Mecanicismo, vitalismo y empirismo 317
Caracteres contrarios serían los de las enfermedades crónicas.
«Llamo enfermedades agudas a las que por lo común tienen a
Dios como autor, en tanto que las crónicas lo tienen en nosotros mismos», dice un elocuente texto de Sydenham; con el cual
alude, como es obvio, a la relación entre la génesis de las afecciones crónicas y el género de vida que el paciente por sí mismo
ha elegido.
3. Esa acusada relación etiológica entre las enfermedades
agudas y el ambiente en que surgen es el fundamento de la
epidemiología sydenhamiana. Prosiguiendo y perfeccionando la
obra de Baillou, Sydenham resucita y moderniza el concepto
hipocrático de «constitución epidémica» o ¡catástasis —ahora,
el aspecto meteorológico del año— y estudia en Londres con
gran cuidado las correspondientes al quindenio 1661-1676. Cuatro son los conceptos clínico-epidemiológicos a que en tal estudio llega: la enfermedad epidémica, la intercurrente, la estacionaria y la anómala. Son «epidémicas» stricto sensu las «determinadas nor una alteración secreta o inexplicable de la atmósfera»; «intercurrentes», aquéllas cuya causa es, ante todo, la
particular condición de los individuos que las padecen; «estacionarias», las procedentes «de una oculta e inexplicable alteración acaecida en las entrañas mismas de la tierra» (a ellas
corresponderían las que hoy solemos llamar «epidémicas»); «anómalas», en fin, las que en su aparición no parecen sujetarse a
regla alguna. El trastorno fundamental de todas ellas sería una
peculiar alteración de la sangre, que Sydenham designa con distintos nombres: inflammatio, commotio, ebullitio y fermentado.
Pese a cuanto él mismo ha mencionado, la huella de la iatromecánico y la iatroquímica es claramente perceptible en su pensamiento.
No elaboró Sydenham una patología especial bien ordenada; sólo
en descripciones aisladas ha dejado testimonio de su gran experiencia. Las «fiebres epidémicas» pueden ser continuas, intermitentes,
pestilenciales, etc. La viruela sería el ejemplo más típico de las «enfermedades estacionarias». Entre las «intercurrentes» describe la escarlatina, la pleuritis, la neumonía, el reumatismo, la fiebre erisipelatosa y la angina. Frente a las enfermedades agudas, Sydenham logró
sobresalientes aciertos nosográficos; pero su preocupación por reunir
de manera metódica y constante el punto de vista clínico y el epidemiológico en el discernimiento de species morbosae, le llevó a distinguir algunas bastantes artificiosas. Son siempre magistrales, en cambio, sus nosografías sobre varias enfermedades crónicas: la sífilis, la
gota, la hidropesía, la histeria. En su estudio acerca de la afección
histérica rompió para siempre con el viejo dogma —ya negado antes
Por Charles Le Pois (1563-1633)— de la exclusiva atribución de ella
al sexo femenino, y afirmó la considerable frecuencia de este modo
de enfermar, dependiente, según él, de una «ataxia de los espíritus
318 Historia de la medicina
animales». No parece improcedente ver en Sydenham uno de los
precursores de la actual patología psicosomática.
C. No sólo por su Inglaterra natal; por toda Europa, e incluso por América, se extendió pronto el prestigio de Sydenham,
y en no pocos de los mejores médicos del Viejo y el Nuevo
Mundo se despertó el afán de aplicar la observación clínica,
como el maestro londinense, a la descripción original de especies morbosas esencialmente constituidas por los síntomas que
la experiencia mostrase constantes y patognomónicos, y accidentalmente moduladas a través de síntomas inconstantes y adventicios. Alguna parte de la clínica actual procede de ese tenaz
esfuerzo descriptivo y ordenador, tan típicamente sydenhamiano,
de los clínicos europeos y americanos del siglo xvm.
Debo limitarme a mencionar algunos de los ejemplos más demostrativos. La «fiebre pútrida maligna» (tifus) y la «fiebre nerviosa lenta»
o slow fever (fiebre tifoidea) quedaron bien diferenciadas por obra
de John Huxham (1692-1768); el cólico saturnino fue descrito por él
mismo y George Baker (1722-1809); la fiebre tifoidea, la disentería
y la influenza, por John Pringle (1707-1782). William Heberden (1710-
1780) trazó con maestría el cuadro clínico del angor pectoris, a la
vez que John Fothergill (1712-1780) aislaba clínicamente la neuralgia
del trigémino. Robert Whytt (1714-1776), con quien volveremos a encontrarnos en la sección próxima, delimitó bien una determinada
«hidropesía del cerebro» (meningitis tuberculosa). En Viena, Johann
Peter Frank (1745-1821), el insigne higienista, describió la diabetes
insípida, y Domenico Cotugno (1736-1822), en Italia, la ciática. Al
alemán Paul Gottlieb Werlhof (1699-1767) se debe el aislamiento de
la púrpura hemorrágica, y al español Gaspar Casal (1680-1759) la
primera descripción de la pelagra o «mal de la rosa». A la fiebre
amarilla, enfermedad sólo americana hasta que en el año 1723 apareció en Lisboa, consagraron nosografías Ignacio Ruiz de Luzuriaga
y el norteamericano Benjamín Rush (1745-1813). Los ejemplos podrían
multiplicarse.
Otra consecuencia de este afinamiento de la observación clínica —que, como pronto veremos, no sólo en el espíritu sydenhamiano tuvo su origen— fue el primer auge de las especialidades no quirúrgicas: la pediatría, la psiquiatría, la dermatología
y la venereología, para no citar sino las más tempranas. Surge
históricamente una especialidad cuando se aunan y cooperan
cuatro momentos determinantes: un saber técnico capaz de deslindar con precisión suficiente los cuadros morbosos correspondientes a la enfermedad en cuestión (hasta el siglo xix, tan sólo
la exploración directa del enfermo); acumulaciones urbanas de
magnitud suficiente; un nivel económico que permita la existencia de médicos sólo dedicados a los pacientes de que se trate;
la existencia social de una sensibilidad bien acusada frente a
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 319
ese modo de enfermar. Todo esto es lo que comenzó a acontecer
a lo largo del siglo xvni, en relación con las especialidades antes
citadas. Incipiente durante los siglos xvi y xvn, la pediatría
fue cobrando cuerpo por obra conjunta de dos instancias principales, la perspicacia de los clínicos y la gran importancia que
el espíritu ilustrado y prerromántico (piénsese en Rousseau y en
Pestalozzi) concedió a la realidad del niño; la psiquiatría, por
la creciente . atención a las passions de l'âme, la también creciente ruptura, desde la benéfica y decisiva acción de Joh. Weyer
(De praestigiis daemonum, 1563), con las creencias supersticiosas acerca de la brujería, y la fuerza social que el «sentimiento»
y el «humanitarismo» cobran entre las personas cultas a lo largo
del siglo xviii; la dermatología, por la paradigmática precisión
con que las dermatosis, eflorescencias cutáneas, cumplen el ideal
sydenhamiano de ver cada entidad morbosa como los botánicos
ven una especie vegetal; la venereología, en fin, por la mayor
frecuencia de las enfermedades que la integran —blenorragia,
chancro blando, sífilis, etc.— en la sociedad de las grandes ciudades. Lo cual no quiere decir, preciso es advertirlo, que durante el siglo XVIII hubiese «especialistas», en el sentido que hoy
damos a esta palabra, de cada una de tales disciplinas. Sólo en
el siglo xix comenzará a producirse este evento, tan importante
en la historia del saber y de la práctica del médico moderno.
Sumarísimamente, unos cuantos datos acerca de este cuádruple
suceso clínico-social. En pediatría: creación de hospitales para niños
(Londres, 1769; Viena, 1787); correcta descripción de varias enfermedades infantiles (estenosis pilórica congenita, ictiosis infantil, icterus neonatorum, hidrocefalia, varicela, escarlatina, parotiditis, etc.);
publicación de varios tratados de la especialidad, entre ellos el
importante de Nils Rosen von Rosenstein (1706-1773). En psiquiatría:
estudios y monografías de varios discípulos de William Cullen [Th. Arnold, W. Perfect, Al. Crichton] y de Vincenzo Chiarugi (1739-1820),
Joseph d'Aquin (1732-1815) y G. Langermann (1768-1832); espectacular y famosa destrucción, por Philippe Pinel (1755-1826) —tras su
visita al manicomio de Santa María de Gracia de Zaragoza— de las
cadenas que aprisionaban a los enfermos mentales del asilo de Bicêtre
(1793). En dermatología: clasificaciones more botánico de las dermatosis, obra en la que coinciden Fr. B. de Lacroix de Sauvages (1706-
1767), J. J.. von Plenck (1732-1807); A. Ch. Lorry (1726-1783) y R. WiUan (1757-1812). En venereología: obras clásicas de J. Astruc (1684-
1766), P. Fabre (1716-1793), Fr. X. Swediaur (1748-1824), Chr. Girtanner (1760-1800) y John Hunter. Este tuvo el acierto de distinguir
el chancro blando del duro y cometió el error de afirmar la identidad
entre la sífilis y la blenorragia.
D. Nadie podrá negar que el empirismo clínico racionalizado de Sydenham y sus secuaces cumplió una importante misión
320 Historia de la medicina
histórica: afinó mucho el sentido clínico ante el enfermo y enseñó a poner orden en la observación de los cuadros sintomáticos.
Pero el médico intelectualmente ambicioso, ¿podía resignarse a
no contar más que con los síntomas para conocer satisfactoriamente la realidad de cada especie morbosa? Y la ineludible
tendencia de la inteligencia humana a interpretar teoréticamente
lo que los ojos ven, ¿podía quedar inactiva ante el espectáculo
de una naturaleza, la del hombre, que incluso en sus reacciones
anómalas ofrece al observador la regularidad sintomática y procesal de esas especies? A la primera interrogación responderá
otro modo no menos importante del empirismo médico, el anatomopatológico. A la segunda, el propio Sydenham, con sus propias «escapadas interpretativas», valga la expresión, y sobre
todo —pasado ya el auge de la iatromecánica pura— los titulares de las dos principales consecuencias teoréticas del panvitalismo de Paracelso y van Helmont: la iatroquímica del siglo xvn
y el moderado vitalismo de los médicos de la Ilustración.
Capítulo 3
EL EMPIRISMO ANATOMOPATOLOGICO
Como había sucedido en la Alejandría helenística, así también en la joven Europa de la Baja Edad Media y el siglo xv: la
reiteración de las autopsias de cadáveres humanos, cualquiera
que fuese el fin a que con ellas se aspiraba, condujo al descubrimiento de anomalías o lesiones morbosas en el interior de los
cuerpos disecados y despertó en los médicos el afán intelectual
de ponerlas en conexión con la dolencia de que había sucumbido
el difunto, a fin de conocer con más seguridad su causa continente y su patogénesis. De tal afán nacerá una de las más fecundas vías para la conversión de la medicina en verdadera
ciencia, el «método anatomoclínico». Ahora bien, en la historia
de éste deben ser discernidas tres etapas: en la primera, la lesión es para el médico un hallazgo de autopsia; en la segunda,
la clave de un diagnóstico; en la tercera, el fundamento de todo
el saber clínico y aun de toda la patología. Puesto que las tres
acaecen —la última, sólo de manera incipiente— durante los
siglos xvi, xvn .y xvm, vamos a examinarlas una tras otra.
A. La lesión anatómica, hallazgo de autopsia. Empirismo
puro: el médico observa la enfermedad de su paciente, la diag-
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 321
nóstica conforme a las pautas del galenismo y, supuesto un
éxito letal del proceso, practica si puede la autopsia del cadáver
y examina con mejor o peor técnica el interior de éste. Luego, a
la vista de sus hallazgos, trata de ponerlos en relación con el
diagnóstico que en vida del enfermo estableció. El primer documento que expresa esta prometedora, pero todavía incipiente
voluntad de saber fue el librito que el florentino Antonio Benivieni compuso bajo el título De abditis nonnullis et mirandis
morborum ac sanationum causis («Sobre algunas ocultas y sorprendentes causas de enfermedad y curación»), publicado en
1502, tres años después de la muerte de su autor: ciento once
relatos patográficos, seguidos de un conciso protocolo anatomopatológico. El ejemplo de Benivieni fue seguido por muchos médicos del Renacimiento y el Barroco, y durante los siglos xvi
y xvii menudearon, cada vez más perfectos, libros semejantes al
mencionado. Todos los estamentos sociales pagan su tributo a
tan fecundo empeño, desde los herederos de Carlomagno (autopsia del cadáver del emperador Fernando III por W. Hoefer, 1651),
hasta las innominadas pauperculae de algunas historias clínicas
de la época.
Mirada en su conjunto esta primera etapa de la exploración anatomopatológica, cuatro parecen ser sus modos principales: 1. El
meramente casuístico a que acabo de referirme (van Foreest, Valleriola, Platter, Le Pois, van Diemerbroek, van Heurne, Barbette, Ruysch,
tantos más). 2. La asociación de la autopsia anatomopatológica a la
lección clínica. Auxiliado por el anatomista Pedro Jimeno, esto es lo
que en la Universidad de Alcalá bien tempranamente hizo Francisco
Valles, para comentar el escrito galénico De locis patientibus. 3. El
enlace metódico de una especie morbosa clínicamente establecida —al
modo galénico o al modo sydenhamiano— con la pesquisa necróptica
de las lesiones a ella correspondientes: la disnea (Fr. Bartoletti, 1633),
la peste (J. T. Porcell, 1565, y van Diemerbroek, 1646), la tisis
(Chr. Bennet, 1656; R. Morton, 1689), el raquitismo (A. de Boot, 1649;
Fr. Glisson, 1660), la apoplejía (J. J. Wepfer, 1658). Nacen así las
Primeras nociones de la anatomía patológica general, como el concepto
de «tubérculo», establecido por Fr. de le Boe o Silvio, 1671-1674. 4.
La recopilación metódica de todas las observaciones que ha permitido
obtener la «anatomía práctica» —así comenzó a ser llamada la anatomía patológica— en una monumental obra de conjunto. Tal fue la
hazaña que se propuso Th. Bonet (1620-1689) con su Sepulchretum
(1679), reeditado en 1700 por J. J. Manget (1652-1742): más de tres
mil historias clínicas con protocolo de autopsia clínicamente tituladas
y ordenadas a capite ad calcem. Con este importante, pero poco
riguroso libro, porque ante el texto de no pocas de las historias clínicas en él contenidas falta el espíritu crítico, queda clausurada la
etapa del gran empeño nosológico más arriba enunciado: la lesión
°°mo mero hallazgo de autopsia.
12
322 Historia de la medicina
Β. La lesión anatómica, clave del diagnóstico. Hay ocasiones —los casos de muerte súbita— en las cuales el médico no
puede ver por sí mismo otra cosa que el cadáver de quien así
ha fallecido. Hay otras en que el clínico, pese a todo su saber y a
todos sus esfuerzos por diagnosticar a su paciente, le ve morir
sin saber qué enfermedad le ha matado. Si es de veras concienzudo, si en él existe un verdadero hombre de ciencia, ¿qué podrá hacer entonces el práctico para salir de su inevitable perplejidad? Sólo una cosa: abrir el cadáver y buscar en él una lesión
a la cual sea razonable atribuir la causa mortis y, a través de
ésta, la causa morbi. Naturalmente, tal actitud indagatoria puede extenderse a toda la experiencia clínica —sabiendo poner
entre paréntesis el juicio diagnóstico hasta el momento de la
autopsia— y supone un considerable progreso metódico respecto
de la anterior.
En el primero de los dos casos mencionados se vio a comienzos del siglo xvm G. M. Lancisi, con ocasión de una extraña
sucesión de muertes súbitas acaecidas en Roma. Su obrita De
subitaneis mortibus (1706) fue la consecuencia de este empeño
anatomoclínico. En cuanto al segundo, dos hermosas historias
clínicas de Herman Boerhaave (1724-1728) son testimonio elocuente. Cosa curiosa, ambos pacientes habían muerto a consecuencia de una misma enfermedad: tumor del mediastino. Y el
relato de sus respectivas vicisitudes morbosas y de la disección
de su cadáver da ocasión a Boerhaave para elaborar en su integridad la pauta moderna de la historia clínica.
C. La lesión anatómica, fundamento del saber clínico. Ahora la ambición del médico es mayor, porque éste aspira a diagnosticar con seguridad e intra vitam la lesión causante de la
enfermedad a que atiende. Esto fue lo que en lo tocante a las
enfermedades del corazón iniciaron durante el primer tercio del
siglo xvm el ya mencionado G. M. Lancisi y, sobre todo, Ippo·
lito Francesco Albertini (1662-1738), médico de Bolonia. A dos
entidades morbosas meramente sintomáticas, la palpitât io cordis
y el syncope, se limitaba hasta entonces la patología cardiaca.
¿Por qué no intentar —se preguntó Albertini— un diagnóstico
anatomopatológico de lo que en vida están padeciendo esos enfermos? Para resolver tal problema, dos series de investigaciones
eran necesarias: observar muy atentamente el cuadro sintomático —palpación precordial, examen del pulso carotídeo y radial,
inspección de las venas yugulares y de la respiración, posición
del enfermo durante el sueño, etc.; téngase en cuenta que ni Ia
percusión, ni la auscultación estetoscópica han sido todavía inventadas^— y, si el paciente muere, estudiar cuidadosamente en
su cadáver las lesiones del corazón y de los grandes vasos. Ao·
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 323
tuando así, Albertini llega a clasificar las lesiones cardiacas en
dos grandes géneros (dilataciones aneurismáticas o de las cavidades izquierdas y varicosas o de las cavidades derechas), cada
uno de ellos dividido en dos subgéneros (con o sin «pólipos»,
entendiendo por tales las excrecencias valvulares), y luego a
establecer especies morbosas concebidas y nombradas, no por
sus síntomas, sino por la lesión anatomopatológica que los produce; por ejemplo, «dilatación aneurismática del corazón con
pólipos verdaderos». De un modo parcial, incipiente y a veces
erróneo, porque Albertini llama en ocasiones «pólipos del corazón» a trombos post mortem, en la historia del saber médico
ha comenzado el importante evento que he llamado yo «giro
copernicano de la lesión anatomopatológica»: para el clínico,
ésta se constituye en centro de los síntomas y da nombre a la
especie morbosa. Genial hazaña de un modesto y metódico médico bolones del siglo xvin.
D. Lancisi y Albertini inician con fortuna la plena racionalización del empirismo anatomopatológico. En el mismo o
parecido sentido se movieron A. M. Valsalva (1666-1723), Jean
Bapt. Sénac, en su excelente Traité de la structure du coeur,
de son action et de ses maladies (1749), y otros autores. Mas
para que el saber anaíomopatológico llegase a ser el fundamento
de todo un modo de entender y exponer la patología entera —el
llamado «método anatomoclínico»—, era precisa una obra en la
cual la vieja «anatomía práctica» del Sepulchretum, la narración de historias clínicas con el correspondiente protocolo de
autopsia, fuese elaborada con amplitud y rigor suficientes, y esto
vino a ser el espléndido libro en que tienen punto de partida
la anatomía patológica y la patología anatomoclínica modernas:
el titulado De sedibus et causis morborum per anatomen indagatis, que el año 1767 publicó Giovanni Battista Morgagni. Trátase de una colección de casos clínicos, unos quinientos, procedentes algunos de la práctica de Valsalva, el resto de la del
propio Morgagni, ordenados en cinco secciones (enfermedades
de la cabeza, del tórax, del vientre, quirúrgicas y de todo el
cuerpo, adiciones a los cuatro libros precedentes), y estudiados
siempre, tanto sintomática como anatomopatológicamente, con
toda la amplitud y todo el rigor posibles en la época. A la exploración sensorial de la lesión —Valsalva, cuenta Morgagni,
lo retrocedía ni ante la exploración gustativa del suero del cadáver— se añadía el examen químico de ella: combustión de la
pieza, adición de ácidos y álcalis. Hasta a la experimentación
en animales llegó el celo científico de Morgagni. Por otra parte,
este no se conforma con describir la lesión, sino que aspira al
establecimiento de «géneros lesiónales» —tumor, ruptura, etc.—,
324 Historia de la medicina
y por tanto a la creación de una verdadera anatomía patológica
general fundada sobre la experiencia sensible y no, como la de
Galeno, sobre la pura especulación. En resumen, un hito decisivo
en la historia del saber médico, a partir del cual van a poder
ponerse en marcha dos de las grandes gestas de la medicina del
siglo xix: la edificación de una anatomía patológica «pura»,
concebida como ciencia fundamental de la patología entera, y la
formal proclamación, ya con pretensión de generalidad, del pensamiento anatomoclínico.
Sección IV
COMPROMISOS Y SÍNTESIS
Tres paradigmas científicos gobiernan y ordenan el saber
médico de los siglos xvi y xvn: dos de ellos más bien apriorísticos, la visión mecanicista y la concepción panvitalista del universo; otro incipiente y programático —utópico, más bien, si
durante esos dos siglos hubiese logrado expresión suficiente—,
el proyecto de construir una ciencia médica al margen de toda
interpretación teorética, tan sólo estableciendo conexiones racionalizadas entre los hechos que brinda la observación de la realidad. Pero si mediante esa noción de «paradigma» puede ser
satisfactoriamente entendida y descrita toda una época de la
historia de una disciplina científica, cuando ésta se refiere a
campos del mundo exterior sencillos por sí mismos o simplificados por abstracción —la mecánica, la astronomía, la misma
química—, tal empeño no es posible cuando el campo en cuestión posee una estructura notoriamente compleja, y no otro
es el caso de los que estudian la biología y la medicina. Entonces, salvo en la mente de ciertos doctrinarios puros, como Descartes, por lo que atañe a la visión mecanicista del cosmos, o
como Paracelso, en lo concerniente a la concepción panvitalista
de él, la norma es que dichos paradigmas se combinen de uno
u
otro modo en el pensamiento del hombre de ciencia, y que
deliberada o indeliberadamente se intente establecer entre ellos
compromisos diversos o ensayos de una síntesis más o menos
sistemática. Con lo cual vendrán a ganar general alcance histórico los dos versos que un drama romántico pone en boca de
Ulrico de Hütten, y que Ortega, castellanizándolos, hizo en EsPaña famosos:
Yo no soy un libro hecho con reflexión,
yo soy un hombre con mi contradicción.
325
326 Historia de- la medicina
Hombres con su personal contradicción —por lo menos, con
una interna discrepancia mental mejor o peor resuelta— son,
en efecto, no pocos de los que protagonizan la biología y la
medicina de los siglos xvi, xvn y xvm. En seis capítulos vamos
a estudiar su obra, diversa sin duda por su fecha, por su materia
y por el modo del compromiso que entre esos tres grandes
paradigmas del saber científico en ella se establece, pero unitaria como expresión de un mismo propósito intelectual: armonizar sincrética o sistemáticamente actitudes mentales y saberes
científicos al parecer discrepantes u opuestos entre sí. I. Formas
pregalileanas del compromiso entre el mecanicismo y el panvitalismo. II. Un punto de inflexión en la biología del siglo xvn:
Harvey. III. La iatroquímica y sus consecuencias. IV. Los llamados «grandes sistemáticos»: Boerhaave, Stahl y Hoffmann.
V. Clínica ecléctica. La «Antigua Escuela Vienesa». VI. El vitalismo de los siglos xvn y xvni.
Capítulo 1
FORMAS PREGALILEANAS DEL COMPROMISO
ENTRE EL MECANICISMO Y EL PANVITALISMO
Con Nicolás de Cusa y Leonardo da Vinci, la visión mecánico-matemática del cosmos comienza a cobrar forma relativamente precisa; con Agripa de Nettesheim y Paracelso se inicia formalmente la moderna concepción panvitalista del universo. Pues
bien: apenas iniciada la hazaña intelectual de estos hombres,
otros —médicos no pocas veces— intentarán combinar de uno
u otro modo ambas al parecer contrapuestas actitudes mentales.
Con ellos surgen las formas pregalileanas del compromiso entre
el mecanicismo y el panvitalismo.
A. Sean mencionados en primer término Cardano, Porta y
Kepler. Hombre genial, inquieto y poco escrupuloso, Girolamo
Cardano (1501-1571) ejerció la medicina en Italia y en Escocia;
pero más aún que médica, su obra escrita es matemática, científico-natural y cosmológica. Contribuyó a elaborar la teoría de
las ecuaciones de tercer grado, inventó la suspensión mecánica
que —en francés— lleva su nombre, fue astrólogo, hizo mineralogía y esbozó una visión del universo a la vez matemática, astrológica y organísmica. Todos los seres del cosmos, afirma, están
animados (panvitalismo); pero Dios ha querido que sus moví-
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 327
mientos se hallen inexorablemente sujetos a la ley del número
(matematicismo). En la naturaleza sólo habría tres elementos, la
tierra, el agua y el aire; el calor, que también puede presentarse
bajo forma de luz, no es para Cardano un elemento, sino la
manifestación primaria del alma del mundo. Combinados por
el calor natural, los tres elementos engendran los metales, que
viven y crecen en el interior de la tierra. De modo análogo
se forman los gusanos, y de éstos los demás animales. El
hombre, que «no es un animal, sino todos ellos», se compone
de cuerpo, Ingenium (alma) y mens (espíritu inmortal). Sobre esta cosmología levanta Cardano su antigalenismo, en cierto
modo análogo al de Paracelso. Próximo a él y a la medicina,
aunque no fuera médico, se halla Giambattista Porta (1540-
1615). Inventor de la cámara oscura y del empleo combinado
de lentes cóncavas y convexas y autor, según algunos, del primer telescopio, Porta fue a la vez un defensor apasionado
de la magia y de la doctrina de las «signaturas» —volveremos a encontrarnos con ella al exponer la doctrina de la
terapéutica paracelsiana—, según la cual los cuerpos actúan
unos sobre otros cuando hay alguna semejanza en sus respectivas formas visibles. A la vez más científico y más médico fue el ensayo de una síntesis entre el galenismo, el paracelsismo y el atomismo que poco más tarde compuso Daniel Sennert
(1572-1637). Y ya enteramente al margen de la medicina, carácter organísmico-matemático —si se quiere, vitalista-mecánico—
poseen también las primeras elucubraciones astronómicas del
genial Johannes Kepler (1571-1630), cuando concebía al Sol y a
'os planetas como seres animados capaces de moverse,con regularidad geométrica.
B. En páginas anteriores apareció el nombre de Girolamo
Fracastoro (1478-1553) como máximo fundador de la epidemiología moderna. Típico hombre del Renacimiento, Fracastoro fue
un eminente uomo universale. Cultivó con originalidad y excelencia, además de la medicina, las humanidades clásicas, la
poesía, la física, la astronomía, la matemática, la filosofía de
la naturaleza, la música. De un poema suyo procede, como vim
os, el término «sífilis». Pero su máxima hazaña intelectual
consiste en haber creado la doctrina del «contagio animado»:
la idea de que las enfermedades epidémicas se propagan por
obra de invisibles gérmenes vivos.
Piensa Fracastoro que los humores corrompidos son capaces
de engendrar enjambres de corpúsculos vivientes que él llama
totninaria, «semilleros». Estos seminaria serían los agentes causales de las enfermedades contagiosas; y pasando de un individuo
8
otro, las propagarían epidémicamente sobre el planeta. Habría
328 Historia de la medicina
un contagio directo, de piel a piel, así en la tisis, en la lepra y en
la sarna; hay también un contagio indirecto, mediante fomites
o «vehículos» (vestidos, pañuelos, objetos varios); hay en fin un
contagio a distancia, sin mediación de objeto alguno. Aunque
puramente especulativas cuando fueron formuladas, no parece
necesario subrayar la enorme importancia histórica de estas ideas
epidemiológicas de Fracastoro.
¿Por qué los seminaria pasan de un cuerpo a otro? ¿Por qué,
frente a ellos, son susceptibles ciertas especies animales y resistentes otras? ¿Por qué la afinidad de cada uno con tales o
cuales partes orgánicas; por ejemplo, la tan notoria de los
seminaria de la tisis con los pulmones? Para dar respuesta a
estos problemas, Fracastoro recurre a la vieja noción de la «simpatía» y la «antipatía» naturales entre todos los seres del universo. La concepción del macrocosmos como un inmenso organismo de seres vivientes en cooperación continua sirve de supuesto a esta incipiente microbiología. La «simpatía» entre las
cosas semejantes (un humor y otro, dos o más individuos, etc.)
haría que los seminaria se pongan en movimiento hasta el término que por su naturaleza les conviene. Todo lo cual, unido a la
fructífera dedicación de Fracastoro a la matemática, la física y
là astronomía —hay quien piensa que a él, y no a Porta o a
Galileo, se debe la primera idea italiana del telescopio—, justifica su inclusión entre quienes, con anterioridad a Galileo y
Descartes, trataron de establecer un compromiso entre la visión
panvitalista y la visión mecanicista del universo.
Capítulo 2
UN PUNTO DE INFLEXION:
LA BIOLOGÍA DE HARVEY
Durante la primera mitad del siglo xvn, la obra genial de
Galileo y Descartes —por esos mismos años, ¿qué eran a su
lado las ideas cosmológicas de van Helmont? —parece condenar al fracaso y al olvido la concepción vitalista del universo.
Que no va a ser así, los capítulos subsiguientes nos lo mostrarán.
Pero antes de estudiar en ellos las diversas formas que el compromiso entre el vitalismo y el mecanicismo adopta en la biología
de los siglos xvn y xvm, es necesario un rápido examen de la
compleja, singular figura que a este respecto fue el también
genial William Harvey.
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 329
En páginas anteriores fue expuesta la máxima hazaña científica de Harvey, el descubrimiento de la circulación de la sangre, y
quedó consignada la condición jánica de su mente: a un lado, la
indudable condición moderna, según los cánones de la scienza
nuova, de su método experimental y de una parte de su pensamiento fisiológico; a otro, su no menos indudable aristotelismo.
Algo más, sin embargo, debe decirse; porque movido por esas
dos instancias de su pensamiento, Harvey, sin él pretenderlo, dio
un primer paso hacia la doctrina biológica que en el siglo xvm
recibirá el nombre de «vitalismo».
A. La principal nota distintiva que presenta la conducta de
los animales es la automoción; la dynamis o capacidad de automoverse sería, en consecuencia, la más esencial propiedad del
«alma animal» o anima sensitiva. Tal fue la doctrina de Aristóteles. Frente a la elaboración galénica de ella, con su bien conocida y tradicional multiplicación de las dynámeis especiales en
la compleja naturaleza del animal, Harvey, fiel a su época, sostendrá que alguna —por lo menos, la dynamis sphygmiké, vis
pulsifica o capacidad pulsátil de las arterias— sólo en apariencia
lo es: la arteria no late por automoción, sino impulsada desde
fuera de ella por la vis a fronte del torrente sanguíneo que con
su vis a tergo le ha lanzado el corazón. El latido arterial obedece,
según lo que hemos expuesto, a la concepción cartesiana del
movimiento.
Pero ¿y la vis pulsifica del corazón mismo? Esta, ¿de dónde
proviene? Dos respuestas sucesivas va a dar Harvey, recuérdese,
a esta ineludible cuestión: 1.a
La fuerza pulsifica del corazón
no procede de ninguna parte orgánica exterior a él, es intrínseca
a su propia sustancia. En tanto que centro y principio operativo
del microcosmos que es el organismo de los animales superiores,
el corazón habría recibido ab initio del Sumo Creador la capacidad de ser, en esos animales, el centro y el principio de su
automoción. 2.a
En tanto que sistema muscular, el corazón, igual
que los restantes músculos, no pasa de ser un aparato mecánico
explosivo capaz de dispararse, como las escopetas, por obra de un
estímulo exterior a él mismo; estímulo que primariamente radicaría en la sangre. Esta, pues, sería el verdadero principio del calor
y la automoción en los animales que la poseen; eÛa es —dice
textualmente Harvey— el «vicario del Creador Omnipotente».
Cartesiano sin saberlo en lo tocante al movimiento dé las arterias,
Harvey termina siendo aristotélico, bien que de una manera
cristiana, en lo relativo a la primaria, radical atribución del
Principio de la automoción a la sustancia de la sangre viviente.
«*i tanto que automoviente, el corazón vendría a ser en sí mismo
«un cierto animal», comenzó diciendo el gran fisiólogo. El ver-
330 Historia de la medicina
dadero «animal dentro del animal» es la sangre, pensará sin
rodeos al final de su vida.
B. Como ya sabemos, los últimos decenios de esa vida fueron consagrados al estudio de la generación de los animales. El
huevo de la gallina y ciertas especies de mamíferos (ciervos, gamos) fueron el material de la atenta y tenaz observación embriológica de Harvey. Según ella —aristotélica también, aunque considerablemente más elaborada que la de Aristóteles—, el punctum sanguineum saliens, derivado inmediatamente del «colicuamento candido» del huevo, y éste de la cicatrícula, sería el
primum vivens de los animales superiores, y por tanto del hombre. Pero más importantes y significativas que las descripciones
embriológicas de Harvey son, sin duda, las ideas biológicas
subyacentes a ellas.
Tres merecen ser especialmente destacadas: 1.* En la serie animal
hay dos modos cardinales de la generación: la «metamorfosis» de los
animales inferiores (en ellos, la informe materia germinal va configurándose como el barro bajo la mano del escultor: «el todo se va distribuyendo en partes») y la «epigénesis» de los superiores y hemáticos
(las partes van surgiendo una tras otra, según un orden fijo: «el todo
se va constituyendo desde las partes»). 2." La doctrina de la generación
espontánea o equívoca debe ser matizada: tal generación podría muy
bien ser consecuencia del desarrollo de semillas invisibles flotantes
eii el aire. 3.a
El concepto de especie. Sólo serían verdaderamente
«fijas», para Harvey, las especies que se reproducen por epigénesis.
Ahora bien: a su juicio, tal fijeza no es material y empírica, sino —en
su verdadera y última consistencia, al menos— sacral y metafísica; no
garantizada por la preformación del individuo adulto en el germen,
como pensarán Bonnet y Vallisnieri, sino promovida por la misteriosa
y fundamental operación de una idea-fuerza del numen divino, la vis
enthea sive principium divinum, un «alma de la especie» capaz de
adoptar diversas y sucesivas formas materiales (gallina, gallo, embrión,
huevo) y de actuar según distintos modos de la operación (configurador, nutritivo, sensitivo), sin que decaiga ni mude su virtud originaria.
He aquí, pues, el esquema y la clave del pensamiento biológico de Harvey: 1.° En la viviente realidad inmediata del animal
hay una «forma», su anatomía, y varias «fuerzas», determinantes
de las actividades fisiológicas del individuo y susceptibles de ser
científicamente estudiadas según los presupuestos y los métodos
de la entonces incipiente scienza nuova. 2.a
En la raíz misma de
dicha forma y dichas fuerzas, como principio a la vez constitutivo y operativo de ellas, habría una «fuerza» suprema, la vis
enthea, operante desde la sangre y fundamento último del calor
animal, la automoción y la constancia de la especie a que el individuo animal en cuestión pertenezca. 3.° A pesar del nombre
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 331
que le da —vis, «fuerza»—, Harvey no concibe esa realidad
fundamental como una «fuerza empírica», semejante a las que la
investigación del hombre de ciencia puede descubrir y estudiar
en la naturaleza, sino como un «principio metafísico y sacral».
Ahora bien: bastará que a tal principio se le vea como una vis
en sentido estricto —por tanto, que a la realidad así nombrada
no se le atribuya condición metafísica, sino de algún modo empírica— para que en la mente de los biólogos y los médicos
surja la doctrina llamada «vitalismo». Pronto veremos cómo.
Capítulo 3
LA IATROQUIMICA Y SUS CONSECUENCIAS
La historia semántica del término «fermentación» es una de
las claves para entender con cierta precisión la génesis de la
ciencia natural moderna. Los romanos llamaron fermentum (de
fervere, hervir) a la levadura, y fermentatio a la alteración cualitativa de la masa de harina que en ésta produce el fermentum.
Parece indudable que en la formación de burbujas gaseosas durante el proceso de la panificación y en la consiguiente remoción
interna de la masa tuvo su razón de ser el primer uso de este
nombre. Y dando mayor o menor importancia a cada uno de esps
dos momentos, tal va a ser, durante el siglo xvn, la clave de la
doble y complementaria introducción de aquella palabra en el
lenguaje científico.
En su idea acerca de la realidad del chaos —para él, como sabemos, la inicial material-fuerza del universo— Paracelso subrayó la importancia de «lo volátil», y en su libro sobre las enfermedades tartáricas habló de los gaesen que resultan de ciertas digestiones efervescentes. En esta doble fuente etimológica debieron de tener su origen
dos importantes nociones de la cosmología de van Helmont: el gas
y el fermentum. Para van Helmont, fermentum es, recuérdese, una
de las fuerzas configuradoras en que se realiza la constitutiva actividad primaria —a la postre, vital— de la realidad del universo: aquélla en cuya virtud una sustancia se convierte en otra o se «asimila» a
ella, aumentando su masa (digestión de los alimentos, nutrición, presunta conversión del agua en sustancia vegetal, formación y crecimiento de los filones metálicos, etc.); de donde la concepción helmontiana de los procesos digestivos como fermentatio. Por otra parte,
A. G. Billich (1598-1640), utilizando, a lo que parece, la traducción
latina que de la obra de Platón hizo el humanista Marsilio Ficino,
tomó de ella el vocablo fermentatio (versión fíciniana del sustantivo
332 Historia de la medicina
griego kymansis, «hinchazón», «levantamiento de las olas del mar»,
«hervor de las pasiones») y lo aplicó a la medicina y a la química (1639).
Es más que probable que de estas dos raíces provenga la
fermentatio de la «iatroquímica», nueva y fecunda forma histórica del compromiso entre la visión panvitalista y la visión mecanicista del universo. Vamos a estudiarla sucintamente.
A. No contando los dispersos herederos de Paracelso durante la segunda mitad del siglo xvi, el más inmediato precursor
de la iatroquímica fue, por supuesto, van Helmont; pero la formal concepción iatroquímica o quimiátrica de la cosmología y la
medicina tuvo su primera gran figura en Franz de le Boe o, más
latinamente, Silvio (1614-1672). Procedente de una familia hugonote emigrada de Francia a Alemania, profesor en Leyden, donde sucedió a Albert Kyper —con lo cual venía a continuar la
gran tradición clínica importada desde Padua—, Silvio fue el
más prestigioso profesor de medicina de su época y el autor del
primer conato de sistema médico de la Europa moderna (López
Pinero). De tal sistema es parte esencial la iatroquímica, y dentro
de ésta la más central de sus ideas, una renovada noción de la
fermentatio; pero sería tan erróneo como injusto pensar que sólo
hay en él iatroquímica, según el sentido estricto y doctrinario
del término. Como sabemos, Silvio fue anatomista y anatomopatólogo, temprano defensor de la circulación sanguínea, amigo de
Descartes, hombre de laboratorio y gran clínico, y a esta pluralidad de intereses científicos se debe la condición incipientemente
sistemática de su obra. La experiencia clínica, el saber anatómico, la investigación anatomopatológica, la iatroquímica stricto
sensu, ciertas concesiones a la iatromecánica cartesiana y restos
del,galenismo tradicional —porque, a su manera, también Silvio
fue «sabio jánico»— se combinan más o menos armoniosamente
en los escritos de este gran médico neerlandés. Así va a mostrárnoslo un breve examen de su contenido fisiológico y patológico.
1. Los amplios y avanzados saberes anatómicos de Silvio se
hallaron en su mente ordenados a la elaboración de su doctrina
fisiológica; mas no a la manera iatromecánica —aunque, como
acabo de decir, no falten las resonancias de tal modo de pensar
en la obra silviana—, sino, por lo general, conforme a la idea
iatroquímica de la estructura y la dinámica de la materia viva.
Dentro de ella, tres son, en efecto, los pilares principales de la
fisiología: la nueva noción de fermentatio, principalmente aplicada a la interpretación química de los procesos digestivos y
glandulares, la concepción harveyano-malpigiana de la circulación
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 333
de la sangre y una artificiosa hipótesis acerca del movimiento,
también circulatorio, de «los espíritus animales».
He aquí, en sumario esquema, los rasgos principales del pensamiento fisiológico de Silvio: a) Transformación cualitativa de las sustancias. Las mudanzas de la naturaleza tienen —a diferencia de lo
que afirmaba el mecanicismo de la época— un primario y radical
carácter cualitativo, con dos modos principales, la ustio (ustión, combustión), producida por el fuego, y la fermentatio («resolución blanda» o disolución por vía química), determinada en los organismos
por una virtud específica de sus humores, coadyuvada por la humedad y el calor suave y conducente •—una consecuencia «racionalizada»,
a través de Glauber, del primitivo paracelsismo— a la formación de
sal. La fermentatio se hace así el concepto clave para entender las
transformaciones sustanciales biológicas, b) Proceso de la digestión
y de la actividad glandular. La digestión es una actividad fisiológica
preponderantemente química, fermentativa, de la cual son agentes
principales la saliva, la bilis y el jugo pancreático (al cual Silvio, erróneamente, atribuye un carácter ácido); ellos constituyen el «triunvirato
de los humores», c) En la definitiva conversión del quilo en pábulo
hemático y nutricio operaría un agente fermentativo formado en el
bazo, la más importante de las glándulas conglobadas. Estas, a diferencia de las conglomeradas, como la parótida, verterían a la sangre
el producto de su actividad secretora (claro precedente remoto de la
ulterior noción de «secreción interna»), d) Como para Galeno, el hígado sigue siendo para Silvio la sede principal de la hematogénesis.
La bilis hepática fluidificaría la sangre recién formada, la cual experimentaría en el corazón una concocción «efervescente» —atemperada
por la «sal nitrosa» procedente del aire y los pulmones— bajo la
acción del «calor innato», otra noción galénica, radicado en la viscera cardiaca, e) Los «espíritus animales» se engendran en.el cerebro,
como consecuencia de una suerte de destilación, a partir de la sangre
arterial; del cerebro pasan a los nervios, para que las funciones sensitivas, motoras y secretoras sean realizadas por los órganos correspondientes; de éstos a los vasos linfáticos; y de los vasos linfáticos,
por fin, de nuevo al torrente sanguíneo («circulación espirituosa»).
/) En cuanto al movimiento de la sangre en las arterias y al pulso
arterial, Silvio sigue la doctrina de Harvey.
2. Edificada a la vez sobre la observación clínica y sobre
estas ideas fisiológicas, la patología de Silvio puede ser esquemáticamente reducida a una tabla de doble entrada: una semiológica y sensualista (fenómenos morbosos accesibles a un solo sentido y trastornos cuyo conocimiento requiere la aplicación de varios órganos sensoriales) y otra anatomofisiológica (localización
de la enfermedad en las partes sólidas o «continentes» del organismo o en sus partes fluidas o «contenidas»). Ahora bien: la
génesis sustancial de la alteración patológica tendría como clave
un desorden fermentativo o «acrimonia», bien en el sentido de
la acidez («acrimonia acida», más benigna), bien en el de la
334 Historia de la medicina
alcalinidad («acrimonia lixiviosa», más maligna). La saliva, la
bilis, el jugo pancreático y la linfa serían los principales agentes
y portadores del trastorno, al cual imprimirían —sobre todo en
el caso de las fiebres— su apariencia específica. Mas no todo fue
iatroquímica en la patología silviana; hay también en ella apelaciones a la iatromecánica y, por supuesto, agudas observaciones
clínicas y anatomoclínicas, como las relativas a la tisis (recuérdese el descubrimiento del «tubérculo», y añádase a él la excelente descripción de las vómicas tísicas y de su mecanismo fisiopatológico, tras la «supuración» de los tubérculos).
B. Desde un punto de vista histórico-social, la iatroquímica
fue, ante todo, un fenómeno neerlandés, germánico y anglosajón;
el naciente protestantismo se inclinó en medicina hacia la quimiatría y, por contraste, el catolicismo permaneció galénico o
trató de renovarse orientándose hacia la iatromecánica (aunque,
como vimos, también hubiera una iatromecánica inglesa). En
Thomas Willis (1622-1675) —profesor en Oxford, médico privado en Londres— tuvo su más eximio representante la rama inglesa de la iatroquímica; pero en modo alguno hay que ver en él
un simple secuaz de Silvio, aunque también tratase de coordinar
sistemáticamente el pensamiento quimiátrico con otros modos del
saber médico (baste recordar su obra anatómica: «polígono de
Willis», sistema-vegetativo, nervios craneales, etc.). El paracelsismo extraacadémico, la lectura de van Helmont, las lecciones de
Harvey, las ideas de Sir Francis Bacon sobre el método científico, el atomismo de Gassendi y su propia experiencia clínica y experimental (trabajó con Boyle y tuvo como ayudantes a Richard
Lower y a Robert Hooke), sin que, por lo demás pueda excluirse
cierta influencia indirecta del maestro de Leyden, fueron las fuentes principales de la obra de Willis.. En ella es posible distinguir
cuatro partes: una cosmológica, otra anatomo-fisiológica, otra
clínico-patológica y otra, en fin, farmacológica. Esta última será
estudiada en la sección siguiente.
1. Como base de su cosmología, Willis elabora una original
concepción atomística de la fermentatio. Esta se presenta tanto
en la materia viviente como en la inanimada, y en especial
cuando el cuerpo en cuestión se halla compuesto por átomos
muy distintos entre sí. De la diferencia entre los átomos resultan
los cinco «elementos» o «principios» de la materia cósmica, correspondiente a otros tantos niveles de destilación: spiritus, aqua,
sulphur, sal y terra.
2. Asentada sobre estas ideas cosmológicas, la fisiología de
Willis recoge la enseñanza de Harvey, aunque trate de modernizarla según los hallazgos y las ideas de Pecquet, Rudbeck y
Bartholin. El hígado no interviene en la formación de la sangre.
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 335
La parte más sutil del alimento (spiritus, aqua) pasa directamente del tubo digestivo a la vena porta; su parte más grosera,
convertida en quilo, pasa por los vasos quilíferós al conducto
torácico, y de éste a las venas. Una vez dentro del árbol circulatorio, la sustancia alimenticia sufriría dos jermentationes, una
en las venas, que la convertiría en sangre venosa, y otra en el
corazón, donde la sangre venosa se transformaría en sangre arterial.
Merecen asimismo mención las ideas de Willis acerca del «alma
animal» —que corresponde al «alma sensitiva» del hombre y que no
debe ser confundida con el «alma racional» de éste, no sujeta a la
muerte y específicamente humana— y sobre la contracción muscular
y la respiración. El anima sensitiva provendría de la porción más
ígnea y sutil de la sangre y de los espíritus animales; de ella dependerían la sensibilidad, la motilidad y los impulsos, y en ella tendrían
su última clave los «movimientos reflejos»; en el capítulo consagrado
al vitalismo reaparecerá el tema. Por su parte, la contracción del
músculo sería la consecuencia de una peculiar reacción química —copula elástica, la llama Willis—, producida al encontrarse en el interior
de la fibra muscular las partículas «explosivas» que allí ha llevado
la sangre y la oleada de «espíritus animales» —el fulminante de la
explosión— que la decisión voluntaria de mover el músculo en cuestión le ha enviado a través del nervio: claro ejemplo de una explicación fisiológica en la cual, bajo la primacía ontológica y biológica
de un anima, se combinan las dos mentalidades dominantes en la
época, la química y la mecánica. Willis, en fin, se adelanta a su
tiempo suponiendo que en el aire existe cierto pabulum nitrosum
—una adivinación del oxígeno— necesario a la vez para la combustión y la respiración.
Tres son los aspectos más importantes de la patología de
Willis, a) El primero, de índole puramente iatroquíniica, atañe
sobre todo a la patogenia de las fiebres, atribuidas a desórdenes
en la actividad fermentativa del organismo. Las intemperies o
discrasias resultantes de la fermentado anormal equivalen a las
acrimoniae de Silvio, pero su esquema es más complejo: hay «intemperies» acres, ásperas, salinas y acidas, y en cada una de
ellas o en sus combinaciones tendría su fundamento la especificidad del cuadro febril. En la epidemiología clínica de Willis
algo hay, por otra parte, que le convierte en precursor de Sydenham, b) El segundo se refiere a las enfermedades nerviosas y
mentales. La dilatada e intensa atención de nuestro autor al sistema nervioso no fue sólo anatómica y fisiológica; fue también
clínica y patológica. Las alteraciones morbosas más propiamente
neurológicas se deberían a trastornos del anima sensitiva y de la
economía de los «espíritus animales»; los desórdenes más propiamente psíquicos y mentales, a la repercusión de un anima sensi-
336 Historia de la medicina
tiva alterada sobre la superior actividad del anima rationalis.
c) No puede olvidarse, en fin, que Willis fue, en la historia de la
medicina europea, el primer descriptor de la diabetes sacarina.
C. Más químico-vitalista el de Silvio, más químico-mecánico
el de Willis, ambos sistemas médicos —o conatos de sistema—
vienen a ser el cuerpo entero del movimiento iatroquímico.
Es cierto que en los Países Bajos, en Alemania y en Dinamarca
hubo secuaces de Silvio hasta los primeros lustros del siglo xviii;
que, en Inglaterra, médicos tan destacados como R. Lower (1631-
1691), Ν. Highmore (1613-1685) y J. Floyer (1649-1734) prosiguieron
el empeño de Willis, aunque en algo se apartaran de él; que la
quimiatría fue importada a Francia por R. Vieussens (1635-1715), el
gran médico de Montpellier, a Italia por Otto Tachen (Tachenius)
y a España por el italiano Juan Bautista Juanini (1636-1691) y por
Juan de Cabriada, autor de una Carta filosófica, médico-chymica
(1687), de los que fue continuador, ya en el s. xvm, Diego Mateo
Zapata; que, todavía en plena Ilustración, el alemán Chr. Ludwig
Hoffmann (1721-1807) seguirá fiel al pensamiento iatroquímico. Pero,
tomada como doctrina renovadora, la iatroquímica podía considerarse
extinguida un cuarto de siglo después de la muerte de Willis.
Tan indudable verdad en modo alguno excluye la importancia
histórica del movimiento iatroquímico. Contribuyó muy eficazmente a minar la vigencia de la rutina galenista, todavía fuerte
en el siglo xvn. Suscitó entre los que se oponían a ella sin ser
galénicos, meros empiristas o mecanicistas puros, la idea de una
química médica más científica, más atenida a la medida ponderal
y al nuevo concepto de «elemento químico» (la que tuvo su
base y su punto de partida en la incipiente química «moderna»
de Boyle). Contribuyó a matizar la iatromecánica doctrinaría con
nociones químico-cualitativas. Preparó, en fin, la obra complexiva
de los tres grandes sistemáticos de la primera mitad del siglo xvill
(Boerhaave, Stahl, Hoffmann), y en cierto modo, luego veremos
cómo, el ulterior movimiento vitalista. En definitiva, una etapa
importante en la historia de los compromisos cosmológicos y médicos entre el mecanicismo y el panvitalismo.
D. Deben ser concisamente mencionados aquí los incipientes,
pero importantes progresos que en el dominio de la fisiología
química —en parte, acabo de decirlo, como réplica racional y
experimental a sus doctrinas, en parte también como continuación perfectiva de éstas— fueron logrados desde el fugaz auge
de las doctrinas de Silvio y Willis hasta la genial hazaña experimental y teórica de Lavoisier.
A cuatro campos principales conciernen tales progresos: 1. La
química de los procesos respiratorios. Boyle (1658) demuestra que el
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 337
vacío de la cámara neumática impide a la vez la respiración y la
combustión. Hooke (1667) hizo ver que la insuflación de aire retrasa
la muerte en los animales moribundos. Lower, el discípulo de Willis,
atribuyó a un «componente nitroso» del aire el enrojecimiento arterial de la sangre venosa. John Mayow (1643-1679) hace responsable
a un spiritus nitro-aereus, anuncio del futuro oxígeno, de lo que
químicamente acontece en la respiración y en la combustión; en él
tendrían su verdadera realidad los presuntos «espíritus vitales», y de
él dependería la acidez del sudor de los febricitantes. Lavoisier, en
fin, logra demostrar experimentalmente que la oxidación es la causa
común de la combustión, la hematosis respiratoria y la «calcinación»
u oxidación de los metales, y deshace para siempre la doctrina
stahliana —vide infra— àel flogisto. 2. La producción del calor animal. Pese a su evidente genialidad, Lavoisier cometió el grave error
de pensar que la oxidación pulmonar de la sangre es la causa del
calor animal. Más certero que él, Mayow, un siglo antes, había situado en los músculos la «efervescencia» o reacción entre las partículas
«nitroaéreas» y las «salinosulfúreas», en cuya virtud se engendraría
el calor animal. El error de Lavoisier fue parcialmente corregido por
Ignacio María Ruiz de Luzuriaga, Lagrange y Hassenfratz, Cruikshank
y Spallanzani; y total y definitivamente rectificado, ya en el siglo xix,
por W. Fr. Edwards, Gustav Magnus y J. von Liebig. 3. La química
de la digestión. La errónea idea de Silvio y Reignier de Graaf, según
la cual es ácido el jugo pancreático, fue experimentalmente corregida
por Johann Bohn (1640-1718). 4. La química de la sangre. Fue brillantemente iniciada por William Hewson (1739-1774), descubridor, por
otra parte, del linfocito, y François Quesnay (1694-1774), más famoso
como autor de la doctrina fisiocrática.
Apenas parece necesario decir que en la génesis de estos hallazgos —todos ulteriores, según lo ya expuesto, a la culminación
del movimiento iatroquímico— se fundieron dos instancias determinantes: la que antes denominé «empirismo racionalizado» y,
después de Boyle, el paulatino proposito de racionalizar el saber
químico mediante la mensuración y la metódica ordenación del
experimento en el laboratorio.
Capítulo 4
LOS GRANDES SISTEMÁTICOS:
BOERHAAVE, STAHL Y HOFFMANN
En el filo de los siglos xvn y xvm, la medicina era un abigarrado conjunto de residuos tradicionales conceptualmente valiosos (no pocas ideas de la patología y la terapéutica generales del
338 Historia de la medicina
galenismo), conocimientos revolucionariamente nuevos, así anatómicos como fisiológicos, importantes novedades doctrinales
(las consecuencias y los restos de la iatromecánica y la iatroquímica) y no menos importantes novedades empíricas (la anatomía
patológica resumida en el Sepulchretum, la clínica de Sydenham, los primeros conatos de una semiología mensurativa). El
pensamiento filosófico ofrecía, por otra parte, el modelo de toda
una serie de construcciones sistemáticas modernas (Descartes,
Spinoza, Leibniz), resueltamente despegadas, por tanto, de las
medievales y escolásticas. Gracias, en fin, a Leibniz y Newton,
la cosmología científica también se presentaba en una forma fascinantemente original y sistemática. ¿Por qué no intentar algo
parecido en el dominio del pensamiento médico? Más o menos
conscientemente vivido, tal fue el propósito común de los llamados «tres grandes sistemáticos» de la primera mitad del Setecientos: Boerhaave, Stahl y Hoffmann.
A. Con el neerlandés Hermann Boerhaave (1668-1738) llega
la escuela médica de Leyden a su máximo esplendor. De toda
Europa procedían los oyentes de sus lecciones, entre ellos los
austríacos G. van Swieten y A. de Haën, el suizo-alemán A. von
Haller, el inglés Pringle y el portugués Ribeiro Sanches; communis Europae praeceptor llamará Haller a su maestro. Fue Boerhaave profesor de Medicina teórica, Medicina práctica, Botánica
y Química, y en todas estas disciplinas supo brillar con luz propia. Baste mencionar, en lo tocante a la química, el riguroso
método ponderal de sus experimentos, su refutación experimental de ciertas tesis de los alquimistas y el aislamiento de la urea
urinaria. Su condición de sistemático del saber médico y sumo
clínico —a lo largo de todo el siglo xvín, sus Institutiones medicae y sus Aphorismi serán textos canónicos— fue, sin embargo,
la que le concedió el alto puesto que ocupa en la historia de la
Medicina.
1. En los fundamentos teóricos del sistema boerhaaviano
operan las siguientes instancias principales: a) La plena instalación de su autor en la más actual anatomía y fisiología de su
tiempo, b) Un profundo conocimiento de la medicina clásica
(Hipócrates, Galeno, Areteo). c) La resuelta inclinación de Boerhaave hacia el pensamiento cartesiano y la iatromecánica. d) Una
gran competencia en la química de su tiempo, no obstante su
resuelto apartamiento de la experimentación alquímica y de la
pura especulación iatroquímica. e) Su grande y reflexiva experiencia clínica, a la que supo aplicar los adelantos de la técnica
física; por ejemplo, la termometría. /) Su lúcida valoración de la
anatomía patológica, a la cual, como vimos, supo hacer clave
de sus diagnósticos clínicos dudosos o imposibles.
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 339
Como para Descartes, el hombre es para Boerhaave la unión
de una mente y un cuerpo; pero a él, en tanto que médico, sólo
el cuerpo le interesa. Ve en éste un conjunto de partes sólidas
y líquidas, todas ellas compuestas, con proporción variable según
la parte de que se trate, de tierra, sal, óleo, spiritus y agua. En
las partes sólidas, estos elementos se mezclan entre sí formando
las dos estructuras básicas de la anatomía animal, la «fibra» y el
«vaso», aquélla constituida por una condensación de la porción
terrea de los humores (serum plasticum) y naturalmente dotada
de vis vitae o «fuerza vital»; otro preludio del futuro vitalismo.
El movimiento fisiológico de los órganos sólidos debe ser explicado per legem mechanicam, y el de los líquidos orgánicos «mediante leyes hidrostáticas e hidráulicas». Con arreglo a estos
principios —a la postre, iatromecánicos— expone Boerhaave su
fisiología, directamente apoyada en Harvey, Malpigio y Wharton.
La doctrina de la circulación de los «espíritus animales» o «nérveos» —la que bajo una u otra forma, hemos visto ya afirmada
en Baglivi, Silvio y Willis; una noción tópica, por tanto, en la
segunda mitad del siglo xvn— es expresamente aceptada por
Boerhaave.
2. La patología boerhaaviana se nos muestra asimismo como
el resultado de una rigurosa construcción sistemática. La salud
sería la aptitud para el buen ejercicio de todas las acciones del
cuerpo y —como consecuencia— de las del alma; la enfermedad, todo estado del cuerpo que de algún modo y en alguna medida desposee de tal aptitud, más bien privatio, por tanto, que
passio o afección pasiva. El problema del médico consiste en
saber cómo estas privationes se originan, deben ser científicamente entendidas y pueden ser terapéuticamente tratadas.
He aquí la respuesta de Boerhaave: a) Su doctrina etiológica reproduce bajo nombres distintos la de Galeno: las causas de. la enfermedad pueden ser internas, externas, próximas o remotas; y las externas son ordenadas en cuatro grandes grupos, ingesta (aire, alimentos, venenos), gesta (movimientos corporales, estados del ánimo),
retenta (excreciones retenidas) y applicata (sustancias que actúan sobre la piel), b) La nosografía y la nosotaxia boerhaavianas no son
notativas, como las de Sydenham, sino esenciales o fisiopatológicas,
como las de Galeno. Tres serían los principales géneros de la enfermedad: enfermedades de las partes sólidas, sean éstas fibras u órganos (laxitud o rigidez excesivas, obstrucciones, dilataciones, etc.), de
las partes líquidas (plétora o deficiencia de los humores; alteraciones
en la fluidez o en la composición química de éstos, afecciones por
cacochymia o por acrimonia) y de unas y otras a la vez. Como se ve,
cierto galenismo residual, la iatromecánica y la iatroquímica se combinan en el sistema fisiopatológico de Boerhaave. c) En sus descripciones patográjicas, el gran clínico de Leyden acierta a elaborar el
canon estructural de la historia clínica vigente hasta nuestro siglo.
340 Historia de la medicina
Sobre la semiología y îa anatomía patológica boerhaavianas, dicho
queda lo suficiente.
B. Más original, pero también más dogmático fue el sistema
médico del alemán Georg Ernst Stahl (1659-1734), profesor en
Halle y médico de cámara en la corte de Berlín. Su obra principal, Theoria medica vera, fue muy leída hasta el siglo xix.
1. Tanto histórica como conceptualmente, los fundamentos
teóricos del sistema de Stahl pueden ser bien entendidos a partir
de la obra de van Helmont. En ésta convivían más o menos
armónicamente un «vitalismo» y un «quimicismo». Pues bien:
así como Silvio cultivó en especial, con su idea de la fermentatio, el componente «químico» de la herencia helmontíana, Stahl
concretará animísticamente el aspecto vitalista de ella —el «animismo» como doctrina antropológica y médica—, y con su teoría del flogisto intentará construir una química racional, en
cierto modo mecánica. Estudiemos ante todo la idea básica del
sistema stahliano: su concepción de la actividad orgánica como
consecuencia de la realidad vivificante que nuestro autor llama
anima; con otras palabras, su personal visión del problema «organismo-mecanismo» .
La realidad del «organismo» y la del «mecanismo» —si se
quiere, de la máquina —difieren esencial y cualitativamente entre
sí, piensa Stahl. El organismo se mueve desde dentro de sí mismo, y en él mismo tiene su fin ese movimiento suyo; el mecanismo, en cambio, sólo por la acción de un impulso externo
puede moverse, y al hacerlo no cumple otro fin que el que su
artífice desde fuera ha puesto en él. ¿Quiere decir esto que en el
organismo del hombre no haya, cuando científicamente se le analiza, procesos elementales mecánicos sensu stricto o reacciones
tan puramente químicas como las que acontecen en las retortas
del laboratorio? No, responde Stahl; mas para que todos estos
procesos concurran unitariamente a la vida individual del organismo, es preciso aue los ordene y unifique un principio supramecánico y supraquímico, el cual nuestro autor, con vieja palabra, llama anima. Sin la acción de ésta, dichos procesos actúan
por sí mismos, y el resultado de tal des-animación es biológicamente la muerte, y químicamente la putrefacción o corrupción del
sistema material del organismo. Los movimientos vitales, pues,
no se producen «a causa del cuerpo», sino «por causa del cuerpo»; es decir, para que éste pueda ser y seguir siendo organismo
viviente. Lo cual conducirá a Stahl a una posición ante la ciencia
anatómica semejante a la de Paracelso: la resuelta negación de su
carácter de saber básico para el fisiólogo y el médico.
No son muy precisas las ideas de Stahl acerca de la consistencia
real del anima; unas veces la presenta como realidad inmaterial, otras
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 341
como finísima sustancia material susceptible de división y alteración
morbosa. En cualquier caso, mediante ella y los hechos integrantes
del saber fisiológico de la época construye y expone Stahl su personal
visión de la fisiología. No faltan en ésta resonancias de la iatromecánica; la actividad de los nervios —a través de ellos ve realizarse la
comunicación entre el anima y el medio externo— consistiría en la
oscilación de sus partículas, más o menos viva según la intensidad
del estímulo y el «tono» propio del nervio afectado. También son
perceptibles en aquélla ciertos vestigios de la iatroquímica —el calor
animal, por ejemplo, es atribuido a la operación de la «parte óleosulfúrea» de la sangre—; pero la noción central de la química de
Stahl, su doctrina del «flogisto», fue por él principalmente aplicada
a la intelección de dos procesos tan «inorgánicos» como la calcinación (la conversión del metal en «cal» u óxido) y la combustión. Uno
y otro fenómeno podrían ser científica y unitariamente explicados
admitiendo que en los cuerpos combustibles y en los metálicos existe
una sustancia fluida, volátil y de peso negativo, el «flogisto» (del
griego phlogiston, «lo inflamable»). Tal será la doctrina canónica del
saber químico hasta la decisiva obra de Lavoisier.
2. Sobre esa biología se apoya, naturalmente, la patología
stahliana. Tres modos genéricos de enfermar hay, según ella:
a) Los consecutivos a un «error» del anima que afecta a la totalidad de ésta (afecciones principalmente psíquicas), b) Los procedentes de un «error» de ella que afecta a una función particular del organismo, c) Los consecutivos a una alteración primitiva,
total o regional, de la materia corpórea. Pero no obstante el
hecho de que el anima, bajo la acción de ésta o la otra causa
de enfermedad, sea capaz de error, de ella, de la actividad más
propia de ella depende la natural tendencia del organismo hacia
su curación, la vis naturae medicatrix de la medicina tradicional.
La plétora, la inspisitud anormal de la sangre y las anomalías
en el movimiento de las partes elementales, son para Stahl los
tres cardinales modos fisiopatológicos de la alteración morbosa.
Las «cacoquimias» no serían, en su opinión, causas inmediatas
de enfermedad, sino consecuencia de ésta. Se ha ponderado, acaso^ con exceso, la influencia de Stahl en la constitución de la
psiquiatría moderna; pero no tanto la modernidad de sus ideas
acerca de la inflamación y de la «congestión activa» (Rather).
C. Aunque bastante distintas sus obras respectivas, no poco
se relacionaron entre sí las vidas de Stahl y Friedrich Hoffmann
(1660-1742), profesor desde muy joven en Halle, su ciudad natal,
salvo los tres años que como médico de Federico I pasó en
Berlín. Su obra más importante se titula, bien significativamente,
Medicina rationalis systematica.
1. En la génesis del pensamiento médico de Hoffmann actuaron varias instancias principales: a) El mecanicismo de Descartes
342 Historia de la medicina
y la prometedora visión científica de la química iniciada por
Boyle, al cual Hoffmann trató asiduamente, b) La cosmología
científico-metafísica de Leibniz (monadología, concepción de la
substantia como vis o «fuerza»), c) El renovado prestigio del
«éter», a raíz de la obra de Newton, d) La sólida instalación de
su mente en la fisiología y la estequiología de su época (circulación, fibrilarismo). é) Una muy cuidadosa atención a la exploración clínica y a la autopsia anatomopatológica.
Apoyada en la experiencia, la razón anatómico-mecánica descubre que la resistencia y la coherencia son las dos propiedades
fundamentales de los cuerpos sólidos; y en el caso de que éstos
sean organismos, a ellas se añade el «tono» de las fibras, su
variable capacidad de contracción y relajación. Ahora bien; ese
tono no se pondría en actividad sin la acción de un principium
movens, el aether o «éter», hipotético cuerpo extraordinariamente
sutil y difundido por todo el universo, que a través de la respiración y la sangre llega como agente de la vida a todas las
partes del organismo. Del éter se formaría en el cerebro el fluidum nerveum, principio activo de la sensibilidad y el movimiento. Sobre esta concepción etéreo-mecánica de la vida se funda
la fisiología de Hoffmann.
2. Y sobre esa fisiología, la patología hoffmanniana. En ella,
los conceptos fundamentales son de carácter tónico-mecánico para
el caso de las enfermedades de las partes sólidas (con dos pares
de contraposiciones fisiopatológicas, atonía-hipertonía, en el orden de la motilidad, y anestesia-dolor, en el orden de la sensibilidad; reviviscencia dieciochesca del metodismo antiguo) y de
índole mecánico-química en lo tocante a los desórdenes morbosos de las partes líquidas (estancamientos o aceleraciones, perturbaciones acidas, acres o pútridas de los humores).
Las fiebres (intermitentes, catarrales o exantemáticas; inflamatorias,
agudas, lentas, pútridas o hécticas), las hemorragias, los dolores, las
dolencias espasmódicas y convulsivas y las afecciones de las partes
externas son los principales «géneros» de la nosotaxia de Hoffmann.
Fue muy viva la preocupación de éste por la etiología, siempre regida
por el certero esquema galénico: causas externas de la enfermedad
(herencia, desórdenes de la dieta, tóxicos y miasmas, afecciones del
ánimo); causas internas (atribución de una especial importancia a la
plétora abdominal por atonía de los vasos); causas inmediatas (alteraciones inflamatorias gastro-íntestinales; un preludio remoto de la
irritation de Broussais). Como entusiasta de la autopsia anatomopatológica, Hoffmann puede muy bien ponerse al lado de sus contemporáneos Lancisi, Boerhaave, Valsalva y Albertini.
Capítulo 5
CLÍNICA ECLÉCTICA. LA «ANTIGUA
ESCUELA VIENESA»
Menos dogmático y más abierto, por tanto, el de Boerhaave,
más doctrinario, con su personal «animismo», el de Stahl, más
mecánico-racional el de Hoffmann, sistemáticos fueron en su intención y en su forma —a la vez que intentos por conciliar
racionalmente una parte del mecanicismo y otra del panvitalismo
de las dos centurias anteriores— esos tres ápices del pensamiento
médico en la primera mitad del siglo xvin. Influidos por ellos y
por las dos grandes manifestaciones clínicas del empirismo racionalizado que antes estudiamos —la puramente nosográfica de
Sydenham, la anatomoclínica de los grandes disectores comprendidos entre el Sepulchretum y Morgagni—, no pocos médicos
europeos de la segunda mitad de ese siglo practicarán y expondrán una clínica que, ya sin visible intención sistemática, porque
la multiplicación y el incremento de los saberes particulares hacía imposible el sistema cerrado, llevaba debajo de sí una actitud
mental también intermedia, acaso por modo indeciso u oscilante,
entre aquellas dos extremas y contrapuestas mentalidades. Viena,
Edimburgo y Montpellier —de manera más resueltamente vitalista en estas dos últimas ciudades— van a ser, después de Londres y Leyden, los centros en que culmina el cultivo científico de
la medicina hasta la iniciación del siglo xix y, con ella, el nuevo
auge de la clínica parisiense.
A. Fundador de la «Antigua Escuela Vienesa» (Alte Wiener
Schule) fue Gerhard van Swieten (1700-1772), un discípulo de
Boerhaave a quien la emperatriz María Teresa llamó a Viena,
con el encargo de reorganizar toda la vida médica austríaca:
enseñanza, asistencia hospitalaria, sanidad, medicina militar. Con
tanto celo y tanta eficacia cumplió van Swieten su cometido, que
a su muerte era la «Escuela Vienesa» una de las más altas cumbres de la medicina europea. A. de Haën, Störck, Stoll, Auenbrugger y Joh. Peter Frank fueron los grandes pilares de ella.
Anton de Haën (1704-1776), también discípulo de Boerhaave,
fue hombre extraño y complejo. A sus dotes de gran clínico de
su tiempo —fue uno de los primeros en emplear regularmente la
termometría en la práctica hospitalaria, supo aplicar la mensuración a los hallazgos de autopsia, cultivó la experimentación en
344 Historia de la medicina
animales—, se unió su pertinaz creencia en la veracidad de la
magia. Anton Störck (1731-1803) sucedió en la cátedra a van
Swieten y se distinguió por sus experimentos farmacológicos y
toxicológicos. Con Maximiliano Stoll (1742-1788) y Joseph Leopold Auenbrugger (1722-1809) llegó a su cima el prestigio de la
«Antigua Escuela Vienesa». Stoll, uno de los clásicos de la clínica
de la neumonía, estudió a la manera sydenhamiana las constituciones epidémicas de Viena durante los años de su práctica y
sistematizó magistralmente el examen de los enfermos. Por su
parte, Auenbrugger inventó la percusión como método diagnóstico; pero de esta gran hazaña semiológica se hablará con mayor
detalle en la sección subsiguiente. Más en Pavía, a cuya Universidad fue enviado por José II, que en la propia Viena, Johann
Peter Frank (1745-1821) sobresalió como clínico (descripción de
la diabetes insípida, enfermedades de la médula espinal) y muy
especialmente —pronto lo veremos— como higienista eximio.
B. No contando su cultivo en Montpellier y en Edimburgo,
menos brillante fue el estado de la clínica médica en las restantes ciudades europeas durante esta segunda mitad del siglo xvin.
Pueden ser elogiosamente mencionados, sin embargo, los italianos Michèle Sarcone (1732-1797), que estudió el contagio de la
viruela, Antonio Giuseppe Testa (1756-1814), autor de una excelente monografía sobre las enfermedades del corazón, y Domenico
Cotugno —a quien ya conocemos como anatomista y como no·
sógrafo de la ciática—, descubridor de la presencia de albúmina
en la orina y en los derrames serosos de los hidrópicos. Recuérdese, por otra parte, lo dicho al hablar de la nosografía postsydenhamiana.
Fueron por entonces muy leídos los libros del alemán Johann
Georg Zimmermann (1728-1795) sobre la soledad y sobre'la experiencia médica, y los del suizo André Tissot (1728-1797) acerca
de la epilepsia, el onanismo y diversos temas higiénicos. Pero el
gran suceso científico y médico en los decenios centrales y postreros del siglo xvni iba a ser la aparición del vario movimiento
vitalista. Vamos a estudiar sus rasgos principales.
Capítulo 6
EL VITALISMO DE LOS SIGLOS XVII Y XVIII
En el más amplio de sus sentidos, el término «vitalismo»
designa la atribución a los seres vivos de un modo de ser cualita-
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 345
tivamente distinto de los varios en que puede presentarse la materia inerte o inanimada, y esencialmente irreductible, por tanto, a los esquemas mediante los cuales el hombre de ciencia explica la constitución y las propiedades de esta última. Así entendido el vitalismo, ya Aristóteles lo habría profesado con su idea
de que, entre los cuerpos naturales, unos tienen vida (los que se
nutren o se mueven por sí mismos) y otros no (los incapaces de
una y otra cosa). Pero en un sentido estricto y riguroso, y éste
será el que en definitiva prevalezca durante los siglos xvm y xix,
tal palabra sólo debe emplearse cuando la diferencia entre lo
viviente y lo no viviente es atribuida a un peculiar principio
constitutivo y operativo, el «principio vital», y éste, a su vez, es
concebido como una fuerza específica, la «fuerza vital», ontológica y operativamente superior, desde luego, a las restantes «fuerzas» de la naturaleza cósmica (mecánica, térmica, eléctrica, magnética, química), y en consecuencia esencialmente irreductible a
ellas, pero específicamente activa como tal «fuerza» en la dinámica real de los entes materiales en que existe, los que llamamos
«seres vivos».
Quiere esto decir que la manera de interpretar la condición viviente de los seres vivos, su peculiaridad como tales, ha sido muy
distinta en el curso de la historia. He aquí algunas de las principales
concepciones de tal peculiaridad: 1. Para Aristóteles, la vida es el
modo de realizarse empíricamente una psykhé, un anima, la cual no
es concebida como materia especialmente fina, sino como un principio metafísico, la «forma» que da su específica realidad actual al
ser viviente en cuestión. 2. Para Galeno es la actualización de una
capacidad operativa específica (de una dynamis vegetativa, esfígmica
o animal) por obra del agente capaz de estimularla (un pneuma
o Spiritus vegetativo, esfígmico o animal). 3. Para los panvitalistas
(Paracelso, van Helmont), la vida de los llamados «seres vivos» sólo
sería un modo o un grado de la que por esencia pertenece a todos
los seres naturales; porque, en su opinión, «todo lo natural es viviente». 4. Para Descartes y todos los mecanicistas extremados, la «vida
orgánica» —quede, aparte el problema de la «vida espiritual»— sólo
sería el nombre que se da a la actividad de un mecanismo especialmente complicado y sutil. 5. Para Harvey, vida es la manifestación
—al menos, en el caso de los animales superiores— de una vis
enthea, no concebida como «fuerza», a pesar de su nombre, sino
como principio metafísico y sacral, inmediatamente creado por Dios.
6· Para Leibniz es el modo de ser y actuar de una mónada, tan
pronto como en ella la percepción (aunque sea inconsciente) y la
apetición (aunque sea indeliberada) se ponen en acto; lo cual equivale
a
decir que para Leibniz, como para los panvitalistas, aunque de
modo filosóficamente más preciso y refinado, nada hay muerto en la
naturaleza. 7. Para Silvio, la actividad vital sería el resultado de fertnentationes privativas de la materia viviente (la presunta oposición
cualitativa entre la «química orgánica» y la «química inorgánica»,
346 Historia de la medicina
sólo deshecha cuando Wöhler logró sintetizar la urea). 8. Para Stahl,
en fin, la vida supone la existencia y la operación de un anima rectora y ordenadora, distinta del cuerpo y superpuesta a él.
No podríamos entender históricamente el vitalismo stricto sensu, por lo tanto, sin discernir con cierta claridad su paulatina
constitución desde los decenios centrales del siglo xvii hasta que
más de cien años después Friedrich Kasimir Medicus publique
su famosa monografía sobre la «fuerza vital» (Von der Lebenskraft, 1774). Durante ese lapso temporal, casi todos los hombres
de ciencia —salvo, naturalmente, los doctrinarios del puro mecanicismo— admiten la peculiaridad ontológica y cualitativa de los
movimientos «vitales». Pero en el modo de concebir científicamente la consistencia de tal peculiaridad se dibujan dos actitudes
contrapuestas: a) La actividad vital de los órganos y su conjunto
procede de la estimulación que sobre ellos ejerce un agente vivificador que les llega desde fuera: en opinión de algunos, los
«espíritus vitales» que Dios crea para cada individuo a partir de
los «espíritus seminales» de las semillas paterna y materna, y que
con la muerte desaparecen, a diferencia de lo que acontece con
el alma inmortal (Glaser, 1681); a juicio de otros, el «éter» que
penetra con la respiración (para Hoffmann, sólo los animales
que respiran merecerían en verdad el nombre de «seres vivientes»), b) Esa actividad tendría su principio y su causa en las
partes sólidas del organismo vivo, en definitiva en sus fibras;
las cuales se hallarían en sí mismas animadas por una vis o «fuerza» específica, la «fuerza vital». Pues bien: sólo a esta segunda
actitud interpretativa y a su inmediata continuación no fibrilarista es a la que en el rigor de los términos debe y suele darse
el nombre de «vitalismo». Estudiemos metódicamente sus varias
formas y vicisitudes, desde que apunta en la segunda mitad del
siglo xvii hasta que a lo largo del siglo xix va poco a poco extinguiéndose.
A. Ante todo, la biología general, la fisiología y la antropología del vitalismo. El nacimiento de éste va esencialmente unido
a la estequiología fibrilar y a la embriología preformacionista;
sólo a fines del siglo xvni adoptará otro indumento.
1. Vitalista avant la lettre, Francis Glisson piensa que las
fibras animales, formadas por una hilera de átomos, poseen una
constitutio integrada por dos propiedades fundamentales, una mecánica, la «elasticidad», y otra vital, la «irritabilidad» (irritabilitas) o facultad de recibir estímulos, responder a ellos con una
contracción y volver al estado de origen. A la vez mecanicista y
vitalista en su pensamiento biológico, Baglivi atribuirá una vis
ínsita, a la postre vital, a la constitución de las fibrae motrices
de su sistema anatomo-fisiológico. Poco más tarde, Boerhaave
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 347
hablará expresamente de una radical vis vitae («fuerza vital»)
de las fibras orgánicas. Por su parte, Johannes de Gorter (1689-
1762) pensará que en la fibra elemental viviente opera una superadded vis o «fuerza sobreañadida», en cierto modo equivalente
a la irritabilitas de Glisson y puesta en acción por los espíritus
vitales que a ella llegan. Más clara y explícita es la expresión de
B. S. Albinus (1697-1770): vis actuosa sive vitalis. Pero, como
pronto veremos, la gran figura del fibrilarismo vitalista fue el
eximio fisiólogo Albrecht von Haller.
En la misma línea ideológica que tal estequiología deben ser
situadas la doctrina biogenética implícita en el omne vivum ex
vivo, de Francesco Redi, y la embriología preformacionista; una
y otra, en efecto, expresan la convicción de que la inicial «forma
específica» de los seres vivos es una propiedad vital radicada en
la materia viviente, creada por Dios ab initio, capaz de operar
morfogenéticamente e irreductible por el hombre, tanto por vía
experimental como por vía mental, a cualquier otra realidad
cósmica más simple que ella. No será necesario decir que la
fibra es en ambos casos el elemento material y biológico constitutivo de la forma biogenética o embrionaria. Con lo cual de
nuevo estamos contemplando —recuérdese lo dicho acerca de la
estequiología fibrilar y de la embriología preformacionista— el
carácter a la vez mecánico y vitalista de casi toda la biología del
siglo xvni; en definitiva, la actitud de compromiso y defensa que
en ella impera.
2. La estequiología expresamente jibrilarista y vitalista tuvo
su máxima figura en el gran fisiólogo Albrecht von Haller
(1708-1777), a quien ya conocemos como distinguido cultivador
de la anatomía.
Suizo de nacimiento, formado junto.a los mejores maestros de su
tiempo (Boerhaave, Albinus, Ruysch, Douglas, Cheselden, Winslow),
Haller fue durante casi veinte años profesor en la Universidad de
Gotinga, para volver luego a su país natal. La magnitud de su obra
escrita es literalmente fabulosa, así en cantidad, toda una biblioteca,
como en variedad: anatomía, fisiología, botánica, bibliografía, poesía,
religión, edición de autores clásicos. Dejó a su muerte unas catorce
mil cartas y publicó, por añadidura, varios millares de recensiones
científicas. Los Elementa physiologiae corporis humani (8 vols., 1757-
1776) son su obra más importante.
Como reiteradamente acabo de decir, la estequiología de Haller —y, en general, la de casi todo el siglo xvm —fue a la vez
fibrilarista y vitalista. Las fibras anatómicas y visibles, formadas
por la yuxtaposición paralela de las invisibles y en verdad «elementales» fibras que la imaginación racional del hombre de ciencia hipotéticamente debe admitir, piensa Haller, se hallarían
348 Historia de la medicina
compuestas de gluten (jalea animal, mezcla íntima de aceite y
agua), tierra, hierro y aire. Habría, por otra parte, tres géneros
de tales fibras anatómicas, la muscular, la nerviosa y la conjuntiva o «celulosa» (la trama del que nosotros llamamos «tejido
celular subcutáneo» y la porción más importante de las membranas, los vasos, las visceras y las glándulas conglobadas). Tales
fibras se hallarían dotadas de dos propiedades elementales: una
mecánica, elástica, y otra «ingénita, esencial o propia» —Haller
no emplea todavía la expresión vis vitalis o «fuerza vital», pero
de ella está hablando— cuyas dos manifestaciones específicas serían la «sensibilidad», en el caso de las fibras nerviosas, y la
«irritabilidad», término que precisa y depura el glissoniano, en
el de las fibras musculares. Pronto veremos la entera significación funcional de estas nociones estequiológicas.
3. Todavía a comienzos del siglo xix (Ernst Plattner, Ignaz
Döllinger, Georg Prochaska) persistía en bastantes médicos y biólogos la concepción fibrilar de la estequiología. Pero el empleo
habitual del microscopio (ya acromático a finales del siglo xvni,
por obra de J. y H. van Deyl) hizo ver y pensar a Caspar Friedrich Wolff (1734-1794) que los elementos constitutivos de las
partes sólidas del organismo no son las fibras, sino los «glóbulos», los cuales, reuniéndose entre sí, formarían vesículas y membranas: un primer paso hacia la ya próxima «teoría celular».
Estos glóbulos serían los raás inmediatos portadores de la «fuerza esencial» (vis essentialis) que desde el seno mismo de la materia viva, específicamente propia de ella, impulsa y rige los fenómenos vitales de la nutrición y el crecimiento. No se halla
muy distante de esta estequiología globular-vitalista de C. Fr.
Wolff la doctrina de las «moléculas vivientes» de Buffon (1707-
1788), partículas elementales dispersas en el universo y constituyentes de los seres vivos; idea biológica seguramente suscitada
por la sugestión intelectual de la monadología filosófica de Leibniz. En la misma línea conceptual —una estequiología todavía vitalista, pero ya no fibrilarista— es preciso situar la descripción de
un «tejido» anatómico continuo y fundamental (el tissu muqueux
ou conjonctif) de Théophile de Bordeu (1722-1776), a quien más
tarde hemos de estudiar como destacado patólogo del vitalismo
francés, la noción de «membrana» como elemental estructura
anatómico-funcional, de Philippe Pinel (1755-1826), y el concepto
vitalista y sensualista del «tejido» de Bichat; pero, más que el
fin de una época en extinción, aunque en cierto modo lo fuera,
Bichat es el iniciador de una época nueva, y como tal aparecerá
en páginas ulteriores.
4. Desde sus creadores hasta Haller, secuaz también del preformacionismo, la embriología preformacionista profesa una biología a la vez mecánica y vitalista; más de una vez lo hemos
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 349
hecho notar. Pero durante la segunda mitad del siglo xvm, la
concepción vitalista de la embriogénesis va a adoptar una nueva
¡orina: después de la olvidada epigénesis de Harvey, esa concepción volverá a ser epigenética. Nuevamente va a considerarse
morfológicamente indiferenciada la primitiva masa germinal. De
una manera especulativa, epigenética fue la embriología de /ohn
Turberville Needham (1713-1781), a quien ya conocemos como
torpe defensor, frente al acierto teórico y experimental de SpaUanzani, de la generación espontánea de los infusorios; y con
más inmediato apoyo en la observación microscópica, también
epigenética —y vitalista— fue la de Caspar Friedrich Wolff, en
quien debe verse el iniciador del período ya actual de esta disciplina (Theoria generationis, 1759). El juego de dos contrapuestas
fuerzas vitales, la ya mencionada vis essentialis, suscitadora y rectora de la nutrición y el crecimiento, y la solidescibilitas o «capacidad de solidificación», determinaría el curso y la configuración
de la masa embrionaria. Poco más tarde, Johann Friedrich Blumenbach (1752-1840) dará otra versión a esta embriología vitalista y epigenética con su doctrina del nisus formativus o «impulso configurador». Estamos en la víspera de la embriología ya
no doctrinaria y definitivamente científica de Pander y von Baer.
Aunque, como veremos, todavía el vitalismo haya de inspirar
durante la primera mitad del siglo xix concepciones teoréticas
de la morfogénesis tan importantes como la de C. Fr. Kielmeyer.
5. Con cuantos matices y niveles se quiera, la fisiología doctrinalmente vitalista es una realidad de gran relieve en el pensamiento científico del siglo xvm. Por obra de un paladín del
vitalismo, Haller, el nombre de la disciplina va a adquirir definitivamente la restricta significación que hoy posee. Más aún: de
manera netamente vitalista entenderá el propio Haller la consistencia real de los procesos fisiológicos. Para él, en efecto, la
fisiología stricto sensu es anatomía animata. Si la ciencia del
movimiento del cuerpo animal fue para los mecanicistas a ultranza «anatomía impulsada», y si a la anatomía la concibieron
los panvitalistas como «fuerza corporalizada», los vitalistas dieciochescos, con Haller a su cabeza, verán en los procesos fisiológicos la actividad de una estructura anatómica movida desde dentro de ella misma —esto es lo decisivo— por un específico principio de animación, ahora entendido como «fuerza vital».
Reuniendo hallazgos y conceptos procedentes de distintos autores
y añadiendo algunos que —emergentes acaso de una mentalidad no
estrictamente vitalista— por extensión o por contraste los complementan, he aquí un sumarísimo cuadro del saber fisiológico durante la
segunda mitad del siglo xvm:
a) Doctrina halleriana de la irritabilidad y la sensibilidad de las
fibras. Modificando fundamentalmente la originaria idea glissoniana
350 Historia de la medicina
de la irritabilitas, Haller, apoyado en una amplia y variada serie de
experimentos de laboratorio, llegó a las siguientes conclusiones:
1.a
Hay partes orgánicas cuya respuesta específica al estímulo está
determinada por su «sensibilidad» (los nervios sensibles y los órganos
inervados por ellos). 2.a
Otras responden con una contracción, incluso
cuando han sido seccionados los nervios que en ellas penetran: partes
«irritables». 3.a
Muchas (músculos, corazón, intestino, vejiga urinaria,
órganos genitales) se hallan simultáneamente dotadas de sensibilidad
e irritabilidad. 4.a
Algunas, en fin, como la tela cellulosa (nuestro
«tejido celular subcutáneo») no poseen ni sensibilidad, ni irritabilidad,
y sus reacciones sólo tienen carácter mecánico. En suma: la fibra
nerviosa es el lugar natural y específico de la sensibilidad, y la fibra
muscular el de la irritabilidad; la cual, como propiedad vital, tendría
su asiento más propio en la sustancia glutinosa de la fibra.
b) Vitalista también, aunque a la manera stahliana, fue la más
importante contribución de la época a la neurofisiología: la elaboración fisiológica de la doctrina —inícialmente cartesiana y mecanicista— del «movimiento reflejo». Ya en el siglo xvn, la interpretación
del motus reflexus propuesta por Willis había dado a la primitiva
idea cartesiana un importante giro nuevo, a la vez lumínico-químico
y animista (Canguilhem). Poco más tarde, el alemán Johann August
Unzer (1727-1799) y el escocés Robert Whytt (1714-1766), éste sobre
todo, ampliaron el pensamiento de Willis. Whytt demostró experimentalmente la necesidad de un órgano central para la conversión del estímulo centrípeto en centrífugo y pensó que esa acción depende de un
sentient principle o «alma sensitiva», asentado en el cerebro y en la
médula espinal. Al pensamiento vitalista se debe también —no contando los iniciales apuntes anatómicos de Winslow— la primera distinción explícita entre el sistema nervioso de la vida animal (cerebro)
y el de la vida vegetativa (plexo solar); claramente la propuso Th. de
Bordeu.
c) En lo tocante a la fisiología de la contracción cardiaca, y olvidada ya la interpretación puramente química de Silvio, la concepción
mecánico-vitalista del automatismo del corazón, casi general durante
el siglo xvui, adoptó dos formas principales, preludio de una importante polémica científica del siglo xix: la doctrina miogénica (Baglivi.
Haller) y la neurogénica (Willis, Boerhaave, Ens, Galvani).
d) Si a estas indicaciones se añaden las que acerca de la digestión,
la respiración y la circulación fueron hechas en capítulos anteriores
(iatromecánica, empirismo anatomofisiológico, iatroquímica y sus consecuencias) y las muy sumarias que en páginas ulteriores todavía han
de hacerse, se tendrá una imagen bastante completa del saber fisiológico euroamericano durante el siglo xvin.
6. Basta lo expuesto para advertir que, tomada en su conjunto, la antropología, del vitalismo posee un carácter ternario.
La realidad del hombre se hallaría constituida por un cuerpo material dotado de propiedades mecánicas y químicas (gravitación,
elasticidad, electricidad, fluidez o solidez, fermentationes o reacciones químicas diversas), un principio animador supramecánico
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 351
y supraquímico, capaz de actuar dinámicamente sobre el soma
(una «fuerza vital», radicada en las partes automovientes y expresa o tácitamente unificada como anima vegetativo-sensitivomotora) y un alma espiritual, racional, libre e inmortal (el «alma»
de que habla el cristianismo, cuando su doctrina se refiere al
hombre). Común al hombre y a los restantes seres vivos, principalmente los animales superiores, la vida orgánica —no la vida
espiritual que estudia la psicología racional o la que con ese
nombre designan los tratados de ascética religiosa— dependería
de ese principio intermedio e inmanente («principio vital», «fuerza vital»). Poco importa a este respecto que tal principio sea
concebido por muchos como una fuerza activa por modo espontáneo (vitalistas germánicos y franceses) u operante sólo por
modo reactivo, obligada por los estímulos exteriores (la concepción de la vida como status coactus o «estado forzado», propuesta por el vitalista escocés John Brown).
Para entender históricamente el suceso del vitalismo no debe olvidarse, en fin, su carácter «defensivo» frente a los espectaculares
avances de la concepción mecánica del universo. Antes se hizo una
fugaz alusión a él. A los ojos de Paracelso y van Helmont, todo lo
natural es viviente; la fuerza y la vida serían el primario modo de
ser del cosmos. Ante los de un vitalista, en cambio, la vida es un
modo de ser limitado a los organismos automovientes y determinado
por una fuerza específica: parcelas cósmicas gobernadas por esta
fuerza y amenazadoramente rodeadas por un contorno inmenso, en
el que sólo rigen las fuerzas de «lo inerte»; en definitiva, de «lo
muerto». Sólo así puede ser bien comprendida la famosa definición
—tan claramente defensiva y pesimista, frente a la jactanciosa mecánica de un Laplace— del vitalista Bichat: «La vida es el conjunto de
los fenómenos que resisten a la muerte.»
B. Sobre este conjunto de saberes estequiológicos, embriológicos, fisiológicos y antropológicos se levantó la patología vitalista de la segunda mitad del siglo xvm y los primeros decenios
del xix. Cuatro fueron sus focos más importantes: el francés, el
escocés, el germánico y —ya en un segundo plano— el italiano.
Vamos a estudiarlos sucesivamente.
1. La patología vitalista francesa tuvo su sede principal en
Montpellier, como consecuencia del animismo stahliano que a la
Facultad médica montepesulana había llevado François Boissier
de Lacroix de Sauvages (1706-1767). Además de seguidor de
Stahl, Sauvages lo fue de Sydenham, en lo tocante a la concepción de las especies morbosas, y de Linneo, en cuanto al método
para la clasificación racional de éstas. El inició, en efecto, la
nosotaxia more botánico (ordenación de las enfermedades según
clases, géneros y especies), proceder muy rigurosamente observado por los dermatólogos (Plenck, Lorry, Willan y Alibert, éste
352 Historia de la medicina
ya en pleno siglo xix) y, en el dominio de la medicina interna,
por Philippe Pinel, en su Nosographie philosophique (1789). Durante el siglo xvm, las dos figuras más importantes del llamado
«vitalismo de Montpellier» —cuya influencia había de prolongarse hasta bien entrado el siglo xix— fueron el ya mencionado
Théophile de Bordeu (1722-1776) y Paul Joseph Barthez (1734-
1806). Bordeu, Barthez, Bichat, Bouchut: «las cuatro B» del vitalismo, según un dicho muy difundido en la Francia del siglo xix.
Bordeu comenzó su carrera con una importante obra sobre la anatomía y la fisiología de las glándulas; el análisis de la función de éstas
fue el punto de partida de su vitalismo. La enfermedad sería un desorden anatomofisiológico, al cual la fuerza vital trata de conducir hacia
el buen orden de la salud. A las novedades estequiológicas y fisiológicas introducidas por Bordeu —tissu muqueux, sistema nervioso vegetativo— deben ser añadidas otras dos: su esbozo de una doctrina
de las localizaciones cerebrales, y una elaboración personal de la
artificiosa esfigmología clínica que poco antes había construido el
médico español Francisco Solano de Luque (1685-1738).
Más preciso y sistemático fue el vitalismo de Barthez (Nouveaux
éléments de la science de l'homme, 1778). Para él, las principales
manifestaciones biológicas del principio vital son la sensibilidad, la
contractilidad, la force de situation fixe (capacidad de los órganos
para recuperar, si las pierden, su posición y su figura propias) y una
radical tendencia operativa a la curación de las enfermedades, la
vis naturae medicatrix de los antiguos. En su «principio vital» ve
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