Hermann Hesse Cartas escogidas 10

ruin intentona de Múnich no fue fusilado ni recluido severamente en prisión, sino festejado y mimado en su confinamiento militar, todo aquel que quisiera ver sabía lo que acontecería con Alemania. En aquel entonces dejé la ciudadanía alemana y adopté la suiza, en aquel entonces escribí también El lobo estepario, libro en el cual destaqué con tonos amenazadores la inminencia de la guerra…

  … Los alemanes nunca fueron grandes en eso de soportar. Pero nada queda impune. Debe soportarse en nombre de Dios las consecuencias de haber asaltado al mundo como bandidos y haberlo convertido en un infierno con medios satánicos. Naturalmente, hubiera sido preferible y más digno que los vencedores mostraran mas generosidad y piedad. Pero han sido ustedes quienes les impusieron esta guerra y en parte los han pervertido. Esto no se combate con un par de exhortaciones morales. Lo he intentado a través del mensaje radial de Año Nuevo y hace tiempo por otros medios. No tengo otros recursos en mi poder.

 

  A la doctora Paula Philippson, Basilea

  Mayo/junio de 1946

  Querida y distinguida doctora Philippson:
Le agradezco su bondadosa carta. Por cierto, no puedo hacer mías sus halagüeñas perspectivas acerca del futuro de El juego de abalorios y de la influencia que ejercerá sobre el pensamiento alemán. Estoy cansado, decepcionado y escéptico. Por el momento, no creo siquiera en la publicación de algún libro mío en su país. No obstante, su amable carta me ha complacido. De hecho, Suhrkamp tiene la licencia desde hace más de medio año y ha anunciado El juego de abalorios, pero aun cuando la impresión pudiera realizarse realmente hoy o mañana, el papel que Suhrkamp podría conseguir alcanzaría a lo sumo para imprimir mil ejemplares.

  Ya no estoy satisfecho con mi «Carta a Alemania»; sin embargo, he hecho reimprimir unos centenares de ejemplares que aún no están terminados, para acompañar a la correspondencia que mantengo con sus compatriotas. Ocurre que el pueblo alemán en conjunto no tiene el menor asomo de sentido de responsabilidad por lo que le ha hecho al mundo y a sí mismo. Hay voces, como la conmovedora de la señora S. que he podido leer, pero son infinitamente raras y precisamente a estas pocas, que ya no tienen necesidad de ser recordadas de la realidad, es a las que se lastima con su torpe intento. Ya he experimentado esto con harta frecuencia y preferiría guardar silencio. Sin embargo, cuando cada día se recibe un montón de cartas, no es posible permanecer absolutamente inactivo. ¡Ay, todo lo que se hace en semejante situación es erróneo! ¡Si al menos se pudiera ayudar de una manera práctica! Mientras enviaba paquetes a Alemania no me molestaba la sensación de estar haciendo algo inútil pero, salvo tres excepciones, nadie nos confirmó la recepción de tantos envíos.

  No obstante, siempre pienso que con el tiempo también debería cundir en Alemania la consigna de que el pueblo no precisa ser necesariamente un mero objeto y una masa dirigida y mal empleada, sino sujeto mayor de edad y capaz de asumir la responsabilidad de sus actos.

  Hemos tenido una sucesión de días que fueron una tormenta ininterrumpida, y desde entonces ha llovido casi sin pausa. Por todas partes hay lagunas y ha empezado a hacer frío. Pero del castillito Muzot en Wallis me

llegó anteayer un ramo de rosas provenientes del jardín de Rilke, enviadas por Regine Ullmann, quien a la sazón se encuentra allí. Y de Calw, mi villa natal, recibí una invitación de las autoridades francesas para asistir a una proyectada celebración en mi honor. No pude menos que reír y recordé que en una ocasión, a comienzos de la Primera Guerra, un concejal de Calw propuso poner mi nombre a una de sus calles, pero hubo allí gente prudente que ya en aquel momento sospechó que pronto dejaría de ser una pieza de adorno para convertirme en una mancha ignominiosa, lo cual sucedió en efecto, y el proyecto cayó en el olvido…

 

  Al señor L. E., Wietze

  25 de junio de 1946

  … Lo único que percibo a través de su carta es que no ha extraído nada de las ideas expuestas en mis libros. En lugar de preguntar por la propia culpa y las propias posibilidades interiores de examen y conversión, juzga usted a la manera de un juez a los otros pueblos. Por este camino no se puede avanzar. Usted dice también que ha perdido la guerra porque su armamento habría sido el más débil. Esta es una de las mentiras alemanas que todavía hoy prosperan. No es esa la causa por la cual han perdido la guerra, esta satánica y monstruosa guerra


de agresión a los países vecinos. Cuando comenzó la conflagración ni Inglaterra, ni Francia ni Rusia estaban seriamente preparadas para una guerra en cuanto a armamentos. Si ustedes perdieron la guerra fue porque la sed de conquista y de matar de los alemanes volvió a hacerse insoportable una vez más al mundo entero. Y cuando se tiene en contra a todo el mundo, es muy natural la derrota. Y cuando se ha perdido, en lugar de extraer alguna enseñanza de este hecho, se busca criticar a todos los que están a nuestro alrededor. Usted debe dirigirse con sus demandas a los vencedores, no a mí…

  … Esta es mi primera y última carta a usted. Nunca aprenderá nada pues no quiere hacerlo, pero de todos modos y aun lamentándolo, consideraba un deber escribirle.

 

  A una dama con penas de amor

  20 de julio de 1947

  Distinguida señora M.:

  Ha llegado a mis manos su carta, y aun cuando percibo la aflicción que le ha dado origen, la envidio un poco por el caudal de dedicación, tiempo y pasión que está usted en condiciones de prodigarse a sí misma y a su v

da privada. A mí también me convendría, pero el mundo no lo quiere así, y él es más fuerte que yo. Día a día me obliga a desgastarme en la atención de las aflicciones y los deseos de los demás, desde el hambre a la mala suerte de los artistas y las penas de amor. Y esta también sería para usted una cura muy recomendable, pues evidentemente no tiene un verdadero control de su conflicto y tiende a dar visos de tragedia a aquello que sólo es triste, sin llegar a ser una auténtica tragedia. El hecho de que un individuo no pueda conseguir y conservar para sí solo a aquel a quien ama, es el más frecuente de los destinos y hallarle solución a esta contingencia significa sustraer de este objeto el exceso de pasión y dedicación que se tiene por nuestro amor y dirigirlo hacia otras metas: el trabajo, la colaboración en los problemas sociales, el arte. Este es el camino por el cual su amor puede dar frutos y adquirir sentido. El fuego en el cual permite que se consuma ahora su propio corazón, no es su propiedad exclusiva, pertenece al mundo, a la humanidad y de tormento se convertirá en gozo si deja usted que se tome fecundo. Sepárese de ese amor, es el único consejo que puedo darle.

 

  Al señor doctor P. E., Dresde

  16 de setiembre de 1947


… Este es uno de los puntos y no reviste importancia. En cambio, el otro, aquel que motiva su carta, prepondera. Me entristece que al igual que centenares de lectores y corresponsales míos no pueda apreciar a Hesse sin menospreciar a Thomas Mann. No le encuentro lógica alguna. Si Dios le ha procurado el don de entender a Hesse, pero no a Mann, si carece del órgano para captar y ubicar este supremo y único fenómeno dentro del ámbito de la lengua alemana, ello no me incumbe, pero que yo, no sólo amigo personal, sino también antiguo y leal admirador de Thomas Mann, deba soportar constantemente esta confrontación me resulta harto desagradable. No pretendo parecer pedante y menos aún herirle, nada de eso, pero tenía la necesidad de manifestarle mi punto de vista y ya está hecho.

 

  A una lectora de El juego de abalorios

  Setiembre de 1947

  La cuestión acerca de la intención que guió al autor al escribir El juego de abalorios, hasta qué punto es real su existencia, si existió alguna vez o si es utopía, o en qué medida cree en ello el propio autor, esta aclarada con bastante precisión en el epígrafe que aparece al comienzo del primer tomo.


Como autor de la biografía de Josef Knecht y como descubridor de Albertus Secundus he contribuido un poco al paululum appropinquant. Asimismo, contribuyeron y contribuyen esas gentes que penetraron en la esencia de la música y crearon la musicología de los últimos decenios, o aquellos filólogos empeñados en el intento de hacer mensurables las melodías del estilo de una prosa y muchos otros. Entre estos promotores del non ens, entre aquellos que explican la facultas nascendi, se contaba también mi sobrino y amigo Carlo Isenberg, el Ferromonte de mi libro. Era un investigador de la música, cimbalista y ejecutante de clavicordio, tenía a su cargo un órgano y dirigía un coro, exploró el sud y sudeste de Europa en busca de restos de la música más arcaica. Desapareció a fines de la guerra y si vive aún, debe de estar prisionero en Rusia.

  En lo que a mí respecta, no he vivido en Castalia, soy eremita y jamás he pertenecido a comunidad alguna, con excepción de la de los peregrinos a Oriente, una hermandad cíe creyentes, cuya forma de existencia es muy similar a la imperante en Castalia. Pero desde hace una docena de años, desde que aquí y allá se conocieron partes de mi libro sobre Josef Knecht, no pocas veces he tenido la alegría de recibir los saludos, aclamaciones y consultas de gente que trabaja y reflexiona en un tranquilo retiro, y para quienes esa cosa que he bautizado «juego de abalorios», existe lo mismo que para mí. Lo saben confirmado por sus almas, mucho antes de la aparición de mi libro; tuvieron conocimiento o una noción de su existencia; lo han experimentado como demanda espiritual y moral y empiezan a reconocer cada vez más su fuerza formadora de comunidades. Ellos continúan lo que yo aludí en mi libro: paululum appropinquant. Y tengo la impresión de que usted también forma parte de ellos, y vive más cerca de Castalia de lo que usted imagina.


A Thomas Mann

  13 de octubre de 1947

  Querido y venerado Foma Genrichowitsch:

  Desde hace algún tiempo tenía la intención de escribirle algún saludo, de enviarle una señal de vida, una muestra de nuestro recuerdo y simpatía, porque pensamos mucho en usted y recientemente hemos vuelto a leer casi todos los ensayos de Rede und Antwort, comenzando con el que trata de Chamisso y los autobiográficos. Luego, inspirados por usted, volvimos a retomar después de largos años el Stechlin y lo leemos todas las noches. Hoy lo hemos recordado con particular intensidad. Escuchamos por la radio la cinta grabada en la cual declama «El niño prodigio». Gozamos con su voz y su lenguaje, y nuevamente volvimos a sentirnos tocados porque ya en sus obras tempranas, y aun las menores, no sólo está presente el acento y la dicción tan acabados y precisos, sino que muestra en ellas también con singular exactitud el centro de su temática y problemática.

  Bien, no hubiera sido necesario este encuentro en la radio ni ningún otro recordatorio, para hacerme pensar en usted con toda cordialidad y gratitud. En el mundo no abunda la gente, y ni qué hablar los colegas, cuya exis


tencia, acción e irradiación provoquen nuestro puro contento. Al envejecer se tiene dificultad en aceptar nuevas manifestaciones y personas, y en consecuencia más agradecido se está por los pocos compañeros cuya existencia y cuyos dones nos procuran gozo…

 

  Al poeta Lajzer Ajchenrand

  Aparecido en el «Neuen Zürcher Zeitung» del 8 de noviembre de 1947. Habría sido escrito en esa ocasión.

  Sin fecha

  Le agradezco su amable carta. Ya estoy viejo y muy cansado y en realidad no debería escribir más cartas, al menos no las privadas porque desde hace años me abruma desde el exterior una enorme carga de trabajo cotidiana, que ya no estoy en condiciones de atender. Después de haber logrado vivir durante toda una vida en cierto retiro, me encuentro ahora expuesto a una publicidad a la que he debido sacrificar mi existencia privada y no lo hago de buen grado. Pero la vejez nos ayuda a salvar algunos escollos y cuando un anciano sacude la cabeza y balbucea un par de palabras, unos ven en ello madura sabiduría, otros en cambio esclerosis y si su comporta

miento respecto al mundo es en el fondo el resultado de la experiencia y la sabiduría o sólo la consecuencia de sus trastornos circulatorios, eso queda sin ser determinado, aun por el propio viejo.

  Usted ya sabe que tengo una impresión muy profunda y bella de sus poemas en yiddish. Estoy lejos de haberlos leído todos, pero aquellos que he podido leer me han emocionado.

  Nosotros, los poetas, tenemos entre otros cometidos el de expresar lo sufrido por los hombres de nuestro tiempo y sólo podemos hacerlo no basándonos en lo que se oye decir, sino en lo padecido por uno mismo. Que lo expresado ocurra de manera patética o sentimental, de manera quejumbrosa, burlona o a modo de acusación, siempre es necesario en cualquier caso y va destinado a ayudar un poco en su desarrollo a la humanidad que avanza con torpes pasos de niño. La actual magnitud de dolor nos da una solidaridad que abarca a todos los pueblos y todos los géneros de existencia y dolor. Lo insoportable debe traducirse en palabras y quizá superarse. En esto somos hermanos. Le saluda.

 

  A Thomas Mann

  Baden, 12 de diciembre de 1947


Querido señor Thomas Mann:

  No podía desear nada mejor en estas semanas algo aburridas y abúlicas de mi cura en Baden que una carta suya, ni qué hablar de una tan grata y promisoria, pues me promete o me hace ver como posibles y también anheladas por usted dos cosas maravillosas. Las he deseado a ambas: una desde hace varios decenios, a saber Las confesiones del estafador Felix Krull en su completo desarrollo y la otra, esperada más de una vez en los últimos años: el comentario del Fausto ad usum Germanorum. No necesito decirle nada sobre el Krull, pues usted ya sabe cuán caro me es ese personaje y puede imaginarse cuánto anhelo y deseo brindarme el enorme goce de su lectura, sino también a usted el de demorarse en este trabajo, cuyo tono y atmósfera encantadores ya están dados y que me imagino entre otras cosas como un paseo por el elevado aire del arte, en juego con una materia exenta de los problemas macabros de la actualidad. ¡Ojalá lo iluminen astros benignos!

  En el intervalo en que no tuvo noticias mías, leí también el Leverkühn[9]. Empresa grande y audaz, no sólo por la problemática y por la manera ligera y desmaterializada, tan encantadora con la que esta problemática es llevada al ámbito musical y analizada allí con la objetividad y la calma sólo posibles en lo abstracto. No, para mí lo asombroso y excitante reside en que usted no deja vibrar este preparado puro, esta abstracción ideal en el espacio ideal, sino que lo sitúa dentro de un mundo y una época vistas de manera realista, un mundo qué mueve al amor, a risa, a odio y a náusea. Por supuesto, hay allí mucho que le malinterpretarán, pero ya estamos acostumbrados a esto y usted no se lo tomará muy a pecho.

  Después de la primera lectura, el mundo interior de Leverkühn me pareció a mí mismo mucho más claro, ordenado y transparente que su entorno y lo que me agradó en particular es que este medio sea tan variado, ri


co en figuras y polifacético, que tenga lugar para las caricaturas de teólogos de Hallen como para el dulce niño Nepomuk, que el escritor nos haya guarnecido de manera tan rica el escenario y rara vez pierda el buen humor, el gusto por el teatro.

  Advertirá que ya poseo el libro, si bien se trata de un ejemplar de lectura gastado. Si llegara a sobrarle un bonito ejemplar encuadernado, le agradeceré muchísimo que me lo reserve.

  Algo más: Algunas páginas de su libro, en las cuales es analizada la música leverkuhniana, me han hecho evocar un personaje secundario de El juego de abalorios, a Tegularius, cuyos juegos de abalorios tienden por momentos a concluir por caminos aparentemente legítimos en melancolía e ironía.

  He terminado mi cura y en pocos días volveré a mi casa. Reciban ambos los cordiales saludos de Ninon y su affmo.

  H. H.

 

  A una joven niña

  31 de diciembre de 1947

… Se encuentra usted en una etapa de la vida en la que los jóvenes, siempre que la naturaleza les haya prodigado suficientes dones, tratan de convertirse en individuos, en desarrollar su personalidad. Un noventa y nueve por ciento abandona pronto este intento porque es incómodo e impone severas exigencias, mientras que el camino hacia la adaptación, a la burguesía, al ganar dinero, etc. es mucho más fácil. Pero siempre existirá ese uno por ciento que no abandona su derrotero sino prosigue fiel por él. El camino ancho ejerce en él una gran atracción sin duda, pero no tiene alternativa pues está predestinado a otra cosa y ello lo separa del noventa y nueve por ciento restante y así seguirá durante toda su vida.

  Hubiera podido leer esto en mis libros, sin molestar a este viejo, pero ya le he ahorrado el esfuerzo.

 

  Al señor J. H., Hannover

  10 de enero de 1948

  … Sus ideas me agradan y sería bueno que todos pensaran del mismo modo. Yo mismo he aprendido de los pensadores indios a distinguir entre el ser y el hacer y ver en el «delincuente» al posible santo. Hay millares de personas que a través de mis libros, en particular el Siddharta, se han familiarizado con estas ideas



Sin embargo, se impone ser prudente con la concepción de que sólo importa el querer y no el hacer. Esto es bueno y acertado para los individuos y los pueblos evolucionados, no para los inmaduros. Restar importancia a las «buenas obras», la única justificación «a través de la fe» ya fue un acto de arrojo peligroso y osado en Lutero y ayudó a causar indecible mal. Los alemanes y en especial los de hoy, no son en verdad un pueblo al que se pueda predicar que no importa el hacer y que todo es disculpable cuando la voluntad es buena. En la mayoría la «voluntad» será la de un auténtico y anticipado patriotismo, y en nombre de la patria mañana se estaría dispuesto nuevamente a cometer los mismos delitos cuyas consecuencias amenazan destruir hoy al pueblo.

  No atribuyo ningún valor a tener y conservar la razón y no me dejaré involucrar en más discusiones, simplemente porque tengo cosas más necesarias e importantes que hacer. Sólo quería explicarle en pocas palabras por qué me veo precisado a poner ad acta su bella sugerencia al igual que otros centenares.

 

  A Thomas Mann, Pacific Palisades, California

  21 de enero de 1948

  Querido señor Thomas Mann

Usted se va a reír, pero hoy por primera vez he leído un texto suyo en inglés. Más que leer lo deletreé. Se trata de su prólogo para Demian, cuya edición norteamericana acabo de recibir.

  Es para mí una satisfacción enfrentarme seriamente por primera vez a ese país extraño tomado de su mano y presentado por usted, pues los intentos anteriores de introducir libros míos en América pasaron allí inadvertidos. No obstante, este comienzo no me excita ni me interesa demasiado, pero al menos me divierte y de todos modos ha sucedido en buena compañía. También me ha hecho gracia la manera en que la editorial Holt ha tratado de enmendar la fea carátula de la cubierta del libro mediante el paisaje de St. Moritz del reverso.

  En resumidas cuentas vuelvo a ser el obsequiado y esto en los tiempos que corren, en que uno es en la mayoría de los casos el engañado o el robado. Una situación no muy frecuente. Casi estoy a punto de sonrojarme.

  Deseo expresarle una vez más mi gratitud por este ensayo y enviarle nuestros mejores deseos con motivo del Año Nuevo. ¡Ojalá las próximas conflagraciones mundiales se posterguen hasta que no puedan alcanzarnos ya y ojalá siga prosperando en algún lugar el lado alegre y lindo de la vida!

  Los saludo a ambos de todo corazón, también en nombre de mi esposa, su affmo.

 

  Al señor H. D., Múnich


Estimado señor:

  … Entre la reflexión y la meditación veo la siguiente diferencia: la reflexión es algo activo, en tanto la meditación tiene su fundamento en un estado pasivo, en un expectante estar abierto. Requiere una neutralización de lo personal, una independencia lo más grande posible de las funciones físicas. La mejor preparación para ello son los ejercicios respiratorios, pero éstos no deben consistir en un esfuerzo de los órganos respiratorios, sino más bien en la atención concentrada del practicante en el proceso de la respiración. Este realizará inspiraciones y espiraciones conscientes y cuidadosas, comenzando la inspiración por el vientre, pero nunca de manera forzada. Cuando hemos respirado de este modo durante un rato, podemos entregarnos a la idea de estar aspirando dentro de nosotros al mundo, al cual volvemos a expeler al espirar y en este inspirar y espirar participamos en el todo divino. Se alcanza así una relajación y ablandamiento, una especie de despersonalización. Nos convertimos en objeto, en recipiente de lo que fluye hacia adentro y hacia afuera. Todo esto no es meditación, pero sí una preparación para ella.

  No puedo determinar cuáles son los objetos meditables y cuáles no. La mayoría de las personas no pasan de lo visible en la meditación del mundo de imágenes. Pero también es posible meditar un proceso musical.

  En estos momentos no se me ocurre nada más e ignoro en qué medida estas cosas podrían concretarse dentro de su vida actual y en el decurso de sus días. En esta disciplina se debe ser un Creso en cuanto al tiempo, tal como lo es el artista si aspira a hacer algo bueno y genuino.

  Vea qué puede hacer con todo esto


Al señor W. S., Riehen-Basilea

  Fines de abril de 1948

  Distinguido señor S.:

  Agradezco su cartita. Estoy en un todo de acuerdo con la interpretación de Michael Schabad de ese versículo de la Biblia.

  En lo que a mí mismo respecta, y de una manera muy particular, hace ya varios decenios que me he adelantado un paso en la interpretación de esas palabras respecto a las cuales presumiblemente no esté en lo cierto desde el punto de vista histórico, pues ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento tienen un sentido panteísta…

  Concibiéndolo según el pensamiento indio, es decir según los Upanishad y toda la filosofía prebudista, mi prójimo no sólo es «un hombre como yo» sino que es yo, es uno conmigo, pues la separación entre él y yo, entre yo y tú, es ilusión, es maya. Con esta interpretación también queda completamente agotado el significado ético del amor al prójimo. Pues quien llega a entender que el mundo es una unidad, comprenderá claramente que es absurdo que las partes y los miembros de ese todo se lastimen unos a otros.


A un joven artista

  5 de enero de 1949

  Querido J. K.

  Agradezco tu carta de Año Nuevo. Tiene un dejo de tristeza y depresión, y lo comprendo muy bien. Pero en esta carta declaras asimismo cuánto te atormenta la idea de saber que a tu persona y a tu vida ha sido asignado un deber, cuyo incumplimiento te hace sufrir. A pesar de todo, esto es promisorio pues es textualmente cierto y te ruego recordar de tanto en tanto un par de observaciones que te haré sobre el particular y reflexionar sobre ellas. Estos pensamientos no son míos, son muy viejos y algo de lo mejor que los hombres han pensado sobre sí mismos y sus deberes.

  Lo que logres en la vida, y ello no sólo como artista sino también como ser humano, como hombre y padre, amigo y vecino, no es medido por el eterno «sentido» del mundo de la eterna justicia según un patrón inamovible, sino según tu medida única y personal.

  Cuando Dios te juzgue no te preguntará: «¿Te convertiste en un Holder; o en un Picasso o en un Pestalozzi o Gotthelf?», sino te preguntará «¿Fuiste y te convertiste realmente en el J. K. para lo cual te proveyeron de do


nes y herencias?». Y en ese momento, un hombre jamás pensará sin vergüenza o miedo en su vida y sus extravíos. A lo sumo podrá decir: «No, no me convertí en tal, pero al menos lo intenté en la medida de mis fuerzas». Y si puede decirlo con sinceridad, estará justificado y habrá pasado la prueba.

  Si te perturban conceptos tales como «Dios» o «juez eterno», puedes dejarlos tranquilamente a un lado, no son ellos los que importan. Lo único que sí importa es que a cada uno de nosotros nos han sido dados una herencia y un deber. Cada individuo ha heredado por parte de padre y por parte de madre, de sus muchos antepasados, de su pueblo, de su lengua, ciertas cualidades buenas y malas, agradables y difíciles, talentos y vicios, y el conjunto de todo esto es él, y esto único que en tu caso se llama J. K. habrás de administrarlo y vivir hasta el fin, lo dejarás madurar para devolverlo al final más o menos perfeccionado. Hay al respecto ejemplos de inolvidable efecto. La historia universal y la historia del arte están llenas de ellos, por ejemplo, el caso del tonto o el inservible de una familia en quien, como en muchos cuentos, recae precisamente el papel principal y precisamente por eso, por permanecer fiel a su ser, hace que los más dotados y los triunfadores parezcan disminuidos a su lado.

  A principios del siglo pasado vivían en Francfort los Brentano, una familia de talentos. De sus descendientes —casi una veintena— dos son famosos aún hoy: los poetas Clemens y Bettina. Todos estos numerosos hermanos eran superdotados, interesantes por encima del término medio, espíritus rutilantes, talentos brillantes. Sólo el mayor no pasó de ser un simplote. Durante toda su vida vivió en la casa paterna como un silencioso lar doméstico, un inútil, católico muy ferviente, hijo y hermano paciente y bondadoso. En medio de la horda de hermanos alegres y bromistas, a menudo excéntricos, fue convirtiéndose más y más en un silencioso centro y punto de apoyo, una rara joya doméstica, de la cual manaba paz y bondad. Los hermanos hablan de este hombr



bonachón, de este individuo que no dejó de ser niño con una veneración y un amor que no les inspiró ninguna otra persona. Así al opa, al tonto, le fue asignado también un significado y un deber y lo cumplió con mayor perfección que todos sus brillantes hermanos.

  En resumen, cuando un hombre tiene la necesidad de justificar su vida, no importa la magnitud objetiva y general de su obra, sino que en su vida y en su hacer logre reflejar en la forma mas absoluta y pura su ser.

  Constantemente, miles de tentaciones nos apartan de este camino, pero la más poderosa de todas es la de querer ser en el fondo una persona diferente, la de seguir modelos e ideales que no podemos ni debemos alcanzar. Por esta razón, para las personas de altas dotes, esta tentación es más poderosa y peligrosa que los riesgos vulgares del mero egoísmo, porque tiene la apariencia de lo noble y lo moral.

  Todo muchacho ha soñado ser a una determinada edad conductor o maquinista de tren, más tarde cazador o general, luego un Goethe o un Don Juan. Esto es muy común y forma parte del desarrollo natural y de la autoenseñanza. En cierta medida, la fantasía tantea las posibilidades para el futuro. Pero la vida no satisface estos deseos y los ideales infantiles y juveniles declinan por sí solos. No obstante, siempre volvemos a desear algo que no nos corresponde y nos atormentamos imponiendo a la propia naturaleza exigencias que la violentan. A todos nos pasa lo mismo. Pero de vez en cuando, en horas de vigilia interior, siempre volvemos a sentir que no hay ningún camino que parta de nosotros y entre en otra cosa, que debemos ir por la vida con nuestros propios dones y defectos absolutamente personales y entonces ocurre a veces que avanzamos un poquito, logramos realizar algo que antes no podíamos y por un momento nos confirmamos sin duda alguna y podemos estar satisfechos de nosotros mismos. Naturalmente, esto no se da en forma permanente, pero aun así lo más íntimo en nosotros no aspira sino a sentirse crecer y madurar en forma natural. Sólo entonces estamos en armonía con el mundo, pero a nosotros nos es concedido rara vez. Sin embargo, más profunda es entonces la vivencia

No debo olvidar que con este recuerdo del deber asignado una única vez a cada individuo, de ninguna manera aludo a aquello que los jóvenes y viejos diletantes del arte llaman la salvaguardia e imposición de su individualidad y originalidad. Se entiende per se que cuando un artista hace del arte su profesión y el contenido de su vida, aprende primeramente todo cuanto habrá de aprender en su oficio sin pensar en eludir este aprendizaje para no perder su preciosa personalidad y originalidad. El artista que como tal elude el aprendizaje y sus molestias, también lo hará como persona, no hará justicia a los amigos ni a las mujeres, ni a sus hijos ni a la comunidad civil. Por el contrario, quedará estéril a un lado con su salvaguardada originalidad y se anquilosará. Hemos conocido muchos ejemplos de este tipo. El esforzarse por adquirir lo factible de aprender constituye en el arte un deber tan lógico como lo es en la vida. A todo niño se le debe enseñar a comer, leer y escribir, a adquirir hábitos de aseo. El aprendizaje de lo factible de aprender no es obstáculo, sino estímulo y enriquecimiento en el desarrollo de la individualidad. Me avergüenza un poco escribir sobre estas perogrulladas, pero ocurre que nadie parece tener ya instinto para lo lógico y natural y en compensación se practica un culto primitivo por lo inaudito y lo estrafalario. Como tú ya sabes, en el arte no me muestro para nada despreciativo de lo nuevo, al contrario, pero en lo moral, es decir en lo que atañe a la conducta del hombre frente a sus deberes, las modas y las innovaciones me resultan sospechosas, y me colma la indignación cuando escucho hablar a la gente sabia de nuevas morales y éticas, como de modas y estilos en el arte.

  Ahora bien, el mundo contemporáneo impone a los hombres otra exigencia que es propagada por los partidos, los patriotas o maestros de la moral universal. Esta exigencia impone al hombre renunciar por completo a sí mismo y a la idea de que puedan tenerse intenciones personales y únicas respecto a él y adaptarse a una humanidad normal o ideal del futuro, convertirse en la diminuta medita de una máquina, o una piedra entre un millón de piedras basales iguales a él. No quisiera juzgar sobre el valor moral de esta exigencia que tiene



su lado heroico y grandioso. Pero yo no creo en ella. La unificación, por bien intencionada que sea, se opone a la naturaleza y no conduce a la paz y la alegría, sino al fanatismo y a la guerra. En el fondo es una exigencia monacal y sólo está permitida cuando tenemos que ver con monjes, con individuos que han ingresado voluntariamente a una orden. Pero yo no creo que esta exigencia a los hombres pueda amenazarte seriamente.

  Advierto que esta carta se ha convertido casi en un ensayo. Por este motivo la haré copiar y en su oportunidad la daré a leer a otros. No tendrás objeciones, espero.

 

  Academia Svenska, Estocolmo

  2 de marzo de 1949

  Ilustres caballeros:

  En vuestras ponderaciones respecto a los futuros premios Nobel de literatura, ruégoles tomar en consideración a dos personalidades significativas y de altos méritos. Ambas pertenecen al área de la literatura sobre la cual puedo permitirme un juicio: el área idiomática alemana


Deseo mencionar en primer lugar a Martin Buber, el judío, gran maestro y adalid de una selecta minoría intelectual de judíos. Como traductor de la Biblia, como redescubridor de la sabiduría jasídica que vertió al alemán, como erudito, como gran escritor y por último como sabio, como maestro y representante de una elevada ética y humanidad, es en la opinión de quienes conocen su obra uno de los personajes rectores y más valiosos de las letras en el mundo contemporáneo.

  El segundo nombre que deseo recordarles es el de Gertrud von Le Fort. En cierto sentido se la puede comparar a la señora Undset: católica, maestra de la narrativa histórica y también mítica, al mismo tiempo la representante más valiosa y talentosa del movimiento de resistencia intelectual y religiosa dentro de la Alemania hitlerista. Como representante del sentir humano y cristiano se la puede equiparar a la señora Undset, pero como escritora la coloco a un nivel más elevado.

  Suficiente. Era para mí un deber recordar a ustedes estas dos ilustres figuras y la magna obra de sus vidas.

  Con mi consideración más distinguida y cordiales saludos, vuestro affmo.

 

  Notas sobre el verano de 1949

Quien recibe muchas cartas y es solicitado por mucha gente, le llega hoy en día una corriente interminable de miserias de todo tipo, desde la queja suave y el tímido pedido, hasta la furibunda y colérica protesta de la cínica desesperación. Si tuviera que soportar en mi propia persona todo cuanto me trae la correspondencia de un solo día en lamentaciones, cuitas, pobreza, hambre o destierro hace ya mucho hubiera dejado de vivir. Algunos de estos informes, a menudo muy objetivos y realistas, exponen ante mis ojos situaciones que me cuesta bastante esfuerzo admitir, creer y penetrar con mi compasiva fantasía. En el transcurso de estos últimos años he debido aprender a ser avaro con mis sentimientos y mi comprensión y reservarlos para los casos de gran necesidad, los casos a los que en cierta medida puede brindárseles alguna ayuda, un consuelo o dádivas materiales.

  Entre las cartas que imploran un socorro espiritual y moral, se encuentra una determinada categoría que no ha entrado en el ámbito de mi experiencia sino en estos años de miseria. Son cartas de individuos maduros que han dejado atrás la juventud, a quienes el rigor y la amargura de la vida exterior, exacerbados al límite de la intolerancia, les ha hecho concebir un pensamiento extraño a su carácter, un pensamiento que jamás había aflorado antes a sus vidas: el recurso del suicidio para poner fin a su miseria.

  Por cierto, en toda época he recibido cartas rezumantes de hastío y cansancio de vivir, escritas por personas jóvenes, tiernas, con disposiciones algo poéticas y sentimentales. Estas cartas forman parte de lo conocido y lo acostumbrado y por momentos mis respuestas a esos coqueteos y amenazas de suicidio fueron bastante claras cuando no brutales. A estos cansados de la vida les escribía que de manera alguna condenaba el suicidio, siempre y cuando fuera el verdadero, el consumado, por el cual sentía tanto respeto como por cualquier otra forma de muerte, pero no podía tomar en serio —tal como pretendía el consultante— las charlas sobre su tedio y sus

intenciones suicidas, sino más bien me inclinaba a ver en ellas una forma no del todo permitida ni del todo decente de extorsión, encaminada a despertar sentimientos compasivos.

  Pero ahora me llegan, no a menudo, aunque sí una que otra vez, cartas de personas hasta ese momento experimentadas y de acrisoladas virtudes, en las cuales me piden mi opinión sobre el suicidio pues esta vida se les torna más y más difícil, insoportable, privada de todo sentido, alegría, belleza y dignidad y no puede haber una respuesta para estas cartas si no se las toma previamente muy en serio y se profundiza en la aflicción expuesta.

  He tomado nota de algunos párrafos de mis respuestas a tales demandas.

  Un hombre de más de cincuenta años me pidió con sobriedad y sin palabras hueras mi opinión sobre el suicidio, algo en lo que jamás había pensado en su vida activa y llena de responsabilidades, pero que de pronto se le antojaba la única forma de liberación de una vida que se había tornado demasiado pesada, demasiado absurda y carente de dignidad. Se le ofrecía como la única unívoca e irrecusable solución. De mi respuesta a este hombre anoté los siguientes párrafos:

  «En cierta ocasión cuando contaba unos quince años de edad, uno de nuestros profesores nos dejó estupefactos al afirmar que el suicidio “era la mayor cobardía moral” que podía cometer el hombre. Hasta entonces me había inclinado a creer que se necesitaba cierto valor, una porfía y un dolor muy grandes para ello y el suicida me inspiraba un sentimiento de horror mezclado con respeto y admiración. Por ese motivo, la sentencia del profesor pronunciada con la fuerza de un axioma, fue en ese momento una verdadera paradoja. Quedé atontado y sin facultades para replicar ante esa sentencia que parecía tener en sí toda la lógica y la moral. Pero no duró mucho la perplejidad, pronto volví a creer en mis propios sentimientos e ideas. En consecuencia, he sentido durante toda mi vida respeto y simpatía por los suicidas y de alguna manera, aun cuando sombría, m


han parecido extraordinarios ejemplos de un sufrimiento humano que escapa a la imaginación de aquel profesor y de un coraje y obstinación que puede inspirarme amor. De hecho, los suicidas que conocí fueron personas, si bien problemáticas, muy valiosas y superiores al término medio de los individuos. Y que además del coraje para dispararse una bala en la cabeza, tuvieran también valor y porfía para hacerse despreciables y aborrecibles a los profesores y a la moral, sólo acrecienta mi compasión. Cuando por naturaleza, por educación y destino le es imposible y le está prohibido el suicidio a un individuo, yo creo que no lo podrá llevar a cabo si alguna vez la fantasía pretende tentarlo con esta salida. Seguirá estando prohibida para él. Si ocurre lo contrario y alguien se quita la vida por resultarle insoportable, juzgo que tiene el mismo derecho que otros a su muerte “natural”. Bah, en el caso de muchos que se mataron, su muerte me pareció más natural y sensata que en los que ocurrió de esta forma».

  Algunas veces en el año llega esa clase de cartas que me proporcionan particular alegría y que contesto con gran amor. Algunas veces suele ocurrir que alguien me pregunte si puedo suministrarle uno de los manuscritos de poemas decorados con miniaturas ejecutadas por mí. Siempre los tengo a disposición de los aficionados y lo que obtengo por ellos me resarce en parte de los gastos que me ocasiona el envío de paquetes y subsidios a los países donde reina hambre y miseria. Después de un intervalo de varios meses he vuelto a recibir uno de esos pedidos que se traducen en trabajo y pan. En la medida de lo posible siempre tengo reservado uno o dos de estos manuscritos y si uno de ellos encuentra un aficionado, trato de reponerlo en seguida. De todos los trabajos que he realizado, éste es uno de los más caros para mí y lo ejecuto de esta manera:

  En primer lugar, abro el armario que se encuentra en mi estudio. Lo poseo desde que se construyó mi actual morada. Contiene una serie de gavetas bastantes amplias y profundas, destinadas a guardar los pliegos de papel


El armario y la gran cantidad de papel en parte fino y antiguo, que en su mayoría ya no se puede conseguir hoy en día, viene a ser la materialización de un sueño de acuerdo con el dicho «lo que se desea en la juventud, se obtiene en abundancia en la vejez». Cuando era un niño pequeño siempre pedía papel como regalo de Navidad y de cumpleaños. A los ocho años de edad lo hice por escrito con las siguientes palabras: «Un pliego de papel tan grande como la puerta de Spalen». Más adelante, aproveché cualquier oportunidad para adquirir buenos papeles. A menudo, los canjeé por libros o acuarelas y desde que existe el armario soy dueño de más papel del que jamás podré consumir. Abro el armario y me dedico a escoger un papel. Unas veces me atraen los lisos, otras los ásperos, o los finos papeles para acuarelas, o los más simples papeles para imprimir. En esta ocasión mi preferencia ha recaído sobre un papel muy simple, levemente amarillento, del cual conservo piadosamente unos pocos pliegos. Es el papel en el cual fue impreso uno de mis libros más queridos Die Wanderung (La peregrinación). Las existencias que quedaban de este libro fueron aniquiladas por las bombas americanas. Desde entonces ha desaparecido. Durante largos años he estado comprando a cualquier precio todo ejemplar que aparece en alguna librería de viejo y entre los pocos deseos que abrigo aún se cuenta el de verlo nuevamente impreso antes de morir.

  Este papel no es costoso, pero tiene una porosidad particular, de suave absorción, que da a las acuarelas un efecto levemente desleído. Según recuerdo entraña ciertos riesgos pero ya no sé cuáles son. Sin embargo, estoy dispuesto a dejarme sorprender y realizar una prueba. Extraigo los pliegos, corto con la guillotina el formato deseado, busco un trozo de cartón adecuado para preparar una carpeta protectora y comienzo mi trabajo. Siempre pinto en primer lugar la portada y las ilustraciones, sin tener en cuenta los textos que escojo más tarde. Los primeros cinco o seis cuadros: pequeños paisajes o una corona de flores, los dibujo y pinto de memoria según motivos familiares; para los siguientes busco elementos sugerentes en mis carpetas.


Dibujo con sepia un pequeño lago, un par de montañas, una nube en el cielo, en el primer plano; en la pendiente de una colina levanto una aldea de juguete; doy al cielo un poco de cobalto, al lago un reflejo de azul de Prusia, a la aldea un toque de ocre dorado o amarillo de Nápoles, todo muy diluido, y me place ver cómo el papel apenas absorbente amortigua y liga los colores. Con el dedo húmedo borroneo el cielo para aclararlo y me divierto con mi ingenua paletita. Hacía tiempo que no practicaba este juego. Ya no lo hago como en otros tiempos, me fatigo en seguida, las fuerzas me alcanzan para hacer unas pocas hojas por día, pero la tarea todavía tiene su encanto para mí y me da gusto transformar un manojo de hojas blancas en un manuscrito ilustrado y saber que el manuscrito seguirá transformándose, primeramente en dinero, luego en paquetes de café, arroz, azúcar, aceite y chocolate, y con este recurso se encenderá en personas queridas un rayo de estímulo, de consuelo, de nueva fuerza, en jubilosa algarabía de niños, en sonrisas de ancianos y enfermos, y también aquí y allá en una vislumbre de fe y confianza en los corazones extenuados y desfallecidos…

  Esto constituye un bonito juego y no me remuerde la conciencia que mis pinturas carezcan de valor artístico. Mi primer cuadernito y su carpetita eran mucho más desmañados y carentes de arte que los actuales. Fue durante la Primera Guerra Mundial y en aquella ocasión lo hice aconsejado por un amigo en beneficio de los prisioneros de guerra. Eso fue hace mucho tiempo. Más tarde vinieron épocas en las que recibí con agrado todo encargo pues me ayudaban a mi propio sustento. En la actualidad no ocurre como en decenios anteriores, en que convertía mis trabajos manuales en bibliotecas para los prisioneros de guerra. Las personas para las cuales elaboro mis artesanías son desconocidos; tampoco entrego el producto de mi labor a una Cruz Roja o a tal o cual organización. Con el correr de los años me he hecho un amante de lo individual y diferenciado, contrariando todas las tendencias de nuestra época. Y tal vez, de este modo no sólo sea un estrafalario detallista, sino que me asiste una razón objetiva. Por lo menos puedo afirmar que el cuidado de un reducido número de per


sonas, a las que no conozco personalmente en su totalidad, pero de las que cada una significa algo para mí, de las cuales cada una tiene su propio y único valor y su particular destino, me proporciona mucho más placer y juzgo en mi corazón mucho más correcto y necesario que la asistencia y beneficencia que otrora ayudaba a realizar como engranaje de la gran maquinaria de previsión y ayuda. En la actualidad, cada día que pasa me desafía a adaptarme al mundo como lo hace la mayoría, a librarme de todos los cometidos actuales con la ayuda de la rutina y la mecanización, con ayuda de un aparato, una secretaria, un método. ¿Tal vez deba apretar los dientes y amoldarme en mi vejez? Pero no, esto me desazonaría, y todos aquellos cuya aflicción inunda en oleadas mi escritorio colmado de pedidos, claman a un ser humano, no a un aparato. Que cada cual se quede con aquello que satisfaga sus exigencias.

 

  Al señor K. St. Blecher (cerca de Düsseldorf)

  Fines de agosto de 1949

  … Será mejor que le diga sin rodeos por qué me ha agradado su carta.

  Me ha agradado su talento. Promete. No es el de un literato, sino el de un poeta


También me ha agradado la sinceridad con la que intenta aclarar para si y respecto a mí la problemática de su vida y de su generación. Unido a ese talento constituye algo positivo y hermoso…

  … No me ha agradado algo en el tono de su carta que me recuerda a eso que el extranjero imagina como «juventud alemana», a saber: el tipo extravagante, enamorado del dolor y la desesperación, el tipo «fáustico» y existencialista, un tipo al cual nosotros, los extranjeros, tenemos en poca estima. Esta juventud ebria de tragedia y grandeza existió en un tiempo, cuando peregrinaba con el morral y la guitarra a la espalda, medio jocosa, medio gentil, pero a poco se prestó de una manera perfecta a la conducción de la guerra, a conquistar, torturar y otras actividades que tampoco nos merecen ninguna estima.

  En consecuencia, lo que no me gusta en su carta es más bien lo que usted tiene en común con su generación. Por lo tanto, me llenaría de satisfacción que aplicara todas sus fuerzas a dar forma y madurez a lo individual, único y bello que hay en usted y destruir lo otro, lo colectivo, o al menos desconfiar de ello. Es una dote de poco valor.

  Esta es una impresión mía muy íntima y se la he comunicado porque hay algo en su carta que me gusta y me ha llegado con su sinceridad y belleza…

 

  Al señor K. K., en C

19 de setiembre de 1949

  Querido señor K.:

  Le agradezco su carta. Entiendo y apruebo su posición, pero me entristece comprobar que también un hombre como usted pueda ver el mundo real de manera equivocada a través de la lente de una teoría. Desde el punto de vista marxista, considera usted a mi leal editor y amigo Suhrkamp un capitalista retrógrado que vende mis libros al lastimoso burgués, mientras los sustrae alevosamente al trabajador que no aspira sino al intelecto y a la cultura. ¿Cree realmente en esta fábula?

  Para mí el trabajador que abandona su labor sobre el minuto para marcharse a su casa o al cine no es tan santo, ni el «capitalista» y empresario que trata de salvar su fábrica amenazada y a su gente y no conoce asuetos, ni cine, ni vacaciones, es el tipo retrógrado que usted ve. Para mí, Suhrkamp es ante todo un hombre, una persona, un genio, y en relación con él sólo puedo decir que si Alemania tuviera miles de hombres y genios como éste, habría para ella una posibilidad de salvación. Este hombre sobre el cual me escribe de manera tan insensata, sufrió prisión y confinamiento en campos de concentración, fue condenado a la horca y se lo hizo objeto de graves vejámenes. Sin embargo, no cedió un solo paso en su posición. Perdió en la guerra sus bienes personales y su empresa sin emitir una sola palabra de queja y en la actualidad ha comenzado a reorganizar lenta y pacientemente su editorial y con ella también mi obra. Esto le significa afrontar ciertas dificultades. Entre otras, los vencedores que lo protegen por considerarlo antinazi, pretenden obligarlo a publicar literatura extranjera de poca calidad. Su reacción en este caso no ha sido sino la de una firme oposición, sin tener para nada en cuenta


la coyuntura. Y finalmente, desde hace treinta y cinco años soporta como todas las editoriales alemanas, las consecuencias de esta grave crisis del libro. Y usted me sugiere que precisamente en estos momentos lo deje en la estacada y hasta haga valer con él mi autoridad.

  ¡No, mis relaciones con mi editor jamás fueron tan prusianas! De modo que hoy no haré valer mi autoridad, lo cual sería bastante imprudente e inútil, pues para ello se impone tener autoridad y yo no la tengo. Al igual que Suhrkamp, yo me ciño a nuestros contratos.

  En la actualidad, este hombre que durante años no se tomó un solo día de vacaciones y desde su confinamiento en un campo de concentración ha quedado con la salud quebrantada, no es accesible. Después de largos esfuerzos conseguimos convencerle que se sometiera a un tratamiento médico y a una cura de reposo y no seré yo quien interrumpa su descanso. Cuando regrese a Suiza, el asunto de la asociación podrá incluirse entre los otros muchos que desde hace tiempo están pendientes de discusión.

  Un saludo muy cordial para ambos, de vuestro affmo.

 

  Al señor A. Sch., Geislingen

  27 de octubre de 1949


Estimado señor Sch.:

  ¡Cuán típicamente alemán es lo que me informa acerca de su «viejo amigo»! Vivió toda esa época de ignominia desde 1933, se encuentra en medio de la miseria y la decadencia alemanas, pero lo que le preocupa y por lo cual pretende movilizar a sangre y fuego es su desvelo por la moral de Noruega, el hecho de que un traidor a la patria quien lamentablemente es a la vez un gran poeta, haya sido tratado equivocadamente según su opinión. En Francia, Hamsun hubiera encabezado la fila de los «colaboracionistas» fusilados. En Alemania hubiera pasado inadvertido. Ignoro si Noruega lo trata «correctamente». En semejantes dilemas no hay proceder «correcto». Y a mí, en persona, me hubiera resultado grato que hubieran permitido su fuga dejando librado al pueblo la manera como habría de comportarse respecto a él.

  Haciendo caso omiso de Hamsun, quien no sólo fue un amigo de los nazis, sino también se mostró en la mayoría de sus libros como un enconado enemigo del intelecto, me apena que su amigo, ya que pretende aleccionar a otros pueblos en lugar de constituir en su propio país una célula de paz y organización, lo haga de manera tan abyecta, que nos incite a nosotros, los poetas, que en verdad sentimos con tanta amargura la suerte de Hamsun, por muy merecida que sea, digo, que nos incite a sangre y fuego a intervenir, a recurrir a estos medios de la violencia, la estupidez y la brutalidad. Uno no puede menos que volver la espalda y avergonzarse.

  Menos mal que no se ha contagiado usted de la insensatez de su amigo y piense de manera tan razonable y correcta. Estoy de acuerdo con lo que dice acerca del amor y del «proceso de transformación».

  Lo saluda cordialmente


A Dagens Nyheter, Estocolmo

  Respuesta telegráfica a una encuesta, relativa al Premio Nobel de Literatura.

  5 de noviembre de 1949

  Martin Buber me parece el candidato más digno. Judío alemán, traductor de la Biblia, poeta y restaurador de la tradición jasídica, Buber no sólo es un gran escritor de repercusión universal, sino también uno de los pocos sabios auténticos y maestros de la humanidad contemporánea. Nació en 1878, y es profesor y cofundador de la Universidad de Jerusalén.

 

  A Martin Buber

  Con motivo de la aparición de la edición completa de sus Cuentos Jasídicos


Baden, fin de noviembre de 1949

  Estimado señor Martin Buber:

  Deseo hacerle llegar mis congratulaciones por el tomo aparecido en «Biblioteca de la Literatura Universal». Durante largo tiempo abrigué el deseo de ver así compilados los cuentos de los Jasidas. Me alegra haber vivido hasta presenciar este evento y no dudo de que para usted debe constituir un gozo igualmente grande.

  Al parecer medió un largo camino entre estas leyendas anecdóticas dispersas de la época del judaísmo de Oriente y la aparición de este tomo de la Biblioteca de la Literatura Universal. Pero donde se enciende una luz, sus rayos no se pierden, y si las historias de los chinos milenarios acerca de la vida y de las pláticas de sus sabios pudieron aguardar dos mil años su ingreso al panteón de los pueblos sin sacrificar nada de su potencia, los doscientos años desde el florecimiento del jasidismo hasta esta colección clásica son en verdad un breve lapso.

  Desde que nos vimos por última vez, me he solazado a menudo en la lectura de sus escritos, en particular con esa conferencia pronunciada en Holanda y en su contribución tan valiente y alegre a la filosofía existencial. También le agradezco por esto.

 

  A la señora Fr.

Distinguida señora Fr.:

  Su carta debió esperar un buen rato. Recibo una copiosa correspondencia y ocurre que las cartas más extensas son las que más tienen que esperar.

  Por fin he leído la suya. Si la he entendido bien, persigue dos propósitos: en primer lugar desea expresarme de la manera más exhaustiva y crasa posible su aversión hacia Thomas Mann y su Doktor Faustus, y de paso adularme diciéndome que según su convicción, yo jamás hubiera podido escribir un libro tan desvergonzado, soberbio y que se burla de todo lo tradicional y sagrado como el de ese infame escritor. Y en segundo lugar alude a un posible viaje que realizaría a Suiza en primavera y la visita que piensa hacerme entonces.

  Me resulta difícil contestarle. Si no pudo entender y gustar el libro de Thomas Mann, no es sino por un defecto suyo, no del autor. Y sus juicios destructivos sobre Thomas Mann, un caro amigo mío y muy venerado colega, se sirven de un vocabulario y una argumentación que he debido leer y escuchar centenares de veces, de modo que casi me inclinaría a admitir que simplemente se ha limitado a recoger usted juicios ajenos y por cierto muy equivocados e insensatos y que no ha leído siquiera el libro, pues si realmente lo hubiera tenido en las manos y le hubiera parecido desde el primer capítulo tan repulsivo y chocante, sin duda alguna no se hubiese impuesto el tormento de leerlo hasta el final. Supongo pues que ha escuchado estos vergonzosos y tontos juicios entre el círculo de sus amistades o los habrá leído en los comentarios de los periódicos. Por lo tanto, me excuso de contestarle.

  Queda pues por resolver su otra demanda, su proyectada visita. Verá, si resolviera venir a mi casa, encontrará adherido a la puerta un papel con la siguiente leyenda


Palabras de Meng Hsia.

      Chino antiguo.
   

    Cuando uno se ha hecho viejo y ha realizado lo suyo, le corresponde hacer migas con la muerte en silencio.

    No necesita de los hombres. Los conoce, ha visto bastante de ellos. Aquello que necesita es el silencio.

    No es prudente ir en busca de tal individuo, hablarle y torturarlo con charla insípida.

    Es aconsejable seguir de largo por la puerta de su casa, como si se tratara de la morada de nadie.
 

  Ignoro cuál será su comportamiento después de la lectura de esta sentencia. Supongamos que es usted una persona de extraordinaria y fina sensibilidad: advertirá que las palabras de este chino milenario no son broma ni un llamado a su cultura literaria; las tomaría correctamente no sólo como un ruego ferviente, sino también como advertencia contra lo insensato y vulgar de la afluencia masiva de visitantes, como expresión de un mundo más humano. Sacará entonces sus conclusiones y desistirá de la visita. Pero la probabilidad habla en favor de que procederá como las tres cuartas partes de mis visitantes anteriores, que no piensan para nada en dejarse persuadir mediante delicados guiños y nobles reparos de lo que se les ha metido en sus inteligentes testas. Entonces a pesar de todo hará sonar la campanilla y si llego a estar en casa, la criada la conducirá hasta nuestra sala. Nos sentaremos frente a frente, y ambos nos quedaremos con la mirada clavada en el suelo, turbados, pues se percatará enseguida de que no bromeaba cuando le hacía saber cómo pienso respecto a participar en charlas y escuchar. Creo que no sería una situación deseable ni para usted ni para mí.

Al señor J. S., Lienham (Suecia)

  1949

  Estimado señor S.:

  Desde hace mucho tiempo sabe usted que en ningún caso matar es el camino correcto para resolver una discusión entre seres humanos. Queda pues en pie una sola cuestión: ¿si por motivos patrióticos estuviera obligado a matar, reuniría el gran coraje de negarse? Nadie puede saber ni afirmar con absoluta certeza de antemano, si será capaz de ofrendar el último sacrificio a lo que él reconoce como correcto. Además, ningún individuo está obligado a semejante sacrificio sino a aquello que le permiten sus fuerzas. Si llegado el caso habrá de oponer franca resistencia a la orden de matar o si se conformará a prestar en silencio una falsa obediencia lo habrá de decidir únicamente su propia guía interior, su propio sentimiento y conciencia. Tenemos que escuchar no sólo a la razón y a lo moral, sino también a nuestra propia naturaleza


A Siegfried Unseld, Tubinga

  1949/1950

  Estimado doctor Unseld:

  En realidad, su pregunta estética en relación con Josef Knecht debería hacerme sentir disminuido, pues no tengo la dicha de poder dedicarme como usted a tan bellos y castálicos estudios y desde el momento de su aparición, hace siete años, no he logrado volver a leer El juego de abalorios, porque cada día me trae más trabajo del que puedo atender.

  No obstante, le debo una respuesta, pues entre las consultas de los lectores acerca de Castalia y Knecht, que no dejan de repetirse y son a menudo de un alarmante bajo nivel, sus preguntas se destacan por su sagacidad y su bella precisión, al punto de que por un momento también me movieron a formular una.

  Para contestarle debo confiar en mi memoria, pero con ayuda de mi mujer he repasado los pasajes citados por usted y en cierto sentido dudosos.

  Según su interpretación, el biógrafo Josef Knecht estaba empeñado en «dar a los lectores su relación biográfica desde la perspectiva de Knecht, es decir, describir sólo aquello que surge de la esfera de vivencias


percepciones de Knecht». Y a su juicio esta perspectiva se ha quebrantado en los pasajes que cita, porque ellos señalan hechos, palabras o ideas de otros que Knecht no podía conocer.

  Es desde todo punto de vista posible que este libro escrito en el curso de once años (¡y qué años!), contenga este tipo de errores de construcción, a pesar de toda la concentración y cuidados puestos al escribirlo. Pero la «perspectiva» según la cual ve estructurado el libro no era la mía. Más aun, durante los primeros años mi perspectiva se modificó levemente en algunas oportunidades. Al principio, me importó ante todo (quizá fue lo único que me importó en realidad) hacer visible a Castalia, la ciudad del erudito, el claustro mundano ideal, una idea o —como opinan los críticos—, una ilusión que al menos existió y tuvo vigencia desde los tiempos de la Academia platónica, uno de los ideales que estuvieron presentes a través de toda nuestra historia del espíritu como arquetipos válidos. Luego comprendí que la realidad interior de Castalia sólo podía hacerse visible de manera convincente en una persona dominante, la persona espiritual de un héroe y de un mártir y por consiguiente Knecht apareció en el centro de la narración de manera ejemplar y única, no tanto como castaliense ideal y perfecto, pues de éstos hay unos cuantos, sino más bien como alguien que a la larga no puede estar conforme con Castalia y su perfección separada del mundo.

  El biógrafo que yo imaginé es un alumno aventajado o un repetidor de Waldzell que por amor a la figura del gran renegado, accedió a relatar la novela de su vida para un círculo de amigos y admiradores de Knecht. Todo lo que Castalia posee está a disposición de este biógrafo: la tradición oral y escrita, los archivos y, naturalmente, también la propia facultad de la imaginación y la intuición. A estas fuentes acudió y me parece que no escribió nada que fuera imposible dentro de este marco. La última parte de su biografía, cuyo medio y cuyos pormenores no se pueden controlar desde Castalia, los define expresamente como la «leyenda» del Magister Ludi desaparecido, cómo perdura entre sus discípulos y más allá de ellos en la tradición de Waldzell.

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