Hermann Hesse Cartas escogidas 04

los que se afana aun en contra de todas las costumbres alemanas, no por una atenuación, una simplificación y disimulo, sino precisamente por una acentuación y profundización de la problemática trágica. Crea que la antítesis Goethe-Schiller ha sido particularmente importante para mí y por momentos tuve que pensar en un ensayo póstumo del anciano Kant, en el cual el viejo erudito canta una emotiva loa a la Naturaleza y a los bienaventurados y expone la antítesis de «cabeza grande» y «mimado de la Naturaleza» (o tal vez deba decir «favorito de la Naturaleza»), lo único de Kant que siempre me fue caro.

  Su estampa de Tolstoi como el tipo del favorito de la Naturaleza, del cazador del ojo avizor, del que en ocasiones llegaba casi a lo irracional en su postura contra el espíritu, me ha recordado en varios pasajes a Hamsun. Un problema que me resulta familiar pues me encuentro del mismo lado, me viene por parte de mi madre y mi fuente y confianza es la Naturaleza.

  En resumen, quiero agradecerle por el auténtico deleite que me deparó su obra.

  Posdata: Estos días volví a encontrar un artículo que escribí hace bastante tiempo para explicitar a mi mujer algunos conceptos y nomenclaturas de mi pensamiento. En este artículo quizá pudiera interesarle la parte escrita a dos columnas, la confrontación de «razonable» y «piadoso» como analogía respecto a Goethe y Schiller.

 

  A un joven de Alemania
Había escrito una carta inusual. El remitente era notoriamente un individuo importante. Muy joven aún. Estimo que frisaría por los diecinueve años. Desde hacía muchos años no había alimentado otra idea que la de servir a su patria y cooperar a levantarla de nuevo, ello como soldado, como oficial. Al parecer, era hijo de un terrateniente. Siempre había sido el admirado adalid de su clase, leía con pasión a Clausewitz, etcétera. En su carta me confesaba que sus afanes le habían hecho descuidar su espíritu y su cultura, le endurecieron, le hicieron ser temido por los otros, pero jamás amado. En mis libros, rechazados al principio, presintió un mundo —o como él mismo dice—, expresada una «doctrina» que lo hizo tambalearse en las convicciones que había tenido hasta ese momento.

    Me pedía más informaciones y enseñanzas.
 

  8 de abril de 1932
En mis libros ha encontrado el barrunto de una manera de pensar de la cual me considera maestro. Pero esta es la manera de pensar de todos los intelectuales, y es sobre todo la manera de pensar opuesta a la de los políticos, los generales y «conductores». Aparece expresada con maravillosa precisión (hasta donde esto es posible) en los Evangelios, en los proverbios de los sabios chinos, sobre todo los de Confucio y Lao Tsé, en las fábulas de Tchuang Tsi, y en algunos poemas didácticos como el Bhagavad-Gíta. Esta manera de pensar está misteriosamente presente en la literatura de todos los pueblos.

  Pero buscará en vano un leader para esta manera de pensar, pues ninguno de nosotros tiene la ambición ni tampoco la posibilidad de ser «conductor». El conducir no nos impresiona mayormente, pero el servir lo es todo. Por encima de todas las virtudes cultivamos la veneración, pero no la tributamos a las personas.

  Comprende muy bien la antinomia entre el mundo que usted encuentra aludido en mis libros y el otro mucho más claro, sencillo y en apariencia viril del cual proviene, en el cual existen preceptos muy exactos sobre el bien y el mal, donde todo es univoco y todo tiene aún el brillo de lo heroico. Clausewitz y Scharnhorst no lo ponen ante conflictos, sino que le muestran un deber claramente delineado y valores tangibles como recompensa por su cumplimiento: batallas ganadas, enemigos muertos, condecoraciones de general, monumentos que erigirá la posteridad.

  Nuestra hermandad anónima conoce por cierto el heroísmo y le reserva una posición elevada, pero sólo valora a aquél que muere por su fe, no al otro que por su fe hace morir. Eso que Jesús llamó el Reino de Dios, lo que los chinos llaman Tao, no es una patria que deba ser servida a costa de otras patrias: es la noción del todo del Universo junto con todas sus contradicciones; es la noción de la secreta unidad de toda vida. Esta noción o idea es expresada y venerada en muchas imágenes, tiene muchos nombres y uno de ellos es el nombre: Dios.
Los ideales que sirvió hasta ahora y a los cuales quizá retomará son nobles y elevados y ofrecen la gran ventaja de ser realizables. El soldado que obedeciendo una orden abandona la trinchera para enfrentarse al fuego, el general que entregando sus últimas fuerzas gana una batalla han materializado realmente su ideal.

  En el mundo de los Demian y de los lobos esteparios no hay ideales realizables. Allí los ideales no son órdenes, sino sólo un intento de servir a la santidad de la vida en formas que desde un comienzo reconocemos como imperfectas y necesitadas de eterna renovación.

  El sendero de Demian no es tan claro y despejado como el que hasta ahora ha recorrido. No sólo requiere abnegación, también exige estar alerta, desconfianza, autoexamen. No protege de la duda, al contrario la provoca. Este no es un sendero para hombres a quienes se pueda ayudar con órdenes e ideales claros, unívocos, estables. Es un sendero para desahuciados, para quienes desesperan ya de la interpretación única de los ideales y de los deberes, quienes tienen el corazón inflamado por las necesidades de la vida y de la conciencia.

  Quizá su condición sea un estadio previo de esta desesperación. Entonces le espera aún mucho dolor, mucho renunciar a cosas que constituyeron su orgullo, pero también mucha vida, mucho desarrollo, muchos descubrimientos.

  Si debiera ocurrir de este modo, tome del Demian y de mis otros trabajos los conceptos que han cobrado importancia para usted. Pronto no me necesitará y descubrirá nuevas fuentes. Goethe es un buen maestro, como lo es Novalis o el francés André Gide… En realidad el número de maestros es infinito.

  Pero quizá logre permanecer fiel a su viejo derrotero a pesar de la actual impugnación, a la simplicidad de una vida austera y heroica, pero no problemática. Siento gran respeto por quien se sacrifica a este ideal, aun cuando no lo comparto. Todo aquel que recorre su camino es un héroe. Todo aquel que lo hace de verdad y vi
ve para lo que es capaz, es un héroe —y aun cuando cometa tonterías o proceda como retrógrado en su hacer— es mucho más que esos millares que se limitan a hablar meramente de sus hermosos ideales, sin ofrendarse a ellos.

  Que las bellas ideas, los ideales y opiniones no siempre estén en manos de los más nobles y mejores forma parte de las complicaciones que surgen al contemplar el mundo. Un individuo puede luchar y morir de la manera más noble por dioses anticuados y caducos y quizá causará entonces la impresión de un Don Quijote. Pero Don Quijote es un héroe en todo sentido, es un hidalgo de la cabeza a los pies. Por el contrario, el individuo puede ser inteligente, instruido, tener el don de la palabra, saber escribir bellos libros y sostener discursos con los pensamientos y las ideas más seductoras y no obstante no ser más que un charlatán que a la primera demanda seria de sacrificio y realización se desvanece.

  Por esta razón hay en el mundo muchos roles, y se da con bastante probabilidad que encumbrados rivales se tengan mutuamente en mucha más alta estima y se amen más que lo que pueden hacerlo sus propios partidarios, lo cual encierra singular belleza y justicia. Sin duda, algún valiente general alemán habrá amado y venerado en lo más recóndito de su corazón al silencioso pensador Kant, amante y buscador de la paz, sin abandonar por ello su ministerio, sus deberes. Hay quienes se mantienen en un puesto donde no saben si sirven a lo que tiene valor y sentido, porque estos conceptos están vacilantes, particularmente hoy, pero perseveran en ese puesto y siguen luchando aunque tan sólo sea para dar un ejemplo de la servidumbre y la lealtad.

  Esto lo experimenté docenas de veces durante la guerra, en medio de la cual era un absoluto antibelicista. Conocí gente, periodistas, etcétera que compartían en todo y por todo mis puntos de vista y mis anhelos, o sea que eran en realidad mis correligionarios y a quienes no hubiera podido darles la mano, tanto me repugnaban, tan mezquinos y egoístas me parecían. En cambio, encontré a otros, leales patriotas y oficiales llenos de entu

siasmo, gente de las ideas más locas acerca de la inocencia y el derecho de Alemania respecto a las interminables anexiones, y no obstante a esos individuos sí podía darles la mano, tomarlos en serio y respetarlos, pues en esencia eran nobles, podía creer en sus ideales. No eran charlatanes.

  Creo que en medio de sus dudas actuales aprenderá esto para siempre: la persona y el programa no son la misma cosa y los adversarios, más aun los enemigos declarados, pueden causarnos más goces y enseñamos más cosas buenas que los correligionarios que sólo lo son con la razón, con la palabra.

  No puedo decirle más. Ignoro para lo que ha sido destinado. Usted se impone elevadas exigencias. Pide mucho de sí y eso es promisorio. Pero todo lo que hace, lo realiza en primer lugar al servicio de un ideal dogmático. No lo hace en nombre de Dios, sino de la patria y como recluta de Clausewitz, Fichte o Moltke. Quizá alguna vez llegue a lograr lo difícil por lo que es, no porque sea noble y patriótico, sino simplemente porque no puede hacerlo de otro modo. Estará entonces muy cerca de la meta, hacia la cual van en camino todos aquellos a quienes anima una verdadera aspiración.

 

  A la madre de un joven suicida

  8 de mayo de 1932

Distinguida señora:

  Me ha consternado la noticia y en estos momentos estoy leyendo el manuscrito de su hijo con toda mi condolencia. En general, sus problemas me son bien conocidos, pues son los mismos que rigen en la actualidad para toda la parte noble de la juventud alemana. Pero lo personal, lo especial y singular siempre vuelve a ser algo nuevo, vivo y dramático.

  Esta juventud debe afrontar dificultades no sólo provenientes del exterior, sino que también el problema de la libertad, y con él el de la personalidad, se ha hecho para ellos casi insoluble y precisamente por una aparente mayor cantidad de libertad que disfrutan los jóvenes de hoy. En los años de nuestra propia juventud, y aun cuando ya éramos críticos y revolucionarios en muchas cosas, tenían vigencia una buena cantidad de leyes escritas y no escritas que aceptábamos y respetábamos con gusto o a disgusto, mientras que en la actualidad ha desaparecido todo resto de una moral general obligada. Sin embargo, la liberalización de las convenciones no equivale a la libertad interior, y para los individuos más nobles la vida en un mundo sin una fe formulada de manera firme no es más fácil, sino bastante más difícil, porque en realidad se ven precisados a crear y elegir ellos mismos todos los vínculos bajo los cuales colocarán su vida. Abrigo la esperanza que superaremos esta situación, pero hay mucho en juego. Pienso en su hijo con simpatía y con el mayor respeto ante su último acto, aun cuando en sí no debe sentar precedente como ejemplar.

  Usted ha debido soportar una terrible experiencia, ojalá no haya sido en vano y al final signifique para usted más fortaleza que aflicción. Yo también tengo hijos, por eso la acompaño en su sentimiento

Al doctor Paul Schottky, Berlín-Zehlendorf

  Mediados de junio de 1932

  Muy distinguido señor doctor Schottky:

  … A usted le parece ver una contradicción en eso de que la vida debería ser un juego y que no obstante este énfasis se ponga en el servir. Creo que tales contradicciones son inevitables y en realidad insolubles. Tampoco son importantes ya que sólo dependen de la valoración subjetiva de las palabras aisladas. En este caso, por ejemplo, usted tomó mucho más en serio la palabra «servir» que la palabra «juego», en tanto yo las tomo a ambas con igual seriedad. El juego, tal como lo practica el niño y como lo interpreta Leo se podría comparar ventajosamente con el «hacer» música —esto tampoco reviste seriedad para la gente de mundo y de negocios— pero para los auténticos músicos significa un celebrar lo absolutamente Santo. Y piense usted cuán importante es en los juegos de sociedad o en los juegos de cartas la estricta observancia de las reglas del juego. Someterse a ellas, tomar el juego en serio, practicar el juego con entrega absoluta es aun para el «juego» superficial de la sociedad la regla fundamental y conditio sine qua non. En consecuencia, no puedo hallar en esto ninguna contradicción.

  Con mis mejores deseos por su ventura personal y mis saludos

De una carta al hijo Heiner

  10 de julio de 1932

  … Lo que dices acerca de ciertos comunistas que en la vida cotidiana prueban ser personas buenas y serviciales, es perfectamente correcto. Varios de mis amigos son comunistas y se cuentan entre ellos personas como las que describes. Sólo que esto nada tiene que ver con su partido y su profesión de fe. En todo partido y bajo cualquier dogma del mundo puede haber un individuo malo o uno bueno, siempre fue así y por cierto es una perogrullada. Por el contrario, declararse partidario del comunismo significa para el que exige de sí mismo una rendición de cuentas de sus ideas la siguiente pregunta: «¿Quiero y apruebo la Revolución? ¿Puedo decir sí cuando son asesinados seres humanos para que otros tal vez logren estar mejor?». Aquí está el problema ideológico. Y para mí, que debí padecer la guerra mundial conscientemente en pensamiento y hasta la desesperación, la cuestión ha quedado resuelta definitivamente: No me arrogo el derecho de hacer revolución, ni de matar. Esto no impide que considere inocente a la masa del pueblo que en alguna parte mata y estalla en miseria y rabia. Yo mismo no sería inocente si participara en ello, porque estaría refutando uno de los pocos principios incondicionalmente santos que poseo…

Al señor P. A. Riebe, Charlottenburg

  Sin fecha, 1931 o 1932

  Querido señor R:

  Su envío me sorprendió en Engadina. Un amigo me invitó a descansar aquí una temporada y dentro de algunos días volverá a partir.

  He leído su conferencia y me resulta difícil decir algo al respecto. Naturalmente me ha gustado. ¿Quién no se inyecta de vez en cuando con agrado una dosis de simpatía? Pero el punto de vista de su conferencia no es por supuesto el mío. Es el de la defensa. Usted me protege de los individuos mediocres y de los alemanes mediocres tontos, presuntuosos, insolentes, perfectamente prosaicos. Yo he renunciado desde hace mucho a la defensa y a la justificación (que siempre siguen significando pactar con los burgueses).

  Lo que dice sobre los dos libros e interpreta en ellos es muy bueno. Yo no podría decirlo mejor. En cambio veo de muy distinta manera las relaciones entre El lobo estepario y Narciso y Goldmundo.

  En Narciso y Goldmundo no se dice otra cosa que lo expresado en El lobo estepario, sólo varía el ropaje

El contenido y el propósito de El lobo estepario no son crítica de la época ni ansiedad personal, sino Mozart y los inmortales. Mi intención fue acercarlos a los lectores al entregarme yo mismo enteramente. Como única respuesta me escupieron y recogí risas burlonas. Los mismos lectores que se rieron de El lobo estepario o lo atacaron, quedaron encantados con Narciso y Goldmundo porque no se desarrolla en la actualidad, porque no les exige nada, porque no expone ante ellos la ignominia de su propia vida y su pensar. Desde mi punto de vista ésta es la diferencia existente entre los dos libros y que existe en el lector, no en mí.

  La misión de El lobo estepario era, sin perjuicio de algunos dogmas para mí «eternos», mostrar la falta de espiritualidad de las tendencias de nuestra época y su efecto destructivo aun en el intelecto y en el carácter situado al más alto nivel. Renuncié a los disfraces y me puse en evidencia yo mismo para poder brindar en su real totalidad y con una autenticidad despiadada, el escenario del libro, el alma de un individuo instruido con dotes muy por encima del término medio, que sufre mucho en la época que le ha tocado vivir, pero que no obstante cree en los valores ultratemporales. El lector alemán se ha divertido con los dolores de Harry y le palmeó la espalda. Ese fue el resultado de tanto esfuerzo.

  La misión de Narciso y Goldmundo fue infinitamente más simple y su lectura no presupone en el lector cualidades elevadas. Aun un burgués mediocre puede encontrarlo bonito.

  El alemán lo lee, se solaza en él y sigue en su empresa de sabotear al propio Estado, se introduce a tientas en aventuras políticas y sentimentalismos, sigue viviendo su antigua vida de mentiras, una vida indecente y prohibida. No me hace falta ser valorado ni rehabilitado por él. Se me antoja abominable y anhelo la decadencia de ese tipo humano al cual pertenece el actual alemán del montón, sobre todo el «intelectual».

  Bueno, no pretendía de manera alguna criticar su bello y amable trabajo, tan sólo quiero mostrar a través de mi respuesta que ha concitado mi interés y me ha estimulado. Le doy las gracias

Con mis saludos, suyo

 

  A Georg Winter, redactor de «Kolonne», Dresde

  Septiembre de 1932

  Distinguido caballero:

  Se me ha hecho llegar la revista en la que publicó usted la crítica de Viaje al Oriente. Deseo agradecerle esta crítica y enviarle una breve respuesta pues ocurre muy rara vez que un autor sea considerado y ubicado seriamente por una crítica. A mí me ha sucedido sólo contadas veces en varios decenios.

  Con una profundidad esencialmente mayor que todas las demás críticas, la suya ha formulado el problema de mi pequeña obra desde el punto de vista donde en efecto puede concebirse mejor su sentido paradojal (más aun bipolar). Dice usted: La genuina afiliación del autor al pacto decae a partir del momento en que intenta escribir sobre el pacto.

  Concuerdo con el resultado final de su crítica de una manera muy parcial, no sólo por instinto de autoconservación, pero esta formulación de mi problema en su crítica da exactamente en el blanco y este reco

nocimiento, la experiencia más rara de un autor, me ha procurado tanto gozo que resolví manifestarle mi agradecimiento. Ahora que ya lo he hecho, sólo quisiera añadir una palabra para justificar mi obra y mi existencia.

  Naturalmente, en el fondo tiene usted razón. Es imposible y está prohibido por Dios meditar o escribir sobre las cosas primordiales. Estoy de acuerdo con usted en que no debemos contemplar la literatura como un adorno del intelecto, del cual podríamos prescindir, sino como una de sus funciones más poderosas.

  En consecuencia, escribir o pensar sobre lo sagrado (en este caso sobre «el pacto», o sea sobre la posibilidad y el sentido de la comunidad humana) está prohibido en el fondo. Podemos interpretar de distintas formas esta prohibición y su constante infracción por parte del espíritu: en forma psicológica, moral, o biogenésica, por ejemplo como la prohibición de pronunciar el nombre de Dios, que separa la etapa mágica de la humanidad de la razonable.

  Por lo tanto, en el momento en que establece y censura en su crítica mi pecado contra la prohibición original cuya infracción significa el nacimiento del intelecto, adquiere usted —a mi modo de ver— un dejo de mala conciencia e insinúa que la censurada falta del autor quizá pueda ser también la falta de su crítico. En efecto, en el momento en que lee un libro para juzgarlo y en el momento en que escribe la crítica comete el mismo pecado contra lo sagrado: en lo profundo de su ser sabe por cierto que el respeto es la primera virtud del intelecto y que probablemente eso, contra lo cual va dirigida su crítica, es al igual que su propio hacer dictado por el intelecto y con intenciones serias, y no obstante debe cometer el pecado de la crítica, debe rechazar, debe cometer la injusticia que reside en toda formulación rigurosa.

  No quisiera que hubiera dejado de hacerlo o lo hubiese hecho de otra manera. Pero sí, que al igual que yo lo hice motivado por su crítica, admita ante sí por un momento que también su hacer, su juzgar es en el fondo innecesario y un pecado, pero que la infracción de esta antiquísima prohibición es precisamente esa clase de pe

cado que el espíritu debe asumir. Lo hace dudar no sólo del pacto sino de su propio hacer, de su propio ser, lo hace realizar mil procesos mentales de conciencia aparentemente inútiles entre la autoacusación y la justificación, le hace escribir libros, es fatal y trágico —y está presente— es irresistible, es destino.

  Mi obra, la confesión de un poeta que envejece, intenta como usted bien dice, describir precisamente lo indescriptible, recordar lo inexpresable. Eso es pecado. ¿Pero conoce de veras una literatura o una filosofía que intente otra cosa que hacer precisamente posible lo imposible, aventurarse a hacer precisamente lo prohibido con sentimiento de responsabilidad?

  El único punto de su crítica que se me antoja impugnable y débil es aquel en el cual alude a la existencia de problemas para los pensadores y poetas, que serían más posibles, permitidos y correctos que el mío. Yo creo que sin contrición y sin el valor para tal contrición, ningún autor debería atreverse a emprender la aventura de escribir, ni crítico alguno a dictaminar sobre un autor. El hecho de que usted mismo aluda a esta postura en su crítica, me hace confiar en alcanzar su comprensión. Por este motivo le he escrito este saludo. No para justificarme, pero sí porque siendo tan enormemente rara toda comunión, toda camaradería, aun un mero espíritu de cuerpo en lo intelectual y más aun en la Alemania actual, uno se alegra de encontrar un asomo de ello en alguna parte.

 

  A la señorita E. K., Liebstadt

Me ha enviado una carta extensa, la ha escrito no en mi beneficio, sino en el suyo propio, pero de cualquier modo habrá pensado hacerme un honor. Por esta razón quiero contestarle unas palabras…

  … En la lectura de todos mis libros pasó por alto lo que reviste importancia para mí y en lo cual creo. De lo contrario, no podría preguntar por ejemplo: «¿Cree usted que el camino correcto hacia nuestro interior es el de apartarnos?». No creo que un punto cualquiera del mundo pueda estar más o menos «apartado» que otro, ni creo tampoco que seamos consultados en dónde queremos «colocarnos». Los problemas aludidos en su carta también me preocuparon en años pasados, pero no guardan casi relación alguna con aquello que realmente importa en el fondo.

  En El último verano de Klingsor descubrió usted lo poético que echa de menos en El lobo estepario. Pero en verdad ño lo supo encontrar allí. El lobo estepario está hecho de manera tan concisa como un canon o una fuga y se ha convertido en forma hasta el grado que me ha sido posible. Ejecuta y hasta baila. Pero el regocijo por el cual lo hace, tiene sus fuentes de energía en un grado de frialdad y desesperación que usted desconoce. No hay forma alguna sin fe, y no hay fe alguna sin previa desesperación, sin previo (y también ulterior) conocimiento en torno del caos.

  Por favor, no vuelva a escribirme

A un joven problemático

  Fines de octubre de 1932

  Estimado señor W.:

  Su carta ha venido dirigida a una persona aquejada de trastornos oculares y colmada de correspondencia, motivo por el cual seré breve, pero de todas maneras considero un deber darle una respuesta porque su fama me resulta comprensible y me he sentido aludido.

  Mi contestación es: ¡Sí, dígase sí a sí mismo, a su segregación, a sus sentimientos, a su destino! No hay ningún otro camino. Ignoro adonde conduce, pero lleva a la vida, a la realidad, a lo candente y a lo necesario. Puede encontrarlo insoportable y quitarse la vida, esta salida está expedita a todos, a menudo hace bien pensar en ella, también a mí. Pero lo que no puede hacer es escapar de él por determinación, por traición del propio destino y sentido, por adhesión a los «normales». No resultaría por mucho tiempo y le ocasionaría una desesperación mayor que la actual.

  Su otra pregunta: si la vida de la gente de nuestra condición, tan apartada, tan anormal, tan sujeta a leyes distintas de las del mundo actual vale la pena y satisface a quien la vive, es más difícil de contestar. No conozco

ninguna respuesta a esta cuestión, ni todos los días una nueva. Algunas veces pienso que todo cuanto anhelé y en cuanto creí fue en vano y descabellado. Otros días, siento que yo y mi vida —a pesar de lo difícil y penosa— nos justificamos como perfectos, más aun como logrados y con esto me doy por muy satisfecho… por espacio de horas. Y siempre que creo haber expresado mi fe en una buena fórmula, se me hace enseguida dudosa y descabellada y me veo precisado a buscar nuevos créditos y nuevas formas. Ya esto es tormento y aflicción, ya felicidad. Ignoro si en conjunto «vale la pena», y en el fondo me es indiferente.

  Bueno, por hoy es suficiente. Ya sabe cómo pienso y en verdad no sé que más puedo decirle.

 

  Al señor F. Abel, Tubinga

  Mediados de diciembre de 1932

  Muy apreciado señor Abel:

  En este momento hace afuera un tiempo espléndido, demasiado hermoso para desperdiciarlo escribiendo cartas. Es uno de esos preciosos días de las postrimerías del otoño, tan propios de nuestro paisaje. Por la tarde, las montañas que nos rodean parecen de cristal e iluminadas al través. Pero sin duda habrá pensado con fre

cuencia cuán poco cortés de mi parte es dejar pendiente de respuesta su carta durante tanto tiempo. Por este motivo, no quiero dejar pasar el día de hoy sin escribirle. Mi mujer me ha expuesto todo su trabajo en forma extractada y en parte me lo ha leído. Conozco ahora toda su estructura, los puntos de vista, el acento, la moral de este trabajo y este es el momento oportuno para decirle cuánto lo valoro y apruebo. A mi juicio, no hay en parte alguna interpretaciones erróneas y me ha hecho bien esa forma delicada y no distante, firme, con la que pone en claro que mi caso no se debe resolver deteniéndose en lo patológico. La estructura de la obra en su totalidad me parece excelente. Me causó gracia que un profesor haya sospechado en mí «sangre eslava». ¡Qué precipitados son los profesores de hoy, en esta era de las teorías raciales con sus errores de este tipo! No, por parte de mi abuela materna he recibido sangre ítalosuiza, bastante poco a mi juicio pero en cuanto a las demás partes, los orígenes no pueden ser más germánicos. Los alemanes del Báltico son de raza purísima, y de mis antepasados (que estuvieron en el Báltico desde 1750 aproximadamente) ninguno tuvo sangre eslava ni contrajo matrimonio con mujeres eslavas y ninguno hablaba ruso o letón.

  También me ha complacido su aseveración en cuanto a que en ninguna parte de mis obras se enseñan cosas antisociales. Hoy en día, con lo social, con el culto de la comunidad y del colectivismo ocurre que los egoístas y los moralmente enfermos buscan con más frecuencia y vehemencia evadirse en las teorías y vínculos sociales y nos hacen aparecer sospechosos a nosotros, cuando en nuestra obra lo social, es decir el deber de la subordinación y el ideal del amor están sobreentendidos (como lo «moral» en la obra de Vischer Auch Einer).

  El prolongado atraso de mi respuesta es imputable a la cura de reposo a la que debí someterme en Baden y ella me demandó, junto con una breve visita a Zúrich, cuatro semanas y media. Ahora, nos encontramos de nuevo en casa, y mi esposa le envía sus saludos. Ha estudiado su trabajo con tanta minuciosidad, en parte me lo ha leído y en parte explicado de manera tan esmerada que le hubiera deparado una gran alegría verla.

Hace poco, me ha llegado de Nápoles un curioso manuscrito. Un italiano que al parecer domina muy bien el idioma alemán y conoce todas mis obras, ha realizado para sí mismo y sus amigos una especie de antología con comentarios de mis obras. Es un pequeño volumen titulado Voci della poesía di H. H. Me ha parecido fantástico y aleccionador verme en el espejo de una lengua y de una cultura extranjeras. Es un trabajo concienzudo y a menudo está formulado de manera admirable. Ignoro si se piensa en una publicación.

  Mientras le escribo esto, ya se ha extinguido la claridad exterior y debo encender la lámpara. Hoy, mi esposa ha ido a visitar a Emmy Ball, quien en enero volverá a abandonar el Ticino durante una prolongada temporada. Si visita a mi hermana en las vacaciones, le ruego llevarle mis saludos.

  Agradezco nuevamente su hermoso trabajo y formulo el deseo de que pronto volvamos a vernos.

 

  Al doctor M. A. Jordan

  Respuesta a una carta abierta titulada «La misión del poeta».

  1932

  Distinguido doctor Jordan

Ha llegado a mi poder su carta abierta encabezada con el epígrafe «La Misión de un poeta» y halló eco en mí, pues es cordial y bien intencionada y aun cuando supongo que es usted un católico militante, de manera alguna la siento como una manifestación partidista. Creo que no lograremos entendemos sobre algunos puntos, pues nuestros orígenes son harto diferentes, pero en cambio creo poder responder a otros que juzgo importantes y aun cuando las respuestas no le satisfagan reconocerá usted su sinceridad.

  Aun cuando lo hago a disgusto, debo recordarle ante todo que su conocimiento acerca de mi trabajo literario es harto fragmentario y su carta abierta se refiere de manera muy específica a una parte aislada, no medular de mi labor; a mis ocasionales artículos periodísticos. En algunos de estos artículos descubre usted expresado un pesimismo que en última instancia encuentra irresponsable y lo comprendo. Desde mi punto de vista, estos artículos ocasionales que se sirven a sabiendas y ex profeso de esa forma que llaman «folletín», representan en primer lugar una parte intrascendente de mi trabajo y en segundo lugar esas manifestaciones ocasionales, algo triviales, a menudo coloreadas de ironía, tienen para mí un significado común: a saber la lucha contra aquello que en nuestra publicidad llamo optimismo engañoso.

  Cuando recuerdo de tanto en tanto que el hombre es un producto muy amenazado y peligroso, cuando por momentos destaco lo deficiente y trágico de la humanidad, precisamente allí donde estamos acostumbrados a tomar las cosas a la ligera y a la vanidad (en el periódico), ésta es una parte pequeña en magnitud e importancia, pero a pesar de todo consciente y responsable de mi actividad: la lucha contra la religión europeo-americana adoptada por el hombre moderno y soberano que ha logrado llegar hasta este nivel. Cuando recuerdo con especial énfasis el carácter dudoso de la humanidad, esto es un grito de guerra contra la pueril, pero muy peligrosa vanidad del hombre de la masa, carente de fe y discernimiento en su ligereza, su arrogancia, su falta de humildad, de duda, de responsabilidad. Las palabras de este tipo que he pronunciado no van dirigidas a la hu

manidad, sino a la época, a los lectores de periódicos, a una masa, cuyo peligro según mi convicción no consiste en falta de fe en sí misma y en la propia magnificencia. A menudo, también he ligado a esta advertencia general respecto a la futilidad de este híbrido humano, la exhortación inmediata respecto a los acontecimientos de nuestra historia reciente, a la ignorancia y la insensatez grandilocuente con la que marchamos a la guerra, a la aversión de los pueblos como de los individuos de buscar en sí mismos la responsabilidad compartida. Comprendo que estas manifestaciones, a las que tal vez precisamente un sentido de la propia impotencia les da por momentos una particular rudeza desesperada en la formulación, no resulte agradable a muchos. De manera alguna me arrogo tampoco la pretensión de tener razón. Me sé cautivo en el tiempo y en mi propio yo, pero no obstante responsabilizo en forma absoluta a esta parte de mi actividad (como ya he dicho intrascendente) y en nuestro instante universal considero que no es perjudicial sino bueno y correcto sacudir al hombre común de hoy en día en la fe fanática que le merecen el nivel del progreso alcanzado, sus máquinas, su modernismo ávido de placeres y aversión a las obligaciones. Por otra parte, a estas exteriorizaciones vinculadas al tiempo y más que nada ocasionales, se oponen otros trabajos míos, sobre todo mis novelas, y en ellas se le ha brindado mucho margen a la problemática y a la tragedia de la esencia humana, pero en todas ellas también se halla expresada la fe, no en un significado de nuestra vida y nuestras necesidades, formulado de manera singular y dogmática, pero sí en la posibilidad que tiene cada alma de comprender intuitivamente tal significado y de elevarse y redimirse al servirlo. Y en un ensayo al cual puse un título muy parecido al de la carta abierta que usted me dirigió, escribí sobre la misión del poeta en nuestra época lo siguiente:

  «Nos asfixiamos en la atmósfera irrespirable ya para nosotros, del mundo de las máquinas y de las bárbaras necesidades que nos rodea, pero no nos separamos del todo, lo aceptamos como nuestra participación en el destino del mundo, como nuestra misión, como nuestro examen. No creemos en ninguno de los ideales de esta

época, pero creemos que el hombre es inmortal y que su imagen puede curarse de toda desfiguración, puede salir purificada de todo infierno. No ocultamos que el alma de la humanidad está en peligro y se encuentra al borde del abismo, pero tampoco debemos ocultar que creemos en su inmortalidad».

  Quizá advierta una contradicción entre estas palabras y aquellas otras declaraciones, más pesimistas, que usted deplora. Bueno, es posible. En verdad, sucede que precisamente eso que exige del poeta en su carta abierta y para lo cual invoca como testigo al «olímpico» Goethe, ese olímpico estar por encima no es mi cometido. Tal vez sea cometido del poeta clásico, pero no es el mío. De ningún modo siento el deber de disimular los abismos de la vida humana en general, ni de la mía propia o hacerla aparecer como inofensiva sino reconocer, expresar y compartir el sufrimiento y el ser atormentado hasta el límite de lo inhumano, precisamente en las formas que hoy presenta. Esto no es posible sin contradicciones y sin duda en mis libros se encuentran algunas frases que están en contradicción con otras frases de estos libros… Debo rendirme ante este hecho. La totalidad de mi vida y de mi obra no se presentaría a quien intentara abarcarlas como algo armonioso, sino como una lucha permanente en torno de un sufrir permanente pero no descreído.

  Así llego al último punto sobre el cual quiero ser explícito y lograr que usted me comprenda.

  Postula que un escritor que ha ganado la confianza de muchos lectores tiene la obligación de erigirse en su conductor. Confieso que aborrezco la palabra «Führer» de la que hace uso abusivo la juventud alemana, pues necesita y exige un conductor quien es incapaz de responsabilizarse y de pensar por sí mismo. En la medida en que es posible dentro de nuestra época y nuestra cultura, el escritor no puede asumir este cometido. Por cierto, debe ser responsable, por cierto debe ser algo así como un arquetipo pero no evidenciando superioridad, salud, incontrovertibilidad (sin modestia no sería posible para nadie), sino teniendo a través de la renuncia a la con

ducción y la «sabiduría», la decencia y la valentía de no dejarse meter en el papel de un sapiente y un sacerdote por la confianza de sus lectores, cuando en verdad no es sino alguien que barrunta y sufre.

  La circunstancia que mucha gente, sobre todo los jóvenes, encuentran en mis obras algo que les inspira confianza en mí, se explica deduciendo que hay muchos que sufren del mismo modo, luchan del mismo modo por hallar fe y un sentido, dudan de igual modo de su época y no obstante intuyen llenos de veneración detrás de ésta y toda época lo divino. Hallan en mí a un vocero. A los jóvenes les hace bien ver a un individuo aparentemente acabado y desarrollado declararse partidario de algunas de sus penurias y les hace bien a los que tienen dificultad para pensar y hablar, hallar expresada una parte importante de lo que han experimentado, por alguien que al parecer domina mejor el verbo.

  Ciertamente, la pluralidad de estos jóvenes lectores no está satisfecha aún. Quisieran tener no sólo un compañero de sufrimiento sino un «conductor», aspiran a metas y triunfos inmediatos, anhelan infalibles recetas de consuelo. Pero estas recetas ya existen. La sabiduría de todos los tiempos está a nuestra disposición y he señalado a cientos y cientos de impetuosos jóvenes que me escribieron para oír ávidos la última sabiduría de mi boca, las verdaderas y auténticas palabras, las imperecederas de la China y la India, de la Antigüedad, de la Biblia y del Cristianismo.

  No toda época, no todo pueblo ni todo idioma está destinado a expresar sabiduría. No en todo siglo vive un iniciado que al mismo tiempo es un maestro de la palabra. Sin embargo, todas las épocas y todos los pueblos tienen parte en el tesoro común y quien pretende tener la sabiduría de todos los tiempos formulada en forma absolutamente nueva y para su caso particular como consuelo para su dolor personal, pondrá en la mano del hombre al que quisiera tener por conductor una autoridad y un poder, como el que sólo puede conferir a sus ministros una verdadera iglesia. Mi papel no puede ser el del sacerdote, pues detrás de mí no hay iglesia algu

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