entre en una nueva etapa: a) Línea de los hipnóticos: cloral (Liebreich, 1869); sulfonal (Baumann, 1885; Kast, 1888); veronal (Ε. Fischer y von Mehring, 1905); luminal (Hörlein y Hauptmann, 1911).
b) Línea de los antirreumáticos: ácido salicílico (Kolbe y Lautemann,
1860-1874); ácido acetilsalicílico (Ch. Gerhardt, 1853; Dreser, 1899).
c) Línea de los antitérmicos y analgésicos: antipirina (E. Fischer,
Knorr y Filehne, 1884); piramidón (Filehne, 1894-1904). d) Línea de
los anestésicos locales: estovaína (Fourneau, 1904).
4. Inmunoterapia. Preparada por los tres grandes descubrimientos
profilácticos de Pasteur —cólera aviar, carbunco, rabia— y por el de
la toxina antidiftérica (Roux y Yersin, 1888), la inmunoterapia comenzó su carrera histórica con un éxito sobremanera brillante, cuando Beh
ring y Kitasato demostraron que la inyección del suero de un caballo
inmunizado contra la difteria cura rápidamente esta infección (1890-
1893). Menos afortunados fueron los ensayos de Koch frente a la tuberculosis, con sus tuberculinas «vieja» y «nueva»; pero la confianza
en la inmunización sanadora se restableció con los buenos resultados
de la sueroterapia antiponzoñosa (Calmette, 1897-1901) y antitetánica,
definitivamente acreditada en 1914, y con las primeras vacunaciones
terapéuticas (vacuna de Nicolle contra el chancro blando, 1913).
5. Opoterapia. El descubrimiento de las secreciones internas permitió renovar, ahora con fundamento científico, la vieja fe en la eficacia terapéutica de la ingestión de órganos de animales o de sus
extractos. Una nueva rama de la farmacoterapia, bautizada por Landouzy con el nombre de «opoterapia» (del griego ópos, zumo), nació,
en efecto, tras los ya descritos experimentos de Brown-Séquard. La obtención de la «yodotirina» por Baumann (1895-1396), primer paso
hacia la preparación de la tiroxina (Kendall, 1916), y el aislamiento
del principio activo de la médula suprarrenal (extracto impuro: Oliver
y Schäfer, 1895; epinefrina: Abel, 1898; suparrenina: von Fürth, 1901;
adrenalina cristalizada y sintética: Takamine, 1901), hicieron pasar
a la opoterapia de una primera etapa de hipótesis y ensayos a otra de
realidades ciertas.
C. Salvo en lo relativo a la antisepsia, la quimioterapia con
productos sintéticos comenzó siendo puramente sintomática; recuérdese lo que acaba de decirse. Pero el ejemplo mismo de la
antisepsia, esto es, la certidumbre de que los gérmenes patógenos
522 Historia de la medicina
sucumben bajo la acción de ciertas sustancias químicas, hizo
nacer la idea de una quimioterapia etiológicamente orientada.
El empleo del ictiol y la resorcina en dermatología (Unna, 1886)
y del atoxil contra la tripanosomiasis (Laveran, Koch) prepararon así el camino a la obra genial de P. Ehrlich (1854-1915).
Discípulo de Cohnheim, colaborador de Frerichs y de Koch, Ehrlich, al que ya conocemos como hematólogo y como fundador de
la inmunología científica, fue, en efecto, la gran figura inicial de
la quimioterapia etiológica. Tal y como Ehrlich la concibió, dos
son los principales requisitos de ésta: uno relativo a su meta,
la obtención de cuerpos que por su composición química puedan
fijarse selectiva y letalmente sobre el germen patógeno, dejando
indemne al huésped («balas mágicas», los denominó); otro tocante a su método, la sustitución de la farmacología clásica,
limitada a estudiar en el animal la acción de los principios activos de los fármacos, por una verdadera terapéutica experimental, en la cual el experimentador comprueba en animales previamente infectados la eficacia sanadora de remedios obtenidos por
síntesis, hipotéticamente dotados de aquella propiedad. Ayudados
por el microbiólogo S. Hata, Ehrlich centró sü atención en la
sífilis, y después de 605 ensayos insatisfactorios logró preparar
un cuerpo realmente eficaz contra ella: el dioxidiamidoarsenobenzol, «salvarsán» o «606» (1909), al que siguió el «neosalvarsán» o «914» (1912). La quimioterapia etiológica había logrado
así su primera gran victoria.
D. El gran empeño médico del siglo xix, la conversión de
la medicina en verdadera ciencia —ciencia aplicada, claro está,
porque los objetivos de su posesión deben ser siempre el tratamiento o la profilaxis—, había de conducir a este otro: la normalización científica de las. pautas terapéuticas. No contando el terrible entusiasmo de los brownianos y de Broussais por la sangría, la cual, como luego dirá Baas, costó a la Europa de entonces más sangre que todas las campañas de Napoleón, la actitud
de los médicos ante la terapéutica medicamentosa durante la
primera mitad de ese siglo se partió en dos líneas contrapuestas,
una polifarmacia seudocientífica (un «caos terapéutico», dice
Ackerknecht) y la reserva crítica; reserva que en ocasiones llegó
a ser doctrinariamente abstentiva (el «nihilismo terapéutico» de
Skoda y Dietl, regido por el principio «Lo mejor en medicina es
no hacer nada»), y otras veces se hizo metódicamente inquisitiva
(la aplicación de la estadística al estudio de la eficacia terapéutica de los remedios: Louis y Gavarret). Pero a lo largo de los
decenios subsiguientes, dos hechos importantes, la seguridad de
contar con medicamentos verdaderamente eficaces y el número
creciente de éstos, hicieron que el terapeuta fuese ordenando los
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 523
principios de su acción sanadora con arreglo a su modo de entender científicamente la enfermedad y la posibilidad técnica de
dominarla.
En el filo de los siglos xix y xx, y salvada la existencia de excepciones, como la que constituyó la «escuela de Montpellier», con
J. Grasset (1849-1918) a su cabeza, tales principios eran los siguientes:
1. Menor confianza del médico en la «fuerza medicatriz de la naturaleza» y mayor en sus posibilidades técnicas; más que «ministro»
de aquélla, el terapeuta se siente ahora su «gobernador». 2. Entre
los tres grandes métodos terapéuticos, la «antipatía» (contraria centrants curantur), la «homeopatía» (similia similibus) y la «alopatía»
(diversa diversis), general y resuelta inclinación hacia ésta. 3. Atenimiento de la indicación al saber farmacodinámico, entendido según
los conceptos y los resultados de la ciencia experimental. 4. Combinación ecléctica de los tres puntos de vista cardinales para la orientación del pensamiento médico, el anatomoclínico o lesional, el fisicpatológico o procesal y el etiopatológico o causal, en la instauración
del tratamiento. 5. Sustitución creciente de la vieja «fórmula magistral» por las formas medicamentosas que la industria farmacéutica
—Merck, Bayer, Parke Davis, Poulenc, etc.— ha comenzado a fabricar en serie.
Artículo 2
CIRUGÍA
El auge de la anatomía topográfica, la paulatina invención
de operaciones regladas y la creciente habilidad manual de los
cirujanos, en ella tenían su arma principal, impulsaron de tal
modo el desarrollo operatorio de la cirugía en los primeros lustros del siglo xix, que un técnico tan inteligente como J. N.
Marjolin pudo escribir en 1836: «La cirugía ha llegado hasta el
punto de no tener ya nada que adquirir.» La verdad es que, contemplada aquella situación desde la nuestra, su saber quirúrgico
tenía que adquirir casi todo. Así nos lo hará ver el contenido de
los cuatro apartados siguientes: I. Cirugía general. II. Cirugía
especial. III. Especialidades quirúrgicas. IV. Geografía del progreso quirúrgico.
A. Vamos a estudiar el desarrollo histórico de la cirugía general distinguiendo en ésta las técnicas, las metas y los logros de
los cirujanos de vanguardia.
1. Durante el decenio 1830-1840 —la época en que triunfan
Dupuytren en París, Astley Cooper en Londres, Dieffenbach en
Berlín y Syng Physick en Filadelfia— el éxito terapéutico del
cirujano, acabo de decirlo, dependía exclusivamente de su habilidad manual, de su rapidez operatoria y de su dominio de la
524 Historia de la medicina
anatomía topográfica. Con todo, la mortalidad media en las salas
de cirugía de los hospitales llegaba entonces hasta el 50 por
ciento. Pues bien, toda una serie de novedades técnicas, anestesia,
hemostasia, transfusión sanguínea, antisepsia, asepsia, perfección
creciente del instrumental, van a transformar rápidamente el cariz y las perspectivas del acto quirúrgico. Veámoslas.
a) La anestesia quirúrgica, viejo ideal médico, tomó carta de
naturaleza en los quirófanos a través de los siguientes pasos:
primera e insatisfactoria tentativa, mediante la inhalación de éter
sulfúrico (C. W. Long, en Danielsville, 1842-1843); extracciones
dentarias bajo la acción del óxido nitroso (H. Wells, en Hartford,
1844); empleo del éter sulfúrico en las extracciones dentarias
(ilustrado por el químico Ch. T. Jackson, el dentista W. Th. Morton lo aplicó en Boston, 1844); extirpación de un tumor del
cuello por el cirujano T. C. Warren, en un enfermo anestesiado
con éter por Morton (1846); introducción del cloroformo para
la anestesia obstétrica (T. Y. Simpson, Edimburgo, 1847). Pudo
así comenzar y así comenzó de hecho la edad dorada de la
cirugía.
La práctica de la anestesia general se difundió rápidamente por el
mundo entero. A ella se unió la anestesia local, tras el descubrimiento
de la acción insensibilizante de la cocaína (Koller, 1884). La anestesia
por infiltración fue obra de P. Reclus, 1889, y de Schleich, 1891-
1894; la intrarraquídea, de Bier, Corning y Matas. En 1904, Fourneau
sintetizó la estovaína; en 1905, Einhorn y Uhlenfelder introdujeron
la novocaína.
b) A comienzos del siglo xix, el torniquete y la ligadura eran
los dos máximos recursos de la hemostasia. El virtuosismo de la
ligadura, tras la ya mencionada hazaña de Abernethy, llegó a su
cima antes de 1850 con las de la subclavia (Astley Cooper y
Colles), la carótida primitiva (J. Bell, Astley Cooper) y la aorta
abdominal (el mismo Astley Cooper). En la segunda mitad del
•siglo, la invención de las pinzas compresoras (Pean, Doyen), el
vendaje elástico de Esmarch, el empleo del catgut (Lister) y la
transfixión de los tejidos sangrantes (Halsted) cambiaron radicalmente el modo de cumplir este fundamental requisito del acto
operatorio.
c) Tras los fracasos del siglo xvii y las tentativas«ya más
felices de varios cirujanos del siglo xix (Blundell, Prévost y
Dumas, Hasse, Scheel y Dieffenbach), la transfusión sanguínea
pudo realizarse sobre fundamento seguro cuando K.'Landsteiner
descubrió la existencia de los «grupos sanguíneos» (1900). La
transfusión arteria-vena (G. W. Crile, 1906) y el empleo de sangre citratada (A. Hustin y L. Agote, 1914) ampliaron luego el
campo de esta técnica. Después de los intentos anteriormente
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 525
mencionados, los experimentos de Magendie y su tratamiento
de la rabia mediante la inyección intravenosa de agua caliente
dieron nuevo y definitivo impulso al empleo de esta vía para la
administración de medicamentos. La inyección subcutánea fue
introducida por F. R. Rynd (1844), Ch. G. Pravaz (1853) y Al.
Wood (1853).
d) Tras la invención de la anestesia, en la introducción de
la antisepsia, obra del cirujano inglés J. Lister (1827-1912), tuvo
su clave principal todo el espléndido progreso ulterior de la
medicina operatoria. En su clínica universitaria de Glasgow,
agobiado por las enormes cifras de la mortalidad quirúrgica,
Lister se rebeló de nuevo —como Paré, como Hidalgo de Agüero— contra la tradicional doctrina del «pus loable»; pero, instalado en las posibilidades que le brindaba su tiempo, Lister
dio un paso más; pensó que la infección de las heridas y la formación de pus séptico son fenómenos equiparables a la putrefacción; y puesto que Pasteur había demostrado que las putrefacciones son debidas a la llegada de gérmenes vivientes a la materia
putrescible, decidió aplicar este hallazgo al tratamiento de las
heridas accidentales o quirúrgicas y al acondicionamiento del
quirófano antes del acto operatorio. Tras varios ensayos con
diversas sustancias, la elegida fue el ácido fénico: curas con
pomada fenicada y pulverización (spray) de la sala de operaciones con soluciones de fenol (1865-1867). El éxito de la antisepsia
fue inmediato y enorme; la mortalidad quirúrgica descendió gracias a ella hasta un 6 por ciento, y su práctica se impuso en el
mundo entero. Poco más tarde, E. von Bergmann convertía la
antisepsia en asepsia, mediante la metódica esterilización por
el vapor (1886 y 1891).
é) El desarrollo de la técnica industrial, en fin, hizo posible
una amplia y progresiva mejora del instrumental quirúrgico.
Merece recuerdo la invención de la jeringa para la inyección
hipodérmica (Ch. G. Pravaz, 1853). Luego, nuevas pinzas, nuevos
dilatadores del campo operatorio, nuevas sondas y drenajes nuevos (Nélaton, Mikulicz), nuevos vendajes y apositos (desde Verneuil), nuevas mesas de operaciones (Trendelenburg), nuevos recursos para el cuidado postoperatorio (gota a gota de Murphy).
Fueron introducidos los guantes, primero de algodón (Mikulicz),
luego de goma (Halsted) y la mascarilla bucal (Mikulicz). Ideada
por A. V. Quénu y M. Th. Tuffier en 1896, la cámara neumática a baja presión para las intervenciones intratorácicas fue
realizada y usada en 1903-1904 por Sauerbruch. En sólo cincuenta o sesenta años, el mundo del quirófano se había hecho un
mundo nuevo.
2. Sobre la base de este impresionante conjunto de técnicas,
el cirujano pudo ampliar de un modo hasta entonces insospecha-
526 Historia de la medicina
do el campo de sus metas operatorias; no sólo porque las que
tradicionalmente se venía proponiendo —exéresis, evacuaciones,
restauraciones de la integridad anatómica, plastias superficiales—
fueron practicadas con facilidad, extensión y resultado infinitamente superiores, también porque su creciente formación científica le condujo a emplear esas técnicas al servicio de una intención operatoria rigurosamente inédita: crear en el organismo enfermo condiciones anatómico-funcionales que le hagan posible
un mejor cumplimiento de su actividad vital. No otro sentido
tienen las anastomosis vasculares, los injertos y los trasplantes
de órganos, experimentalmente iniciados por Carrel —riñon de
gato a gato, corazón— ya antes de 1914.
3. Innumerables y eficacísimas técnicas nuevas, ampliación
de las metas tradicionales, invención de otras no sospechadas.
Muy a grandes rasgos, el parágrafo subsiguiente nos hará conocer
los logros más importantes de la cirugía durante la época que estudiamos.
B. Sería aquí desmedida y acaso tediosa una exposición detallada de las innumerables conquistas de la cirugía durante el
siglo xix. Me limitaré, pues, a repetir que todas las afecciones
tradicionalmente quirúrgicas —heridas, fracturas, amputaciones,
evacuaciones operatorias, ligaduras y aneurismas, hernias, intervenciones ortopédicas— fueron mucho mejor y mucho más
ampliamente tratadas, y a mostrar de manera sucinta cómo la
máxima posibilidad abierta por las conquistas técnicas antes
mencionadas, la penetración operatoria en las cavidades del
organismo, hasta entonces un noli me tätigere para el cirujano,
fue rápida y brillantemente utilizada por éste.
1. Cirugía abdominal. Th. Billroth, cirujano de muy extensa y
profunda formación científica y técnica, fue el gran creador de ella.
Tras varias tentativas poco anteriores (Sédillot, Middeldorf), sus técnicas para la resección del estómago y el píloro (1881-1885), sus resecciones intestinales y sus enterorrafias (1878-1883), abrieron camino »
la cirugía gastroenterológica y siguen siendo actuales, a través de las
innovaciones con que varios autores (Tuffier, Moynihan, von Haberer, Finsterer, Polya, Murphy) las han perfeccionado. Por su parte,
G. Simon realizó en 1869 la primera nefrectomía, y C. Lagenbusch,
en 1882, la primera colecistostomía.
2. Cirugía del cuello y del' tórax. Iniciada en la era preantiséptica (Nélaton, Langenbeck), la cirugía de la faringe llegó a su mayoría
de edad pocos años después, por obra de Mikulicz. En 1873, Billroth
practicaba la primera laringectomía total. También de Billroth es la
primera resección del esófago. La cirugía intratorácica, concebida por
Quénu y Tuffier, fue original y metódicamente elaborada por Sauerbruch, a partir de 1903. Antes (1882), C. Forlanini había ideado el
neumotorax intrapleural terapéutico. El corazón, en fin, pudo ser
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 527
quirúrgicamente abordado: en 1896, G. Farina y L. Rehn, aquél sin
éxito duradero, éste con pleno éxito, suturaron heridas de la pared
cardiaca. En 1908, H. Cushing, con sus intervenciones en perros, preparaba la ulterior cirugía de las válvulas auriculoventriculares.
3. También en los últimos lustros del siglo xix tuvo nacimiento
la gran cirugía vascular, no sólo con la difusión de las ligaduras asépticas, la introducción de la sutura de los grandes vasos y las nuevas
técnicas para el tratamiento de los aneurismas (aneurismorrafia de
Matas), también por la invención y la práctica quirúrgica de más
osadas intervenciones: la anastomosis arteriovenosa (San Martín, Goyanes), la sutura cabo a cabo de los vasos y el trasplante vascular
(Hirsch, 1881, y Jaboulay, 1898, en el perro y en el mono; Murphy y
Carrel, poco después, en el hombre).
4. Neurocirugía. Tras dos valiosas monografías clínicas de Chassaignac (1842-1848), la actual técnica neuroquirúrgica nació cuando
P. Broca evacuó por trepanación un absceso cerebral clínicamente localizado (1861); tuvo luego brillante infancia entre 1870 y 1890 (E. von
Bergmann, heridas de la cabeza, 1877; A. H. Bennet y R. F. Godlee,
extirpación de un tumor cerebral, 1884; V. Horsley, tratamiento operatorio de la epilepsia jacksoniana, 1866; W. W. Keen, penetración
quirúrgica en los ventrículos cerebrales, 1889), y comenzó su plena
madurez a partir de 1912, con los decisivos estudios experimentales,
clínicos y operatorios de H. Cushing, en Harvard.
5. Debe ser también mencionada la iniciación de la cirugía del
sistema endocrino: tiroidectomía (Kocher, 1878), hipofisectomía (Horsley, Schloffer) y patología quirúrgica de la hipófisis (Cushing, 1912),
trasplantes paratiroideos (Halsted, 1909).
Con la invención de la anestesia, decía yo antes, comienza
la edad de oro de la cirugía. Esta rápida enumeración de hazañas operatorias, casi todas correspondientes al período 1850-1914,
lo demuestra bien holgadamente. Hasta la más recóndita cavidad
del cuerpo puede ser ya objeto de tratamiento quirúrgico. Aunque
todavía espectacularmente cultivada por algunos, como Doyen,
la rapidez manual ya no es necesaria para el buen éxito de la
operación; más aún, es preconizada y acaba imponiéndose en
los quirófanos la regla del tempo lento (Kocher, Halsted). El cirujano, en fin, llega a ser verdadero hombre de ciencia, patólogo,
y sabe incorporar a su saber propio la histopatología, la fisiología
patológica (en algunos casos, como el de Jaboulay, antes que
los internistas de su propio país), la microbiología y la inmunología. No puede extrañar, pues, el gran nivel a que ya en
1914 había llegado su prestigio científico y social.
C. Es natural que este espléndido progreso de la cirugía
general se extendiera simultáneamente a todas las especialidades
quirúrgicas más o menos constituidas como tales a fines del
siglo xvm, e incluso fomentara la constitución de otras nuevas.
Va a mostrarlo un rápido examen de su historia.
528 Historia de la medicina
1. En lo tocante a la obstetricia, la introducción de la antisepsia en la ayuda al parto —bastante anterior a la antisepsia
quirúrgica de Lister— constituye, sin duda, la novedad más importante. En 1843, el bostoniano Oliver Wendell Holmes (1809-
1894) afirmó que la fiebre puerperal tiene su causa en la suciedad infectante de las manos del tocólogo, y aconsejó la previa desinfección de ellas con cloruro de cal. Pero el verdadero héroe de
la antisepsia obstétrica fue I. Semmelweis (1818-1865), médico
húngaro formado en la escuela de Skoda y Rokitansky y obstetra
en el Allgemeines Krankenhaus vienes. Semmelweis observó que
las lesiones anatómicas de la fiebre puerperal eran muy semejantes a las de quienes morían a consecuencia de picadura anatómica, por tanto bajo la acción de un desconocido «veneno cadavérico», y tuvo el acierto de ordenar que los médicos y estudiantes
de su sala se lavasen con agua de cloro o cloruro de cal antes
de asistir a una parturienta. El éxito de tal medida fue inmediato: la mortalidad de las puérperas descendió de un 26 % a poco
más de un 1 %. El secular azote de la obstetricia había sido vencido; pero Semmelweis murió con la amargura de no ver suficientemente aceptado su salvador hallazgo.
Otros progresos en obstetricia han sido; a) La defensa del «parto
natural» frente al abusivo empleo del fórceps (L. Joh. Boër, 1751-
1835). b) La ya mencionada introducción de la anestesia obstétrica,
por T. Y. Simpson (1811-1870). c) El estudio sistemático de las estrecheces pelvianas (G. A. Michaelis y C. C. Th. Litzmann), d) La introducción del fórceps de tracción axial, por E. Tarnier (1828-1897), en
1877. é) Los grandes avances en la práctica de la operación cesárea
(E. Porro, 1842-1902, y H. Sellheim).
2. Durante el siglo xix se constituye la ginecología como
especialidad quirúrgica. Balbucientemente, antes de 1850; de manera rápida' y brillante después de esa fecha, merced al esfuerzo
concurrente de J. Marion Sims (1813-1883), Th. Spencer Wells
(1818-1897), J. Y. Simpson, R. Lawson Tait (1845-1899), S. J.
Pozzi (1846-1918), E. Koeberlé (1828-1915), K. Schröder (1838-
1887) y E. Wertheim (1864-1920).
Anteriores a 1850 son el espéculum vaginal, de J. Cl. Récamier,
las primeras histerectomias (G. B. Monteggia, Fr. B. Osiander, Joh. N.
Sauter) y la primera ovariectomia (E. Me Dowell, en 1809). Ulteriores
a ese año, las siguientes novedades: a) Resuelta instauración de la
ovariectomia en la práctica ginecológica (Spencer Wells), b) Resolución del enojoso problema de la fístula vésico-vaginal (Marion Sims).
ç) Cirugía de los desplazamientos uterinos (Marion Sims, Koeberlé,
Lawson Tait; luego W. Alexander y J. Adams), ci) Definitiva conquista y regulación de la histerectomía total (Schröder y Wertheim).
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 529
3. Cuando en 1851 ideó Helmholtz el oftalmoscopio, la oftalmología ya había logrado un estimable nivel. Se conocía bastante bien la anatomía macroscópica del ojo, Purkinje y Th.
Young habían comenzado a estudiar científicamente la fisiología
de la visión, y en determinados capítulos de la patología ocular
—conjuntivitis, queratitis, catarata, glaucoma— eran muy estimables los hallazgos anatomoclínicos. Pero sólo con el empleo del
oftalmoscopio, rápidamente perfeccionado por Chr. Rute (1852)
y W. S. Demmet (1885), pudo comenzar el período actual de la
oftalmología. Cuatro grandes maestros son, entre sus fundadores,
las figuras más importantes: A. von Graefe (1828-1870), F. C.
Donders (1818-1889), E. Fuchs (1851-1930) y A. Gullstrand
(1862-1930), que respectivamente ejercieron su magisterio en Berlín, Utrecht, Viena y Upsala.
En A. von Graefe tuvo el siglo xix el más eminente de sus oftalmólogos. Con él dejaron de ser rótulos vacíos nombres como «amaurosis» y «ambliopía», y progresaron sustancialmente muchos capítulos
de la patología ocular. Donders inventó el oftalmotonómetro y sigue
siendo un clásico de los trastornos de la refracción. Entre 1900 y
1914, Fuchs era en Viena el maestro mundial de la clínica y la cirugía
oftalmológicas. Gullstrand, premio Nobel en 1911, cultivó con gran
eminencia y sagacidad la óptica normal y patológica del ojo. Fue
además inventor de un oftalmoscopio exento de reflejos.
4. También la otorrinolaringología ganó autonomía científica, técnica y profesional durante el siglo xix. Más aún: pese
a la habitual asociación, todavía vigente, de la otología, la laringología y la rinología, las tres ramas de la especialidad otorrinolaringológica cuentan desde entonces con cultivadores ultraespecializados.
En 1821, un libro de J. M. G. Itard (1775-1838) sobre las enfermedades del oído y de la audición inaugura la especialidad otológica.
Paulatinamente elaborada (Th. Buchanan, W. Kramer, Fr. Ε. WeberLiel), la otoscopía tuvo su gran tratadista en A. Politzer (1835-1920),
que también descolló en otros campos de la otología. La audiología va
constituyéndose con los trabajos de E. H. Weber, Η. A. Rinne
(1819-1868), Fr. Bezold (1842-1908) y R. Bárany (1876-1936). En la
patología del oído interno son asimismo dignos de recuerdo los nombres de P. Meniere (1799-1862), F. E. R. Voltolini (1819-1889) y
I· Toynbee (1815-1866). Muy bien estudiada clínicamente por Bezold
(1877), la mastoiditis, cuyo tratamiento quirúrgico había sido abandonado, fue objeto de intervenciones operatorias cada vez más perfectas (A. Fr. von Tröltsch, L. Turnbull, J. Hinton, H. Schwarze,
A. Eysell).
Con la invención del laringoscopio por el cantante español Manuel
García (1854), se pone en marcha la actaal laringología. J. Czermak
(1828-1873) y L. Türck (1810-1868) supieron utilizar con magnífico re-
530 Historia de la medicina
sultado la exploración laringoscópica. Más tarde, A. Kirstein, G. Ki·
llian y Chev. Jackson han perfeccionado y ampliado considerablemente
la sencilla técnica primitiva. La práctica de la intubación laríngea se
debe a E. Bouchut (1856) y J. P. O'Dwyer; la tonsilectomía, a P. Syng
Physick (1828). Tras su primera ejecución por Billroth, la laringectomía total ganó mayor precisión técnica por obra de T. Gluck y de
A. García Tapia.
La rinología, en fin, comenzó a existir con el rinoscopio de Czermak (1859). El tratamiento quirúrgico de los pólipos nasales (J. Crem,
S. González Encinas, W. G. Jarvis, F. H. Bosworth), la corrección de
las desviaciones del tabique (E. Fletcher Ingals, R. Krieg, O. T. Freer,
G. Killian) y la cirugía de los senos craneofaciales (Voltolini, E. Woadkes, Bosworth, L. Grünewald, A. Q. Silcock, Killian), son etapas sucesivas de la especialidad rinológica.
5. Tres hombres ponen en marcha la urología como especialidad quirúrgica: J. Civiale (1792-1867), expertísimo en litotricia,
su sucesor en el Hospital Necker J. F. Guyon (1831-1920), maestro de prestigio universal, y M. Nitze (1848-1906), inventor del
cistoscopio. A comienzos del siglo xx, la estrella mundial de la
urología era —en París— el hispano-cubano J. Albarrán (1860-
1912), que perfeccionó de manera esencial el cistoscopio de Nitze, dominó magistralmente la técnica operatoria y supo poner
su disciplina a la mejor altura del saber médico en dos de las
líneas principales de éste, la anatomopatológica y la fisiopatclógica.
6. La traumatología y la ortopedia lograron asimismo su
autonomía durante el siglo xix. Es cierto que el nombre de
«ortopedia» es bastante anterior (lo propuso N. Andry en 1741);
pero sólo hubo una cirugía ortopédica propiamente dicha cuando
algunos cirujanos generales de la primera mitad de ese siglo,
bien recurriendo a la intervención cruenta, como J. M. Delpech,
J. R. Guérin, G. Fr. L. Stromeyer, Joh. Fr. Dieffenbach y W. J.
Little, bien mediante prótesis incruentas, como la familia Heine,
en Alemania, y H. O. Thomas, en Inglaterra, idearon un número
de técnicas suficientemente amplio para exigir una dedicación
exclusiva a ellas.
El creciente interés social por el niño inválido y la también creciente exigencia de la sociedad industrial —accidentes laborales, demanda de mano de obra eficaz— impulsaron poderosamente la creación de centros ortopédicos, desde el suizo de A. J. Venel, anterior a
1800, y el alemán de la familia Heine (Wurzburgo, 1812), hasta el
famoso Istituto Rizzoli, de Bolonia (1880). Corrección incruenta de
las deformaciones óseas y articulares, tratamiento de las fracturas,
cirugía de las articulaciones —la cavidad articular, otro noli me tätigere de la época prelisteriana—, cirugía ósea, ortopedia de la columna
vertebral; he aquí los principales capítulos del alto nivel técnico que
al comienzo de la Primera Guerra Mundial habían alcanzado la trau-
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 531
matología y la ortopedia. Hasta en los tratados más actuales puede
advertirse su huella histórica.
Punto menos que olvidada desde Tagliacozzi, la cirugía plástica, en fin, conoció entonces espectaculares progresos. Antes de
1850, con las plastias palatales, perineales, labiales y palpebrals que idearon varios cirujanos de relieve (Ph. J. Roux, Larrey,
Graefe, Dieffenbach, Argumosa, Hysern, Astley Cooper, Liston,
Ferguson). «Salvar aunque sólo sea la punta del pulgar», era el
lema de este último. Después de 1850, por obra de Langenbeck,
Reverdin, Ollier y Thiersch, cuyos trasplantes cutáneos hicieron
época.
D. Comparada con la del progreso de la medicina interna,
la geografía cultural del progreso quirúrgico entre 1800 y 1914
es considerablemente más uniforme. Las novedades técnicas se
copian y propagan de manera mucho más fácil y rápida que los
modos de pensar; y así, no obstante la gran fuerza del sentimiento nacional durante el siglo xix, la anestesia ds Morton, la
antisepsia de Lister y la cirugía gastroenterológica de Billroth,
valgan estos ejemplos, se difundieron bien pronto por todos los
países cultos. El ferrocarril, el barco de vapor y el telégrafo
permitieron, por añadidura, que la comunicación de aquellas
novedades fuese punto menos que inmediata, y en consecuencia
que —salvadas diferencias muy accidentales, más de escuela que
país— entre 1870 y la Primera Guerra Mundial se operase con
iguales técnicas a uno y a otro lado del Rhin y del Canal de la
Mancha. Esto sentado, veamos sumarísimamente el elenco de los
cirujanos más importantes y de las más vigorosas orientaciones
de la práctica quirúrgica desde las primeras campañas napoleónicas hasta la guerra de 1914.
1. La máxima figura de la cirugía francesa del siglo xix
fue sin duda alguna G. Dupuytren (1777-1835), discípulo de Bichat, médico del Hôtel-Dieu y triunfador constante bajo Napoleón, Luis XVIII y Carlos X. Tienen su autor en Dupuytren no
Pocas innovaciones técnicas y nosográficas, algunas todavía adscritas a su nombre; pero su verdadera eminencia histórica la
debe al talento y a la eficacia con que supo llevar a la clínica
el gran mandamiento de su maestro Bichat: la metódica referencia del síntoma a la lesión. Como John Hunter fue, desde la cirugía, un adelantado de la mentalidad fisiopatológica, Dupuytren,
también desde la cirugía, ha sido uno de los creadores del método anatomoclínico; por tanto, uno de los fundadores de la verdadera «patología quirúrgica».
Durante los primeros lustros de nuestro siglo, ¿a qué cirujanos franceses se hubiese podido atribuir en su país un primer
puesto? Pensando más en el nivel de la mente que en la destreza
S32 Historia de la medicina
de las manos —desde este punto de vista, pocos hubieran podido
competir con el espectacular E. L. Doyen (1859-1916)—, yo
designaría a M. Th. Tuffier (1857-1929), de París, y a M. Jaboulay (1860-1913), de Lyon, tan destacados ambos, en medio de la
poderosa tradición anatomoclínica de la medicina francesa, como
pioneros de la concepción fisiopatológica o funcional de la cirugía; y a su lado, aunque la parte más importante de su labor
haya sido norteamericana, a Alexis Carrel (1873-1942), procedente también de la escuela quirúrgica lyonesa.
Entre la muerte de Desault y el triunfo de Dupuytren descolló
en Francia J. D. Larrey (1766-1842), la gran figura médica de las
campañas de Napoleón. Contemporáneos y rivales de Dupuytren fueron Ph. J. Roux (1780-1854) y J. Lisfranc (1790-1841), en París, y
J. M. Delpech (1777-1832), en Montpellier. Después de todos ellos,
la cirugía francesa siguió conservando su alta calidad y su sólido
prestigio. Bajo Napoleón III brillaron como cirujanos J. Fr. Malgaigne
(1806-1865) y, sobre todo, A. Nélaton (1807-1873). Durante los primeros decenios de la Tercera República, A. A. Verneuil (1823-1895),
P. Broca (1824-1880), J. E. Pean (1830-1898), L. F. Terrier (1837-
1908), J. Lucas Championniere (1843-1913) y M. O. Lannekmgue
(1841-1913), en París; y en Lyon, L. X. E. I. Ollier (1825-1900) y
A. Poncet (1849-1913).
2. No fue inferior a la francesa la cirugía británica de este
período. Para advertirlo, basta recordar la serie de estrellas de la
medicina operatoria que forman: en Inglaterra, Astley P. Cooper
(1768-1841), tan osado como hábil en el quirófano y no menos
popular que Wellington en la calle, B. C. Brodie (1783-1862),
uno de los clásicos de la patología articular, W. Fergusson (1808-
.1877), J. Paget (1814-1899), J. Hutchinson, V. Horsley, W. A.
Lane (1856-1943) y B. Moynihan (1865-1923); en Escocia, además de los hermanos Bell. J. Wardrop (1782-1869), R. Liston
(1794-1847), J. Syme (1799-1870), el yerno y máximo discípulo
de éste, Sir. J. Lister, y W. Me Ewen (1848-1924).
3. Procediendo, frente a la espléndida cirugía germánica del
siglo xix, como antes frente a la francesa, una gran figura habría
que destacar sobre todas las restantes en la primera mitad del
siglo xix: la del profesor de Berlín Joh. Fr. Dieffenbach (1794-
1847), extraordinario cirujano en muy diversos campos. No sería
fácil señalar, en cambio, los que durante el lapso 1900-1915 más
indiscutiblemente sobresalieron; acaso Th. Kocher (1841-1917),
profesor en Berna y premio Nobel (1909) por sus trabajos sobre
el bocio, A. von Eiseisberg (1860-1939), continuador en Viena de
la egregia tradición de Billroth, y F. Sauerbruch (1875-1951),
discípulo de Mikulicz en Breslau y luego famoso maestro en
Berlín.
Entre aquél y éstos, el área de la cultura germánica tuvo su
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 533
máximo cirujano en Th. Billroth (1829-1894), investigador sobresaliente (bacteriología quirúrgica, patología experimental), principal creador de la cirugía abdominal, operador genial, admirable
tratadista (leidísima fue su Patología quirúrgica general) y artista
delicado. Su escuela dio profesores de cirugía a gran número de
universidades.
Son también dignos de mención Fr. L. Stromeyer (1804-1876), padre de la cirugía militar alemana, B. von Langenbeck (1810-1887),
sucesor de Dieffenbach en Berlín, K. Thiersch (1822-1895), brillante
profesor en Leipzig, Fr. von Esmarch (1823-1908), gran figura de la
cirugía bélica, el ya mencionado G. Simon (1824-1876), R. von Volkmann (1830-1889), no muy inferior en méritos a su coetáneo Billroth,
Ε. von Bergmann (1836-1907), sucesor de Langenbeck en Berlín,
introductor, como sabemos, de la asepsia quirúrgica, uno de los cirujanos verdaderamente célebres en la Europa de su tiempo, y Fr. Trendelenburg (1844-1924). Los más distinguidos discípulos de Billroth
fueron Joh. von Mikulicz-Radecki (1850-1905), inventor de tantas novedades importantes, y A. von Eiseisberg. Sucedió a von Bergmann
en Berlín A. Bier (1861-1949), al cual dieron fama la introducción de
la anestesia lumbar con cocaína, la utilización terapéutica de la hiperemia artificial y la orientación biopatológica de su pensamiento.
Sin detrimento de la afirmación antes apuntada —la considerable uniformidad de la cirugía en todos los países de Europa,
desde los decenios centrales del siglo xix— todo lo dicho nos
hace colegir que el progreso de la cirugía germánica estuvo más
ligado al laboratorio de patología experimental que el de las cirugías francesa e inglesa.
4. Tras el fecundo magisterio inicial de Ph. Syng Physick
(1768-1837), y más aún durante la segunda mitad del siglo xix,
el avance de la cirugía norteamericana fue sumamente rápido;
hombres como S. D. Gross (1805-1884), Η. J. Bigelow (1816-
1890), W. W. Keen (1837-1932), Ch. Me Burney (1845-1913), tan
bien conocido como clínico y cirujano de la apendicitis, y
R. Abbe (1851-1928), uno de los fundadores de la cirugía intestinal, lo muestran con evidencia. Pero cuando el creciente magisterio del saber quirúrgico norteamericano alcanza su altísimo
nivel actual es en el filo de los siglos xix y xx. A todos los médicos cultos se lo dice así esta luciente serie de nombres: W. St.
Halsted (1852-1922), Fr. Hartley (1856-1913), J. Β. Murphy (1857-
1916), R. Matas (1860-1957), los hermanos Ch. y W. J. Mayo,
G. W. Crile (1864-1942), H. Cushing (1869-1939), el antes recordado Alexis Carrel y W. E. Dandy (nac. en 1888).
5. Merecen asimismo mención: el ruso Ν. I. Pirogoff (1810-
1881), de gran prestigio en toda Europa y bien conocido por la
desarticulación que lleva su nombre; los italianos A. VaccàBerlinghieri (1772-1826), maestro en Pisa, E. Bassini (1844-1924),
534 Historia de la medicina
bien conocido por su técnica para el tratamiento quirúrgico de la
hernia, y la brillante serie de los ortopedas Fr. Rizzoli (1809-
1880), A. Codivilla (1861-1912) y V. Putti (1880-1940); el suizo
J. L. Reverdin (1842-1908), compañero de su compatriota Kocher
en los estudios de éste sobre la glándula tiroides, y los españolee
D. de Argumosa (1792-1865), F. Rubio y Gali (1827-1902), cirujano a la altura de los mejores de su tiempo, A. San Martín
(1847-1908), iniciador de la cirugía vascular, que luego había de
perfeccionar notablemente su discípulo J. Goyanes, y J. Ribera
(1852-1912), inventor del procedimiento hemostático llamado, por
error, de Momburg, y de la gastrectomía total. Los vendajes enyesados fueron introducidos por el belga A. Mathysen (1805-
1878).
Artículo 3
DIETÉTICA, FISIOTERAPIA, PSICOTERAPIA
Y PROFILAXIS
Ramas de la praxis médica que van creciendo en importancia
y rigor científico a lo largo del siglo xix son también la dietética,
la fisioterapia, la psicoterapia y la profilaxis. Examinemos sus
principales vicisitudes entre 1800 y 1914.
A. En este capítulo debemos considerar tan sólo la dietética
terapéutica, expresión en la cual va acentuándose más y más la
reducción semántica en el término «dieta», ahora limitado a indicar la pura regulación de los ingesta alimentarios: la dieta,
régimen del alimento y la bebida de los enfermos.
A comienzos del siglo xix, la dietética terapéutica era a la vez
tradicional, empírica y equivocada. Vigente desde los hipocráticos, la restricción alimentaria en las enfermedades agudas seguía
siendo la regla, y las novedades modernas del pensamiento médico —iatromecánica, iatroquímica, vitalismo— no hicieron otra
cosa, a este respecto, que razonar de modo diferente la presunta
justificación de esa medida. No puede extrañar, pues, la satisfacción con que Graves juzgaba su idea de alimentar de manera
más sustancial a los pacientes febriles. «Dio de comer a los febricitantes»; por su gusto, éste hubiera sido su epitafio.
Mientras tanto, la naciente fisiología científica de la nutrición
y el metabolismo —Lavoisier: origen oxidativo del calor animal;
Magendie, Prout, Liebig, J. B. I. Boussingault (1802-1887): descubrimiento del peculiar valor alimentario de las proteínas; Pettenkofer, Voit, Atwater y Benedict: concepción científica del recambio energético, termodinámica de la nutrición; Liebig, Voit,
Forster, S. Ranger, G. von Bunge: componentes minerales de la
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 535
alimentación; descubrimiento de las vitaminas— permitía establecer las bases de una dietética verdaderamente racional. Sobre
este fundamento se basaron los estudios y las pautas de C. von
Noorden acerca de la alimentación de los enfermos —dietética
general, dietas terapéuticas especiales, etc.— en la Viena de 1908
a 1915.
B. Un renovado interés por el empleo terapéutico del agua
fría —A. Fr. von Fröhlichsthai (1760-1846), V. Priessnitz (1799-
1851) y Ε. Hallmann (1813-1855)—, la aplicación de la química
al análisis de las aguas mineromedicinales y a la fabricación
artificial de éstas (Fr. A. A. Struve, 1781-1840) y la racionalización científica de los balbucientes ensayos electroterapéuticos del
siglo xviii (C. Mateucci, Duchenne de Boulogne), son los rasgos
más salientes de la fisioterapia durante la primera mitad del siglo XIX.
A partir de entonces, la investigación física, química y biológica hará progresar de manera notable los saberes y las técnicas
correspondientes a todos esos temas. Pero, sobre todo, enriquecerá el elenco de los recursos fisioterápicos con el hasta hoy más
importante de todos ellos: la radioterapia, tempranamente iniciada por Grubbe (1896) para el tratamiento del cáncer de
mama, bien analizada luego por Bergonié y Tribondeau (1908)
y ampliada con la radiumterapia, muy poco después de que
los esposos Curie aislaran el radio.
C. La psicoterapia científica, en fin, es una brillante creación
de la época que estudiamos: el mesmerismo da lugar en ella al
hipnotismo, se convierte en técnica terapéutica la sugestión y da
sus primeros pasos el psicoanálisis.
El tránsito desde el mesmerismo al hipnotismo tuvo sus máximos
artífices en el inglés J. Braid (1795-1860) y en el francés A. A. Liébeault (1823-1904), fundador de la escuela de Nancy. A partir de
ellos, W. B. Carpenter (1813-1885), D. H. Tuke (1827-1895) y el ya
mencionado J. H. Bennet, en Inglaterra, H. M. Bernheim, discípulo
y colaborador de Liébeault, en Francia, desarrollarán el conocimiento
científico de la hinopsis dentro del marco de una doctrina general de
la psicoterapia. Bernheim, fue, como sabemos, el gran demoledor de
las ideas charcotianas sobre la relación entre el hipnotismo y la histeria. La utilización del estado hipnótico para obtener la «catarsis verbal» del subconsciente fue una feliz idea del médico vienes J. Breuer
(1842-1925), y en ella tuvo su nacimiento el «psicoanálisis» de Sigmund
Freud (1856-1939), asociado a Breuer durante los primeros años de su
práctica. La psicoterapia por la sugestión —tema presente en la obra
de todos estos autores— ha tenido su máximo cultivador y tratadista
en el suizo P. Dubois (1848-1918).
Erraría, sin embargo, quien pensara que sólo dentro del campo di-
536 Historia de la medicina
señado en el párrafo precedente —neurólogos, psiquiatras y naciente«
«especialistas en psicoterapia»— hubo durante el siglo xix tratamientos psíquicos (Ackerknecht). Bajo la influencia directa o indirecta de
Cabanis, no pocos entre los mejores clínicos franceses de la primera
mitad de ese siglo (Pinel, Corvisart, Bayle, Cruveilhier, Rayer, Alibert) recomendaron el «tratamiento moral». Movidos por otras influencias, también los grandes internistas alemanes (Wunderlich, H. Lebert, L. Traube, Erb, von Leyden, Strümpell...) aconsejaron la psicoterapia.
Sobre este valioso fundamento tendrá lugar —gracias, sobre
todo, al desarrollo y a la difusión del psicoanálisis— la ulterior
elevación de la psicoterapia a método terapéutico general; con
lo cual la clásica ordenación ternaria de los recursos curativos,
farmacoterapia, cirugía y dietética (Celso), se convertirá en
serie cuaternaria a lo largo del siglo xx.
D. Al lado de tales recursos terapéuticos es preciso mencionar las medidas profilácticas, tan espectacularmente desarrolladas
desde que Pasteur creó el concepto de «vacunación». Pero en
el examen de lo que para el médico del siglo xix fue la prevención de la enfermedad es preciso considerar, además de lo perteneciente al orden de los hechos, lo concerniente al orden de
los proyectos.
Promovido por la ilusionada esperanza que durante el siglo
xix suscitó en las almas el progreso de la ciencia y la técnica,
los médicos del siglo xix formularon el proyecto —o el sueño— de una ordenación de la vida y la sociedad en virtud de
la cual podría ser eliminada de nuestro mundo la enfermedad.
«Parece llegado un tiempo —escribía en 1905 J. Pagel, recogiendo el sentir de todo un siglo— en que la medicina se siente
llamada a ser la conductora de la Humanidad, no como simple
arte de curar, sino en el grande y libre sentido de una ciencia
de la vida humana en su totalidad y de un arte capaz de garantizar vida, salud y bienestar a la existencia del individuo
y de la sociedad.» Aunadas entre sí, la ciencia y la justicia
social permitirían el logro de una profilaxis de la enfermedad
tan eficaz como total.
Si no el proyecto en su integridad, algo de él se había realizado al comienzo de la Primera Guerra Mundial. En la Inglaterra del report sanitario de Chadwick (1842), la esperanza de
vida era de 35 a 40 años para los aristócratas, de 22 a 25 para
los artesanos y comerciantes, de 16 a 20 para los obreros industriales; en 1914, la cifra media de ella rebasaba ya los 50 años.
Causa principal del hecho había sido la general mejora de las
condiciones de vida: alimentación, urbanismo, vivienda, etc.;
pero también empezaba a ser eficaz el resultado de las vacuna-
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 537
ciones profilácticas: la antivariólica, más y más difundida a partir de Jenner y cada vez con mayor frecuencia obligatoria; la
antitífica de Widal y de Wright, etc. El gran desarrollo de la
vacunación preventiva será, sin embargo, ulterior a 1914.
Capítulo 4
MEDICINA Y SOCIEDAD
Hasta cuando la medicina era magia o sacerdocio hubo una
clara relación entre ella y la estructura de la sociedad donde se
la practicaba; más aún la habrá cuando los distintos grupos
humanos hayan adquirido plena conciencia de su situación y su
papel en el cuerpo social —de su «status» y su «rol» en éste,
dirán luego los sociólogos—, y cuando una nueva disciplina
científica, la sociología de A. Comte, estudie temáticamente su
dinámica; esto es, durante el siglo xix. Estados nacionales por
igual nacionalistas y burgueses; creciente intervención suya en
la vida pública y, a través de ella, en la privada; pugna entre
el capitalismo y el obrerismo; secularización creciente de las
masas populares, cada vez más conscientes y seguras de sí mismas; aceleración del proceso por el cual la ciencia y la técnica
se sienten capaces de dominar el mundo natural y —en cierta
medida— de concrearlo; invocación más y más urgente del derecho de todos, sólo por el hecho de ser hombres y trabajadores,
a participar equitativamente en los bienes de la naturaleza y de
la cultura; tales son los más importantes hechos sociales con
que tiene que entrar en relación teorética y práctica, científica
y asistencial, la medicina del siglo xix.
Como en la parte precedente; estudiemos metódicamente
esa relación según los seis siguientes epígrafes: actitud ante la
enfermedad, formación del médico, situación social de éste, asistencia al enfermo, modos profesionales de la actividad médica
socialmente determinados, ética médica.
A. La actitud ante la enfermedad depende primariamente
de la estimación de la vida y la salud; y cuando tanto ha ido
creciendo para el hombre, como consecuencia de la secularizaron de su mente, el valor de la existencia terrena, es obvio que
la preocupación por aquéllas crezca con fuerza a medida que
avanza el siglo xix. Más aún cabe decir: la actitud psicosocial
ante el riesgo de enfermar y ante la realidad de haber enfer-
538 Historia de la medicina
mado se halla entonces matizada por la creciente y expectante
confianza general en las posibilidades diagnósticas y terapéuticas del médico. Demuéstrenlo tres resonantes eventos sociales:
el eco que en la prensa internacional tuvo el viaje a París de
un grupo de campesinos de Smolensko, a quienes había mordido
un lobo rabioso, para ser sometidos a la cura profiláctica de
Pasteur; la inmensa expectación de todo el mundo culto ante
las tuberculinas de Koch, cuando éste anunció su preparación
y su posible éxito terapéutico; la acogida universalmente dispensada al salvarsán de Ehrlich.
Esta nota general no debe hacernos desconocer que, conexa también con ese atenimiento exclusivo de los hombres a las hazañas y
las glorias de tejas abajo, se produjo durante el siglo xix una acusada vehemencia en la dedicación de la vida a empresas puramente
intramundanas, y que esta disposición anímica se expresó de modo
muy directo en la estimación y en el hecho mismo de la enfermedad.
Dos formas tuvo el suceso, y las dos han aparecido ya ante nosotros:
la forma romántica y la burguesa. La «enfermedad como distinción»
—arquetipo, la tuberculosis— fue la fórmula central de la primera;
la «enfermedad como autodestrucción» —el desorden morboso como
consecuencia del empeño de «quemar la vida», con sus dos formas
principales, las lesiones por desgaste y la neurosis—, pudo ser la enseña de la segunda. El médico que entonces no entendiera esta doble
realidad sería acaso un buen patólogo, en modo alguno un buen
clínico.
La novela realista, la literatura médica y social sobre el
pauperismo, muchas veces destinada al gran público, y la relativa popularidad que durante el siglo xix lograron los temas
higiénicos, muy claramente lo demuestran.
B. El importante cambio perfectivo que durante el siglo
xix experimentó la medicina, necesariamente había de reflejarse en la formación del médico. Este se educa y titula en la Universidad, y a él acude para el cuidado de sus dolencias la casi
totalidad de la población; lo cual en modo alguno excluye la
perduración del curanderismo, cuya clientela no queda siempre
reducida a los grupos sociales más incultos.
Entre las muchas e importantes novedades de la enseñanza en las
Facultades de Medicina, varias poseen especial relieve: 1.a
La cada
vez más irrevocable consideración de la física y la química como disciplinas básicas para la formación científica del médico. «La medicina
será ciencia natural o no será nada», afirmó Helmholtz, y con arreglo
a esta consigna se procede en todas partes. 2." El auge de la enseñanza práctica de la anatomía. El «anfiteatro anatómico» es definitivamente sustituido por la «sala de disección». 3.a
La paulatina creación de «Institutos de Investigación» como complemento ineludible
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 539
de la cátedra universitaria. Los de Purkinje (Breslau, 1824), Liebig
(Giessen, 1825) y Buchheim (Dorpat, 1849) fueron los primeros. 4.a
La
llegada de la «lección clínica», como género didáctico, al ápice de su
prestigio. Los nombres de Trousseau, Oppolzer, Charcot (sus famosas
Leçons du mardi), Dieulafoy, Nothnagel y Fr. von Müller hablan
por sí solos. 5.a
La introducción de disciplinas nuevas en el curriculum
del médico, a medida que el desarrollo científico y técnico de ellas
así lo ha exigido: histología, anatomía patológica, pediatría, oftalmología, etc. 6." La total equiparación académica de las dos ramas principales de la patología, la médica y la quirúrgica. 7.a
El rápido crecimiento y la creciente difusión de las revistas médicas: hasta 1.654
se publicaban el año 1913 en el conjunto de los países cultos. 8.* La
instauración del «congreso científico», nacional o internacional, como
institución para la exposición y la discusión de los diversos avances
del saber.
Durante los primeros decenios del siglo xx, y salvo muy
escasas excepciones —Freud por el lado psicológico, Grotjahn
por el sociológico—, el médico tiene la convicción de haber
llegado al definitivo modelo de su formación como tal médico.
Un modelo, se piensa, que podrá cambiar en sus detalles con
el progreso de alguno de los capítulos del saber, pero no en su
esencia; ésta parece constituir una conquista metahistórica e invariable. Lo cual, naturalmente, no quiere decir que en la concreta realidad de la educación médica no hubiese ciertas diferencias nacionales. En Alemania, por ejemplo, esa educación
era más disciplinada y teórica; en Francia e Inglaterra, más clínica y familiar. «La educación médica alemana —escribió Garrison, glosando las observaciones de su compatriota Flexner (1910)
sobre la medicina europea— parece basarse sobre el tácito presupuesto de que todas las especialidades, incluidas la odontología y la obstetricia, no son otra cosa que aspectos particulares de la física y la química.»
C. Hácese también perceptible un cambio en la situación
social del médico. Distingamos en ésta, como hoy es tópico,
el «rol» (el papel del médico en el cuerpo social, lo que del
médico socialmente se espera) y el «status» (el lugar y el nivel
que en ese cuerpo social el médico ocupa), y tratemos de ver
en uno y en otro las notas principales de dicho cambio.
Desde que la medicina se hace técnica, tres son los motivos
que esencialmente integran el rol social del médico: la sociedad espera de éste la curación de las enfermedades, la prevención del enfermar y cierto saber científico acerca de lo que es
el hombre. Pues bien; a lo largo del siglo xix, esa triple expectativa se intensifica extraordinariamente, porque el médico
cura mucho más y con seguridad mucho mayor, va ampliando
considerablemente sus posibilidades preventivas —«El doctor
540 Historia de la medicina
Libra, de la calleja del Tratamiento, ha sido sustituido por el
doctor Onza, de la calle de la Prevención», escribía Harvey
Cushing, ya en 1913— y es el máximo titular de muy variados
saberes antropológicos, desde la citología y la bioquímica del
organismo humano hasta la psicología. Más aún: en tanto que
conocedor y técnico de la naturaleza del hombre, el médico intentará añadir a estos tres motivos uno más, su condición de
educador de la humanidad y de redentor de las calamidades,
hambre, dolor o injusticia, que hasta entonces ha venido padeciendo nuestra especie. «La medicina es una ciencia social, y
la política no es otra cosa que medicina en gran escala», escribirá el Virchow joven, dando expresión a un sentir ya bastante
difundido.
Consecuentemente, prospera de manera ostensible el status
del médico en la sociedad. El de Charcot en París, Lister en
Londres, E. von Bergmann en Berlín y Billroth en Viena habla
por sí solo. «Por primera vez en nuestro país, un hombre de
ciencia va a recibir los honores públicos reservados a las celebridades de la política y de la guerra», escribía Paul Bert horas
antes del entierro de CI. Bernard. Lo cual no quiere decir que
la situación social del médico no cubriese toda la amplia gama
económica de la burguesía, desde el altísimo nivel que esas cuatro ilustres figuras ejemplifican, hasta el bien distinto de los
profesionales que en el suburbio urbano y en la aldea compartían habitualmente, aunque con cuello duro y corbata, la áspera
vida de las clases proletarias.
De todo ello da elocuente testimonio la literatura realista.
No falta, desde luego, la visión burlesca del médico; pero
la simple comparación entre la imagen que de él ofrecieron
las hirientes caricaturas de Quevedo y Molière y la que ahora
brindan las descripciones novelescas de Balzac y Galdós, muestra muy bien la magnitud del cambio producido. Por debajo
de los chistes y las bromas, la sociedad del siglo xix confía en el
médico y se siente ayudada por él.
D. Tradición inveterada y novedad incipiente muestra el
cuadro de la asistencia al enfermo entre 1800 y la Primera Guerra Mundial. Inveterada es, en efecto, la estratificación de esa
asistencia según tres niveles socioeconómicos, los correspondientes a las que los hábitos expresivos de la época llamaban «clases altas», «clases medias» y «clases bajas».
Los enfermos pertenecientes a las «clases altas» —aristocracia,
burguesía opulenta— eran atendidos en su domicilio, si la dolencia
les obligaba a guardar cama, o en el consultorio privado del médico,
éste siempre elegido entre los más prestigiosos de la ciudad. A fines
del siglo xix, esos enfermos formaban la clientela de los sanatorios
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 541
de montaña, incipientes entonces, y en ellos tenían sus más caracterizados partícipes las «curas de aguas», «de reposo» y «climáticas».
Bien distinta era la suerte del enfermo cuando pertenecía a las
«clases bajas», y, sobre todo, cuando su más inmediato grupo social
formaba parte del proletariado suburbano e industrial. Su paradero
era de ordinario el «hospital de beneficencia», y en este sentido tenía
el privilegio de ser multitudinario paciente de un clínico realmente
prestigioso. Triste y glorioso privilegio. Por un lado, históricamente
glorioso. «Los pobres de Viena —se decía entre éstos, allá por 1850-
1870— tenemos la suerte de ser muy bien diagnosticados por Skoda
y muy bien autopsiados por Rokitansky»; lo cual pregonaba con
ácido y resignado ingenio este hecho: que el enorme, espléndido progreso de la medicina moderna ha sido conseguido sobre el cuerpo del
enfermo pobre. Socialmente triste, por otro, porque la escasez de
recursos de dichos hospitales y el frecuente hacinamiento de los enfermos en sus salas, sobre todo cuando una epidemia azotaba el país,
hacía a la vez penosa y mortífera la permanencia en ellos. Las descripciones médicas y literarias de la vida en los «hospitales de beneficencia» de la sociedad burguesa del siglo xix y la cuantía de sus cifras de mortalidad consternan el ánimo más indiferente. Aquello no
podía seguir.
Entre las socialmente altas y las socialmente bajas, las «clases
medias» —artesanos y menestrales, obreros acomodados, medios y pequeños funcionarios, profesionales alejados del triunfo— afrontaban
la calamidad económica y afectiva de la enfermedad llamando a su
domicilio a «médicos baratos» —seis peniques cobraban por visita
no pocos prácticos en el Londres Victoriano (D'Arcy Power)— o
acogiéndose a los servicios de las asociaciones para la ayuda mutua:
en el Reino Unido, las Friendly Societies, ya existentes en el siglo xviii, que en el xix alcanzan un desarrollo extraordinario (unos
4.000.000 de afiliados en 1874); en España, las «Sociedades de Socorros Mutuos» («de médico, botica y entierro», en el habla popular);
de modo más o menos semejante, en otros países. Todo, menos el hospital, cuya sola perspectiva inspiraba verdadero terror y profunda
humillación a las clases medias de la pasada centuria.
No será necesario un gran esfuerzo de imaginación para trasladar
este esquema ternario al medio rural, tan mal comunicado y dotado
hasta nuestro siglo. Con todo, la condición del campesino enfermo,
muy deficiente, sin duda, desde el punto de vista de la asistencia técnica, era socialmente menos patética que la del pobre urbano.
Modulada por la estructura de la sociedad que subsigue
a la Revolución Industrial, ésta fue la parte inveteradamente
tradicional de la asistencia al enfermo durante el siglo xix. Pero,
como he apuntado, tal situación no era ya sostenible. Dos razones se concitaron para salir de ella. La primera, de orden
técnico-económico: a partir de los decenios centrales de ese siglo, la medicina va siendo cada vez más eficaz y cada vez más
cara, hechos cuyo conocimiento por fuerza había de ser general.
La segunda, de carácter económico-social: sobre todo desde 1848,
542 Historia de la medicina
el obrero industrial adquiere conciencia de clase y reivindica,
entre otras cosas, su derecho a ser aceptablemente atendido en
sus enfermedades y accidentes. Combinadas entre sí, ambas razones constituyen el momento social del fenómeno que yo he
llamado «rebelión del sujeto», la activa inconformidad del paciente ante una doble alienación: ser tratado como simple «objeto cósmico» por una medicina que sólo en la ciencia natural
—física y química— veía su fundamento, y ser considerado
como simple «objeto económico» por una sociedad que sólo
desde el punto del rendimiento laboral —compra de trabajo
al menor precio posible— estimaba su vida.
La «rebelión del sujeto» tuvo, pues, dos modos de expresión
complementarios entre sí: el clínico, cuya forma visible fue —recuérdese lo dicho— el incremento de los modos histéricos o neuróticos de
enfermar, y el social, expresado por esa legítima exigencia asistencial
del proletariado. No será necesario repetir que el primero de ellos se
hizo patente tanto en las clases burguesas (las neurosis «íntimas» y
«familiares» del consultorio de Freud) como en las clases proletarias
(las histerias «espectaculares» y «hospitalarias» de la Salpêtrière).
Esa «rebelión del sujeto» —y también, naturalmente, el terrible aspecto objetivo de la morbilidad, la mortalidad y la asistencia médica en los niveles económicamente más bajos de la
sociedad: Turner Thackrah, Villermé, Chadwick, Engels, Virchow, etc.—, determinó la aparición de varias novedades sociales en la ayuda técnica al enfermo; novedades sólo incipientes hasta la Primera Guerra Mundial e históricamente arrolladuras desde ella. Tres destacan, procedentes de otros tantos mundos políticos muy distintos entre sí:
1. En la Rusia zarista, el sistema zemstvo. La deplorable
situación económica en que tras la liberación de los siervos
quedaron los campesinos pobres, obligó al poder central (1867)
a suministrarles asistencia médica gratuita, a través de una red
de médicos funcionarios y centros sanitarios rurales. En el sistema zemstvo ha tenido una de sus más importantes bases la
socialización soviética de la medicina consecutiva a la Revolución de Octubre.
2. En la Alemania guillermina, las Krankenkassen («Cajas
para enfermos») de Bismarck. Cuando la socialdemocracia alemana, a raíz de un atentado contra la vida del Kaiser, fue puesta
fuera de la ley (1878), Bismarck procuró paliar el malestar del
mundo obrero creando un seguro médico unificado y centralizado, las Krankenkassen, que después de diversas vicisitudes
parlamentarías fue definitivamente aprobado en 1884. El sistema
fue ulteriormente adoptado por Austria (1886), Hungría (1891).
Luxemburgo (1901), Noruega (1909) y Suiza (1911).
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 543
3. En la Inglaterra de comienzos del siglo xx, los primeros
pasos hacia la creación de un Seguro Nacional de Salud (National Health Insurance): Poor Law Commission (1905), con
la propuesta de Beatrice Webb en favor de un servicio médico
unificado dentro de un amplio sistema de seguridad social; ley
de 1911 (Lloyd George), por la cual se establecía un sistema
asistencial semejante a las Krankenkassen alemanas.
Junto a estas novedades en el campo de la asistencia médica,
otras cabe señalar: la formación de enfermeras profesionales (iniciada
en 1836 por el pastor protestante Th. Fliedner, con su Diakonissenanstalt, y brillantemente desarrollada años más tarde por Florence
Nightingale, 1823-1910, en el St. Thomas Hospital, de Londres), la
construcción de nuevos hospitales (cuyo modelo ya no es el monumental del Renacimiento y de la Ilustración, sino otro que se estima
más funcional, la parcelación de su conjunto en pabellones), la paulatina abolición de las prácticas coercitivas en la asistencia psiquiátrica, tras el célebre gesto de Pinel («tratamiento moral» de Pinel y
Tuke, non-restraint de J. Connolly, laborterapia) y, ya a comienzos del
siglo xx, los primeros balbuceos de la práctica médica en equipo. Por
razones a la vez psicológicas y sociales, dentro de la medicina norteamericana tuvo su nacimiento el «equipo médico».
E. Entre las actividades técnicas y profesionales del médico, tres se hallan especialmente condicionadas por requerimientos, de orden político y social: la sanitaria, la médico-legal
y la médico-militar; y como es obvio, las tres quedaron históricamente configuradas por los grandes cambios sociales y políticos que trajo consigo el siglo xix.
1. Con toda su importancia, el System de Joh. Peter Frank
y el sanitary movement británico no pasan de ser el pórtico
de la higiene moderna; no porque las reglas de uno y otro
no fueran un magnífico desideratum hasta 1850, cuando tan
deficientemente seguía siendo la salubridad de las ciudades europeas, sino porque el rápido desarrollo del urbanismo, de la
técnica industrial y de las ciencias médicas a partir de esa fecha hizo entrar en una etapa nueva todo lo relativo al cuidado
de la salud humana.
Reducidas a sumario esquema, he aquí sus notas principales:
a) La definitiva división de la higiene en «pública» y «privada»,
y la inmediata consideración de ésta como una concreción individual y familiar de aquélla, b) El estudio de las reglas hi
gïénicas tradicionales y la proposición de otras nuevas mediante
los métodos de la física y la química del siglo xix; por tanto,
la conversión de la higiene en una rama de la ciencia natural
aplicada. Principal figura de este empeño fue Max von Pettenkofer (1818-1901), discípulo de Liebig, distinguido bioquímico y biofísico en su juventud, luego profesor de Higiene en
544 Historia de la medicina
Munich y autor de muy importantes trabajos sobre la alimentación, el alcantarillado, la ventilación, la calefacción y el vestido. La pertinaz y errónea adhesión a una «teoría telúrica» para
explicar la difusión del cólera (afirmación de la influencia del
suelo y de las aguas subterráneas, negación de validez a los
hallazgos bacteriológicos de Koch) no quita importancia a la gran
obra de Pettenkofer. c) La aplicación de la estadística al estudio
de los problemas sanitarios. El inglés E. Chadwick fue, como
sabemos, el gran iniciador de esta eficaz vía hacia la conversión
de la higiene en ciencia; vía en la cual también se distinguió
Pettenkofer, con su clásico opúsculo Sobre el valor de la salud
para una ciudad (1873). d) La rápida y decisiva influencia,
a la vez científica y práctica, que la investigación microbiológica, ya desde Pasteur y Koch, tuvo sobre la higiene. Con la
microbiología y sus consecuencias médicas, la epidemiología cambió de aspecto. Dos únicos datos: durante la guerra francoprusiana de 1870, el ejército alemán, bien vacunado contra la
viruela, perdió a causa de esta enfermedad 248 hombres, frente a los 2.000 que murieron de ella en el mal vacunado ejército
francés; y, por otro lado, la pronta erradicación de la fiebre
amarilla en Cuba y en el Canal de Panamá, obra de W. Reed,
J. Carroll, J. W. Lazear y A. Agramonte. e) La doble proyección social de la higiene científica: urbanística (alcantarillado,
aprovisionamiento y depuración de aguas, etc.) e institucional
(creación de Institutos de Higiene y de centros para el planeamiento de la acción sanitaria, cuyo modelo fue el General Board
of Health, de Londres). /) La lucha metódica contra las enfermedades profesionales, g) La organización de Conferencias Internacionales, con objeto de establecer normas para la resolución de problemas sanitarios en que estuviese interesado el mundo entero o gran parte de él.
2. En el vigoroso desarrollo de la medicina legal a lo largo
del siglo xix tuvieron parte principal dos causas: la cada vez
más acusada intervención del Estado en la sociedad, con el
consiguiente recurso al dictamen pericial del médico (problemas
laborales, policiales, forenses, etc.), y la metódica aplicación de
la física, la química y la biología a la resolución de las cuestiones que plantea la relación entre la medicina y las leyes.
La importante obra toxicológica de Orfila fue mencionada en
páginas anteriores. Entre tantas aportaciones ulteriores a la
consolidación científica de la medicina legal, deben ser recordadas la técnica de J. Marsh (1794-1846) para la detección toxicológica del arsénico, los métodos de J. G. Stas (1813-1891)
y F. J. Otto (1809-1870) para la caracterización química de
los alcaloides, las investigaciones de Fr. Selmi (1817-1881) sobre las ptomaínas y los trabajos de P. Th. Uhlenhuth (1870-
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 545
1957), que aplicó la inmunología a la identificación específica
de las manchas de sangre (1900-1905).
No resulta exagerado decir que la medicina legal conoció su época
clásica entre 1800 y 1914. Cinco fueron sus principales centros: París
(A. Devergie, A. A. Tardieu, P. Brouardel), Viena (E. von Hoffmann,
A. Haberda), Berlín (Joh. L. Casper, Fr. Strassmann), Praga (J. von
Maschka) y Turin (C. Lombroso). En R. von Krafft-Ebing, profesor
de Graz, tiene su fundador la patología sexual, tan rica en consecuencias médico-legales. A su influencia se debe la creación del cuerpo
de médicos forenses (1862). En el mundo anglosajón se hicieron dignos de recuerdo, además de J. Marsh, los ingleses R. Christison y
A. Taylor, de amplio influjo durante todo el siglo xix, y el norteamericano M. Stille.
3. El formidable progreso de la cirugía y de la técnica
del transporte se hizo patente en el desarrollo de la medicina
militar, a lo largo de las varias guerras que jalonan con sangre
el transcurso de la época ahora estudiada: las campañas napoleónicas (con J. D. Larrey como gran figura quirúrgica), la Guerra de Secesión norteamericana (1861-1865) y la franco-prusiana de 1870, para no citar sino las más resonantes. Son memorables a este respecto los beneméritos servicios de Fl. Nightingale en la guerra de Crimea y la Conferencia Internacional
de Ginebra (1863-1864), celebrada a instancias de Henry Dunant, en la cual catorce potencias se comprometieron a considerar neutrales a los enfermos y heridos, así como al personal
sanitario, y de la cual nació la Cruz Roja.
F. El proceso de la secularización de la sociedad influyó
decisivamente sobre los postulados y las reglas de la ética
médica; no porque en el siglo xix dejase de existir una moral
médica cristiana, sino por el gran número de médicos para los
cuales ésta contaba muy poco o no contaba absolutamente nada,
y por la mutación que ese magno hecho histórico imprimió
en la conciencia ética del hombre occidental, y como consecuencia en la actitud de la persona frente a sus deberes profesionales.
Muy a vista de pájaro, tres son los tipos que cabe discernir en
la ética médica del siglo xix: 1. Muchos médicos —y, naturalmente,
muchos enfermos— sólo atribuyen carácter vinculante a los preceptos
civiles, en tanto que socialmente coactivos, y a las indicaciones de su
conciencia moral, en tanto que personalmente perfectivas. El comportamiento profesional queda entonces regulado por un oscilante compromiso entre las ordenaciones legales del «espíritu objetivo» hegeliano y los mandamientos íntimos del «imperativo categórico» kantiano.
Aunque el médico no sea hegeliano ni kantiano, aunque se llame a sí
mismo positivista y agnóstico, sin dificultad podrá ser reducida su
19
546 Historia de la medicina
conducta ética a la fórmula precedente. Consciente o inconscientemente atenidos a ella, no han sido pocos los médicos de moralidad
profesional verdaderamente ejemplar. A título de muestra, unos cuantos nombres españoles: Pedro Mata, Federico Rubio, José María Esquerdo, Juan Madinaveitia, 2. Junto a ellos, otros, los creyentes en
una moral religiosa, fuese católica o protestante su confesión, regían
su actuación profesional resolviendo personalmente la armonía o el
conflicto entre tres orbes morales más o menos autónomos: a) una
ciencia profana, el saber médico y la técnica a él correspondiente,
que siendo «verdadera» no podía oponerse a la religión, pero que en
principio nada tendría que ver con ella; b) el conjunto de las creencias religiosas íntimamente profesadas y el de los deberes prácticos dimanantes de ellas; c) el haz de las obligaciones civiles impuestas por
la sociedad y el Estado. Radicalizando lo que ya se había iniciado
en el siglo xvm, la deontología médica (Vordoni, 1808; Scotti, 1824;
Stöhr, 1878; Capellmann, 1913) viene a ser un doble puente: el que
pone en comunicación práctica la técnica científica y la moral religiosa y el que enlaza a ésta con la moral civil. Dos únicos nombres,
uno del siglo xix, el de Laennec, otro del siglo xx, el de Albert
Schweitzer, bastan para ejemplificar la calidad ética que por esta
vía puede alcanzarse. 3. Otros médicos, en fin, vivirán orientados
por la moral del éxito —el lucro y el prestigio como metas— que la
competitiva sociedad burguesa ha puesto sobre el pavés, y a ella se
atendrán, sólo frenados por los restos de moral religiosa o filantrópica
que en su alma queden y por la no siempre eficaz coacción externa
de las convenciones y los preceptos civiles.
Sobre este suelo real comienza a levantarse la retórica seudorreligiosa de los que en sus discursos proclaman el «sacerdocio de la medicina» y la retórica seudohelénica de los que en
sus consultorios ostentan el «juramento hipocrático». Y conforme a esas tres cardinales normas de conducta son resueltos los
múltiples problemas éticos que plantea la asistencia al enfermo: eutanasia, aborto provocado, honorarios, certificados médicos, ensayos terapéuticos que puedan comportar riesgo, declaración u ocultación al enfermo de la verdad acerca de su
estado.
Sexta parte
LA MEDICINA ACTUAL:
PODERÍO Y PERPLEJIDAD
(desde la Primera Guerra Mundial)
Introducción
Nadie discute que el sangriento suceso de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) cierra un período en la historia del
planeta y abre en ella otro distinto, al que no parece inadecuado
llamar «actual». Nuestra actualidad, la vida histórica dentro
de la cual los hombres de hoy sentimos la impresión de estar ya
«en nuestra casa», comienza a partir de 1918. ¿Por qué?
No porque no continúen vigentes, y algunos casi inalterados,
muchos de los hábitos mentales y operativos creados entre 1848
y 1914. Más rápido y más cómodo que el de 1914, el ferrocarril
de hoy continúa siendo en esencia lo que entonces era; el médico actual sigue auscultando como Potain y Fr. von Müller, mide
la tensión arterial como Vaquez y Riva-Rocci y explora los
reflejos tendinosos como von Leyden y Babinski. Tampoco porque no hayan sido prácticamente olvidadas muchas de las novedades intelectuales y técnicas surgidas con posterioridad a 1918.
Limitemos a la medicina el campo de nuestra observación.
¿Quién trata hoy las neumonías con inyecciones intravenosas de
alcohol y —como no sea historiador o patólogo viejo— quién
recuerda aquella ambiciosa Pathologie der Person, de Fr. Kraus,
tan resonante entre 1928 y 1930? Pero siendo todo esto cierto,
más aún, pudiendo aumentarse tan copiosamente el número de
los ejemplos de ambas posibilidades, la continuación meramente
perfectiva de tantas otras cosas anteriores a 1914-1918 y la preterición total de tantas otras posteriores a estos años, cierto es
también que nuestra actualidad histórica comenzó a raíz de la
Primera Guerra Mundial.
A reserva de ver confirmado este juicio por lo que acerca del
saber y la praxis del médico se ha de decir en las páginas subsiguientes, basta un examen rápido de los más importantes momentos de
547
548 Historia de la medicina
la vida actual para considerarlo aceptable. La arquitectura actual
comenzó con la Bauhaus de Weimar y Dessau, y luego con Gropius,
Le Corbusier, Mies van der Rohe y Frank Lloyd Wright. La pintura
actual, con Picasso, Juan Gris, Braque, Kandinsky y Mondrian. La filosofía actual, con la fenomenología y sus consecuencias (Husserl, Heidegger, Sartre), el nacimiento del neopositivismo y la difusión universal del marxismo tras la Revolución de Octubre. La física actual, con
la vigencia y el desarrollo de la teoría de la relatividad y de los quanta y con la mecánica atómica ulterior al modelo atómico de Rutherford
y Bohr. La literatura, con la súbita explosión de los ismos, y luego
con las consecuencias de éstos. Los vuelos espaciales, con su planificación ya enteramente científica entre 1925 y 1930. El estilo general
de la vida, cuando la rigidez, la artificiosidad y las convenciones
sociales de la belle époque sean sustituidas, durante la década de los
veinte, por la deportividad y la juvenilización del vivir. Y así la
técnica, el cine, la música, veinte actividades más. No hay duda:
la cultura comenzó a ser actual —actual para nosotros— en la posguerra de la Primera Guerra Mundial; por tanto, en el decenio de
1920 a 1930.
Examinemos ahora sumariamente los rasgos por los cuales
la vida histórica y social subsiguiente a las terribles batallas de
1914 a 1918 dejó de ser lo que entonces era y empezó a ser lo
que ahora es, y de tal modo, que otras batallas mucho más universales y terribles, las de la guerra de 1939 a 1945, han modulado, sí, pero no han alterado esencialmente la continuidad
de dicho proceso planetario.
A. En el orden político hemos asistido y seguimos asistiendo, si no a la quiebra del nacionalismo del siglo xix, porque el
sentimiento de la pertenencia a la propia nación dista mucho de
haberse borrado de las almas, sí al progresivo afianzamiento
—en parte por necesidad y en parte por positiva querencia— de
un hecho nuevo: la subordinación de los Estados nacionales a
conjuntos de acción que les superan y envuelven. El planeta se ha
dividido en tres «mundos» más o menos conexos entre sí, el liberal y neocapitalista, el socialista y otro que, pese a las graves
diferencias político-sociales existentes en su interior, a sí mismo
se denomina «tercer mundo». Lo cual no excluye, pronto lo
veremos, que entre todos ellos exista cierta uniformidad, aparte
la eficacia que hayan poseído o posean las organizaciones inter
y supranacionales (Sociedad de Naciones, entre las dos citadas
guerras mundiales; Naciones Unidas, desde la segunda).
B. En el orden social «stricto sensu», dos eventos descuellan: la conversión del crecimiento lineal de la población del planeta, ya notablemente acelerado desde 1800 hasta 1914, en verdadera «explosión demográfica», y la efectiva constitución, pese a la
La medicina actual: Poderío y perplejidad 549
existencia de tan notorias diferencias sociopolíticas, socioeconómicas, intelectuales y religiosas entre los múltiples grupos sociales, de una no menos notoria «sociedad universal».
Hoy vivimos sobre la Tierra de tres a cuatro mil millones de
hombres; y de no sobrevenir una exterminadora catástrofe bélica,
cálculos solventes elevan a los seis mil millones la cifra de los
terrícolas que habrán de convivir en los primeros lustros del
siglo xxi. No es difícil imaginar las consecuencias económicas,
alimentarias, urbanísticas, técnicas —y, por supuesto, médicas—
que este ingente hecho social va a traer consigo.
Por otra parte, la constitución efectiva de una «sociedad
universal». De ser una doctrina teológica (San Agustín, Orosio,
San Buenaventura, Bossuet) o un concepto filosófico (Hegel,
Comte, Marx), la «historia universal de la humanidad» ha venido a ser un hecho real, y esto por tres razones principales:
el enorme progreso de las técnicas de transporte y comunicación,
las posibilidades de una acción bélica a distancia y la creciente
conciencia de hallarnos los hombres físicamente implicados en un
destino histórico común. En 1805, la batalla de Austerlitz fue
un suceso inexistente para los japoneses y los malgaches; hoy,
el estallido de una sola bomba en cualquier parte del mundo
puede conmover en pocas horas a la humanidad entera. Basta la
más superficial observación de un aeropuerto importante para
advertir la arrolladura existencia de esa «sociedad universal».
C. La realidad propia de cada uno de los tres «mundos»
antes mencionados adquiere especial relieve en el orden socioeconómico.
En el mundo liberal y neocapitalista sigue existiendo la tradicional ordenación burguesa en tres clases, las «altas», las «medias» y las «bajas»; con una diferencia entre ellas que ahora es
pura o casi puramente económica, porque apenas hay nada que
en el estilo del vivir distinga a la «aristocracia de la sangre» de
la «aristocracia del dinero», cuando aquélla sigue siendo opulenta. Pero a continuación es necesario afirmar: 1. Que la mutua
permeabilidad de esas tres clases es ahora infinitamente mayor
que antes de 1914, sobre todo en los países que es tópico llamar
«desarrollados». 2. Que el nivel y el estilo de la cultura —espectáculos, indumento, lectura, modales, intereses artísticos e intelectuales— se ha uniformado de manera considerable. 3. Que el
pauperismo de las ciudades industriales ha desaparecido, y con
ello la instalación revolucionaria del proletariado en la sociedad,
aunque la lucha de clases perdure en una u otra forma. Dos
fenómenos socioeconómicos, la «empresa multinacional» y el
«consumismo» o «sociedad de consumo» se han ido acusando en
la vida de este «primer mundo».
550 Historia de la medicina
El mundo socialista se declara programáticamente autor de
una «sociedad sin clases»; pero es evidente que el nivel del sel·
vicio al Estado y el grado de la adscripción a la ideología de
éste, desde la militancia oficial hasta la oposición abierta o clandestina, crean notables diferencias socioeconómicas entre los diversos grupos de la población. El «privilegio estatuido» y la
«marginación politicosocial» son las dos formas extremas de
tales diferencias.
En los países del «tercer mundo», en fin, es donde más se
hacen sentir los duros contrastes sociales que existieron en Europa durante los primeros decenios de la Revolución Industrial.
Unos por obra del colonialismo capitalista, otros porque su estructura sigue en muy buena parte siendo estamental-feudal, todos esos países se debaten interna y externamente por acercarse
a uno de los dos modelos que acaban de ser diseñados.
Durante los próximos decenios, ¿llegará la humanidad a una
fórmula de compromiso entre el actual sistema liberal y capitalista y el actual sistema socialista? Tal parece ser el más importante y básico de todos los problemas históricos que tiene
planteado el hombre en este último cuarto del siglo xx.
D. En cuanto al gobierno técnico del mundo —en lo relativo, por tanto, a lo que de ordinario todos entendemos por «técnica»—, la indudable novedad de la vida actual se halla dominada por dos imponentes sucesos: la utilización, bélica primero,
industrial luego, de la energía atómica, y el comienzo de la exploración del espacio cósmico extraterrestre. A la vez que cobraban realidad factual estas dos hazañas del poderío humano sobre
el cosmos, un evento de orden psicosocial —iniciado ya como
consecuencia del progresismo de los siglos xvui y xix— ha adquirido universal carta de naturaleza: la abolición de la idea de
«lo imposible» en la estimación de las posibilidades de la ciencia y la técnica. Pero de todo esto se hablará con mayores precisiones en páginas ulteriores.
E. No pocas han sido, por consiguiente, las novedades relativas al sentimiento y al sentido de la vida del hombre. Indicaré
las que me parecen más importantes y significativas.
1. El tránsito de la vivencia de la crisis como novedad a la
vivencia de la crisis como hábito. En su correspondencia con
Dilthey, el Conde Paul Yorck von Wartenburg denunció el
«olor a cadáver del mundo moderno». Como él, Nietzsche y
otros espíritus zahones de fines del siglo xix y comienzos del xx
ventearon ya entonces la incipiente crisis de la cultura burguesa.
Pero ésta no se hará patente al gran público hasta que un suceso
catastrófico, la guerra de 1914 a 1918 y —en medio de la apa-
La medicina actual: Poderío y perplejidad 551
rente bonanza social y anímica que se vivió tras ella— la reflexión de toda una serie de pensadores europeos (Spengler, Berdiaeff, Jaspers, Ortega, Huizinga), se la hagan ver y sentir.
Azoramiento y desorientación, constante repudio del pasado inmediato, carencia de verdadero entusiasmo, tendencia al fingimiento
y al autoengafio, raptos sentimentales y operativos inconexos entre sí,
versatilidad; según Ortega, tales son los rasgos esenciales de las
crisis históricas, entendidas como la consecuencia de una quiebra en
las creencias que sustentan la vida en el mundo de un grupo humano o de la humanidad entera. Pues bien: durante los afios ulteriores
a la Segunda Guerra Mundial, muchos hombres, todos aquellos cuyas
almas no se apoyan firmemente, con fanatismo o sin él, en un determinado sistema de creencias históricas —esto es, no «puramente»
religiosas y escatológicas— se han habituado a vivir como si la crisis
fuese el estado normal de la existencia en el mundo. Porque, tomada
en su conjunto, la sociedad que antes he llamado universal dista
mucho de haber encontrado ese sistema, aunque afanosamente lo busque. ¿Dónde está, hecha prometedora realidad, no reducida a ser
mero postulado o conducta individual, la forma de vida en que
armoniosamente coincidan la libertad civil y la justicia social?
2. La extremada secularización de la existencia histórica y
la escisión de las actitudes ante ella. Si no se tiene en cuenta
el brote de religiosidad sentimental y nostálgica que trajo consigo el Romanticismo, la secularización de la sociedad occidental,
iniciada durante el siglo xvm, desde entonces no ha dejado de
extenderse y agudizarse; pero precisamente por haberse radicalizado tanto, su realidad ha revestido formas nuevas y ha sido
causa de que los grupos humanos no secularizados, esto es,
abiertos en una u otra forma a la afirmación de modos de la
realidad trascendentes al mundo, adoptasen frente a éste actitudes inéditas.
Descontando los frivolos —no son pocos—, los que devotamente
afirmen la doctrina de los vestigia Trinitatis —si es que todavía
quedan algunos— y los pesimistas sistemáticos —el pequeño grupo,
ya en extinción, de los doctrinarios del absurdo—, dos parecen ser, a
este respecto, los grupos principales: a) Quienes de uno u otro modo
piensan que «Dios ha muerto» y, también de un modo o de otro, han
hecho del mundo sensible el término de una suerte de religión; a la
cabeza de ellos, los creyentes en las tesis —o los dogmas— del materialismo histórico. «Servir al mundo» sería la clave de tal religiosidad
intramundana. b) Quienes admiten el principio de la secularización en
el tratamiento de las realidades intramundanas —saecularia saeculariter tractanda sunt, tal podría ser el, primer lema de éstos—, pero
piensan que sólo sacralizándose logran cobrar dichas realidades su
último y definitivo sentido: saecularia consecranda sunt, así podría
sonar el complemento religioso del lema anterior. «Servir al mundo
552 Historia de la medicina
para sacralizarle» es, frente al saeculum, la regla de oro de esta religiosidad a la vez intra y extramundana, secularizada y no secularista
(Gogarten).
3. La peculiar conciencia de las posibilidades del hombre en
tanto que hombre. Frente al mundo cósmico, esas posibilidades
son vividas, en efecto, con una peculiar ambigüedad, cuyos términos son la omnipotencia y la penultimidad.
«En el gobierno técnico del mundo todo me es en principio posible; si no hoy, mañana», piensa el hombre de nuestros días; la idea
helénica de la anánke physeos (forzosidad o fatalidad inexorables de
ciertas determinaciones de la naturaleza) y la idea medieval de la
nécessitas absoluta (versión cristiana de aquélla) parecen haberse esfumado durante nuestro siglo. Ejemplo: el hombre actual no admite
que en principio haya enfermedades incurables o mortales «por necesidad». La previsión racional del futuro parece así factible, y en la
«futurología» se ve el germen de una ciencia. «Tú, hombre, no
quitarás el mañana al Eterno», escribió Víctor Hugo. Cien años más
tarde, ese rapto se muestra como una hazaña intermedia entre la
utopía y el proyecto.
Por otro lado, el conocimiento racional de la realidad aparece
afectado, a los ojos del hombre de ciencia, por un ineludible coeficiente de penultimidad. «Nada hay y nada puede haber sobre la
ciencia», pensaban muchos sabios del siglo pasado. «Algo, lo que sea,
hay más allá de la ciencia», piensan muchos de nuestro siglo. Por eso,
frente al «sabio-sacerdote» de ayer —véase una idea de él en el discurso necrológico que dedicó Virchow a su maestro Joh. Müller— ha
surgido el «sabio-deportista» de hoy (un Bohr, un Schrödinger, un
Watson).
4. La general organización de la vida según el modelo urbano. Hasta ayer mismo ha sido básica y general la ordenación
sociológica de los habitantes del planeta en dos tipos, el «hombre
de la ciudad» y el «hombre del campo». Pues bien: a excepción
de lo que sigue ocurriendo en la no escasa área de los países
subdesarrollados, toda una serie de técnicas —transportes, electrificación, prensa, televisión, etc.— ha hecho que esa contraposición haya perdido su vigencia o esté perdiéndola rápidamente.
5. Poderío y perplejidad. Ambas notas se combinan inextricablemente en la existencia del hombre actual. Poderío: la
técnica hace a un tiempo posibles la destrucción de nuestro planeta y una detallada prospección geológica —o areológica, si se
quiere mayor precisión léxica— del planeta Marte. Perplejidad:
con mente científica o con mente ética, el hombre actual se pregunta una y otra vez, sin obtener respuesta en verdad satisfactoria: «¿Qué soy yo? ¿Qué Va a ser de mí?»
Sobre este conjunto de rasgos comunes se dibujan y constituyen las nada leves diferencias sociopolíticas, intelectuales y J*·
La medicina actual: Poderío y perplejidad 553
Bgiosas que hoy dividen a la humanidad. Una sociedad «ya» uni-
«rsal en cuyo seno es «todavía posible» una guerra planetaria.
Las páginas subsiguientes van a mostrarnos cómo todo lo anteriormente dicho se realiza en la intelección y gobierno del cosmos, en el conocimiento científico de la realidad y la enfermedad
del hombre y en todos los varios momentos que integran la praώ médica.
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