Hermann Hesse Cartas escogidas 11

En cuanto a los personajes del libro algunos de ellos han conservado la fisonomía individual de personas reales, algunos fueron reconocidos también por los buenos lectores y otros seguirán siendo un secreto mío. Ante todo fue reconocida la figura del Pater Jakobus, un homenaje a Jakob Burckhardt por quien siento gran estima. Hasta llegué a permitirme poner palabras suyas en boca de mi pater. Con su realismo resignado forma parte de los rivales del espíritu castaliense.

  Solamente un personaje de mi narración es casi un retrato. Me refiero a Carlo Ferromonte. Este Carlo Ferromonte, mejor dicho su original, fue un amigo muy caro y pariente cercano, una generación menor que yo, músico y musicólogo en quien todo Monteport se hubiera complacido, organista, director de coro, cimbalista y apasionado coleccionista de todos los restos aún vivos de la música popular, cuyos débiles vestigios, a punto de desaparecer recogió durante sus viajes, en especial por los Balcanes. Mi querido Carlo debió servir en esta guerra absurda como enfermero. Su último destino fue un lazareto en Polonia y concluida la guerra desapareció sin dejar rastros.

 

  A una joven señorita

  Que en relación con Narciso y Goldmundo, me reprochó haber predicado el enaltecimiento sensual y sentimental de la «personalidad» y de la vida de artista

Como joven de veinte años ha tenido la necesidad de arrojarle a un hombre de setenta y dos su obra y su vida por la cabeza como algo inútil y pernicioso. Por lo tanto, debe haberla impulsado un sentido del deber muy grande, una profunda conciencia de la responsabilidad que le toca en la situación del mundo, de lo contrario no hubiera cometido semejante travesura.

  Usted leyó un solo libro mío, Narciso y Goldmundo, quizá también El lobo estepario o El último verano de Klingsor… Pero no conoce usted la historia de Josef Knecht, que trata de la adaptación y el servicio del individuo a un orden lógico y de la responsabilidad de quien lo quebranta, aun cuando sea por razones de conciencia.

  Conturbada por los pasajes de un libro que lesionan sus mojigatas emociones, arrancó usted esos pasajes y empeñada en llevar al mundo un orden mejor comenzó como lo hacen quienes quieren mejorar el mundo, a saber corrigiendo y cambiando a los demás. El camino es errado y también lo sería si hubiera obrado por un real conocimiento de mi obra y de mi vida. Usted no se percató del mundo de los grandes maestros y modelos, del mundo de los valores excelsos que me esforcé en exponer a modo de exhortación en Narciso y Goldmundo, en Siddharta, en el Mozart y «los inmortales» de El lobo estepario, en El juego de abalorios y en la mayor parte de la obra de mi vida. Usted no advirtió que junto a Goldmundo está Narciso, que junto al Lobo estepario está Siddharta, Josef Knecht y Castalia. Ofendida en la parte pudorosa de su ser por algunos pasajes de mi libro, me lo arrojó todo a los pies como algo malo, sin valor y pernicioso. Sé que obró realmente convencida de la altura y santidad de sus motivos. Pero de cualquier modo pretende usted salvar al mundo, repartiendo golpes allí donde es lastimada su sensibilidad. Lo lamento, pero va por mal camino.

Al señor P. H., Salzburgo

  1950

  Estimado señor H.:

  Es domingo, falta poco para mediodía, una espesa capa de nieve rodea la casa y sigue cayendo aun más nieve tupida y húmeda. Mis sentidos y mis ideas que la mayoría de las veces adolecen demasiado por falta de vuelo y frescura, están a esta hora bien despiertos y bravos, pues acabo de escuchar por la radio dos conciertos brandenburgueses seguidos y me han purificado los oídos y el corazón. Se contaba entre ellos el quinto, ése tan inquietante y audaz, en el cual luchan entre sí de manera tan propicia y tan fiera el virtuosismo y el recogimiento, la melancolía y la valerosidad, y en el cual el gran ejecutante se siente siempre atraído hacia el aislamiento hasta el límite de un existencialismo pesimista, y en donde lucha por salir de la nostálgica profundidad de la introversión para volver al orden cósmico y divino.

  Después de esta cura anímica regreso a mi escritorio y de entre el montón de cartas navideñas que cual un alud se acumulan semana tras semana, extraigo la suya muy querida y leal del mes de diciembre, en la cual me cuenta de su vida cotidiana de abogado en medio de una sociedad corrompida, de su familia, y por último de

lo que le ayuda a acabar con el exceso de experiencias recogidas en esos cruentos años sin paz. Me place saber que mis escritos forman parte de los recursos a los cuales apela a modo de asistencia y consuelo, pero por otra parte esta noticia aumenta mi carga de responsabilidad. Estas confesiones me espantan, en particular porque me muestran una y otra vez cuán laxo es aun en los individuos de buena voluntad y buena educación el orden interior, la relación con el todo, la referencia en cuanto al todo. Bueno, a mí me sucede lo mismo. Tampoco me satisface lo que las religiones y las filosofías nos ofrecen en ideas acabadas y legadas. Yo también necesito de las muletas e incentivos para poder soportar y no perder el valor. Además de la educación cristiana y humanística que adquirí en mi casa paterna y en los establecimientos de enseñanza, me hacen falta otras ayudas y consuelos. Por suerte los conozco y sé dónde buscarlos. Son los buenos pensamientos de la sabiduría, esas summa ultranacionales y ultrarreligiosas de consideraciones sobre la humanidad y su difícil y arduo camino por el mundo, que fueron pensadas y formuladas el milenio antes de Cristo: es la comunidad de los inmortales desde los autores de los Upanishad hasta los maestros chinos, de los griegos anteriores a Sócrates y sus contemporáneos hasta Jesús.

  Y en realidad es incomprensible que a nosotros, personas exigentes y ligeramente desalentadas, no nos baste todo esto, que anhelemos aun más, pero también es magnífico que este anhelado suplemento de luz, de consuelo, de confortación psíquica haya sido inventado y logrado realmente. No sólo sucedió a los sabios de la antigüedad un espíritu tan noble y simpático como Spinoza, sino también nuestra alma occidental tan poco ordenada y sana creó esa suma de orden, ese excelso símbolo de todo lo digno de devoción y aspiración: la música. Dejemos en tela de juicio que el arte y lo bello sean capaces de mejorar realmente al hombre, pero al menos nos recuerda al igual que el firmamento, la luz, la idea del orden, la armonía, el «significado» en el caos

Como en este momento no tengo otra cosa que ofrecerle, le envío este saludo en una hora matinal iluminada por Bach, como signo de que su carta no fue olvidada ni quedó incomprendida.

 

  A un adolescente de diecisiete años

  A quien tortura la incertidumbre de saber si sus poemas tienen valor.

  14 de febrero de 1950

  Querido señor S.:

  Usted quisiera desembarazarse de esta torturante incertidumbre. Pero precisamente la incertidumbre es el destino que deberá asumir. Ningún ser humano podrá decirle si alguna vez, en lugar de los actuales poemas de principiante, compondrá otros más valiosos e imperecederos. Yo también escribí poemas a su edad y ninguno de ellos ha perdurado. Y algunos poetas que se van desarrollando lentamente, por ejemplo Conrad Ferdinand Meyer, aun a los treinta años componen poemas bastante endebles.


Debe seguir esforzándose y luchar y, cuando crea no poder hacerlo ya, trate de determinar si puede renunciar a la poesía. Tal vez lo logre. Si no es así, se reanudarán todas estas molestias. Pero no sea desagradecido y no olvide que estas luchas e intentos también nos deparan grandes gozos que otros no conocen.

 

  A un joven de dieciocho años

  28 de febrero de 1950

  No he olvidado su carta, pero no quería atenderla con un gesto cortés y dado que cada día trae nuevas cartas y más fáciles de contestar, y dado que el aparato con el cual debo trabajar es bastante modesto, no pude contestarle antes. Este aparato consiste además de los útiles de escribir de dos ojos desde hace muchos años fatigados y rara vez exentos de dolores, dos manos deformadas por la gota que sólo con desgano y torpeza toman una pluma o golpean las teclas de la máquina. Los ojos preferirían recrearse en la contemplación de flores, gatitos o en la lectura de un poeta y no fatigarse con todas estas cartas. Para las manos también sé de ciertos entretenimientos harto más agradables. Por otra parte, me ha dificultado contestarle no poder abrigar la esperanza de corregir sus vicios en cartas ulteriores pues tenga por seguro que ésta es la primera y la última que le escribiré. Por

cierto, leeré con agrado otras cartas suyas, pero no puedo invitarle a que me mande manuscritos, ni prometerle más que leer con simpatía y el mayor grado posible de comprensión esas ulteriores cartas suyas, si llegaran.

  Su carta no pide, no exige ni pregunta nada definido. Fue escrita no tanto para invocarme como para liberarlo a usted por una hora. Está pletórico de una vida impetuosa y rica, que todavía no logra desplegarse o expresarse en forma artística; usted se considera distinto de sus coetáneos, aislado de los «otros» de una manera tal que ya lo hace dichoso o bien lo asusta; pertenece usted a los individuos de vocación y talento superiores al término medio que otrora se solía llamar genios y se dirige a mí porque no me cuenta entre los «otros», sino en cierta forma se siente parecido y emparentado a mí.

  El camino de estos individuos aislados y distinguidos de manera fatal siempre fue difícil y arriesgado. También lo será el suyo. A su edad la desconfianza respecto a la «experiencia» de los demás y el rehusarse a asumir responsabilidades forma parte del equipo natural con el tipo especial; el individualizado muy por encima del nivel medio debe defenderse del mundo que pretende aplanarlo, normalizarlo y obligarlo a una adaptación prematura. Muchos individuos jóvenes de este tipo se malogran, ya sea porque la vida se hace insoportable bajo semejante tensión y en semejante postura defensiva y entonces salta impaciente por encima de los límites, ya sea que el joven solitario ceda al final, se convierta en burgués y salve un miserable resto del fuego divino con la ayuda del alcohol o sin ella en un romanticismo burgués adornado con la corona del ser ignorado. He conocido a muchos de ellos.

  Pero existen también otros caminos más nobles y en éstos se ofrecen también ayudas y socorros especiales. Existe el camino del creador, del artista, del poeta, del pensador. La obra del pensador y del artista presupone sin embargo un acto de subordinación y renuncia, legitima al individuo genial ante el mundo, pero le exige un grado de entrega, de lucha, de sacrificio desesperado, acerca del cual no tenía la menor noción en el momento

de su irresponsabilidad. A cambio de esto, ya tenga su obra éxito o no en el mundo, es recompensado con la participación en el reino de la genialidad mediante la camaradería con miles de antecesores que a través de todas las épocas y culturas se han mantenido vivos e incólumes.

  Este es un bello camino, digno de toda entrega. Aquel en quien el amor por la verdad o por lo bello, el anhelo de ser acogido en su reino, de tener participación en su luz, sean bastante intensos, podrá permanecer solo e incomprendido durante toda su vida, podrá experimentar recaídas en la postura pueril de la obstinación y de la irresponsabilidad, pero su hado será a pesar de todo noble, lógico y digno de todo sacrificio.

  Por supuesto, para recorrer este camino y realizar estos logros hace falta no sólo un talento común. Pululan en el mundo los poetas pictóricos de ideas magníficas, pero que carecen de palabras precisas y vibrantes, los pintores de rica fantasía, pero sin la pasión innata de jugar con los colores, los pensadores llenos de noble humanidad, pero sin la energía y el temperamento de la expresión. En el arte los ideales son justos, y cuando uno es un Cézanne, no basta con que pueda pintar como el Ticiano o Rubens, sino que debe tener el don único, el valor único, la paciencia única y la obsesión de pintar como Cézanne.

  Ahora bien, hay muchos solitarios, muchos individuos geniales y condicionados por sus disposiciones para lo más allá de lo normal, que carecen de los dones especiales para una de las artes, quienes sólo tienen una aptitud general, un exceso de genialidad y fantasía, de capacidad para experimentar, intuir y vibrar. En su temprana juventud sufrieron como aquellos otros debido a su aislamiento, su ser diferentes, tal vez intentaron manifestarse en el dominio de las artes o del intelecto sin lograr nada especial, pero siguen inflamados aún por un amor, un anhelo de participar en el todo, de salir de su soledad, de dar un sentido real a su difícil y amenazada existencia. Quieren lo grande, están sedientos de entrega, pero no son creadores, ni poetas, ni heraldos, ni pensadores. Y precisamente en ellos se manifiesta lo que sería en realidad la vocación, lo que sería en realidad el ge

nio y que también los mejores artistas y más profundos pensadores no son esclavos de su talento, ni artistas ni especialistas. Pues estos genios, no dotados especialmente para un arte o una ciencia en particular, son aquellos en los que la humanidad alcanza su suprema expresión y a través de los que todos los padecimientos y toda presunción y confusión de los superdotados y geniales es justificado. A ellos les sucede cierto día que tropiezan con la realidad desnuda, una visión cualquiera, o una voz los arranca de su sueño que se llama yo, contemplan el rostro de la vida, su horrible y maravillosa grandeza, su inmensa plétora de dolor, aflicción, amor irredento y anhelo equivocado. Y ellos responden a la vista del abismo con el único sacrificio omnivalente y definitivo, con el sacrificio de su propia persona. Se ofrendan a los hambrientos, a los enfermos, a los viciosos, no importa quien, ellos se dejan atraer, succionar y devorar por toda deficiencia, toda desnudez, todo dolor. Estos son los verdaderamente amantes, los santos. Hacia ellos tiende toda la humanidad que aspira más que a la norma y a la rutina, ganados por su sacrificio. Todo otro sacrificio pequeño adquiere valor y sentido, en ellos se cumple y justifica todo el problema de los solitarios, de los superdotados, de los difíciles y a menudo desesperados. Pues el genio es amor, es anhelo de abnegación y no se satisface sino en este último y total holocausto.

  He expresado más o menos lo que le quería decir. Es mi respuesta a la carta con la cual se dirigió a un anciano en el colmo y la aflicción de su problemática juvenil. Así como su invocación no contiene pedidos ni preguntas, mi respuesta tampoco contiene consejos ni consuelos. Usted me permitió mirar en la intranquilidad, la belleza y la incertidumbre de su joven existencia, y yo, que alguna vez pasé también por la misma inquietud, belleza e incertidumbre, he intentado darle una imagen de cómo un individuo que ha envejecido imagina estos fenómenos y problemas. Si fuera un santo no hubiera necesitado tantas palabras. Si fuera uno de los grandes artistas


su carta con sus apremiantes revelaciones sólo hubiera significado para mí una interrupción en mi trabajo. Si fuera un gran pintor no hubiera leído sus carillas hasta el fin, sino hubiese seguido con mi tarea, como el anciano Renoir con el pincel atado a su mano gotosa.

  Quizá tampoco sea pura casualidad que se haya dirigido a mí y no a un santo o a un Renoir. Quizá su carta haya sido escrita y dirigida a mí precisamente, porque presume ver en mí a un individuo que se le parece, que no ha alcanzado en el arte y en la vida lo grande y lo absoluto, que no está familiarizado con un más allá inaccesible para usted, sino con el mismo mundo y la misma problemática, si bien con otros hábitos, ideas y formas de expresión, con otro temperamento y otras formas de adaptación como la defensa, principalmente con las de la edad.

  El hombre viejo al que se ha acercado en una especie de camaradería haciendo a un lado las muchas diferencias, ha contestado sus confesiones con las suyas propias e intentado mostrarle cómo nuestra problemática común se presenta en su etapa de la vida.

 

  A Thomas Mann, Pacific Palisades, California

  Mediados de marzo de 1950


Querido señor Thomas Mann:

  Con profundo pesar me he enterado del deceso de su hermano. Esta pérdida de los allegados, de los compañeros de juventud, es por cierto uno de los más extraños fenómenos concomitantes de la vejez. A medida que todos van desapareciendo poco a poco y a la postre tenemos más seres queridos y amigos «allá» que acá, empezamos a sentir de improviso curiosidad por el «más allá» y perdemos el horror que le inspira al que tiene aún sus raíces firmes en este lado.

  Sin embargo, a pesar de todas las pérdidas y las raíces que han quedado flojas, no deponemos nuestro egoísmo. Y así, después de asimilar la noticia de esta muerte y familiarizarme con ella, mi segundo paso fue pensar en usted y abrigar en el corazón el deseo de que esta despedida no le haga aparecer demasiado fácil la idea de su propia despedida, un pensamiento y un deseo tácito y egoísta.

  De todo corazón deseo que su luz brille aún por muy largo tiempo. Conforta saberlo todavía entre nosotros…

 

  A la hermana Luise, Zúrich

  1950


Reverenda hermana Luise:

  Usted me ha enviado algunos escritos edificantes y añadió esta nota: «Hay un Dios vivo. ¿Dónde está escrito que deba abstenerme de comunicárselo? Todos los demás dioses están muertos».

  Por supuesto, en ninguna parte está escrito que no deba transmitirme esta información. Sólo que, como todos los intentos de conversión emprendidos sin un fin determinado, se me antojan algo extravagantes y en el fondo innecesarios. Usted le comunica su conocimiento sobre la existencia de Dios a un hombre viejo, cuyos progenitores y abuelos no sólo fueron cristianos de nombre, sino que vivieron y obraron como cristianos y pusieron toda su existencia al servicio del reino de Dios. Fui educado por ellos, de ellos heredé el conocimiento de la Biblia y la doctrina. Entre los poderes que me educaron y formaron, su cristianismo no predicado sino vivido se cuenta entre los más fuertes. Por esta razón su comunicación me parece algo superflua, algo así como si en abril alguien viniera a informarme que estamos en primavera y en octubre que ha llegado el otoño.

  Esto es lo que me sorprende un poco en su saludo tan cordial y bien intencionado. Pero no es lo único que me ha causado tal impresión en sus pocas líneas y está lejos de haber bastado para moverme a contestarle.

  No, en su breve misiva hay otra frase, una frase equivocada y a la cual no se puede restar responsabilidad. Ella me fuerza a contestarle. La frase dice: «… todos los demás dioses están muertos».

  Ignoro en cuántos países del mundo habrá vivido, cuántos pueblos, idiomas y literaturas conoció. Pero aun cuando hubiera investigado a fondo diez o veinte idiomas, religiones y literaturas, no le asiste el derecho de expresar esa frase errada, insensata y presuntuosa.

  Afirma usted: «hay un dios vivo» y yo le doy la razón. A través del pequeño tratado que me envió advierto cuál es ese Dios, el único al que llama vivo mientras todos los demás están muertos. Es el dios de los cristianos

protestantes, en el mejor de los casos el de una Iglesia, quizá sólo el de una secta, una reducida comunidad de devotos que se toman muy en serio su cristianismo. Este Dios está «vivo» para usted, y a todos los demás los declara muertos desde su elevada posición.

  Ahora bien, fuera de la comunidad o si así lo prefiere, fuera de la Iglesia a la cual pertenece, existen muchos cientos de millones de individuos de todas las razas y lenguas que también creen en un dios vivo y lo sirven.

  El dios de estos creyentes que en número superan muchas veces a los de su iglesia, quizá sea para muchos de sus siervos (no para todos) el único vivo y vigente, exactamente al igual que el suyo, y junto al cual todos los demás dioses, también el suyo, reverenda hermana, están «muertos» y caducos.

  Por ejemplo, el dios de los judíos devotos de manera alguna es el suyo, pues es por cierto el modelo según el cual fue formado éste, pero de manera alguna es ese Dios que permitió a su hijo convertirse en hombre. Y así, todos los dioses venerados por los mahometanos, los hindúes, los tibetanos y japoneses creyentes, son muy diferentes del suyo, y no obstante cada uno de ellos está muy vivo, es muy eficaz, cada uno de ellos ayuda a una multitud de fieles a soportar la vida, a santificar la vida, a entregarse, al dolor y pasar bien el trance de la muerte.

  A todos estos millones de fieles devotos, buscadores de consuelo, animados de un anhelo de dignidad y santificación para sus pobres vidas, a quienes su dios vivo se les ha manifestado de una manera distinta que a usted y a su iglesia, niégueles impertérrita y sabihonda sus dioses, sus doctrinas y sus formas de fe. Se necesita para ello un coraje sin igual por el cual la admiraría, si no fuera un coraje triste y barato, pues no se funda en la superioridad, sino en la ignorancia de la realidad, en el espíritu de partido


Reverenda hermana Luise, ahora y siempre creeré en el dios vivo y siempre estaré convencido de su existencia, precisamente porque no se manifestó una sola vez en un lugar determinado, sino lo hizo centenares de veces y bajo cientos de formas, imágenes y lenguas.

  No, los otros dioses (esos que difieren en su aspecto del suyo) no están muertos, se lo puedo asegurar. Gracias a Dios, viven, y cuando una de estas múltiples formas de manifestación del Uno se toma gastada y cansada de vieja, el Vivo siempre tiene prontas muchas formas nuevas en las cuales presentarse. Sobrevive a los pueblos, sobrevive a las religiones y a los credos, también al suyo.

 

  A un lector de Francia

  Junio de 1950

  … Le agradezco el recorte de diario con el divertido anuncio francés del Peter Camenzind, en el cual se lo recomienda como interesante sucesor de El juego de abalorios. Siempre resulta gracioso y emocionante que un viejo libro de la juventud, ya olvidado por el autor, vuelva a manifestarse, viva, influya, sea traducido y leído en países extranjeros por gentes de otra cultura y una época completamente diferente. Hace poco me llegaron cua


tro cartas de jóvenes japonesas, al parecer de un colegio de señoritas, en las cuales me testimoniaban en inglés su entusiasmo por Peter Camenzind que también apareció en versión nipona. Una me decía: «Cuando estoy en compañía de una amiga y vemos en el cielo una nube de particular belleza —usted nos enseñó a observarlas—, nos miramos y exclamamos a la vez: ¡Segantini!». Así reza en la carta escrita en Kobe el año 1950. Los libros siempre causan impresiones diferentes a lo que el autor pensó. Así Peter Camenzind logró que unas educadas jovencitas digan este año en Japón, Segantini en lugar de Hiroshige o Hokusai…

 

  A Thomas Mann

  En su septuagésimo quinto cumpleaños.

  Junio de 1950

  Querido señor Thomas Mann:

  Ha transcurrido ya buen tiempo desde que comenzó nuestra relación. Ocurrió en un hotel de Múnich y ambos habíamos sido invitados por nuestro editor S. Fischer. Habían sido publicadas sus primeras novelas cortas y Los Buddenbrooks y mi libro Peter Camenzind. Ambos éramos aún célibes y la gente nos veía como a es


critores promisorios. Por lo demás, no nos parecíamos mucho, ya se dejaba ver en la ropa y en el calzado, y el primer encuentro, durante el cual le pregunté entre otras cosas si usted estaba emparentado con la autora de las tres novelas de la duquesa de Assy, estuvo signado más por la casualidad y una curiosidad puramente literaria que por una naciente amistad y camaradería.

  Para que llegáramos a esta amistad y camaradería, las más gratas y libres de razonamientos de mi vida ulterior, debió acontecer mucho que no imaginábamos siquiera en esas horas placenteras de Múnich. Cada uno de nosotros tuvo que recorrer un camino penoso y a menudo sombrío que nos hizo salir del aparente refugio de nuestra nacionalidad y pasar por el aislamiento y la difamación antes de alcanzar el aire puro y algo fresco de una ciudadanía cosmopolita, que en usted tiene un rostro completamente distinto al que muestra en mí y no obstante nos une con lazos más firmes y confiables que todo aquello que pudimos haber tenido en común en la época de nuestra inconsciencia moral y política.

  Entretanto nos hemos convertido en ancianos. Quedan sólo unos pocos de nuestros compañeros de ruta de entonces. Y celebra usted en estos momentos sus setenta y cinco años de vida. Yo me uno a la celebración, agradecido por todo cuanto ha escrito, pensado y sufrido; agradecido por su prosa tan inteligente como fascinante, tan inexorable como divertida; agradecido por la inmensa fuente de amor, de cordial calidez y abnegación que dieron origen a la obra de su vida y que sus exconciudadanos desconocieron de manera tan ignominiosa; por la fidelidad que le guardó a su idioma; por la honestidad y el calor de sus ideas acerca de las cuales abrigo la esperanza de que perduren más allá de nuestras vidas y se acrediten como uno de los elementos de una nueva moral de la política mundial, como una conciencia universal, cuyos primeros pasos, infantiles aún, presenciamos hoy con esperanza y desvelo

Quiera Dios conservarlo aún mucho tiempo entre nosotros, querido Thomas Mann! Lo saludo y le agradezco, no como emisario de una nación sino como individuo, cuya verdadera patria, al igual que la suya está aún por nacer.

  Cordialmente suyo.

 

  Al señor K. Sch., Decize, Niève

  9 de enero de 1951

  Estimado señor Sch.:

  Respecto a sus problemas no puedo decir mucho, ni nada nuevo. Yo contemplo al mundo como artista y creo pensar de manera democrática, pero siento en forma absolutamente aristocrática, es decir, soy capaz de amar cualquier especie de calidad, pero no la cantidad.

  Usted ya sabe que Platón fracasó en su intento de entronizar políticamente al intelecto y que también él, el artista, pudo haberse equivocado respecto a la Politeia, un temprano intento de gobernar el mundo por la razón. A pesar de su doble fracaso Europa produjo durante dos mil años una historia universal ingrata por cier


to, pero también una valiosa cultura. Casi en la misma época que él vivieron los más grandes sabios chinos, hicieron intentos análogos y tampoco lograron obtener un reino regido por el intelecto, pero sí una profunda visión de la relación entre Estado e intelecto.

  A nosotros, para quienes el sentido por la calidad y su servicio se nos ha hecho un deber a través del arte, la naturaleza o las ciencias, a nosotros nunca nos podrá incumbir servir a la cantidad, sea a la manera occidental u oriental, fomentar el error de creer que los problemas humanos puedan resolverse como los matemáticos. Nosotros debemos servir a los valores en los que creemos realmente y nada más, aun cuando sólo podamos servirlos en el ámbito más estrecho, con nuestra propia vida y en comunidades reducidas. Habremos de correr el riesgo de caer bajo las ruedas y morir, pero ¿en qué puesto del mundo y de la historia no tendríamos que arriesgamos? ¡En todos!


He esbozado un par de ideas que me sugirió su carta. Más no me es posible. Quizá vigoricen en usted un impulso abrumador o lo estimulen por la contradicción a una nueva valentía. Lo único que importa es el coraje. A menudo lo pierde aun el más valeroso, entonces nos inclinamos a la búsqueda de programas, seguridades y garantías. El valor necesita de la razón, pero no es su hijo, viene de estratos más profundos.


A André Gide

  Enero de 1951

  Querido y venerado André Gide:

  Su nuevo traductor Lüsberg me ha enviado sus Hojas de otoño. Ya he leído la mayor parte de estas memorias y reflexiones, y a esta altura no me parece bonito ni adecuado agradecer a dicho caballero por su obsequio, sin enviar a usted primeramente un saludo y las expresiones de mi gratitud.

  Hubiera debido hacerlo hace tiempo, pero en estos últimos meses he vivido abrumado por un resignado cansancio, y en tal estado de ánimo no se visita a un maestro venerado. Sin embargo, pienso que el cansancio podría durar hasta el fin y antes quiero expresarle las seguridades de mi inalterable gratitud y simpatía que han ido en aumento en los últimos años.

  Los individuos de nuestra casta parecen haberse hecho raros y empiezan a sentirse solitarios. Por esta razón es una suerte y un consuelo saber en usted a un amante y defensor de la libertad, de la personalidad, de la tenacidad, y de la responsabilidad individual. La mayoría de nuestros colegas más jóvenes, y lamentablemente también algunos de nuestra propia generación, tienden a algo muy diferente, sobre todo a la unificación, sea la romana, la luterana, la comunista o cualquiera otra.

  Son incontables los que han consumado ya esta unificación hasta el propio aniquilamiento. Todo desvío de un antiguo camarada hacia las iglesias y las colectividades, toda apostasía de un colega, demasiado cansado o


desesperado para seguir siendo por sí solo un solitario responsable, hace más pobre el mundo para nosotros y más penosa la supervivencia. Pienso que alberga usted análogos sentimientos.

  Reciba una vez más el saludo de un viejo individualista, que no tiene la menor intención de unificarse con una de las grandes maquinarias.

 

  A un alumno

  Que está leyendo Bajo las ruedas y por momentos piensa en el suicidio.

  Enero de 1951

  Le agradezco su carta. Su parte literaria o jovial me ha agradado tanto como la formal. Para no dejarlo en una espera demasiado prolongada le envié primeramente una carta impresa que en parte tiene algo que ver con su problema. En este momento, y en tanto me sea posible, me propongo darle una respuesta individual.

  Me formula usted dos preguntas. Una: ¿Qué debemos hacer? Esta no se la puedo contestar. Durante toda mi vida fui un defensor de lo individual, de la personalidad y no creo que existan leyes generales que puedan servir al individuo. Por el contrario, las leyes y las recetas no se hicieron para el individuo, sino para la mayoría

para los rebaños, los pueblos, las colectividades. Las verdaderas personalidades tropiezan con bastantes dificultades en la tierra, pero para ellos también hay más belleza. No gozan de la protección del rebaño, pero sí de los goces de la propia fantasía y si logran sobrevivir a los años de la juventud deben asumir una enorme responsabilidad. Paso a su segunda pregunta: «¿Por qué no me ahorqué cuando era seminarista, cuando en varias ocasiones tuve el deseo de hacerlo?». No tengo motivos que alegar por no haberlo hecho, pero por encima de todos los motivos mi cuello sentía repugnancia por la soga. Sin yo saberlo, había dentro de mí más voluntad de vivir que de morir. Aun cuando la escuela y el internado me oprimían, a menudo torturaban y el futuro se mostraba harto dudoso, estaba dotado de buenos sentidos y con el alma tenía la capacidad de ver, de gustar y sentir cuán hermosos y seductores son los astros, las cosas y las estaciones, el primer verdor de la primavera y el primer fuego dorado del otoño, el mordisco a una manzana, el recuerdo de una bonita muchacha. A esto se sumó que no era sólo un individuo sensual sino también un artista capaz de reproducir en la memoria las imágenes y las vivencias que me daba el mundo, capaz de jugar y hacer de ellas algo nuevo y propio con dibujos, melodías tarareadas y palabras poéticas. Quizá haya sido el gozo y la curiosidad del artista lo que a pesar de todo me hizo preferir la vida a la muerte.

  Este fue mi caso. Ignoro si también será el suyo o se parecerá. No lo conozco y sólo puedo desearle que su alma albergue dones y fuerzas que le ayuden.

  En cuanto a lo de ahorcarse, el autor de aquel libro tampoco necesitó de la vanidad y la presunción, antes bien halló tanta seducción y oculta alegría en rastrear y describir esta caducidad del mundo físico que pudo seguir viviendo y escribiendo. Había dejado de ser un adolescente y mucho antes de escribir su libro sometió a su buen entendimiento las ideas de suicidio, las despojó de su contenido sentimental y comprendió con objetiva


claridad que el suicidio estaba en cualquier momento a su alcance y al de cualquiera y por lo tanto podría decidir si llegado el caso sería realmente más seductora la idea de echarse un lazo al cuello o seguir viviendo.

 

  Carta de felicitación a Peter Suhrkamp

  En su cumpleaños el 28 de marzo de 1951.

  Querido amigo:

  En ocasión de tu reciente estada en Baden y Zúrich, durante la cual pudimos volver a charlar un par de veces, amigos comunes ya me habían encomendado que agregara a nuestro regalo de cumpleaños unas palabras de felicitación para ti y este encargo, como todos los de la misma naturaleza, lo siento como una carga opresiva. Pues así como experimento un gran placer al desear a mis amigos todo lo bueno y estrechar su mano o invitarlos a beber una copa de vino cuando se ofrece la oportunidad, me desagrada hacerlo pública y oficialmente. Siempre que me encuentro en una de estas situaciones, se me antoja estar metido en un disfraz y actuar con afectación y mi único deseo sería mandar al diablo a toda esa pantomima de celebraciones y congratulaciones. Por añadidura, cada día me resulta más y más difícil escribir, en parte debido a los achaques de la vejez y en parte también por un resto de vanidad de escritor. Quien en otros tiempos se sirvió del lenguaje y de la pluma con deleite y placer de artista, pero ha perdido luego ese gozo y se le ha hecho cada vez más penoso lo incierto de ése su

hacer, ya no trepa por las jarcias sin sentir sofocación y sensación de vértigo. Así pues, estoy sentado a mi mesa de trabajo presa de turbación, congestionado por este encargo que llevo conmigo desde hace unas semanas, como por una laringitis y empeñado en descubrir qué es lo que tengo que decirte en realidad.

  Lo humano y lo privado que hay entre tú y yo, el hecho de que ambos seamos amigos, que nos estimemos y nos deseemos mutuamente todo lo bueno, se da por entendido. Es, como dicen los filósofos en su terrible lenguaje, una dadidad y uno debiera ser más joven, talentoso y despreocupado que yo, como para expresar esto de manera más exhaustiva y decorativa que lo que se logra con un simple apretón de manos. Las amistades entre hombres, en particular las que nacen entre individuos de edad avanzada son tanto más hurañas y lacónicas, cuanto más cordiales y se da el caso de ciertas parejas de amigos, sexagenarios, septuagenarios y más viejos aún, cuyos sentimientos no necesitan otra forma de expresión que un mero «en fin…» o «¡Bueno, salud!». Nosotros también nos conformaríamos con esto, ni qué decir con motivo de una celebración solemne, un jubileo, una prueba previa para la corona de laureles y necrologías. Y aun cuando se diera el caso que alguna vez consintiéramos en manifestamos mutuamente la expresión de nuestra simpatía y amistad, de manera alguna ofreceríamos este espectáculo a los demás, a los testigos, los oyentes y espectadores a quienes divertiría, emocionaría o quizá también repugnaría la reciprocidad de bellos sentimientos y palabras entre dos viejos. No, amice, nos abstendremos y no sólo por cordura.

  Otra posibilidad de saludo y expresión más seductora con motivo de semejante celebración de un jubileo sería no tener pelos en la lengua y decirnos todo cuanto guardamos el uno del otro, dar rienda suelta a toda crítica y a todo disgusto reprimido. Se podría hablar sobre el particular y durante tales exteriorizaciones saldrían a la luz más cosas y por cierto más interesantes que en medio de emotivos abrazos con un fondo musical. Pero esto tampoco me complace ya. Lamentablemente, la Gestapo de Hitler se me anticipó en lo esencial de esta crí

tica y exteriorizaciones cuando a poco de irrumpir en Holanda, en medio del fragor de la lucha y la victoria se tomó el trabajo en su escrupulosidad y esmero de fotocopiar y presentarte algunas palabras de crítica y censura que en un momento de despecho escribí sobre ti a una editorial holandesa, pues en aquella época les hubiera convenido separamos. Gracias a Dios, ya no recuerdo el tenor de la crítica que hice entonces de ti, pero naturalmente no me cabe ninguna duda que tenía sentido. Así pues, esta broma como muchas otras nos la echaron a perder los hacedores de la historia y si intercambiamos entre nosotros opiniones sobre ellos, los hacedores de la historia, resultaría un bello y unánime dueto, querido Peter, pero por cierto no sería la música festiva apropiada para la celebración de tu sexagésimo cumpleaños.

  El mordisquear el lapicero, tan pródigo en bellos resultados otrora, lamentablemente ha caído en desuso debido al empleo de las estilográficas caras y de mal sabor, de lo contrario sería la ocasión de recurrir a este medio estilístico. Por consiguiente, debo continuar y lo hago tropezando con una cuestión que me fastidia desde el mismo instante en que prometí precipitadamente que redactaría las congratulaciones para ti, a saber: en qué se basa realmente mi simpatía por ti, qué le da ese matiz tan particular que la hace distinguirse de todas mis otras amistades. Hace veinte, treinta años, cuando aún era psicólogo o se me tenía por tal, no podía formular y contestar estas preguntas, pues en aquel entonces no nos conocíamos aún. No fue sino dos o tres años antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial, en ocasión de mi última y breve estada en Alemania que nos conocimos personalmente y nació nuestra amistad. Aquella vez te vi en una situación amenazada, pero aún relativamente brillante, como sucesor y regente del querido anciano S. Fischer dispuesto como buen paladín al sacrificio y a la lucha. Aun cuando ambos pensábamos de igual manera respecto a lo que vendría, no hablamos sobre las amargas luchas y sacrificios en los que te involucraría tu lealtad demasiado caballeresca. De cualquier modo, ya eras entonces un miembro de la resistencia contra las ideologías, los métodos de terror imperantes y debo h


ber tenido una noción, un barrunto de las pruebas y de los padecimientos que te esperaban, pues en el sentimiento que me inspirabas, ya hubo en aquel primer bello encuentro en Bad Eilsen algo así como inquietud y compasión. Algunos años más tarde, las experiencias recogidas a lo largo de tu infernal peregrinar por las prisiones y los campos de concentración de Hitler, iban a demostrar cuan justificados eran esa compasión y esa inquietud y cuando lograste salir de ese infierno quebrantado y maltratado, pero vivo, empezó muy pronto una nueva prueba y un nuevo período de sufrimiento no superado aún y quizá más amargo que el primero, pues no te enfrentabas ya a enemigos y demonios, sino a aquellos que fueron tus amigos y que excepción hecha de unos pocos te dejaron en la estacada y recompensaron tu lealtad con ingratitud. Esta vez al menos tuve la posibilidad de socorrerte y mostrarte mi fidelidad.

  En aquel tiempo teníamos preocupaciones distintas a las que hoy nos embargan y en parte eran preocupaciones que a pesar de su relativa intrascendencia, diría casi ridiculez, debían sustraerse a la comunicación por escrito y a los ojos de la censura alemana. Los nazis no consideraron una prohibición formal de mis obras ni la desnacionalización de mi persona, aun cuando mis obras como también mi persona les eran ingratas. Pero hacía ya mucho que había dejado de ser ciudadano alemán y por otra parte, si bien mis libros habían sido incluidos en la lista de la literatura indeseable, gozaban de la simpatía de algunos círculos de Alemania que no se deseaba ofender groseramente. Además eran vendidos también en el extranjero y le proveían al todopoderoso un pequeño aporte en divisas. Por lo tanto, se conformaron con inculcar cada vez más a la industria del libro y a la prensa cuán poco grato era yo, pero hacían la vista gorda cuando las librerías no exponían mis libros en las vidrieras o en un mostrador, pero los seguían vendiendo con una sonrisa vergonzosa. En cambio, inventaron otro medio coercitivo en reemplazo de la prohibición: no se expidieron más cupos de papel para la reimpresión de los libros indeseables. De este modo, Reflexiones, colección de mis ensayos sobre la Primera Guerra


desapareció durante varios años. Por otra parte surgieron en tomo de los libros próximos a agotarse extravagantes cuestiones y reparos. He olvidado la mayoría de estos problemas, pero recuerdo dos de ellos. Muchos de los poemas de mi libro Consuelo de la noche llevaban dedicatorias a amigos y entre ellos también se contaban judíos y emigrantes. Me consultaron si estaba dispuesto a eliminar esos errores estéticos. Le tenía cariño a este libro y en mi afán de salvarlo taché las dedicatorias, por supuesto no sólo las objetadas, sino todas. Pero en cuanto al Narciso y Goldmundo, el caso era diferente. Esta obra contiene algunas líneas sobre antisemitismo y persecuciones en la Alemania medieval, y tachar estas líneas hubiera sido una concesión a los nazis. En definitiva, el libro desapareció, lo mismo que las Reflexiones, y no fue reimpreso sino después de la Segunda Guerra perdida.

  Ahora bien, si la compasión y la preocupación siempre jugaron y juegan aún un papel en mi relación contigo, jamás fue la compasión de segunda categoría que es capaz de sentir ocasionalmente el fuerte respecto al débil, el que goza de un futuro asegurado respecto al pobre diablo. Antes bien, siempre que tú parecías estar amenazado, ser molestado y necesitar protección en tu ser y en tu tolerar, yo sentía una especie de amenaza y vulnerabilidad emparentada con mi propio ser. A menudo deseé casi con rabia que tuvieras más rigor, más fuerza defensiva y combatividad y menos paciencia, menos resignación y sin embargo, era precisamente esa falta de dureza, esa paciencia y esa disposición para sufrir lo que entendía y sentía en lo más íntimo de mí y lo que hizo que me ganaras el corazón. «Peter, hazte duro» te grité alguna vez y al hacerlo te tomaba cariño porque tú no eras más duro.

  Pero no es mi intención hacer psicología y explorar exhaustivamente hasta dónde nuestra camaradería descansaba en los antagonismos y en las analogías de nuestra naturaleza. Por un egoísmo transparente formulo hoy el deseo de que por muy largo tiempo aún tu energía no decaiga. Hay suficientes editores capaces de vivir sin autores, en tanto lo contrario no se da a menudo.

Tú llevas una vida que no puede ser mas ajena y distinta a la mía, una vida de incansable actividad e incomodidades, atestada de gente, en la que abundan viajes, visitas, llamadas telefónicas, una vida que avanza en torbellino como a impulso de una centrifugadora. Muchos lo hacen, la mayoría lo hace; sin embargo, emana de ti sosiego. Jamás ejerces en mí una influencia excitante, rara vez te he visto de otra manera que no fuera apremiado y abrumado, y no obstante, jamás impaciente. Tienes en ti algo profundamente cristiano y al mismo tiempo algo de la serenidad oriental, un hálito de tao, una íntima unión con el interior, con el corazón del mundo. Con frecuencia seguiré meditando aún en tomo a este enigma.

 

  A una bachiller

  Que disertó sobre El lobo estepario y me pidió ayuda para atender las objeciones y preguntas de sus compañeras.

  Marzo de 1951

  Querida señorita:

  Siento mucho, pero no puedo explicarle El lobo estepario. En el epílogo que agregué hace algunos años a la edición de la Asociación del libro esbocé cuál era mi manera de pensar. Pero el problema que tiene que superar


Harry Haller nunca fue comprendido en su complejidad por los lectores muy jóvenes. Tampoco es necesario. Usted misma ha comprobado que se puede amar un libro como éste y hacerlo cosa suya aun sin llegar a analizarlo con exactitud. De este modo, ya ha encontrado el acceso a El lobo estepario y a todos mis libros. La comprensión vendrá luego por sí sola.

  Sin ánimo de aleccionarla, me permito darle un consejo más: cuando alguien rechaza un libro o una obra de arte que le es cara, es inútil tratar de defenderse y defender al libro. Por cierto, será fiel a su amor y lo confesará, pero no habrá de querellar sobre el objeto de ese amor. Ello no conduce a nada. Los libros de los poetas no necesitan explicación ni defensa, son en extremo pacientes y pueden esperar, y si tienen algún valor, la mayoría de las veces viven más tiempo que aquellos que discutieron acerca de estos libros.

 

  A Thomas Mann, Pacific Palisades, California

  Fines de octubre de 1951

  Querido señor Thomas Mann


Su carta trajo alegría a nuestra choza. Leímos complacidos y emocionados acerca del feliz curso de su viaje, de la llegada de su hija que no se vio precisada a hacer la travesía por México y de la dedicación y lectura que brindó a mi epistolario. A este epistolario le falta una breve introducción orientadora que relate las circunstancias a las que el libro debió su existencia, pero últimamente, rara vez logro reunir el coraje o el humor necesario para escribir estas costas y en este caso en particular ya no me sentía en condiciones para hacerlo[10].

  ¡Oh, sí, cuánto nos traen las cartas! En cierta ocasión me escribió un librero de Berna que uno de sus clientes, un obrero de Emmental, le había encargado mi libro Ensueños y a los pocos días se lo devolvió con la siguiente observación: «Jamás cayó bajo mi vista tan reverenda majadería».

  Estos días, otra carta me causó gracia a pesar de su contenido serio y en parte alarmante. El director de un establecimiento educacional de un lugar no muy distante de su terruño, me comunicaba que últimamente le preocupaba el problema de la decoración de las aulas de su escuela intermedia, pero por fin había encontrado una solución: había logrado convencer al escultor Profesor B. para que representara en cinco bajorrelieves las etapas de la vida humana, «aquellas que partiendo de la tutela materna llevan sucesivamente a la preparación para una profesión, a la manifestación de la individualidad en el plano de la profesión, a la vuelta hacia el tú en el dominio del quehacer público y caritativo y por último a lo metafísico y a la síntesis de la fe y del saber». Estos bajorrelieves irían ligados unos a otros mediante una ancha banda con una inscripción. Para tal fin habían pensado utilizar los últimos versos de mi poema «Peldaños» si yo no ponía objeciones.

  Hube de pensar pues, si tenía algo que objetar y qué. En el fondo no me interesaba en absoluto lo que rezara en aquella inscripción, pero entonces empezó a ocurrírseme esto y aquello y por último concebí la siguiente respuesta


»Cuando me pongo a pensar en las aulas escolares que conocí siendo alumno, no recuerdo haber visto en ellas relieves con inscripciones. Pasábamos por aquella legendaria época de preguerra y no éramos tan ricos como para dotar a las aulas de tan nobles y magníficas creaciones, pero aquí y allá estaba presente por cierto, si bien en un grado más modesto, la imagen y la palabra: la cabeza de yeso de Sófocles sobre una puerta, el retrato de un dramaturgo alemán de fama mundial, así como sentencias de profundo e irrebatible contenido en otros lugares. Si en aquel entonces, cuando no contaba más de catorce años, me hubieran preguntado si hubiera querido ser uno de los poetas o autores de esos dichos, lo hubiese negado resueltamente, pues para nosotros era una vergüenza. Esas nobles citas no nos merecían ninguna importancia, las encontrábamos aburridas y a lo sumo empleábamos a veces las doradas sentencias para inventar divertidas tergiversaciones o juegos de palabras. Por lo tanto como podrá ver, los antecedentes de mi período escolar me han dejado tal aversión, por no decir repugnancia por estas cosas, que de manera alguna consideraría deseable ver lucir palabras mías en lugares tan solemnes y saberme enganchado en el tren de los autores clásicos de dorados lemas, desde Marco Aurelio a Schiller.

  »Lo que me gusta de su idea es su determinación de confiar a un artista este honroso cometido. Podría originarle problemas realizar la división de la vida en cinco etapas ideológicas y escultóricas a su satisfacción y a la del artista, pero creo que ya se abrirá camino. Ahora bien, si habré de colaborar en su empresa quisiera hacerlo proponiéndole para la inscripción fragmentos en verso o en prosa de uno de aquellos verdaderos y genuinos clásicos, en cuyos tesoros se acumulan las más nobles preseas.

  »Por otra parte, abrigo algunos temores en relación con mis versos y mi nombre y no por lo que me pueda afectar a mí sino a usted. No soy político y menos aún profeta, pero por ejemplo, considero la posibilidad de que su escuela, su ciudad, su provincia puedan caer en un futuro cercano o lejano bajo la presión de una seve


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