HISTORIA DE LA MEDICINA BIBLIOTECA MEDICA DE BOLSILLO parte 15

 


el longitudinal, que da fibras visibles, cordones; el superficial o

bidimensional, que forma «tejidos» (texturae), como resultado

de la urdimbre o entrecruzamiento de aquéllas; el tridimensional, en fin, con la masa sólida como término. Falopio es por

consiguiente el creador de la noción de «tejido», entendido éste

en el más directo y textil sentido de la palabra. Tres clases principales de fibras existirían en el cuerpo humano: la fibra carnea,

capaz de movimientos voluntarios, la fibra cartilagínea, susceptible de movimiento involuntario, y la fibra mixta, propia del

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 273

aparato digestivo. Pero las tres coinciden en ser los «elementos

edificativos —y «mecánicamente funcionales»— de las partes

sólidas.

2. Poco a poco, esta estequiología fibrilar irá imponiéndose en biología y medicina. Fabrizi d'Acquapendente la aplica a

su incipiente fisiología mecánica del músculo; Descartes la eleva en su tratado De homine (1662)'a concepto básico de su antropología, en cuanto que elemento fundamental de la res extensa

del hombre; Stenon construye apoyándose en ella (fibra motrix)

su «miología geométrica»; con la fibra como clave edificará

Giovanni Alfonso Borelli (1608-1679) su fisiología iatromecánica; Giorgio Baglivi (1668-1707) distingue dos clases de fibras,

la fibra motrix (músculos, tendones, huesos) y la fibra membranácea (visceras), y levanta sobre esta base una biotipología nueva (individuos de «fibra dura y tensa» y de «fibra blanda y laxa»)

y una patología. Todo o casi todo el pensamiento biológico del

siglo xviii se hace resueltamente «fibrilar». Pero en el desarrollo

de esta doctrina estequiológica durante el Barroco y la Ilustración es preciso consignar la existencia de varios matices nuevos.

En tres direcciones principales se orientan estos últimos: a) El

problema de la constitución última de la fibra. El nuevo auge de la

concepción atomística de la realidad material (Gassendi y, en cierto

modo, también Descartes) llevará a concebir la fibra como una

alineación continua de átomos; y la influencia del infinitismo matemático (nociones de «punto geométrico» y de «infinitésimo», cálculo

infinitesimal de Leibniz y Newton) moverá a entender estos átomos

como puntos infinitamente pequeños; así en Glisson, en Joh. de

Gorter (1689-1762) y Joh. Fr. Schreiber (1705-1760): la serie estequiológica que sucesivamente forman el átomo-punto, la fibrilla, la fibra,

la membrana simplicísima, el vaso elemental, etc. b) La atribución

a la fibra, por parte del pensamiento vitalista, de una «fuerza» (vis)

o propiedad primaria distinta de las mecánicas (atracción, plasticidad,

cohesión, etc.); tal es el caso de Glisson (irritabilitas de la fibra), de

Gorter (superaddita vis), Haller y otros. Un nuevo caso del compromiso entre el mecanicismo puro y el panvitalismo que, como veremos,

Prevalecerá en los siglos xvn y xvm. c) La cuestión de la diversa

índole cualitativa de las fibras. ¿Qué es lo que determina tal diferencia? ¿La distinta agrupación de átomos que en sí mismos serían iguales, como parece pensar Schreiber? ¿La diferente cualidad elemental

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 «química» de ellos, como suponen los iatroquímicos, desde Silvio?

¿La diversa mezcla de gluten o jalea, tierra, hierro y aire, como

afirma Haller? Hasta que a fines del siglo xvm y comienzos del xix

sea sustituida la estequiología fibrilar por otra «esferular» —preludio

de la ulterior doctrina de la célula como elemento biológico—, tales

serán, a este respecto, los problemas principales.

B. Dos son los grandes temas en que se diversificará, entendida como disciplina científica, la antropogenia o ciencia del

274 Historia de la medicina

origen del hombre: la formación de la especie humana (la «filogenia» del hombre, se dirá en el siglo xix) y la génesis de cada

uno de sus individuos o «embriología». Respecto a la primera de

estas dos cuestiones, y no obstante los esbozos de una concepción evolucionista de la especie biológica que aparecen ya en

los últimos decenios del siglo xvni (Buffon, Robinet), en todas

las mentes perdura la tradicional hipótesis creacionista y fixista:

la especie humana habría sido configurada tal y como ahora la

vemos, por obra de un especial acto creador de Dios; ingenua

interpretación literal del relato bíblico, que tanto perturbará durante el siglo xix la relación entre la ciencia natural y la fe

cristiana. Las ideas biogenéticas y embriológicas, en cambio, van

a cambiar no poco, y en distintos sentidos, desde los últimos años

del siglo xvi.

1. Aristóteles y los medievales creían que del limo de los

ríos pueden nacer gusanos, y de la carne putrefacta larvas de

mosca: lo viviente y forme podría formarse de lo no viviente e

informe (generatio aequivoca). El primero en combatir experimentalmente tal creencia fue el médico florentino Francesco Redi

(1621-1697): cuando la carne se pudre en frascos bien cerrados,

dejan de producirse larvas; por tanto, omne vivum ex vivo,

«todo lo vivo procede de lo vivo». ¿Por qué? Porque la forma

material de los seres vivos —se pensará— es una realidad natural originaria, radical, no derivable de otra distinta. Nacen así el

«fixismo» y el «preformacionismo» biológicos.

2. La embriología antigua suponía que la primitiva masa

embrionaria es homogénea e indiferenciada; la formación del

embrión sería, por tanto, «epigénesis», paulatina configuración

orgánica de una materia originariamente informe. Pero cuando

se piense que la forma biológica es una realidad fija e invariable

desde el acto creador que la sacó de la nada —o bien, de modo

más filosófico, que la «forma» y la «fuerza» son en el mundo

natural modos de ser radicalmente distintos entre sí y entre sí

radicalmente irreductibles—, ¿podrá sostenerse esa concepción

epigenética de la embriogenia? No: a la epigénesis la sustituirá

el «preformacionismo», la idea de que la forma y la estructura

del individuo adulto estaban precontenidas en el embrión de

manera diminuta e invisible. El paso del embrión a feto y del

feto a niño sería el resultado de dos procesos simultáneos: uno

de crecimiento de la formula preexistente, por obra de la nutrición, y otro de desenvolvimiento o desarrollo de dicha formula,

arrollada sobre sí misma al comienzo de ese des-arrollo suyo (evo·

lutio, en el primer sentido biológico de esta palabra: Ch. Bonnet, 1720-1793, Haller). El embrión humano sería, en suma, un

homúnculo invisible y arrollado sobre sí mismo, una configuración material empírica y mentalmente irreductible a otra realidad

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 275

previa e intrínsecamente animada por una «fuerza vital». Reaparecerá este tema.

Fabrizi d'Acquapendente, iniciador de la embriología moderna,

confesó todavía la epigénesis, pero pensando que el orden de la

morfogenia obedece a un principio arquitectural: en el embrión se

formaría en primer lugar el esqueleto, luego los músculos y por fin

las visceras (1615): un primer paso hacia el preformacionismo (emboîtement, «encajamiento», le llama Bonnet), que adquirirá su forma

definitiva en el siglo xvm. Dos van a ser los modos de entenderlo:

el «animalculismo» y el «ovismo». Según los animalculistas, con Nie.

Hartsoeker (1656-1725) y Nie. Andry (1658-1731) a la cabeza, el portador de la forma específica sería el espermatozoo, poco antes descubierto por Leeuwenhoek. Según los ovistas, con Antonio Vallisnieri

(1661-1730) al frente, tal función sería cumplida por el huevo: en los

ovarios de Eva, afirma con toda impavidez este autor, tuvo que hallarse individualmente preformada toda la humanidad.

3. Entre Fabrizi d'Acquapendente y los preformacionistas,

el genio de William Harvey construyó una embriología epigenética (Exercitationes de generatione animalium, 1651) que modernizaba poderosamente la de Aristóteles. Pero la actitud intelectual de la embriología harveyana, tan alejada del puro mecanicismo, obliga a tratarla en otra sección.

Artículo 3

FISIOLOGÍA

A partir de Fernel (Universa medicina, 1554) el término

«fisiología» perderá poco a poco su general significación antigua

(la physiologia de los presocráticos), para significar tan sólo el

estudio científico de los movimientos y las funciones de los seres vivientes. Muy clara y definitivamente acontecerá esto en el

siglo xvm. Así entendida la palabra, se trata de saber cuál es la

ciencia que ella alberga bajo la impronta de la concepción mecanicista del universo.

Tres notas esenciales —aunque no siempre, claro está, explícita y acabadamente cumplidas en la obra de cada autor— caracterizan la fisiología construida a la luz de la scienza nuova:

1· El movimiento de cada parte del organismo es en principio

entendido como un desplazamiento local del sistema móvil de

que se trate, metódicamente considerado éste como una forma

geométrica o una composición de ellas. 2. Concebida como fábrica o edificación de formas quiescentes —el sistema inmóvil y

capaz de movimiento antes mencionado—, la anatomía debe ser

una disciplina científica distinta de la fisiología y previa a ella.

276 Historia de la medicina

Más aún: en cuanto que la forma configura la función, la cual

no sería sino el desplazamiento de aquélla en el espacio, el saber

anatómico acerca de un órgano permitiría predecir, en principio,

la índole de su actividad fisiológica. La fisiología sería, pues,

«anatomía impulsada», estructura capaz de realizar un movimiento local impelido desde fuera de ella; movilización espacial,

en suma, de la inerte «fábrica» que nombra el famoso epígrafe

vesaliano. 3. El conocimiento científico del movimiento fisiológico

supone la reducción mental del mismo a un «modelo mecánico»

más o menos complicado —esto es, a un esquema imaginativo de

las formas geométricas de que se trate y de su correspondiente

desplazamiento local— y, desde el momento en que esto sea factualmente posible, exige su referencia a leyes matemáticas en las

cuales queden correctamente expresadas su cinemática y su dinámica.

Veamos ahora cómo este ambicioso programa ha sido cumplido, siquiera parcialmente, desde el siglo xvi hasta las postrimerías del siglo xviii.

A. En cierto modo —sólo en cierto modo— la fisiología

moderna comienza con el redescubrimiento de la circulación

menor. Ignorada por todos la descripción medieval de Ibn-anNafís, el español Miguel Serveto (1511-1553) fue su descubridor

para el mundo entero. Aunque Serveto fuese médico de profesión, en el fondo de su alma se sentía reformador religioso; y

como tal, la lectura de la Biblia le había llevado al convencimiento de que la sangre es la parte del cuerpo por la que más

directamente se comunica Dios con la naturaleza humana. Esto

le llevó a pensar en el movimiento corporal de la sangre, y por

consiguiente a recordar sus disecciones anatómicas como estudiante de Medicina en París, donde había sido condiscípulo de

Vesalio. Una pregunta vino a su mente: «Si la sangre que desde

el ventrículo derecho va al pulmón por la vena arteriosa sólo

sirve para nutrirle, como con Galeno todos vienen admitiendo,

¿por qué es tan grueso el vaso que la conduce?» No; si la Naturaleza es tan sabia como afirma el propio Galeno, las cosas no

pueden ser así: esa sangre tiene que pasar al corazón a través de

la arteria venosa después de airearse en el pulmón, y ésta es la

vía, no las presuntas perforaciones del tabique interventricular;

por la cual se llena de sangre ya arterializada el ventrículo izquierdo. Quedaba así sumaria, pero perfectamente descrita la

circulación pulmonar o menor; y después de lo dicho, no puede

extrañar que sea en las páginas de un libro teológico, Christinnismi restitutio (1553), donde Serveto consigne su idea, tan renovadora y antigalénica por su contenido como antigua y galénica

por el estilo del razonamiento que la suscitó.

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 277

Es de rigor recordar que Miguel Serveto murió en Ginebra, quemado por el implacable fanatismo religioso de Calvino y víctima de la

brava, indomable firmeza de su alma en la confesión de sus propias

convicciones religiosas y teológicas. Quemados sus libros a la vez

que su cuerpo, sólo escasísimos ejemplares se salvaron de la hoguera.

Poco más tarde, Realdo Colombo y Valverde de Amusco difundirán

por toda Europa el gran hallazgo de Serveto.

B. Obra de dos autores italianos, Fabrizi d'Acquapendente

y Santorio, son los primeros pasos de la fisiología que venimos

llamando moderna. Fabrizi, al que ya conocemos como anatomista y embriólogo, trató de explicar y entender mecánicamente,

en torno a 1600, varios modos del movimiento local: la marcha

del hombre, el vuelo de las aves, la respiración; para lo cual,

aceptando de lleno la estequiología fibrilar de Falopio, concibió

al músculo como un sistema de fibras longitudinales y transversales y aplicó a su acción las leyes de la palanca. Por su parte,

Santorio Santorio (1561-1636) introdujo resueltamente la pesada

en la investigación fisiológica. Hizo construir una enorme báscula, sobre la cual instaló un lecho y una mesa de trabajo, y a

lo largo de treinta años estudió las variaciones de su propio peso

en las distintas estaciones y en los más diversos estados normales

y patológicos, teniendo en cuenta el de los alimentos ingeridos y

el de las excreciones eliminadas. Aun cuando —naturalmente—

no alcanzase a deslindar la evaporación cutánea de la pulmonar,

sus resultados le permitieron establecer la realidad factual de la

perspiratio insensibilis, la vieja y sólo presunta diapnoé (1614).

Construyó también un «pulsilogio», aparato para contar la frecuencia del pulso, y parece haber sido el primero en medir la

temperatura del cuerpo con un termómetro. A él se debe, en

todo caso, el sentido actual, puramente mensurativo y térmico,

de la palabra «temperatura». Pequeños hechos enormes, en cuanto que son todos ellos —si no se cuenta la clepsidra de Herófilo— los que inician el empleo de la medida en la observación

biológica.

C. Tras estas significativas novedades, William Harvey

(1578-1657), una de las máximas figuras de la historia universal

del saber médico y biológico, abrirá resonantemente la vía regia

de la nueva fisiología. Tal fue la significación de su máxima hazaña: el descubrimiento de la circulación mayor.

Nacido en Folkestone, Harvey estudió en Cambridge y en Padua,

aquí bajo el magisterio de Fabrizi d'Acquapendente. A su regreso a

Londres, fue encargado de dar lecciones de anatomía en el Royal

College of Physicians. Durante ellas, ya en 1615-1616, vino a su

mente la idea de la circulación de la sangre. Pero hasta doce años

278 Historia de la medicina

más tarde no se decidirá a publicar su descubrimiento en el inmortal

opúsculo Exercitatio anatómica de motu cordis et sanguinis in animalibus (1628). Fue médico y amigo del rey Carlos I, a quien acompañó

hasta su ejecución por los parlamentarios de Oliverio Cromwell. Durante los últimos años de su vida, aparte la defensa de su descubrimiento, impugnado por Riolano y otros, Harvey se dedicó a la investigación embriológica y compuso las Exercitationes de generatione

animalium de que antes se hizo mención.

Atraído vivamente hacia el tema de la sangre, como Serveto,

por razones de orden religioso —«vicario del Creador Omnipotente», la llama una vez—, Harvey quiere saber cómo el líquido

hemático se mueve en el organismo. Para ello diseca, observa y

experimenta; y todo hace suponer que la idea de que la sangre

circula surgió en él como verdadera iluminación súbita y a la

vez, porque tan de verdad era hombre de ciencia, como hipótesis de trabajo. El texto de las notas manuscritas en que por vez

primera afirma esa idea (1616) indica que sus experimentos de

ligadura del brazo (constat per ligaturam, dice literalmente) fueron los primeros en convencerle de la verdad de esa idea. En

cualquier caso, la demostración de su gran descubrimiento será

luego expuesta mediante un inicial aserto de carácter matemático y dos subsiguientes y concluyentes pruebas experimentales.

Aserto inicial: la cantidad de sangre que pasa de la vena cava

al corazón y de éste a las arterias es abrumadoramente superior a la

del alimento ingerido. El ventrículo izquierdo, cuya capacidad mínima

es de onza y media de sangre (unos 47 gr), envía en cada contracción a la aorta no menos de la octava parte de la sangre que contiene

(unos 6 gr); por tanto, cada media hora salen del corazón más de

5.000 dracmas de sangre (como 12 kg), cantidad infinitamente mayor que la que, a partir del alimento, pueda haberse formado en el

hígado; luego es necesario que vuelva al corazón. Toda una serie de

argumentos consecutivos da cuerpo a este razonamiento previo.

Primera prueba ad oculos: lo que sucede en el brazo cuando metódicamente se le liga por encima de la flexura del codo. Practíquese

una ligadura fuerte en un sujeto de venas aparentes: el pulso radial

no será perceptible y la mano quedará fría. Conviértase en mediana

esa misma ligadura: el pulso radial vuelve a sentirse, las venas del

antebrazo se ingurgitan, la mano se hincha, calienta y enrojece.

Suéltese totalmente la ligadura: desaparece con rapidez la hinchazón

venosa y el sujeto siente cierto frío en la axila. Sólo una hipótesis

cabe, confirmada a fortiori por un argumento ponderal semejante al

anterior: el cálculo de la sangre que afluye al miembro por las arterias y refluye de él por sus venas.

(La práctica de la sangría había mostrado mil y mil veces que

cuando se liga el brazo por encima del codo se hinchan las venas del

antebrazo. Esto sucede —explicaba la fisiología galénica— porque la

vis attractiva de la vena es excitada por la ligadura y, por otra parte,

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 279

porque, una vez incindido el vaso, el «horror al vacío» atraería a la

red venosa un plus de sangre arterial; todo ello a través de las anastomosis arteriovenosas descritas por Erasístrato y aceptadas por Galeno.)

Segunda prueba ad oculos: la función de las válvulas venosas.

Practíquese una ligadura mediana en un individuo delgado con venas

gruesas: éstas se ingurgitarán y dejarán ver de trecho en trecho pequeños abultamientos, correspondientes a cada uno de los conjuntos valvulares de la pared venosa. Oprímase con un dedo la vena entre dos

de tales abultamientos y deslícesele en dirección distal: la sangre

ingurgita más el abultamiento inferior y no puede pasar de él. Deslícesele en sentido proximal: la sangre fluye fácilmente hacia arriba.

Luego, contra la doctrina de Fabrizi, según el cual las válvulas venosas serían pequeñas compuertas para regular el flujo venoso hacia

las partes periféricas, esas válvulas son en realidad sutiles recursos

de la naturaleza para que la sangre corra sin dificultad hacia el corazón. Luego la circulación de la sangre del corazón a las arterias, de

éstas a las venas y de las venas al corazón es un hecho tan cierto

como evidente. Así lo corrobora, por añadidura, el cálculo de la cantidad de sangre desplazada por varios deslizamientos del dedo opresor

en dirección proximal.

He aquí, pues, un típico experimento moderno, risolutivo,

en el sentido de Galileo: ante la realidad, una hipótesis explicativa, robustecida por un fuerte argumento aritmético; y a continuación, dos pruebas experimentales en absoluto concluyentes

respecto de la verdad de esa hipótesis. La trascendental importancia del descubrimiento de Harvey queda acrecida por la ejemplaridad del riguroso método científico mediante el cual esplende y se impone la verdad de aquél. Frente a la visión antigua,

galénica, del experimento —concepción de éste como una epifanía de la naturaleza para confirmar lo que acerca de ella había

afirmado el sabio—, aparece ante nosotros la metódica cautela

con que el experimentador moderno —frente al cual existe siempre, dice Harvey, una impervestigabilis natura— multiplica las

pruebas, como un detective sagaz y desconfiado, paira que la

oculta y nunca agotada verdad de esa naturaleza se haga a todos

patente.

Mas no sólo por razón de su proceder es «moderno» el pensamiento científico de Harvey; también lo es por la amplitud de

miras con que supo recurrir a la experimentación en animales

—la «fisiología comparada» como método— para confirmar la

verdad universal de su hallazgo; y también por una parte —no

más que por una parte— de su manera de entender la realidad

del movimiento fisiológico. He aquí el pulso arterial. ¿Por qué

la pared arterial se dilata en él? Porque, incitada su vis pulsifica

por los espíritus vitales que a lo largo de esa pared envía el

corazón, activamente hace crecer el diámetro de la luz del vaso,

280 Historia de la medicina

respondía el galenismo. No, no es así, responde Harvey: lo que

sucede es que la vis a fronte del torrente sanguíneo que el corazón lanza a la arteria dilata pasivamente el vaso en cuestión.

«Las arterias no se llenan porque se distiendan, como los fuelles,

sino que se distienden porque se llenan, como los odres», escribe con ingenio. La concepción del movimiento fisiológico como

un desplazamiento local impulsado desde el exterior del sistema

que se mueve, no puede ser más patente. Por el método de su

investigación y por su manera de entender el movimiento de la

arteria en el pulso arterial, Harvey, no hay duda, es un fisiólogo

rigurosamente «moderno».

2. Pero Harvey fue un fisiólogo genial siéndolo de un modo

genialmente jánico. Nadie comprenderá rectamente la integridad

de su obra si no lo ve así. Todo lo que respecto de su pensamiento ha sido dicho hasta ahora pertenece a la mitad del rostro del fisiólogo que mira hacia su presente y su futuro. Ahora

bien: en la totalidad de ese pensamiento hay parcelas —más o

menos armoniosamente conexas con lo expuesto— dentro de las

cuales perdura intacta la mentalidad antigua. He aquí las principales:

a) La causa remota del movimiento pulsátil del aparato

circulatorio. En el pulso arterial, la pared de la arteria se dilata

impulsada por el torrente sanguíneo que envía el corazón. Pero

al corazón mismo, ¿qué es lo que le hace latir? Dos respuestas

distintas, pero «antiguas» las dos, dará Harvey a lo largo de su

vida. En la primera (De motu cordis, 1628), el corazón es a un

tiempo la sede primaria y radical del calor vital —como el Sol

lo es del calor y la vida del cosmos; la cosmología de Harvey

fue, con toda probabilidad, precopernicana— y el centro originario, autóctono, de la contracción muscular que lanza la sangre hacia las arterias. El corazón, en suma, late y se contrae

«desde dentro de él», no por impulsión externa. Más explícito

es el fisiólogo en la segunda de sus respuestas (cartas a Riolano, 1646-1649). Según ella, es la sangre la que comunica su calor

al corazón e incita el latido de éste; en ella tendría su asiento

orgánico la vis enthea o «fuerza divina» de la especie, entidad

metafísica y sacral, en cuanto que constituye el agente invisible

por el cual el Sumo Hacedor comunicó in principio y sigue comunicando la especificidad de su forma a los animales hemátieos y superiores.

b) La idea que Harvey tiene de su personal método científico. Este es, como vimos, genuinamente «moderno», pregalileano, podríamos llamarle; pero en los años finales de su vida, el

gran fisiólogo lo interpretará como una mera aplicación biológica de la vieja «inducción» (epagogé) aristotélica.

c) La deliberada firmeza con que Harvey, fiel a la filoso-

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 281

fía de Aristóteles, sigue admitiendo la noción de sustancia —es

decir, su lúcida voluntad de ser a la vez hombre de ciencia «a

la moderna» y metafísico «a la antigua»— y su admisión, tan

explícita como en los hipocráticos y Aristóteles, de la teleología

de la naturaleza. «Nada hace en vano», dice de ésta. Todo sin

mengua de su cristiana concepción del mundo creado: «He pensado que así —estudiando los animales— podríamos alcanzar...

también cierta imagen del Divino Creador», escribe textualmente.

D. El descubrimiento de la circulación mayor, tan revolucionario respecto de la tradicional fisiología galénica, sólo poco

a poco será aceptado por los sabios de su tiempo —acaso Descartes haya sido (1632) el primer defensor público de Harvey, al

menos en el continente— y sólo paulatinamente ejercerá, por

tanto, la formidable acción renovadora del saber biológico que

como posibilidad llevaba en su seno. Durante los primeros cuarenta años ulteriores a la publicación de De motu cordis, cuatro fueron los principales hechos en que esa acción se reveló:

l. La recta interpretación del destino del quilo intestinal. Es

cierto que los vasos quilíferos —vistos ya, recuérdese, por Herófilo y Erasístrato— fueron definitivamente descubiertos en el

perro por Gaspare Aselli (1581-1626), en 1622; pero, obcecado

éste por la doctrina galénica, pensó que todo el sistema quilífero

desemboca en el hígado, al cual llevaría pábulo nutricio para la

hematopoyesis. Pocos años después (1634), un aficionado a la

anatomía, el francés Fabrice de Peiresc (1580-1637), describió

los quilíferos del hombre. La verdad, sin embargo, sólo fue definitivamente alcanzada cuando Jean Pecquet (1622-1674) en el

perro y Jan van Horne (1621-1670) en el hombre descubrieron

el conducto torácico y su desembocadura en la vena subclavia

izquierda. 2. El descubrimiento de los vasos linfáticos, obra independiente y conjunta de Olof Rudbeck (1630-1702), Th. Bartholin y George Joyliffe (1621-1658). 3. El ya mencionado descubrimiento de los vasos capilares, por Malpigio. 4. El consiguiente destronamiento del hígado como órgano central del organismo

animal; ni fons venarum, ni fons sanguinis va a ser desde ahora.

Hasta un ingenioso epitafio latino dedicó Th. Bartholin al derrocado monarca de las visceras. Pero no sólo esto; toda la fisiología

habrá de cambiar a consecuencia de la obra genial de Harvey.

Ε. Si la anatomía de Vesalio sólo a medias fue arquitectural, y si sólo a medias fue moderna la fisiología de Harvey, no

faltarán hombres durante los siglos xvn y XVIH, que —al menos

programática o imaginativamente— intenten concebir de un modo enteramente mecánico la actividad del cuerpo humano. Tres

s

on las principales etapas históricas de este empeño: la obra de

282 Historia de la medicina

Descartes y sus más inmediatos seguidores; la fisiología de los

iatromecánicos; el mecanicismo materialista de ciertos pensadores dieciochescos.

1. Para Descartes, el mundo creado está compuesto por dos

realidades, el espíritu (res cogitans) y la materia (res extensa),

uno y otra armoniosamente juntos en el ser del hombre. Todo lo

material es mecánico, aunque a su actividad la llamemos «vida

vegetal» o «vida animal»; y el comportamiento mecánico de la

materia podría ser íntegramente explicado mediante sólo tres

conceptos, la extensión, la figura y el movimiento. Desde el origen del universo, su Creador habría querido que la total cantidad de movimiento (mv) fuese en él constante hasta la consumación de los siglos. Puramente mecánica habrá de ser, según esto,

la fisiología cartesiana (De homine, 1662); a ella pertenecen una

concepción termomecánica de la contracción cardiaca y la hematosis y la noción —que tanto desarrollo logrará más tarde— de

«movimiento reflejo»; el determinado en los músculos por la

presunta reflexión mecánica de los espíritus animales en los centros nerviosos. Continuadores del mecanicismo radical de Descartes fueron J. Rohault y N. Malebranche.

2. El pensamiento de Galileo y el radical mecanicismo cartesiano tuvieron como inmediata secuela fisiológico-médica el

sistema comúnmente llamado iatromecánica, cuya máxima figura

fue Giovanni Alfonso Borelli. Italia, con Borelli, Bellini y Baglivi, e Inglaterra, con William Cole (1635-1716), Archibald Pitcairn

(1652-1713), George Cheyne (1671-1743), James Keill (1673-1719)

y Stephen Hales (1677-1761), fueron la sede principal de esta

visión iatromecánica —o iatromatemática, que también así se la

llamó— de la fisiología.

A casi todos los capítulos del saber fisiológico llegó, unas veces

como pura especulación, otras como verdadero experimento, la concepción iatromecánica del movimiento vital. En primer término, y tras

el temprano preludio de Fabrizí d'Acquapendente, a la miología.

Stenon y Borelli fueron los campeones de la concepción mecánicomatemática (fibras, palancas, tensiones, etc.) del movimiento muscular. A Borelli, en cuya mente operaba un genial talento para la esquematización racional, se debe la resuelta introducción del modelo

físico-matemático en biología (E. Balaguer), aun cuando ciertas concesiones a la visión química de la realidad material no falten en su

obra. Menos puramente iatromecánica —véase lo que de ella se dice

luego— se mostró la doctrina fisiológica del peculiar fibrilarismo de

Baglivi. La digestión fue mecánicamente interpretada como una finísima «trituración» del alimento; hasta a calcular matemáticamente la

«función trituradora» del estómago llegó el consecuente Borelli. Ya

en el siglo xviii, el francés R. A. F. de Réaumur (1683-1757) creerá

poder establecer experimentalmente dos tipos cardinales en el proceso

de la digestión: uno mecánico, en los animales herbívoros, y otro

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 283

químico, en los carnívoros. La actividad secretoria de las glándulas

era explicada de un modo a la vez anatómico y hemodinámico: lenificación del movimiento de la sangre, presión de ésta sobre los capilares (Borelli). Pero donde más claramente parecieron triunfar las

explicaciones hemodinámicas fue en lo tocante al mecanismo de la

circulación: cálculo matemático del trabajo del corazón en función

del diámetro total y de la resistencia mecánica del árbol arterial (Borelli, Bellini, Keill); manometría de la presión hemática en los vasos

(St. Hales, Haemostatics, 1733; Hales es el iniciador de la esfigmomanometría). La función respiratoria fue mecánicamente interpretada en

sus dos momentos principales: el movimiento de la caja torácica y

los pulmones durante la inspiración y la espiración (Borelli, Swammerdam) y la hematosis (Malpigio: idea de la arterialización pulmonar de la sangre venosa como un fino «batido» de aire en ella).

También a la neurofisiología llegó, naturalmente, la mentalidad iatromecánica. ¿Podía acaso ser mecánicamente interpretado el movimiento

muscular sin una concepción del impulso motor coherente con ella?

Con distintas ideas acerca de los «espíritus animales» (líquido muy

sutil, succus nerveus, para Borelli; sustancia semejante al «éter»

newtoniano, para Baglivi, etc.), mecánicamente interpretó Malpigio la

hipotética «secreción» de esos espíritus en un cerebro concebido como

aglomeración de microglándulas, y mecánica fue también la idea

(Pacchioni, Baglivi) de una «circulación espirituosa»; de la duramadre

—para Baglivi, el centro común de las fibras membranáceas— a las

visceras, de éstas otra vez al cerebro y las meninges. Del «círculo hemático» dependería la fisiología de las fibras motrices, y del «círculo

espirituoso» o «durai», la actividad de las fibras membranáceas. Físicomecánica fue asimismo la teoría de la visión y la audición que prosperó en el transcurso de los siglos xvn y xvín (Kepler: óptica del

cristalino; Descartes: el ojo como cámara oscura, función de los

músculos ciliares; E. Mariotte, 1620-1684: punto ciego; Fontana y

Zinn: acomodación; Valsalva: función de la membrana timpánica y

de la trompa de Eustaquio; Cotugno y Scarpa: fisiología del oído

interno, etcétera).

3. La consideración mecánica del cuerpo humano, ideal científico surgido a la sombra de la astronomía y la física modernas

y paulatinamente cumplido, bien que de una manera sólo parcial, por los descubrimientos y las hipótesis explicativas anteriormente descritos, terminó siendo en la segunda mitad del siglo xvni una especulación antropológico-moral a cargo de pensadores de segunda fila. Entre ellos descollaron, en la Francia

ilustrada, J. O. de Lamettrie (1709-1751) y el Barón P. H. D. von

Holbach (1723-1789). En su famoso libro L'homme machine

(1748), Lamettrie expone una antropología crasamente materialista; tanto, que atribuye a la materia misma —contra el dualismo cartesiano de la res extensa y la res togitans— la propiedad

de sentir; y, humanamente organizada, hasta la de pensar. Próximo al pensamiento de Lamettrie, desde el punto de vista de

284 Historia de la medicina

su orientación, hállase el atomismo mecanicista del Système de

la nature (1770), del Barón de Holbach.

Artículo 4

PSICOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA

El conocimiento científico del hombre incluirá desde el siglo xvi una psicología nueva, y cada vez con más explicitud exigirá desde el siguiente la constitución de una nueva disciplina

intelectual a la par científica y filosófica, la antropología.

A. Debe verse en Luis Vives (1492-1540) el fundador de la

psicología moderna: un saber acerca de la vida anímica más

atento a la descripción de las manifestaciones de ella —voluntad, inteligencia, memoria, y precisamente por este orden voluntarista— que a la especulación metafísica acerca de lo que el

alma sea. No se perderá en lo sucesivo, desde luego, la actitud

que frente al saber psicológico Vives inauguró; pero, durante

los siglos xvn y xvín, a la descripción de la actividad psíquica

se añadirá un vivo empeño de carácter antropológico-metafísico

(tal es el caso de Descartes, psicólogo en su Traite des passions,

psicofisiólogo en De nomine, metafísico en sus Meditationes y

en sus Principia philosophiae) o antropológico-interpretativo (así

acontece, por ejemplo, en los empiristas ingleses, Locke, Berkeley y Hume, y en sus sucesores de la llamada «escuela escocesa»,

Th. Reid, Dugald Stewart, Th. Brown y W. Hamilton). No parece un azar histórico que el concepto clave para la interpretación científica de la actividad anímica sea, desde Locke y Hume,

el de «asociación», equivalente formal, dentro de este nuevo dominio de la realidad, del que rige los movimientos mecánicos,

la «atracción» newtoniana, y del que parece presidir las alteraciones cualitativas o químicas de la materia, la «afinidad» de

Geoffroy; y así como la atracción mecánica ha sido simple y

grandiosamente matematizada por Newton, y como la afinidad

química comienza a serlo, desde Lavoisier, por las leyes estequiométricas de la combinación, seriamente se confía en lograr

algo semejante en lo relativo a la dinámica psicológica de la

asociación, entendida como cambiante agrupación selectiva de

los «elementos» aislados por la razón descriptiva en el continuo

de la vida psíquica. Esto es lo que a la postre se propuso el

suizo Ch. Bonnet (1720-1793), valga su ejemplo, con su «psicología fibrilar».

Ahora bien: para que las cosas tocantes al psiquismo fuesen tal y como entonces se las interpretaba, ¿cómo tenía que

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 285

estar constituida la realidad del hombre? Por necesidad, la psicología había de conducir a otra disciplina más amplia, la antropología.

B. Compréndese así que ya en 1531 Luis Vives fuese llamado filósofo praesertim anthropologus, «sobre todo antropólogo»; pero la palabra antropología no aparecerá como término

técnico hasta fines del siglo xvi (Otto Casmann, 1594-1595). En

tanto que singular especificación de la naturaleza creada, ¿qué

es esta realidad mixta de materia y espíritu, cuerpo y alma, a

que llamamos «hombre»? Tres respuestas van a descollar sobre

todas durante los siglos xvn y xvni: 1. El dualismo de Descartes: la realidad del hombre es la armoniosa composición de un

cuerpo (res extensa) y un espíritu o alma (res cogitans); ambas

res se relacionan y comunican entre sí por obra de los espíritus

animales, y precisamente desde la glándula pineal, sede del alma.

Lejos ya del cartesianismo, todavía Sommerring, a fines del siglo xvm, seguirá preocupado por el problema de la localización

cerebral del alma, y pensará que el fluido contenido en el ventrículo medio es el lugar más idóneo para ella. 2. El monadismo

de Leibniz. «El mundo no es una máquina —escribe Leibniz—,

como querían Descartes y Hobbes. Todo es fuerza, vida, alma,

pensamiento y deseo. La máquina es lo que se ve; pero no se

ve más que la fachada del ser». Con su pensamiento tan radicalmente dinamicista, Leibniz concibe a la substantia como vis

(«fuerza»), y distingue tres órdenes de mónadas, correspondientes a los simples vivientes (con una percepción insensible y momentánea), a los animales (percepción bajo forma de sentimiento, mónada ya anímica) y al hombre (razón y reflexión, apercepción, mónada espiritual). 3. El materialismo mecánico de Hobbes, proseguido en Francia, como vimos, por Lamettrie y Holbach, y matizado por Hume con su fenomenismo empirista y su

crítica de la concepción sustancial del alma; esto es, cuando, ya

entrado el siglo xvm, al lado del general cristianismo, católico

o protestante, de los europeos, y como consecuencia de la creciente secularización de la cultura, surjan el deísmo y el ateísmo.

Tengamos desde ahora presente ese carácter dinamicista del

Pensamiento cosmológico de Leibniz —mencionado aquí, aunque en modo alguno confiese el mecanicismo—, para entender

desde su raíz el paso del panvitalismo de Paracelso y Van Helniont al vitalismo del siglo xvm. Y no perdamos de vista esta

surnarísima sinopsis de la antropología de los siglos xvn y xvm,

Porque, explícita o implícitamente, ella es la base del pensamiento de los médicos que no se conforman siho apoyando su saber

fisiológico y patológico sobre una idea rigurosa acerca de la

naturaleza del hombre (Borelli, Baglivi, Boerhaave, Hoffmann,

286 Historia de la medicina

Stahl, Haller...) y de los que, como Sydenham, y más tarde

S. A. Tissot (1728-1797) y J. G. Cabanis (1757-1808), traten de

entender científicamente la patología de la relación entre el aima

y el cuerpo.

Capítulo 3

CONOCIMIENTO CIENTÍFICO DE LA ENFERMEDAD

Si la enfermedad es siempre una afección del cuerpo, como

ya Galeno había afirmado —a ningún cartesiano se le ocurriría

sostener que la res cogitans, el espíritu, pueda ser objeto directo

de alteración morbosa—, la hermeneía o «interpretación» de un

médico doctrinariamente mecanicista, la referencia intelectiva del

cuerpo enfermo individual que sus ojos «ven» (experiencia clínica) a lo que su mente piensa que esa enfermedad «es» (su saber patológico), por fuerza habrá de exigir una concepción de

aquélla como un desorden morboso del mecanismo que parece

ser el cuerpo humano; y si, como la práctica enseña, hay enfermedades cuya causa es un movimiento desordenado de la

vida psíquica, ese médico tendrá que ingeniárselas para entender de modo razonable la génesis y el aspecto de esa perturbación patológica de la máquina corporal. Tal fue el programa de

la patología que es habitual llamar «iatromecánica». Menos doctrinarios, más directa y fielmente atenidos a los problemas que

presenta la observación clínica, al lado de ella pueden ser colocados, puesto que de alguna manera era mecánica la explicación a que recurrieron sus autores, los primeros conatos de una

patología anatomoclínica metódicamente racionalizada.

A. Los principios teóricos de la patología iatromecánica

son, por supuesto, los de la fisiología del mismo nombre; y lo

que se dice de sus principios, dígase también de los lugares en

que tal patología fue cultivada. Italia e Inglaterra fueron, en

efecto, los dos países que principalmente dieron suelo a este

cultivo.

1. La patología iatromecánica italiana tuvo sus hombres más

representativos en Borelli, Bellini y Baglivi. Borelli fue mucho

más fisiólogo que patólogo, más hombre de ciencia que médico;

pero algunas ideas acerca del dolor y la fiebre vienen expuestas

en su libro De motu animalium. El dolor sería debido a la mordicación (vellicatio) y la corrosión (corrosio) de las fibras ner-

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 287

viosas, con la consiguiente alteración en la dinámica del succus

nerveus. Menos estrictamente iatromecánica, más concesiva respecto de la ya nacida iatroquímica es la explicación boreliana

de la fiebre; explicación en la cual se mezclan mecanismos hemodinámicos y alteraciones químicas (una mayor «acritud» del

succus nerveus). Muy semejante al de su maestro es el pensamiento patológico de Bellini.

Más elaborado fue el sistema iatromecánico de Baglivi. Los

conceptos cardinales del metodismo antiguo (status laxus y status strictus) son ah'ora mecánicamente concebidos: remissio y

tensio de las fibras; aquélla predominante en las enfermedades

crónicas, esta otra en las agudas. Hasta a la interpretación de

las enfermedades mentales se extiende este punto de vista: la

variable tensión de la duramadre y la alteración del movimiento circulatorio de los espíritus —habría en ellos, recuérdese, un

movimiento centrífugo o syntalticus y otro centrípeto o contrasyntalticus— permitirían explicar los delirios, la melancolía, el

estupor, etc.; curiosa extremosidad doctrinaria de un médico

tan dotado para la observación clínica y tan elocuente para aconsejarla.

2. No podía ser muy distinto de éste, naturalmente, el pensamiento de los iatromecánicos ingleses: Cole, Pitcairn, G. Cheyne, Keill. Cole propuso una teoría químico-mecánica de la fiebre: la materia tóxica va acumulándose en los espacios interfibrilares, con la consecuencia inmediata de un «estremecimiento» de las fibras (escalofrío) y la ulterior de su paso a la sangre

(calor febril). Más rigurosamente iatromecánica fue la patología

de Pitcairn. Puesto que el rozamiento de la sangre con la pared

vascular es la causa principal de la termogénesis, la fiebre consistirá en una aceleración del líquido hemático, con calor desmedido, hiperemia periférica y «rarefacción» de ese líquido conio consecuencias sintomáticas. En la misma línea se movieron

lames Keill y James Jurin (1684-1750).

En suma: para- los iatromecánicos, la enfermedad sería

Wia disposición anómala de las fibras del organismo y de las

relaciones mecánicas de éstas con los fluidos orgánicos, por

obra de la cual padecen morbosamente las funciones que de la

actividad de unas y otros resultan.

B. No deja de ser curioso que la noción de «lesión anatomopatológica» o Vitium structurae, paulatinamente elaborada

sobre bases firmes por los médicos disectores de los siglos xvi

y, xvii, no sea empleada de manera sistemática en las explicaciones de la patología iatromecánica; la especulación racional

prevalecía en ellas sobre la observación. Sobre el hecho de esa

lesión, en cuanto que hallada por autopsia en el cadáver, va

288 Historia de la medicina

a apoyarse de Ueno, en cambio, la reflexión de los clínicos que

en el siglo χνπι iniciaban la patología anatomoclínica metódicamente racionalizada a que antes se aludió; a su cabeza, Giovanni Maria Lancisi e Ippolito Francesco Albertini. Experiencia

anatomoclínica y razonable explicación mecánica se aunan en

la naciente cardiopatología de uno y otro. Pero como el proceder mental de ambos era consecuencia del empirismo anatomopatológico de los dos siglos precedentes, su obra será estudiada en páginas ulteriores y dentro del empeño nosognóstico

que desde ahora propongo llamar «empirismo racionalizado».

C. En cuanto a los fundamentos científicos del tratamiento

médico, es preciso reconocer que los iatromecánicos —sin mengua de la expresión de su doctrinarismo en el establecimiento

de ciertas indicaciones: medicación «relajadora» (sangría, vesicación) en las enfermedades determinadas por la tensio, medicación tónica (quina, por ejemplo) en las enfermedades causadas por la remissio, medicación diaforética o desopilante (hierro) en las afecciones producidas por la «opilación» u obstrucción de los canales fibrilares, etc.— se mantuvieron, por lo general, dentro de los límites de la prudencia hipocrática. «En la

discusión de las cuestiones teóricas —dice significativamente

Baglivi— deben ser preferidos los santorianos y harveyanos, pero

en la práctica... los duretianos (Louis Duret, un comentador

renacentista de Hipócrates) e hipocráticos.» Ahora bien: como

la interpretación de la acción de los fármacos es «cuestión teórica», parece natural que los secuaces de la iatromecánica, fieles a ese mandamiento de Baglivi, tratasen de elaborar una far·

macodinamia intelectualmente acorde con su fisiología y su patología. Así nos lo mostrará, valga este ejemplo, su peculiar

actitud ante el problema farmacológico de la quina, tan vivamente discutido en el siglo xvn. Tampoco puede extrañar que

ciertos iatromecánicos, sobre todo si eran cirujanos —tal fue

el caso de Lorenz Heister (1683-1758)— se sientan, frente a la

naturaleza enferma, más como magistri et domini que como

simples ministri de ella. Revive en estos médicos la imperativa

y ambiciosa actitud de Erasístrato, y se acentúa la anterior idea

de Jean Fernel, según la cual el terapeuta debe ser opifex prí'

marius, «artífice primario» de la curación del enfermo.

Sección II

LA VISION PANVITALISTA DEL UNIVERSO

En uso de su omnipotencia, Dios quiso crear el mundo como

un inmenso mecanismo, para que frente a él los hombres ejercitasen inteligentemente su voluntad de conocerlo y dominarlo;

tal fue la tesis más central de los mecanicistas modernos. Usando de esa misma omnipotencia suya —replicarán sus coetáneos

organicistas o panvitalistas—, Dios ha querido que el mundo

creado fuese un ingente organismo viviente, para que dentro

de él, conviviendo humanamente con todo cuanto en él existe,

humanamente pudiesen los hombres comprenderlo y gobernarlo.

Dos contrapuestos paradigmas para entender la realidad del

cosmos: a un lado, la máquina; al otro, el organismo viviente.

Vengamos a la versión moderna del organicismo, y comencemos por afirmar que no poco de ella había ya en el hilozoismo antiguo —el término physis, como sabemos, tiene en su raíz

misma la idea de un «nacer» y un «crecer»— y en la ulterior

afirmación de una «simpatía» entre todos los entes del universo.

Pero lo propio del panvitalismo del siglo xvi, con sus precedentes históricos en ciertas corrientes de la mística medieval, consiste en ver el universo-organismo como naturaleza creada o

natura naturata, en entender la natura naturans como un Dios

trascendente, cuya continuada creación del mundo se nos manifiesta ante todo en el hecho de dar a éste la «fuerza» de ser

viviendo, y en concebir al hombre como una imagen finita de

Dios, viviente y cognoscentemente situada entre la divinidad

del Creador del cosmos y el cosmos así creado y constituido.

Por oposición a los siete rasgos esenciales con que fue descrita

la visión del universo como mecanismo, he aquí los que preva·

lecen en este segundo paradigma —y, para nosotros, segunda

raíz— del pensamiento científico moderno:

1. El universo se nos aparece como una multiplicidad de

π

289

290 Historia de la medicina

cosas cualitativamente distintas entre sí; pero la existencia visible

de cada una de ellas y su peculiaridad cualitativa no son sino

la manifestación de las «fuerzas» específicas y genéticas que

desde la raíz misma de su realidad activa y productivamente

las hacen ser y ser como son. «Im Anfang war die Tat», «En el

principio era la acción» (no la palabra, no el logos), dirá el

Fausto goethiano; una «acción» entendida ahora como fuerza

creadora y racionalmente orientada.

2. La realidad material, incluso la que llamamos «inanimada», es en sí y por sí misma activa; por consiguiente, «vive». Su

forma específica y sus movimientos, como los del animal, serían

producidos espontáneamente y desde dentro de ella.

3. El conocimiento científico del cosmos consiste ante todo

en poseer una noción cierta de las modificaciones cualitativas

de las cosas —una de las cuales sería la forma visible— y de su

real determinación.

4. Frente a la viviente naturaleza cósmica, la técnica consistirá en utilizar el conocimiento de esas modificaciones cualitativas, mediante la ahincada observación directa y un adecuado

método experimental, para gobernarlas a nuestro servicio.

5. En la realidad del cosmos, la «forma material» no es sino

la manifestación sensible de la «fuerza formativa» de la cosa en

cuestión: virtus corporeata, para decirlo con la significativa expresión de Kepler; «fuerza corporalizada», si se me admite la

mínima licencia de entender como vis esa virtus.

6. Bajo forma de «experiencia simpática», el experimento

consistirá, por lo pronto, en una entrega cuasi-mística a la relación viviente con la realidad natural, para sentir en la conciencia

la esencia misma de ésta; y luego, mediante la alquimia, en el

descubrimiento de las condiciones que presiden las modificaciones cualitativas de las cosas.

7. El hombre de ciencia aspira, en suma, a interpretar satisfactoriamente el cosmos mediante dos nociones básicas: «fuerza»

y «cualidad», básica aquélla en cuanto a la génesis de las cosas,

y esta otra en cuanto a su ocasional configuración.

Aparte varios filósofos y místicos —Agripa de Nettesheim.

Sebastián Franck, Valentín Weigel, Jacob Böhme— y, a su manera, un genial hombre de ciencia, Johannes Kepler, dos son

los médicos que más acabadamente representan, precisamente

en tanto que médicos, esta peculiar' visión del mundo: Paracelso

(1493-1541) y van Helmont (1578-1644). Después de conocer sumariamente sus respectivas vidas, tratemos de entender rectamente su pensamiento.

Theophrastus Bombast von Hohenheim, comúnmente llamado Paracelso, nació en Einsiedeln (Suiza) y se educó en Villach (Carintia)·

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 291

Se graduó como médico en Ferrara; pero un irrefrenable afán de

experiencia de la naturaleza y del mundo le hará emplear varios años,

antes de ejercer su profesión, en recorrer numerosos países del centro

de Europa y del Mediterráneo. Practica luego por tierras del Danubio

y del Rhin, y un golpe de buena fortuna le lleva como profesor a la

Universidad de Basilea. No por mucho tiempo: el carácter revolucionario de su enseñanza y su conducta irregular —la noche de San

Juan hace en la calle una hoguera con los textos de la medicina tradicional— le obligan a salir de la ciudad. Otra vez la práctica peregrinante, por ciudades de las actuales Baviera, Suiza y Austria. Cura,

observa, hace alquimia, escribe febrilmente, bebe, polemiza con la

voz y con la pluma. «No sea de otro quien pueda ser de sí mismo»,

reza su mote. Su fama como médico llega a ser casi mítica. Trata al

fin de establecerse en Salzburgo, y allí muere, cuando todavía no ha

cumplido los cuarenta y ocho años. Entre sus numerosos escritos

médicos y alquímicos destacan Opus Paramirum, Paragranum, Grosse

Wundarznei y Von der Bergsucht. Toda su obra se halla redactada

en un lenguaje oscuro y difícil, pintoresco a veces, hermético en ocasiones.

El carácter innovador de las doctrinas de Paracelso y el estilo punto menos que secreto, como para iniciados, de casi todos

sus escritos —muchos tardíamente impresos— suscitaron tras su

muerte dos movimientos contrapuestos: el de sus adeptos, algunos honorables y fervorosos, otros de muy diversa y discutible

condición, y el de sus adversarios, enconadamente fieles a la

herencia grecoárabe. Aunque de manera sumaria, luego veremos

cuál ha sido el legado histórico del revolucionario Hohenheim.

Por el momento, limitémonos a consignar que el más importante

de los frutos inmediatos del paracelsismo fue la obra médica y

química de van Helmont.

El belga Johann Baptista van Helmont, de familia noble y rica,

estudió astronomía, teología, filosofía, derecho, botánica, y por fin,

fervorosamente, medicina. La practicó por afición, y —desde una

actitud espiritual profundamente religiosa y católica, casi mística—

a ella y a la química dedicó su vida. Su obra más importante, Ortus

medicínete, id est initia physica inaudita, fue publicada poco después

de su muerte.

Veamos ahora cómo en Paracelso y van Helmont se expresa,

ante el cosmos y ante la enfermedad, la visión panvitalista de la

naturaleza creada.

Capítulo 1

CONOCIMIENTO CIENTÍFICO Y GOBIERNO TÉCNICO

DEL COSMOS

Los siete rasgos principales con que el pensamiento organísmico o panvitalista quedó caracterizado, permiten comprender

sin esfuerzo la peculiar actitud intelectual ante la realidad del

cosmos que —con matices diferenciales nada leves— por igual

adoptan Paracelso y van Helmont.

He aquí, expuestas por contraste, las más significativas notas de

ella: 1. Conocer la realidad no es en primer término verla para luego

describirla, recortándola según sus «formas» y «aspectos específicos»,

sino sentir y percibir las «fuerzas» que la hacen ser .como es, y por

consiguiente el «sentido» con que dichas fuerzas actúan. 2. Conocer

una parcela del cosmos no es concebirla como una determinada

«sustancia» estable, sino como un fluido modo de comportamiento,

por tanto como un «proceso». 3. Estudiar la índole de una cosa no

consiste en reducirla a «medidas», sino en descubrir el secreto de sus

«cualidades». 4. Entendido el movimiento de las cosas como cambio

cualitativo, no como simple desplazamiento local, la meta del sabio

no debe ser la formulación de sus «leyes dinámicas causales», sino

el establecimiento de las «correlaciones significativas» o «simpáticas»

en que aquél se halle implicado. ¿Podría comprenderse, si no, que

Paracelso quiera ser hombre de ciencia hablando del «tmlso del firmamento» (ritmo estacional de la Tierra como pulso de ella) o de la

«fiebre del terremoto» (el terremoto como escalofrío telúrico)?

A. Dios creó lo que luego será nuestro universo, dice Paracelso, como yliaster o mysterium magnum, una suerte de materiafuerza originaria e indiferenciada. Sobre ella va a actuar, también por decisión divina, la fuerza que él denomina separatio

o «la gran partera», y así comienza el proceso cosmogónico.

Del chaos o caos primitivo se separaron o diferenciaron las determinaciones primigenias de su realidad que, dando un sentido

nuevo a estas viejas palabras, nuestro médico llama «elementos»

(agua, aire, tierra y fuego), quinta essentia o «elemento predestinado» y «principios» o «sustancias» (azufre, mercurio y sal). La

exuberancia y la oscuridad del lenguaje de Paracelso han dado

lugar a discrepancias entre los paracelsistas, en lo tocante a la

significación de los anteriores términos; pero tal vez no sea incorrecto reducir el pensamiento cosmológico de Hohenheim a una

serie de asertos relativamente sencillos.

292

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 293

1. Aunque los cuatro «elementos» sigan llevando su nombre tradicional, y la quinta essentia sea un término del aristotelismo tardío,

y a los tres «principios» se les llame a veces Substanzen, todas estas

realidades originarias son ahora, más que «sustancias» propiamente

dichas, principios operativos, fuerzas elementales y específicas del cosmos. Sulphur, por ejemplo, es «lo combustible», lo que ardiendo de

un modo o de otro permite el crecimiento de las cosas naturales;

Mercurius es «lo volátil», lo que concede a los cuerpos la virtud de

cambiar sin una esencial transformación cualitativa; Sal, en fin, «lo

resistente», «lo fijo», aquello que les otorga la capacidad de perdurar.

2. De los elementos y de los principios proceden las cosas visibles,

según las «raíces seminales» (Same o «semilla», Sperma) que las

prefiguraban en la mente divina. La ciencia del hombre consistirá,

pues, en conocer mediante la observación y el experimento la índole

de ese radical proceso operativo. 3. Las «raíces seminales» no son

sólo generadoras, son también vivificantes. Todo vive en el universo,

y no otra cosa que actividad vital es, por ejemplo, el movimiento de

los astros y la formación subterránea de los filones metálicos. 4. Lo

que en las «raíces seminales» es fuerza constitutiva y ordenadora

recibe el nombre de archeus («arqueo»); el cual se diversifica cualitativamente según el proceso y la cosa que de hecho está originando

(vena metálica, embrión, etc.). En el animal, el arqueo viene a ser,

pues, «el alquimista del cuerpo». 5. Ciencia, medicina y religión se

aunan en el alma de Paracelso. Voluntad de saber, voluntad de curar

y voluntad de encontrar a Dios son para él tres formas distintas de

un mismo querer.

B. Entre la muerte de Paracelso y la plenitud intelectual de

van Helmont, en toda Europa va siendo arrollador el auge de la

scienza nuova. De ahí que en la concepción helmontiana del cosmos se combinen más o menos armoniosamente la concepción

orgánica y panvitalista del universo, la experiencia simpática del

cosmos y la experimentación mensurativa. Es preciso reconocer,

sin embargo, que, en este último caso, la actitud del experimentador se halla bastante más próxima a la de Galeno que a la

de Harvey.

Todo es vida en la actividad del universo, comenzando por la de

su conjunto; pero en ella habría tres órdenes o niveles, la vita minima

(el movimiento natural de los cuerpos que solemos llamar inanimados),

la vita media (la operación de cada uno de los órganos de un ser

viviente) y la vita ultima (la del ser viviente en su conjunto). Así

concebida la constitución de la realidad natural, hay que distinguir

en ella dos principios, uno «material», initium ex quo, y otro «seminal» o initium per quod.

Aquél tendría su raíz primera en el elemento agua; de ésta se

formarían, en efecto, todas las materias terrestres. Toma van Helmont

una maceta en la que hay plantado un sauce verde, la pesa cuidadosamente y la riega con agua de lluvia durante cinco años; al cabo

de éstos, la tierra de la maceta no ha variado apenas de peso, mien-

294 Historia de la medicina

tras que el tallo de la planta pesa varias libras más; luego —concluye— el agua del riego se ha transformado en materia vegetal.

No es preciso gran esfuerzo para advertir hoy dónde está la causa

del craso error de van Helmont, ni cómo, pese al empleo de la men·

suración, la concepción del experimento sigue siendo de alguna manera antigua, galénica. Los varios modos de la materia podrían transformarse, cuando se les calienta, en vapor; y por una suerte de sublimación, en gas (gas aquae, gas sylvestre, gas vitale, etc.). A van

Helmont se debe la invención del término «gas», probablemente derivado del chaos de Päracelso.

La materia de la naturaleza creada o initium ex quo no alcanzaría

plena realidad sin la operación de las fuerzas configuradoras o seminales que constituyen el initium per quod y determinan el proceso

vital del universo y sus partes. Muchas de tales fuerzas distingue y

nombra van Helmont; mas no parece ilícito clasificarlas en tres

grandes grupos, cualitativamente diversos entre sí: 1. Fuerzas de

ejecución: el blas (de blasen, «soplar»: la fuerza que promueve las

propiedades físicas más elementales, como el peso, el calor y la presión del viento) y el fermentum (la fuerza elemental que en el universo determina las alteraciones cualitativas: químicas, digestivas, etc.).

Van Helmont afirmó la existencia de un «disolvente universal» (el

liquor alcahesf). 2. Fuerzas de ordenación o gobierno: el semen (las

fuerzas productoras de formas específicas, un organismo o una enfermedad) y el archeus (la fuerza ordenadora de los diversos movimientos de las partes). 3. Fuerzas de creación: las que bajo forma

de idea hacen que las cosas existan, bien por modo de creación divina, bien, en cuanto que el hombre es imagen y semejanza de Dios,

de manera finita y humana. Pero, divinas o humanas, las fuerzas de

creación —a diferencia de las anteriores— son ya rigurosamente espirituales.

No es difícil advertir que, con la obra de van Helmont, el

primitivo y bullente panvitalismo de Paracelso ha comenzado a

ganar, sin desvirtuarse en lo esencial, cierto orden más racional

y científico, entendidas estas palabras en el sentido que por entonces les ha dado la scienza nuova. Un paso más, y este panvitalismo dejará de serlo y se convertirá en «vitalismo» stricto

sensu y en iatroquímica.

C. Así como para los secuaces de la visión galileana del

mundo el gobierno técnico de éste tiene su fundamento en la

mecánica, para los doctrinarios de la concepción paracelsiana

o panvitalista del cosmos tal gobierno debe ante todo apoyarse

en el conocimiento de las transformaciones cualitativas de las

cosas naturales, y por tanto en la alquimia. Mecánica y alquimia;

he aquí las disciplinas básicas de los dos grandes paradigmas

científicos de los siglos xvi y xvn. Mediante los saberes que le

otorga su laboratorio, el alquimista se siente capaz de imitar'

o modificar en provecho del hombre los procesos genéticos y

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 295

¡ustanciales de la naturaleza; y, como veremos, ésta es precisamente la idea primaria de la técnica terapéutica de Paracelso

y van Helmont. Más tarde, desde Boyle, la alquimia —actividad

y saber de carácter sólo precientífico— se convertirá en química,

verdadera ciencia; y tanta importancia se concede a ésta, ya en el

siglo xviii, como raíz de una nueva técnica, que Diderot la

llamará imitatrice et rivale de la nature.

Es curioso el destino histórico-sociál de la visión panvitalista del

mundo. Inicialmente revolucionaria, a la vez anticlásica y antiburguesa —esto fue en la mente y en la vida de Paracelso—, terminará

siendo, bajo la moderada forma del vitalismo dieciochesco, doctrina

aristocrática y conservadora. Tal vez la conexión entre el paracelsismo y el movimiento de las rosacruces sea el eslabón histórico

intermedio entre una y otra situación del pensamiento vitalista.

A la muerte de Paracelso, en la actitud general frente a sus ideas

se mezclaron el desconocimiento y la hostilidad. Pero durante la

segunda mitad del siglo xvi se produjo el movimiento que los historiadores anglosajones llaman Paracasein revival, al cual pertenece

esencialmente el intento de elaborar una concepción de la realidad

cósmica «intermedia entre la ciencia académica y la alquimia extraacadémica» (López Pinero). Algo debe a este movimiento la ulterior

conversión de la alquimia en química stricto sensu.

Capítulo 2

CONOCIMIENTO CIENTÍFICO DEL HOMBRE

El pensamiento de Paracelso y van Helmont sigue siendo

cristiano. Uno y otro ven en el hombre un ser natural distinto

de todos los restantes, en cuanto que creado por Dios a su

imagen y semejanza. Su antropología será, pues, el resultado

de combinar esta creencia radical con la doctrina cosmológica

antes mencionada.

A. Entendida a la manera de Paracelso y van Helmont, la

concepción panvitalista y procesal del cosmos hace difícil una

exposición de la antropología ordenada según las cuatro orientaciones que el pensamiento presocrático legó a la posteridad:

eidológica (anatomía descriptiva), estequiológica, genética (antropogenia) y dinámica (fisiología y psicología); pero no parece

imposible discernirlas dentro de la obra de uno y otro.

Dios, enseña Paracelso, formó al hombre a partir de una

massa que contenía en germen todos los principios operativos de

296 Historia de la medicina

la realidad creada, y de ella resultó el corpus humano. El hombre es, pues, microcosmos o mundus minor, esto es, copia

abreviada del universo, macrocosmos o maior mundus. Ahora

bien: tal condición microcósmica no es ahora meramente figurai

(la figura del cuerpo, abreviatura de la del cosmos), ni ontológico-sustancial (la naturaleza humana, compendio de todos los

diversos principios formalizadores de la naturaleza universal),

sino dinámico-procesal: el microcosmos, conjunción armoniosa

de todas las fuerzas genéticas y todos los procesos operativos del

macrocosmos. Pero teniendo en cuenta la radical singularidad

que el cristianismo atribuye a la naturaleza humana, ésta se

hallaría integrada, según Paracelso, por tres corpora: un corpus

inferior o «bestial», compuesto por la tierra y el agua, otro

intermedio o «sidéreo», constituido por el aire y el fuego, y otro,

en fin, superior o «invisible», que por ser espiritual y libre no se

halla sometido a la influencia de los astros; el alma, en el sentido

más habitualmente cristiano de la palabra. Sin mengua de la

unidad entre ellos, al primero de estos tres corpora correspondería la vida animal; al segundo, lo que da carácter humano a la

animalidad (la inteligencia, la sabiduría, el arte); al tercero, la

libertad y la vida eterna del hombre.

He aquí, pues, la concepción paracélsica de las cuatro disciplinas

cardinales de la antropología. 1. Aunque Paracelso conozca y nombre

las partes del cuerpo, la anatomía localis —la anatomía por antonomasia— no es para él la ciencia fundamental del saber médico; el

«estudio de los hombres descuartizados», afirma una vez, es «cosa de

niños». 2. Otro modo de conocer la composición del cuerpo le parece

más importante: la anatomía essentialis o ciencia del comportamiento

del sulphur, el mercurius y la sal en cada uno de los miembros y órganos y en la relación del organismo con el cosmos (atmósfera, astros).

De ahí que para él sea la alquimia el saber médico fundamental: una

«fisiología energético-química» susceptible de alteraciones morbosas,

diríamos nosotros. Anatomía mortis es el nombre técnico de dichas

alteraciones, en cuanto que capaces de hacerse, además de morbosas,

letales. 3. La estequiología de Paracelso no es, en consecuencia, ni

humoral, ni fibrilar, sino alquímico-energética, según lo que en el

anterior capítulo quedó expuesto. 4. La antropogenia de Hohenheiffl

es creacionista en cuanto atañe a la filogenia de la especie humana,

y puede ser considerada como epigenética —con una visión resueltamente alquímico-arqueal de la morfogénesis— en tanto que embriología. Por extraño que parezca, alguna analogía hay a este respecto

entre Paracelso y Harvey. 5. La psicología de Paracelso es radicalmente psícosomática; no sólo porque a través del cuerpo propio puedan producir acciones psíquicas los cuerpos exteriores, principalmente

los astros, sino porque el alma, sobre todo mediante la imaginación,

es capaz de determinar alteraciones corpóreas patológicas en uno mismo, e incluso en otras personas.

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 297

B. Aun siendo el pensamiento cosmológico de van Helmont

desarrollo del de Paracelso, algo esencial separa la antropología

de uno y otro: por creer que tiene origen pagano, el piadoso van

Helmont rechazará, en efecto, la doctrina del microcosmos; para

él, la naturaleza del hombre sobrepasa en dignidad la del cosmos, sin copiarla. Lo cual, naturalmente, no quiere decir que

en el organismo humano, pese a la condición formalmente

supracósmica del principio espiritual, personal, que le especifica

y rige, no se reúnan todos los principios de operación que en el

cosmos discierne van Helmont: el blas, el jermentum, el semen,

los archei. Varios serían estos últimos en el hombre: uno rector

y unificante de todo el organismo (archeus influus) y los que,

subordinados a él, dan su actividad propia a cada uno de los

órganos (archei insiti).

El archeus influus tendría su sede en el «duumvirato» del estómago

y el bazo, esto es, allí donde el organismo principalmente entra en

contacto con los alimentos; y de él dependerían el archeus insitus

del hígado, el del corazón, etc. La nutrición acontece, según van

Helmont, según un proceso de seis concoctiones: la acida del estómago (digestión por el «ácido hambriento»), la alcalina del duodeno,

la sanguificante del hígado, la arterializante de la sangre venosa en el

pulmón, la generadora de los «espíritus vitales» en el cerebro, la

terminal y propia de cada órgano. La manifestación más inmediata

de todos estos procesos «fermentativos» sería el calor animal; éste

no es ya —como en Aristóteles y Galeno— la causa de los fenómenos

vitales, sino su efecto. Está naciendo así la fisiología iatroquímica.

En cuanto a la psicología de van Helmont, recuéçdese lo

dicho acerca de la de Paracelso. De ella es continuación directa,

bajo las ineludibles variantes personales.

Capítulo 3

CONOCIMIENTO CIENTÍFICO DE LA ENFERMEDAD

Después de todo lo expuesto, algo podemos adelantar, en

cuanto a la nosología de Paracelso y van Helmont: la enfermedad será para ambos una alteración morbosa de las fuerzas

en cuya virtud se producen la vida del organismo y los distintos

procesos que la integran. Pero esto no nos basta. Es preciso ver

cómo los dos grandes campeones del panvitalismo desarrollan

esa fundamental idea y construyen sus respectivas nosologías.

298 Historia de la medicina

A. Paracelso quiso ser y fue ante todo médico. Por tanto,

a la nosología —y en último término, a la terapéutica— se halla

formalmente orientado todo cuanto en su obra fue filosofía de la

naturaleza, alquimia y, en cierto modo, teología. Estudiemos

metódicamente, pues, la expresión nosológica del pensamiento

cosmológico y antropológico del médico de Einsiedeln.

1. Cuatro son, afirma Paracelso, las columnas sobre que se

apoya el arte médico: la filosofía, la astronomía, la alquimia y la

virtud, a) Llama Paracelso filosofía al conocimiento científico

de la naturaleza sublunar, incluida la del hombre. Una sentencia

suya da muy elocuentemente la clave de su manera de entenderla: «la filosofía es naturaleza invisible, y la naturaleza, filosofía

visible»; así, el «filósofo» a la manera de Paracelso debe ser

alquimista, cosmólogo y, dada la peculiaridad de la naturaleza

humana, también teólogo, b) La astronomía de Hohenheim es a

la vez astronomía stricto sensu, astrología y meteorología. Puesto

que los astros y la atmósfera influyen sobre la vida del hombre

y sobre los procesos de su organismo, el médico debe conocer

ese vario influjo; teniendo en cuenta, eso sí, que sólo en lo que

la naturaleza humana tiene de «animal» o «pecuario», y no en

lo que tiene de espiritual, posee vigencia la astrología: «la

fortuna procede de la industria, y la industria, del espíritu»,

c) La filosofía y la astronomía de Paracelso se hacen en su

mente saber operativo mediante la alquimia o ars spagyrica;

ella es, en efecto, la ciencia que le permite conocer la índole

de los procesos en que se transforma la naturaleza y extraer de

ésta remedios terapéuticos. La «alquimia natural» hace que la

hierba se convierta en leche, y a esto mismo debe aspirar el médico con su «arte espagírica». d) La virtud, en fin, es la cuarta

columna de la medicina; virtud (Tugend), en un sentido a la vez

técnico (como «saber hacer») y étÍGO (como «amor» del terapeuta

a la profesión médica y al enfermo). «Arte y ciencia deben nacer

del amor; si no, no logran perfección.»

2. Apoyada su mente sobre estas cuatro columnas, el médico conocerá adecuadamente la enfermedad. Paracelso es un

«ontologista» de la nosología; las enfermedades internas son para

él entes vivos, realidades sustantivas, y en último término no

procederían del desorden de los elementos, que esto es en ellas

consecutivo y secundario, sino del desarrollo de «semillas» (semina) morbosamente sembradas en el organismo; bien derivadas

de la constitución, «desde el comienzo», por tanto de un semen

yliastrum (hidropesía, ictericia, gota), bien de una corrupción ulterior del organismo, por tanto de un semen cagastrum (pleuritis, pestilencia, fiebre). Ahora bien: sean «iliástricas» o «cagástricas» las «semillas» de la enfermedad, ésta, en su determinación

concreta, sería la consecuencia de una de las cinco siguientes

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 299

posibilidades etiológicas principales: a) El ens astrorum o astrale,

conjunto de las acciones nocivas que el cosmos ejerce sobre el

organismo humano (alteraciones morbosas de los ritmos biológicos, epidemias), b) El ens veneni: tóxicos propiamente dichos y alimentos que, por incapacidad funcional del arqueo del

estómago frente a ellos, llegan a actuar nosogenéticamente. c) El

ens naturale, toda disposición nativa o constitucional capaz de

producir enfermedad. Paracelso hereda y elabora a su modo la

idea galénico-medieval de las res naturales y —distinguiendo

como patólogo las cuatro complexiones de esa tradición médica—

añade a ellas cualidades gustativas, «químicas» (lo ácido, lo dulce, lo amargo y lo salado). Sus intuiciones acerca de la que hoy

llamamos «patología constitucional» son tan certeras como sorprendentes, d) El ens spirituale: la posible acción nosógena del

pensamiento, la voluntad y la imaginación, así sobre uno mismo

como sobre los demás. «El espíritu es el señor, la imaginación

el instrumento y el cuerpo la materia plástica.» e) El ens deale

o ens Dei: las enfermedades directamente producidas por el

jlagellum o castigo divino.

3. Sería insensato buscar en los escritos de Paracelso una

nosotaxia sistemática. Eso sí: el gran reformador de la medicina

menciona con frecuencia no pocos de los procesos morbosos descritos por la patología tradicional (fiebres, pestilencia, podagra,

hidropesía, lepra, etc.), estudia con singular maestría la enfermedad de su época, la sífilis, y describe por su cuenta algunos

genera morborum rigurosamente nuevos: las «enfermedades tartáricas», las «enfermedades invisibles» y las «enfermedades de

las minas».

Examinemos sumariamente algunas de estas novedades: a) Las

enfermedades tartáricas —el primer complejo morboso establecido en

Ja historia con un criterio «químico»— son aquellas en que, por

insuficiencia digestiva del arqueo, se depositan materias pétreas en

alguna parte del organismo (las afecciones que hoy denominamos

gota, arteriosclerosis, litiasis, el viejo «artritismo», etc.). La separación de sal urinae en el líquido urinario constituye su signo más

seguro, b). El estudio de Paracelso sobre la sífilis (Frantzosen, «morbo gálico», la llama) no ha sido mejorado hasta el siglo xix (Sudhoff).

El acto sexual y el contacto serían las dos principales vías de su

propagación, c) Es Paracelso el iniciador de la patología laboral. En

su tratado Von der Bergsucht estudia con nqtable precisión las intoxicaciones crónicas y profesionales producidas por el mercurio, el

arsénico, el antimonio y el cobre. Describió, por otra parte, la relación entre el bocio endémico y el cretinismo, d) Entre los sujetos

afectos por enfermedades invisibles distingue Paracelso los lunáticos

(acción de la luna), los insanos (por obra de la gestación, el parto

o la herencia), los vesanos (alimentación nociva, bebida) y los melancólicos (constitución morbosa). El esquema hipocrático acerca de

300 Historia de la medicina

la producción de la histeria (acción del útero sobre la psique) queda

invertido en la patología de Paracelso (acción de la psique sobre el

cuerpo); de ahí que para él tanto los hombres como las mujeres

puedan ser víctimas de la enfermedad histérica.

B. También es ontologista la patología de van Helmont: la

enfermedad no es en sí misma diathesis y pathos, sino ens veré

subsistens in corpore, un «desconocido huésped» o ignotus hospes que, procedente de su respectiva «semilla» o «idea», se realiza y crece en el organismo que la padece. La acción local de la

semilla, actuante como una spina infixa, y la reacción local frente

a ella, determinarían el hecho de la enfermedad. Así, los conceptos de «enfermedad local» y «enfermedad específica» —«seminalmente específica», cabría decir— se desarrollan a la par.

La enfermedad sería, pues, un proceso constituido por cuatro

etapas: una afección primaria de tal o cual arqueo, suficiente

para perturbar su acción; la concreción de esa afección en una

«idea sellada» (idea sigillaris) o idea-fuerza específica de la dolencia en cuestión; la realización de esa idea en un desorden

de los «fermentos» del órgano afecto; las alteraciones materiales

y los síntomas localizados en que ese desorden se concreta para

el paciente y para el médico. Un ejemplo: en la calculosis urinaria o duelech, la enfermedad no es el cálculo, sino la perturbación inicial del arqueo del riñon.

Desde el punto de vista de su etiología, van Helmont clasifica las

enfermedades según en ellas predomine el desorden del arqueo o la

influencia de la causa exterior. 1. En primer término, pues, los morbi

archeales, realizados según cuatro géneros: enfermedades hereditarias, morbi silentes (las que cursan por accesos sin causa exterior

aparente, como la epilepsia), torturae noctis, como la gota, y robur

inaequale o distribución anómala del vigor vital. 2. Enfermedades

producidas por causas exteriores: recepta (agentes morbosos fuera

del cuerpo, desde las acciones traumáticas a los encantamientos —en

los cuales creía van Helmont—, pasando por los venenos) y retenta

(agentes morbosos formados en el interior del cuerpo, como consecuencia de la producción de materias-fuerzas nocivas en el curso de

alguna de las concoctiones: por ejemplo, las que dan lugar a la formación de «grumos caseosos» en la tisis pulmonar). 3. Naturalmente,

estos dos modos de enfermar no se excluyen entre sí, sino que con

frecuencia mutuamente se combinan.

En el interior de la encrucijada que durante la primera mitad

del siglo xvn formaron el paracelsismo, la creencia en la magia

y en las acciones simpáticas y la naciente ciencia natural de la

modernidad, la obra de van Helmont, ha escrito W. Pagel, abrió

caminos hacia la etiología y la anatomía patológica modernas

—y también, cabría añadir, hacia la concepción bioquímica de

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 301

la enfermedad—, y puso en la mente de los médicos la preocupación por el diagnóstico clínico y patogenético de las enfermedades. Varias de éstas —la tisis pulmonar, el asma, la

histeria, el empiema, la hidropesía, la litiasis renal, la peste—

fueron atentamente estudiadas e interpretadas por van Helmont,

desde sus personales ideas acerca del enfermar humano.

Capítulo 4

FUNDAMENTO CIENTÍFICO

DEL TRATAMIENTO MEDICO

Con Paracelso y van Helmont, sobre todo con aquél, se inicia una etapa nueva en la historia del pensamiento terapéutico.

Ambos, es cierto, siguen confesando el principio de la vis naturae medicatrix; pero su modo de concebirlo procede de una

actitud mental inédita, rigurosamente intermedia entre la visión

antigua de la acción curativa del médico y la visión actual de

ella. Tratemos de entenderla.

A. Tan radicalmente médica, terapéutica, es la concepción

del mundo de Paracelso, que éste no vacila en considerar al

universo entero como una inmensa farmacia, y a Dios como

«supremo boticario» (der oberste Apotheker). La distinción entre

lo que en la naturaleza es medicamento y lo que en ella no lo es,

pierde ahora su vieja solidez. Toda realidad natural puede ser

fármaco, si el médico, mediante la observación y la alquimia,

sabe descubrir los diversos modos de su acción sobre el organismo humano; tal habría sido una de las soberanas intenciones

del acto por el cual Dios creó el cosmos. Situado ontológicamente entre Dios y la naturaleza no humana, el hombre debe

ser explorador y administrador de tan colosal tesoro terapéutico.

El médico, pues, ya no se ve a sí mismo como un mero «servidor

de la naturaleza», sino como un eminente «colaborador de

Dios», que no otro nombre merece quien descubre y rectamente

utiliza las inagotables posibilidades sanadoras del mundo creado.

De ahí la altísima visión que del terapeuta tuvo el cristiano

Paracelso: «El médico se asemeja a los apóstoles, y no es ante

Dios menos que ellos.» Y ya no en el orden de los principios,

sino en el de la acción sanadora, de ahí también su resuelta

apelación a los medicamentos minerales, frente a los cuales tan

temerosos habían sido los médicos antiguos.

302 Historia de la medicina

Reducidos a esquema, he aquí los principios fundamentales del

pensamiento terapéutico de Paracelso: 1. Toda enfermedad apetece,

«como el hombre desea a la mujer», el remedio que ha de curarla;

en principio, no hay enfermedades incurables. 2. En consecuencia,

el médico se desvivirá por encontrar en la naturaleza ese remedio

específicamente adecuado a la enfermedad que trata. 3. En tanto no

lo halle, sólo se propondrá como tarea las curaciones que para él

sean posibles. 4. En sus tratamientos actuará conforme a la regla

contraría contrarüs curantur; pero tal «acción contraria» no será por

él entendida como simple contraposición de cualidades (curación de

«lo caliente» por «lo frío»), sino como ataque específico contra la

«semilla» de la enfermedad, para destruirla. Con Paracelso se inician

—en la intención, al menos— los «tratamientos específicos». 5. El

terapeuta ordenará sus tratamientos según los modelos reales de la

correlación y la semejanza entre el macrocosmos y el microcosmos.

6. Habrá de ser tenida muy en cuenta la influencia que sobre la enfermedad y la acción terapéutica pueden tener la voluntad y la fe

del médico y del enfermo.

En la sección consagrada a la praxis médica estudiaremos

cómo esta actitud mental de Paracelso ante la terapéutica se hizo

operación concreta. Basta lo dicho, sin embargo, para advertir

que en tal actitud y en la concepción de la enfermedad como

proceso vital del organismo a que afecta —por tanto, no como

pathos, «pasión», sino como Wirkung, «acción»— se halla la

parte más importante del tan confuso como genial legado del

reformador de Einsiedeln a la medicina de la posteridad.

B. También el pensamiento terapéutico helmontiano se aparta del galenismo; pero, siendo van Helmont en tantas cosas

fiel a Paracelso, algo importante va a separarle ahora de éste.

Los remedios son específicos, piensa Hohenheim, cuando específicamente destruyen las «semillas» de la correspondiente enfermedad; para van Helmont, en cambio, lo son cuando modifican

en el sentido de la curación el desorden del arqueo morbosamente alterado. La curación misma sería la consecuencia de una

idea del arqueo, espontáneamente producida o suscitada por el

medicamento; idea que sólo en muy contados casos alcanza carácter consciente. Procurarla con su arte debe ser el objeto principal del terapeuta.

Sección II

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