Hermann Hesse Cartas escogidas 03

Si me permite diré lo siguiente en relación con este artículo que me ha gustado mucho: no creo que «idílico» sea una expresión sólida. Yo mismo considero el impulso religioso como la característica decisiva de mi vida y de mi trabajo. Considero como primordial y dominante signo distintivo de mi especie que el individuo, ya afronte la guerra mundial o se detenga frente a un jardín florido, experimente el mundo exterior como mundo visible, de lo Uno, Divino y se subordine a él. Que esa vivencia básica religiosa que por supuesto en mí no transcurre en las formas tradicionales de la Iglesia, se inflame en causas «idílicas» o en otras, carece de importancia para mí. Considero la palabra «idílico» un adjetivo con el cual el hombre de las grandes urbes tilda aquellos contenidos de la vida que le son desconocidos y extraños, mientras que para el hombre de campo son primordiales.

  Más adelante volveré a repasar su libro. Sin mediar culpa de mi parte ocurrió que a raíz de su aparición, tuve aguda conciencia de un argumento esencial que tengo contra ciertas posturas de su generación y por tal motivo fue formulado. Jamás me resultó simpático el insistir u organizar de la juventud; en realidad el ser joven o viejo sólo se da entre los individuos mediocres. Los individuos más dotados y diferenciados son ora viejos ora jóvenes, así como se muestran ora alegres, ora tristes. Bueno, ya es suficiente, lo que ocurrió es que al juzgar su libro cobraron importancia para mí ciertos sentimientos y consideraciones de carácter general.

  Este se corregirá por sí solo, así lo creo. Comprendo asimismo que con esta consideración demasiado general no soy justo con su persona y su singular libro personal, ¿pero qué son nuestras palabras? ¿Y por qué nuestra generación habrá de tener menos derecho a expresarse libremente qué la suya?

  Esas palabras suyas: «Primeramente debieran enseñárnoslo» me hirieron. Si hubiese podido contestarle verbalmente sin duda me habría comprendido

A un joven en busca de algo así como un «conductor»

  Chantarella, invierno de 1930

  Su carta me sorprendió en la alta montaña, extenuado y muy necesitado de descanso. Por lo tanto le responderé brevemente.

  No hay razón alguna para desesperar. Si ha nacido para llevar una vida propia y no del montón, hallará también el camino que lo llevará al desenvolvimiento de su propia personalidad y de una vida propia, si bien debo advertirle que es una senda difícil. Si no está destinado para ello, si las fuerzas no le alcanzan, tarde o temprano deberá renunciar y se plegará a la moral, al gusto y a las costumbres de la generalidad.

  Es una cuestión de fuerza, o como prefiero pensar, una cuestión de fe, pues a menudo se encuentran individuos muy fuertes que fracasan pronto y otros muy delicados y débiles que a pesar de la enfermedad y la debilidad dominan la vida de una manera maravillosa y aun en medio de sus sufrimientos saben imprimirle su sello. Cuando Sinclair tiene fuerza (o fe), Demian va a él, lo atrae hacia él con su fuerza.

  La fe a la cual aludo, no puede traducirse fácilmente en palabras. Podría expresarse más o menos así: yo creo que a pesar de su absurdo evidente, la vida tiene un sentido. Me resigno a no poder comprender este último

sentido con la razón, pero estoy dispuesto a servirlo, aun cuando deba sacrificarme. Escucho la voz de este sentido en mí mismo, en los instantes en que estoy real y totalmente vivo y despierto.

  Quiero intentar realizar lo que la vida exige de mí en esos instantes, aun cuando contraríe las modas y las leyes vigentes.

  Esta fe no se puede imponer, ni tampoco es posible someterse a ella. Tan sólo se la puede vivir, así como el cristiano no puede ganar, forzar o hacer trampas con la «gracia», sino sólo experimentarla con fe. Quien no lo puede hacer busca entonces su fe en la Iglesia, o en la ciencia o junto a los patriotas o los socialistas, o bien allí donde proveen morales, programas o recetas ya.

  No estoy en condiciones de juzgar si un individuo es capaz y está destinado a recorrer el bello y arduo sendero que conduce a una vida propia y a un sentido, ni aun viéndolo con los ojos. Muchos miles oyen el llamado, muchos recorren un tramo del camino, unos pocos lo transitan más allá del límite de la juventud y tal vez nadie lo recorra en su totalidad hasta el fin.

 

  Al señor F. v. W., Waldenburg

  Alrededor de 1930
Distinguido señor F. v. W.:

  He recibido su carta. Comprendo su conflicto pero no puedo ayudarle. A lo sumo, le aconsejaría no permanecer fiel a ideales en los que ya ha comenzado a dudar por sentimientos piadosos.

  Mi obra literaria y mi persona le han servido durante cierto tiempo y le han estimulado. Pero esto no es motivo para no dejarlos de lado y apartarse de ellos, si así se lo exige su evolución.

  Evidentemente, usted se vendió de manera unilateral a un romanticismo y al hacerlo se alejó del hoy, de la «realidad» más de lo que podía soportar. En tal caso debe corregirse.

  Sin embargo, deberá hacerlo seriamente y a más conciencia de lo que aconteció en su manifiesto. Hay en él demasiadas frases, demasiados conocimientos pensados por otros desde hace muchos decenios antes que usted, y también fueron formulados mucho mejor y con más precisión.

  Una de las frases dice: «Los intelectuales escriben una apología de la economía», etcétera.

  ¿Quiénes son estos «intelectuales»? ¿Por qué llama «intelectuales» a los apologistas de la economía? ¿Qué entiende por «intelecto»? Al parecer lo ignora. Estas cosas deben ser meditadas con más agudeza de lo que usted lo hizo hasta ahora.

  Dedíquese a estos problemas. Es muy posible que, en efecto, la vida en la literatura y en la contemplación signifique para usted un estado egoísta y desagradable. Una vez en mi vida, yo también me vi precisado a sacrificar toda mi tranquila y contemplativa filosofía y entregarme con manifiesta y total abnegación. Eso ocurrió al estallar la guerra y durante casi diez años la protesta contra la guerra, la protesta contra la grosera estupidez del hombre, sediento de sangre, la protesta contra los «intelectuales», en particular los que predicaban la guerra fue para mí un deber y una amarga necesidad. En la medida en que estas cosas se convirtieron en problema las investigué a fondo, dilucidé mi posición respecto a ellas, mi propia participación en la culpa, también estuve prác

ticamente durante años de parte de una pequeña oposición luchadora. Luego retomé cambiado a Hölderlin y a Nietzsche, a Buda y a Lao Tsé, a la literatura y a la contemplación, pero confirmado en todos los dogmas importantes, consciente de lo que estaba haciendo.

  Encuentre su camino y no se apegue a las personas y a los ideales que por un momento le fueron caros.

 

  A un lector en busca de consejo

  Hacia 1930/31

  Quiero responder a su carta en pocas palabras, aun cuando ésta, como todas las cartas similares, me encuentra en una posición de defensa.

  Muchos de los lectores de mis obras me toman de una manera completamente personal como amigo, como conductor, a menudo directamente como medico y padre espiritual, confesor o consejero, sin contemplaciones hacia mi persona y mi trabajo, sin tener en cuenta que todas estas funciones (consejero, médico, etcétera) sólo tienen sentido en un íntimo contacto personal y que sin el conocimiento de las personas, cultivadas a la distancia, a través de un intercambio epistolar, carecen de valor.

Cuando a veces contesto por excepción algunas de estas cartas porque me ha emocionado la desgracia o la aflicción en ellas expuestas, por lo general estos corresponsales me envían enseguida cartas a intervalos regulares, a veces casi a diario y se acostumbran a utilizarme como descargadero de todo estado de ánimo.

  Con bastante frecuencia, si rechazo tales pretensiones, se suceden de parte de los remitentes explosiones de desórdenes psíquicos de carácter tan desagradable y deprimente que durante días quedo como baldado e incapacitado para realizar mi labor. Se muestra entonces lo feo: precisamente, los mismos lectores que más profundizan en mis libros, los que en su mayoría se encuentran en ellos a sí mismos, son quienes no tienen el menor respeto por la personalidad de los ajenos, no tienen para el escritor un ápice de comprensión. Si éste, como persona, se resiste a sus exigencias a menudo desvergonzadas, se irritan y enojan y con frecuencia reaccionan con descargas de vergonzosa hostilidad. Precisamente, lo único que quisiera «enseñar» o a lo que quisiera apelar como escritor: el respeto, falta por completo y la juventud alemana de estos días parece dejar bastante que desear en este sentido. No pretendo significar que el lector debería contemplar al escritor como a un ser superior a él, sino al contrario, considerarlo como su igual y no exigirle lo que él mismo no está dispuesto a dar de sí por ningún motivo.

  Ya conoce pues mi postura y mi relación respecto a estas cartas, como la que me escribió.

  Sin embargo, creo poder decirle algo que tal vez le confortará. Si por un momento pudiera ver su relación hacia mí desde afuera, en forma «objetiva», percibirá algo que le permitirá corregir esta relación. Usted verá lo siguiente: El Hesse al cual llama, al cual lee, al cual ama o acusa, es una imagen de su propio yo, existe para usted hasta donde le parezca semejante y estrechamente emparentado. Usted quisiera saberse confirmado por este Hesse. Usted quisiera escuchar una que otra palabra de él, a él le dirige usted de vez en cuando exteriorizaciones de su enojo con la intención de lastimarlo o mostrarle su desprecio
Pero este Hesse es su espejo y lo que a él le grita, debería gritárselo a sí mismo, lo bueno y lo malo. Si una parte de su camino a Hesse es realmente un camino a sí mismo, por momentos su camino a Hesse es al fin y al cabo un desvío, un cambio de dirección, un apartar sus impulsos de sí mismo hacia un objeto aparentemente extraño: en resumen, una huida hacia el exterior de su propio interior.

  Por supuesto, todo lo que digo puede rebatirse fácilmente. Es apenas una pequeña parte de la verdad, como todo lo que se dice con palabras. No obstante quizá vea en esta carta a la cual he dedicado una mañana, algo que le sirva, quizá vea también que Hesse no le tiene mala voluntad.

 

  A Thomas Mann

  Chantarella, Engadina, 20 de febrero de 1931

  Querido y venerado señor Thomas Mann:

  Le agradezco muy especialmente su saludo y el ensayo de su hermano. Hace poco, Ninon se sintió muy feliz al recibir el saludo de su esposa y todos los días vosotros tres fuisteis frecuente y amable tema de conversació

En estos momentos estamos bloqueados por la nieve. Nieva sin cesar desde hace tres días y desde ayer no es posible moverse afuera sino con gran esfuerzo por unos pocos senderos despejados a medias. La nieve nueva que alcanza una altura de varios metros, es peligrosa. De momento, es imposible esquiar. Cualquier cosa provoca deslizamientos de nieve y enseguida se forman aludes. Esta mañana, cerca de la casa un campesino y sus dos caballos debieron ser desenterrados a pala por haber sido arrastrados por un deslizamiento de nieve.

  El hecho de haber sido arrojado por lo pronto en una olla con los demás dados de baja, me hace ver en la cuestión de la Academia algo dudoso. En el artículo de su hermano también se habla sólo de los «caballeros» dados de baja.

  Esto caerá pronto en el olvido y los nacionalistas extremos que hoy también me invocan a mí, muy pronto tendrán oportunidad de reconocerme y tratarme como enemigo.

  Entre nosotros, mi postura personal respecto a este asunto es aproximadamente la siguiente:

  No soy disidente en relación con el Estado actual, porque sea nuevo y republicano, sino porque me parece muy poco nuevo y muy poco republicano. Nunca consigo olvidar del todo que el Estado prusiano y su Ministerio de Culto, los protectores de la Academia, son a la vez la instancia responsable de las universidades y su fatal rémora, y veo en el intento de reunir a los intelectuales «libres» en la Academia, un poco el intento de mantener a raya con mayor facilidad a esos incómodos críticos de lo oficial.

  A esto se suma que en mi carácter de ciudadano suizo de manera alguna estoy en situación de cooperar en forma activa. Si soy miembro de la Academia, deberé reconocer por tal motivo al Estado prusiano y su manera de administrar a la intelectualidad pero sin ser miembro del Imperio o de Prusia. Esta disonancia es la que más me molesta y su superación fue el aspecto más importante de mi retiro.

  Bueno, volveremos a vernos y tal vez con el tiempo todo adquiera de nuevo otro aspecto

Reciba nuestros cordiales saludos. Mostraré mi carta a Ninon quien agregará un saludo para su esposa.

 

  A la señora Mia Engel, Stuttgart-Degerloch

  Mediados de marzo, 1931

  Querida doctora Engel:

  Agradezco su carta. Todo contacto con Schrempf me llena de alegría y yo también espero tener la suerte de encontramos alguna vez.

  Considerando que las ideas volcadas en su carta proceden en parte del propio Schrempf y que también habla usted con él directamente sobre estas cosas, quisiera añadir algo al respecto.

  En su carta veo dos puntos, con los que no estoy de acuerdo.

  En primer lugar, las amistades entre Goldmundo y Narciso, entre Veraguth y Burckhardt, entre Hesse y Knulp, etcétera. Es un error pensar que estas amistades están completamente exentas de erotismo por existir entre hombres. En el aspecto sexual soy «normal» y jamás he tenido relaciones eróticas físicas con otros hombres, pero considerar por ello las amistades completamente exentas de erotismo me parece equivocado

En el caso de Narciso es particularmente evidente. Goldmundo significa para él no sólo el amigo, no sólo el arte, también significa para Narciso el amor, el calor de los sentidos, lo deseado y lo prohibido.

  Más adelante, dice usted que Schrempf encuentra incompleta la experiencia amorosa de Goldmundo. A su juicio, le faltaría el mejor tercio o cuarto.

  Probablemente esté en lo cierto, pero la misión de un escritor, al menos de un escritor de mi género, sabe Dios que no consiste en imaginar figuras ideales, perfectas, falsas o ejemplares y presentarlas a los lectores para edificación o imitación. Por el contrario, el escritor debe (porque no tiene alternativa) esforzarse en describir con la mayor exactitud y fidelidad aquello que le ha sido posible experimentar a él mismo, y en esto yo le reconozco vigencia también a auténticas vivencias de la fantasía. Ya no me ha sido posible experimentar mucho más del amor sexual y la amistad de lo que hay en el «Narciso» (me doy perfecta cuenta de que estas figuras y sus vidas no son nada ejemplares, tampoco lo ambiciono), pero realmente Schrempf no puede haber querido decir que en beneficio de una perfección ideal en mis libros debería exponer experiencias que la vida me ha negado. Yo pienso que la crítica de un autor no debe preguntarse: ¿Es cómodo y amable al crítico el contenido de un libro?, sino: ¿Domina realmente el autor al tema? Ahora bien, mi tema no es una exposición de aquello que individuos ideales puedan experimentar en el amor, sino el retazo de humanidad y amor, el retazo de vida instintiva y vida de sublimación que conozco por ser parte de mi naturaleza y acerca de cuya exactitud, sinceridad y verosimilitud puedo dar fe. Así lo veo, y por ello alterna en mi obra constantemente la confesión de experiencias extraordinarias y en cierto modo ejemplares y las capas vivenciales con el reconocimiento de la imperfección, la flaqueza, la tortura infernal y la desesperación. Por esta razón debo dividirme en Narciso y Goldmundo. Por esta razón Siddharta se enfrenta al Lobo estepario y el Demian, a Klein y Wagner

Veo en Schrempf a mi antípoda, al representante de un tipo de hombre y de pensador al que estoy muy próximo sólo por un parentesco del temperamento intelectual. Sin embargo, jamás desearía que Schrempf o una de sus obras fuera distinto, que se acercara más a mi propio ideal. Por esta razón tampoco puedo creer que Schrempf desee realmente un Goldmundo diferente e ideal. Puede desear y lo hará que Goldmundo y Hesse en lugar de ser unos pobres diablos, sean capaces de vivencias superiores y más bellas y de realizarlas, pero no deseará que el pobre diablo de Hesse pinte a la gente en sus libros figuras ejemplares ideales.

  No puedo remediar que mi positivo y mi negativo, mi fuerza y mi debilidad sólo se expresen en sucesión, en la alternancia entre el claro y el oscuro. El dilema ha sido formulado en forma casi exhaustiva en Kurgast.

 

  Al señor doctor P. Sch., Deutsch-Nettkow

  Zúrich, mediados de abril de 1931

  … El ensayo que usted leyó data de hace diez años y yo nada sabía de esa edición. Se trata de una reimpresión como las que suelen publicar docenas de periódicos. Pero en definitiva, llegó a su poder y tuvo su razón de ser. Esto está bien

Muy a menudo he pasado por la experiencia de que la desesperación vuelve a convertirse en gracia y que con la muda de una piel nuestra vida sufre nuevas transformaciones. Como usted me llama psicoanalista, quisiera definir esta experiencia del siguiente modo:

  Todo intento de tomar en serio la cultura, el genio y sus exigencias y vivir de acuerdo con ellos lleva inevitablemente a la desesperación. La salvación surge luego del reconocimiento de haber objetivado demasiado las vivencias y los estados subjetivos. Entonces por unos instantes de clarividencia nos vemos a nosotros mismos y a nuestra vida tal como considera el analista un sueño: traduce su contenido «manifiesto» en contenido psicológico. Aprende a jugar de nuevo con los objetos aparentemente rígidos, también con los conceptos aparentemente rígidos enfermo y sano, dolor y alegría. Bueno, esto ya lo sabe usted.

  Por supuesto, estas vivencias del ser redimido no aseguran contra nuevas desesperaciones, pero fomentan la creencia en que toda desesperación puede ser superada desde nuestro interior. Uno no se «cura», uno no pierde el dolor (también yo paso rara vez un día sin dolores), pero uno comienza a sentir curiosidad por lo que le espera y halla el amor fati.

  Esto ha sido una charla atropellada y un tanto descuidada en una hora matinal. Tómela como tal.

 

  Al señor R. B
… No me hubiera sido posible dejar sin respuesta su carta.

  Yo veo la cuestión de este modo: No es correcto que no se pueda vivir con los principios de vida que he representado. No soy representante de una doctrina sólida, formulada de manera definitiva. Soy hombre de evoluciones y cambios y así, en mis libros, junto al «cada uno está solo» se encuentra algo más. Por ejemplo, todo el Siddharta es una profesión de amor y la misma profesión se encuentra también en otros libros.

  Por cierto no irá a exigirme que demuestre más fe en la vida que la que yo mismo tengo. He señalado en varias ocasiones con vehemencia apasionada la absoluta imposibilidad de una vida auténtica y realmente digna de ser vivida en nuestro tiempo. Creo en esto incondicionalmente. El hecho de que a pesar de todo viva, que esta época, esta atmósfera de mentiras, codicia por el dinero, fanatismo y crudeza no me haya matado se lo debo a dos circunstancias felices: la enorme herencia de espontaneidad que tengo en mí y la circunstancia que yo, aun como acusador y enemigo de mi época, puedo ser productivo. Sin esto no podría vivir y no obstante, aun así, mi vida es a menudo un infierno.

  No cambiará mucho mi postura respecto a la época actual. Yo no creo en nuestra ciencia, ni en nuestra política, ni en nuestra manera de pensar, de creer, de divertirse. No comparto ni uno solo de los ideales de nuestro tiempo. Pero no por ello carezco de fe. Yo creo en las milenarias leyes de la Humanidad y creo que sobrevivirán al torbellino de nuestro tiempo.

  No me es posible señalar un modo de sostener los ideales humanos que yo considero eternos y a pesar de ello creer simultáneamente en los ideales, las metas y consuelos de nuestro tiempo. Tampoco siento el menor

deseo de hacerlo. En cambio, durante toda mi vida he intentado muchos caminos por los que se puede vencer el tiempo y vivir en lo atemporal (a menudo he expuesto estos caminos en parte de una manera frívola, en parte con harta seriedad).

  Cuando tropiezo por ejemplo con jóvenes lectores de El lobo estepario compruebo muy a menudo que toman en serio todo cuando se dice en este libro sobre el desvarío de nuestra época, pero aquello que para mí es mil veces más importante no lo ven siquiera, al menos no creen en ello. Pero de nada vale que se señale la guerra, la técnica, el delirio por el dinero o el nacionalismo como algo inferior. Es menester poder reemplazar con una creencia los ídolos del tiempo. Esto es lo que siempre he hecho. En El lobo estepario fueron Mozart, los inmortales y el teatro mágico; en Demian y en Siddharta se citan los mismos valores con otros nombres.

  Con la fe en aquello que Siddharta llama el amor y con la fe de Harry en los inmortales se puede vivir. De esto estoy seguro. Con ello no sólo se puede soportar la vida, sino también vencer al tiempo.

  Veo que no logro expresarme con toda precisión. Siempre me desaliento cuando advierto que aquello en lo cual creo, lo que está expresado claramente en mis libros les pasa inadvertido a los lectores.

  Cuando haya leído mi carta, le sugiero volver a uno de mis libros y ver de nuevo si aquí y allá no aparecen en verdad proposiciones de una fe con las cuales es posible vivir. Si no encuentra nada, deseche mis libros. Si por el contrario halla algo siga buscando a partir de allí.

  Hace poco una joven dama me preguntó a qué me refería con el teatro mágico aludido en El lobo estepario. La había decepcionado hondamente que me burlara acerca de mí mismo y de todo lo demás, como si me encontrara bajo los efectos del opio. Le aconsejé volver a leer aquellas páginas y ello con la certeza de que nada de lo que dije jamás ha sido tan importante y sagrado para mí como ese teatro mágico, imagen y envoltura de aquello que para mí es profundamente valioso e importante. Poco después me escribió que había comprendido. Se

ñor B., yo entiendo muy bien su pregunta y es probable que en estos momentos mis libros no sean aconsejables para usted, que deba volver a desecharlos y vencer aquello que lo unía a ellos. Naturalmente, no puedo aconsejarlo en esto. Sólo puedo decidir en tomo a lo que he vivido y escrito, también respecto a las contradicciones, al vaivén y al desorden. Mi misión no consiste en dar a los demás lo mejor objetivo, sino lo mío (ya sea sólo un dolor, sólo una queja) con toda la pureza y sinceridad que me sea posible.

 

  A Emmy Ball-Hennings

  8 de junio de 1931

  Querida Emmy:

  Acabo de terminar la lectura de su libro[6] dedicado a su marido. Se lo agradezco. Es un libro lleno de amor y por encima de toda crítica. A través de sus páginas he vuelto a recorrer mentalmente los últimos caminos de Hugo. He compartido de nuevo las experiencias de su vida interior en la medida que es posible entre individuos diferentes. No he encontrado abiertas todas las puertas. No soy católico, ni lo deseo tampoco y aún hoy creo que la temprana muerte de Hugo ha sido para él una gracia, porque le evitó… polemizar… con el catolicismo prác
tico. Sin embargo, aun cuando no puedo compartir la fe en los únicos dogmas correctos, los únicos santificantes, conozco por mí mismo la vivencia de la reconciliación y de la abnegación en una fe y al hacerlo no me considero un desdichado, un extraviado o protestante, sino que, como estoy contento y lleno de agradecimiento, acepto que lo indecible pueda ser experimentado e interpretado de tan múltiples maneras.

  Bueno, le doy las gracias nuevamente y siempre pienso en usted con cariño, estimada Emmy. Y cuando le digo que su libro «está por encima de toda crítica» no excluyo que contenga pequeños errores factibles de ser corregidos. Lo tendremos en cuenta cuando llegue el momento de hacer una nueva edición. En verdad, su libro adolece de innumerables errores tipográficos y causa mala impresión. Por ejemplo ¿por qué se dice siempre Sarengo en lugar de Sorengo? Y así muchos, muchos. Y el monte donde estuvo aquella vez con sus cabras no tiene cuatro mil metros de altura como usted afirma.

  Por supuesto, éstas son sólo formalidades, pero en un futuro pondremos todo nuestro empeño para enmendar este querido libro. Además, hay gente malévola y enemigos. Si uno de ellos lee el libro y encuentra sus imprecisiones, dirá: «Ya se ve, nada concuerda». Y es menester evitarlo.

  Hay algo que siempre me ha parecido maravilloso y ha merecido toda mi veneración y amor: la manera como siguió durante toda una vida a Steffgen en todo lo que supera la razón, en todo lo sagrado, además de ser a menudo su guía. Él lo sabía y lo comentaba con frecuencia. En este libro, comprendió y expresó maravillosamente todo lo que está más allá de la razón, todo lo bienaventurado y santo. Vayan mis muestras de gratitud.

  Por cierto, escribiré algo sobre su libro, pero aún ignoro dónde.


A un hombre joven

  Verano de 1931

  Ha llegado su carta. Se parece a muchas otras que recibo. Evidencia la típica posición de su generación: cinismo por falta de responsabilidad, desesperación motivada por la anarquía. No hay remedio para tales males. Carecéis de respeto, no hay en vosotros voluntad para servir, afán de acrecentar la personalidad a través de grandes misiones y la secuela serán las guerras y otras calamidades. Un poco de boxeo y práctica de remo no bastan para reemplazar la religión y la cultura.

  No podéis remediarlo. Sois víctimas… pero esto no es motivo para golpear. Si no podéis tomar nada en serio, al menos intentad tomaros en serio a vosotros mismos, de lo contrario se extinguirá todo el valor y el sentido de vuestras vidas. Vuestra vida tiene tanto sentido como el que seáis capaces de darle vosotros mismo

A Thomas Mann, Múnich

  Baden, principios de diciembre de 1931

  Venerado señor Thomas Mann:

  Su amable carta me ha sorprendido en Baden, fatigado por la cura y con la vista en muy mal estado, de modo que nunca termino de ponerme al día con mi correspondencia. Le ruego me excuse, pues, por la brevedad de mi respuesta. Por otra parte, ella no requiere mucho espacio ya que a su pregunta sólo puedo contestar con un no, pero quisiera fundamentar con exhaustivas razones mi negativa a aceptar la invitación de la Academia transmitida a través de un hombre tan querido y venerado. Cuanto más reflexiono sobre el particular, más complicada y metafísica se me antoja la cuestión, y como debo darle los motivos de mi negativa, lo hago con la gravedad brutal y excesivamente clara que adoptan por lo general los contextos complicados cuando son formulados de repente en palabras.

  En definitiva: el último motivo de mi imposibilidad de ingresar a una corporación alemana oficial es mi profunda desconfianza respecto a la República Alemana. Este estado inconsistente y vulgar ha surgido del vacío, del agotamiento después de la guerra. Los pocos buenos cerebros de la «revolución» que no fue tal, han sido asesinados con la aprobación del noventa y nueve por ciento de la población. Los tribunales son injustos, los funcionarios indiferentes, el pueblo absolutamente infantil. En 1918 saludé a la Revolución con mucha simpatía, pero desde entonces mis esperanzas en una República Alemana digna de ser tomada en serio fueron aniquiladas. Alemania perdió la oportunidad de hacer su propia Revolución y hallar su propia forma. Su futuro es

la bolchevización, que en sí no me repugna, pero que significa una gran pérdida en cuanto a posibilidades nacionales únicas. Y por desgracia, le precederá sin duda una ola sangrienta de terror blanco. Así es como veo las cosas desde hace tiempo y por más simpática que me resulte la pequeña minoría de los republicanos de buena voluntad, los considero por completo impotentes y sin futuro, tan carentes de futuro como lo fueron en su momento la simpática ideología de Uhland y sus amigos en la Iglesia de San Pablo en Francfort. De mil alemanes, quedan aún hoy novecientos noventa y nueve que nada quieren saber de una responsabilidad de la guerra, quienes no hicieron la guerra, ni la perdieron, ni firmaron el Tratado de Versalles, quienes la sienten como un pérfido rayo que cae desde un cielo despejado.

  Resumiendo, me siento tan alejado de la mentalidad que domina a Alemania, como en los años 1914-18. Observo procesos que se me antoja absurdos y desde 1914 y 1918 me he visto empujado muchas millas a la izquierda, en lugar del diminuto paso a la izquierda que dio la ideología del pueblo. Ya no me es posible siquiera leer los diarios alemanes. Querido Thomas Mann, no espero que usted comparta mi ideología y mis opiniones, pero sí que las reconozca en el compromiso que tienen para mí. Mi esposa le está escribiendo a la suya respecto a nuestros proyectos para el invierno. Transmita mis saludos a la señora Mann y a Mädi. Les hemos tomado mucho cariño a ambas. Y por favor, no me retire su buena voluntad aun cuando mi respuesta lo decepcione, si bien en el fondo, no creo que lo sorprenda.

  Con la veneración y la fidelidad de siempre, lo saluda

Al señor F. Abel, en ese momento en Zúrich

  Baden, diciembre de 1931

  Estimado señor Abel:

  Agradezco su carta que me sorprendió en Baden, cuando acababa de hacer las valijas, concluida ya mi temporada de descanso. Ahora permaneceré en Zúrich hasta mediados de enero.

  Con los años, he adquirido el hábito de no preocuparme en lo posible por las reacciones visibles de mis libros, ni por la acogida e interpretación que encuentran de parte de los lectores y la crítica. Mi impresión respecto a mis lectores es más o menos la siguiente: advierto que mis problemas y experiencias se relacionan en algún punto con las de una gran capa de la juventud actual, pero en realidad, no me siento del todo comprendido. La mayoría de los lectores quieren tener un «conductor», pero no están dispuestos en lo más mínimo a subordinarse y aceptar el sacrificio de principios y exigencias espirituales.

  En su caso, yo también quisiera mantenerme en una actitud pasiva, tanto más cuanto que en estos momentos se están preparando otras disertaciones sobre mí. Así, una dama de Munster, en Westfalia, me escribió recientemente que estaba abocada a la preparación de una conferencia sobre «Hermann Hesse y el pietismo suabo». No me fue posible responderle. ¡Me interesa tan poco todo esto…!

  … Pero usted me ha facilitado la tarea de contestar su carta, pues me formula preguntas directas. Intentaré responder a ellas brevemente
Tiene razón al afirmar que advierte una nueva nota en mis obras a partir de Demian. Ella ya se insinúa en algunas de las «fábulas» anteriores. En esos momentos la brecha constituyó para mí una experiencia intensa. Se relaciona con la guerra mundial. Hasta el estallido de la guerra fui por cierto un ermitaño pero sin entrar en conflicto con la patria, el gobierno, la opinión pública o la ciencia oficializada, si bien mi sentir era democrático y participaba gustosamente en la oposición contra el emperador y el guillerminismo (colaboré en «Simplizissimus» y fui cofundador de «März», la gaceta democrático-antimonárquica). Ya en medio de la guerra comprobé que no pasaba nada con el emperador, la Dieta, el canciller, los diarios y los partidos; que todo el pueblo aclamaba con alaridos de entusiasmo las abominables brutalidades y quebrantamientos de la ley y que los profesores y otros intelectuales oficiales eran los que más se hacían oír; comprobé que aún nuestra reducida oposición, nuestra reducida crítica y democracia no habían sido sino folletines; que entre nosotros sólo muy pocos estaban dispuestos a tomar las cosas en serio y llegado el caso morir por la causa. Después de la destrucción de los ídolos patrióticos siguió la de la propia ilusión, debí examinar bajo la lupa nuestro intelectualismo alemán, nuestro idioma actual, nuestros periódicos, nuestras escuelas, nuestra literatura para encontrarla en gran parte falaz y hueca, incluso a mí mismo y a las obras que había escrito hasta entonces, si bien estas habían sido concebidas con toda buena fe.

  La brecha que abrió la guerra me despertó, me iluminó y se encuentra en todo cuanto escribí a partir de 1915. En cambio, más adelante el panorama sufrió para mí cierta transformación. Al cabo de algunos años durante los cuales ya no pude tolerar mis libros anteriores, descubrí paulatinamente que en ellos estaban los principios, los puntos de partida de los ulteriores, y por momentos las viejas obras me fueron más caras que las nue

vas, en parte porque me recordaban una época mucho más soportable, en parte porque su moderación, su evitar el encuentro con los grandes problemas me pareció más tarde como un presentir, como un escalofrío anticipado ante la cruel, la abrupta necesidad de tener que despertar.

  En consecuencia, no reniego de mis viejos libros, ni de mis muchos errores y falencias.

  Pero no haré objeción alguna si en su trabajo quiere tratar mis libros antiguos como cosa secundaria y decide apoyarse en aquellos en los que el problema dudoso le parece abordado en forma más vigorosa, particularmente en Demian.

  Proceda de manera tan libre y personal como se lo permita el método, confíe sólo en su sentir aun en los casos en que no pueda fundamentar metódicamente sus juicios.

  Y ya que se ha independizado de la antípoda Thiess, contemple mis libros no como literatura, como exteriorización de opiniones, sino como poesía y deje que hable y rija aquello que a usted le parezca realmente poesía. Es difícil criticar al literato. Puede tener diferentes opiniones y fundamentarlas todas satisfactoriamente. Se mantiene en lo racional y para la mera razón el mundo siempre parece bidimensional. En cambio, por más que la literatura se esfuerce en imponer eventuales opiniones no lo logra, por el contrario, vive y actúa sólo allí donde es realmente literatura, es decir donde crea símbolos. A mi juicio, Demian y su madre son símbolos, es decir, abarcan y significan mucho más que lo que es accesible a la observación racional, son conjuros mágicos. Usted podrá expresarlo de otra manera, pero debe dejarse guiar por la fuerza de los símbolos, y no por eso que extrae de una manera puramente racional de mis libros como programa y opinión literaria.

  Ignoro si me he expresado en términos claros. Verbalmente hubiera sido más explícito. Tome de mi carta lo que le parezca plausible y lo que le diga algo y deseche todo lo demás.

A la señora R. v. d. O., Hannover

  Zúrich, 2 de marzo de 1932

  … Usted y todos sus compañeros de infortunio no exigen del poeta sino que él reconozca vuestro sufrimiento, pero sin exigir nada de vosotros. No veis que el poeta mismo sólo intuye y dice algo de la vida por la sola razón que él padece profundos e incurables dolores.

  Comprendo muy bien su esperanza y en realidad no quisiera decepcionarla y rechazarla, aun cuando hablando con sinceridad, su destino personal no me interesa en lo más mínimo. Todo destino es igualmente interesante. Donde surge el dolor, despierta mi compasión pero no mi curiosidad.

  Usted ha debido sufrir penosas experiencias en medio de un pueblo y un país donde reinan la miseria y el dolor, la injusticia y la violencia, donde todo está trastornado. Sin embargo, creo que no debería considerar su sufrimiento —por arduo que sea— como un agravio y una injusticia inferida a su persona, sino abrirse al conocimiento que su padecer es inevitable, que es inútil escapar de él buscando cualquier consuelo o enfrascándose en cualquier deber. Antes bien, tome su dolor como una distinción, como una orden con la cual ha sido

distinguida, como un despertar a una humanidad superior. No debe tomar el dolor, como tampoco la vida misma, con odio y afán de evasión, sino amarlos y entonces lo verá todo diferente.

  No sé qué más decirle. Yo también tengo una vida difícil, me encuentro en un lugar equivocado, soy usado por las personas de una manera errónea, o al menos esa es la impresión que tengo a menudo. Y no obstante, debo aceptarlo y dejar entrar en mí diariamente mucho del padecer de los extraños, además del propio. Por momentos, durante un breve lapso siento que a pesar de todo, eso tiene un sentido y que es mejor y más bello ser valiente y sufrir que pasarlo bien.

  Trate de intentar algo con estas palabras mías. Su intención es sincera.

 

  A Thomas Mann

  Zúrich, marzo de 1932

  Querido señor Thomas Mann:

  En estos días mi mujer me ha leído su libro sobre Goethe y Tolstoi y como en otras ocasiones anteriores admiré no sólo la clara y pulcra formulación de su maravilloso trabajo, sino más bien la valentía y el rigor co

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