160 Historia de la medicina
ad Almansorem, muy influyente, tan pronto como Gerardo de
Cremona lo tradujo al latín (1170), entre los médicos de la Edad
Media europea; la famosísima monografía Sobre la viruela y el
sarampión, verdadera joya de la literatura nosográfica. «Un segundo Galeno» ha sido llamado Rhazes; un Galeno hipocratizado,
cabría añadir.
Aun cuando el escrito a que pertenece no sea formalmente médico, sino filosófico-religioso, debe ser mencionada aquí la parte que
una enciclopedia compuesta por los Hermanos Sinceros —mal llamados Hermanos de la Pureza; cofradía esotérica que actuó en
Basora, a lo largo del siglo χ— dedica a la anatomía, la fisiología y
la psicología humanas. Es interesante en ella la comparación entre
la estructura del cuerpo y la de una ciudad.
En la segunda mitad del siglo χ actuó y escribió otro médico
persa, Muhammad at-Tabari, autor de un Libro de los tratamientos hipocráticos. Y también Ali Abbas (Ali ibn Al-Abbas), otro
de los grandes clínicos y patólogos del Islam. Su obra principal,
a la vez sistemática y enciclopédica, al-Malaki, Liber regius o
Dispositio regalis, era todavía leída en el siglo xvi, a través de
sus versiones latinas. Larga y extensa será también la influencia
de los trataditos Sobre las fiebres, Sobre las orinas y Sobre la
dieta del médico judío Isaac Iudaeus (Abu Jakub ben Soleiman
al-Israelí). Hasta que la nosografía sydenhamiana comience a ordenar con nuevos criterios la clasificación de las fiebres —es decir, hasta el siglo xvn—, seguirá vigente el opúsculo en que, con
Galeno al fondo, Isaac Iudaeus las describe.
Entre tanto, el favor de los omeyas del califato de Córdoba,
sobre todo Abd al-Rahman III (912-961), hacía posible en alAndalus el nacimiento de un foco intelectual —filosófico, científico, médico— equiparable al de Bagdad. De ello iba a dar brillante testimonio, ya en la segunda mitad del siglo x, el tan leído
Abu 1-Qasim ben al-Abbas az-Zahrawí, universalmente conocido
luego bajo los nombres de Abulqasim o Abulcasis. Su obra más
importante, el Altasrif (Katib at-Tasrif; «El saber médico, puesto
a disposición del que no ha podido reunirlo», dice en su integridad el título del libro), expone metódicamente todo ese saber:
fisiología, nosología, terapéutica. La parte dedicada a la cirugía,
muy racional y sistemática, gozó de gran prestigio hasta el siglo xvin. Sólo entonces empezó a mejorar de manera sensible
el instrumental quirúrgico que en su Altasrif describe el gran
médico cordobés.
2. Poco posterior a Abulqasim es el supremo clásico de la
medicina árabe y uno de los grandes genios de la historia universal del pensamiento, el persa Abu Ali al-Husayn ben Abd
Allah Ibn Sina o Avicena (980-1037). Heredero de una gran for-
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 161
tuna, que dilapidó, Avicena fue filósofo y teólogo, médico, astrónomo, político, escritor y devoto de la mesa y el harén. Pasma pensar que con sólo cincuenta y siete años de esa vida pudiese a su muerte dejar casi 200 obras de tema diverso, entre ellas
el imponente Qanun o Canon, cima indiscutida de la medicina
medieval, y la serie de los tratados filosóficos que tan alto lugar
le concedieron en la cultura de su país y —como precursor inexcusable— en la de la Edad Media cristiana. Componen el Canon
cinco libros (kutub), cada uno de ellos sucesivamente dividido en
disciplinas (funun), tratados (ta-alim), secciones (fusul) y capítulos (maqalat). Muy directamente apoyado en Galeno, Avicena expone de manera personal, y en ocasiones con importantes novedades de detalle, todo el saber médico de su tiempo, desde la
conceptuación de la medicina hasta la toxicología y la dietética.
«Más mató la cena que sanó Avicena», ha dicho durante siglos
el pueblo español; lo cual, a contrariis, es acaso la mejor demostración del inmenso renombre que como médico y sabio logró Ibn Sina.
Médicos importantes del siglo xi fueron: en Oriente, Ali Yahya
ben Isa, Jesus Haly entre los medievales europeos, autor del primer
tratado árabe de oftalmología (Monitorium ocularium, en su versión
latina), y el egipcio Ali ben Ridwan o Rodoam, buen comentador
de la Mikrotekhne galénica; y en Occidente, Yahya ibn Wafid o
Abenguefit, médico de Toledo, famoso por sus escritos farmacológicos
y dietéticos.
D. Durante los siglos XII y XIII, serán los médicos de.alAndalus quienes lleven la palma. El cordobés Muhammad alGafiqi es otro de los grandes clásicos de la oftalmología medieval. Con su Al-Taisir, el sevillano Avenzoar (Abu Marwan ibn
Zohr) logró fama como clínico, terapeuta y dietólogo. Más filósofo que médico, desde luego, médico fue y de medicina escribió
Avempace (Abu Bakr ben Yahya ben al-Sa'ig Ibn^Bayya). Sobre
todos se alzó como filósofo y como médico, otro de los grandes
genios del Islam y su pensador más influyente sobre la Edad
Media latina, Ibn Rushd o Averroes (1126-1198). El «Comentador» por excelencia de Aristóteles fue Averroes para los medievales. Su obra médica principal, el Kitab al Kulliyat al-Tibb, o
Liber universalis de medicina, o Colliget, es un tratado sistemático, como el Canon de Avicena, pero más libre de pensamiento
que éste y enriquecido por su básico designio de «concordar»
entre sí a Aristóteles y Galeno.
lunto a los médicos y filósofos musulmanes es preciso mencionar a otro médico y filósofo también genial, el judío cordobés Musa ben Maimun o Maimónides (1135-1204). Lo que como
filósofo fue Averroes para la fe del Islam, eso fue Maimónides
7
162 Historia de la medicina
para la fe de Israel: el hombre que bajo la sombra de Aristóteles racionalizó filosóficamente, sin traicionarla, la religión de su
pueblo. Sus escritos toxicológicos, higiénicos y deontológicos y
sus «Aforismos» en torno al saber galénico le conceden muy
digno lugar en la historia de la medicina.
Expulsado de Córdoba por el fanatismo religioso de los almohades, Maimónides halló refugio sucesivo en Fez, Jerusalén y El Cairo,
donde encontró nueva patria y triunfó brillantemente como clínico.
Lo mismo que todos los grandes médicos medievales —árabes o cristianos—, vio en la dietética y en la terapéutica dos vías para establecer y perfeccionar la función del hombre en la dinámica físico-sacral del universo. Su actitud ante el tratamiento, dentro del cual
tanto valor supo dar a la vida anímica, es muy atractiva para el
lector actual y posee singular nobleza ética.
En la historia de la contribución del pueblo de Israel a la medicina hay que destacar el rico contenido médico ·—anatomofisiológico, clínico, terapéutico, higiénico— del Talmud (siglos ii-iv d.C).
La general atribución de un„ carácter puramente judío y puramente
religioso a los textos talmúdicos impidió que influyeran sobre el desarrollo de la medicina medieval árabe y cristiana. Fruto del sincretismo entre la medicina talmúdica y la griega fue, ya en el siglo vi
d.C, la obra de Asaf ben Berejiahu o Asaf Harofé, cuyo «Juramento médico», compuesto en colaboración con su discípulo Yohanán, es
un hito importante en la moral médica de todos los tiempos.
También andalusí fue, ya en el siglo xm, Ibn al-Baytar, eminente botánico y farmacognosta. En su Gran recopilación sobre
las virtudes de los remedios y alimentos simples conocidos describe hasta 1.500 drogas, 1.000 procedentes de fuentes clásicas
y 500 de origen árabe.
Dos eminentes figuras ilustran la medicina islámico-oriental
del siglo xm: Ibn Abí Usaybia, de Damasco, y el sirio-egipcio
Ibn an-Nafís. Con su Historia de los médicos, en la cual da noticia de 399 médicos y naturalistas, Ibn Abí Usaybia (1203-1273)
es el fundador de la historia de la medicina. Por su parte, Ibn
an-Nafís (1210-1288) ha sido el primero en describir la circulación menor; hecho que había de permanecer desconocido, tanto
en Oriente como en Occidente, hasta que un estudiante de medicina egipcio lo descubrió en 1924, leyendo los olvidados manuscritos de su antiguo y agudo compatriota. La verdadera función
de los vasos pulmonares fue inferida por éste discutiendo la anatomía de Avicena.
Ibn an-Nafís cierra la época creadora de la medicina musulmana. Después de él, sólo autores de segundo o tercer orden
ofrecerá el mundo islámico, hasta que siglos más tarde se inicie
la occidentalización de su saber médico.
Capítulo 2
CONOCIMIENTO CIENTÍFICO Y GOBIERNO TÉCNICO
DEL COSMOS
Puesto el sabio musulmán ante el cosmos, en el resultado
conceptual de su acto contemplativo se mezclaban la repetición
y la innovación. Se repetía ante todo una convicción judeo-cristiana: que el mundo ha sido creado de la nada por la omnipotencia de un Dios trascendente a él. Con variantes no esenciales,
se repetía también lo que sobre el cosmos habían pensado los
sabios griegos, desde Aristóteles hasta el fin de la Antigüedad
clásica. Se innovaba, en fin, en cuanto al modo de entender la
creación divina y la relación entre Dios y el mundo.
«No hay más dios que Alá», dice la más central de las sentencias religiosas del Islam. «El es Alá, el Uno», añade el Corán.
El monoteísmo de los musulmanes es absoluto, tajante. Cristo es
para Mahoma un profeta admirable; pero la idea cristiana de ver
a Jesús de Nazaret como Dios-Hombre o Dios encarnado le parece inadmisible y blasfema. Tan absoluta como el monoteísmo
es la concepción musulmana de la omnipotencia divina y del carácter infinitamente soberano de la divina voluntad. El bien y el
mal son bien y mal porque Alá lo ordena; tan justo es que un
pecador se salve, si Dios lo quiere, como que se condene. Al universo, creación suya, puede gobernarlo a su antojo. En Dios
hay veinte cualidades de necesidad (existencia, eternidad, unidad,
poder, etc.), otras veinte de imposibilidad (las opuestas) y una
de posibilidad: su poder de realizar todo lo posible y lo imposible. Operando acaso sobre la mentalidad preislámica de los
hombres del desierto, esta actitud ante Dios y la creación será
básica y determinante en la configuración musulmana de la ciencia del cosmos.
«La naturaleza —escribe M. Cruz Hernández— poco puede ofrecer en el desierto... Pero sobre la pobreza del desierto pesa aún otro
carácter más duro: su inestabilidad. Una tormenta de arena, hecho
nada infrecuente, es capaz de cegar pozos y fuentes y de borrar toda
señal de ruta. Por tanto, no es de extrañar que el árabe careciera de
un concepto de naturaleza al estilo de la physis helénica, como fuerza potenciadora de la uniformidad cíclica que late bajo el cambio
aparente. El puro azar de la inestabilidad del desierto sólo puede
responder a un tipo de ley: el destino inexorable y arcano.»
En consecuencia, el sabio del Islam no fue capaz de inventar,
como luego el sabio medieval cristiano, la noción de «causa
163
164 Historia de la medicina
segunda»; esto es, la idea de que el fuego quema en último término, sí, porque Dios lo quiere (Dios como «causa primera»
de todo lo creado), pero de modo inmediato porque Dios,
creando el fuego, ha querido que a la naturaleza de éste pertenezca esencialmente la propiedad de quemar (el fuego como
«causa segunda» de la ignición). De ahí que las regularidades
en el curso del suceder cósmico que nosotros llamamos «leyes
de la naturaleza» y los teólogos medievales supieron atribuir a
las «causas segundas» del mundo creado, fuesen para el musulmán «costumbre de Alá» (sunnat Allah); una «costumbre» que
el mayestático Señor del Universo podría romper o alterar en
cualquier momento. Lo creado, enseña Avicena, depende de
Dios de un modo absoluto, eterno y constante. El mundo sería
a la vez eterno y no eterno: no eterno, porque Dios lo hizo de
la nada; eterno, a la vez, porque hasta su menor detalle estaba
ya en la mente de Dios.
A. Así creado por El, Dios ha querido que el universo se
nos muestre, salvo las variantes que en el esquema introduzcan
algunos autores, tal y como Ptolomeo había enseñado; aun
cuando la consistencia real de sus distintas partes fuese luego
entendida conforme a las varias ideas musulmanas acerca de la
creación, Avicena, por ejemplo, enseña que el mundo se ordena
en diez esferas —la de las estrellas más lejanas, la de las estrellas fijas, la de Saturno, la de Júpiter, la de Marte, la del Sol, la
de Venus, la de Mercurio, la de la Luna y el mundo sublunar—,
cada una con su alma motora y su inteligencia propia. Y así
configurado el cosmos, el hombre lo conoce y lo utiliza, porque
para él ha sido creado. Lo cual propone al sabio musulmán tres
tareas: clasificar las distintas ciencias conforme a su jerarquía y
a su contenido; establecer el modo según el cual tal conocimiento y tal utilización pueden ser rectamente conseguidos; averiguar, mediante esas ciencias, lo que son y lo que hacen los diversos entes que componen el universo.
La clasificación de las ciencias fue tema importante para al-Farabí, Avicena y los Hermanos Sinceros. Al-Farabí propone una división
en cinco ramas: 1. Lingüística y filología. 2. Lógica. 3. Ciencias matemáticas (aritmética, geometría, perspectiva, ciencia de la pesantez·
mecánica). 4. Física y metafísica. 5. Ciencias políticas, jurídicas y teológicas. Las ciencias matemáticas pueden ser puras y aplicadas, y la
mecánica, a su vez, más «racional» o más «física». Para Avicena,
es preciso ante todo distinguir entre ciencias teóricas y ciencias prácticas; aquéllas tienen su fin en la verdad, estas otras en el bien. Las
ciencias teóricas se ordenan en tres niveles, ciencias de la naturaleza,
matemáticas y metafísica; y las ciencias de la naturaleza pueden ser
fundamentales o derivadas (entre éstas, la medicina, la magia y la
alquimia). Por su parte, los Hermanos Sinceros clasifican los saberes
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 165
según un orden ascendente y dinámico: matemáticas, ciencia de los
cuerpos físicos, ciencia de las almas racionales y ciencia de las leyes
divinas. En los tres casos, la relación entre el conocimiento teórico y
su utilización práctica se corresponde con la que los griegos, y sobre
todo Aristóteles, establecieron entre theoría, episteme (ciencia) y
tekhne (arte).
B. En esos presupuestos tuvieron principio y fundamento las
ciencias y las artes de la naturaleza cósmica, durante la Edad
Media islámica.
1. No son escasos los méritos de los árabes en la historia
del saber matemático. Heredaron, desde luego, la matemática
griega y la india; pero su genialidad abstractiva y combinatoria,
por un lado, y su tendencia a ver la realidad material o mental no
como agregación de «naturalezas dotadas de propiedades», sino
de «entes activos dotados de un papel operatorio, que concurren
con los demás en el conjunto de las operaciones» (R. Arnaldez
y L. Massignon), por otro, les llevaron a dos creaciones importantes: el álgebra, fundada por al-Hwarizmí —de su nombre se
derivan el universal «algoritmo» y nuestro «guarismo»— y la
concepción dinámica, la «personalización» del número.
Las lenguas semíticas, se ha escrito, «algebrizan» aquello que expresan, al paso que las lenguas indoeuropeas o arias lo «geometrizan». Acaso por esto la geometría árabe sobresalga en los problemas
de cálculo, más abstractos, y no en los de construcción, más figurativos; dominio éste en el cual los árabes no lograron rebasar el nivel
del legado helénico. Otros logros comúnmente atribuidos a los matemáticos del Islam, como el empleo de las cifras llamadas «árabes» y
el uso del número cero, proceden en rigor de la matemática india.
2. Fundamental, pero no literalmente fieles a la enseñanza
de Ptolomeo y Aristóteles, los cultivadores árabes de las ciencias
descriptivas del cosmos también lograron muy notables progresos.
Entre todas esas ciencias, la astronomía era para el sabio
Musulmán la más noble y hermosa; no sólo porque el Corán
invita a contemplar la potencia de Dios en el orden del universo, también porque ciertas exigencias del culto —determinación
del mes del Ramadán, de las horas de la plegaria, de la orientación hacia la Meca— obligaban a contar con ella.
Fueron corregidos bastantes datos de Ptolomeo acerca del movimiento aparente del Sol y los planetas, se compusieron no pocas tablas astronómicas, quedaron formalmente separadas la astronomía y
la trigonometría esférica —en Abu'1-Wafa (940-998) tiene ésta su fundador— y algunos, como el genial al-Biruní, coetáneo de Avicena,
osaron defender el heliocentrismo de Aristarco de Samos. En la
construcción y el empleo del astrolabio se hizo especialmente famoso
166 Historia de la medicina
el andalusí al-Zarqalí o Azarquiel (1029-1087). Naturalmente, la astrologie «judicial» o ciencia de los «decretos de las estrellas», por
tanto de los horóscopos, se halló en estrecha relación con la astronomía científica.
Aristóteles, Arquímedes y Pappus de Alejandría fueron, en
cuanto a la mecánica, los maestros directos de los árabes; pero
el ingenio y la mentalidad de éstos introdujeron novedades importantes en el saber recibido.
Algunas de estas novedades tuvieron carácter operativo: Ibn alHaytham y al-Biruní determinaron con precisión distintos pesos específicos; al-Biruní aplicó la aritmética al empleo de la balanza; los
Banu Musa se ocuparon en la invención de máquinas automáticas.
Otras, y aquí la originalidad es más importante, fueron de orden
conceptual: estudiando la diferencia entre los cuerpos naturales y los
artificiales, al-Kindi modifica de modo muy sutil —y en cierto modo
premoderno— las ideas aristotélicas de materia y forma; al-Farabí
entiende la dynamis griega como «potencia activa» o «fuerza»
(quwwa); y continuando la vía abierta por el neoplatónico alejandrino Juan Filipón, varios sabios árabes, con Abu'l Baraqat al-Baghdadí a su cabeza, discuten la Física aristotélica, en cuanto al movimiento de los cuerpos sólidos en el espacio, y esbozan la doctrina
del impetus de Buridan. Que tales gérmenes no alcanzasen entre
los árabes ulterior desarrollo, no amengua su importancia intelectual
e histórica.
Ibn al-Haytham, el Alhacén de los occidentales, fue la gran
figura árabe de la óptica. Hay en su obra una sumaria óptica
fisiológica y una discusión filosóficf». sobre la naturaleza de la
luz; pero, sobre todo, gran cantidad de investigaciones ópticogeométricas: reflexión y refracción, experimentos con espejos
planos y curvos, e incluso un tratado sobre la medida del paraboloide de revolución.
Muy especial recuerdo merece la alquimia de los árabes. El
origen de la alquimia es anterior a ellos, seguramente greco-egipcio; de Alejandría habría pasado a Bizancio. Se discute si su
nombre procede del término egipcio chemi, «negro», del cual se
derivaría el nombre griego de Egipto, «tierra negra» (Plutarco),
o de khyma, «fusión de un metal». En cualquier caso, la teoría
y la práctica de ella ocupan un lugar considerable en el campo
de la ciencia árabe. Jabir ibn Hayyan o Geber, sabio del
siglo vin, y el médico Rhazes fueron sus más importantes cultivadores; al-Biruní y Avicena, sus críticos más calificados.
Los conceptos fundamentales de la estequiología cosmológica
árabe siguieron siendo los griegos: los cuatro elementos de Empedocles, tierra, agua, aire y fuego, y los dos pares de cualidades básicas. La tierra, por ejemplo, es el resultado de unirse la frialdad,
la sequedad y la sustancia. Por tanto, cabe también decir: la sequedad
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 167
es tierra sin frialdad (P. Kraus, exponiendo a Jabir). Pero sin abandonar estos conceptos fundamentales, los árabes no se limitaron a esa
suerte de combinatoria cosmológica, a la cual su mentalidad tanto les
inclinaba; dieron también algunos pasos en el dominio comprendido
entre la pura especulación cosmológica y la experiencia del laboratorio. Jabir clasifica los minerales en «espíritus» o sustancias volatilizables (azufre, arsénico, mercurio, etc.), «metales» o sustancias fusibles y maleables (plomo, estaño, oro, etc.) y «cuerpos» o sustancias, fusibles o no, que al ser martilladas se pulverizan. Junto a las
«cualidades sensibles» aparecen así «cualidades operatorias». Por
otra parte, la noción de «potencia activa» cobra ahora carácter alquímico. Pero sobre tan prometedores fundamentos, los alquimistas
se lanzaron al empeño de la transmutación de los metales y dieron
por reales y razonadas muchas inconsistentes fantasías. Más positiva
y menos imaginativa que la de Jabir fue la alquimia de Rhazes. Lo
cual no impidió que esta presunta «ciencia alquímica» fuera sometida por Avicena a una severa crítica intelectual y empírica.
La expansión territorial del Islam y la peregrinación canónica a la Meca pusieron los conocimientos geográficos de los árabes (al-Idrisí, Ibn Battuta, Yaqut) en un nivel notoriamente superior al de los griegos. En botánica continuó vigente y no fue
rebasada la taxonomía «sustancial» de Teofrasto (hierbas, arbustos y árboles); pero el número de las especies vegetalec por
aquéllos conocidas (al-Biruní, Ibn al-Baytar) sobrepasa el que sus
maestros griegos habían alcanzado. Sobre la influencia que el conocimiento de Dioscórides ejerció sobre la botánica y la materia
médica del Islam, recuérdese lo dicho.
C. En el mundo islámico, el gobierno técnico del cosmos
nunca rebasó un nivel puramente artesanal. La mecánica; la óptica y algunas prácticas que podemos llamar prequímicas, como
la coloración y la fusión —queden aparte las fantasías alquímicas—, fueron su principal fundamento. Debe decirse, sin embargo, que el refinamiento conseguido por los árabes en diversos
dominios de la artesanía fue realmente grande; baste recordar la
belleza de sus estucos, arabescos, telas y tapices, su habilidad en
la irrigación y el cultivo del campo, la finura de sus damasquinados y tantos logros más. Lo cual no equivale a decir que en
las ciudades del Islam, cuya estructura socioeconómica fue siempre un invariable régimen estamental-señorial, surgiese algo semejante a la incipiente burguesía de la Baja Edad Media cristiana.
Capítulo 3
EL HOMBRE Y LA ENFERMEDAD
En el conocimiento que de la realidad del hombre y de sus
varias vicisitudes sensibles, la enfermedad entre ellas, tuvieron
los médicos árabes, se mezclaron más o menos armoniosamente
dos órdenes de saberes: los inherentes a su monoteísmo y su
creacionismo (el hombre, ser creado por Dios) y los procedentes
de su asimilación de la cultura griega (el hombre, conjunto de
elementos, órganos y funciones). El carácter de aquéllos es teológico-metafísico; el de éstos, anatomo-fisiológico. Así van a mostrarlo los parágrafos subsiguientes.
A. La respuesta de los filósofos árabes a los problemas de la
antropología fundamental —qué es el hombre, cuál es su destino
en el orden del universo, etc.— no fue uniforme; baste comparar
entre sí las opiniones de al-Farabí, Avicena, Algacel y Averroes.
Pero todos los musulmanes creyeron y pensaron que el ser del
hombre resultó de un acto creador de Dios, y de la cultura
islámica fueron patrimonio común, aparte la obvia noción de
«cuerpo humano» (jism), varios conceptos antropológicos: «corazón» (qalb) o espíritu en sentido estricto, lo que en nosotros
permite conocer directamente a Dios; «espíritu» (ruh), cuerpo
muy sutil en el seno del corazón corporal; «alma» (nafs), que
unas veces significa «alma animal» y otras el yo del hombre;
«razón» (aql), ya conocimiento de lo real, ya corazón, en tanto
que órgano perceptivo; «secreto» (sirr), el hombre esencial o
despojado de todo lo superfluo, la intimidad personal. Como se
ve, toda una serie de términos de significación no siempre unívoca y neta. La distinción ternaria de la antropología religiosa de
San Pablo —«carne» o sarx, «alma» o psikhé, «espíritu» o pneuma— no es patente entre los musulmanes.
Basado en el texto del Génesis, el cristiano afirmará sin ambages
que el hombre fue creado por Dios «a su imagen y semejanza», y
desde bien temprano especulará acerca de lo que en la realidad humana es imago o es similitudo respecto de la realidad divina. Aunque la condición espiritual e inmortal del alma humana sea doctrina
general entre los pensadores del Islam —acaso Rhazes dudara de
ella algunas veces—, no parece que la tesis «el hombre, imagen y
semejanza de Dios», de la cual tan importantes van a ser las consecuencias en la Edad Media cristiana, fuese bienquista en el Islam·
«Avicena —se pregunta, por ejemplo, G. Verbeke, comentando la
168
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 169
por lo demás tan sutil psicología aviceniana— ¿pone en evidencia
la densidad de la persona, la consistencia propia del hombre? En
modo alguno... En vano se buscará en esa psicología una idea de la
vida volitiva y de la libertad... Avicena parece haber tomado conciencia mucho más netamente de la dependencia del hombre, de sü
inserción en una especie de determinismo universal, que de su autonomía y de su consistencia personal. El hombre es grande por su yo
espiritual, pero este yo no le pertenece verdaderamente.» Tanto menos acontecerá esto en el pensamiento de Averroes, según el cual
habría un solo intelecto agente para toda la humanidad. Como dice
Cruz Hernández, el musulmán osciló siempre «entre la impasibilidad tópica y el derroche de energías aventureras»; pero pensando
que en definitiva «siempre se realizará el destino concreto prefijado
desde siempre». Como sobre los griegos la moka y la anánke, sobre
los musulmanes, aunque desde otros presupuestos teológicos, pesó
excesivamente la noción del «destino» (kismat).
Limitémonos a lo esencial. Creada directamente por Dios, el
alma del hombre es una sustancia espiritual e inmortal, que anima el cuerpo y, con él como instrumento, realiza las varias actividades que los griegos habían enseñado a distinguir: vegetativas, sensitivas (vitales unas, cognoscitivas otras) y racionales.
Ahora bien: el alma no podría cumplir sus más altas funciones
racionales sin la intervención de un principio extrínseco a ella,
el «intelecto agente» —noción inicialmente aristotélica—, sobre
cuya índole sostendrán opiniones diferentes Avicena y Averroes.
Algo, sin embargo, faltó a los pensadores árabes: una idea suficiente de la libertad humana y sus posibilidades. El estudio de la
antropología medieval cristiana nos hará descubrir las consecuencias de esta limitación, en lo tocante al conocimiento científico y
al gobierno técnico del cosmos.
B. Sobre estos fundamentos teológicos y filosóficos se levantó la antropología fisiológica de los árabes: la ciencia de la realidad del hombre en tanto que parte del mundo sublunar y, por
consiguiente, en tanto que sujeto susceptible de padecer enfermedad. Dentro de la clasificación de los saberes médicos en «teóricos» y «prácticos», tradicional desde los alejandrinos —desde
la Isagoge de Ioannitius, entre los árabes—, la ciencia que ahora
Hamo «antropología fisiológica» constituye el fundamento científico de los primeros.
Todos los tratados sistemáticos de la medicina árabe, el Liber
°d Almansorem de Rhazes, el Liber regius de Ali Abbas, el Canon de Avicena y el Colliget de Averroes, comienzan con una
exposición sistemática, directamente basada en la physiología de
Galeno, que comprende la anatomía, la estequiología y la fisiología del cuerpo humano.
1. El saber anatómico de los árabes fue muy escaso; no
170 Historia de la medicina
practicaron la disección, y aunque los datos extraídos de la obra
galénica se hallan mejor ordenados que en sus fuentes, son mucho más escolares y esquemáticos que en ellas. Salvo en Ibn anNafís, que tiene la osadía y el acierto de negar la perforación
del tabique interventricular, todos los errores anatómicos del escrito De usu partium pasan a los grandes tratados árabes. Sólo
en el filo de los siglos xii y xni, el inquieto médico de Bagdad
Abd al-Latif (1162-1231) corregirá parcialmente, basado en su experiencia propia, la deficiente osteología galénica.
Sin aportar novedades importantes al saber estequiológico de
Aristóteles y Galeno, y poniéndolo en inmediata conexión con la
anatomía, porque como «partes» del cuerpo humano son considerados los varios «elementos» de que está compuesto, la estequiología de los árabes, acaso predeterminada por la obra didáctica de los compiladores alejandrinos, introduce en aquél un
clarísimo orden conceptual y metódico.
En efecto, desde la Isagoge de Ioannitius, al cuerpo que se le ve
ascendentemente constituido por «elementos» (los cuatro de Empédocles), «humores» (los cuatro de Pólibo y Galeno), «temperamentos»
o «complexiones» (mezclas humorales en número variable, según
los autores; Avicena distingue hasta nueve), «virtudes», «cualidades»,
«potencias» o «fuerzas» (los dos pares de contraposiciones: calientefrío, húmedo-seco), «espíritus» (sobre cuya diversificación hay discrepancias: Avicena distingue tres; Averroes, sólo dos, el vital del corazón y el animal del cerebro) y «órganos» o «miembros», cuya
constitución anatómica ya es heterogénea. Fiel a su maestro Aristóteles, Averroes pone entre los humores y las partes heterogéneas u órganos, las «partes homogéneas» o «similares», concepto que utilizará
tanto en su fisiología como en su higiene y su patología.
2. No menos griego, así en su fundamento como en sus descripciones, fue el saber fisiológico de los médicos del Islam. Para
entender el movimiento de los órganos, y por tanto la efectiva
puesta en acto de las «virtudes» o «.potencias» de cada uno —las
dynámeis de los griegos—, Avicena necesita introducir dos conceptos nuevos, el de «acción» o «potencia activa» y el de «facultad del alma». Habría tantas «acciones» como «virtudes» (atractiva, modificativa, expulsiva, etc.; el copioso esquema galénico) y
las nueve «facultades del alma» que pide la varia actividad de la
«virtud» y el «espíritu» animales (oído, vista, olfato, gusto,
tacto, motilidad, imaginación, reflexión y memoria). Mas sutil,
en cuanto que más apuradamente aristotélica, la fisiología general
de Averroes no difiere en esencia de la de Avicena.
La fisiología especial —digestión, respiración, génesis y movimiento de la sangre, etc.— es la galénica. Sólo en el siglo xm, y en lo
tocante a la relación entre el corazón y los pulmones, se apartará
Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial 171
Ibn an-Nafís de la opinión general y describirá sumaria, pero precisamente la circulación menor; recuérdese lo expuesto en un capítulo
precedente. Lo cual no equivale a decir que Ibn an-Nafís, como
tampoco, ya en el siglo xvi, Miguel Serveto, se aparte de los presupuestos de la fisiología del Pergameno. A ninguno de los dos cabe
llamarles «iniciadores de la fisiología moderna».
Pero, dentro de su radical fidelidad a Galeno, algo importante
van a añadir los árabes a la ulterior configuración del galenismo:
el concepto de las «seis cosas no naturales» (sex res non naturales,
en el galenismo latino), como complemento de las «cosas naturales» (res naturales) antes descritas; y teniendo en cuenta el
texto de la Isagoge de Ioannitius, de nuevo hay que pensar en
una originaria motivación alejandrina. «Cosas naturales» son las
pertenecientes a la naturaleza del cuerpo: humores, espíritus, órganos, etc. Las «cosas no naturales» no reciben este nombre por
no ser parte de la naturaleza en general, sino por no pertenecer
a la naturaleza propia del organismo individual; son el aire, la
comida y la bebida, el movimiento y el reposo (del cuerpo en su
conjunto), el sueño y la vigilia, la vacuidad y la repleción, los
afectos del alma. Respecto del organismo individual son «no naturales»; pero no por esto deja de ser necesaria su realidad para
la recta ejecución de nuestra vida. «Factores necesarios», les
llama Avicena, según la traducción de H. Jahier y A. Nouredinne.
Las funciones psíquicas son descritas —con las variantes antes apuntadas— según las líneas generales de la psicología aristotélica. La localización de las facultades del alma que propuso
el helenismo más tardío y el subsiguiente pensamiento cristiano
(Posidonio, Nemesio de Émesa) aparece de ordinario en. los textos médicos árabes.
Desarrollo y complemento de la antropología fisiológica de
los médicos y filósofos árabes es su concepción biológica u organísmica de la sociedad de los hombres: ésta es entendida
como un organismo susceptible de perfección, en el cual el príncipe es el corazón, los informadores de lo que acontece en las
provincias, los sentidos, etc. (al-Farabí). Paralelamente, el buen
político es como el buen padre de familia, y éste como el buen
médico (al-Tusí, 1201-1274). Con el norteafricano Ibn Haldun o
Ben Jaldún (1337-1406), genial adelantado de la filosofía de la
historia, llega a su cima esta sociología médico-biológica.
C. La precedente antropología fisiológica es la base de una
antropología médica o conocimiento científico de la realidad del
nombre, en tanto que ente susceptible de padecer enfermedad y
e
n tanto que enfermo diagnosticable y tratable por el médico.
Aceptada la tópica división de la medicina en «teórica» y «práctica», la antropología médica constituye la parte de aquélla reía-
172 Historia de la medicina
tiva a la enfermedad, y por consiguiente a los cuatro conceptos
que el galenismo medieval cristiano —directamente apoyado en
el galenismo medieval árabe, como éste, a su vez, en los compiladores alejandrinos de Galeno— distinguió como «cosas contranaturales» en su visión del hombre: la enfermedad, las causas
de la enfermedad, los signos de la enfermedad y el curso de
ésta.
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