Hermann Hesse Cartas escogidas 12

ra dictadura empecinada en una unificación incondicional. Podría ser la del proletariado o también la de un militarismo o fascismo que vuelva a resurgir triunfante. En este caso adornarían las paredes de sus aulas muy bellos relieves por cierto, pero en la inscripción los versos de un autor a quien toda dictadura adicta al orden no tardaría en poner en la lista negra. Entusiastas jovencitos inflamados de amor patriótico se encargarían enseguida de informar al comisario más cercano acerca de la existencia en su escuela de la deshonrosa leyenda y entonces no sólo se vería precisado a borrar a golpes de cincel y a costos considerables dicha inscripción, sino afrontar quizá otras situaciones mucho más graves y desagradables por ser el responsable de la elección del poeta y del texto».

  Esta es más o menos la respuesta que pensé enviar a mi corresponsal de la lejana comarca nórdica. Pero el hombre es débil y por añadidura cómodo, y estas fuerzas fueron tan poderosas en mí que en lugar de enviar mi bella carta de recusación y advertencia a aquel director de escuela, le escribí una amable tarjeta aceptando su proposición. Las tarjetas postales son en verdad una de las mejores invenciones que Alemania brindó al mundo.

  No sé si hago bien en molestarle con la lectura de esta carta no escrita y sin embargo escrita, después de la paciencia que ha demostrado respecto a mi volumen de cartas. Mi intención era tan sólo la de charlar un poco con usted, sin importar el tema…

  Próximamente volveremos a Baden, a orillas del Limmat, para tomar de nuevo mis baños rituales. Desde allí, Ninon irá a visitar la Biblioteca de Zúrich y también iremos alguna vez a ver a mi hijo Heiner, en la actualidad dueño de una pequeña casita en Küsnacht, situada en la calle Schiedhaldenstrasse que usted conoce tan bien. Saludamos a Vd. y a los suyos con toda cordialidad

A la señora K

  Respuesta a la consulta de la madre de un niño de nueve años respecto a si debía educarlo libremente o en la fe judío-ortodoxa.

  Junio de 1952

  Estimada señora K.

  Le doy las gracias por su carta. Comparto su gran preocupación, pero no soy educador y si lo fuera sólo podría educar a individuos a los que conociera y de quienes conociera su origen y su medio.

  En el fondo, esta candente cuestión se resume de la siguiente manera: debemos proporcionar a la juventud la mayor cantidad posible de tradición, sostén y normas, o en lo posible brindarles amplia libertad, educarlos para desarrollar la mayor elasticidad y facultad de adaptación posibles. Dado que el mundo en el que crecerá la juventud carece ya de todo orden moral y anímico, ayudaremos en el primer caso a los jóvenes a conservarse decentes y si se da la emergencia morir decentemente, pero les privaremos de la posibilidad de cooperar en este mundo amoral, puramente dinámico y tener éxito


Desde el punto de vista teórico, la educación para la norma y la ortodoxia es lo único permitido. Sólo nuestro amor habrá de decidir en qué extensión se aflojarán las ataduras a pesar de todo. Pero debemos hacerlo con prudencia y aún en el mejor de los casos no podremos prevenir que la juventud deba enfrentar demasiado temprano decisiones morales y sea privada de la infancia.

  La saluda atentamente.

 

  A una joven de dieciséis años

  Diciembre de 1952

  Querida señorita:

  No le responderé sino brevemente pues mis fuerzas se han agotado. Pero su carta me ha gustado y por tal razón no debe quedar sin contestación.

  La inhibición respecto a escribir o componer que obstaculiza su enorme anhelo está perfectamente justificada. De hecho, es usted muy joven para poder dar algo al mundo por ese camino. Pero le aconsejo no pensar en dar ni pensar en el mundo cuando escriba, sino entregarse a escribir cuando el apremio de hacerlo

sea invencible. Realice esta práctica por sí sola, para aclarar sus ideas, como un examen de conciencia, y aspire siempre a la claridad y a la concisión, sin tener en cuenta los modelos bonitos ni a los posibles lectores. Escribir no debe ser para usted algo vedado, pero sí sagrado, un recogimiento, un esforzarse por reconocer el sentido de su soledad. De lo que hay que cuidarse en la juventud es de escribir como si esto fuera una borrachera, un goce, un vicio. Sin embargo no creo que usted corra este peligro. Cuando escriba, que ello suceda con la conciencia limpia y con sentido de responsabilidad. La saluda cordialmente.

 

  A Thomas Mann

  Enero de 1953

  Querido Thomas Mann:

  Me ha hecho mucho bien con su carta y le estoy muy agradecido por ello.

  Saber que una nueva narración suya está próxima a su conclusión es una alentadora noticia y algo que nos regocija y llena de expectativa.


Hay un extraño enigma en torno de nuestra sensación (pues es también la mía) de que nuestra obra no se cuenta entre lo «efectivo», entre lo absolutamente vigente y genuino, entre lo clásico y lo perdurable. En parte este sentir se fundamenta en algo objetivo, en el hecho de que los genuinos y grandes, los clásicos, han pasado por esa prueba que los vivos tienen aún por delante. Usted sobrevivió al período en que el mundo estaba harto de usted y ensalzaba a nuevas grandezas, un período que a menudo puede prolongarse bastante tiempo. Usted ha vuelto a resurgir de la tumba y de la sumersión.

  Pero a mi parecer, no es sólo esto. Hay entre los artistas como también entre la demás gente, el tipo dotado de la suerte y la osadía de creer en sí mismo y estar orgulloso de su persona; gente como Benvenutto Cellini. Quizá también pertenezcan a este tipo un Hebbel, un Victor Hugo, un Gerhart Hauptmann, y además otros muchos pequeños que en un patético sentimiento de la propia dignidad gozan por anticipado de una grandeza y una perpetuidad que no se merecen. Pase lo que pasare, nosotros no pertenecemos a este tipo.

  ¡Ojalá que pronto vuelva a encontrarse rodeado de un buen refugio y comodidades! Lo imagino más feliz desde que lo sé en Erlenbach. Y he degustado, como un buen vino, su maravilloso canto sobre la transitoriedad.

 

  Al señor M.

  Febrero de 1953


A través de mi impreso se habrá hecho una idea acerca de mi posición, sin embargo deseo enviarle además un breve saludo. Ignoro si será también una respuesta a sus preguntas, pues no las he comprendido del todo.

  Inquiere, así lo creo, qué relación tiene Bach conmigo y asimismo, qué nos importa Jesús a los hombres contemporáneos. En realidad, no conozco en absoluto el aspecto del «hombre contemporáneo». De cualquier manera yo no soy uno de ellos. Viven en la actualidad personas a las que por cierto amo y venero, a las cuales reconozco absoluta vigencia y nobleza. Pero la gran mayoría de los individuos con los que comparto mi existencia, cuya obra o ejemplo significan algo para mí, cuya presencia me conforta, no viven en este sombrío «hoy», sino en un plano ultratemporal. Creo que en El lobo estepario los llamé «los inmortales». Entre ellos se cuentan tanto Bach como Jesús, Lao Tsé y Buda como Giorgione, Corot o Cézanne. No creo que artista, poeta o pensador alguno sienta de manera diferente: sus camaradas son ante todo los antecesores, aquellos cuyas ideas, metas e ideales viven aún y se conservan bellos y vigentes al cabo de decenios, centurias o milenios, en tanto los emperadores, los reyes, estadistas, generales, los grandes de «hoy», mañana estarán caducos y nadie se acordará de ellos. ¿Quiénes son hoy el Emperador Guillermo, Hitler, Hindenburg?

  Quizá pueda extraer de esto alguna conclusión. Me alegraría. Le saluda cordialmente.

 

  A Hans Carossa

  En su septuagésimo quinto cumpleaños
Estimado señor Carossa:

  Le ha llegado el momento de pasar por esta fatigosa celebración. Deseo que salga airoso del trance. Usted siempre me ha aventajado en impasibilidad, de modo que todo saldrá bien. Además le deseo y me deseo que logre producir aún unas cuantas creaciones literarias. Desde el Doktor Bürger e Infancia y desde sus tempranos poemas, su voz ha formado parte de los pocos de nuestra generación, cuyo timbre no sólo fue capaz de convencerme, sino también de colmarme de felicidad.

  Es para mí un grato deber volver a decirle esto hoy y agradecerle por ello.

 

  A Hermann Scholz, Calw

  10 de enero de 1954

  Estimado Señor Scholz:

  Está bien que haya vuelto a escribir


… Sus cambios están muy bien resumidos en la nota que sobre el poder y la impotencia escribió en su diario. Su nota concluye así: «Considero la vida demasiado preciosa para perder tiempo», en consecuencia, demasiado preciosa para tener paciencia y ejercitarse en el pensar, y de este modo se declara partidario del poder porque presumiblemente con él se va más a prisa. Así pensaba Hitler y también Stalin y no de otra forma pensaba Eisenhower, y ni el mundo ni la paz han avanzado un solo paso siquiera. Pero ahora tiene usted tiempo y paciencia y vuelve a hacer migas con la impotencia. Este es un proceso casi normal, nada se le puede objetar, a lo sumo que es una pena que la mayoría de los individuos simpaticen con el poder en tanto son vigorosos y jóvenes y no encuentren deleite en la impotencia sino cuando se sienten cansados.

  Excepción hecha de las dimensiones mucho mayores de Marx, la diferencia que existe entre él y yo es que Marx quiere transformar el mundo, yo en cambio al individuo particular. Él se dirige a las masas, yo a los individuos…

  … No he vuelto a ver Calw desde hace veinte años, pero me llegan muchos ecos de allí, en parte a través de mis primas residentes en esa aldea, en parte a través de gente que visita Calw y me comunican sus impresiones. No lo volveré a ver y no quisiera hacerlo, pero los pocos años de mi infancia pasados allí siguen significando para mí algo así como el contacto con el terruño.

  En caso de desear usted recibir libros míos gustosamente le complaceré. Aún hay algunos que no se pueden conseguir, pero sí la mayoría.

  Con los mejores deseos, lo saluda.



A la señora I. S., Buenos Aires

  Marzo de 1954

  Por lo que trasunta de su carta, veo que adolece usted de una unilateralidad de sus afanes, a saber el afán de resolver el enigma del mundo y de la realidad por el camino racional, por el pensamiento. Pero de este modo no se aproximará al enigma. Debemos emplear y ejercitar nuestro entendimiento, pero no escucharlo sólo a él. La gente sana y sencilla, el «pueblo», llega al dominio de la vida y sus abismos agotando sus energías vitales en los deberes y las satisfacciones de cada día y de cada hora. Los intelectuales, con el prurito de lucubrar, no pueden morir en esta inocencia. Necesitan un contrapeso para balancear la inteligencia y su fatuidad, y este antídoto es hacerse amigos de la Naturaleza. La mayoría de los «cultos» utilizan para ello —en tanto no sean ellos mismos artistas— el arte. Al hacer pintura, música, poesía o gozar de las creaciones logradas en cada una de estas ramas, hallan el vínculo con las fuerzas originales. Aquel a quien esto no baste para hallar un equilibrio, deberá recurrir a la meditación, a la contemplación y al ensimismamiento. El camino indicado para tal fin es el Yoga. Existen sobre el particular miles de libros que no he leído y existen también, por ejemplo en Estados Unidos, escuelas de yoga en parte dotadas de profesores hindúes. Acerca de ellas también sólo sé de oídas. Cuan


do en algunos momentos de mi vida necesité de la meditación, inventé mi propio método. La meditación no se puede aprender ni transmitir, pero a través de los libros y las escuelas que le menciono seguramente podrá interiorizarse en algunas cosas. Estimo que le será provechoso. También creo que podría aprender de su hijita. Se ha impuesto una meta noble y elevada, pero a menudo no le deja apreciar cuán azul es el cielo.

  Le he contestado a disgusto. Aun las mejores filosofías se vuelven triviales al formularlas y expresarlas.

  Cordiales saludos.

 

  A una joven niña

  Febrero de 1955

  Querida señorita:

  No está tan sola como usted piensa y «los otros» de manera alguna son tan felices o tan abúlicos como le parece a usted. Debe tratar de llegar a esos otros, ya sea a sólo uno o una de los suyos. Muchos padecen lo mismo que usted, muchos están solos y se sienten separados y divorciados de todo sólo porque están demasiado


aislados y enamorados de sí mismos y no encuentran el camino hacia el prójimo. Lo que hace falta es amor, es abnegación, es diálogo, sinceridad, comunicación, confianza. En tanto eso no sea logrado, el mundo permanecerá en tinieblas y la vida carecerá de sentido.

 

  A Thomas Mann con motivo del 6 de junio de 1955

  Febrero de 1955

  Querido Thomas Mann:

  ¿No fue hace poco que usted me felicitó en este mismo lugar por mi septuagésimo cumpleaños? Nosotros, los viejos, no tenemos ya una clara noción sobre la inconmensurabilidad del tiempo, ni nos extrañamos sobre la inconstancia de sus manifestaciones, y así en sus ochenta le digo mi saludo como si en el ínterin no hubiera ocurrido nada. Seré breve pues le he congratulado en otra parte y le he escrito algo sobre los motivos de mi veneración y afecto.

  La última novedad que leí de usted fue el magnífico ensayo sobre Chéjov. Seducido por él, he vuelto a dar algunos mordisquitos aquí y allá a su precioso volumen de ensayos De lo viejo y lo nuevo y con esta lectura m


he procurado horas ricas en meditación y goce. Y antes de separarme del libro, aun cuando lo conozco de memoria desde la primera lectura, volví a consultar las frases finales de su reflexión «La poesía predilecta». En la actualidad no hay en nuestro idioma autor alguno que pueda imitarlo. No me refiero a la sintaxis, sino más bien a la cadencia de las oraciones y más aun, a la combinación cuidadosamente dosificada de amor y picardía. Es más moderna y conceptual que la de su maestro Fontane, pero su espíritu la domina por completo.

 

  A un amigo

  Marzo de 1955

  … Sabes que durante toda la vida he hecho uso y abuso de una enorme dosis de soledad y aislamiento, nunca participé en congresos de escritores o intelectuales ni soy miembro siquiera del PEN Club. Pero éste fue un aislamiento físico, de economía vital, no un aislamiento anímico. Siempre tuve la necesidad de amar y en lo posible despertar el amor y este sentimiento fue particularmente intenso respecto a los colegas y camaradas. En general, a pesar de mi retraimiento fui un buen camarada, intercambié libros con muchos colegas, fui un lector atento y benévolo de los de ellos, durante decenios mantuve con ellos correspondencia… Hoy quedan muy p


cos con los que podría seguir cultivando la relación incondicionalmente afectuosa y confiada de otrora. La muerte me los está quitando, viejos y jóvenes, y hay demasiadas cosas que me separan de las generaciones más recientes, como para que las relaciones con ellas puedan llegar a ser cordiales.

  No es sólo que su lenguaje y sus problemas de forma no son ya los míos, sino también son distintas sus vivencias, toda la forma de su existencia, sus cuitas y sus alegrías.

  Recientemente, he vuelto a perder dos de esos colegas a quienes me sabía, unido por lazos afectivos: Ernst Penzoldt y Monique Saint-Hélier.

  A Penzoldt lo conocí personalmente en ocasión de dos breves encuentros. También cambiamos algunas cartas y a veces las suyas venían adornadas con dibujos muy originales y talentosos. En cierta oportunidad me envió un pequeño dibujo en colores a la pluma y a la acuarela. Representaba la pluma de un pájaro y era de una delicadeza tan extraordinaria y tan fiel al natural que varios de mis visitantes, a quienes lo mostré, alargaron los dedos engañados para coger la tenue pluma. La hojita con este curioso dibujo pendió largos años en mi cuarto de trabajo más pequeño, donde se encuentra la mejor parte de mi biblioteca y donde muy rara vez llevo a un huésped.

  Nuestro último intercambio epistolar giró en torno a los dibujos y a las ilustraciones. Hay un pequeño cuento mío tardío que le agradaba a Penzoldt en particular. Para él ideó una serie de ilustraciones y me las envió para su examen. Era su deseo ver editado en alguna parte mi texto con sus dibujos. Pero ya no me llegó respuesta alguna a la carta con la cual le devolví sus dibujos. Estaba enfermo y a poco el querido y talentoso hombre falleció. Me preguntarás cuál de sus libros me gusta más. Se trata de Der arme Chatterton. (El pobre Chatterton).

  Ahora desaparece otra figura cara y venerable para mí, una de las escasas poetisas auténticas de su generación: Monique Saint-Hélier. No la conocí en persona ni mantuve con ella correspondencia y no fue sino bastante ta


de que me familiaricé con su obra, una serie de novelas de una abundancia de imágenes y una intensidad muy singular. Esta enigmática mujer que padeció durante decenios, nacida en la Suiza italiana y casada en Francia, creó para sí un albergue y una patria espiritual en estas grandiosas secuencias de imágenes, donde el lector sólo puede entrar como lo hace el durmiente en el mundo de los sueños. Quien logre realizar esta entrega encontrará en la obra de Monique Saint-Hélier un mundo mágico por el que constituye un verdadero encanto transitar.

  En Alemania esta escritora era completamente desconocida. Conseguí interesar al amigo Suhrkamp en el proyecto de una edición alemana y a su vez, él logró hallar una traductora perfecta para su última novela «Eisvogel» (Pájaro de hielo). Presumiblemente, el hecho de que esta edición alemana llegara a materializarse, fue el motivo del ulterior intercambio entre la autora y yo. Me envió sus tres últimos libros y pareció demostrar también interés por mis obras, pero este contacto casi tácito se mantuvo siempre a respetable distancia. Y un buen día me entero por el periódico del deceso de Monique. Alcanzó aproximadamente la misma edad de Penzoldt. Ambos eran mucho más jóvenes que yo. Poco después de esta noticia necrológica se me comunicó que había dejado concluido un nuevo libro y me lo había dedicado. En efecto, a la semana el correo me hizo entrega de un ejemplar del libro (L’arrosoir rouge) con la dedicatoria manuscrita «Pour H. H. Un plus bel arrosoir arrivera dans quelques jours. J’avais hate de savoir celui, ci dans vos mains». Estas líneas debió escribirlas en sus postreros días, poco antes de su muerte

A la Academia Alemana de las Artes, Berlín

  Abril de 1955

  Distinguidos señores:

  Agradezco vuestra carta del 28 de marzo en la cual me invitan a ingresar a la Academia como miembro correspondiente.

  Cuento setenta y ocho años de edad y he logrado mantenerme libre de todas las afiliaciones similares a ésta. Así como no ingresé al PEN Club ni a las Academias de Alemania Occidental, tampoco puedo afiliarme a la vuestra.

  Les ruego no ver en esta respuesta una negativa a vuestros esfuerzos, sino tan sólo mi deseo de aferrarme a un principio al cual debo seguir siendo fiel.

  Con un saludo muy devoto.

 

  Al profesor doctor G. Burckhardt, Hanau, Bodensee

Sils Maria, 30 de julio de 1955

  Distinguido y querido profesor Burckhardt:

  Usted se cuenta entre mis benefactores. Hace cuarenta años conocí a través de su traducción el Gilgamesh, obra que me ha sido cara hasta el presente y que di a conocer también a muchos de mis amigos. Y ahora, a tan avanzada edad, me envía la nueva edición del poema junto con su bello discurso del año 1925 y una cartita por la cual advierto que no sólo yo obtuve favores de usted, sino también pude brindarle algo mío. En una ocasión en que hablaba con Thomas Mann sobre esta forma de dar y recibir, me dijo estas hermosas palabras: «En lo espiritual no existen amores desgraciados».

  Yo he leído el discurso, y estos días dejaré el nuevo Gilgamesh sobre la mesa de noche, en mi habitación del hotel, donde yace en estos momentos una vieja edición de las cartas de Lessing que he leído casi hasta el final.

  En aquella ocasión, cuando apareció su Gilgamesh por primera vez, fue para mí bienvenido y fructífero porque desde mi temprana juventud he tenido íntimos contactos con el Lejano Oriente (ya los había heredado del abuelo), pero en cambio el Cercano Oriente (exclusión hecha de Las Mil y una Noches, Hafis, etcétera) se me ha develado mucho más lento y reacio, de manera que no puedo menos de sentirme agradecido cuando se me abre una nueva puerta a sus maravillas.

  En consecuencia y de una manera cordial, en estas relaciones ha predominado reciprocidad. Lo verá en la copia de la carta adjunta. Japón se apoderó de mis obras antes que Inglaterra o América. Están todas traducidas. Recientemente, la India también ha comenzado a corresponder a mi amor de toda la vida. Siddharta aparecerá en estos días en el cuarto idioma indio. En cambio el Cercano Oriente que se me abrió más tarde y con dificultad, me ha devuelto esta esquivez. Allí jamás se ha introducido nada mío.

En setiembre volveré a mi casa de Montagnola. Hasta entonces mi paradero es Sils María. Si pudiera retribuir sus regalos con un libro mío que no poseyera y le interesara, me proporcionaría una gran alegría poder mandárselo.

  Con saludos muy cordiales.

 

  A Mr. Theodore Ziolkowski, Montevallo (Alabama) USA

  Sils María, 2 de agosto de 1955

  Distinguido señor:

  Respecto a sus intenciones de traducir mi obra le ha escrito brevemente mi esposa, quien atiende por mí todas estas cosas. Tan sólo quedaba por contestar su pregunta: ¿Qué opino yo de la traducción?

  En general, creo que ninguna obra puede ser vertida a un idioma extranjero sin gran pérdida de su sustancia. Dentro de una misma lengua ocurre que, por ejemplo, un poema o un fragmento en prosa escrito en dialecto suabo, suizo o hamburgués pierde lo mejor de su esencia al ser vertido al alemán culto. No obstante, se debe tra


ducir e intentar siempre lo imposible. De no ser por las traducciones no hubiera tenido acceso a todos los libros chinos y rusos que conozco. Asimismo, he leído con más frecuencia libros ingleses, franceses e italianos traducidos que en versión original.

  Muy distinta es en cambio mi posición respecto a las traducciones de mis propios libros. Jamás di el menor paso tendiente a su concreción y en el curso de cincuenta años he podido comprobar que la acogida que mis libros encuentran entre los diversos pueblos es muy variada. En Japón tengo lectores mucho más numerosos y asiduos que en Francia, y en este país más que en Inglaterra. Con el tiempo esta situación puede variar. Mi Siddharta, que apareció hace más de treinta años, no será traducido sino ahora en la India, y lo será en cuatro idiomas indios a la vez. Por mi parte, nunca me ocupé de las traducciones, pero tampoco las impedí.

  Cordiales saludos.

 

  A la señora H. S., Basilea

  Sils, agosto de 1955

  Querida señora S


… Difiero de su modo de pensar en un punto. Usted conoce mi escepticismo en cuanto a mi actividad y mis logros como poeta y literato. No puede ser su intención quitarme este escepticismo, esta inquietud de mi vida, pues despojado de ella no me quedaría sino dejar caer las manos en el regazo, dejar que el mundo sea mundo y gozar de mi don de poder sentir más íntimamente que otros lo bello. Ya sabe, la humanidad está en decadencia: fabrica bombas atómicas, afluye por millones hacia las únicas religiones y pseudorreligiones que pueden proveer bienaventuranza, el aire está saturado de guerra y corrupción. No deseará usted de veras que el poeta contemple todo esto con una sonrisa, que no se sienta copartícipe de la culpa por todo esto y sufra, que él y las fuerzas anímicas en las cuales cree, sean impotentes contra todo esto.

  ¡Pero aquí surge la palabra fatal en su carta! Para consuelo de mi inquietud me recuerda que en Alemania soy el escritor «más leído». ¿Cree usted de veras que esto signifique algo para mí? ¿Pretende que pueda consolarme competir en fama y popularidad con Eisenhower o la estrella más reciente de la cinematografía, estar al mismo nivel de los bestsellers estadounidenses en cuanto al número de lectores? Esta frase me ha decepcionado. Con esto me he desahogado. Echémosle tierra encima.

  Le saluda cordialmente.

 

  A un joven lector de Kafka

9 de enero de 1956

  Querido señor B.:

  … Lamentablemente, debo desilusionarlo por entero. Sus preguntas y la forma como se comporta respecto a la literatura no me sorprenden. Tiene usted miles de colegas animados por su misma manera de pensar. Pero sus preguntas insolubles sin excepción, provienen todas de la misma fuente de error.

  Las narraciones de Kafka no son tratados sobre problemas religiosos, metafísicos o morales, sino obras literarias. Quien sea capaz de leer de verdad a un poeta, a saber, sin preguntas, sin esperar resultados intelectuales o morales, con la simple disposición de recibir aquello que el autor da, a éste las obras le ofrecen en su lenguaje la respuesta que sólo puede desear. Kafka no tiene nada que decimos como teólogo o filósofo, sino solamente como poeta. Kafka no tiene la culpa de que sus estupendas obras se hayan puesto de moda y que las lean personas carentes de los dones y la voluntad para asimilar la literatura.

  Para mí, lector de Kafka desde sus primeras obras, ninguna de sus preguntas tiene significado. Kafka no da respuestas para ellas. Nos da en cambio los sueños y las visiones de su vida penosa y solitaria, alegorías para sus experiencias, sus aflicciones y sus satisfacciones, y son sólo estos sueños y visiones lo que debemos buscar en él y lo que debemos recibir, no las «interpretaciones» que ingeniosos intérpretes puedan darle a estas obras. Este «interpretar» es un juego del intelecto, a menudo un juego muy bonito, indicado para gente inteligente pero ajena al arte, capaces de leer y escribir libros sobre las artes plásticas de los negros y la música dodecafónica, pero que jamás encuentran acceso al interior de una obra de arte, porque se detienen ante la puerta y prueban cien llaves antes de percatarse de que la puerta está abier


Esta es más o menos mi reacción a sus preguntas. Considero que le debía una respuesta porque usted se toma las cosas en serio. Un cordial saludo.

 

  A la señora M. W.

  1.º de junio de 1956

  He comprendido perfectamente el tenor de su carta, pero no puedo contestar a sus preguntas. Son preguntas infantiles como las que a veces nos formulamos en nuestra aflicción, como si debiera existir en alguna parte una instancia de la que estamos autorizados a esperar una respuesta. A todos nos ocurre lo mismo y las preguntas infantiles en tomo «a la vida» no terminan jamás. Yo cuento setenta y nueve años de edad y mañana será sepultado otro amigo muy cercano, uno de los más leales y serviciales y yo, hombre viejo, también tendría deseos de preguntarle a esa instancia por qué debió ocurrir esto, por qué tuvo que irse mi amigo que hasta hace poco irradiaba pleno vigor y vitalidad, en tanto yo estoy viejo y enfermo.

  El error de estas preguntas y quejas probablemente resida en que quisiéramos recibir desde afuera algo regalado que sólo somos capaces de alcanzar en nosotros mismos con nuestra propia entrega. Exigimos que la


vida tenga un sentido, pero tiene exactamente el sentido que nosotros estemos en condiciones de darle. Puesto que el individuo sólo es capaz de lograrlo de manera incompleta, las religiones y las filosofías han tratado de responder a estas preguntas de una manera consoladora.

  Todas estas respuestas desembocan en lo mismo, la vida sólo adquiere sentido a través del amor. Esto significa que cuanto más capaces seamos de amar y entregarnos, tanto más sentido tendrá nuestra vida.

  Un ejemplo extraído de su propia carta: usted va por la Naturaleza en busca de consuelo y la decepciona que esa Naturaleza permanezca «tan pasiva e indiferente». ¿Pero cuánto interés le ha dedicado a la Naturaleza? Nunca ha observado e intuido cuán difícil y ardua es su labor, cómo tiene que luchar, trabajar, padecer y sufrir necesidades todo ser desde el escarabajo al árbol, cómo todo ser debe ubicarse en el conjunto de las cosas luchando y sacrificándose y sometiéndose a sus leyes. Usted se ha mostrado tan indiferente y desamorada con la Naturaleza puesto que considera que ella lo fue con usted. Aquí reside el problema. Y no diré al respecto una sola palabra más. Usted misma debe meditar.

  Con un cordial saludo.

 

  Al señor P. H., Göppingen

  8 de junio de 1956


Querido señor H.:

  … A su pregunta acerca de «si podría crearse una religión universal» debo responder negativamente. Ni siquiera las religiones auténticas, que surgieron de una manera orgánica, han logrado salvar a sus fieles de la estupidez y la brutalidad, con excepción de un pequeño número, una minoría de verdaderos creyentes. Y de las religiones sintéticas, artificiales que al parecer usted desea, se puede esperar mucho menos. Ocurre con ello lo que con los idiomas. De tanto en tanto una testa inteligente concibe la idea de que sólo la diversidad de lenguas sería lo que separa a los pueblos y no sería menester sino inventar un idioma universal general para que todos se entendieran entre sí. Ya han surgido varios de estos idiomas sintéticos que procuran mucha satisfacción a sus adeptos, pero los pueblos no hacen uso de ellos, tienen otras cosas que hacer y son demasiado cómodos para molestarse aprendiendo nuevas lenguas. Además, cada uno ama demasiado a su lengua vernácula como para preferir a otra artificial. En resumen: mejorar a la humanidad siempre fue y será una empresa desesperada. Por este motivo he edificado mi fe sobre el individuo, pues el individuo es educable y susceptible de corregirse, y de acuerdo con mi fe, la pequeña minoría selecta de individuos de buena voluntad, dispuestos al sacrificio y valerosos, fue y será la custodia de lo bueno y bello que hay en el mundo.

  Un saludo cordial.

 

  Al señor N. G., Karlsruhe

Agosto de 1956

  Querido señor G.:

  Pertenece usted a una iglesia y a un orden de sólida estructura y estoy absolutamente de acuerdo que se mantenga en esa ubicación y goce de sus grandes bendiciones. Pero entonces hará bien en no leer libros como Demian.

  La vida lo pondrá por sí sola en la posición en que se evidenciará la problemática de los órdenes aun mejor estructurados. Para citar un ejemplo de actualidad: usted puede ingresar al ejército, ser instruido como soldado y enfrentado a un enemigo. Tendrá entonces a su lado a su sacerdote, a su iglesia, a su patria si mata al enemigo. Pero al mismo tiempo estará contraviniendo el mandamiento divino «no matarás». Será entonces cuestión de su conciencia, si habrá de obedecer los preceptos de Dios o los de la Iglesia y la Patria. Presumiblemente, otorgará más autoridad al sacerdote y a la Patria que a Dios. Pero si así no lo hiciera y comenzara a dudar de la incondicional autoridad de la Iglesia y de la Patria, entraría a formar parte de aquellos para quienes Demian tiene un mensaje. Cordiales saludos.

 

  Al doctor Curt Pfeiffer, Francfort del Meno

5 de agosto de 1958

  Estimado doctor Pfeiffer:

  «¿En realidad, la historia de la humanidad no se reduce sino a la vida en un oscuro charco?» me pregunta usted.

  Para mí hay dos historias de la humanidad, la política y la espiritual. Algo como el progreso no es comprobable en ambas. Da lo mismo que Sansón matara a los filisteos con un hueso o Hitler dejara caer sobre Inglaterra una lluvia de cohetes. Y desde la filosofía de los Upanishad hasta Heidegger, tampoco se percibe progreso alguno. Sin embargo, ambas historias son bien distintas una de otra. Sea cual fuere el capítulo que se considere, la llamada historia universal es fea, horrenda y diabólica. En cambio, la historia de los idiomas, de las maneras de pensar, de las artes está jalonada en cada una de sus etapas por imágenes y flores bellas y amables. Quizá sea debido a ella que el Creador ha permitido la supervivencia de la humanidad a pesar de todo.

  Muchas gracias por su carta y cordiales saludos de su affmo.

 

  Al doctor Siegfried Unseld, Francfort del Meno

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