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Hermann Hesse Cartas escogidas 02

A Ninon Hesse

  Zúrich, abril de 1928

  Hoy, antes del almuerzo, realicé un corto paseo, uno de esos ridículos paseos ciudadanos normales, por los muelles, un trecho entre los amarraderos del lago de Zúrich y hasta las pajareras, donde las avecillas multicolores gorjean y se divierten porque ninguna persona puede adivinar sus nombres, indicados de manera tan confusa en las tarjetas ilustradas. Escuché a una de ellas cantar nítidamente.

 
    ¡Oh, qué bueno, que nadie sepa

    que mi nombre es «Astrild azul»!
 

  Vi allí pequeños pajaritos de leyenda, celestes, procedentes del Africa, irisados como las maripositas azules del verano en las altas montañas, cuando se posan junto a un hilo de agua a beber y levantan vuelo en grandes bandadas cuando uno pasa por el lugar. Al contemplar a estos pajaritos pensé en ti, porque sé que te gustan también y porque han sido mirados por tus ojos claros y buenos y los amas.
Había sol pero el viento norte era frío. Esta es una primavera para la vista, no para la piel. No obstante, tuve un día de suerte, en primer lugar por los pájaros, porque llegó poca correspondencia por la mañana y luego —imagínate— al pasar por la sala de conciertos, vi expuesto el programa para esta noche. ¿Qué crees que tocarán? Tocarán de veras la más hermosa y más cara para mí de las sinfonías de Mozart, la Sinfonía en sol menor cuyo primer movimiento comienza de manera tan alegre y el segundo con tan enigmático suspenso.

  Ya es la tercera vez que la escucho este año, en un lugar distinto en cada ocasión, con un director diferente, una orquesta diferente y todas las veces ha sido un hallazgo casual, durante un viaje, y todas las veces constituyó un signo de buena fortuna.

  Ya en casa, después del «gran» paseo por la orilla del lago, realicé en mi cuarto el paseo ocular. Deambulé lentamente por el pequeño jardín de cactus del tamaño de una mano. Estuve diez minutos en México bajo las euforbias y me detuve un minuto ante nuestra Urania verde dorada, la mariposa mágica de Madagascar. Imagino que en París verás todos los días muchas cosas hermosas, querida mía, pero por cierto no aventajarán a la Urania en esplendor y, por lo demás, también se puede hablar francés con las mariposas.

  Ha aparecido mi nuevo libro Crisis. Tu ejemplar te espera en Ticino. Para mí, ha llegado demasiado tarde, como siempre, y ahora debo escuchar de mis amigos reproches y expresiones de elogio sobre cosas a las que atribuí actualidad e importancia hace dos o tres años y hoy hace mucho han dejado de tenerlas y esos amigos, que hoy están disgustados con el libro, dentro de cinco o seis años (época en que les habré dado motivo para otro enojo) dirán que estoy en decadencia y que debería poner más empeño y volver a escribir algo tan bonito como Crisis.

  Esto no te interesa, ya lo sé. En cambio, quisieras saber en qué estoy trabajando en la actualidad. Yo también quisiera saberlo, pero escapa a mis investigaciones. No se debe ser muy curioso respecto a estas cosas y en prin
cipio me ocurre que en ocasiones despierto en medio de la noche de un sueño olvidado y creo saber con certeza que lo que soñaba era la nueva composición pero ya no sé nada al respecto.

  No obstante, soy laborioso. Si en el fondo no fuera un individuo muy trabajador, ¿cómo hubiera llegado a la idea de concebir cantos de alabanza y teorías sobre el ocio? Los haraganes natos, geniales, no lo hacen jamás, como es sabido.

  En estos momentos, es decir, desde anteayer, estoy atareado de nuevo con un manuscrito ilustrado. Sabes que esta es mi actividad predilecta y preferiría pasar la mitad de mis días realizando estos bellos y frívolos trabajos de inspiración. Pero verás, no hay tanta gente rica como se pudiera pensar. Hoy en día cualquier muerto de hambre anda con tal aire de distinción que uno lo tomaría por un consejero comercial. Pero de esos millares de individuos que encargan al sastre cuatro o cinco trajes al año, solo una escasa media docena son realmente tan acaudalados y amantes de lo bello y particular como para no sólo suscribirse a un par de revistas y mantener un papagayo y algunos pececitos de colores, sino también encargar a un poeta la confección de un manuscrito con poemas y viñetas ejecutados a mano. No, sólo una escasa minoría concibe semejantes ideas. La mayor parte de los ricos nunca concibe ideas.

  Sin embargo, ha venido de nuevo uno de ellos, un caballero harto simpático. Como llegara a sus oídos lo de mis manuscritos y pinturas, me encargó la confección de un fascículo de doce poemas manuscritos, amén de las ilustraciones multicolores respectivas. En consecuencia, por unos días dejaré de ser ocioso para convertirme en empleado, honrado con un encargo, y me siento como tal. Si no estuviera colmado de este orgullo, el cometido que me han encargado me disgustaría y naturalmente tampoco hubiera experimentado los casos de buena fortuna de estos días. Estos sólo se dan a quien lleva el imán en el bolsillo. Entonces no hubiera oído hablar a la Astrild Azul de Africa, ni el amigo Andreae dirigiría esta noche la Sinfonía en sol menor.
Así pues, hoy igual que ayer pasaré sentado algunas horas al escritorio que tú conoces. Tengo a mi lado la paleta de acuarelas y el vaso de agua, estoy escogiendo entre mis carpetas aquellos poemas que precisamente hoy me agradan más y pintaré un motivo para cada uno. Hoy ya pinté dos paisajes ticineses en miniatura, uno con un árbol desnudo y una torre de pájaros en primavera, el otro con el Monte San Giorgio en el fondo. En este momento me dedicaré a una nueva página. Pienso pintar en ella una coronita de flores en todos los colores de mi paleta, pero con preponderancia del azul. En parte, tomaré flores que recuerdo y en parte inventaré otras nuevas. En una oportunidad, hace varios años, inventé una flor que existe realmente. Era para mi amada de ese entonces (de la época previa a tu ascensión lunar) y me esforcé en imaginar una flor particularmente bella y especial. A los pocos días descubrí esa misma flor en una florería. Se llamaba gloxinia, un nombre algo pretencioso y en cierta medida cloqueante, pero era exactamente la flor que había imaginado.

  ¿Qué más iba a escribirte? ¡Ah, sí! Ayer tuve una experiencia graciosa con el teléfono. Quería llamar a un amigo y maniobré exitosamente con el aparato, anhelante por averiguar si las maravillas de la técnica se dignarían funcionar, o no, pues son harto caprichosas. Muy bien. Conseguí una comunicación. Me envolvió la acostumbrada música lejana de campanillas. Por fin alguien se acercó al teléfono, una criada, y le rogué llamar al dueño de casa. La mujer se marchó y por un instante hubo silencio, pero al poco rato empezó a ladrar furiosamente un perro. El can tenía una bella voz de barítono a juzgar por la cual hubiera podido tratarse de un cachorro de perro de aguas. Ladró y ladró durante cinco minutos, diez minutos, y en ese intervalo dudé si en lugar de un perro de aguas no sería un ratonero. De cualquier modo, la cosa me resultaba extraña, pues hasta entonces mi amigo no había criado perros. Por fin, al cabo de una espantosa y larga espera matizada con ladridos, apareció alguien en el otro extremo, compuso su voz y me preguntó qué deseaba. No se lo hice saber porque comprobé que me habían dado con una persona equivocada
La vida sin ti se desarrolla de una manera excelente, por lo tanto no te apresures. La mayoría de las veces estoy en encantadora compañía, ora de pájaros, ora de flores o mariposas, y por las noches bebo del buen cognac, que ahora que tú no me acompañas dura bastante, más. Todavía no se ha acabado la botella que dejaste al partir. Cuando regreses te regalaré algo que no lograrás adivinar y yo tampoco, pero ya se me ocurrirá.

  Deambular tan solo por la ciudad, sin ojos —pues tú te los has llevado contigo—, es en verdad terriblemente tedioso. Cuando brilla el sol, y alguien me encarga un manuscrito ilustrado y amanecen días faustos como el de hoy, todo es soportable, pero cuando llueve y no canta un solo pajarito, y te sé tan distante, la vida pierde valor.

 

  A Emmy Ball-Hennings

  Zúrich, 1928

  Querida Emmy Hennings:

  ¿De modo que está vagando de nuevo por esas regiones de Salerno y Nápoles y de momento se ha tomado un descanso en Positano? Hay allí muchos alemanes y para usted este hecho debe tener evidentemente la ven
taja de la comunicación verbal. Sin embargo, creo que podría entenderse y convivir mucho mejor con las criaturas meridionales, con los pescadores y viñadores, que con esos artistas e intelectuales, aun cuando den la impresión de entender el alemán.

  Sí, y si deposita sus cartas en esos viejos y oxidados buzones, colocados entre las piedras y luego se entera de que desde hace años ya no son usados ni vaciados y de que desde tiempos inmemoriales no existen llaves para abrirlos, no se afane, querida Emmy, que, dentro de algunos decenios, encontrarán sus cartas y las exhumarán como las ruinas de Pompeya, volarán como mariposas, liberadas de la crisálida, y algún profesor interesado en realizar una compilación y un editor se harán famosos y adquirirán fortuna a través de estas cartas. Muy pronto, todos serán de la opinión unánime de que a partir de Bettina Brentano jamás fueron escritas cartas semejantes.

  Naturalmente, hoy no les damos la importancia que tienen. Su profesor no ha nacido aún, las cartas yacen en un buzón oxidado y ni usted ni yo nos beneficiamos con ello.

  Y como al parecer tampoco le llegan mis cartas y la zona donde vive está anegada y la correspondencia de los locos extranjeros es arrojada presumiblemente al fuego de sus chimeneas por los carteros que menean la cabeza, le escribo esta carta a través del periódico, del mismo modo en que los muy desesperados buscan novia en sus columnas. Al fin y al cabo, la gente de nuestra clase no hace ni ha hecho otra cosa en todo tiempo que pedir por los medios más desesperados y en los lenguajes secretos más complicados del mundo un poco de amor y comprensión, pues a pesar de toda nuestra desesperación y nuestros fracasos conservamos aún en un rincón del corazón la creencia de que la música que hacemos tiene sentido y proviene del cielo.

  En lo que atañe a mi obra, aparentemente me va mucho mejor que a usted. Hace años escribió La prisión, uno de los libros más veraces y emocionantes de nuestro tiempo, un libro maravilloso y nadie lo conoce. Los li
breros llenan sus escaparates con todos esos productos de la literatura de moda que son devorados hoy, y mañana por la noche ya están en la basura, mientras que los libros como el suyo no se conocen.

  Pero si me va mejor y mis libros se venden más, no por eso la aventajo, Emmy, en lo de ser comprendido, ni me va mejor de lo que le fue a nuestro querido Hugo. Nosotros tocamos nuestra música y por incomprensión de vez en cuando alguno nos arroja una moneda en el sombrero, porque cree que nuestra música es algo didáctico, moral o sabio. Si supiera que es sólo música también, seguiría de largo y se guardaría su moneda.

  Sin embargo, aun los más grandes cánones de la moda se enmohecen rápidamente, Emmy, y la literatura sobrevive. Recuerdo ejemplos. No voy a hablar de los autores antiguos a quienes desde hace cien años y más se los entiende mal en forma permanente y a pesar de ello no sucumben y siguen viviendo y ardiendo en una decena o en un centenar de corazones encendidos. Recuerdo, por ejemplo, a cierto Knut Hamsun, que es hoy un anciano y goza de fama universal; los editores y las redacciones lo tienen en muy alta estima y sus libros se han reeditado varias veces. Este mismo Hamsun fue un desesperado sin patria en la época en que escribió sus libros más bellos y tiernos, andaba descalzo y andrajoso y cuando nosotros, jóvenes rapaces entonces, abogamos por él y lo defendimos con fanatismo, cosechamos la risa de los demás o no nos escucharon.

  Y no obstante, esta es su hora; esto significa que finalmente las mentes perezosas han recibido su flujo en el curso de tres décadas a través del lento proceso asimilatorio que conocemos tan bien, y se han estremecido y han debido admitir que se han puesto en contacto con algo que emana maldita vitalidad.

  Por otra parte, he descubierto recientemente algunos hermosos libros que merecen nuestro elogio. El editor Wolfgang Jess, de Dresde, ha sacado por primera vez una edición completa de los Fragmentos de Novalis, un libro inagotable. Joachim Ringelnatz ha narrado sus experiencias en la guerra, un volumen algo extenso pero muy simpático, titulado Als Mariner im Krieg (En la guerra como marino). Ni el príncipe heredero ni ninguno de los
generales han hecho hasta ahora tan buenas descripciones de la guerra. Y ya le han levantado también su monumento al pobre Gustav Landauer. Su correspondencia ha sido publicada en dos volúmenes por Rütten y Loening. Estas cartas muestran a un individuo noble y sapiente, que no obstante corrió a ciegas hacia la máquina infernal de una revolución que con excepción de él y otros dos asesinados, tuvo muy poco espíritu. Pero la novedad predilecta que desde hace un mes me captura todos los días durante dos horas y me tendrá ocupado aún durante meses, es una obra que probablemente también le hubiera agradado a Hugo: Der heilige Thomas von Aquin (Santo Tomás de Aquino), del dominico Sertillanges, versión alemana publicada por Hegner, de Hellerau. Sabe Dios, que la «visión del mundo» de un dominico de la Edad Media no era sencilla. Se requiere para ello más espíritu que el de un literato alemán de nuestra era o de un presidente americano.

  ¿Lleva consigo también en este viaje su pequeña cajita de música redonda con esas tres antiguas y tiernas canciones, de melodía tan delicada, fina e infantil que tantas veces nos fascinó? ¿Y conserva aún su pasaporte y el bolso de mano, o ya los perdió, los regaló o le fueron hurtados?

  ¡Ah, Emmy, es bueno que no tenga ningún acompañante de viaje! No estaría nada satisfecho con usted y le prohibiría muchas cosas y le estropearía la diversión. También es bueno que en su lugar la acompañe su ángel custodio que parece tan tímido y ajeno a la realidad, pero que no obstante la guía en forma tan decidida y generosa por el curioso mundo y esta curiosa y exigente época, de la cual nuestro Hugo ha huido con tanto éxito.

  Las pocas cartas de Hugo, publicadas en el número de diciembre del «Neuen Rundschau» no han contribuido a cambiar el mundo, ni acercado el tiempo a la eternidad, pero despertaron amor en dos docenas de personas, les arrancó lágrimas y les alivió su supervivencia. Vuestras vidas, la suya y la de Hugo pronto se convertirán en leyenda, y así como el padre de Hugo sabía contar en medio de sus informes comerciales, que durante sus via
jes de negocios los pájaros habrían bebido de su jarro de cerveza, del mismo modo se relatarán cosas extravagantes y confortadoras de usted y de Hugo. Se originará una bella serie de leyendas y todo será cierto y más que cierto.

  El hombre que le ofreció café de malta y le endilgó sermones sobre la salud no quiso matarla. Es injusta en su aseveración. Sus intenciones eran buenas. Pensó que siendo usted mujer le sería beneficioso ser más sana y robusta para soportar mejor los viajes, el hambre y el desconsuelo. Si hubiera sospechado que usted es un ave encantada y un pequeño ángel se le hubiera acercado sin dejar de hacer reverencias y no le hubiese ofrecido sino café a la turca, Marsala añejo y cigarrillos egipcios. ¡Más adelante remediará su error, no lo dude! Hoy la considera todavía un poco enferma y un poco extraviada. En realidad, todos nos tienen por tales, pero llegará el momento en que sollozando le pedirá perdón por el café de malta.

  Querida Emmy, si tuviera su técnica para viajar iría a visitarla, pero usted ya sabe que sólo puedo alzar vuelo tendido en mi cuarto o en un prado estival. Tan pronto me ponen en contacto con ferrocarriles y aparatos parecidos, las cosas salen mal. Fracaso yo, o bien falla el aparato. Hace un año, cuando con cargos de conciencia tomé por primera vez en mi vida un boleto para Berlín y me dirigía a esa curiosa ciudad, nuestro tren se detuvo media hora en medio del campo, a poca distancia de Berlín. No le miento. Los funcionarios corrían desorientados en torno a la locomotora declarada en huelga. Vimos los pinos mecidos por el viento, vimos correr a las liebres por los secos pastizales. Pero aquella vez el Señor me obcecó. Yo no hice caso de la advertencia y a pesar de todo seguí mi viaje a Berlín con una hora de atraso y tuve que conocer el Kurfürstendamm, el Paseo triunfal y la Galería Nacional y otras cosas tristes. Bueno, esto se hace una sola vez en la vida.

  En aquellos días visité aquí, en Zúrich, con mi amada, la cervecería donde cierta vez usted y Hugo se presentaron en Cabaret. El local seguía estando colmado y se seguía exhibiendo Cabaret. Un imitador remeda
ba con sus gesticulaciones las caras de Lenbach, Menzel y Hindenburg, y la graciosa bailarina era tan bonita que podía darse el lujo de olvidar las únicas tres palabras que le tocaba decir y quedarse confundida. Pero la mujer del escenario no era Emmy, ni tampoco era Hugo el que estaba sentado al pianito. Por lo menos, ese individuo no daba la impresión de pasar los días escribiendo dramas y poesías, ni estar preparando una revolución artística. Pero eso nunca se puede saber. Muy cerca de vuestro cabaret se levanta la casa en la cual el pobre e insignificante señor Lenin ocupaba un cuarto en el año 16, hasta que lo vinieron a buscar de Rusia para que embarullara un poco el mundo.

  Si desea escribirme, eche su carta en Amalfi. Allí parece funcionar el correo, o bien échela al mar. El mar también es de fiar. Y no se le ocurra volar hacia los ángeles, pues aquí la necesitamos mucho todavía. Hasta la vista y un centenar de saludos.

 

  Destinatario desconocido

  17 de octubre de 1928
Comprendo su situación. Sírvase entender también la mía. Será casi imposible, pues es usted joven. Estoy constantemente enfermo, dos veces al día me llega una montaña de correspondencia y la mayoría de los días no puedo pensar siquiera en mi propio trabajo. Los corresponsales no me lo permiten. Hace ya bastante tiempo que he debido sacrificar mi vida privada y desde hace una década vivo en un aislamiento que al menos exteriormente me proporciona tranquilidad y la posibilidad de concentrarme en mi trabajo.

  Piense un instante, póngase en mi lugar y comprenderá que aquellas cartas que no pueden ser contestadas con un ademán cortés, a menudo resultan muy molestas.

  Pues precisamente lo que busca y quiere de mí no se lo puedo dar. Yo no soy un conductor. No quiero ni puedo serlo. A veces, a través de mis libros he ayudado a los jóvenes lectores a llegar hasta el lugar donde comienza el caos, es decir hasta el lugar donde se enfrentan solos y sin el auxilio de las convenciones, al enigma de la vida. Para la mayoría esto ya es un peligro y la mayoría vuelve otra vez por el mismo camino y busca nuevas conexiones y vínculos. La escasa minoría, a la que le atrae entrar en el caos y vivir a conciencia el infierno de nuestra época, lo hace sin «conductor».

  Mis libros guían al lector, hasta donde éste se muestra dispuesto a ver el caos tras los ideales y la moral de nuestro tiempo. Si quisiera «conducirlo» más allá, tendría que mentir. La intuición de que la redención, de la posibilidad de establecer un orden nuevo en el caos, no puede constituir hoy en día ninguna doctrina, se cumple en la más íntima e inexpresable sensación del individuo
Destinatario desconocido

  24 de noviembre de 1929

  El viaje resultó algo triste, como suele ocurrir cuando se está enfermo y viejo y se vuelve a ver un lugar donde otrora se fue muy joven, lleno Se esperanzas y pasión. Estaba enfermo, no pude comer nada ni dormir y tuve que disertar y escuchar a muchas personas y decirles algo. Mientras lo hacía, pensaba para mis adentros que ese podía ser un juego muy bonito si no se lo tomaba en serio, pero sólo si se lo había aprendido un poco.

  Por otro lado, volví a ver árboles, casas y personas que me conocieron hace treinta años o más y el sobrevivir y haberse abierto paso también es algo y sabe al ademán de una rama torcida en un árbol añejo.

 

  A Oskar Loerke, Berlín

  Arosa, enero de 1929

  Estimado señor Loerke
Por su amabilidad al escribirme tan pronto y dado que el accidente sufrido durante una excursión por la montaña me obliga a permanecer postrado, deseo enviarle en señal de mi agradecimiento este papelito en el que he pintado un pedacito de este paisaje de Arosa. Acéptelo como muestra de mi gratitud y mi afecto.

  Algunas de sus informaciones son muy valiosas para mí pero mucho más valioso es poder sentir hacia usted una verdadera y leal camaradería. En medio de los informes de la Academia… su nombre siempre se me presenta como una buena estrella.

  Lo saluda cordialmente su affmo.

 

  Al señor T. G. M., Glatz

  9 de agosto de 1929

  … Como usted sabe, durante toda mi existencia he anhelado la vida, una vida real, intensa, personal, no reglamentada ni mecanizada. Al igual que todos debí pagar el exceso de libertad personal que me tomé en parte con renunciamientos y necesidades pero en parte también con mayor trabajo. De modo que con el tiempo mi profesión de literato no sólo se convirtió en un recurso para acercarme a mi ideal de vida, sino casi en un fin
absoluto. Me he convertido en un escritor, pero no en un hombre. He alcanzado una meta parcial, pero no la meta principal. He fracasado. Quizá con saldos más decentes y menores concesiones que otros idealistas, pero he fracasado al fin. Mi obra es personal, es intensa, a menudo me llena de dicha a mí mismo, pero no es mi vida. Mi vida no es más que disposición para el trabajo, y los sacrificios que ofrezco por una vida en gran soledad, están lejos de ser dedicados a la vida, sino sólo a la literatura. El valor y la intensidad de mi vida reside en las horas en que produzco obras literarias o sea precisamente cuando expreso lo insuficiente y desesperado de mi vida.

  Usted apreciará mi confesión, aun cuando lo decepcione.

  Tal vez nos encontremos en alguna ocasión.

 

  Al estudiante H. S., Troppau

  En viaje, 13 de abril de 1930

  Muy señor mío:
He recibido su consulta. Desconozco fuentes literarias relacionadas con lo que se dice en Demian sobre Caín, pero pienso que en los gnósticos debe haber algo parecido. Lo que entonces era teología, es más bien para los contemporáneos psicología, pero las verdades son las mismas.

  Así como el «conocimiento», o sea el despertar del intelecto, es presentado por la Biblia como pecado (representado por la serpiente en el Paraíso), también la hominización, la individuación, el abrirse paso el individuo para separarse de la masa como personalidad, siempre es visto con desconfianza por la costumbre y la tradición, del mismo modo que el enfrentamiento entre el adolescente y la familia, entre padre e hijo, que es algo natural y archiviejo, es considerado no obstante por todo progenitor como una insólita rebelión.

  Y de este modo, Caín, el infame malhechor, el primer homicida puede ser muy bien interpretado, a mi juicio, como un Prometeo desfigurado en lo opuesto, como un representante del intelecto y de la libertad, castigado con la abominación por su indiscreción y osadía.

  No me preocupa hasta qué punto tal interpretación pueda ser compartida por los teólogos, o si es comprendida y aprobada por los autores desconocidos de los libros de Moisés. Los mitos de la Biblia, como todos los mitos de la humanidad, no nos serán útiles en tanto no nos atrevamos a interpretarlos personalmente para nosotros y nuestro tiempo. Entonces pueden llegar a adquirir mucha importancia.

 

  A la señorita G. D. estudiante de filosofía en Friburgo (Breisgau
15 de julio de 1930

  … Afirma que para usted hay un grande y un sapiente, autor de la sentencia de la eterna rueda del retorno. Ignoro a quién se refiere, pero sospecho que se trata de Buda. Ahora bien, la doctrina y la parábola de la rueda del eterno retomo no es una invención de Buda, sino que ya existió mucho antes que él. Y eso por lo que Buda se afanó en sus centenares de prédicas, no es la teoría de la rueda del retomo por todos conocida, sino una nueva doctrina de la redención del eterno retomo, del camino hacia el Nirvana.

  Con toda sinceridad, tengo hoy la impresión de que vosotros, los jóvenes, simplificáis demasiado las cosas. Habláis de Buda y lo amáis por ideas que de manera alguna fueron suyas y no veis en él aquello por lo cual vivió y se esforzó. Termináis demasiado pronto con todo, hacéis uso acelerado y exhaustivo de las religiones y filosofías. Buda y Nietzsche os son apropiados para entregarlos a la censura después de una fugaz lectura. Debo decir que esta manera de actuar no me merece ni la menor consideración. Ponéis cien veces más empeño y cuidado y dedicación en vuestras prácticas de remo o natación que en lo intelectual. Está bien, pero entonces quedaos con el deporte y dejad lo intelectual.

  Estáis llenos de aspiraciones, tenéis muchos anhelos, muchos oscuros impulsos que de alguna manera quisierais sublimar. Pero lo que no tenéis es respeto. No lo podéis remediar. Sin respeto todo espíritu es un mal espíritu y la credulidad con la que un tonto y buen boy americano venera sus reglas de remo, es más fecunda que el esnobismo irreverente que no conoce las distancias y el maligno nihilismo con el que arrastráis hacia vosotros todo lo espiritual para volverlo a desechar enseguida. Nada de esto me merece consideración alguna.

  El espantoso desorden de nuestro tiempo también es padecido por nosotros, los viejos y no sólo por vosotros, los jóvenes. También nosotros, los viejos, podemos establecer sin esfuerzo que la vida humana es una cosa du
dosa y mal reputada. Nosotros (es decir, en realidad yo hablo sólo de mí, pero presumo que en mi generación hay más de mi clase) intentamos explicamos y tener conciencia de esta desesperación (uno de los impulsos para ello es El lobo estepario) pero también intentamos darle un sentido a esta vida terrible, en apariencia absurda, referirla a pesar de todo a algo ultratemporal y ultrapersonal. El lobo estepario no sólo habla de música de jazz y de mujeres, sino también de Mozart y los inmortales. Y de este modo, toda mi vida está signada por un intento hacia la unión y la abnegación, hacia la religión. Yo no me arrogo la pretensión de poder hallar para mí o para un tercero algo así como una nueva religión, una nueva formulación y posibilidad de unión, pero a lo que me aferro es a perseverar en mi puesto aun cuando desespere de mi época y de mí mismo, a no desechar el respeto por la vida y por la posibilidad de su sentido a riesgo de tener que quedarme solo, a riesgo de quedar en una posición ridícula. No lo hago en la esperanza de que con ello mejoren las cosas para el mundo o para mí, lo hago simplemente porque no quiero vivir sin respeto, sin una entrega a Dios.

  Por ejemplo, ¿qué quiere decir usted cuando define a la vida como una gran paradoja?, porque la reacción y la revolución, el día y la noche se suceden y relevan, porque siempre hay dos principios presentes y ambos siempre tienen razón o no la tienen. Con esto sólo dice que la vida es inexplicable para su entendimiento, que evidentemente, se cumple según principios diferentes de los de la razón humana. De esto se puede sacar la conclusión de que escupimos sobre la vida, o de que confrontamos lo incognoscible no con el escepticismo de la razón decepcionada, sino con el respeto; que en lugar de una tonta paradoja, vemos una maravillosa agitación entre muchos pares de polos y antípodas.

  En resumen, no sé como entenderme con usted. Tal vez haya tenido una juventud difícil. Y bien, el año 1914 tampoco fue fácil para los adultos en tanto tuvieran conciencia y razón, no fue fácil compartir la experiencia de la guerra observando y condenando, como tampoco lo fue para los muchachos que al menos marcharon a la
guerra animados por sus cantos y descomunales ideales, hasta que se perdió y de pronto la juventud recordó que no fue ella la que marchó a la guerra, sino que fueron sus padres quienes lo hicieron. ¿Qué quiere dejar y transmitir a sus hijos esta generación?

  No puedo contestar a sus preguntas, no puedo contestar a mis propias preguntas, yo estoy tan desorientado y agobiado por la crueldad de la vida como usted. No obstante, tengo fe en que el absurdo pueda ser superado si no dejo de imponer a mi vida un sentido. Creo no ser responsable por el sentido o el absurdo de la vida, pero sí por lo que yo mismo haga con mi propia y única vida. Me parece que vosotros, los jóvenes, tenéis muchas ganas de hacer a un lado esa responsabilidad. Aquí es donde nos separamos…

 

  A la señorita G. D. estudiante de filosofía, Duisburg

  21 de julio de 1930
En respuesta a su saludo le envío un cuadrito que he pintado en papel en estos días (dibujar y pintar es mi manera de descansar). El cuadrito le dirá que la inocencia de la naturaleza, la vibración de unos cuantos colores, aun en medio de una vida problemática y difícil puede volver a engendrar en nosotros la fe y la libertad en cualquier momento.

  Es poco lo que puedo responder a sus preguntas y debo suplicarle que no me involucre en un intercambio epistolar. Esta carta de hoy no debe pasar de ser una excepción.

  Se me ocurre que su manera de formular la pregunta es inexacta. No debería inquirir: «¿Es correcta mi modalidad y mi postura frente a la vida?», pues no hay respuesta para tal pregunta. Cada modalidad es tan correcta como cualquier otra. Todas son un fragmento de vida. Antes bien debe preguntar: «Dado que soy como soy, ya que tengo en mí estos problemas y necesidades de los que al parecer están exentas tantas personas, ¿qué debo hacer para soportar la vida a pesar de ellos y en lo posible lograr algo bello de la existencia?», y si escucha realmente las voces más íntimas, la respuesta será más o menos esta: «Dado que eres así, no debes envidiar ni despreciar a otros por ser distintos. Y no debes inquirir por la “rectitud” de tu ser, sino aceptar tu alma y sus necesidades tal como aceptaste tu cuerpo, tu nombre y tu origen, como algo que se da, algo inevitable, a lo que se le dice sí y que habrá de defenderse aun cuando todo el mundo estuviera en contra».

  No sé más. No conozco ninguna sabiduría que pudiera facilitarme la vida. La vida no es fácil, jamás lo fue, pero no tenemos por que preguntar si lo es o no. Debemos desesperar en la vida —cualquiera que está en libertad de hacerlo— o bien proceder como los aparentemente sanos y eficientes. Los aparentemente exentos de problemas y de alma. Debemos tratar de tomar nuestra naturaleza como lo único verdadero, acordándole a nuestra alma todos los derechos.
Le estoy dando consejos y en realidad no creo en su valor. Usted los aceptará en la proporción que lo permita su naturaleza, ni más ni menos. No podemos cambiar, pero seremos tanto más fuertes cuanto más reconozcamos la vida, cuanto más nos unifiquemos en nuestro interior con lo que nos acontece desde el exterior.

  Adiós.

 

  A un lector

  Julio de 1930

  … Cuando un lector le escribe a un autor para decirle que su obra le ha gustado mucho y por añadidura lo congratula, por lo general añade luego algunas observaciones negativas sobre otra obra cualquiera del mismo escritor. Al menos, a mí me ha sucedido así casi siempre. Quienes me felicitaron por el Siddharta, rechazaron en su mayoría a Demian o El último verano de Klingsor. Quien elogió El lobo estepario, juzgó flojo el Huésped (Kurgast). Quien me expresó sus alabanzas acerca de Narciso y Goldmundo, lo hizo en su mayoría no sin dejar entrever que nadie me hubiera creído capaz de escribir una obra tan decente después de El lobo estepario, tan poco grato y malogrado
Ninguno de estos lectores diría a una madre perteneciente a su círculo de amistades que la felicita por su hija Ana, en tanto considera a Emil y a María feas criaturas deformes.

  Un autor es como una madre. Para mí Knulp, Demian, Siddharta, Klingsor y El lobo estepario o Goldmundo son cada uno hermano de los demás, cada uno una variación de mi tema. No es mi culpa que haya lectores que no encuentren en El lobo estepario sino información sobre música de jazz y bailes, en tanto no ven el teatro mágico, ni a Mozart, ni a «los inmortales» que constituyen el verdadero contenido del libro; que otros lectores no reparen en Goldmundo, sino en Narciso y den la impresión de haber leído tan sólo las escenas de amor. Por otra parte, las más de las veces desconfío de los libros que merecen la aprobación de la mayoría, son alabados y adquieren fama a costa de mis otros libros.

  En cambio, no puedo decir que en el fondo me duela que algunas de mis obras sean mal comprendidas o desconocidas. Me gusta el éxito y me complace escuchar elogios, pero a la larga puede resultar tedioso y reducir la autoestimación. Me sentí perplejo y un poco herido por la absoluta incomprensión que encontró El lobo estepario por parte de la crítica, pero pronto empezó a gustarme. Y así, desde hace años ha sido para mí un orgullo y una íntima satisfacción que algunas de mis obras fueran poco conocidas y otras acabaran públicamente por una expresión o un juicio mal interpretado. Estas obras, mis predilectas, me pertenecen y pertenecen a mis amigos, son mi jardín, no un lugar público. Puedo pasearme por ellas solo. A veces suelo releer fragmentos de estas obras, lo que jamás hago con las «famosas»…
A la señora M. W.

  Zúrich, 13 de noviembre de 1930

  ¡Muchísimas gracias! Recibo muchas cartas parecidas a la suya, pero la mayoría no son tan simpáticas ni tan benévolas, por esta razón quiero contestarle brevemente aun cuando estoy sufriendo un mal ocular y me encuentro incapacitado para trabajar. Me he aplicado una medicina y calculo estar sin dolores durante una o dos horas.

  Esta es la realidad: lo que usted y muchos otros me escriben sobre Narciso y Goldmundo es bien intencionado, pero no coincide con mi opinión. Los lectores se muestran complacidos por la «armonía» y porque en lugar del espantoso Lobo estepario, ahora he producido algo que si bien recuerda un poco los abismos, no los abre; algo que nos puede hacer aparecer prudentes y nostálgicos, pero que no nos molestará en nuestra empresa de ganar dinero o criar hijos, pues se desarrolla en la Edad Media y no es más que literatura.

  Yo lo veo de otro modo. Desde el punto de vista puramente artístico, El lobo estepario es por lo menos tan bueno como Goldmundo. En torno al intermezzo del tratado su construcción es tan concisa y rigurosa como una sonata y ataca su tema con limpieza. Pero recuerda la guerra (que pasado mañana volverá a estar aquí) y la música de jazz, el cine y toda vuestra vida actual, cuyo infierno no permitís que el escritor señale. Por supuesto, los lectores no lo saben, leen confiados y obedecen la ley de la menor resistencia, se dejan llevar hacia donde duele menos. El problema de Goldmundo es el del artista, un problema terriblemente trágico, pero el lector no es artista y puede observar desde la distancia sin arriesgarse, mientras que en El lobo estepario debe enfre
tarse con su propia época, sus propios problemas, debe avergonzarse de sí mismo y eso no le gusta. «La misión del arte no es lastimar», piensa, y no reflexiona que también puede tolerar y hasta «disfrutar» la música de Bach, sólo porque la fe de Bach y sus problemas ya no le importan demasiado.

  Discúlpeme por contestar de este modo su amable carta. No es mala intención. En general, soy más proclive al silencio que a la locuacidad, pero cuando llega el momento de hablar, trato de hacerlo en lo posible con sinceridad.

  Sé no obstante que una parte de su carta es cierta y tiene valor y le agradezco por ello. De lo contrario, no hubiera escrito estas líneas.

 

  Al señor St. B., Naumburg

  Zúrich, 24 de noviembre de 1930

  … Estoy más cerca de su concepción de la vida que de la de su hija. Por cierto, no considero el no vivir mejor que vivir, pero comparto la concepción de todos los sabios del pasado, en el sentido de que una cierta superioridad sobre el dolor y la preocupación sólo puede provenir del «despertar» interior, de la introspección o más
bien de la vivencia según la cual el mundo físico y el acontecer exterior son intrascendentes y ficticios y nosotros no nos podemos salvar de ellos ni por entrega a niñerías y preocupaciones de la vida, ni por un ascético apartamiento de ellos, sino sólo por el conocimiento experimentable una y otra vez y en todo tiempo de la unidad de Dios que se encuentra tras el abigarrado velo de los procesos de la vida. Lo que redime en esta introvisión no sólo es una mayor tranquilidad respecto a las exigencias del mundo y de los propios apetitos, sino también una resignación ante la imposibilidad de realizar nuestras exigencias morales, pues nosotros somos vividos, somos hilos del velo, nada más. Este es más o menos el aspecto de la fe y el consuelo de mis horas de reflexión.

  Sin embargo, no siento la necesidad de predicar esta fe a los demás. Sólo cuando la vida pone en mi camino gente hondamente afligida, trato de decirle algunas palabras, en caso contrario no, ni siquiera a mis propios hijos…

 

  Al señor B. B., Solingen

  Noviembre de 1930
 No estoy en condiciones de asegurarle si será usted escritor. No hay escritores de diecisiete años, hoy menos que nunca. Si posee el don, lo tendrá por naturaleza y habrá estado en usted desde niño. Pero si de ese don surgirá algo, si tendrá usted algo que decir o significar, eso no depende sólo de su don, eso depende de si usted puede tomarse en serio a sí mismo y a la vida, si vive con sinceridad y es capaz de resistir la tentación de hacer meramente lo que le resulta fácil al talento. En resumen, depende de cuanta proeza, sacrificio y abnegación sea capaz. Es dudoso que el mundo le retribuya y le agradezca por todo esto. Si no está poseído por la idea, si no prefiere sucumbir enseguida antes que renunciar a la literatura, póngale fin.

  Su escepticismo no tiene nada que ver con las cuestiones que en estos momentos lo absorben. Es natural a su edad. Si dentro de algunos años no ha podido superarlo, puede convertirse en periodista, pues habrá pasado la oportunidad de ser escritor. Ser inteligente y hablar con sensatez nada tiene que ver con la literatura.

  Mis mejores deseos y un favor: no vuelva a escribirme hasta dentro de unos años.

 

  A Hans Carossa

  Fines de noviembre de 1930

Distinguido y querido señor Carossa:

  Le confieso que su carta me ha colmado de felicidad, no sólo por acoger a Narciso y Goldmundo con agrado y por gustarme tanto sus libros. Hay algo más. Hace un año y medio, en el verano de 1929 volví a leer después de mucho tiempo su libro de la infancia. Ocurrió así: Estaba sentado al sol en mi terraza de Montagnola y sobre las macetas revoloteaba esa mariposa llamada esfinge o cola de paloma (en Suiza «paloma»). De pronto, recordé que era mencionada en un bello libro y poco a poco me vino a la memoria que era el suyo. Lo busqué y empecé a leerlo de nuevo. Durante unos cuantos días pasé con él las mejores horas. Lo encontré más bello aun que el recuerdo que guardaba de él y me sentí muy complacido por la existencia de algo tan exquisito en la Alemania actual y también por haberlo visto en Múnich en aquella ocasión. Entonces me senté a mi mesa, como un estudiante entusiasmado que escribe a un venerado escritor, pinté un pequeño paisaje en mi pliego de papel, como he vuelto a hacerlo hoy y le escribí sobre la mariposa y la terraza y mi amor por sus libros. Creo que desde mi época de juventud no escribí ninguna carta semejante a un escritor. En realidad, tampoco esperaba contestación, pero cuando transcurrieron los meses y el año sin recibir eco alguno de usted, tuve una sensación curiosa, algo así como vergüenza por mi declaración amorosa y también desilusión y la idea de haber sido despreciado.

  Al principio, rechacé tal pensamiento, luego lo admití y posteriormente empecé a examinarlo para poner en claro cual podía ser su modo de pensar acerca de mí y de mi carta. Salió entonces a la luz en una autocrítica esto y aquello. En su silencio, lo veía sonreírse a causa de mi carta, no con aire de burla, pero sí de superioridad. Y así, paulatinamente, mi carta a usted y la falta de una respuesta se convirtieron para mí en una piedra de toque. Me vi compelido a comparar mi ser y mi trabajo con los suyos, debí reconocer en usted algo para mí inalcanzable, pero que creía comprender y sentir en forma absoluta, y luego debí hacer valer también mi propio ser

mi propia problemática vehemente y mi duda como algo necesario. Y de este modo se convirtió en un ligero examen de mi vida y de mi trabajo ante mí mismo, para lo cual lo ubiqué como una especie de polo opuesto, y a pesar de los contrastes, únicamente encontré mi confirmación en el polo opuesto y le concedí sólo a él el derecho de comprenderme y criticarme. Era una situación como la existente entre Narciso y Goldmundo. Pero de cualquier modo, Carossa había contestado a mi carta con silencio, se la guardó y sonrió.

  No es sino hoy, cuando ya había olvidado esta historia de la carta y varias veces en este ínterin me ocupé de sus trabajos en forma harto objetiva (recientemente de la reedición de Doctor Bürger) y he recibido carta suya, que me parece posible y probable que mi carta de entonces no llegara a sus manos. Las fantasías, los juegos y autoexámenes tejidos en tomo a la carta no cambiaron por ello ni perdieron su valor. Frente a toda obra humana genuina y todo trozo de Naturaleza debemos examinarnos a diario y en lo posible acreditamos. Pero hubiera preferido que aquella carta del verano de 1929 se hubiese perdido realmente.

  Ocho días antes de la llegada de dicha carta, regalé a la señora Ninon su Doctor Bürger. Está pasando conmigo el invierno en Zúrich y le ha halagado que pensara en ella en forma tan amable. Le envía sus cordiales saludos.

  Le he robado mucho de su tiempo. No tema que vuelva a esperar respuesta o que pretenda enredarlo en una correspondencia. No he pensado en ello. Pero espero que esta carta llegue a sus manos y me place que retribuya a Narciso y Goldmundo, el amor que desde hace varios años le profeso a su obra. Durante varios años no le he manifestado este amor en forma directa. Mi comportamiento fue como el de la juventud respecto a todo lo bello, es decir que encuentra lógico y correcto la existencia de un Eichendorff y un Schubert, un Stifter y un Mozart, un Brentano y un Goethe y asimila lo bueno como lo hace con el bendito aire. No es sino más tarde, con el correr de los años que sabemos apreciar la singularidad de lo bello, y qué milagro es en realidad ver florecer

las flores entre las fábricas y los cañones y, vivas aún, las obras literarias entre los periódicos y los boletines bursátiles. Y entonces experimentamos una sensación de emoción y gratitud.

  Adiós, le agradezco su amable carta. Podrá ver ahora cuánto ha significado para mí.

  En primavera regresaremos a Montagnola. Con la ayuda de un mecenas nos están edificando allí una casa. Ninon está atareada en la elección de papeles y otras cosas para su decoración y se sonríe cuando advierte las preocupaciones y también el temor que me da la casa.

  Reciba los cordiales saludos de ambos.

 

  A Wilhelm Kunze, Nuremberg

  17 de diciembre de 1930

  Estimado señor Kunze:

  Hoy he recibido su artículo del «Würzburger General-Anzeiger». Me ha causado mucho agrado y sólo lamento que haya llegado en un momento en el cual usted debe estar algo desilusionado con respecto a mí

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