Hermann Hesse Cartas escogidas 06

ello tan sólo un anatema sino un destino. Naturalmente, yo tengo mi forma de comunidad y sociabilidad. Recibo al año millares de cartas, todas de gente joven, en su mayoría por debajo de los veinticinco años y muchos vienen a visitarme. Son casi sin excepción muchachos dotados, pero difíciles, destinados a una medida de individuación por encima del término medio, desconcertados por las rotulaciones del mundo normalizado. Algunos son patológicos, algunos tan excelentes que en ellos descansa toda mi fe en la supervivencia del espíritu alemán.

  No soy padre espiritual ni médico para esta minoría de jóvenes intelectos en parte amenazados, pero vivos. Carezco para ello de toda autoridad y todo derecho, pero hasta donde alcanza mi intuición robustezco a cada uno en aquello que lo separa de las normas, trato de mostrarle el sentido de ello. No le aconsejo a nadie adherirse a un partido, pero les digo a todos que si lo hacen siendo muy jóvenes aún, corren el riesgo no sólo de vender su propio juicio a cambio de ventajas, a cambio de estar rodeados de correligionarios, sino… (la frase fue interrumpida por la llegada de una visita, la retomo de nuevo), sino les indico a cada uno, también a mis hijos en particular, que pertenecer a un programa y a un partido no debe ser juego, sino tener plena vigencia, o sea que quien transe por la revolución no sólo debe poner su cuerpo y su vida a disposición de la causa, sino también estar preparado para matar, para disparar, para empuñar ametralladoras y lanzar gases. A menudo les doy a leer a los jóvenes la literatura de los revolucionarios de la izquierda, pero cuando se habla sobre el particular y empiezan los improperios irresponsables de costumbre acerca de los burgueses, el Estado y el fascismo (a los que por supuesto mandaría al diablo), traigo a colación esa cuestión de conciencia: que es menester estar dispuestos a matar, no sólo a matar a aquellos que conocemos y aborrecemos como criminales, sino a matar a ciegas, a disparar sobre la masa. Por mi parte no estoy dispuesto a ello por ningún motivo y me reconozco cristia

no porque en caso de necesidad prefiero sin duda alguna ser muerto que matar, pero jamás he tratado de influir sobre otro, tampoco sobre mis hijos, acerca de la decisión a tomar en cuanto a esta cuestión de conciencia.

  Dentro de una hora espero recibir la visita de un conocido autor antifascista y mañana al primer fugitivo de Alemania. Las olas llegan hasta aquí también y puedo sustraerme a ellas menos que en 1914… Sólo que ahora estoy más seguro de mi conciencia personal.

  … Tuve que realizar por última vez un nuevo examen de todo esto durante la revolución alemana, cuando me ofrecieron allí una actividad. A pesar de toda mi simpatía por Landauer, etcétera me quedé a un lado. Sigo estando aún en la misma posición y a sus ojos tal vez sea estancamiento, pero para mí fue y es día a día vida, cambio y examen.

 

  A Thomas Mann

  21 de abril de 1933

  Estimado señor Mann:

He visto con gran satisfacción en el «Zürcher Zeitung» el artículo de Schuh, a quien aprecio desde hace años, y pienso que también a usted le debe haber causado una alegría.

  Su actual situación me conmueve por diversos motivos. En parte quizá porque yo mismo pasé por similares experiencias durante la guerra, lo cual tuvo como consecuencia no sólo mi completa negativa a la Alemania oficial, sino también una revisión de mi idea de la función del intelecto y de la literatura. Tiene usted motivos muy distintos a los míos de entonces, pero me parece que tenemos en común una vivencia psíquica, la de tener que despedimos de concepciones que mucho amamos y nutrimos con nuestra propia sangre.

  No me incumbe ni es mi deseo decir al respecto otras palabras que las de una profunda simpatía. Yo también siento que su actual experiencia es diferente y más difícil que la mía de entonces, en particular porque hoy cuenta usted más años que yo durante la época de guerra.

  Pero en medio de todo esto veo un camino expedito para usted y para nosotros: un camino que conduce de lo alemán a lo europeo y de lo actual a lo ultratemporal. En este sentido considero llevaderas la caída de la República alemana y las esperanzas que puso en ella. Se ha derrumbado algo que no estaba del todo vivo y para el espíritu alemán será una fecunda escuela erigirse de nuevo en abierta oposición a la Alemania oficial.

  Espero que pronto volvamos a vemos y también los niños.

 

  A Thomas Mann

Después de Pentecostés, 1933

  Estimado señor Mann:

  Estamos muy contentos de volver a saber de usted. Muchas gracias por su amable carta. Lamento lo de Basilea. Yo mismo no sé bien por qué lo sentí como algo próximo.

  Con esa forma específicamente alemana de amor patriótico se están experimentando en estos momentos algunos ejemplos curiosos y patéticos. Hay judíos y comunistas exiliados, entre ellos algunos que en la posición colectivista de un heroísmo sin sentimentalismo hicieron apreciables progresos y que en el presente, obligados a vivir por un corto período en el extranjero y en la inseguridad, sufren conmovedora nostalgia. Lo comprendo cuando pienso cuán difícil me resultó a mí durante la época de la guerra y cuánto tiempo necesité para acabar en mí mismo con la parte sentimental de mi amor por Alemania.

  En casa se ha hablado y se habla a menudo y con cariño de todos ustedes. Desde entonces tuvimos aquí muchas visitas, demasiadas, pero aun dejando a un lado las demás simpatías, sentí hacia los menos igual parentesco que hacia usted en cuanto a su relación con Alemania. También me he familiarizado a partir de la guerra con la clase de agravios a usted inferidos, todavía leo de vez en cuando tales sones en las gacetas literarias o del ramo editorial.

  Debo confesar que en esta ocasión no vivo los procesos alemanes con tanta intensidad como en aquel entonces, durante la guerra, ni me alarmo ni me avergüenzo por Alemania. Por el contrario, me siento poco afectado, en verdad. Cuanto más se convierte en lema la sincronización, tanto más íntimamente me aferro a mi fe en lo orgánico y en la justificación y la necesidad de las funciones que son abominadas por la conciencia colectiva. Ahora, en cuanto a si mis ideas y mis acciones son alemanas o no, no tengo por qué juzgar. No puedo
librarme de mi germanofilia y creo que mi individualismo, así como mi resistencia y mi aborrecimiento contra ciertas actitudes y frases alemanas, son funciones a través de cuyo ejercicio no sólo me sirvo a mí mismo sino también a mi pueblo.

  ¡Los más cordiales saludos para todos ustedes! Hemos tenido una temporada muy seca y estamos exhaustos de tanto llevar regaderas. Pero por fin ha caído una lluvia torrencial y ya podemos pasear por nuestros arriates sin tener que avergonzamos. Dos gatitos han venido a aumentar nuestra familia. Ninon se encarga por supuesto de alimentarlos y prodigarles sus cuidados.

  Con los mejores deseos.

 

  A Thomas Mann

  Mediados de julio de 1933

  Estimado señor Mann:

  Su hijo Michael me ha enviado una amable carta y acompaño a ésta mi contestación. Nuestras mujeres también han intercambiado misivas y ahora me pondré a escribir yo también aun cuando en estos últimos tiem

pos hay bastante que hacer. No obstante, pienso mucho en usted y últimamente no se aparta de mi recuerdo. Una vez me lo recordó la historia de Fiedler en Altenburgo, de cuyo proceso estará enterado. Luego, en una ocasión vino a visitamos Bruno Frank y habló de usted con tanta belleza, conocimiento y veneración que fue un verdadero deleite. Pensé con vehemencia en mi primer encuentro con Frank, alrededor de 1908. En aquel entonces usted ya era para él su estrella y su modelo. Y así esto y aquello me hace tenerlo presente. También algunas de nuestras pláticas han dejado resonancias en mí.

  Lamento que durante su visita no lograra vencer mi timidez y le hiciera conocer el prólogo del libro que estoy proyectando desde hace dos años. Está escrito desde hace un año y expone anticipadamente la actual situación intelectual de Alemania con tanta exactitud que al releerlo estos días, casi sentí horror.

  Tan pronto hubo partido, me propuse dedicarme de nuevo a sus obras, de las cuales no volví a leer en muchos años Los Buddenbrooks y Alteza Real. Dado el estado de mi vista, naturalmente todos los propósitos de dedicarme a la lectura son un poco limitados, pero ya hemos resuelto la situación y desde hace algunos días Los Buddenbrooks amenizan nuestras veladas. Mi mujer lee con dedicación y a menudo su viva presencia nos acompaña toda la noche.

  Esta vez mi papel en Alemania y su literatura es al menos más grato que el suyo. Oficialmente, no se me ha molestado. En las proclamas donde se invita a la juventud hitlerista a interesarse por los escritores alemanes, no me han incluido entre los recomendados Kolbenheyer, ni entre los «literatos del asfalto», contra los cuales se los previene. Esta vez se olvidaron de mí y yo lo aprecio pero sin olvidar que se trata tan sólo de una omisión y cualquier día puede haber un cambio.

  Se me antojan muy curiosas las cartas provenientes del Reich que me envían los adictos al régimen. Todas están escritas a una temperatura de unos 42 grados, ensalzan con palabras grandilocuentes la unidad, más aún

la «libertad» que reinaría hoy en el Reich y a renglón seguido escriben furibundos sobre la piara de católicos y socialistas a los que les van a ajustar cuentas. Es ambiente de guerra y de persecución racial, gozosa y ebria. Estos son los sones de 1914, pero desprovistos de la ingenuidad posible aún en aquel entonces. Todo esto costará sangre y algo más. Se percibe olor a todo lo malo. No obstante, por momentos me emociona el entusiasmo y la disposición para el sacrificio de ojos cerúleos que se advierte en muchos.

  Ojalá las cosas le sean tolerables y podamos volver a vemos en un futuro no muy lejano.

  Le ruego hacer llegar mis saludos a su esposa y a Mädi.

  Cordialmente suyo

 

  A Adolf B., Rotenburg (Hannover)

  28 de agosto de 1933

  Estimado señor B.:

  Es poco lo que puedo decir en relación con su carta. Conozco bastante bien el tipo humano al cual pertenece usted, pero eso no significa que esté lejos de conocer al individuo. De todos modos, veo claramente que está lu

chando con fenómenos de la evolución que son absolutamente necesarios, en parte hasta naturales. Por ejemplo, ese decaimiento de ciertos goces predilectos por el que a menudo pasamos en la vida, lo he descrito muchas veces en mi calidad de narrador en Bajo las ruedas y Demian. Esto no es motivo para quejas y temores, y se le suma también un estancamiento en la productividad. En nombre de Dios, tómelo como lo que es: como una advertencia y un reto a no considerarse acabado, sino a cargar con los dolores de nuevas fases evolutivas. Usted, el teólogo, carece aún de piedad. No se la tiene en la juventud, viene con los años, pero puede aspirar a ella. Deje que la cuestión acerca de su talento, de su productividad, sea puramente biológica, y piense que en la vida de todo artista el soportar y la fecunda superación de las crisis de productividad que se prolonga a menudo varios años, forman parte de lo más penoso pero también de lo más instructivo.

  Cuídese de considerar su vena literaria sólo como una profesión, como un asunto de su vida exterior, de su carrera. Nada sería más pernicioso. Acepte tranquilamente la ausencia de producción, pensando que también hay temporadas en las que no se sueña y absténgase de arrastrar estos procesos al dominio de la conformación racional de la vida. Su productividad, como la mía y la de cualquiera, es una gracia, nada más, y no podemos hacer nada al respecto. Pero sí podemos causar daño si pretendemos arrebatarla del dominio de lo maravilloso.

 

  A la señora Br., asesora de estudios, en estos momentos en Lugano

… Comprendo y apruebo que un individuo exija mucho de sí mismo, pero cuando hace extensiva a otros esta exigencia y convierte su vida en «lucha» en pro del bien, debo reservarme mi juicio, pues para mí la lucha, la acción, no tienen valor alguno. La oposición no me merece la menor estima. Creo saber que toda intención de cambiar el mundo conduce a guerras y violencia y por ello no puedo afiliarme a ninguna oposición, pues no apruebo las últimas consecuencias y no considero enmendable la injusticia y la maldad sobre la tierra. Lo que sí podemos y debemos es enmendamos a nosotros mismos: nuestra impaciencia, nuestro egoísmo (también el intelectual), nuestra susceptibilidad, nuestra falta de amor e indulgencia. Todo otro cambio del mundo, aun cuando se origine en las mejores intenciones lo considero inútil, por esta razón tampoco tengo relación alguna con partidos o publicaciones opositoras y lamentablemente tampoco puedo darle consejo alguno en este sentido.

  No quisiera ejercer con mis palabras crítica alguna acerca de su posición. Respeto toda intención seria, pero mi propia posición es completamente diferente. Sería absurdo no expresar esta idea con toda claridad.

  Para una persona de su posición consideraría lo mejor tratar de buscar en alguna parte un trabajo positivo, constructivo, útil, aun cuando debiera suceder so pena de sacrificios y concesiones. Esto es lo único que me parece digno de anhelar. Aun cuando en esta época se haga necesaria, no creo que la lucha intelectual contra la falta de libertad y la violencia sea una actividad capaz de alentar y procurar felicidad a un individuo sufriente
A Josef Englert, Fiésole

  29 de setiembre de 1933

  … Por desgracia, conozco desde hace mucho la triste mentalidad de los judíos alemanes. Su conducta respecto a los judíos eslavos ha sido una traición y una ignominia desde mucho antes de la aparición de Hitler. Si no fuera una irreverente brutalidad respecto a su situación actual uno estaría tentado de decir que «lo tienen bien merecido», pero no debemos olvidar que tanto los judíos como los alemanes tienen junto a su mayoría bruta, estúpida y cobarde, una minoría fina, sabia y valiente, por pequeña que sea. La sola existencia de una persona como Martin Buber constituye un consuelo y una dicha. En sus últimas obras y en su comportamiento ha alcanzado desde hace años una gran pureza, claridad y seguridad en cuanto a su posición.

  En su calidad de judío y para la pequeña minoría de los judíos intelectuales se ha convertido en la actualidad en acumulador y fuente de energía, no se ha amoldado en un solo paso ni a la manera alemana ni a la cobarde judío-alemana.

  Estas pequeñas minorías y focos de espiritualidad y piedad son aquéllas con las cuales comparto una viva complicidad, con las cuales me agito, soporto y trabajo en silencio. Por ejemplo, en la pequeña esfera vital de mi

persona, mi vínculo con Alemania me es confirmado casi a diario por las cartas de los lectores, en particular lectores muy jóvenes que se dirigen a mí con una inseguridad a menudo malsana, pero la mayoría de las veces con una confianza conmovedora para buscar en la crisis de sus vidas alguna confirmación o enmienda. Estas cartas, desde hace veinte años la única prueba real del sentido de mi existencia y de mi trabajo, aunque al mismo tiempo mi diaria carga y tormento, estas cartas de los jóvenes lectores alemanes no han cambiado en nada desde marzo de 1933, ni siquiera han mermado. Ahora como antes, esos sectores de la juventud a los cuales les resulta imposible el rápido dejarse absorber por la masa y el uniforme, pelean su batalla por la luz y el espíritu, a lo cual se suma a menudo la más amarga miseria material. Los desocupados leen en las bibliotecas gratuitas un libro que los cautiva, empiezan a reflexionar, buscan el camino hacia el autor, tal vez lo abandonan enseguida porque no pueden considerarlo como consejero o modelo, sino sólo como el instigador. En este puesto, el de vocero de una pequeña minoría de individuos que luchan por dar un sentido e imponer una meta a sus vidas, en este puesto estoy ligado ahora y siempre al pueblo alemán y tengo en él una función. Algunas de estas personas vienen hasta Montagnola para verme. Se presentan aquí un buen día, platican conmigo una hora o medio día, llegan a pie o en bicicleta y al igual que las cartas me procuran alegrías y preocupaciones y a la larga esto se convierte para mí en una responsabilidad que aumenta lenta pero constantemente, una responsabilidad que a veces me oprime, otras me sostiene y alegra.

  Por otro lado, muchos de mis amigos no entienden que no tome partido, que no me afilie a Alemania ni adhiera a la oposición. A menudo, me asalta el deseo de decidirme por esto último, pero sólo por un fugaz instante. ¿Para qué las protestas? ¿Para qué los artículos festivos sobre Hitler y sobre el talento de los suboficiales alemanes? ¿Qué me importan? Nada puedo remediar. En cambio puedo ayudar un poco a aquéllos que, a semejanza mía, sabotean con sus pensamientos y sus actos y forman islas de humanidad y amor en medio del caos

diabólico y la masacre. Querido amigo, mucho me hubiera gustado hablar con usted. Me depara una gran alegría saber que en su manera enérgica que tanto me gusta, ha vuelto a la actividad en medio del infierno y ha intervenido personalmente y creado cosas buenas.

  Ahora, le saludo de todo corazón como también a su esposa e hijos y les deseo aunque sea por última vez un hermoso y benigno otoño en Fiésole.

 

  A Thomas Mann

  Fin de 1933

  Querido señor Thomas Mann:

  Hace ya bastante tiempo que hemos concluido la lectura del Jaacob… Ahora quisiera agradecerle al menos el gran placer que me deparó este libro. Son muchos los detalles que me embelesaron, pero en particular deseo mencionar la regularidad y la continuidad que en éste como en libros anteriores me llenaron de gozo y emoción, la densidad de la trama, la fidelidad de la intención hacia el todo y hacia la forma magna. Además, en medio de la moderna concepción de la historia y de su descripción, está la callada ironía levemente melancólica

que se me ha hecho cara hasta en el más mínimo detalle y con la cual contempla usted la problemática de la historia y el afán de relatar, sin declinar sin embargo ni por un momento, en el esfuerzo en torno de esta historiografía reconocida en el fondo como imposible. A mí, que en muchas cosas estoy formado de otra manera y provengo de otros orígenes, me resulta particularmente simpático y familiar esto de emprender lo imposible, tomar sobre sí lo trágico de manera activa. Por añadidura, este libro llega con su calma en un momento oportuno, en una época ornada con estúpidas actualidades. Y sus figuras son mucho más reales, probables y acertadas que las del escenario del mundo. No habrá lector alguno que no sienta el encuentro con su Laban como una excitante relación personal.

  En la medida que me lo permite la vista, leo biografías de pietistas del siglo XVIII y en realidad ya no sé lo que es la productividad. Entretanto, cuanto más se aleja de la posibilidad de su materialización la idea del proyecto trazado hace dos años (el del juego intelectual matemático-musical) va adquiriendo en la imaginación la forma más bonita y acabada de una obra de muchos volúmenes, más aun de una colección.

  Nuestra región está toda blanca. No deja de nevar y garuar. Por favor, transmita mis saludos a la señora Mann, a Mädi y a Bibi y acepte nuestros buenos deseos para el Nuevo Año.

 

  Al señor A. H., Pforzheim

Estimado señor H.:

  … Usted está en vías de desarrollar una personalidad, y por cierto deberá seguir por ese camino aun cuando el mismo lo lleve realmente a la locura o al suicidio. No tomo muy en serio estos dos riesgos. En ciertos casos no son riesgos, sino el final absolutamente correcto de una carrera, y no de la peor.

  Sólo tomo en serio al hombre como individuo, como persona y según parece el camino a él es hoy más difícil de lo que fue en tiempos de mi juventud. Por lo demás, no ha cambiado su significado ni tampoco su rostro, pues los destinos propiamente humanos apenas sufren transformación con el correr de los siglos.

  Lo que ha cambiado son sólo los atractivos que hoy quieren inducir al hombre a abandonar prematuramente el difícil camino hacia el propio yo para entregarse a una comunidad, a una meta en apariencia elevada y noble. Como he podido ver, en usted estos atractivos no se han presentado en la forma grosera de los programas políticos y los ideales ficticios, ha evolucionado demasiado en su calidad de persona para ello. Sin embargo, en su dedicación se inclina por las pequeñas comunidades más idealistas: a los vegetarianos, los emigrantes, los reformadores de la vida, etcétera. Aun cuando los ideales de estas comunidades sean en sí nobles y buenos, o no, constituyen un peligro para los individuos jóvenes de su clase, a saber, estas pequeñas comunidades ideales quieren formarlo y darle un cuño antes de tiempo, educarlo y encasillarlo. Tampoco debe escapar de ese peligro y quedarse solo, pero sí pensar en todo momento que su completo valor humano no lo alcanzará ni será eficaz sino cuando haya desarrollado verdaderamente su personalidad, su carácter, en la medida de sus posibilidades. En consecuencia, habrá de guardarse de tomar enseguida los ideales y las metas de tales comunidades y sus conductores con la misma seriedad que su propia realización. Si sirve de algo, más adelante subordinará segura

mente su persona a fines más elevados y humanos, pero sólo cuando haya alcanzado el grado de humanización posible en su caso. Por lo tanto: no atribuya demasiada importancia a los programas o contenidos ideológicos de las ligas o comunidades, pero tome en serio a los conductores que le salgan al encuentro y no los abandone sino cuando sienta claramente que ya no les debe dar nada ni está sometido a ellos. Usted debe probarse y medirse no según las ideas generales, sino según los hombres, los «conductores», aquéllos que en principio son superiores a usted como personas y si de ello surgen desesperación y deseos de suicidarse, no le arredren tales cosas, marche sobre el infierno, es superable.

  No puedo decirle más, no logro ver más a través de las páginas que escribió. Lea unas cuantas veces seguidas estas líneas mías, luego olvídelas tranquilamente y permita actuar tan sólo lo que deje algún aliciente y estímulo.

 

  A la señora Berta Markwalder, Baden

  Otoño de 1933 o 1934

  Querida señora Markwalder

Le agradezco por su amable carta que me causó gran alegría. Naturalmente, la visitaré con mucho gusto, pero no podrá ser antes de noviembre. En octubre, mi esposa tomará vacaciones. Este año se las ha ganado porque hemos tenido y tenemos aún nuestras preocupaciones y porque este año hemos recibido un número extraordinario de visitas y huéspedes. Además, en octubre me espera mucho que hacer en la casa y el jardín y aguardo la llegada de uno de mis hijos. Pero en noviembre, tendré sumo placer en anunciarle mi visita.

  También llevaré conmigo lo que usted desea, mucho espíritu conciliador. Querida señora Markwalder, en su carta dice algo que no es exacto: señala que yo habría estado «constantemente entre los enemigos de Alemania». ¿Por qué afirma semejante cosa? ¿Acaso porque a menudo fui un adversario de la política alemana? Pero un pueblo no tiene meramente política, también tiene alma, su cultura, su paisaje, su idioma, su historia y sus recuerdos, su herencia de espíritu y arte. Desde que vivo, he tenido parte en todo ello con el trabajo de toda mi vida, como escritor y como crítico. Desde hace muchos años la mitad de mi labor ha consistido en responder y leer las cartas que recibo de Alemania, en su mayoría de gente joven que viene a mí con sus aflicciones, sus esperanzas, ideales y dudas. Quisiera no haber hecho todo este trabajo a menudo muy gravoso y lleno de responsabilidad, para ser visto a la postre como un «enemigo de Alemania». Las cosas no son así. Y si alguna vez desapruebo —como usted misma también lo hace— los actos de insólita crueldad y demencia del régimen actual (tal como lo hice en épocas del emperador, antes de la guerra), mi conducta no debe adscribirse a hostilidad sino a amor. Un pueblo no tiene pensadores, poetas y literatos sólo para que lo alaben y lo estimulen en todos sus caprichos y sus vicios. Esa sería una interpretación errónea de nuestra misión. En resumen, en mí no hallará a un germanófobo

A Wilhelm Gundert, Tokio

  11 de febrero de 1934

  … He optado por el silencio y una posición neutral respecto a los acontecimientos políticos del año. Desde hace veintidós años vivo en Suiza, soy ciudadano suizo y como tal no alimento un gran nacionalismo. Probablemente estés en lo cierto cuando expresas que en estos tiempos es menester «estar junto a su pueblo», pero hay muchas maneras de hacerlo. Uniéndose al vocerío durante los grandes alborotos, aportando nuestro odio en las persecuciones contra los judíos y los intelectuales, contra el cristianismo y la humanidad, se presta muy poco servicio al pueblo. Para «el pueblo» las «grandes épocas» son siempre las del odio y la disposición para la guerra. Nosotros, los intelectuales, debemos callar en tanto sea posible, aun cuando con tal actitud no nos hagamos querer y debemos estar junto al pueblo, no en favor de sus pasiones, rudezas e iniquidades.

  En el ínterin, tal vez hayas recibido mi poesía «Credo». Es una confesión de fe en una formulación bastante aguda, bien alejada del «cristianismo alemán» de estos días que desconoce el primado del espíritu, porque está ebrio de creencias «raciales»…

Al señor S. Hohenberg (Sajonia)

  Mediados de febrero de 1934

  … Temo que aún no se ha llegado al nivel más bajo y que el arte y la literatura habrán de pasar hambre aun durante un tiempo. Sin embargo, esto no impide que hagamos fecundos los sufrimientos que de ello emanarán y que nos reservemos y ofrendamos al futuro. Aparentemente, también nos queda abierto el otro camino: pasar por alto el momento trágico y perdernos de alguna manera en la masa. ¿Pero nos estará realmente abierto, y nuestra renuncia a él será realmente nuestra proeza y nuestra virtud? Presumiblemente, cada uno de nosotros recorre su camino mucho menos libre de lo que a él le parece. Por esta razón es bueno para los señalados saber de camaradas y sentirse incluido en las filas de los creadores y sufrientes que marchan por la historia del mundo.

  Esta es nuestra comunidad de los santos, forman parte de ella tanto el pobre Villon y el pobre Verlaine como Mozart, Pascal y Nietzsche. Ya no sé más qué decir por hoy…

A la señora Johanna G., Cernauti

  Mediados de febrero de 1934

  Querida doctora G.:

  Agradezco su carta. Conozco a Buber a medias y apenas he tenido contacto personal con él. Si lo cuento entre los judíos que están en una relación muy próxima, estrecha y fatal respecto a Alemania, lo hago por buenas razones: Buber pasó por la escuela rabina y también por la escuela filosófica alemana (al menos una de ellas: Simmel). Además, se casó con una alemana, publica desde hace decenios sus obras en Alemania y last not least escribe un alemán mejor que el de la mayoría de los alemanes.

  El «judío alemán» al cual se refiere en su carta, o sea el judío sin tradiciones ni religión, el judío que se acomoda a los negocios y a la cultura, que quiso saber tan poco de la Biblia y del Talmud como de sus hermanos del este más pobres y amenazados, este «judío alemán» me da lástima porque está en una situación difícil, pero no me interesa para nada. Lo compadezco, pero lo considero un fenómeno transitorio de corta duración. Se da desde fines del siglo XVIII y pronto asistiremos a su decadencia, porque los judíos alemanes que sobrevivan deberán volver de alguna manera al judaísmo, ya sea al ghetto alemán o al judaísmo político y rumbo a

Palestina o bien al genuino, eterno judaísmo espiritual de la Biblia y del Talmud. Este camino está abierto a todo judío aun en medio de la miseria y la persecución. Al hacer referencia a Buber, mi propósito era señalarle ese camino, nada más.

  Sé bien cuán penoso es perder la patria, pero de estos padecimientos pueden surgir cosas buenas, tal como las engendró Buber, el judío del este, objeto de las burlas y las sospechas en medio de sus hermanos alemanes que no lo entendieron ni valoraron. Si las actuales persecuciones de los judíos tienen algún sentido, es éste: señalar a los más valiosos entre los judíos lo indestructible, lo espiritual y divino de su origen y de este modo servir al espíritu, aquí en la tierra. Los judíos alemanes mediocres, bien adaptados del pasado cercano, eran gente agradable y culta, pero no sabían nada de la miseria, tampoco de la espiritual y por esta razón no fueron realmente fecundos espiritualmente. A través de la actual aflicción alguno puede llegar a serlo. Recordarlo era la intención de mis líneas acerca de los libros judíos.

 

  A un estudiante de teología

  17 de marzo de 1934

Estimado señor:

  En su calidad de teólogo no está bien debatirse en la incertidumbre acerca de dónde se encuentran los valores y dónde buscar consuelo. Y tampoco está bien que espere de mí que a través de una apología de mí mismo le ayude a no serme infiel. Es mejor que sea infiel, recorra el camino de la época del espíritu al poder, de la fe en el espíritu a la fe en los cañones y tenga la plena certeza de que ninguno de todos los buenos espíritus del pasado aprobará su camino. Es más fácil transitar por él que por el nuestro, se puede lograr sin el «cansancio» que le molesta en mí y que se remonta a algunos decenios de luchar por el espíritu contra el poder brutal. Vivía en Gotinga un estudiante de teología, el señor Adolf B., autor de poesías muy bellas. Si lo conoce salúdelo de mi parte y hable con él, pues yo no puedo darle lo que usted desea.

 

  A Max Machhausen, Colonia-Ehrenfeld

  Junio de 1934

  Distinguido señor Machhausen:

  Agradezco su carta. Me ha complacido y creo comprender su origen…

Usted habla de Scheler y de Ball. A Scheler lo conozco apenas de oídas, no he leído ninguno de sus últimos escritos, pero guardo de él un pequeño recuerdo personal. Durante la guerra, en 1915 o 1916, estuvo en Berna y vino a visitarme dos veces. Por su persona no me resultó antipático, pero advertí en sus manifestaciones un alto grado de nacionalismo. Al comenzar la guerra escribió también un libro en el cual glorifica el nacionalismo. La obra tenía sus dosis de fascinación, y en aquel entonces, por el año 1916, encontró en mí enconada oposición.

  Hugo Ball también vivió cierto tiempo cerca de mí, en Berna, durante la guerra, pero sin que supiera de él ni conociera su nombre. Formaba parte de un pequeño círculo radical de antibelicistas, y si bien conocía mi nombre no me consideraba entonces sino un ridículo novelista sentimental y burgués. Mas tarde a partir de 1919 aprendimos a conocernos mejor. Ambos habíamos llegado a Ticino en calidad de fugitivos después de una existencia más o menos malograda. Fue mi amigo y durante varios años mi contacto más cercano. Nuestra amistad nos unió más y más hasta su muerte. Su sepultura está cerca de mi casa, su viuda aun mantiene conmigo vínculos amistosos. Ball contribuyó mucho a mi conocimiento del pensamiento católico y yo le transmití algo de la sabiduría india y china. En sus últimos años fue un católico ortodoxo y aun cuando lo contradecía a menudo y no ocultaba mi escasa simpatía por el clero, me cautivó en particular y conquistó mi corazón por su disposición a ofrecer el sacrificio del intelecto, por su intento heroico de realizarlo y porque la realización del ideal romano en la vida privada se le antojaba más importante y sagrado que todo edificio ideológico. Eran todos herejes quienes le acompañaron hasta su última morada y yo también caminé tras su ataúd con un largo cirio bajo la lluvia, en medio de la tempestad, hasta la iglesia de San Abbondio.

  La lectura de su carta hizo que este recuerdo aflorara en mí. Es joven y para usted aquello que busca se le presenta como «nuevo», vivir una nueva manera, una nueva especie de espiritualidad y humanidad, pero para

mí, que me encuentro en la senectud, lo «nuevo» carece de hechizo y no obstante creo que lo que usted anhela es lo mismo que anhelo yo, pues la meta de todos los sueños e ímpetus del hombre siempre es nueva. La elevación del hombre está siempre y por doquier en contraposición a lo acostumbrado, a lo profano, a lo rutinario. Los jóvenes y los creyentes siempre consideran fariseos a aquellos que pertenecen a órdenes y credos ordenados y de formulaciones acabadas. Y así creo también que la selecta minoría y óptima fuerza vital del Cristianismo siempre se encuentra en aquellos para quienes lo formulado amenaza perder sabor. Creo asimismo que los anhelados «nuevos» órdenes sólo son los viejos, y que las viejas formulaciones recuperan su hechizo actual en la medida en que el buscador está dispuesto a admitir la fórmula como símbolo.

  Si alguna vez visitara el Mediodía y tuviera contacto con nuestra región quizá podríamos vernos. En estos momentos es casi imposible mantener una disputa por encima de las fronteras. Le deseo todo lo mejor.

 

  Al doctor M. Sp., Charlottenburg

  23 de junio de 1934

  Distinguido doctor:

Le agradezco sus líneas. Me pregunta si no me ha «echado a perder el humor». Le confieso que no había nada que echar a perder. Quien vive en el infierno y vive consciente en él no puede tener buen humor. Por esta razón considero también superfluas las discusiones sobre nuestros puntos de vista. La vida es demasiado breve y muy difícil. Tenemos otros deberes que cumplir.

  Me abstendré de cualquier manifestación sobre cuestiones judías ya sea en pro o en contra. Espero de ello sosiego para usted y para mí un cierto descargo, pues al fin y al cabo yo también soy un ser humano y me asiste en realidad el derecho de todos y cualquiera de sentirme ofendido por los reproches duros e injustos.

  Por lo tanto, le ruego desista de escribirme la carta proyectada. Reconozco a los judíos en conjunto, así como en forma aislada, el derecho absoluto a sus pasiones nacionalistas y en consecuencia, en el futuro me esforzaré para no lesionarlo. Sin embargo, lo que venero, amo y tomo en serio en los judíos como en cualquier otro pueblo no son precisamente las pasiones y las susceptibilidades nacionalistas. Las considero algo natural, algo lógico, pero absolutamente carente de interés. Lo único que me interesa en los hombres es su capacidad de hacer a un lado o sublimar esas pasiones en casos determinados.

  Le doy las gracias por sus amables palabras.

  Su affmo.

 

  A la comisión directiva del PEN Club de Londres

Distinguidos señores:

  Permítanme ustedes orientar vuestro interés hacia un colega alemán, un escritor notable y que en la actualidad está pasando por graves padecimientos, cuyas obras representan un elevado valor humano y literario y a quien —según me han dicho— no han tenido en cuenta hasta ahora a pesar de sus esfuerzos en favor del sacrificio de la crisis alemana. Se trata del escritor y periodista Arthur Holitscher. A partir de Fuente envenenada aparecida por primera vez después de 1900, sus novelas le han conquistado un lugar en la literatura alemana y desde que Holitscher se ha dedicado más y más a los problemas sociales de su época y ha tomado partido por su solución según las ideas comunistas, ha pasado a formar parte de los abogados y defensores de los pobres y de los desamparados. No soy correligionario de él, tampoco su compatriota (por nacimiento Holitscher es húngaro, yo soy suizo) pero sí colega y lector de sus obras desde hace treinta años. Ahora que el propio Holitscher se cuenta entre los pobres y privados de sus derechos, que sus libros han sido prohibidos, confiscada su propiedad y sus herramientas de trabajo y pesa sobre su existencia una seria amenaza, ahora que ya no posee siquiera sus propios libros, ahora creo que debe pertenecer necesariamente a aquellos colegas a quienes les es menester vuestra solidaridad, vuestra camaradería, y son dignos de ellas. Sus libros deben formar parte sin reservas de vuestra Biblioteca de los Emigrantes. El propio Holitscher se cuenta entre aquellas víctimas de la situación política, cuyo conocimiento y protección en la medida de lo posible, sería por cierto vuestro deber.

  Ruego a ustedes sepan disculparme, a mí, un extraño que no pertenece a ninguna organización, ni es siquiera miembro de vuestro club, por haberme permitido estas sugerencias.

  Con toda consideración, vuestro affmo. servidor.

A Otto Basler, Burg (Argovia)

  25 de agosto de 1934

  Estimado señor Basler:

  Sí, en verdad es una lástima no contar con su presencia cuando mi sobrino repasa música conmigo. Podría aprender también de usted. Además es encantador conocer viejas obras y maestros que hasta ahora ignoraba, por ejemplo la música para piano de Froberger y otras más.

  Siempre me causa una gran satisfacción que mis poemas encuentren en usted un lector tan amable e indulgente. Comparto su opinión en cuanto a la relación de mi poesía con la de George, sin embargo no confrontaría los dos tipos diferentes de poesía para darle a uno preferencia exclusiva. Por el contrario, para mí son manifestaciones de tipos antiguos y eternos, antítesis, de las cuales ambas partes están igualmente vivas. George y lo que forma parte de él (forma parte media Alemania de hoy) suponen una posición intencionada, una disciplina, una selección dictada y controlada por la voluntad, mientras que yo pertenezco a la especie que desconfía de la voluntad y de lo querido y busca una armonía entre el espíritu y la naturaleza, entre la voluntad y la gracia. El peligro de los primeros es la soberbia, la dictadura (la dictadura de George en su «círculo» y su pre

tensión de exclusividad como único poeta de la época, fueron precursoras de la otra dictadura alemana y en parte hasta modelos directos). El peligro de la otra especie es la negligencia, subestimar la intención de la forma, carecer de disciplina. Lo valedero no reside en cualquier parte entre ambos tipos sino que está por encima de ellos en el palpitante ir y venir entre los dos polos. Mi interés teórico en la música es muy limitado y no tiene mucho valor pues no soy intérprete. Me interesa el contrapunto, la fuga, la alternación de los modos armónicos pero tras estas cuestiones puramente estéticas, también están vivos con las otras, el verdadero espíritu de la música genuina, su moral. Al respecto los viejos chinos saben y dicen más que nuestros musicólogos. Li Bu We cita entre otras cosas en «Primavera y otoño», cap. 2: «La música perfecta tiene su causa. Nace del equilibrio. El equilibrio nace de lo derecho, lo derecho nace del significado del mundo. Por esta razón sólo es posible hablar de música con alguien que haya reconocido el significado del mundo». Li Bu We ya tenía formado su concepto acerca de Wagner, el cazador de ratas y músico favorito del segundo y más aun del tercer Reich. El chino decía: «cuanto más arrebatadora la música más melancólicos se toman los hombres, más peligrosa se toma la tierra, más hondo cae el príncipe», etcétera, o: «Tal música es por cierto ruidosa, pero se ha apartado de la verdadera música. Por ello esta música no es alegre. Si la música no es alegre el pueblo gruñe y la vida se daña», y «La música de una era bien ordenada es serena y alegre y el gobierno regular. La música de una era inquieta es agitada y furibunda y su gobierno está trastrocado. La música de un estado decadente es sentimental y triste y su gobierno corre peligro».

  Addio, quizá nos veamos en Baden en las postrimerías del otoño. Estoy sobrecargado de huéspedes y visitas. Desde hace largo tiempo ya no me es posible trabajar, salvo la cuota necesaria de cada día. Los dos poemas surgieron como al azar

Al señor H. L., Wiesbaden-Biebrich

  Agosto de 1934

  He recibido su carta, pero la vida es demasiado corta para dilapidarla con tanta charla. Lo considero poco provechoso. Naturalmente, puede usted divertirse a su antojo sobre el poema «Credo» pero me resulta incomprensible que lo pueda concebir como un intento de privar al hombre de su responsabilidad. Presumiblemente, entiende usted por espíritu algo así como inteligencia o algo parecido. Yo, es decir, mi poema, nombra al espíritu «divino» y «eterno», es decir, el poema entiende por espíritu exactamente lo que desde hace tres mil años entendieron todas las cosmovisiones espirituales: la sustancia divina. Es divina, pero no es Dios, si bien hay religiones que lo toman así. Que nuestra existencia es trágica pero santa no le quita responsabilidad al que así cree. Tampoco puedo ver por qué mi fe debe estar en contradicción con «Crisis» u otros de mis escritos. Ningún ser humano conserva su fe todos los días y a cada hora con la misma pureza y vigor, con los que quizá la formuló en una hora benigna. Y la fe en el espíritu y en la determinación del hombre por el espíritu de manera alguna excluye la tristeza y la desesperación de la vida física (acerca de las cuales trata «Crisis»). Si en la actualidad los

conceptos no estuvieran tan embrollados y si la práctica no extrajera cada día deducciones demoníacas y mortales de esta confusión, quizá nunca hubiera sentido el apremio de formular mi fe tal como lo hace ese poema…





Será mejor que formule para usted su propia creencia. ¡Verá entonces cuán difícil y llena de responsabilidad se toma cada palabra! Y luego, busque vivir su fe. A un joven alemán de hoy no le faltarán pruebas difíciles.

 

  Al profesor Toshihiko Katayama, Toki


Agosto de 1934

  Estimado colega:

  Su amable carta me ha sido muy grata y le agradezco cordialmente por ella y por los dos cuadernos, el ensayo sobre «Lauscher» y su bello poema solar dedicado a la muerte.

  Lo que manifiesta acerca de su ensayo sobre «Lauscher» me resulta comprensible. En el curso de mi vida han aparecido y se hicieron conscientes las dos almas bajo distintos nombres e imágenes. También la antinomia apolíneo-dionisíaco formó parte de mi vocabulario durante un período de mi juventud. Más tarde, me acostumbré a mirar e interpretar a las «dos almas» más como polos entre los cuales el ir y venir de las corrientes y tensiones puede suponer lucha y dolor, si bien siempre significa vida.

  Si consigue hallar en Tokio el «Neue Rundschau» berlinés, encontrará en el número de mayo de 1934 un cuento mío en el cual podrá apreciar aquello a lo cual estoy abocado desde hace algunos años, pues es un fragmento de una obra mayor con la que mis ideas juegan desde hace varios años.

  A menudo me ha causado sumo agrado el interés de los japoneses por la literatura alemana. Hace algunos años me vino a ver un profesor nipón que estudió en Europa durante cierto tiempo. Visitó en Alemania las ciudades natales y los lugares donde transcurrieron las vidas de Goethe, Heine y otros. También había estado en mi ciudad natal y vino a Montagnola para hacérmelo saber. En Alemania sólo quedan unos pocos capaces de hacer esto, o un ensayo como el suyo sobre Lauscher. Cuando hace un año apareció la nueva edición del olvidado Lauscher, la prensa de Alemania casi no lo tomó en cuenta. Este viejo libro les pareció «polvoriento y romántico». La crítica alemana en su totalidad rehusó dedicarle mayor atención

Naturalmente, ahora sé que en su pueblo, en Japón, la gente no se dedica tan sólo a traducir a Goethe y componer bellos poemas. Como durante toda mi vida he sido un enamorado del Oriente, me alegra que al menos uno de los pueblos orientales sepa algo de mí, tenga una relación conmigo y dado que a la distancia todo se vislumbra hermoso, su Japón se me antoja muy apacible y espiritual a pesar de todos los actuales argumentos en contra.

  Por cierto, a nosotros tampoco nos falta espiritualidad, pero sí la concentración en el sentido de la contemplación. Con excepción de una pequeña minoría selecta de católicos, el europeo de hoy casi no conoce la postura estática, contemplativa y reverente dedicada a un tema, mientras entre vosotros, ya a partir del budismo, existe una mayor tradición en este sentido.

  Pero sea como fuere, habremos de alegramos porque a pesar de las pasiones y la brutalidad del infantil mundo político, en todos los pueblos existen hermanos de nuestra reducida orden que no se empeñan en hacer historia y conquistar sino que anhelan pensar, contemplar y hacer música. En esto somos hermanos y colegas y trataremos de tocar nuestras flautas y nuestros violines con el virtuosismo y todo el esmero que nos sea posible.

  Mis cordiales saludos, también para W. Gundert.

 

  Al doctor Wilhelm Stämpfli, Berna

25 de setiembre de 1934

  Estimado doctor Stämpfli:

  Me pregunta usted cómo imagino mi vida si hubiera sido impresor. Bien, no creo que entonces hubiera sido diferente en sentido alguno a lo que soy actualmente. Tampoco hubiese hecho uso exclusivo del aparato de la imprenta para mis propias obras. Antes bien, hubiera sacado de tanto en tanto copias de las palabras importantes con las que tropezara y se las hubiera mandado a una docena de amigos y conocidos o más, cual semillas de las cuales muchas se pierden, pero algunas pueden llegar a germinar. Por ejemplo, hace tiempo hubiera compuesto un bello pliego con los textos que se encuentran en las obras de los antiguos chinos sobre la música y sus leyes. En compensación he extractado las sentencias más importantes de «Primavera» de Li Bu We sobre la música y las incorporaré en el prólogo de mi próximo libro, que recientemente he concebido en su cuarta versión, muy modificada…

 

  Al doctor C. G. Jung, Küsnacht

  Setiembre de 1934

Distinguido doctor Jung:

  Le agradezco su carta que me ha llenado de alegría. «La mirada observadora» de la que habla usted no tiene mayores méritos. En general me inclino menos a distinguir y analizar y más a ver en conjunto, a tender a la armonía.

  Lo que menciona usted sobre la sublimación, da realmente en el centro de nuestro problema y deja explícito lo distintivo entre su concepción y la mía. Comienza con la confusión lingüística tan común en nuestros días, que hace que cada cual emplee de manera diferente toda denominación. Así, usted reserva la palabra sublimatio a la química, mientras que Freud le da otro significado, a su vez diferente del mío. Tal vez, sublimatio sea de hecho un producto lingüístico de la química. Lo ignoro. Pero sublimis (y también el verbo sublimare) no pertenecen a un lenguaje esotérico, sino al latín clásico.

  Pero sobre el particular nos pondríamos rápidamente de acuerdo. En esta ocasión hay algo real detrás de la cuestión idiomática. Comparto y apruebo la concepción freudiana de sublimación. Tampoco defendí contra usted la sublimación de Freud, sino el concepto en sí. Es para mí un concepto importante en todo el problema cultural. Y aquí nuestras opiniones difieren. Para usted, el médico, la sublimación es algo volitivo, transferencia de una pulsión a una zona impropia de la aplicación. Para mí, sublimación es también en última instancia «represión», pero yo empleo esta palabra altisonante sólo donde me parece permitido hablar de represión «lograda», o sea de la repercusión de una pulsión en una zona impropia, pero de elevada jerarquía cultural, como por ejemplo el arte. Considero, por ejemplo, la historia de la música clásica, como la historia de una técnica de expresión y actitud, en la cual series y generaciones enteras de maestros, casi siempre sin sospecharlo siquiera, transfirieron pulsiones a una zona, que por esto, por este auténtico «sacrificio» llegó a una perfección, a una tradición clásica. Este clasicismo se me antoja digno de cualquier sacrificio y si por ejemplo, la música clásica europea ha

devorado en la rápida trayectoria de su perfección desde 1500 al siglo XVIII a sus maestros, más servidores que víctimas, irradia por ello desde entonces ininterrumpidamente luz, consuelo, valor, alegría. Sin que ellos lo supieran realmente, fue, para miles de individuos, una escuela de sabiduría, heroísmo del arte de vivir y lo será aún por mucho tiempo.

  Y cuando un hombre de talento fomenta estas cosas con una parte de sus instintos, juzgo su existencia y su obra de máximo valor, aun cuando como individuo sea un caso patológico. Así pues, lo que me parece ilícito durante un psicoanálisis: el desviar hacia una sublimación aparente, lo considero permitido, más aun altamente valioso y deseable allí donde da resultado, donde el sacrificio da frutos.

  Por esto es tan delicado y peligroso el psicoanálisis para el artista, porque a quien lo toma en serio puede negarle de por vida toda manifestación artística. Si ocurre esto con un diletante, está bien, pero si aconteciera con un Handel o un Bach, preferiría que no existiera el análisis y conserváramos en cambio a Bach.

  Dentro de nuestra categoría, dentro del arte, nosotros los artistas realizamos una verdadera sublimación y no por voluntad o ambición, sino por merced, sólo que naturalmente no se hace alusión al «artista», tal como lo concibe el pueblo y el diletante, sino es víctima el artista servidor y Don Quijote que está aún dentro del caballero trastornado.

  Bien, deseo poner fin a esta misiva. Yo no soy analista ni crítico. Si por ejemplo le echa un vistazo al artículo bibliográfico que le he enviado, descubrirá que muy rara vez y como al pasar me expido críticamente, y jamás enjuicio, es decir aparto todo libro que no he podido tomar en serio y apreciar sin emitir jamás una opinión sobre él.

  En su caso, siempre he tenido instintivamente la de que su verdadera fe es auténtica, es un enigma. Su carta me lo confirma y ello me satisface. Para su enigma dispone usted del símil de la química, así como yo tengo pa

ra la mía, el símil de la música y no una música cualquiera, sino más bien la clásica. En Li Bu We, capítulo 2, todo lo que se puede decir al respecto está formulado con curiosa precisión. Desde hace años estoy tejiendo con muchos impedimentos internos y externos un hilo ilusorio que me acerque a este símil de la música y espero tener la oportunidad de poder mostrarle y presentarle algo de esto.

 

  Al señor A. B., Gotinga

  Octubre-noviembre de 1934

  … Su carta me aflige, y no me parece casual que haya sido escrita por un teólogo, precisamente después de su examen. Está dominada de manera tan absoluta por la razón y por la desesperación que dimana de la razón, que su autor parece estar en el lugar exacto donde el conocimiento y la experiencia de sí mismo se encuentra en su extremo según todos los grandes teólogos, principalmente San Agustín, y donde toca morir o no moverse hasta que ocurra el milagro y se prepare la redención.

  Podría objetar que tal vez esa no fue la mejor teología que usted estudió y que lo condujo meramente al yo hasta la desesperación y a echar una mirada a la tragedia del mundo, mientras que el verdadero contenido de la

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