en los autores árabes, e) La Anatomía vivorum, páginas atrás mencionada. /) Las trece láminas anatómicas que forman el Primer Tratado de la inacabada Cyrurgia de Henri de Mondevüle.
Con la disección de cadáveres humanos y la composición de
su pequeña Anatomía (1316), reproducida en múltiples manuscritos y copiosamente editada luego hasta 1580, Mondino de
Luzzi será la máxima figura del saber anatómico medieval. No,
desde luego, por la cuantía de éste, notablemente inferior a la
del galénico; tampoco porque corrija los errores del Pergameno,
en los cuales persiste o a los cuales agrava, como cuando describe en el corazón un supuesto «ventrículo medio»; sino porque
esa Anatomía suya será el texto básico para la enseñanza de la
medicina theorica en muchas Universidades hasta la publicación
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 221
de la Fabrica vesaliana, y en algunas hasta más tarde. Sólo un
mal resumen del tratado galénico De usu partium, redactado en
el siglo xv, competirá con ella.
El propósito de Mondino es modesto; no quiere enseñar a sus
lectores según un stilus altus, sino secundum manualem operationem.
Su exposición se halla dividida en tres partes, conforme al orden del
proceso disectivo: el abdomen o «vientre inferior», el tórax o «vientre medio» y el cráneo o «vientre superior». Con frecuencia emplea
nombres árabes —myrach o pared abdominal, syphac o peritoneo,
zirbus u omento—, y en todo momento hace consideraciones fisiológicas y clínicas acerca del órgano en cuestión. La pauta para la descripción de cada parte sigue las categorías de Aristóteles, adaptadas
a la intención médica de su enseñanza: posición, sustancia, complexión, cantidad, número, figura, relaciones, acción y utilidad, enfermedades. La «anatomía», en fin, podía ser pública, para todos los
estudiantes, o privada, para un pequeño grupo de médicos, y por
razcnes obvias se realizaba a lo largo de varios días del invierno.
Es entonces cuando surge el germen del «anfiteatro anatómico».
Hasta los anatomistas prevesalianos del Renacimiento, el docente
de anatomía no disecó por sí mismo; la disección del cadáver se hallaba encomendada a un cirujano, con el cual colaboraba el demonstrator, ayudante que hacía ver a los asistentes lo que el maestro iba
exponiendo. Sentado éste en su estrado, leía, ordenaba y explicaba.
Como diría Farrington, la mano operativa no pasa todavía de ser
sierva humilde de un cerebro altivo y doctoral.
El bolones Bertuccio seguirá fielmente el proceder de su
maestro; y como él, todos los profesores de la Baja Edad Media,
hasta que los pintores y escultores de la segunda mitad del siglo xv y los anatomistas de comienzo del siglo xvi rompan el
esquema didáctico medieval, den a la obra manual la importancia gnoseológica y la dignidad que realmente posee —«con mis
propias manos hice frecuentemente anatomía», dice con temprana y bien significativa jactancia el patavino Leonardo de
Bertipoglia (ca. 1430)—, y otra vez aprendan a ver por sí mismos la realidad que estudian.
3. Como los griegos, los medievales no conocen una anatomía «pura». El saber anatómico acerca de las partes se hallaba esencialmente unido entonces al conocimiento —o a la
ruda pretensión de conocimiento— de lo que esas partes hacen
en la total actividad del organismo (actio et utilitas) y de las
varias formas en que pueden enfermar (passio), y trataba de
servir a las necesidades de la práctica quirúrgica. Los membra
son por naturaleza Organa, instrumentos de la acción vital. Pero
si en esto y en los conceptos fisiológicos generales (potentiae o
virtutes primarias, como el calor o la sequedad, secundarias,
como la atractiva, la retentiva, la alterativa y la expulsiva, y
terciarias o específicas; Spiritus natural, vital y animal; teleo-
222 Historia de la medicina
logia, ahora cristianamente concebida, de los movimientos vitales) los médicos de la Edad Media siguen a Galeno, distan mucho de él en cuanto al volumen y a la precisión de las nociones
que componen su fisiología especial y, por supuesto, siguen incurriendo en sus mismos errores (formación de la sangre en el
hígado, total desconocimiento de su circulación, etc.).
Igualmente heredada y rudimentaria es la embriología medieval. La doctrina aristotélica acerca de la fecundación —papel
formal e incitante del semen masculino, función material y nutritiva del semen femenino— es generalmente aceptada. Los
problemas embriológicos más importantes consistirán en saber
si el primwn vivens es el corazón (Aristóteles) o el hígado (Galeno), y en establecer especulativamente el momento en que
el embrión ya está humanamente animado.
4. Los fundamentos metafísicos y teológicos de la psicología
de los medievales son, por supuesto, radicalmente distintos de
los que informaron la psicología de los griegos; ahora se atribuye
al alma una naturaleza inmaterial, espiritual —con lo cual se
da una acepción nueva al término spiritus, como antes los cristianos griegos o helenizantes se la habían dado al término pneuma—, y se ve en ella ese centro íntimo y personal de la realidad
humana por el cual el hombre puede ser imagen y semejanza de
Dios. Pero en lo que atañe a la dinámica de la actividad anímica, los filósofos y los médicos del Medioevo siguen el pensamiento de sus maestros griegos: facultades del alma, localización cerebral de la imaginación, la memoria y el raciocinio, doctrina del «intelecto agente» y el «intelecto pasivo», etc. Lo cual
no quiere decir que en el saber psicológico de la Edad Media no
haya orientaciones muy diferentes entre sí: la más «mística»
de Hugo y Ricardo de San Víctor, y en cierto modo de San
Buenaventura, y la más «racionalista» de los escolásticos del siglo xiii ; el «intelectualismo» de Santo Tomás de Aquino y el
«voluntarismo» de Duns Escoto; admisión de la capacidad de la
mente humana para conocer los «universales» (realismo extremo) o atribución a éstos de un carácter puramente convencional
y ficticio (nominalismo). Una cuestión en cierto modo médica
será planteada: la diferencia en el talento de los hombres, ¿de
qué depende, de que los espíritus individuales sean como tales
espíritus cualitativamente distintos entre sí, o sólo de la peculiaridad de los cuerpos individuales en que se encarnan? En sí
mismos considerados, ¿son iguales entre sí o son entre sí distintos los espíritus humanos?
Capítulo 5
CONOCIMIENTO CIENTÍFICO DE LA ENFERMEDAD
En tanto que contemplador cristiano del mundo, el sanador
de la Edad Media tenía que ver en la enfermedad un evento
esencialmente relacionado con lo que acerca de la realidad y el
destino del hombre el cristianismo enseña: relación entre la
enfermabilidad, esencial propiedad defectiva de la naturaleza
humana —el hecho de que el hombre en todo momento pueda
enfermar—, y las consecuencias del pecado original; carácter de
prueba moral que la afección morbosa tiene, y mérito o demérito subsiguientes al modo de padecerla; interpretación del estado morboso del hombre como un «déficit ontológico» o status
deficiens en la escala cósmico-sacral de las posibilidades de nuestra existencia (Sta. Hildegarda de Bingen). En tanto que heredero
de la nosología grecoárabe, el médico del Medioevo entendió la
enfermedad, en cambio, como una alteración más o menos fortuita o forzosa en la dinámica vital de las res naturales o «cosas
naturales» mencionada en el capítulo precedente, desde el equilibrio de las complexiones hasta las actividades de los membra.
Sólo a este segundo aspecto de la cuestión, el estrictamente médico, vamos a referirnos ahora.
Naturalmente, el saber patológico del período que estamos
estudiando tiene una historia cambiante y presenta distintas modulaciones doctrinales. Entre la nosología de Heribrando de Chartres, que a comienzos del siglo xi enseñaba a rebasar la simplex
cognitio de las enfermedades, y la que tres siglos más tarde exponen y discuten un Arnau de Vilanova o un Pietro d'Abano, la
diferencia es enorme. Más aún: el patólogo que pretende tomar
en consideración a Sorano —al Sorano que él pudiera conocer—
y el que sólo a Galeno y Avicena quiere atenerse, algo habían
de distinguirse entre sí. Pero teniendo en cuenta, por un lado,
lo que fue el nervio central de la ciencia nosológica de los siglos xi al xv, y considerando, por otro, que esta ciencia alcanzó
su culminación en los dos tratadistas antes nombrados, a los
escritos de Arnau y al Conciliator de Pietro recurriremos para
exponer en sus líneas generales la concepción científica de la
enfermedad en esta segunda etapa de la medicina medieval.
A. Ante todo, el concepto y la génesis de la enfermedad.
Esta es, dice Arnau, la «disposición innatural de un miembro o
223
224 Historia de la medicina
del cuerpo, por la que sensible e inmediatamente son dañadas
en él las acciones naturales, esto es, las que le convienen por su
naturaleza específica». Galenismo puro. Como lo es también la
admisión de un «estado neutro» entre la salud y la enfermedad,
en el que Arnau distingue varios modos, regido en definitiva
por su gran experiencia clínica.
¿Cuándo un cuerpo sano cae en enfermedad? Cuando el
buen orden de sus res naturales, alterado por una acción violenta o intempestiva de alguna o algunas de las sex res non naturales que la Isagoge de Ioannitius y la patología de los árabes habían enseñado a distinguir, padece el estado que la definición precedente expresa; por tanto, cuando en ese cuerpo surgen las varias res contra naturam o res contranaturales de la
nosología grecoárabe latinizada. Lo cual obliga al médico a estudiar con algún pormenor ese proceso, y por tanto a elaborar una
doctrina de la causa morbi.
Aristóteles, Galeno y Avicena son las fuentes del pensamiento
etiológico de Arnau, pero no sus modelos intocables. El maestro
medieval distingue, en efecto, tres puntos de vista para entender racionalmente la causa de una afección morbosa: 1. El ser que la constituye, teniendo en cuenta que todo lo existente puede en principio
causar enfermedad. 2. La fuerza con que actúa el agente nosógeno;
furza que exige discernir en la acción causal un momento eficiente,
otro material y otro dispositivo. 3. El orden de actuación en la producción efectiva de la enfermedad: causa primitiva o externa (frío
excesivo, veneno), causa antecedente (la alteración meramente potencial a que en el organismo sensible al desorden morboso da lugar la
causa externa) y causa conjunta (esa misma alteración ya en acto;
en una fiebre pútrida, por ejemplo, la efectiva putrefacción del humor
de que se trate; la «lesión inicial», diríamos nosotros). La doctrina
etiológica de Arnau, de la cual lo expuesto no pasa de ser el primer
cañamazo conceptual, aparece ante nosotros como una hábil combinación de las tres influencias intelectuales antes nombradas, la aristotélica, la galénica y la aviceniana.
B. En el cuerpo humano, dice Arnau, siguiendo a Galeno,
toda cosa contranatural es o enfermedad, o causa de enfermedad,
o accidente de ella. Ahora bien: las enfermedades difieren entre
sí por la índole de su consistencia real y por los accidentes o
síntomas a que dan lugar. Después de haber expuesto lo que es
la enfermedad y la estructura de su causación, veamos sumariamente lo relativo a la clasificación de las enfermedades y los
accidentes morbosos.
1. A dos criterios recurre Arnau para clasificar las enfermedades: la total experiencia inmediata del médico frente al fenómeno morboso y la interpretación anatomopatológica y fisiopa-
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 225
tológica —valga el anacronismo— de lo que en el cuerpo del
enfermo está aconteciendo.
Con arreglo al primer criterio, las enfermedades pueden ser:
a) Regionales, b) Contagiosas. Por aquellos mismos años escribía
el montepesulano Bernardo de Gordon su Lilium medicinae:
«Febris acuta, ptisis, scabies, pedicon, sacer ignis, — anthrax, lippa, lepra nobis contagia praestant»; esto es, las fiebres pestilenciales, la tisis, la sarna, la epilepsia, el ergotismo, el carbunco,
la conjuntivitis, la lepra, c) Hereditarias, d) Varias y desiguales;
dependientes, por tanto, de la mala constitución de cada sujeto.
e) Epidémicas; causadas por la corrupción del aire o por determinadas influencias astrales.
De acuerdo con el segundo, Arnau, más fiel ahora a Galeno y
Avicena, propone una clasificación que con J. A. Paniagua puede
ser reducida a un cuadro sinóptico, en el cual queda muy claramente resumida la versión arnaldina de la nosología y la
nosotaxia galénico-medievales:
Enfermedades
Simples: de la complexión (morbi consimiles) según
la malicia de ésta, según el sujeto,
según la causa, según la cualidad
dominante;
de la composición (morbi officielles): por
tanto, de la forma (figura, consistencia, etc.), del tamaño, del número
o de la posición del órgano;
de la solución de continuidad (morbi communes): en los miembros consímiles o en los oficiales.
Compuestas: consímiles con consímiles (humorales),
oficiales con oficiales, comunes con comunes, consímiles con oficiales, consímiles con comunes, oficiales con comunes.
Naturalmente, Arnau se ocupa en la adecuada conceptuación
de cada una de estas especies morbosas, y las ejemplifica y explana según su experiencia clínica. Con lo cual, sin entrar abiertamente en la polémica de los universales, tan central en la
filosofía de la Edad Media, se inclina resueltamente a conceder
alguna realidad objetiva a las «especies morbosas» que su experiencia y su razón distinguen en la indefinida e individual variedad de los enfermos. Menos realista y más nominalista se
muestra Pietro d'Abano cuando discute «si las enfermedades
complexionales son cuatro, ocho o dieciocho».
2. La enfermedad se realiza en sus «accidentes»; enten9
226 Historia de la medicina
diendo por accidens —si se quiere, por «síntoma», aunque la
palabra symptoma no sea utilizada por Arnau— «toda perturbación preternatural de aquello que pertenece a la naturaleza
del cuerpo, producida por la enfermedad o por sus causas». En
la clasificación de los accidentia, Arnau sigue a Galeno, Ioannitius y Avicena: el accidente es lesión de una acción vital (la
disnea o la arritmia del pulso, por ejemplo), o cualidad extraña
a la normalidad del cuerpo (el calor febril, la ictericia), o alteración de las excreciones (la expectoración, el sudor, las perturbaciones de la orina).
Ahora bien: el accidente puede tener su realidad más allá de
los sentidos del médico (una alteración sanguínea consecutiva a
la enfermedad) o presentarse ante éstos; con lo cual los accidentes se convierten en signa o «signos clínicos». Por su significación, los signos pueden ser demostrativos (cuando se refieren al
presente), pronósticos (cuando indican lo que acontecerá) y rememorativos (cuando hacen conocer algo que aconteció). Por su
materia, esto es, por la realidad que los constituye, sus clases
son nueve: cualidades tangibles, cualidades visibles, hábito corporal, alteraciones pilosas, composición anatómica de los miembros, pasibilidad, operaciones, pasiones del cerebro y del corazón
y excreciones.
Sobre estos fundamentos teóricos —en el fondo, lo repetiré
una vez más, un galenismo avicenizado y escolastizado— se
levanta la patología especial de Arnau, que en su Breviarium
practicae aparece ordenada a capite usque ad plantant pedis,
como desde Alejandro de Tralles viene siendo uso. Un detalle
tan curioso como picante: en el tercer libro de su Breviarium,
reúne las enfermedades ginecológicas y las picaduras por animales venenosos, porque, dice, mulleres ut plurimum animalia venenosa sunt. No sabemos qué experiencia personal pudo suscitar
en él tan peregrina ocurrencia nosotáxica.
Capítulo 6
LA PRAXIS MEDICA
Como antes entre los griegos, como después entre los modernos, la relación entre la ciencia del médico y su praxis —entre
lo que en la medicina es theoria y es practica, según la primaria
ordenación de su contenido que estableció la Isagoge de Ioannitius— posee entre los medievales una estructura en círculo: la
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 227
ciencia influye sobre la praxis, y ésta sobre aquélla. Teniendo en
cuenta esta ineludible realidad, contemplemos lo que en la segunda mitad de la Edad Media fue la praxis médica. Lo haremos
distinguiendo en su estructura cuatro cuestiones principales: realidad del enfermar, actividad diagnóstica del médico, tratamiento
y prevención de la enfermedad, relación entre la medicina y la
sociedad.
A. Algo podemos decir acerca de la realidad del enfermar
durante esa segunda mitad del Medioevo. Sabemos que el médico
siguió observando las distintas enfermedades que desde la Antigüedad clásica venían siendo descritas: tisis, neumonías, disenterías, «frenitis» y «letargos», cólicos, fiebres diversas, afecciones
exantemáticas, viruela, lepra, etc.; y, por otra parte, que el desplazamiento de la civilización desde las templadas riberas del
Mediterráneo hacia las sombrías, húmedas y frías tierras del centro y el norte de Europa, así como las deficientes condiciones
de vida de los siervos de la gleba, cambian de manera sensible
el cuadro de la morbilidad. Sabemos, sobre todo, que durante
el siglo xiv asoló el Occidente europeo, procedente del Oriente
Próximo, una de las más atroces y mortíferas epidemias que jamás haya padecido la humanidad: la famosa «muerte negra»,
una epidemia de peste que alcanzó su acmé entre 1348 y 1350,
y mató, según cálculos solventes, a veinte o veinticinco millones
de europeos. Nada pudieron contra ella las copiosísimas medidas
preventivas, muchas de ellas sólo accesibles a los ricos, propuestas en los «tratados de la peste» de la época. Más aún: en forma más o menos endémica, la peste seguirá arraigada y temida
en Europa hasta el siglo xvni. La descripción clínica y epidemiológica de Guy de Chauliac (Avignon, 1348) es, entre las
medievales, una de las más notables.
Varias fueron las consecuencias de la «muerte negra». 1. Una
fuerte recesión de Europa, no sólo demográfica, también económica.
La necesidad de hacer frente a ésta fue, sin duda, uno de los motivos
que espolearon la inventiva técnica de los europeos de la Baja Edad
Media. 2. La viciosa exaltación de ciertas prácticas religiosas (procesiones de flagelantes), algunas de clara intención social (visión de la
muerte como nivelación universal de todos los hombres, sean poderosos o siervos: «los que viven por sus manos — y los ricos», según
la elocuente fórmula de Jorge Manrique), y la persecución de judíos,
acusados de envenenar las fuentes. 3. La abigarrada mezcla de menosprecio del mundo, puesto que tan quebradiza se muestra la vida
en él, y ese vehemente apego al gozo de la realidad del mundo (el
Gaudeamus igitur), tan magistralmente descrito por J. Huizinga en El
otoño de la Edad Media.
Otras epidemias —fiebres exantemáticas, «baile de San Vito»
o corea minor, ergotismo o «fuego de San Antonio», etc.— se
228 Historia de la medicina
hicieron patentes durante la Baja Edad Media; y el leproso, con
frecuencia socialmente proscrito, fue uno de sus enfermos más
característicos.
B. La actividad diagnóstica del médico tuvo un fundamento, la articulación entre el experimentum o experiencia sensorial
y la ratio o saber patológico, una técnica exploratoria y un método didáctico.
1. Acerca de la relación médica entre el experimentum y la
ratio, escribe ejemplarmente Arnau de Vilano va: «El médico
llega al conocimiento de la enfermedad mediante el doble instrumento con que el arte opera. Ante todo, con la experiencia,
esto es, considerando (en el enfermo) lo primariamente sensible... Y una vez recogidos estos datos..., nácese necesario juzgar de ellos bajo la dirección de la razón.»
Poniendo en metódica relación con la filosofía escolástica medieval
la idea que de la ratio tuvieron los médicos de la época, D. Gracia
Gillén ha distinguido en la consideración del arte de curar cuatro
puntos de vista, dos especulativos, la medicina como sapientia y
como scientia, y otros dos prácticos, la medicina como prudentia y
como ars. a) En tanto que sapientia, la medicina se hace dos preguntas fundamentales, una teológica, «¿Qué sentido tiene la enfermedad
dentro de una concepción cristiana de la vida?», y otra filosófica,
«¿Qué es en su realidad la enfermedad humana?» b) En tanto que
scientia, el saber del médico estudia las causas de la enfermedad, la
relación de ésta con los accidentes predicamentales de la sustancia
humana, por tanto con las categorías aristotélicas (lo cual obliga a
afrontar dos sutiles problemas filosóficos: la concepción realista o
nominalista de los modos genéricos y específicos de enfermar, morbus, y la individualización del proceso morboso singular, aegritudó)
y la peculiar pertenencia del desorden morboso a los dos géneros
del accidente predicable, la «propiedad» y el «accidente modal»,
c) En tanto que prudentia, la operación del médico pide reglas para
bien obrar ante el enfermo, d) En tanto que ars —en griego: en
tanto que tekhne— el quehacer del sanador, en fin, exige normas
racionales y científicas para llevar a cabo secundum artem el diagnóstico y el tratamiento.
De todo ello se deduce que, cuando el médico medieval no
era mero dialéctico o práctico rutinario, su tarea diagnóstica
tenía dos metas esencialmente conexas entre sí, la diagnosis morbi o diagnóstico de la enfermedad, esto es, la especie morbosa,
y la diagnosis aegritudinis o diagnóstico de la particular manera
de enfermar del individuo tratado.
2. Sobre tales presupuestos teóricos operaba la técnica exploratoria del médico. Varios escritos —el fragmento Quomodo
visitare debes injirmum, el tratadito del salernitano Arquimateo
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 229
De instructione medid, la parte diagnóstica del también salernitano De aegritudinum curatione, la Summa conservationis et
curationis de Saliceto y, por supuesto, no pocas páginas de Arnau
de Vilanova— permiten reconstruir lo que fue la exploración clínica a lo largo de la Edad Media. Otros, de carácter monográfico, como las Regúlete urinarum, de Mauro, el Liber de minis de
Gilles de Corbeil, el poema De pulsibus del mismo Gilles, etc.,
nos ilustran acerca de los dos principales recursos diagnósticos
del médico medieval, la uroscopia y el examen del pulso.
El médico de la Baja Edad Media se acercaba al enfermo, le interrogaba sobre su dolencia (muy sutilmente, Saliceto sabe percibir el
valor psicoterápico de una buena anamnesis), se informaba acerca
del sueño y de las funciones excretivas, y con gran minucia procedía
a examinar la orina y a explorar el pulso.
En la orina tenían especial significación el circulus o circunferencia
de la superficie libre (indicaciones diagnósticas acerca del cerebro y
los órganos de los sentidos), la superficies (datos sobre el corazón y
los pulmones), la substantia o cuerpo de la orina (signos relativos al
hígado y al aparato digestivo) y el fundus o sedimento (estado del
riñon y de las extremidades inferiores). El pensamiento relacional y
simpatético de la Edad Media es patente en esta interpretación de la
uroscopia, más sutilizada aún, si cabe, en la obra de Juan Actuario.
El pulso ayudaba ante todo al establecimiento del juicio pronóstico. Heredando la esfigmología de la Antigüedad clásica, el médico
medieval exploraba en la pulsación el «movimiento de la arteria»
(pulsos magnus o parvus, fortis o debilis, velox o tardus), la «sustancia» de ella (pulsos durus o mollis, plenus o vacuus, calidus o frigidus), el lapso entre dos pulsaciones o mora inter arses (pulso frequens
o rarus), su incremento o decremento (pulso incidens o decidens)
y su constancia y orden (pulsos aequalis o inaequalis, ordinatus o
inordinatus). Naturalmente, el pulso no se contaba en pulsaciones
por minuto, no había aún aparatos de medida que permitiesen hacerlo; pero Arquimateo prescribe . continuar la exploración de él
usque ad centessimam percussionem.
De la exploración ch'nica era también parte la inspección del
cuerpo, su palpación y, en determinados casos, su percusión: el autor
del tratado De aegritudinum curatione dice que, golpeado, el abdomen puede resonar «como un odre» en la ascitis, o «como un tambor»
en el meteorismo. La crepitación de las fracturas óseas, sonitus ossis
fracti, es mencionada por Saliceto.
3. Puesto que la enseñanza en las Facultades de Medicina
era puramente teórica, el estudiante y el médico joven aprendían
la exploración, el diagnóstico y la práctica del tratamiento al
lado del médico experimentado más accesible a ellos. Sólo ya
bien avanzada la Baja Edad Media hubo en París —y acaso
en alguna ciudad italiana— algo semejante a nuestras policlínicas. En el París de 1400 enseñaban así Guillermo Boucher (Carnificis) y Pierre d'Auxonne (Danson), según las notas de viaje
230 Historia de la medicina
de un estudiante alemán de la época. Pero entre las lecciones
doctrinales y la experiencia clínica existió desde fines del siglo xiH un género literario que ponía al lector en contacto intelectual e imaginativo con la realidad individual del enfermo y le
enseñaba a tratar clínicamente con él: el consilium, que podía
ser consilium de, cuando enseñaba a pasar de la especie morbosa al caso concreto y del caso concreto a la especie morbosa,
y consilium pro, cuando la intención de su autor era más bien
la enseñanza de la terapéutica clínica. El problema de la diagnosis aegritudinis —por tanto, el tema de la individualización
del diagnóstico en la práctica médica medieval— sólo a la luz
de los consilia de los siglos xiv y xv puede ser estudiado. No
parece inoportuno poner en conexión el auge del género consiliar
con el del nominalismo filosófico.
C. El motivo supremo de una praxis médica bien ordenada
lo constituyen el tratamiento y la prevención de la enfermedad.
Curar al enfermo y conservar la salud del sano son los verdaderos fines de la ars medica. Ahora bien: el arte de curar, ¿hasta
qué punto es capaz de conseguir una y otra cosa, suponiendo
que sea recta y concienzudamente ejercitado?
Para el médico medieval, como para el griego, ciertas enfermedades son la consecuencia inexorable de una «necesidad absoluta» de la naturaleza humana. Al fatum de ésta pertenecería
misteriosamente la existencia de dolencias mortales o incurables
«por necesidad», frente a las cuales nada podría el arte médico.
Con mucha claridad lo expresará el humanista italiano Coluccio
Salutati en los últimos años del siglo xiv: «Hay que reconocer —escribe— que sólo en las enfermedades curables es útil y necesaria la
medicina. O, si queremos juzgar más rectamente, que sólo hay necesidad de la medicina en aquellas enfermedades que difícilmente podría vencer por sí sola la naturaleza.» Como todos los hombres de su
tiempo, y como antes los griegos, Coluccio Salutati discierne tres
órdenes de enfermedades: las que la naturaleza sana fácilmente por
sí sola, las que para su curación exigen el auxilio del arte y, ya más
allá de las posibilidades de éste, las mortales e incurables «por necesidad». La idea helénica del anánke physeos perdura en la patología
y en la filosofía medievales. Pese al auge del voluntarismo y el nominalismo en el siglo xiv, pese a la utopía premoderna de Rogerío
Bacon a fines del siglo xm, la idea de que los procesos de la naturaleza sensible poseen en principio para el hombre una «necesidad
condicionada» —por. tanto, la idea de que en principio no hay para
la ars medica enfermedades incurables o inevitables— todavía no ha
penetrado en la mente de los sabios y los médicos.
Atengámonos sólo a lo que para su arte consideraba posible
el médico medieval. Como desde Celso —a la postre, desde loa
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 231
hipocráticos— es tradicional, tres son las líneas en que se despliega la acción terapéutica de ese arte: la dietética, la farmacoterápica y la quirúrgica. Estudiémoslas sucintamente.
1. La dietética medieval tuvo cinco principales modos de
expresión: a) Los tratados genéricamente consagrados al mantenimiento de la salud de cualquier persona. Ejemplos, el leidísimo Regimen sanitatis salernitanum y el escrito De consérvemela
iuventute et retardanda senectute, de Arnau de Vilanova. b) Las
instrucciones sanitarias dedicadas a una persona determinada,
por lo general un rey o un magnate; páginas atrás quedaron
mencionados algunos de estos regimina. c) Las reglas higiénicas
relativas a una profesión, una actividad o un estado de vida.
También de ellas se habló anteriormente. Por su singularidad,
nombraré ahora el tratadito De esu carnium pro sustentatione
ordinis Carthusiensis contra Jacobitas («Sobre la alimentación
cárnea de los cartujos»), de Arnau. d) Las pautas concernientes
al género de vida de los enfermos, como base del tratamiento
médico. Valga como ejemplo la Summula de praeparatione ciborum et potuum infirmorum, del salernitano Pietro Musandino,
remotamente basada en el escrito hipocrático Sobre la dieta en
las enfermedades agudas, e) Las prescripciones para evitar, mediante un determinado régimen de vida, una determinada enfermedad. Tal fue el objetivo de los «tratados de la peste», a
cuya cabeza puede ser consignado el Compendium de Epidemia
que en 1348 difundió la Facultad de Medicina de París. Al
mismo capítulo pertenece la indicación del cirujano Saliceto
para evitar las afecciones venéreas: «ablución con agua fría y
abstersion continuada tras el coito; y después, rocíese la región
eon vinagre».
En la consideración de este amplio abanico de medidas higiénico-dietéticas, es preciso tener en cuenta —aparte su inanidad, su ingenuidad y su pintoresquismo— el sentido cósmicosacral que para el médico de la Edad Media tenía la recta ordenación de la existencia del hombre, ente central y agente transügurador de la naturaleza sensible, en la total dinámica del universo. Expreso y explanado unas veces, como en Hidelgarda de
Bingen, tácito o apuntado otras, como en Arnau de Vilanova,
siempre ese sentido trascendente de la operación del hombre en
e
l mundo era un presupuesto de los regimina medievales. Aunque en ocasiones fuese burlado o preterido por la conducta
e
xtra ordinem de un Federico II, un Boccacio o un Arcipreste
d
e Hita.
No añadió mucho la farmacoterapia medieval a la herencia que en relación con ella recibió de la medicina grecoárabe;
pero en dos direcciones, la material (contenido de la materia
médica) y la formal (consideración científica de la acción y el
232 Historia de la medicina
empleo del medicamento), en modo alguno es desdeñable la obra
farmacológica del Medioevo.
a) La relativa riqueza de los «libros de recetas» de la Alta
Edad Media fue revelada por la minuciosa investigación de
H. E. Sigerist (1923). Será con posterioridad al siglo xi, sin embargo, cuando se compongan y difundan los dos textos fundamentales de la farmacología de la Edad Media, el Antidotarium
de la Escuela de Salerno, redactado en los primeros decenios
del siglo xii por un maestro Nicolás, al que más tarde llamarán
Prepósito, y el Macer Floridus, un poema de 2.220 versos acerca
de las virtudes de las hierbas, también del siglo xn, sobre cuyo
autor nada enteramente cierto se sabe.
Copiado y comentado a lo largo de varios siglos, el Antidotarium
de Nicolás —en su versión primitiva, una colección de 139 recetas,
electuarios, jarabes, pociones, pildoras, trociscos, etc., con indicación
de su contenido y noticias sobre su empleo clínico— ha sido la
base de las ulteriores farmacopeas. En Salerno la glosó el Circa instans de Mateo Plateario. Parafraseado en verso, Gilles de Corbeil lo
llevó de Salerno a París. Más tarde lo comentó y amplió con una
suerte de «farmacoterapia general» Jean de Saint-Amand, cuya Expositio super Antidotarium Nicolai, como preludiando los formularios
actuales, consigna las preparaciones farmacéuticas con arreglo a sus
indicaciones terapéuticas, éstas alfabéticamente ordenadas: abstersiva,
aperitiva, attractiva, corrosiva, etc. Hasta bien entrado el siglo xvi,
más precisamente, hasta que Andrés Laguna ν Pietro Andrea Mattioli
renueven a Dioscórides, tendrá vigencia y fama este Antidotarium
salernitano. También hasta entonces fue muy leído y usado el Macer
Floridus, del cual hubo no menos de 22 ediciones impresas.
b) El primer intento de reducir la farmacología a ciencia
racional fue obra de Galeno, cuando en dos de sus obras (De
complexionibus, De simplici medicina) propuso su doctrina de
los «grados» en la acción de los medicamentos, según la intensidad de la cualidad primaria (calor, sequedad, etc.) en ellos dominante. Sobre la base de un fragmentario conocimiento de dichas fuentes galénicas pasa al Salerno de los siglos xi y xn (Liber
graduum, de Constantino; De gradibus, de Urso) esa doctrina
de los «grados». Va a ser el siglo xm, sin embargo, cuando la
asimilación occidental de Avicena, pero sobre todo de al-Kindi,
imprima a la farmacodinamia una precisa formalidad* matemática. Arnau de Vilanova será el campeón de esta notable empresa.
He aquí, en esencia, la regla de al-Kindi: en tanto que el gradus
o intensidad de la cualidad de un medicamento (calor, etc.) progresa
aritméticamente, la intensidad de la alteración que determina, su
virtus effectiva, crece geométricamente; regla con la cual podría determinarse el grado de los fármacos compuestos y prepararlos far-
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 233
macéuticamente para obtener la intensidad de acción que se desee.
Averroes aceptará, pero modificándolo, este esquema de al-Kindi.
Moviéndose originalmente entre al-Kindi y Averroes, Arnau
de Vilanova, con sus Aphorismi de gradibus, transforma revolucionariamente la farmacología occidental, hasta entonces, salvo
los balbuceos antes mencionados, puramente empírica. La ambición intelectual de Arnau le lleva incluso a proponer, por este
camino, una matemática omnicomprensiva de la medicina entera.
La reflexión arnaldiana de gradibus proseguirá en Pietro d'Abano, Bernardo de Gordon y otros. A Oxford la llevan Simon
Bradon y Walter de Odington, del Merton College; por lo cual
parece muy probable que esta osada matematización de la farmacodinamia tuviese alguna influencia sobre Thomas Bradwardine
y Richard Swineshead, los dos grandes matemáticos oxonienses
del siglo xiv (McVaugh).
3. No contando las prácticas procedentes de un empirismo
tradicional, dos fuentes principales tuvo la cirugía en la segunda
mitad de la Edad Media; una griega, que en Guy de Chauliac
llega hasta el bizantino Pablo de Egina, otra árabe, Abulqasim.
Pero erraría gravemente quien considerase a los cirujanos medievales, desde el salernitano Rogerio o Ruggiero di Frugardo
hasta Guy de Chauliac, meros repetidores de lo que griegos y
árabes habían logrado hasta entonces. Con perfecta justicia puede
afirmarse que sólo bien entrado el Renacimiento (Paré, Maggi,
Daza Chacón) se elevará la cirugía sobre el estimable nivel a
que en Europa había llegado hacia 1350.
A título meramente indicativo, he aquí algunas de las novedades
que en la técnica quirúrgica introdujo el ingenio y el afán de progreso de ese puñado de hombres:
a) La responsable exigencia de una buena formación del cirujano, no sólo anatómica (Teoderico de Lucca, Saliceto, Henri de Mondeville, Guy de Chauliac), también general, tocante a todas las ramas
y a todos los niveles del saber médico (Lanfranco, Henri de Mondeville). Será necesario llegar a John Hunter para encontrar un cirujano tan consciente como Henri de Mondeville de lo que científicamente requiere una buena práctica quirúrgica.
b) La práctica de la anestesia quirúrgica mediante la «esponja
soporífera». Previamente empapada de una mezcla líquida de opio,
jugo de moras amargas, beleño, euforbio, mandragora, hiedra y semillas de lechuga, se humedecía la esponja en caliente y se la aplicaba
a la nariz del paciente, hasta que éste se dormía. Parece que la usó
Hugo de Lucca; pero es en todo caso seguro que Teodorico describe
Pormenorizadamente este rudimentario precedente de la anestesia.
c) El tratamiento de las heridas. Frente al proceder de Rogerio y
Rolando, partidarios de la provocación del «pus loable», Hugo y Teoderico recomiendan con toda energía la cura no purulenta (limpieza
°°η vino caliente, sutura y vendaje). Resueltamente adoptará el mé-
234 Historia de la medicina
todo Henri de Mondeville, que debió de conocerlo a través de Lanfranco. Fue a este respecto nefasta la influencia de Guy de Chauliac;
el cual, con su gran autoridad, hizo otra vez general —hasta Ambrosio Paré— el método supuratorio. En la cirugía de los tendones
heridos se distinguieron Saliceto y Lanfranco. Rolando tuvo la osadía
de practicar con éxito una neumectomía parcial, con ulterior sutura,
en un caso de prolapso pulmonar por herida de la pared torácica.
Es también mérito general de la cirugía italo-francesa de la Baja Edad
Media su mayor cautela en el empleo del cauterio, tan abusivamente
utilizado por los. cirujanos árabes.
d) El problema de las suturas intestinales. ¿Qué hacer ante un
intestino traumáticamente hendido o seccionado? Tres soluciones técnicas son propuestas hasta la segunda mitad del siglo xiv: la sutura
sobre una cánula de saúco introducida en la luz intestinal (Rogerio),
la sutura directa o «de peletero» (Saliceto, Mondeville) y la práctica
de una pequeña resección en ambos cabos de la sección con anterioridad a la sutura (J. Yperman).
é) Fracturas. Su tratamiento se hace más sencillo; el cirujano
simplifica notablemente el arsenal de los aparatos —férulas artificiosamente complicadas— con que se envolvía al fracturado. Lanfranco
y J. Yperman trataron de precisar las indicaciones de la trepanación
y de mejorar su técnica; el primero de ellos, mediante el cuidadoso
empleo de la percusión craneal con un bastoncito metálico.
Teoderico, Saliceto, Lanfranco, Yperman y Henri de Mondeville son los cirujanos más inventivos de la Edad Media; Guy de
Chauliac fue su más metódico expositor, y en esto tuvo su clave
el gran éxito de la Chirurgia Magna o «Guidon» durante más
de dos siglos. Como testimonio del espíritu renovador y progresista de estos hombres, nada mejor que transcribir unas líneas
—más «modernas» que «medievales»— del despierto y animoso
Henri de Mondeville: «Absurdo y hasta herético parece creer que
Dios glorioso y sublime diese tan superior talento a Galeno, y
con tal designio, que nadie tras él pudiese hallar algo nuevo...
¿Acaso Dios no nos dio a cada uno de nosotros nuestro propio
talento natural? Miserable sería este talento nuestro, si nosotros
no recurriésemos sino a lo ya descubierto...» Apenas incorporado al saber de Occidente el cuerpo central de la medicina galénica, ya el médico europeo se aprestaba a superarlo.
4. No se limitó a la dietética, la farmacoterapia y la cirugía
stricto sensu la terapéutica de los médicos medievales. La sangría —a cuya ejecución pertenecía el artificioso y discutido problema teórico de la «elección de la vena»— fue ampliamente
usada por ellos, que no pocas veces la complicaron con especulaciones de carácter astrológico. La lámina del «hombre zodiacal» servía al médico para este sofisticado fin.
Mejor juicio merecen las sensatas advertencias que sobre el
empleo de una elemental psicoterapia pueden leerse en Lanfranco, Arnau de Vilanova, Henri de Mondeville y otros autores.
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 235
D. La relación entre la medicina y la sociedad, constante
en la historia, presenta matices especiales durante esta segunda
mitad de la Edad Media. Así va a demostrárnoslo un breve
examen de las tres principales cuestiones en que, no contando
la realidad misma del enfermar, dicha relación se manifiesta
en la situación social del médico, la asistencia técnica al enfermo y la ética del arte de curar.
1. La tecnificación de la medicina medieval, incipiente en
el siglo xi y evidente en el siglo xm, tuvo su expresión social
en dos eventos esencialmente conexos entre sí: la titulación oficial del médico y la reglamentación de su formación científica.
Ya Rogerio II de Sicilia, movido acaso por el sólido prestigio
que a comienzos del siglo xn había logrado la Escuela de Salerno, estableció en 1140 la obligatoriedad de un examen estatal
para ejercer en su reino la medicina. Lo mismo aconteció varios
decenios más tarde en Montpellier, por disposición de su obispo,
nada menos que bajo pena de excomunión. El paso decisivo
hacia el general establecimiento de la titulación médica, ahora
ya con expresa apelación a la enseñanza de Salerno, lo dio, sin
embargo, Federico II, que en una amplia ordenanza de 1240
reguló los estudios médicos, impuso la obligación de un año de
práctica al lado de un «médico experto» antes del examen oficial
y mandó redactar la letra del juramento del escolar así aprobado
y del diploma de la aprobación. No tardaron las nacientes Universidades en hacer suya tan decisiva novedad. Después de haber cursado estudios de «artes», el futuro médico seguía una
carrera de varios años, con tres sucesivos grados académicos:
baccalarius o «bachiller», licenciatus y magister o doctor. En
París y en Montpellier se exigía un mínimo de cinco años y
medio de asistencia a las aulas de la Facultad para aspirar a la
práctica médica. Análoga fue la regla en las restantes Universidades.
El estudiante de medicina oía leer y comentar la Isagoge de
loannitius, los libros primero y cuarto del Canon de Avicena, el noveno del Liber ad Almansorem de Rhazes, la Ars parva de Galeno,
el Pronóstico hipocrático y el escrito De diaeta in acutis, y en algunas
Universidades el Colliget de Averroes. Para la esfigmología y la uroscopia se seguía a Filareto, a Teófilo y a Gilles de Corbeil. La llamada
Articella, que reunía buena parte de dichos textos, tuvo amplia difusión como libro escolar. Sobre la enseñanza medieval de la anatomía,
baste lo expuesto.
La docencia en la Facultad de Medicina era exclusivamente teórica. Fiel al esquema didáctico al uso —proposición de una tesis,
explanación de.ésta, objeciones, contraobjeciones, solución final— el
maestro daba su lectio, con el correspondiente texto a la vista, o resolvía los problemas que ocasionalmente se le presentaran (quaestioíes quodlibetales). Las «bibliotecas» universitarias solían ser paupé-
236 Historia de la medicina
rrimas; no más de nueve obras poseía la de París en 1395. El Continens de Rhazes era en ella la pieza más preciada.
El médico fue objeto de frecuentes sátiras; hablen por sí solos los nombres de Juan de Salisbury y Francesco Petrarca. «Hemos llegado a tiempos tales, que sin médicos no nos atrevemos
a vivir, no pensando que sin ellos innumerables pueblos vivieron
más que nosotros y con mejor salud», escribió Petrarca. Entre
zumbas y dicterios —no desprovistos de razón en tantos casos—, el prestigio social del sanador va en aumento. La estimación con que sus encumbrados clientes —reyes, papas, magnates— distinguieron a Gilles de Corbeil, Teoderico de Lucca,
Henri de Mondeville, Arnau de Vilanova y Guy de Chauliac es
tal vez la mejor prueba. No todos los sanadores eran médicos
titulados y prestigiosos. Abundaron los curanderos de todo género, y las prácticas supersticiosas y milagreras no decayeron.
Merece especial mención la cura de la escrófula por imposición
de manos, privilegio atribuido durante siglos a los reyes de Inglaterra y de Francia; «toque del rey», se llamaba popularmente
a la ceremonia, todavía en 1824 practicada en París por Carlos X, el día de su coronación, con 121 enfermos que le presentaron, quién lo creyera, el cirujano Dupuytren y el dermatólogo Alibert. Sin hipérbole puede afirmarse que sólo una parte de
la población, y no la más numerosa, recibía en los siglos xin
y xiv una ayuda médica a la cual responsablemente cupiera llamar «técnica».
Por lo general, el médico universitario no practicaba la cirugía. No se lo permitía su dignidad: inhonestum magist rum in
medicina manu operan, se decía. Hasta un juramento solemne
de no operar cum ferro et igne se exigía para obtener título facultativo en algunas Universidades. Pero el espíritu del tiempo
actuaba en favor de la «obra de mano» —peligrosa en muchos
casos, desde luego, pero bastante más eficaz que los remedios
doctorales, en tantos otros—, y primero en Italia, luego en Francia y en España, por fin en toda Europa, los cirujanos fueron
adquiriendo una condición social equiparable a la de los médicos
propiamente dichos.
Pese a tal separación, hubo algunos médicos, pocos, igualmente
estimados como «internistas», valga la palabra, que como cirujanos.
Magister physicus por Montpellier, fue, por ejemplo, Guy de Chauliac. Aparte este escaso número de ejercitantes de la cirugía, había
en Francia dos órdenes de cirujanos, cada uno con su estatuto propio: los de «ropa larga», agrupados en la Confrérie o Collège de Saint
Come, capacitados para todo género de intervenciones y autorizados
para la enseñanza —dentro de ese marco formó escuela, recuérdese,
el milanés Lanfranco—, y los de «ropa corta», chirurgiens-barbiers o
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 237
barbitonsores, cuyo campo de acción no pasaba de la cirugía menor.
Los pleitos entre uno y otro grupo, y de ambos con los médicos,
por arriba, y con los empíricos ambulantes, por abajo •—pleitos en
los cuales la competencia profesional, el afán de lucro y el puntillo
del prestigio tenían parte— fueron numerosos y pintorescos. Una
página de Henri de Mondeville da sabroso testimonio de los que
entre médicos y cirujanos se producían. En los países germánicos
entró en liza otro gremio más, el de los balneatores o bañeros, que
también realizaban ciertas curas. Más aún que de la cirugía se hallaban separados de la obstetricia, casi exclusivamente en manos de
comadronas, los médicos universitarios. Es cierto que algunos autores
de pro, como Arnau de Vilanova y Francesco di Piedimonte, dedicaron su atención a los temas obstétricos y ginecológicos; mas no parece
que la lectura de esas páginas pudiera ser de gran utilidad para
quienes de ordinario las frecuentaban.
Entre los sanadores laicos —y casi todos lo eran ya en el
siglo xiv— tuvieron importancia especial los médicos judíos. No
obstante los obstáculos legales o sociales que en tantas ocasiones
se opusieron a su práctica, con frecuencia lograron el favor de
papas, reyes y príncipes. Hasta ciertas comunidades religiosas recurrieron a ellos, a juzgar por la protesta contra ese hecho que
una vez se escapa de la pluma de Arnau de Vilanova.
2. Cuando, pasado el siglo xi, va rápidamente extinguiéndose la práctica monástica y clerical de la medicina, la discriminación social en la asistencia técnica al enfermo que desde
los griegos venimos contemplando, adopta por modo incipiente
la forma que durante siete siglos va a ser habitual en el mundo
burgués. Tres niveles, por tanto, aparecen en ella:
a) El de los poderosos: reyes, príncipes, magnates eclesiásticos, señores feudales. El paciente es de ordinario atendido por
un médico exclusiva o casi exclusivamente consagrado a tal menester, el medicus a cubículo, y por caros que sean puede emplear —si terapéuticamente eficaces o no, ya es otro problema—
todos los recursos que en su caso se estimen necesarios o convenientes. Gilles de Corbeil en la corte de Felipe el Hermoso,
Henri de Mondeville en la de Felipe el Hermoso y en la de su
sucesor Luis X, Arnau de Vilanova y Guy de Chauliac junto a
algunos papas, son ejemplos relevantes de esta primera posibilidad.
b) El de los miembros de la naciente burguesía: artesanosempresarios, comerciantes prósperos. En tal caso, la asistencia
médica solía ser domiciliaria, y corría a cargo de técnicos profesionalmente distinguidos; la clientela quirúrgica de Teoderico de
Lucca ofrece, entre tantas otras, un elocuente testimonio de este
segundo modo de la asistencia al enfermo. Muchos de los casos
recogidos en los consilia de Taddeo Alderotti, Gentile da Foligno o Bartolommeo Montagnana, esta procedencia tuvieron.
238 Historia de la medicina
c) El nivel del «pobre estamental», fuese esclavo propiamente dicho, siervo de la gleba o indigente urbano. La forma social
de la ayuda al enfermo es ahora el hospital; uno de aquellos que
en los burgos del Medioevo cumplen la función asistencial del
hospitale pauperum monástico —Hôtel-Dieu de París, St. Bartholomews Hospital de Londres, etc.—, con lechos para tres y
cuatro personas y una atmósfera tan heladora o tan mefítica.
El esplendor arquitectónico que todavía admiramos en la apariencia de algunos de esos hospitales, sobre todo en los edificados
ya entrado el siglo xv, no puede hacernos desconocer la triste y
penosa condición de la vida en su interior. De hecho, la cristiana
Edad Media admitió la existencia de una medicina pauperum
(Cofón y Bernardo Provincial en Salerno; Pedro Hispano, con
su Thesaurus pauperum, en los años centrales del siglo xm;
Arnau de Vilanova hacia 1300) y, salvo excepciones, el pobre
medieval aceptó como natural y meritoria esa discriminación,
tan lejana del espíritu que había inspirado la fundación de la
medicina monástica.
3. Cuatro diversas instancias determinaron, a veces conflictivamente, el contenido y la figura de la ética médica medieval;
dos dimanantes del médico mismo, su religiosidad cristiana,
infrecuentemente insincera, y su afán de lucro y prestigio, y
otras dos procedentes de la sociedad a que el médico pertenecía,
los mandamientos de carácter religioso y los preceptos de índole civil.
a) En su intimidad, el médico medieval entendía y sentía
cristianamente la práctica de su arte. Cristianas son en su intención y en su forma las reglas deontológicas de Lanfranco y Arnau de Vilanova. Este atribuye a la infinita bondad divina el
fundamento de la acción curativa de los fármacos. En la religión
descansa para el médico del Medioevo su obligación de asistir
gratuitamente a los pobres; obligación literalmente prescrita,
bajo forma de juramento, en las ordenanzas de Federico II —me·
dicus iurabit... quod pauperibus consilium gratis dabit—, y reglamentariamente cumplida por los «médicos municipales» que
en casi todas las ciudades importantes existían. El imperativo
cristiano y trans-hipocrático de atender incluso a «los que se encuentran dominados por la enfermedad» es vigorosamente recordado en el Metalogicus de Juan de Salisbury. Todo muy cierto.
Pero ese médico vive en el mundo, más aún, en un mundo que
año tras año va afirmándose a sí mismo con vigor creciente, y dos
de las grandes pasiones de la existencia mundanal, la sed de lucro y el ansia de fama, se adueñan con frecuencia de su alma.
«No te arredre el pedir buenos honorarios a los ricos», dice Lanfranco a sus colegas. «No comáis nunca con un enfermo que os
esté en deuda; id a comer a la posada; de otro modo descon-
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 239
tara su hospitalidad de vuestros honorarios», les advertirá el astuto Henri de Mondeville.
Más astuto aún se había mostrado el salernitano Arquimateo:
«Hay enfermos —escribe— a quienes embriaga el veneno de la avaricia; los cuales, viendo que la naturaleza triunfa de la enfermedad
sin la ayuda del médico, quitan a éste todo mérito, diciendo: ¿Qué
hizo el médico? Con jarabes, unciones y fomentos, parezcamos (en
tales casos) lograr la salud que da la naturaleza..., diciendo luego
que un nuevo ataque hubiese agravado la enfermedad, de no ser por
la ayuda de la medicina, y así se atribuirá al médico lo que la naturaleza por sí misma hizo.» No pueden ciertamente sorprender las
sátiras contra los médicos que así entendían su práctica profesional.
b) Por vivir y ejercer su oficio en la sociedad de que es parte, el médico medieval se halla sometido a una cada vez más densa red de deberes religiosos y civiles. Para el poder civil, el más
importante de los deberes morales del médico es advertir al paciente que confiese sus pecados al iniciarse su enfermedad. Sea
güelfo o gibelino el modo de entender el gobernante la relación
entre el Estado y la Iglesia, así lo impone su certidumbre de
estar colaborando secularmente en el mantenimiento del buen
orden religioso del mundo. «Cómo debe el enfermo primero pensar de su alma que de melezinar su cuerpo; y qué pena merece
el físico que de otra manera lo melezina», dice un texto —baste
él a manera de ejemplo— de las Partidas de Alfonso el Sabio; y esto, añade el legislador, porque «las almas son mejores
que los cuerpos, y más preciadas».
La letra de la ley no puede ser más minuciosa. Cuando uif médico
visita a un enfermo, su primer deber consiste en que éste piense en
su alma y se confiese. «E despues que esto oubiere fecho, deve el
físico melenizarle el cuerpo e non ante: ca muchas vegadas acaesce
que agravan las enfermedades a los ornes más afincadamente e se
empeoran por los pecados en que están.» Y si el médico hiciere otra
cosa, «tuvo por bien la Santa Eglesia... que fuese echado de la
Eglesia, porque face contra su defendimiento. Otrosí defiende Santa
Eglesia, so pena de descomunión, que los físicos, por saber que han
de sanar a los enfermos, que no les aconsejen que fagan cosa que sea
pecado mortal».
La pena es hasta aquí meramente canónica y espiritual. Más
tarde, cuando el poder del Estado se robustezca, se convertirá
en pena civil. Si el médico hiciere dos visitas a un paciente de
enfermedad aguda sin haberle indicado su obligación de confesarse •—dice una ordenanza de los Reyes Católicos— deberá pagar multa de diez mil maravedís. La confusión entre la religión
y la política tuvo así una de sus consecuencias previsibles. El
deber religioso se hizo deber civil y, con detrimento de la liber-
240 Historia de la medicina
tad inherente al acto de religión, la penitencia se convirtió muchas veces en prisión o multa.
El problema tuvo en ciertos casos derivaciones lindantes con la
picaresca. «Antes de ir a casa del enfermo —aconseja Arquimateo
en De instructione medid—, pregunta si manifestó su conciencia al
sacerdote, y si no lo hubiere hecho, que lo haga o que prometa
hacerlo; porque si hablas de ello una vez visto al enfermo y luego de
considerados los signos de la enfermedad, pensarán que hay que
desesperar de la curación porque tú desesperas de ella.» Si alguien
piensa que todo era santa ingenuidad en los hombres que oraban
en los templos románicos, tenga en cuenta este significativo texto
de uno de ellos.
Mas no sólo en la religión tuvieron su fuente los deberes civiles del médico. Cada vez más celosa del bien terrenal de sus
subditos, la autoridad real fue dictando medidas que regulaban
no pocas de las actividades de aquél: ordenanzas de carácter higiénico, responsabilidad médica, honorarios, dictámenes médicolegales, vigilancia de la confección y el precio de los medicamentos, etc.
Respecto del problema de los honorarios, bien reveladora es
la tensión entre el poder público, firme en su propósito de regular la cuantía de aquéllos —léase el párrafo que las ordenanzas
de Federico II dedican al tema—, y el médico prestigioso, para
el cual es un derecho intocable la práctica de cobrar a los ricos
lo más posible. Recuérdese el consejo de Lanfranco antes transcrito. Por su parte, había escrito Saliceto: «No será cosa mala
pedir honorarios máximos por la asistencia médica, dando como
causa el examen de las heces y de la orina.»
La actitud del legislador medieval ante la responsabilidad
profesional del médico no fue precisamente suave. Heredando el
espíritu y casi la letra de las Leges Wisigothorum, dice el Fuero
Juzgo: «Si algún físico sangrare algún orne libre, si enflaqueciere
por la sangría, el físico deve pechar C e L sueldos. Ε si muriere,
metan al físico en poder de los parientes que fagan del lo que
quisieren. Ε si el siervo enflaqueciere o muriere por sangría,, entregue (el médico) otro tal siervo a su sennor.» Con una descripción más amplia y minuciosa de los posibles errores profesionales
del médico, según el mismo tenor se expresan las Partidas
(Séptima Partida, título VIII, ley VI). No todo el monte era orégano, bien se ve, en el ejercicio medieval de la medicina.
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 241
Capítulo 7
DE LA EDAD MEDIA AL MUNDO MODERNO
El epígrafe que encabeza esta Tercera Parte —«Helenidad,
monoteísmo y sociedad señorial»— es indudablemente válido
para caracterizar la medicina europea de todo el milenio que
transcurre entre la invasión del Imperio romano de Occidente
por los pueblos germánicos y la conquista de Constantinopla por
los turcos. Las páginas precedentes lo han demostrado. Pero sin
dejar de ser unitaria según la conjunción de esas tres notas, la
medicina medieval tuvo una vigorosa y sutil historia interna, en
cuya dinámica pueden ser discernidas dos líneas cardinales, una
científica y técnica, y social y profesional la otra.
A. Desde un punto de vista científico y técnico, la medicina
de la Edad Media va sucesivamente cumpliendo las siguientes
hazañas: 1. Recepción de la medicina grecoárabe. Salerno, Sicilia y Toledo son los topónimos que más notoriamente ejemplifican tal empresa. 2. Asimilación cristiana de esa medicina; lo
cual exigirá la creación de un sistema de conceptos —«potencia
ordenada» de Dios, «causa segunda», «necesidad ex suppositione» de los entes y los procesos cósmicos—, en cuya virtud el
pensamiento filosófico-natural de Galeno pueda ser, ya sin el
conflicto dogmático que en un primer momento suscitó, aceptablemente cristianizado. 3. Constitución del sistema medieval o
escolástico del galenismo. Es la hora y la obra de Taddeo Aiderotti, Arnau de Vilanova y Pietro d'Abano. 4. Acepción y expresión, en su campo y a su modo, de lo que respecto del conocimiento y el gobierno del cosmos supusieron el voluntarismo de
Escoto y el nominalismo de Ockam. El auge de la atención clínica hacia las realidades individuales (los consilia), la anatomía y
la cirugía del siglo xiv y los primeros, rudimentarios conatos
de la matematización del saber, son la más visible consecuencia
de esa nueva situación histórica de la mente medieval. 5. Muy
larvadamente, la instauración de una conciencia premodema del
progreso y la convicción de que la ciencia heredada no es idónea para el conocimiento que frente al mundo y desde dentro
de sí misma pide la inteligencia humana. El arte (ars) sigue siendo entendido como «recta razón de las cosas que pueden ser
hechas» y el médico se ve a sí mismo como «ministro de la naturaleza»; in omnibus natura est operatrix, medicus vero minister, dice uno de los maestros de Salerno. Pero después de Rogerio
Bacon, Escoto y Ockam, el arte empieza a ser «recta razón de
242
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 243
dos órdenes de cosas: las que hoy pueden hacerse y las que, si
no pueden hacerse ahora, mañana podrán ser hechas», y el médico se pone en camino hacia la manera de entender sus posibilidades que pronto iniciarán Paracelso, Fernel y Heister.
Β. A la vez que estas mudanzas acontecen, y en relación
circular con ellas, quiero decir, siendo de ellas causa y efecto,
otras de orden social y profesional se producen: 1. Las procedentes de la incipiente secularización del mundo. Comparado con
el de la Alta Edad Media, el hombre de la Baja Edad Media se
seculariza, aunque no por ello deje de ser creyente. Desaparece
el médico eclesiástico, y, en tanto que ciencia y praxis propias
de este mundo, la medicina gana autonomía. 2. Las que trae
consigo la racionalización. Entendida de modo intelectualista o
voluntarista, la racionalización de la vida, lenta y débilmente progresiva en la Alta Edad Media, cobra brío nuevo en el siglo xm,
y sin cesar crece desde entonces. La relación social empieza a
verse como un proceso calculable, y no sólo en sus aspectos
administrativos y económicos. El millar largo de alumnos que en
la Florencia de 1338 asistían, según G. Villani, a las «escuelas
de abaco», es tal vez el signo más elocuente de esa todavía germinal, pero ya fuerte novedad de la historia de Europa. No pasará el siglo xv sin que Nicolás de Cusa postule un saber médico
coherente con ella. 3. Las dimanantes de la tecnificación. A medida que consolida su carácter de ars, la medicina pide social y
operativamente un estatuto propio. Las páginas precedentes han
mostrado cómo. 4. Las derivadas de la constitución, siquiera sea
incipiente, de la «mentalidad burguesa». La actitud contractual
en las relaciones interhumanas, la creciente estimación del trabajo artesanal, no sólo por sus productos, también por la dignidad
que concede, y la instalación de todas las actividades del hombre
en un nuevo modelo de la vida urbana, se hacen claramente
visibles en el saber y en el quehacer del médico. 5. Las consecutivas a la nacionalización. Sigue vigente el latín, desde luego,
como universal lengua científica, y el médico y el sabio pueden
pasar con facilidad de un país a otro; pero paulatinamente va
intensificándose en ellos la conciencia de ser «franceses», «ingleses», «españoles», «germanos» o —pese a la partición de Italia
en ciudades y repúblicas independientes— «italianos».
Poco a poco, y sin invierno intermedio, el otoño de la Edad
Media va preludiando, anunciando o iniciando la primavera
del Renacimiento. Lo cual no es óbices para que Copérnico, Paracelso y Vesalio, como antes Leonardo da Vinci, puedan hacer
suyas, ahora con un sentido rigurosamente histórico, tres prometedoras palabras nacidas en el corazón mismo de la Edad Media:
Incipit vita nova, «una vida nueva comienza».
Cuarta parte
MECANICISMO, VITALISMO Y EMPIRISMO
(SIGLOS XV-XVIH)
Introducción
Entre los siglos xv y xvi comienza en Europa —y pronto
en América, por extensión de la cultura europea— ese modo
nuevo de hacer y entender la vida que solemos llamar «moderno»; tópica verdad. Todos o casi todos los motivos que integran
tan indudable novedad —recepción y revisión de la cultura
helénico-romana; afirmación enérgica de la dignidad natural del
hombre, poniendo el acento, al hacerla, ya en la inteligencia racional, ya en la libertad del ser humano; creciente valoración
positiva del mundo sensible y de la vida en él; auge social de la
burguesía— se habían iniciado con claridad en la Europa anterior a 1453, fecha de la conquista de Constantinople por los
turcos; tópica respuesta, verdadera también, a la indudable verdad anterior. Aceptemos, pues, ambas verdades, y como punto de partida de este cuarto apartado de nuestra historia formulemos la siguiente tesis: cuando esos varios motivos históricos
cobraron en las almas y en la sociedad una intensidad capaz de
ir poniendo en crisis los que a ellos se oponían, la primera
fase de la modernidad, a la cual, desde Michelet, damos el
nombre de «Renacimiento», se inició formalmente en Europa.
Aconteció esto a lo largo del siglo xv, y con especial notoriedad,
Por lo que toca al saber científico, después de la fecha que
acaba de ser mencionada. Veamos ahora sumarísimamente la
estructura de dicho evento.
A. Cuatro órdenes de motivos determinan el tránsito de la
Edad Media a la Edad Moderna en la historia de la cultura
occidental:
1. Motivos de orden social. Esencialmente conexos entre
s
i. éstos deben ser destacados: a) El rápido desarrollo del «espíritu burgués», sobre todo en las ciudades italianas y fiamen245
246 Historia de la medicina
cas, tras su iniciación en ellas durante la Baja Edad Media. He
aquí los rasgos principales de tan fundamental componente de la
cultura moderna: la aparición de una «moral de trabajo» y de
una economía urbana, artesanal y comercial, por tanto cada
vez más basada en el manejo de valores que en la posesión de
cosas: el precapitalismo; la invención de una contabilidad racional, la ragioneria de los italianos, como instrumento matemático de la actividad económica; el consiguiente auge de una
nueva clase social, la «burguesía», frente a la vieja aristocracia
feudal y eclesiástica, b) Un notable incremento de la fuerza
con que se vive la conciencia de la propia individualidad. Bastará contemplar, para advertirlo, cualquier retrato pictórico del
Renacimiento, c) Como consecuencia, el cada vez más enérgico
afán de experiencia personal en la tarea de conocer el mundo
y hacer la propia vida. Frente al prestigio de la tradición, la
necesidad de la experiencia. En latín —experientia— o en el
alemán de Paracelso —Erfahrung—, este término va a ser una
de las palabras claves del espíritu moderno. La experiencia moderna comenzará siendo «aventurera» (muy precozmente, ya en
los viajes del medieval Marco Polo) o «planeada» (viajes de
Colón, investigación anatómica vesaliana), y la concepción del
«experimento» trascenderá resueltamente la noción medieval del
mismo (expérimentent como simple «experiencia adquirida») y
se convertirá, pronto veremos cómo, en un empeño bastante
más arduo y complejo (experimentum como «experiencia inventada»). Alguna relación tiene todo esto con el nacimiento del
cauteloso y laborioso «espíritu burgués».
2. Motivos de orden histórico. Religiosa y teológica durante
la Edad Media —San Buenaventura, Joaquín de Fiore— la idea
del progreso se seculariza cada vez más acusadamente durante
los siglos modernos. Mediante su voluntad y su razón propias,
el hombre se siente capaz de avanzar indefinidamente en el gobierno técnico del mundo y de su propia vida. Nace así la
creencia en el «progreso indefinido», incipiente en Rogerio Bacon
y en Descartes, patente en Fontenelle y arrolladura entre los
«ilustrados» del siglo xviii: Turgot, Priestley, Herder o Condorcet.
3. Motivos de orden intelectual. Estos parecen ser los principales: a) El creciente hastío que producía en las mentes la
mera repetición, tantas veces degradada en bizantinismos mentales, verbales o imaginativos, del saber que durante el siglo xin
y los cinco primeros decenios del siglo xiv habían creado los
grandes escolásticos. Salvo las excepciones que conocemos, eso
fueron la filosofía y la ciencia en las Universidades de la Baja
Edad Media, b) La general y cada vez más viva convicción de
que el saber expuesto en las aulas universitarias, producto de la
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 247
cristianización de la filosofía y la ciencia de los antiguos griegos,
se fundaba sobre una transmisión histórica de éstas —su paso
desde las fuentes originales al árabe, y del árabe al latín— a un
tiempo parcial y defectuosa, en definitiva corruptora, c) El paulatino desarrollo, al menos entre los niveles más cultos de la sociedad, de la incipiente crítica a que ya durante el siglo xiv,
sobre todo entre los nominalistas de París, había sido sometida
la cosmología aristotélica, tanto en lo relativo a la constitución
del universo supralunar, como a la concepción científica del movimiento local en la zona sublunar del cosmos.
Todo lo que acaba de indicarse da lugar a un notable cambio en
la situación social del saber, cambio cada vez más acusado a medida
que avanza la Edad Moderna. Centro de la vida intelectual del Medioevo fueron, como sabemos, las nacientes Universidades; pero el
general estancamiento de éstas en el pensamiento escolástico —en el
galenismo, por lo que a la medicina concierne— hará que la vanguardia de la ciencia moderna tenga socialmente dos titulares principales: el «sabio solitario» y la «Academia». Cada uno a su modo, sabios solitarios fueron Copérnico, Erasmo, Paracelso, Vives, Cardano,
Serveto, Galileo, Harvey y Descartes. Al lado de la Universidad surge, por otra parte, la Academia, institución que promueve la investigación y en la cual los sabios se reúnen, no para enseñar a quienes
saben poco, como en las aulas universitarias sucede, sino para
comunicarse entre sí sus descubrimientos. Tras las Academias puramente humanísticas del Renacimiento italiano, nacen así la Accademia dei Lincei (Roma), la Royal Society (Londres) y la Académie des Sciences (París). A la vez, la «lección glosadora» de la
Edad Media va siendo sustituida por la «lección personal», la imprenta acrecienta de manera inédita la propagación del saber y las
lenguas vernáculas van poco a poco desplazando al latín en la función social de difundir la ciencia. Esta, en suma, deja de ser patrimonio del clerc, del «sabio profesional», y se convierte en un bien
al alcance de cualquier «hombre culto»; con lo cual el escritor empieza a tener en torno a sí «su público», un grupo más o menos amplio de aristócratas y burgueses que le ayuda a vivir por sí solo.
Únese a estas novedades la que trae consigo el descubrimiento
del poder que bajo forma de técnica puede otorgar la ciencia. «Saber
es poder», proclamará Sir Francis Bacon en los albores del siglo χνιι.
No tardan los reyes absolutos y sus ministros en hacer suya esta
regla, y tal es la razón por la cual los monarcas de los siglos xvii y
XVHi (Luis XIV, Federico II de Prusia, María Teresa de Austria,
Catalina de Rusia) llaman a su corte a los sabios y promueven la
fundación de academias, que no por azar con tan gran frecuencia ostentan el adjetivo de «reales».
Debe consignarse, sin embargo, que a lo largo del siglo xvm la
Universidad va saliendo de la postración y la rutina que tan patentes fueron en ella durante los siglos xv-xvn. Cambridge con Newton,
Leyden con Boerhaave y Silvio, Gotinga con Haller, Padua con Morgagni, Pavía con Spallanzani y Montpellier con Bordeu y Barthez,
248 Historia de la medicina
dan testimonio fehaciente de esa paulatina recuperación de las viejas
y decaídas almae matres.
4. Motivos de orden geográfico. Dos son los principales, el
descubrimiento del Nuevo Mundo y el comienzo de la penetración colonial de las potencias europeas en la porción no europea
del Viejo Mundo. El descubrimiento de América infunde en el
hombre medieval una conciencia planetaria, le pone en contacto
con formas de vida muy ajenas a él, da lugar a la primera utopía
de la modernidad (Tomás Moro) y ofrece ancho espacio a la
extensión homogénea de la cultura europea, que así va haciéndose «euroamericana» u «occidental». España, Portugal e Inglaterra son los principales centros rectores de este suceso, cada
vez más importante en la historia general de la humanidad. Ya
en el siglo xvm, euroamericana, europea en América y de América es, por ejemplo, la ciencia de Benjamin Franklin, Andrés
del Río, los hermanos Elhuyar y José Flores, «ilustrados» a la
manera europea en Filadelfia, Méjico y Guatemala. Por su parte,
la todavía limitada, pero progresiva penetración colonial de
Europa en América —con su anverso colonizador y su reverso
colonialista—, iniciará la dialéctica entre la cultura occidental y
las culturas no occidentales. También dieciochescas, las Cartas
persas de Montesquieu y las Carias marruecas de Cadalso constituyen dos claros ejemplos literarios de esta novedad. Incorporando lo que en otras culturas es universalmente valioso, difundiendo lo que en ella era potencialmente universal, la cultura
euroamericana y occidental empieza a ser genérica y planetariamente humana.
B. Germinalmente incoada por los adaptadores y traductores medievales, desde Casiodoro y Boecio hasta Nicolás de Reggio, enormemente ampliada con la llegada a Occidente de gran
número de manuscritos griegos, a raíz de la conquista de Constantinopla por los turcos, la implantación de la cultura renacentista (siglos xv y xvi) en el suelo de la cultura helénica y latina
fue general en toda Europa, y por un momento pareció ser
salvadora. El hombre culto habría podido encontrar al fin la
integridad y la pureza de las fuentes de un saber a la vez originario y verdadero, no recortado y corrompido en su larga
aventura medieval, sucesivamente arábiga y escolástica. Como
saciando toda nostalgia, nace así el entusiasta y vario movimiento
cultural —literario,, filosófico, científico, médico— al que luego
denominaremos «Humanismo»; movimiento que para lograr difusión y vigencia cuenta, por añadidura, con un poderoso recurso
nuevo: la invención de la imprenta. Para muchos, el saber natural, quede aparte el religioso y teológico, habría llegado así
al límite de lo deseable.
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