobre personas que, de un

momento a otro, decidían cambiar de vida y desaparecían por completo para amigos

y familiares. Antonio permanecía atento a la narración y a las continuas aclaraciones

que hacía José: la historia en cuestión trataba sobre un canadiense de cuarenta y cinco

años que había ido a trabajar a Venezuela por un año y medio en una compañía que se

encargaba de la construcción de puentes y carreteras en el occidente del país. Una

tarde cualquiera, caminando por una calle céntrica de una ciudad poco importante,

fue testigo del accidente de un autobús, el cual se volcó y se incendió en un lapso de

tiempo que no superaba los dos o tres minutos. Todos los pasajeros habían muerto

carbonizados en medio de las llamas. El hombre se acercó y antes de que llegaran los

cuerpos de rescate y la policía, con el incendio ahí frente a sus ojos y la gente

gritando aterrorizada por los alrededores, sacó su pasaporte y lo arrojó a un costado

del autobús, muy cerca del fuego. Siguió caminando y desapareció entre la multitud.

Durante años la familia creyó que había muerto y que su cadáver, imposible de

recuperar, se había convertido en cenizas en medio de la chatarra chamuscada. Sólo

se pudo confirmar la autenticidad de su pasaporte a medio quemar. Las dudas

comenzaron a llegar cuando varios conocidos, al regresar de unas vacaciones o de un

viaje de negocios a Venezuela, afirmaban haberlo visto en un almacén, en un museo o

en un aeropuerto. La familia, entonces, había decidido rastrearlo y por eso acudían a

la televisión en busca de ayuda. El programa estaba a punto de concluir y, de pronto,

el presentador anunció que el hombre estaba en la línea telefónica llamando

directamente desde Caracas. El hombre dijo: «Yo estoy muerto. Por favor no me

busquen más». Y colgó. El presentador y la familia del hombre —que estaba en el

estudio— quedaron estupefactos, los familiares entre conmovidos e iracundos, entre

los deseos de llorar y las ganas de gritarle al hombre la injusticia y la crueldad de su

determinación.

—Le sobran pelotas al tipo ése —comentó Antonio.

—Recordé la película de Antonioni sobre un tipo que cambia de pasaporte con un

muerto en un hotel de Marruecos.

—El pasajero.

—Exacto —dijo José—. Con Jack Nicholson y María Schneider.

Apagó el televisor y le preguntó a Antonio:

—Anunciaron una pelea de boxeo para esta noche. Oscar de La Hoya. ¿Nos

tomamos un par de cervezas?

El viejo se pasó la mano por el vendaje, cerca de la sien, y dijo:

—Si se llegan a enterar nos linchan.

—Nadie se va a enterar, hombre. ¿Qué dices?

—¿Tienes plata?

—Sí. ¿Hay una tienda por aquí cerca?

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—Por la calle de al lado, subiendo tres cuadras, hay un supermercado pequeño.

—No me demoro —dijo José poniéndose en pie y cogiendo la chaqueta con la

mano derecha.

—Ten cuidado.

—¿Tienes la metralleta arriba en tu cuarto?

—Sí.

—¿Puedes subir al segundo piso con rapidez?

—Conozco ya la casa de memoria.

—Listo. Compro las cervezas y regreso.

Quitó el cerrojo, abrió la puerta y salió.

Quince minutos después, en efecto, José entró y preguntó enseguida:

—¿Antonio?

—Aquí estoy —respondió el viejo desde la sala—. ¿Todo bien?

—Perfecto.

—¿Qué cerveza compraste?

—Póker en lata, porque no tenemos envases de vidrio.

—Esa está bien.

—Y compré arequipe y unos chocolates Jet. No hay nada de dulce en la cocina.

Esos cabrones deben creer que el postre es de pequeñoburgueses y de millonarios.

El viejo se rió entusiasmado. Luego preguntó:

—¿Viste algo raro?

—Todo está en orden. Lo que no se me ocurrió fue comprar el periódico.

Abrió un par de cervezas y le pasó una a Antonio. Se hicieron en la cocina y José

preparó unos emparedados con jamón, queso, lechuga, tomate y mayonesa. Mientras

se hacía de noche intercambiaron opiniones sobre política y actualidad nacional.

Abrieron la segunda lata de Póker y se instalaron frente al televisor con los

emparedados y las cervezas sobre una bandeja, al alcance de la mano. La pelea estaba

a punto de empezar.

Esta vez José describió en detalle round por round. Los golpes, los amagos, el

estado físico de los contrincantes. Defraudando todos los pronósticos, De La Hoya

perdía la pelea contra el retador J. J. Molina, quien mantenía al campeón a distancia a

punta de directos de izquierda al mentón. En el sexto round Molina estaba a punto de

alcanzar el knock-out y De La Hoya se defendía como podía desde las cuerdas. En el

séptimo round, de pronto, De La Hoya contraatacó y logró meter dos ganchos de

derecha que dejaron a Molina tambaleante y semiaturdido.

—El tipo está groggy —explicó José.

—Increíble, iba ganando la pelea.

—De La Hoya tomó un segundo aire. Lo va a hacer pedazos.

—¿Lo rompió?

—Le abrió la ceja derecha, sí. Espera, comenzó el octavo round…

www.lectulandia.com - Página 66

José narró cómo De La Hoya se había ido encima, tirando golpes de izquierda y

de derecha, y esquivando con facilidad los tímidos rectos de izquierda de Molina.

Finalmente De La Hoya metió un uppercut de derecha y dejó a Molina sobre la lona

con conteo de protección. Molina había intentado levantarse, pero trastabilló, se

agarró de las cuerdas y el árbitro decidió terminar la pelea para proteger la integridad

del pugilista.

—Te lo dije —comentó José.

Apagaron el televisor y el viejo se despidió.

—Yo puedo subir solo, no te preocupes —aclaró.

—Si necesitas algo, avísame.

—Gracias.

José revisó la puerta, apagó las luces y se recostó en el sofá. Puso el revólver en el

piso, muy cerca de su mano que colgaba desprevenidamente en el aire, y relajó su

cuerpo para descansar.

El domingo lo despertó un sol radiante que entraba a través de la delgada cortina

de la sala. Practicó sus ejercicios de costumbre y luego dispuso un desayuno

abundante y generoso: jugo de naranja, tortilla de cebolla, café con leche y tostadas

con mantequilla y mermelada. El viejo hizo su aparición en la cocina hacia las ocho

de la mañana.

—Buenos días —dijo Antonio buscando a tientas un asiento.

—Hola Antonio, qué tal.

—Dormí como un tronco. Huele delicioso.

José le acercó una silla hasta rozarle los dedos de las manos.

—Gracias —dijo el viejo.

Comieron con apetito voraz. José ordenó la cocina y subió al baño para ducharse

y arreglarse. No se despegó de su revólver.

—Me gritas si sientes algo raro —le pidió a Antonio.

—No te preocupes.

Bajó recién afeitado, el pelo húmedo todavía y una expresión de júbilo en el

rostro. Le propuso a Antonio leer en voz alta algún texto literario.

—Aquí no hay libros —dijo el viejo.

—Yo traje uno —afirmó José mientras esculcaba en su mochila.

—¿Sobre qué?

—Es una antología de cuentos de varios autores.

Antonio escuchó cómo pasaba las hojas, buscando tal vez un relato agradable e

interesante.

—Listo. Voy a leerte un cuento contemporáneo del mexicano Adalberto Ferreira.

Se acomodaron en los asientos y José comenzó a leer. Un periodista, Carlos

Salgar, investiga ciertas desapariciones de mendigos en Ciudad de México. Cree que

no se trata de grupos de limpieza social porque hay un elemento misterioso en esas

desapariciones: las víctimas son jóvenes menores de veinticinco años. Poco a poco,

www.lectulandia.com - Página 67

en el transcurso de los días, descubre una pista: antes de desaparecer los indigentes

habían vendido sangre en un centro de salud de unos sacerdotes católicos, justo al

lado de una iglesia. El periodista Salgar empieza a intuir que se trata de escuadrones

de la muerte camuflados en personajes de apariencia caritativa y bondadosa. Pero no,

se trata de una secta caníbal que practica la eucaristía con cuerpos auténticos, de

verdad. La tradición azteca y la tradición cristiana del sacrificio y la comida

fusionadas en un solo ritual. Los curitas devoran pordioseros que son carne y sangre

de su dios crucificado. En las últimas páginas Salgar es capturado y, desde unas

mazmorras en el sótano de una iglesia donde él y varios vagabundos aguardan la

inmolación, escribe un diario en el que plasma su desdicha y su desesperación.

José aguardó unos segundos y dejó el libro sobre la mesa.

—Tremendo —comentó Antonio.

—Sí.

—Tal vez un poco amarillista, ¿no?

—La realidad a veces es así.

—Tienes razón.

José se levantó del asiento y dio unos pasos hasta una de las ventanas laterales de

la casa. Miró con cautela hacia afuera y, bajando el tono de la voz, entre

entusiasmado y temeroso, dijo:

—Acércate, Antonio.

—¿Qué pasa?

—Ven.

—¿Nos encontraron?

—No, hombre, tranquilo.

El viejo, palpando el vacío, caminó cuatro o cinco pasos y apoyó una de sus

manos en la pared. José seguía absorto en la contemplación de algo que estaba allá, al

otro lado, y que exigía su vigilancia estricta y su concentración.

—¿Qué pasa? —repitió Antonio asustado.

—Tienes una vecina preciosa… Su cuarto queda justo enfrente…

—¿Para eso me hiciste venir hasta aquí? —dijo el viejo molesto por la excesiva

importancia que José daba a la situación.

—Se está desnudando, hombre…

—¿Y a mí qué me importa? No puedo ver un carajo.

—Se quitó el brasier —dijo José con voz temblorosa, como si estuviera

comenzando a ponerse nervioso—. Qué par de tetas tiene esta mujer.

Antonio no dijo nada, pero tampoco quiso regresar a la sala-comedor. Esperó

unos segundos, respiró profundo y se atrevió a preguntar:

—¿Grandes?

—¿Qué?

—Las tetas.

www.lectulandia.com - Página 68

—Son perfectas, Antonio. Medianas, bien paraditas, con los pezones anchos y

bien oscuros.

—¿Cuántos años tiene?

—Unos veinte… Cabello negro, largo… Trigueña… —dijo José en medio de un

suspiro.

—Que no te vaya a ver.

—No, no… Mierda, se va a quitar los calzones…

Antonio tragó saliva. José continuó:

—Qué sexo tiene, no joda… Grande, negro…

—¿Está afeitada?

—Sólo en los bordes.

—Así es como me gustan, bien hembras.

—No te imaginas el cuerpo de esta mujer.

—¿Puedes verle el culo? —dijo el viejo con ansiedad.

—No, está de frente… Pero debe tenerlo parado, perfecto…

—Llevo semanas sin estar con una mujer —dijo Antonio con tristeza.

—Se está acariciando las tetas…

—Estará excitada, caliente, con ganas de echarse un polvo —aseguró el viejo.

—Y nosotros aquí, como un par de idiotas…

—Qué mala suerte.

—Se acostó… Mierda, no veo nada…

José se retiró de la ventana y ayudó al viejo a caminar hasta la cocina.

—Qué piernas, qué cintura, qué tetas —comentó José mordiéndose el labio

inferior—. No podía estar más buena.

—No me atormentes más.

Antonio se sentó y José asó dos filetes de carne, preparó unas papas al vapor con

perejil y mezcló una lata de verduras mixtas con dos cucharadas de mayonesa y un

chorro de vinagre. Cortó dos limones en rebanadas delgadas, puso aparte las semillas

e introdujo la fruta en la licuadora con agua, azúcar y dos cubos de hielo triturados

previamente. Sabía por experiencia que el secreto de una buena limonada está en la

cáscara y en el hielo.

Almorzaron hablando de mujeres: amigas, novias, amantes. José percibió un

hálito de nostalgia en los recuerdos de Antonio.

—¿Nunca te casaste? —le preguntó José en voz baja, apenas audible.

—Este oficio no te permite hacer un hogar —manifestó el viejo.

—Puedes buscarte a alguien como tú, con tus mismas ideas políticas.

—A mí siempre me gustaron las mujeres femeninas, elegantes, distinguidas.

—Ajá, ya te voy pillando las contradicciones —dijo José mientras levantaba los

platos y comenzaba a lavar vasos, cubiertos, sartenes, ollas y bandejas.

—Detesto las mujeres con zapatos de hombre, pantalones holgados y pelo corto

—continuó el viejo.

www.lectulandia.com - Página 69

José sonrió y observó a Antonio con detenimiento. Tenía rasgos finos y, aunque

estaba ya entrado en años, continuaba siendo atlético. Seguramente de joven, pensó,

había dejado más de un corazón roto.

—¿Puedo pedirte un favor? —preguntó el viejo.

—Lo que quieras.

—¿Por qué no buscas un noticiero en la televisión y me vas contando lo que

dicen?

—Listo.

José secó el lavaplatos y limpió la estufa, le entregó un chocolate Jet a Antonio —

anunciándole antes que se trataba de «un toque pequeñoburgués»— y sacó a la calle

la bolsa de basura con las latas de cerveza y los desperdicios de comida. Entró, cerró

la puerta con llave y se hizo frente al televisor, cambiando el botón de los canales una

y otra vez. Al cabo de unos minutos dijo:

—Un noticiero francés con subtítulos en español. Es lo único que hay.

—Algo es algo.

José fue enumerando varias noticias del panorama internacional: refriegas aéreas

entre Irak y Estados Unidos, conflictos en Kosovo, mala salud de Yeltsin, bloqueo

económico a Cuba, obstáculos para el proceso de paz en Irlanda. Calló unos segundos

y, subiendo la voz, dijo:

—No joda, esto es increíble.

—¿Qué pasó? —preguntó el viejo alarmado.

—Un grupo terrorista nuevo atentó contra la reina Isabel en Londres.

—¿La mató?

—Está en el hospital, grave.

—¿Cómo fue?

—Una bomba.

—¿Se sabe el tipo de explosivo? —dijo Antonio intrigado, curioso.

—No dicen.

—¿Fue en un acto público?

—En la calle.

Antonio golpeó el brazo del asiento con el puño cerrado y dijo:

—¡Aquí encerrado no me entero de un carajo!

Hubo un silencio.

—Deportes —dijo José—. Hay un resumen de la pelea de ayer.

—Lo de Inglaterra es importante —anotó el viejo.

—Espera.

—¿Qué?

—No joda, esto es el colmo.

—¿Qué pasa?

—Descubrieron que Mike Tyson es gay. Está enamorado de su entrenador.

—¿Del entrenador?

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—Eso dicen.

Un ruido de automóvil los alertó. José apagó el televisor y se acercó a la ventana

con el revólver en la mano. Antonio se puso de pie.

—Es mi reemplazo —dijo José.

—¿Quién será?

—No estoy seguro. Creo que es Carlos.

José abrió la puerta y un hombre alto y corpulento entró en la casa con un maletín

de cuero en la mano.

—Aquí están las llaves del carro. Te están esperando en Bogotá —indicó Carlos.

—Tengo mis cosas listas en una mochila.

—Entonces vete.

José se acercó al viejo, y éste, intuyendo la despedida, se puso de pie. Se

abrazaron.

—Pronto te mejorarás —dijo José.

—Gracias por tus cuidados —declaró el viejo.

José miró a Carlos y, señalando al viejo con la cabeza, dijo:

—Cuídalo bien.

—No te preocupes.

Cogió la mochila, abrió la puerta y salió. Instantes después se escuchó el ruido del

motor alejándose hacia la carretera principal. Carlos y Antonio se saludaron con

respeto. El viejo dijo:

—José me estaba contando las noticias claves del noticiero de televisión porque

el sonido está fallando. Y entran sólo canales extranjeros. Con subtítulos en español,

claro.

—Podemos terminar de verlo, si quieres.

—Perfecto.

Carlos puso el maletín sobre un asiento y encendió el aparato. Cambió de canales

varias veces. Movió el televisor de lugar y tanteó unos botones en la parte trasera,

muy cerca al cable de la antena.

—¿Qué pasa? —preguntó el viejo.

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