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HISTORIA DE LA MEDICINA BIBLIOTECA MEDICA DE BOLSILLO parte 11

 


El concepto de enfermedad es siempre —tácita o expresamente—

el galénico. Causas externas de la enfermedad son las «seis cosas no

naturales», cuando en ellas se producen alteraciones cualitativas o

cuantitativas capaces de quebrantar morbosamente, y no sólo hasta

el grado intermedio que Galeno llamó «cuerpo neutro», el estado de

salud; pero junto a estas causas externas los médicos árabes saben

distinguir, siempre siguiendo a Galeno, las causas dispositivas o antecedentes, como el hábito retentivo o pletórico, y las causas internas, continentes o conjuntas, «como la putrefacción de que es consecuencia la fiebre pútrida» (Avicena). Los signos, entendidos genéricamente como «aquello que la enfermedad produce en el cuerpo, y

por lo que la enfermedad puede ser conocida», atañen al estado

general del cuerpo, como la fiebre, la ictericia y el edema, a las excreciones (expectoración, orina, heces, sudor), al pulso o a las funciones anímicas, y se hacen patentes a los cinco sentidos del médico

que sabe explorarlos. Mas no sólo diagnóstico, en cuanto que indican el órgano afecto, es el valor de los signos; es también pronóstico, porque en su realidad y en su apariencia dependen del curso de

la enfermedad y de la progresión de ésta hacia la curación o hacia

la muerte. La distmciön de los varios períodos de la enfermedad, la

doctrina de las crisis y los días críticos, la relación entre los signos

que delatan el respectivo predominio de cada uno de los cuatro humores; todos estos saberes, tan netamente hipocrático-galénicos, formaron parte de la patología general de los árabes.

Las enfermedades fueron clasificadas y ordenadas por los médicos árabes con arreglo a dos criterios, no siempre coincidentes

entre sí: uno fisiopatológico —con más precisión, anatomofisiopatológico— y otro clínico. Según el primero, habría enfermedades

de los humores y de las cualidades elementales, de las partes

similares, de los órganos (por atrofia o hipertrofia, por malformación, por solución de continuidad) y del cuerpo en su conjunto,

como las fiebres. Por otro lado, todos los grandes tratados de la

medicina árabe describen clínica y nosográficamente gran número

de enfermedades; y cuando así proceden, la ordenación de ellas

a capite ad calcem, también alejandrina, suele ser la habitual.

Rhazes fue el príncipe de la nosografía clínica del Islam medieval. En tanto que patólogo, Avicena es superior a Rhazes; en

tanto que clínico, éste supera al autor del Canon.

Capítulo 4

LA PRAXIS MEDICA

La técnica constituida sobre la ciencia fisiológica y nosológica antes diseñada, la religión coránica y el carácter señorial de la

sociedad del Islam son las tres instancias que, con predominio

mayor de una o de otra, según los casos, determinaron en el mundo musulmán de la Edad Media la figura y el contenido de la

praxis médica. Vamos a estudiarla distinguiendo en ella tres

grandes temas: la situación social de la medicina y del médico

en el seno de la sociedad islámica, las técnicas diagnósticas y

terapéuticas, la asistencia al enfermo y la ética médica.

A. Desde que los musulmanes surgen a la historia —apenas

iniciada, por tanto, su entusiasta y arriesgada entrega a la guerra santa— muestran una viva preocupación por el tratamiento

médico de la enfermedad. «Sólo hay dos ciencias, la teología (salvación del alma) y la medicina (salvación del cuerpo)», dice una

sentencia atribuida al propio Mahoma; y como para corroborarla,

toda una serie de consejos médicos de la misma fuente (hadices

o «decires» de Mahoma y sus primeros compañeros) permitieron

elaborar muy tempranamente el cuerpo de una «medicina, del

Profeta» o «profética». No puede así extrañar que tan pronto

como Gundishapur fue suya, de esta ciudad hicieran· llegar a

Bagdad médicos profesionales quienes entonces podían pagarlos.

De ahí la alta estimación que desde los orígenes mismos de la

cultura musulmana gozará la medicina en el Islam, aun cuando,

en principio, no pase de ser una «ciencia natural práctica» o

«derivada», como la magia, en el catálogo de los saberes; y de

ahí también que en la medicina, no sólo por razones metódicas,

también por razones axiológicas, se fundan entre sí la ciencia

Cilm) y el arte (sina'a), el puro saber teórico y el práctico saber

hacer (al-Kindi). Cuando el médico no era un mero profesional

de su arte, tabib, y lograba la excelencia intelectual y ética del

verdadero sabio, del hakim, quedaba socialmente equiparado al

juez (qadí), al recitador de las preces (imam) y al gran jefe militar (amir o emir).

En la persona del hakim digno de este nombre se fundían armoniosamente, en consecuencia, tres excelencias: 1. La intelectual, porque era igualmente sabio en la teoría y en la praxis. Aquélla no

sería sino la forma suprema de ésta, y ésta la realización manual de

173

174 Historia de la medicina

aquélla (al-Farabí, siguiendo a Aristóteles). 2. La ético-médica, porque sólo un hombre de buenas costumbres puede ser buen médico

(Rhazes), y sólo quien vea a la enfermedad como una cadena con

que Alá aprisiona al que El ama (al-Gazzalí o Algacel), la atenderá

debidamente. 3. La ético-pedagógica, porque «la amistad con el sabio

—por tanto, con el maestro— tiene calidad más alta y merece mayor

aprecio que la amistad con los padres» (Miskaway).

En lo tocante a la enseñanza de la medicina hay que distinguir los métodos, los recursos y las instituciones. Una larga disputa del siglo xi entre el egipcio Ibn Ridwan y el iraquí Ibn Butlan

nos hace ver que respecto del método para la formación del

médico contendían entre sí los defensores de una instrucción teórica amplia y previa y los partidarios del inmediato y asiduo

aprendizaje al lado de un buen práctico. «Quien sólo es perfecto

en medicina, pero no en la lógica, la matemática, la física y la

teología, más que un verdadero médico es un practicante en

medicina (mutatabib)», escribe Ibn Ridwan. Recursos o instrumentos para la enseñanza fueron, aparte, claro está, la asistencia

a un hospital, los compendios en verso, que debían aprenderse

de memoria (ejemplo supremo, el Poema de la medicina, de Avicena), el adiestramiento en las preguntas y respuestas y la lectura

de las compilaciones y tratados, desde el temprano Paraíso de la

Sabiduría de at-Tabarí (850) hasta los ya mencionados.

La institución educativa por excelencia, y no sólo para la

ciencia médica, fue entre los árabes la escuela (madrasa), instalada dentro de la mezquita o junto a ella. La enseñanza consistía

en la lectura y el comentario de los textos didácticos. Poco a

poco fueron complicándose las cosas. La madrasa se convirtió

con frecuencia en verdadera «academia» o «casa de la ciencia»,

con bibliotecas, pensionados y, por lo que a la medicina atañe,

en relación funcional con los hospitales. La escuela de Gundishapur y las alejandrinas fueron el modelo. Hubo tales escuelas superiores en Bagdad, en Harrán, en El Cairo y en otras ciudades.

Por lo que dice Ali Abbas, la didáctica de la medicina se hallaba

muy bien organizada. Pero la educación del médico (Adab alTabib, según el título de un manual famoso) había de ser también deontológica y social. Como el del escrito hipocrático Sobre

el médico, el autor de ese manual prescribe hasta las normas

indumentarias y cosméticas del que dignamente debe visitar a sus

enfermos.

Indica todo esto que en el Islam existieron verdaderas organizaciones profesionales médicas (sinf); pero éstas tardaron algún

tiempo en constituirse. En los primeros tiempos del califato abasí, en Bagdad predominan los médicos judíos y cristianos. Más

tarde dominaron los musulmanes; y en relación con la madrasa

y el bimaristán (el hospital) fueron surgiendo los gremios. El

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 175

año 931, el califa af-Muqtadir estableció la obligación de obtener, mediante previo examen técnico, un título (ichaza) para la

práctica legal de la profesión, la cual se hallaba estatalmente

regida por el «supervisor de mercados y costumbres» o muhtasib.

Además del examen general, los había para varias especialidades; especialmente, para la oftalmología. En orden descendente,

los títulos sociales de los médicos eran el de hakim, el de tabib,

el del simple práctico, mutabbib o mutatabib, y el del mero practicante o mudawí. Los charlatanes médicos, contra los cuales hay

no pocos escritos polémicos, pulularon por las ciudades del

Islam.

B. Quedó anteriormente dicho que desde la Isagoge de Husain-Ioannitius la medicina se dividió en teórica y práctica. Esta

comprendía la higiene y la terapéutica; y la terapéutica, en fin,

abarcaba la dietética, la materia médica (farmacoterapia) y la

cirugía. En definitiva, el clásico esquema ternario de Celso.

El médico árabe veía su actividad diagnóstica como la recta

conexión, ante cada caso concreto, entre la experiencia obtenida

explorando al enfermo y el saber teórico previamente adquirido.

«Todo signo general debe ser referido —dice al estudiante el

Poema de Avicena— a los tres órganos nobles, el hígado, el cerebro y el corazón.» Tras lo cual, ya con conocimiento de causa,

el clínico instauraba el tratamiento.

El primer paso de éste era la dietética, con fundamento

antropológico-religioso en el concepto coránico de la sari'a o

«recta vía», la adopción de un modo de vivir ordenado hacia la

total perfección de la persona. En tanto que preventiva de la

enfermedad, la dietética se configuraba como higiene, cuyas reglas se ordenaban según la peculiaridad biológica del sujeto

(niño, viejo,, bilioso, pituitoso, etc.), la actividad o profesión de

éste y la estación del año. Aunque no mahometano, sino judío,

acaso sea Maimónides el autor que en el seno del mundo islámico más se distinguió en este campo. Su Recomendación de la

salud, dirigida en forma de carta al sultán al-Afdad de Damasco,

es el más alto precedente de los regimina sanitatis de la Europa

medieval. No será inoportuno recordar aquí la importancia del

baño en la vida de los árabes. En tanto que recurso terapéutico

—como en el escrito hipocrático Sobre la dieta en las enfermedades agudas—, la dietética era la base del tratamiento, e incluso

todo el tratamiento, si la enfermedad no pedía recursos más enérgicos. «Las posibilidades de la intervención médica se ordenaban

de manera estrictamente jerárquica... Ni la cirugía, ni la farmacología estaban autorizadas antes de ensayar todas las posibilidades de la medicina dietética» (Schipperges).

Como ya sabemos, la farmacoterapia árabe tuvo su más. im-

176 Historia de fa medicina

portante fundamento en la Materia médica de Dioscórides; «farmacéutico de Alá», llama a éste el historiador Ibn al-Qiftí. Pero

sería injusto desconocer que las raíces de la materia árabe son,

además de helenísticas, también iranias e indias. El hecho de que

el primer tratado farmacológico árabe proceda de Gundishapur

(el Antidotario de Sabur ben Sahl, decenios centrales del siglo ix), hace bien patente ese triple origen. Poco posterior fue

el tratado farmacológico de al-Kindi, al cual seguirán, en Oriente,

las obras de Muwaffaq, al-Natilí, al-Biruní y del geógrafo alIdrisí, y en al-Andalus, las de al-Harraní, al-Gafiqí y al-Baytar.

Un género literario genuinamente árabe, los taqwim o «tablas

sinópticas», tacuini, en la lengua de los latinos medievales, servirá para la enseñanza de la farmacología, como en su origen

había servido para la de la astronomía.

Medicamento es toda sustancia que altera el organismo con intensidad intermedia entre el alimento y el veneno; noción ésta vigente desde los escritos hipocráticos. Por su origen, los medicamentos pueden ser vegetales, animales y minerales; por su composición,

simples o compuestos; y por su operación se clasifican según actúen

sobre las potencias orgánicas primarias (refrigerantes, desecantes, etc.),

secundarias (emolientes, astringentes, oclusivos, desopilantes, etc.) o

terciarias (expectorantes, eméticos, diuréticos, purgantes, etc.). Los

fármacos pueden ser activos en primer grado (modificación invisible

de la complexión humoral), en segundo grado (modificación corporal

arJenas visible) y en tercer grado (alteración local muy visible, aunque no destructiva). La medicación, en fin, debe regirse por el principio contraria contrariis curantur. Hasta aquí, puro galenismo sistematizado. Elaborándolo con mente entre matemática y musical, alKindi ofrecerá una teoría farmacodinámica con pretensión de exactitud racional, y relativa tanto a los medicamentos simples como a los

compuestos.

Gran importancia y vario origen —helenístico, bizantino, persa, indio— poseyó asimismo la cirugía árabe. Amplias secciones

de contenido quirúrgico hay siempre en los grandes tratados de

medicina, como los dos de Rhazes, el de Ali Abbas y el de Avicena. En su Poema de la medicina, este último ordena la cirugía o

«parte manual» del tratamiento en tres capítulos, según la índole

de la región sobre que la intervención del médico recaiga: cirugía de los vasos (flebotomía o incisión de las arterias), de las

partes blandas (escarificación, excisión, cauterización, incisión) y

de los huesos (fracturas y luxaciones). Mas ya dije que la máxima

figura de la cirugía del Islam fue el cordobés Abulqasim. Su

instrumental fue tan sutil como copioso: tenazas y pinzas, trépanos, bisturíes, sondas, cauterios, lancetas, espéculos... Admira

todavía la racionalidad y la sistematización de sus descripciones,

así como su constante preocupación por integrar armoniosamente

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 177

la intervención quirúrgica y la farmacoterapia. Entre las especialidades quirúrgicas, la oftalmología fue la más cultivada e importante; antes conocimos los nombres de los oftalmólogos árabes

más ilustres.

El médico árabe, en fin, supo dar valor a la psicoterapia.

Y, si no los más grandes, no pocos entre ellos rindieron tributo

a la demonología y la magia. No olvidemos que ésta es, en la

clasificación de Avicena, una de las «ciencias derivadas».

C. En la asistencia al enfermo es donde más acusadamente

se hace notar la impronta simultánea de los tres motivos de la

praxis médica árabe —tecnificación del saber, religiosidad coránica, carácter señorial de la sociedad— antes mencionados.

La distinción entre una «medicina para ricos» y una «medicina para pobres» fue notoria en las ciudades del Islam; y es

seguro que un examen atento de la estructura socioeconómica

de esas ciudades permitiría distinguir en ellas, mutatis mutandis,

los tres niveles de la asistencia médica que discernimos en la

polis griega. Los ricos y poderosos, comenzando, claro está, por

el califa, tenían sus médicos propios y podían utilizar, por costosos que fueran, todos los recursos de la dietética y la terapéutica entonces vigentes. Los pobres eran atendidos en el hospital

público (bimaristán), institución que como en Bizancio, donde había tenido su origen, alcanzó gran importancia en el mundo islámico.

Ya en los siglos vin y ix hay hospitales en Damasco, en Bagdad, en El Cairo. Harún al-Rashid decretó el año 786 que junto

a toda nueva mezquita tenía que haber un centro hospitalario.

Más tarde surgieron los grandes y bien organizados hospitales

que tanto admiraban a los viajeros, como el psiquiátrico que en

el Bagdad del siglo xi vio y describió Benjamín de Tudela. La

actitud caritativa ante el enfermo que prescribía el Corán fue

el principal motor de estas fundaciones.

El hospital permitía a los pobres beneficiarse del saber de algunos grandes médicos —Rhazes, por ejemplo, dirigió el de su ciudad

natal— y solía tener una intensa actividad docente. En él se realizaban también los exámenes para la obtención de títulos profesionales.

Su director, funcionario administrativo, ocupaba una posición social

equiparable a la de Secretario de Estado; y como él, los jefes de las

secciones de medicina interna, cirugía y oftalmología. ¿Podemos decir, sin embargo, que los hospitales islámicos resolvieran satisfactoriamente el problema social de la asistencia médica? Como en el

caso de los hospitales bizantinos, la respuesta debe ser tajantemente

negativa.

La ética médica alcanzó en el mundo islámico un gran nivel;

recuérdense los deberes de un hakim digno de tal condición.

178 Historia de la medicina

Frente al enfermo, «asistencia y atención, sustento y provisión

son para el musulmán importantes obligaciones religiosas» (Schipperges).

Adaptado a la fe coránica, el Juramento hipocrático tuvo vigencia entre los médicos árabes. Lo cual no quiere decir que la conducta

de éstos se ajustase siempre a los preceptos que la regían. Como la

anánke sobre la ética médica griega, el kismat o fatum, la idea de

una última e invencible forzosidad en el curso de los movimientos

de la naturaleza, pesó sobre la actitud moral de los médicos musulmanes. «El médico juzgará apoyado en su ciencia de los signos;

sabrá si el enfermo debe morir y se abstendrá de tratarlo», escribe

Avicena. «Si no hay curación posible, la prudencia del médico consiste en explicar la incurabilidad», añadirá Algacel.

Capítulo 5

BALANCE FINAL DE LA MEDICINA ARABE

Dos puntos principales deben ser brevemente considerados,

el contenido de la medicina árabe y su significación histórica.

A. El fundamento conceptual y el nervio técnico de la medicina del Islam fue el galenismo; reiteradamente hemos tenido

ocasión de comprobarlo. Ahora bien: este galenismo arábigo, más

profundo, en todo caso, que el recortado y escolar galenismo de

los médicos bizantinos, resultó de una restricción crítica y una

elaboración conceptual.

1. La restricción crítica concierne sobre todo a los aspectos

filosóficos de la obra de Galeno. Fieles al más alto magisterio

de Aristóteles, al-Kindi, Avicena y Averroes discuten aristotélicamente algunas ideas filosófico-naturales del Pergameno; y otro

tanto hace Rhazes, desde su atomismo platonizante. A lo cual, naturalmente, hay que añadir la distancia que entre los musulmanes

y el naturalismo griego hubo de crear la idea coránica de Dios

y la creación.

2. La elaboración conceptual, por su parte, tuvo un aspecto

formal o metódico y otro también filosófico-natural. El galenismo

arábigo recorta el saber anatomo-fisiológico de Galeno —menos,

en todo caso, que el bizantino—, pero con la contrapartida de

ordenarlo de un modo más sistemático y accesible. Por otra parte, e incluso no contando el descubrimiento de Ibn an-Naf ís, perfecciona y orienta, hacia la que nosotros denominaremos luego

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 179

«ciencia moderna», algunas nociones básicas, como la de dynantis

o «potencia».

B. En lo tocante a su significación histórica, la medicina árabe puede y debe ser considerada desde distintos puntos de vista.

1. Aparece ante nosotros, en primer término, como una creación histórica cerrada en sí misma. Nace desde la nada, como

consecuencia de la asimilación y la recreación de la medicina helenística, alcanza rápidamente la cima que resumen los nombres

de Rhazes, Avicena y Averroes, y después del siglo xin pierde,

rápidamente también, toda capacidad de creación.

2. Muéstrase también a nuestra mirada como una sinfonía

violenta y enigmáticamente incompleta. En 1236 fue conquistada

Córdoba por Fernando III el Santo; en 1258, caía Bagdad en

poder de los mongoles de Hulagu; la cultura del Islam quedó

malherida en sus dos más importantes centros vitales. Sin estos

terribles golpes, ¿hubiese podido llevar adelante lo que en su

ciencia, además de ser asimilación y recreación, era entonces y

nunca pasó de ser germen prometedor? Nunca lo sabremos.

Pero, por las razones que luego se expondrán, la respuesta debe

ser negativa.

3. Se nos manifiesta, en fin, como el estímulo y el pábulo

de la medicina de Edad Media europea. Ha escrito Sudhoff que

las traducciones de Constantino el Africano «soltaron la lengua»

a los médicos de Salerno. Esto cabe decir, a mayor abundamiento, del efecto que sobre todos los médicos europeos ulteriores

al siglo xi produjo la penetración de la medicina árabe en todos

los países de Occidente. Las páginas subsiguientes mostrarán

cómo aconteció esto.

Sección IV

MEDICINA DE LA EUROPA MEDIEVAL

El año 476, el emperador Rómulo Augusto, casi un niño,

fue depuesto de su trono por el ejército de Italia, y el hérulo

Odoacro se hizo cargo del mando. Era el fin del Imperio romano

de Occidente, o más bien el último acto de su hundimiento.

Este, en efecto, había sido iniciado a comienzos del siglo ν por

las sucesivas invasiones de los pueblos germánicos a que los romanos, con nombre griego, llamaban barbad, «bárbaros», para

denotar su torpeza en la pronunciación del latín. Pues bien: la

Edad Media de la Europa occidental es lo que entre el Imperio

bizantino y el Océano Atlántico históricamente acontece desde

esas fechas hasta 1453, año en que los turcos se adueñan de

Constantinople; un milenio durante el cual, a través de múltiples

vicisitudes, van constituyéndose las nacionalidades de la Europa

moderna.

Como la de Bizancio y la del Islam, la medicina de la Europa

medieval —«enorme y delicada» para el poeta Verlaine, «oscura»

o «tenebrosa» para la historiografía anglosajona— se halla determinada por las tres notas que dan título a esta Tercera Parte:

helenidad, monoteísmo y sociedad señorial. Ahora, eso sí, con

un poderoso estilo nuevo; tan nuevo y poderoso, que su novedad y su fuerza darán fundamento al fascinante progreso del

saber médico que desde el siglo xvi ha venido produciéndose.

Algo inédito traían consigo esos «bárbaros» invasores; algo en

cuya virtud iba a dar insospechables frutos la mutua implicación,

conflictiva a veces, entre la ciencia griega y el monoteísmo cristiano.

180

Capítulo 1

ETAPA CUASITECNICA DE LA MEDICINA MEDIEVAL

(SIGLOS V-XI)

La medicina que se practica en la Europa medieval entre los

siglos ν y xi —es decir: hasta que por la Escuela de Salerno comienza a penetrar en Occidente el saber médico grecoárabe— no

es meramente empírica o empírico-mágica, «pretécnica», puesto

que algunos restos de la ciencia helénica y helenística perduran

en Italia, las Galias e Hispania tras la destrucción del Imperio romano; pero tampoco es formalmente «técnica», porque esos restos distan mucho de permitir un conocimiento racional de la enfermedad y el tratamiento, como antaño lo había sido el hipocrático-galénico y como a partir del siglo vm empieza a serlo el

árabe. Por eso llamo «cuasitécnica» a la medicina de la Alta

Edad Media; esa a la cual, con sobrada razón, pronto vamos a

verlo, los historiadores suelen denominar «medicina monástica».

Estudiemos sumariamente su origen, su curso y su estructura, en

relación con los dos temas para nosotros centrales: el saber y la

praxis del médico.

A. Durante los siglos ni y iv, y con mayor rapidez desde

la constitución del Imperio de Oriente, el año 330, van deshelenizándose las provincias del Imperio occidental; contadísimos

son en ellas los hombres que en el siglo ν pueden leer un manuscrito griego. Añádase a esto la decadencia o la destrucción de

las escuelas retórico-científicas del sur de Francia y de Italia, por

una parte, y la rudeza intelectual de los invasores del Norte, por

otra, y sin dificultad se comprenderá la enorme postración cultural a que la Europa de Occidente llegó entre los años 500 y

600. El esfuerzo de Teodorico por conservar las instituciones romanas (primeros lustros del siglo vi) no pasó de ser una bienintencionada tentativa.

Como el saber filosófico, científico y retórico, el saber médico

de la Alta Edad Media muestra una estructura integrada por cuatro momentos cardinales: uno material, los restos de la ciencia

griega y romana de que los sanadores entonces disponen; otro

a la vez personal e institucional, los hombres que sucesivamente

van cultivando y exponiendo ese saber y los centros donde se le

cultiva; otro formal o, si se quiere, atmosférico, la paulatina

constitución de la mentalidad cristiana que de manera genérica y

un tanto simplificadora solemos llamar «medieval»; otro, en fin,

181

182 Historia de la medicina

conativo, tocante al impulso y a la meta en que la modesta historia de la ciencia médica altomedieval tenía su más íntimo

nervio.

1. Bien pobre era, por las razones expuestas, el elenco de

los escritos médicos griegos o latinos de que entre el siglo ν y

el xi disponían los europeos vocados a la ayuda al enfermo o profesionalmente empleados en ella; con tanto más amor conservados, leídos e incrementados, si a tanto llegaban, por sus celosos

poseedores. Esos «libros que para vosotros dejé bien guardados en

los rincones de nuestra biblioteca», dice Casiodoro en sus Institutiones; los «libros de medicina, de los cuales hay cantidad entre

nosotros», a que alude una carta de San Bonifacio; la multitude·

librorum de que habla un abad de Fulda, tal vez Rábano Mauro;

los que en la Sevilla visigótica debió de manejar San Isidoro.

En lo tocante a la medicina, ¿qué libros eran éstos? Sumando

los que en distintas fuentes vienen mencionados, podemos nombrar

—por supuesto que de modo no exhaustivo— los siguientes: extractos

de las compilaciones latinas del Bajo imperio (las de Celio Aureliano

que circularon bajo los nombres de Aurelius y Esculapius, los manualitos de Quinto Sereno Sammónico y Gargilio Marcial, un SeudcApuleyo, un Seudo-Plinio, Vindiciano), traducciones al latín de varios

escritos hipocráticos (Aforismos, Pronóstico, Sobre la dieta en las enfermedades agudas, libros I y II de Sobre la dieta, Sobre las hebdómadas), algunas de las obras de Rufo, Dioscórides y Galeno (Terapéutica a Glaucón, Sobre la curación de las fiebres, Ars parva), fragmentos de Oribasio y Alejandro de Tralles, los trataditos Dynamidia

(atribuido ya a Hipócrates, ya a Galeno, y consagrado a las virtudes

de las plantas) y De cibis («Sobre los alimentos»), el escrito seudogalénico Sobre los medicamentos simples, a Paternino, muy pocas

cosas más. No lo suficiente, desde luego, para justificar la jactancia

bibliofílica del abad de Fulda antes citado —«tanta multitud de libros, que apenas se les podría contar», dice su texto—, pero sí para

que las dos nociones básicas del saber médico antiguo, natura y ars,

fuesen penetrando en las casi virginales cabezas de los pensadores y

los médicos de Occidente.

2. ¿Quiénes manejaron esos libros y fueron así haciendo suyas —bien que de manera cuasitécnica— dispersas parcelas del

saber médico antiguo? Por lo pronto, médicos profesionales, algunos nativos de las provincias o naciones de la incipiente Europa (ostrogodos, visigodos o francos), otros bizantinos (entre

ellos, Antimo, que en el primer cuarto del siglo vi atendió al rey

franco Teuderico), otros, en fin, judíos, cada vez más frecuentes

en las cortes de la Europa occidental, y muy especialmente en

las de la Península Ibérica. Ninguno de ellos contribuyó especialmente al progreso del arte de curar.

A partir de la primera mitad del siglo vi, sobre el médico

seglar va a prevalecer el sacerdote médico, perteneciente en oca-

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 183

siônes al clero secular, con más frecuencia al regular. Los nacientes monasterios benedictinos —el año 529 fundaba el de

Monte Cassino San Benito de Nursia— comienzan a recibir y

atender enfermos. «Aprended a conocer las virtudes de las plantas... Leed a Dioscórides, a Hipócrates, a Galeno, a Celio Aureliano», recomienda Casiodoro a los monjes de Occidente.

Pablo, obispo de Mérida entre los años 530 y 560, no vaciló en

practicar por sí mismo una operación cesárea. Otro obispo emeritense, Masona, fundó el año 580 un hospital seguramente atendido

por clérigos. Y aunque en modo alguno podemos asegurar que San

Isidoro practicase personalmente la medicina, es seguro que la parte

médica de sus Etimologías ejerció gran influencia sobre los clérigos

europeos consagrados a la actividad terapéutica. Pronto, a partir de

entonces, se harán más y más frecuentes los nombres de personas e

instituciones que enlazan el sacerdocio con la práctica de la medicina. «¡Cuántas fatigas y cuántas aflicciones pesan sobre los discípulos

de los médicos!», dice la Instructio de San Columbano, monje irlandés de la segunda mitad del siglo vi. Pero esas fatigas y esas aflicciones, cuya somera mención tanto recuerda unas líneas del escrito

hipocrático Sobre el arte, ¿eran soportadas por hombres a los que en

verdad cupiese llamar «técnicos» de la medicina? Indudablemente, no.

Mucho mayor que la de los sanadores en sentido estricto

fue, desde el punto de vista de la progresiva constitución del

saber médico, la importancia de varios de los pensadores y

maestros de la Baja Edad Media. Por orden cronológico, mencionaré algunos. Ante todo, Boecio (480-524), aunque los temas

estrictamente médicos no aparezcan en su obra. Boecio fue pionero máximo en la transmisión del pensamiento filosófico griego

al mundo cristiano medieval; «último romano y primer escolástico», ha sido llamado. Discípulo y amigo suyo, Casiodoro (490·

583) fundó en el sur de Italia una escuela —Vivarium— para

el cultivo de las ciencias profanas, muy influyente sobre la módica formación médica de los monjes de la Alta Edad Media.

Apenas puede ser exagerada la importancia de San Benito de

Nursia (480-543), patriarca del monacato de Occidente, en la

orientación de la religiosidad medieval europea. Cien años más

tarde, en la primera mitad del siglo vu, San Isidoro fue la gran

figura intelectual de Europa. A las mentes de todos los fundadores espirituales de ésta dieron pábulo sus Etimologías y su tratadito De naturis rerum; y su resuelta consideración de la medic a como «filosofía segunda» será decisiva en la estimación

medieval del arte de curar. Hacia el año 725 moría en Milán

s

u obispo Benedicto Crispo, autor de un Commentarium médicinale muy leído en los siglos ulteriçres. La enciclopédica producción del inglés Beda el Venerable (673-735) ilustró por igual

a

 eclesiásticos y a seglares, y preparó la gran contribución an-

184 Historia de la medicina

glosajona al llamado «Renacimiento Carolingio». Así es habitualmente denominado el notable auge de las ciencias y las letras

promovido por Carlomagno, en el filo de los siglos vm y ix;

Alcuino (733-804) fue su más calificado artífice. La parte del

saber médico en la «Escuela palatina» que Alcuino fundó en

Aquisgrán queda patente en tres versos latinos de un poema didáctico suyo: «Aquí vienen los médicos, los de la cofradía hipocrática; — éste incinde venas, ese mezcla hierbas en la olla, —

aquél cuece harina, otro prefiere la copa», dice su texto. Sangría, cataplasmas y bebidas medicinales, por tanto. Otro miembro de la Escuela palatina de Aquisgrán, el monje Dungalo, fue

el primero en recabar para la medicina un puesto, el octavo,

entre las artes liberales. Discípulo de Alcuino, Rábano Mauro

(780-856) llevó a Germania, como abad del monasterio de Fulda,

el espíritu de su maestro. Compuso la enciclopedia Physica seu

de universo y un tratadito De anima. La medicina forma parte de

esa physica. La tradición alcuiniana fue proseguida en tierras

germánicas por Walahfrid Strabo (t 849), discípulo de Rábano

Mauro y abad de Reichenau. Gozó fama como monje-médico en

el siglo x Notker, del monasterio de San Gall. La Escuela capitular de Chartres, pronto célebre, tuvo como maestro de medicina

al docto clérigo Heribrando (t 1028). El y Gerberto de Aurillac

(940 o 945-1003), cuya obra examinaremos luego, cierran este

primer período de la medicina y la ciencia medievales. Es, lo

repetiré, el que transcurre entre la fundación de Monte Cassino

(529) y el auge intelectual de la Escuela de Salerno (segunda

mitad del siglo xi).

Basta lo dicho para advertir que fueron los monasterios, y

luego las Escuelas catedralicias, los lugares donde se conservó

y cultivó el saber médico durante la Alta Edad Media. Desde un

punto de vista científico, la obra de los monjes sanadores fue

muy modesta, es cierto; pero sin la callada labor que a lo largo

de cinco siglos se realizó en el seno de los monasterios europeos

—Monte Cassino, San Gall, Poitiers, Lisieux, Soissons, Lyon,

Reims, Fulda, Reichenau, Bobbio, Cremona, Vicenza, tantos

más—, no hubiera podido ser lo que fue la medicina de la Baja

Edad Media, y por tanto no habría surgido luego la medicina

moderna. En lo tocante al saber científico, las Escuelas capitulares —Reims, Chartres, Colonia, Magdeburgo, etc.— dan un paso

hacia delante. En ellas tuvieron su más inmediato precedente

los «Estudios generales» y las «Universidades» del siglo xm.

3. Primero con San· Agustín, a continuación con Boecio, Ca·

siodoro, San Benito de Nursia, San Isidoro y los evangelizadores

de los países germánicos y anglosajones, empieza a cobrar cuerpo

el modo europeo de la religiosidad cristiana; más ampliamente!

la vida histórica de ese rincón del planeta que desde el hundí'

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 185

miento del Imperio romano, heredando un prestigioso nombre

griego, a sí mismo va a denominarse Europa. «Europeos» llama

el cronista de la batalla de Poitiers (732), para designar lo que

a todos ellos era común, a los distintos grupos nacionales de

combatientes que allí cortaron el avance de los árabes hacia el

norte. Cuatro son los componentes originarios de esa naciente

Europa: Grecia, Roma el cristianismo y la germanidad. Grecia

y el cristianismo se habían juntado en Bizancio; Grecia, Roma

y el cristianismo, en el Imperio romano de Occidente. No parece

ilícito, según esto, atribuir al injerto de la germanidad lo que de

nuevo tenga, respecto de esas dos precedentes situaciones, el

modo de la realización histórico-social del cristianismo que durante los siglos ν y vi se inicia en la naciente Europa.

En la estructura del cristianismo medieval europeo es preciso discernir, según esto, dos momentos muy distintos entre sí: a) Las instituciones, los modos de vivir y las invenciones personales creadas

desde dentro de sí misma por la Iglesia medieval, una Iglesia que ya

venía mundanalmente configurada por las consecuencias del Edicto

de Milán: la teología y la liturgia, las formas más «auténticas» de la

piedad religiosa, el derecho canónico, el monasterio, la compleja

realidad de la catedral, b) Las instituciones, los modos de vivir y las

invenciones personales recibidas por la Iglesia del mundo en que

ella se está realizando, por ella más o menos gustosamente aceptadas

y en ocasiones, esto es lo grave, en ella consideradas como «consustanciales» con el cristianismo: el derecho germánico, el orden

feudal de la sociedad, el combate judicial o «juicio de Dios», la ordalía, la esclavitud, la relación trono-altar, tantas supersticiones populares. La vida religiosa de la Edad Media fue el resultado de la fusión o la yuxtaposición, según los casos, de esos dos momentos constitutivos. Instalado en los dos, el cristiano medieval vivió de ordinario con una ilusiva conciencia de plenitud histórica. La encarnación

del cristianismo en el mundo habría llegado entonces —tal era la ilusión— a una suerte de «metahistoria».

Respecto del problema que aquí principalmente importa, la

actitud ante la realidad, ¿cuáles son las más esenciales notas distintivas del cristianismo europeo? A mi modo de ver, las cinco

siguientes:

a) Un giro a la vez antropocéntrico y entificador —visión

de las cosas según lo que «están siendo»— en el pensamiento

teológico.

Escribe Zubiri: «La teología latina parte más bien, con San Agustín, del hombre interior y de sus aspiraciones y vicisitudes morales,

especialmente de su ansia de felicidad. En cambio, la teología griega

considera más bien al hombre como un trozo —central, si se quiere—

de la creación entera, del cosmos. Los conceptos humanos adquieren

entonces matiz diverso. Así el pecado, para un latino, es ante todo

186 Historia de la medicina

una malicia de la voluntad; para el griego es sobre todo una mácula

de la creación. Para el latino, el amor es una aspiración del alma,

adscrita preferentemente a la voluntad; para el griego, en cambio,

es el fondo metafísico de toda actividad, porque todo ser tiende a la

perfección.» Naturalmente, también será distinto el modo de entender

la realidad de la creación, la entidad propia del cosmos. «La teología

griega —añade Zubiri— encierra tesoros intelectuales, no sólo para

la teología misma, también para la propia filosofía.» Ahora bien:

esos tesoros, no suficientemente elaborados y utilizados por los teólogos de Bizancio, sólo merced a pensadores europeos de nuestro siglo

han podido mostrar su interna fecundidad. Únicamente en Europa y

desde Europa —y luego en Occidente y desde Occidente— ha tenido

total realidad el aforismo de Terencio «Nada de lo humano me es

ajeno».

b) Una constante insatisfacción con lo que en cada momento históricamente se sabe, se puede y se tiene, y por tanto una

permanente sed de cambio y progreso. «Tanto me elevas, que yo

soy más que yo», dice el Dante a Caccia Guida en La divina comedia. No me parece ilícito ver en Caccia Guida a la mentalidad

europea, en Dante al hombre in genere y en ese verso la autodefinición de un modo de ser en el tiempo, iniciado en Europa siete siglos antes de que La divina comedia fuera compuesta. La

«restauración» o conocimiento cada vez más perfecto de los orígenes —la empresa intelectual que en el Renacimiento será llamada «humanismo»— y la «innovación» o pesquisa de lo nuevo, en lo tocante al saber, al tener y al poder, son las dos complementarias líneas de esa perdurable sed de la mente humana.

c) La permanente y siempre dispuesta voluntad de incorporar al acervo propio, para hacerlas luego genéricamente humanas, en definitiva para unlversalizarlas, las conquistas humanamente valiosas de los demás hombres. Los árabes «arabizaron»

a los griegos; incipientemente desde Boecio y Casiodoro, resueltamente desde Gerberto de Aurillac, los cristianos europeos no

se conformarán, valga la palabra, sino con «planetarizarlos», aunque luego se sientan en el íntimo deber de levantarse contra

ellos.

d) Una creciente conciencia de la consistencia, la dignidad

y el valor de la realidad propia, y por extensión de la realidad

del hombre in genere. La «conquista de la propia individualidad» que el historiador J. Burckhardt atribuirá al Renacimieií

to, había comenzado mucho antes, y es hazaña colectiva del cristianismo europeo,

e) En estrecha conexión con la nota anterior, la también

creciente atribución de importancia propia al cosmos visible j

al mundo histórico; primero en tanto que criaturas de Dios y

vías para llegar hasta él («Lo invisible de Dios se nos hace inte-

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 187

ligible a través de las cosas creadas», había enseñado San Pablo), luego como realidades por sí mismas valiosas.

Los capítulos ulteriores nos harán ver cómo estas cuatro notas cardinales de la actitud europea ante la realidad van haciéndose más y más patentes a medida que avanza la Edad Media.

4. Apoyado sobre los escasos y fragmentarios textos del saber antiguo que antes fueron mencionados, alentado, siquiera

fuese incipientemente, por el espíritu que acaba de ser descrito,

el saber médico «stricto sensu» de la Alta Edad Media se halló

integrado por una realidad y una aspiración: la módica realidad

que me ha movido a llamar «cuasitécnico» a ese saber y la aspiración que llevaba en su seno la consideración isidoriana de la

medicina como «filosofía segunda».

Tal carácter cuasitécnico se hace patente en tres hechos muy

distintos entre sí, pero entre sí concordantes: 0) La «mentalidad ordálica» con que la sociedad altomedieval consideró la actuación sanadora del médico. Sintiéndose próxima a morir, la reina Austriquilda, esposa del rey franco Gontrán (segunda mitad del siglo vi), pidió

a su marido que ordenase decapitar a los dos médicos que tan ineficazmente la habían atendido; y el deseo de la moribunda fue cumplido, dice la crónica del Turonense, «a fin de que la señora no

entrase sola en el reino de la muerte». Mentalidad ordálica: «Ponga

el reo la mano sobre el fuego; si no es culpable, el fuego no le quemará.» La idea helénica de que las cosas actúan según las propiedades que por naturaleza poseen, había sido socialmente olvidada en la

Alta Edad Media, b) La frecuencia con que en todos los niveles de la

sociedad las supersticiones seudorreligiosas eran preferidas, como remedios terapéuticamente más eficaces, a los recursos medicamentosos o quirúrgicos —pobres recursos, desde luego— que la mayor o

menor pericia de los médicos profesionales brindaba entonces al enfermo. No pueden ser más patentes, a este respecto, los textos de

Gregorio de Tours en que, para elogiar los poderes milagrosos de su

coterráneo San Martín, son vejadas las curas «naturales» de esos

médicos; o, cuatro siglos más tarde, casi en el siglo xi, la apología

de los milagros de San Nilo contra la razonable «medicina de oficio» del judío Sabbathai ben Abraham o Donnolo (913-965). Cuando

e

' gobierno preternatural de los procesos naturales —el milagro— se

considera cosa frecuente, y en cierto modo «disponible» para la buena

voluntad del hombre, no es posible una concepción verdaderamente

técnica de la medicina, c) La casi pueril elementalidad de los saberes

Médicos que contienen los escritos medievales antes mencionados.

Aunque muy sumariamente, veamos a continuación la prueba documental de este último aserto.

A los pupilos de su Vivarium Casiodoro les aconseja leer a

Hipócrates, a Galeno y a Celio Aureliano, les insta a conocer

las virtudes de las plantas. San Isidoro da un paso más, y proclama la necesidad de conocer lo que las enfermedades son;

pero su modo puramente etimológico, y por añadidura tantas

188 Historia de la medicina

veces arbitrario, de definir la enfermedad —un ejemplo: «El

frenesí es así llamado por el impedimento de la mente, o porque en él rechinan los dientes, pues rechinar (frendere) es entrechocar los dientes»—, no puede decirse que ayude mucho a conocer la realidad somática de ella. Un grupo de autores anónimos reunidos en la corte de Benevento (siglos ix o x), difunde

los rudimentos de la teoría humoral, la doctrina de las cualidades elementales y la clasificación de las enfermedades en «agudas» (oxea) y «crónicas» (chronia). Beda el Venerable describe

con cierta precisión un caso de afasia. En su capitular de Thionville (805), Carlomagno ordena la enseñanza regular del arte de

curar, y poco después prohibe expresamente recurrir a prácticas

supersticiosas. Estas, sin embargo, continúan. El ápice del saber

médico de la Alta Edad Media lo constituyen, ya a comienzos

del siglo xi, las lecciones de Heribrando en la Escuela capitular

de Chartres. Cuenta el cronista Richer haber acudido a oírlas

con ansia, porque ya no le satisfacía la mera recitación didáctica

de «los signos pronósticos de las enfermedades», ni el «conocimiento simple de ellas», y nos da noticia de haber leído con su

maestro un libro Sobre la concordia entre Hipócrates, Galeno y

Sorano. Dos cosas indica este breve texto: que en la primera mitad del siglo xi se está iniciando formalmente la tecnificación

del saber médico, y que sólo cuasitécnico había sido éste durante

el medio milenio de vida medieval transcurrido hasta entonces.

Las ásperas frases «progresistas» de Th. Puschmann acerca de él

no carecían de una última verdad.

Pero no seríamos justos con la medicina de la Alta Edad

Media, si sólo por el contenido concreto de su fisiología y su

patología la juzgásemos. Esa pobre realidad se hallaba animada,

en efecto, por una nobilísima y ambiciosa aspiración: convertir

el saber médico en parte a la vez teorética y operativa de una

cosmología y una antropología cristianas; hacer del sanador, en

suma, un cooperator veritatis (un operario en la tarea de conocer la verdad del mundo creado) y un cooperator boni (un agente

importante en la obra de realizar el bien dentro de ese mundo).

El punto de partida de tal empeño no fue ni cristiano, ni

afortunado. Bajo el sugestivo título Las nupcias de la Filosofía

y Mercurio, el retor norteafricano Marciano Capella, acaso nunca

enteramente converso al cristianismo, compuso en el siglo ν el

tratadito que por vez primera presenta la enciclopedia medieval

de las «siete artes liberales», la luego tan famosa suma de un

trivium (lógica, gramática y dialéctica) y un quadrivium (aritmética, geometría, musida y astronomía). Pues bien, la medicina

y la arquitectura no merecen para Marciano Capella el privilegio

de ser invitadas a« esa olímpica boda. La Edad Media cristiana

aceptará con entusiasmo el esquema de Marciano, pero muy lue·

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 189

go se propondrá la tarea de completarlo. San Isidoro hace de la

medicina una «filosofía segunda», no sólo por la meta hacia la

cual el saber médico se dirige, también porque éste tiene esencialmente que ver, de un modo o de otro, con todas las artes

liberales, desde la gramática hasta la astronomía. Dos siglos más

tarde, Dungalo, miembro de la Escuela palatina de Aquisgrán,

exigirá oficialmente que sea la medicina «octava arte». Y, de

hecho, esta consideración tuvo el saber médico en el centro

intelectual europeo más importante entre los siglos χ y χπ, la

Escuela capitular de Chartres. Con su escaso elenco de conocimientos fisiológicos y patológicos, con el deficiente acervo de

sus menguados recursos terapéuticos —ordenados ya según el

trino esquema clásico: diaetetica, pharmaceutica, chirurgica—, la

todavía embrionaria ars medica de las postrimerías de la Alta

Edad Media casi tenía suficiente vigor para dar su salto institucional hasta el puesto académico que desde el siglo xm va a ser

el suyo: la Facultas universitaria. Bastará, para ello, que empiece

a recibir y hacer suya la ciencia greco-árabe.

B. También respecto de la praxis médica del Alto Medioevo

es necesario distinguir netamente el propósito y la realidad, la

aspiración y el logro.

1. La más originaria y genuina consideración cristiana del

enfermo, la visión de éste como un hombre en cuya menesterosidad «está Cristo», fueron centro y motivo primero de ese propósito y esta aspiración. «El cuidado de los enfermos debe ser

ante todo practicado como si, dispensándolo a ellos, al mismo

Cristo se le dispensase», dice textualmente la Regla benedictina.

El mayordomo, añade San Benito, tratará a los enfermos «con

toda solicitud, como un padre», y el procurar que así sea constituye para el abad una de las obligaciones máximas. El establecimiento de enfermerías en los monasterios, no sólo para los

miembros de la comunidad, también para los pobres del contorno y para los peregrinos, y las primitivas visitas domiciliarias

lue, según algunos documentos, en ocasiones hacían los monjes

sanadores, de ese espíritu nacieron.

«Viandas delicadas y limpias» debían recibir los pacientes del hospital que fundó en Mérida el obispo Masona, según el texto de sus

constituciones. La prístina concepción monacal del tratamiento hacía

de éste una vía particular del total modo de vivir cristianamente en

e

\ mundo. La interpretación de la dietética como regula vitae u ordo

vitalis —esto es, la esencial conexión entre la «regla para la perfección cristiana» en que consiste el estatuto de Ja vida monástica, por

u

ha parte, y las varias prescripciones dietéticas para sanos y enfermos, por otra— ha sido finamente advertida y subrayada por

"· Schipperges. Que los recursos terapéuticos no pasasen ordinaria-

190 Historia de la medicina

mente de ser prácticas empíricas carentes de eficacia, que los sanadores las aplicaran ayunos de saberes o seudosaberes fisiopatológicos

y farmacodinámicos, en nada amengua la calidad ética e intelectual

de tales planteamientos.

2. Hasta siendo santo, y no todos los monjes de la Alta

Edad Media lo fueron, el nombre es criatura de carne y hueso,

y debe construir su falible vida en el seno del mundo visible;

más aún, dentro de un mundo configurado según cierta situación

histórica y social. De lo cual se deriva una parte de las corruptelas que la realización carnal y mundana de los más espirituales propósitos y de las aspiraciones más sublimes lleva siempre

consigo.

El mundo en que se encarna el espíritu de la medicina monástica fue la ruda Europa de la Alta Edad Media. En el más

preciso sentido del término, el mundo feudal: una sociedad real

y jurídicamente ordenada en tres estamentos —los bellatores,

hombres que hacen la guerra y mandan; los or atores, hombres

que rezan, los clérigos; los laboratores, hombres que trabajan,

los siervos—, y que considera radicalmente «natural» o establecido por la naturaleza, a la postre por Dios, y por tanto ineludible e intocable, el resultado concreto de tal ordenación. Un

mundo, por otra parte, en el cual casi ha desaparecido totalmente

el hábito mental que desde la antigua Grecia viene haciendo

posible la ciencia: la idea de que las cosas actúan según lo que

ellas en sí y por sí mismas son. Recuérdese lo dicho al hablar

de la «mentalidad ordálica» y de la pugna literaria entre el

«oficio de curar» y el «milagro sanador».

Cuatro fueron las líneas principales en la degradación social

de ese designio terapéutico que tan cristianamente enuncia la regla de San Benito: a) La discriminación de la atención al enfermo, según la posición de éste en la sociedad y su carácter

religioso o profano. En el monasterio de San Gall, por ejemplo,

existían separadamente los siguientes recintos: el infirmarium

para los monjes, en la parte oriental de la iglesia; el hospitale

pauperum, para pobres y peregrinos, situado a poniente del templo, junto a las puertas del monasterio; la casa para huéspedes

ricos, al norte, en las inmediaciones de la residencia del abad.

Ulteriormente fueron añadidos un hospital para novicios y conversos y una leprosería, ésta lejos del conjunto de todas las anteriores edificaciones. D. Jetter ha mostrado la perduración y la

modulación de este esquema a lo largo de toda la Edad Media

(Cluny, el Císter, las Ordenes militares, etc.). b) La paulatina

profesionalización de la asistencia médica, tras haber sido puramente caritativa, y por consiguiente la penetración en ella del

afán de lucro. La prohibición de ejercer la medicina a los clérigos, tan frecuentemente reiterada desde el concilio de Clermont

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 191

(1130), después de medio milenio en que tan habitual había sido,

en tal realidad tuvo su principal fundamento. «Aprenden la medicina por mor del lucro...», dicen de los clérigos sanadores los

Padres de Clermont, c) La doctoral y nada cristiana exhibición

de un saber que, como hemos visto, tan escasa consistencia científica tenía. Las sarcásticas palabras de Juan de Salisbury contra los médicos en su Metalogicus —«Ostentan a Hipócrates y a

Galeno, profieren palabras nunca oídas, ...y consternan las mentes, como inflándolas de truenos, con los más extraños nombres»— fueron escritas en el siglo xii, pero es seguro que ya en

el año 1.00O existía fundamento para ellas. «A poca ciencia,

gran vocablo», cabría decir ante la conducta social de esos

médicos, d) La frecuente caída en prácticas milagreras o supersticiosas —reliquias, conjuros, ritos, etc.— bajo manto de religiosidad, o la convicción, a la postre cuasitécnica, de que Dios ayuda más al enfermo a través de «las humildes hierbas» del campo que por intermedio de las artificiosas confecciones medicinales. Todavía San Bernardo de Claraval, también en pleno siglo xii, confesará expresamente esta actitud ante el arte de

curar.

3. Que entre los años 700 y 1000 dominase en la Europa de

Occidente la práctica médica sacerdotal, no quiere decir —como

ya quedó consignado— que faltasen los médicos seglares durante

la Alta Edad Media. La grandilocuente fórmula que expresa los

deberes del Comes archiatrorum, institución heredada de la administración imperial romana, revela la existencia de una clase

médica relativamente organizada en el reino de Teodorico. Otro

tanto cabe decir, respecto de la Hispania visigótica, del conjunto

de disposiciones de las Leyes Wisigothorum tocantes a la asistencia médica. Esta tradición nunca se extinguió. Sabemos, por

ejemplo, que Carlomagno tuvo junto a sí médicos de cámara,

y que los distinguía con su amistad.

Cómo se formaban esos médicos, qué relación profesional

existió entre ellos y los clérigos sanadores, qué alcance social

pudieron tener las palabras con que Carlomagno prescribe la

enseñanza regular de la medicina (capitular de Thionville, 805),

son cuestiones a las cuales no es posible dar respuesta, porque

nos falta documentación adecuada. Podemos no obstante afirmar

que tanto en el caso de los médicos seglares como en el de los

monjes médicos, el momento diagnóstico de la praxis médica se

redujo a designar con nombres latinos o corrompidos nombres

griegos los síntomas más llamativos —esas inaudita verba de que

habla Tuan de Salisbury—, y que el contenido de su momento

terapéutico nunca rebasó la prescripción empírica de consejos

dietéticos o de remedios vegetales y la ejecución de muy sencillas

operaciones quirúrgicas: una flebotomía, la incisión de un abs-

192 Historia de la medicina

ceso, la reducción de alguna fractura o, según un texto milagre-.

ro y antimédico de Gregorio de Tours —«Cuando [los médicos]

abren de par en par el ojo del enfermo y cortan con sus afiladas

lancetas, más que ayudarle a ver, lo que hacen es presentarle

los tormentos de la muerte»—, el intento de curar una ceguera

por catarata.

Capítulo 2

TECNIFICACION DE LA MEDICINA MEDIEVAL

(SIGLOS XI-XV)

La novedad venía fraguándose, como sabemos, desde que

empezó a constituirse la forma europea del cristianismo, y distaba mucho de ser vigorosa el año 1000; pero, como si el temido

milenario hubiese tenido respecto de esa novedad alguna acción

estimulante, durante el siglo xi fueron apareciendo los primeros

signos evidentes de un proceso que desde entonces ya no había

de interrumpirse: la definitiva tecnificación de la medicina medieval; la resuelta conversión en verdadera ars medica, en un

«saber hacer según el qué y el por qué», en auténtica técnica

médica, por tanto, de lo que hasta entonces sólo había sido

cuasitécnico «oficio de curar». Explícitamente apoyada en una

ciencia del cosmos y del hombre, ya la medicina podía ostentar

con algún fundamento el honroso título de «filosofía segunda»

con que San Isidoro, más profeta que definidor, tan tempranamente la distinguió.

Cuatro motivos se aunaron para dar al siglo xi ese carácter de

punto de partida: la autoexigencia, la arabización, la secularización

y la racionalización. 1. Autoexigencia. Movido por las varias notas

en que se hace patente la condición europea del cristianismo, el sabio y el médico se exigen más y exigen más. La actitud de Richer

de Reims ante las lecciones de Heribrando en Chartres y el contenido

mismo de éstas, con toda claridad lo demuestran. Pero todavía es

minoritaria tal actitud. A fines del siglo x, Gerberto de Aurillac,

máxima figura científica de la época, fue elegido papa (Silvestre II).

Pues bien: ni siquiera su condición papal alcanzó a protegerle contra

la denuncia de cultivar la magia negra y haber pactado con el diablo. 2. Arabización. Los sabios de Europa empiezan a conocer la

ciencia árabe, y a través de ésta gran parte de la griega. El paso

del mismo Gerberto de Aurillac por el monasterio de Pöblet (967-

970), donde pudo leer manuscritos matemáticos árabes, es un hecho

que a este respecto bien puede ser llamado fundacional. Por esos

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 193

mismos años, acaso un poco después, penetraba la Isagoge de Ioannitius en el sur de Italia. Europa comenzaba a europeizar —para luego

unlversalizarlo— un saber no europeo. 3. Secularización. Durante los

siglos xi y xii, con Bernardo de Chartres, Thierry de Chartres, Guillermo de Conches y Juan de Salisbury, llegan a su ápice el nivel y

el prestigio de la Academia Carnotensis, la Escuela capitular de dicha

ciudad. «Somos enanos, sí, pero estamos sentados sobre hombros de

gigantes, y por eso podemos ver más lejos que ellos», enseñaba Bernardo, ya con clara conciencia de lo que es el progreso histórico.

Pero a la vez que así florecía el saber a la sombra de las catedrales,

una institución médica de carácter secular iniciaba su carrera ascendente y daba figura a un decisivo avance en la ciencia y la práctica

de la medicina: la famosa Escuela de Salerno. 4. Racionalización.

La mentalidad que antes llamé «ordálica» va perdiendo vigencia social. En 1216, el concilio de Letrán prohibe formalmente la ordalía

y, pocos años más tarde, Federico II Hohenstaufen —un hombre de

mundo, no un filósofo— escribirá: «¿Cómo puede creerse que el calor

natural del hierro candente se enfríe sin causa adecuada, ni que por

obra de una conciencia culpable el elemento agua rehuse sumergir

al acusado?» La idea de «propiedad natural» ha ido penetrando en

la intimidad de las mentes.

Vamos a estudiar, conforme a su historia externa, las etapas

principales y los principales modos concretos en que estos cuatro

grandes motivos de la tecnificación de la medicina —autoexigencia, arabización, secularización, racionalización— fueron realizándose. Los capítulos subsiguientes nos harán conocer de manera

sistemática el contenido del saber médico así alcanzado y las simultáneas novedades de su aplicación práctica.

A. Comencemos por la Escuela de Salerno. Como el de tantas creaciones históricas, el origen de ésta es puramente legendario. Cuatro médicos, uno hebreo, Helino, otro griego, Ponto,

otro árabe, Adela, otro, en fin, latino, un Magister Salernus, se

habrían congregado en Salerno, villa al sur de Ñapóles, para fundar allí una institución médica laica, a la vez docente y asistencial, semejante a las escuelas de la Antigüedad clásica. Esta

leyenda, ¿no está indicando sin celajes el carácter universal y

sincrético de la medicina que allí se deseaba hacer y enseñar?

Lo que en cualquier caso parece cierto es que la actividad de la

escuela salernitana comenzó en el siglo x, y que pese al pomposo

nombre, Collegium Hippocraücum, que a sí mismo se dio el conjunto de los médicos allí reunidos, esa actividad fue puramente

Pragmática hasta cien años después. Tampoco puede afirmarse o

negarse con certidumbre que existiera relación directa entre el

Primitivo colegio de Salerno y el monasterio de Monte Cassino,

geográficamente tan próximo a él; aun cuando parezca muy probable que la hubiese, porque en años ulteriores ambas institu8

194 Historia de la medicina

"iones estuvieron en mutuo contacto. El hecho de que uno de

los más importantes médicos salernitanos de mediados del siglo xi, Alfano, fuese arzobispo de Salerno e íntimo amigo del

abad de Monte Cassino, basta para demostrarlo.

Siguiendo a Sudhoff, parece conveniente exponer la historia

de la Escuela salernitana distinguiendo en ella un «Salerno primitivo» o Frühsalerno (desde los orígenes del Collegium hasta la

decisiva impulsión que dio a éste Constantino el Africano) y un

«Alto Salerno» o Hochsalerno (desde Constantino el Africano

hasta el siglo xm), y añadiendo a esos dos períodos un «Salerno

tardío» o Spätsalerno, época en la cual la Chitas Hippocratica decae y se extingue, desplazada por las nacientes Universidades

europeas.

1. A comienzos del siglo xi ya estaba organizada la enseñanza en la Escuela: varios médicos, regidos por un prepósito

o decano, cuidaban de ella. No puede decirse, sin embargo, que

su contenido fuese muy brillante. Un Passionarius Galieni, atribuido a Garioponto (t 1050) y compuesto con fragmentos de los

varios escritos antiguos, griegos o latinos, que circularon por la

Italia de la Alta Edad Media, era probablemente todo su pábulo

intelectual. La patología humoral y el metodismo se mezclaban

en él. De la misma época es la Practica de Petroncellus, y algo

posterior el tratado De mulierum passionibus, in et post partum,

un tratadito de ginecología compuesto por Trótula, acaso la primera de las varias mujeres que aprendieron y enseñaron medicina

en Salerno.

Alfano, arzobispo de Salerno desde 1058, es la figura más importante de este primer período de la Escuela. De él se conservan varios escritos: De natura hominis, traducción ampliada del

que compuso Nemesio de Emesa, De pulsibus, basado sobre la

esfigmología helenística, y De quatuor humoribus o De comptexionibus, consagrado a la patología humoral. Y sin que podamos

atribuirlo con certidumbre a un autor determinado —no es seguro

que lo fuera Nicolás Prepósito, titular de otra famosa compilación farmacológica— también es digno de especial mención,

porque mejora mucho las anteriores exposiciones medievales, un

Antidotarium que luego alcanzará gran prestigio.

2. La Escuela de Salerno llegó a su mayoría de edad con

las traducciones a que consagró los diez años posteriores de su

vida Constantino el Africano (t 1085), comerciante del norte de

Africa que tomó contacto con Alfano, viajó a instancias de éste

por el mundo islámico, para conocer bien su medicina, y luego,

convertido al cristianismo y hermano lego en Monte Cassino,

puso en latín considerable cantidad de escritos médicos árabes;

unos treinta, en total. Gracias a ellos pudo entrar en una fase

nueva y ya resueltamente técnica el saber médico de Salerno, tan

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 195

precario hasta entonces, y a continuación toda la medicina de

Europa. No puede extrañar que se le diese el título de Magister

orientis et occidentis.

Entre los textos traducidos por Constantino destacan: el Liber

regias de Ali Abbas, conocido como Pantechne o Liber pantegni;

el Viaticum o «Medicina de los viajes» de Ibn al-Gazzar; los Libri

universalium et particularium diaetarum, el Liber de urinis y el Liber

jebrium de Isaac Iudaeus; Aforismos hipocráticos. La probabilidad de

una relación entre la obra constantiniana y la más importante obra

didáctica de Salerno, la Articella —en cuya primera edición figuran

la Isagoge de Ioannitius y la Mikrotekhne galénica, aparte otros escritos— no debe ser discutida aquí. Resultado de este esfuerzo fue

que la Escuela de Salerno, desde la segunda mitad del siglo XI, pudo

dar a sus discípulos una enseñanza a la vez metódica y científica, y

que ésta fue la clave principal de su gran prestigio. Poco importa

que, por la razón que fuera, acaso para facilitar la penetración de la

ciencia musulmana en un medio cristiano, Constantino difundiese

como suyos varios de esos textos. El Canon de Avicena, o no lo

conoció, o no quiso traducirlo; lo cual —comenta Sudhoff— fue a

la postre un bien, porque para asimilar tal alimento no estaba todavía madura la mente de los médicos de Occidente.

El «alto Salerno» será la consecuencia inmediata de esa poderosa inyección de medicina greco-árabe que fueron las versiones de Constantino: una veintena de figuras de calidad y dos

importantes obras anónimas van a surgir en la Escuela entre los

últimos decenios del siglo xi y los primeros del xm.

Entre aquéllas, sean especialmente recordadas Cofón el Joven,

autor de una célebre Anatomía porci («Anatomía del cerdo»), que

sirvió para la enseñanza anatómica, y una Ars medendi, manual

sistemático del arte de curar; Arquimateo, cuyo tratadito De

adventu medid ad aegrotutn o De instructione medid tanto nos

ilustra acerca de lo que entonces era el ejercicio clínico; Mateo

Platearlo junior, que compuso un comentario al Aniidotarium de

Nicolás Prepósito, tan conocido y leído bajo el título de Circa

instans, sus dos primeras palabras; Pedro de Musando o Musandino, gran figura de la dietética y cautivador docente; Ricardo

Salernitano, sobre cuya Anatomía Ricardi habremos de volver

en páginas ulteriores; Mauro, que luego será uno de los clásicos

de la uroscopia medieval; Urso de Lodi, obispo de Calabria, con

el cual llegan a su cima —ya a comienzos del siglo xm— la cosmología y la antropología de Salerno.

Las dos obras anónimas antes aludidas son De aegritudinum

curatione, el mejor tratado de patología y terapéutica especiales

de la época dorada de la Escuela, y el famosísimo Regimen sanitatis Salernitanum, poema didáctico dedicado principalmente a la

196 Historia de la medicina

dieta. Las 240 ediciones de él que hasta 1857 registraba la Col·

lectio Salernitana, declaran con máxima elocuencia la universalidad de su éxito. «Si te faltan médicos, sean tus médicos estas

tres cosas: mente alegre, descanso, dieta moderada», dicen jocundamente dos de sus primeros versos.

No sólo anatomía, fisiología, patología, clínica y fármacoterapia hubo en el Salerno del siglo xíi; también una cirugía

que sobrepasa muy ampliamente la tan rudimentaria de la Alta

Edad Media. La Practica chirurgiae de Rogerio (Ruggiero, hijo de

Frugardo) es la mejor exposición de la cirugía salernitana.

Sobre la irradiación y las consecuencias de la obra científica

y didáctica de Salerno, algo se dirá luego. Mas no debe terminar

esta rápida reseña de ella sin hacer constar que Gilles de Corbeil

(Pedro Egidio Corboliense), discípulo entusiasta de Pedro Musandino, llevó al París del siglo xm el saber salernitano, por él

expuesto en tres poemas médicos muy leídos: Liber de urinis,

Liber de pulsibus, Liber de laudibus et virtutibus compositorum

medicaminum.

3. Cuando el canónigo Gilles de Corbeil cuidaba como médico de cámara al rey de Francia Felipe Augusto (1180-1223) y

componía esos versos didácticos, comenzaba la declinación de la

Escuela de Salerno. Las Facultades de Medicina de las Universidades europeas del siglo xm recogerán su valiosa herencia. No

siempre de buen grado, hay que decirlo, y no siempre para mejorarla.

Β. A la vez que Salerno alcanzaba su madurez, iba llegando

a su cima, al otro lado de los Alpes, la Escuela capitular de

Chartres o Academia carnotensis; antes quedó consignado este

evento. Dos hombres representan muy señaladamente el costado

médico de esa plenitud, Guillermo de Conches y Juan de Salisbury. El primero enseñaba en Chartres entre 1140 y 1150. Su

obra es ante todo cosmológica y antropológica, se apoya en Platón, recurre a los textos de Constantino el Africano y ofreció

conceptos y orientaciones a los médicos deseosos de conocer

científicamente la naturaleza del hombre.

En relación más próxima con el saber patológico y con la

práctica de la medicina se halla, aun no siendo médico su autor,

el Metalogicus de Juan de Salisbury (ca. 1110-1180); no sólo por

la acerada e ingeniosa crítica que en él se hace de la aparatosa

doctoralidad que ya por entonces era habitual en muchos médicos, también por el acierto con que se "propone una formación

armoniosamente basada sobre la experiencia, la razón y la atenta

lectura de los textos antiguos. La creciente capacidad crítica del

sabio medieval se muestra muy claramente en toda la obra de

este agudo pensador inglés.

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 197

No parece inoportuno mencionar aquí, aunque su actitud mental

se apartase bastante de la que opera en Guillermo de Conches y

Juan de Salisbury, precursores de la escolástica, y aunque ella no

enseñase en cátedra alguna, a la monja benedictina Hildegarda de

Bingen (1098-1179), en cuyos tratados filosófico-naturales y médicos,

Physica y Causae et curae, se funden una visión religioso-mística del

cosmos y del hombre, ciertos conceptos de la cosmología antigua y

un amplío conocimiento empírico de la naturaleza que la rodeaba. La

obra de Santa Hildegarda, que tuvo fama, pero no continuación, es

algo así como un canto de cisne del pensamiento alegórico de la Alta

Edad Media.

C. El proceso de la arabización del saber médico, tan fecundo para la entera y definitiva conversión del «oficio de curar»

en ars medica —para deshacer, por tanto, el irónico veto de

Marciano Capella a la medicina—, abarca unos trescientos años

(1000-1300), y puede ser dividido en dos períodos, uno de recepción y otro de asimilación.

1. La penetración del saber greco-árabe en la Europa medieval acontece sucesivamente en varios lugares de la marca mediterránea: Ripoll, Sicilia, Sálenlo, Toledo. A fines del siglo x,

en el scriptorium del monasterio de Ripoll leyó manuscritos árabes, como sabemos, Gerberto de Aurillac. Algo más tarde, el

inglés Adelardo de Bath aprende en Sicilia la astronomía y la

matemática de los sabios del Islam, y Constantino el Africano

lleva a cabo la ingente obra de traducción médica antes mencionada.

Párrafo aparte merece la tarea que a lo largo de unos ciento

cincuenta años, desde la constitución de un grupo de traductores por iniciativa del arzobispo Raimundo de Sauvetat (entre

1130 y 1140), hasta la muerte de Alfonso el Sabio (1284), tuvo

como escenario la ciudad de Toledo. Conquistada a los árabes

en 1085, rica en manuscritos arábigos y marco de una vida urbana en la cual era grande la libertad intelectual, idiomática y religiosa —mauri, iudei y christiani tenían los mismos derechos

ante la ley—, Toledo llegó a ser la gran puerta para la penetración del saber greco-árabe en la Europa occidental de la Edad

Media. Con plena conciencia de su misión histórica, Raimundo

congregó en tomo a Domingo Gundisalino o González, arcediano

de Segovia, a los judíos Salomón y Avendaut, que algunos han

identificado con Juan Hispaniense o Juan de Sevilla, a Roberto

Ketenense, a Hermann el Dálmata; ellos fueron los primitivos

miembros de la llamada «Escuela de traductores de Toledo». Tal

«Escuela» llegó a su cima en una segunda etapa, presidida por

la eximia figura de Gerardo de Cremona (1114-1187), a cuyas

órdenes trabajaron el mozárabe Galippo, el canónigo Marcos de

Toledo, Alfredo Anglico y Daniel de Morley. Más tarde, ya en

198 Historia de la medicina

el siglo xiii, se distinguieron en la misma empresa Miguel Escoto

y Hermann el Alemán.

La obra de los traductores de Toledo fue enorme, y su influencia sobre la configuración de la ulterior medicina medieval,

decisiva. Escritos de Hipócrates y Galeno, de Rhazes e Isaac

Iudeus, el Canon de Avicena, la Cirugía de Abulqasim, entre

otros materiales de carácter médico, y junto a ellos importantes

textos científicos y filosóficos —la versión al latín de la obra

completa de Aristóteles fue la gran aspiración del primitivo grupo toledano—, pudieron penetrar así, cuando declinaba el siglo xii, en las mejores cabezas de la naciente Europa. El Corpus

Toletanum (H. Schipperges), cuya estructura aparece muy expresamente recogida, baste este ejemplo, en la bula de Clemente V

que daba estatuto oficial a la Escuela de Medicina de Montpellier

(1308), amplía de manera grandiosa el precedente Corpus Salernitanum de Constantino. Nacida de Grecia y casi olvidada de

sus orígenes griegos, la Europa medieval se helenizó de nuevo a

través de los árabes.

2. Al período de recepción —con sus «iniciadores» (Constantino el Africano, Adelardo de Bath, Domingo Gundisalino),

su «fase de incubación» (en Salerno y en Chartres) y sus «realizadores» (grupos en torno a Gerardo de Cremona y a Miguel

Escoto, y con ellos Guillermo de Conches y Pedro Hispano)— sigue el período de asimilación, muy rápido ahora, en el cual pueden ser distinguidas varias etapas: la «recepción imitativa» (presentación del material recibido en forma de compendios y compilaciones), la «fase productiva» (interpretación, creadora ya, de ese

material) y la «asimilación crítico-sintética» (la inconclusa obra

de varios intentos durante los siglos x m y xiv).

Siempre siguiendo a Schipperges, en ese proceso de asimilación

cabe discernir tres principales ámbitos histórico-geográficos, el francés, el anglosajón y el itálico: a) En el ámbito francés, Chartres, Tolosa y París (el París de Alejandro Neckam, Guillermo de Auvernia,

Alberto Magno, Tomás de Aquino y Duns Escoto) fueron las sucesivas sedes del empeño, b) En el mundo anglosajón, unos cuantos

viajeros a tierras del sur (Adelardo de Bath y varios traductores de

Toledo) iniciaron la asunción intelectual de los nuevos saberes; pero

fue en el Oxford del siglo xm, con Roberto Kildwardy, Robertp

Grosseteste y Rogerio Bacon, donde esta fracción de la empresa alcanzó su término, c) En la Italia del sur y en Sicilia, la iniciativa

de Federico II de Hohenstaufen reunió hombres de muy distinta

procedencia (itálicos, como Gerardo Sabionetta y Juan de Palermo;

anglosajones, como Miguel Escoto; hispano-portugueses, como Pedro Hispano), cuya obra conjunta, un verdadero Corpus Panortnitanum, porque en Palermo tuvo su corte Federico, fue también

parte importante en la asimilación medieval de la ciencia grecoárabe.

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 199

D. En la transición del siglo xn al xm, todo pedía la creación de nuevas instituciones y métodos nuevos para el cultivo y

la transmisión del saber. Respecto de los que poseían los monjes

del siglo χ y las primitivas Escuelas capitulares, los conocimientos han ganado una amplitud, una variedad y una precisión apenas sospechables entonces. El erudito del Doscientos sabe discutir la tradición, por muy altos y prestigiosos que sean sus titulares, el San Isidoro de las Etimologías o el Honorio de la

Imago mundi; y criticar a las autoridades («Los Padres de la

Iglesia fueron, sí, más grandes que nosotros, pero no dejaron

de ser hombres», escribe, por ejemplo, Guillermo de Conches); y

comparar técnicamente la versión arabigolatina de un texto

(translatio vetus) con la grecolatina (translatío nova); y concordar

o contraponer autoridades; y poner en contraste con la realidad

sensible las doctrinas científicas recibidas; y hasta, como Roberto

Grosseteste, incoar el método experimental (G. Beaujouan). Cambia a la vez la estructura de la sociedad: frente al mundo feudal,

ya en extinción, gana creciente importancia la ciudad, el burgo,

y va consiguientemente apuntando el primitivo «espíritu burgués». La religiosidad, en fin, adopta formas nuevas, cuya más

visible avanzada son las órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos. Tal fue el contexto histórico-social del tránsito de las

Escuelas capitulares a los «Estudios generales» y a las «Universidades» del siglo XIII.

Tratándose del saber médico, la formación de las Universidades medievales debe ser descrita recordando las tres más

importantes Escuelas de Medicina fundadas en el siglo xn, cuya

existencia tan decisiva fue para que el saber médico se constituyera, desde la infancia misma de la institución universitaria, en

una de sus Facultades cardinales: la Escuela de Bolonia, la de

París y la de Montpellier. Esta, sobre todo, porque entre 1200

y 1300 Montpellier, el Mons Pessulanus de la antigüedad latina,

va a ser uno de los más importantes centros, si no el que más,

en la vida médica de la Europa occidental.

Son mal conocidos los orígenes de la Escuela médica montepesulana. Sabemos, eso sí, que en virtud de una serie de condiciones favorables —considerable libertad civil y religiosa dentro

de la ciudad, contactos habituales con árabes y judíos de al-Andalus, posible perduración del recuerdo de las escuelas científicas existentes en el sur de la Galia romana —surgió en Montpellier un centro de cultivo de los saberes médicos equiparable al

de Salerno, que a fines del siglo xn tenía estatutos propios y que

en el siglo xm, cuando ya declinaba la estrella de la Civitas

Mppocratica salernitana, heredó el prestigio tan merecidamente

conquistado por ésta. La más importante figura medieval de la

Escuela de Montpellier, pronto Universidad, fue Bernardo de

200 Historia de la medicina

Gordon, docente en ella desde 1282 hasta 1318 y autor de varios

escritos médicos, entre ellos uno muy leído durante la Baja

Edad Media y el Renacimiento: el tratado de patología especial

que lleva por título Liliutn medicinae, «Lirio de la medicina».

Hasta el siglo xx conservará la Escuela médica de Montpellier

su peculiaridad y su fama.

Con gérmenes originarios distintos, promovidas unas por la

Iglesia, otras por el poder real y otras, algo más tarde, por ciertos

municipios, a lo largo de los siglos xm y xiv van naciendo las

Universidades europeas: Bolonia, París, Oxford, Salamanca, Cambridge, Ñapóles, Tolosa, Padua, Viena, varias más. La situación

de la Medicina no es uniforme en ellas al comienzo de su historia. Pronto, sin embargo, todas adoptan el modelo que hasta

bien entrada la Edad Moderna va a ser canónico: cuatro Facultades, Teología, Derecho, Medicina y Artes, de las cuales la primera posee la dignidad suprema, y la última —en la cual son enseñadas las «artes liberales»; las disciplinas que más tarde integrarán las Facultades de «Letras» y de «Ciencias»— prepara intelectualmente para el estudio de las restantes. Todavía a fines del

siglo xviii, en su célebre ensayo La contienda de las Facultades,

discutirá el filósofo I. Kant esa tradicional estimación de las

cuatro Facultades que desde la Edad Media venían componiendo

el todo orgánico de la Universidad. Dios, el Estado, la salud y

los conocimientos básicos para acercarse a la ciencia y la praxis de los tres primeros temas; en última síntesis, tal es la estructura de la Universidad medieval o Universitas magistrorum et

discipulorum.

Aparte las que imponía su diverso origen —existencia o no

existencia previa de una Schola, índole de ésta, fundación eclesiástica o real— hubo entre las varias Universidades medievales

diferencias dependientes del mayor o menor predominio de los

dos estamentos que esencialmente las constituían, los maestros

y los escolares; existieron así «Universidades de maestros» y

«Universidades de escolares», las primeras al norte de los Alpes

(París, Oxford), las segundas en Italia; pero en todas imperaba

el mismo espíritu ante el saber y regía el mismo método para

cultivarlo y enseñarlo: el espíritu y el método que desde la Edad

Media llamamos «escolásticos». En páginas ulteriores estudiaremos lo que en su esencia fueron uno y otro. Baste decir, por el

momento, que en la asimilación cristiana de la deslumbrante ciencia árabe (Avicena y Ayerroes; junto a ellos, en lo que a la medicina atañe, Rhazes y Ali Abbas) y de una más ampliamente

conocida ciencia griega (en primer término, el «nuevo Aristóteles») tuvo la más central y conflictiva de sus tareas intelectuales

la Universidad del siglo xm. Nuestro problema consiste en saber

cómo esa empresa, a un tiempo teológica, filosófica y científica,

Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 201

fue realizada en la Facultad de Medicina. Con otras palabras,

cómo se constituyó y qué llegó a hacer la «medicina escolástica».

1. Cumpliendo una ley general en la historia de la cultura

—que la novedad en el curso del saber médico suele ser consecutiva a la que se conquista en otros campos de la actividad humana—, la elaboración escolástica de la teología y la filosofía logró su ápice varios decenios antes de que en relación con su

propia ciencia pudieran los médicos proponerse algo análogo;

aguda y certeramente lo hizo notar Neuburger. Un solo ejemplo:

Tomás de Aquino, en quien la teología y la filosofía escolásticas

alcanzan plenitud, llega a su cima intelectual entre 1260 y 1270;

Arnau de Vilanova, tal vez el primer hombre que pudo llevar a

término la cabal elaboración cristiana y escolástica del galenismo y el avicenismo —sin que, por lo demás, nunca llegase a hacer plenamente real tal posibilidad—, sólo entre 1300 y 1310 se

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