gatos «fisiológicos» del patólogo de la irritation.
468 Historia de la medicina
Pese a la fugaz popularidad del brusaísmo, la medicina francesa
de esta época siguió con fruto la línea de Laennec. El gran clínico
de Tours P. Bretonneau (1778-1862) estableció el concepto anatomoclínico de la fiebre tifoidea (la llamó «dotienenteritis», de dotkién,
furúnculo), ofreció una descripción clásica de la «difteritis», luego
«difteria» (entidad morbosa en la cual fueron nosográficamente reunidos el crup y ciertos tipos de angina tonsilar) y fue uno de los
primeros en defender la especificidad genética de las enfermedades
infecciosas. Otra de las grandes figuras del método anatomoclínico
fue P. Al. Louis (1787-1872), que demostró estadísticamente la frecuencia de la localización apical del tubérculo pulmonar, y con sus estudios, también estadísticos, sobre la clínica y el tratamiento de la
fiebre tifoidea y otras enfermedades agudas, echó para siempre por
tierra la «medicina fisiológica» de Broussais. Estos logros, a los cuales
dará mejor fundamento matemático el libro de J. Gavarret Principes
généraux de statistique médicale (1840), hacen de él uno de los grandes adelantados de la estadística médica moderna. A P. A. Piorry
(1794-1879) se le recuerda como inventor del plexímetro. Eclécticos
ambos respecto de las precedentes orientaciones del pensamiento médico, G. Andral (1797-1879) y A. Trousseau (1801-1867) son los dos
grandes maestros de la medicina francesa por los años de Luis Felipe
y Napoleón III. Andral fue a la vez un heredero fiel y un superador
del espíritu de Laennec. Trousseau, discípulo de Bretonneau, ha dejado
unido su nombre a una larga serie de capítulos y temas de la patología interna: tisis laríngea, anginas y parálisis diftéricas, raquitismo,
tetania infantil («signo de Trousseau»), flemones perinefríticos, derrames pleurales, afasias, traqueotomía, paracentesis. La lección clínica
tuvo en él un brillantísimo cultivador. Menos loable nos parece hoy
su menosprecio de la química y el laboratorio. Merece especial y contradictoria mención J. B. Bouillaud (1796-1881). Por un lado, fue el
continuador más directo del nefasto método terapéutico de Broussais;
mas también, por otro, el descriptor clásico del reumatismo cardioarticular y un precursor inmediato de Broca, en cuanto a la localización cerebral de la afasia motriz.
2. En la medicina del Reino Unido, dos fueron los focos
principales de la investigación anatomoclínica, Dublin y Londres.
Intimamente unidas entre sí, dos escuelas, por tanto, la irlandesa y la inglesa.
La «escuela de Dublin» alcanzó su cima con tres clínicos
de primer orden, Graves, Corrigan y Stokes. R. J. Graves (1796-
1853) introdujo en Irlanda la mejor medicina del continente.
Su descripción del bocio exoftálmico (1835) y del edema angio·
neurótico, sus excelentes lecciones clínicas y el empleo habitual
del reloj para contar el pulso —a la vez que Louis en París;
en ellos cobró vigencia la invención de Floyer— hicieron
memorable su nombre. A D. I. Corrigan (1802-1880) se debe
(«pulso de Corrigan») una magnífica monografía sobre la insuficiencia aórtica. La gran estrella del Meath Hospital dublu»5
fue W. Stokes (1804-1878), uno de los primeros difusores de W
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 469
auscultación laennequiana (1825) y autor de muy buenos tratados sobre las enfermedades del tórax y sobre las fiebres. Con
R. Adams (1791-1875) describió el síndrome que lleva el nombre de los dos; con J. Cheyne (1777-1836), la respiración de
Cheyne-Stokes. Llámase por otra parte «regla de Stokes» a la
que indica el comportamiento de las fibras musculares en las
membranas inflamadas. Un tipo de fractura y una ley sobre el
contagio de la sífilis perpetúan la fama de otro médico de
Dublin, A. Colles (1773-1843).
Durante los primeros lustros del siglo xix brillaron en Londres, donde perduraba un doble espíritu, el sydenhamiano y el
hunteriano, J. Parkinson (1755-1824), nosógrafo de la parálisis
agitante, y W. Ch. Wells (1757-1817), pionero de la descripción
del reumatismo cardioarticular. Más habían de descollar poco
después «los tres grandes del Guy» (del Guy's Hospital), Bright,
Addison y Hodgkin.
R. Bright (1789-1858), uno de los mayores clínicos del siglo
xix, es el clásico por excelencia de la enfermedad que lleva su
nombre (Reports of Medical Cases, 1827-1831) y autor del segundo de los grandes pasos del método anatomoclínico: la consideración del dato de laboratorio —en este caso, la detección
de albúmina en la orina— como verdadero «signo físico».
Indicada ya en el Pronóstico hipocrático, la relación entre la
hidropesía y el riñon fue necrópticamente observada en el siglo xvi
por J. Hesse y Joh. Schenck von Grafenberg. Por otra parte, Cotugno
había descubierto la presencia de albúmina en la orina de algunos
hidrópicos, y Cruikshank, poco antes de 1800, clasificó las hidropesías
en dos grandes grupos, las «generales», con orina coagulable por el
calor, y las debidas a lesión hepática o esplénica, sin albúmina en la
orina.
La gran hazaña anatomoclínica de Bright fue el resultado de
una investigación a la vez clínica, necróptica y química. Gracias
a ella pudo describir, al lado de las hidropesías cardíaca y hepática, una entidad morbosa en la cual se dan simultáneamente
la hidropesía, la lesión renal y la albuminuria. Más aún, ordenó
las alteraciones anatómicas del riñon según tres formas cardinales, desde entonces clásicas: el riñon jaspeado, granuloso y de tamaño casi normal, el riñon grande y blanco y el riñon pequeño
y rojizo. «La investigación de la albuminuria es respecto del riñon lo que la auscultación estetoscópica del tórax respecto del
Pulmón», dirá después P. Fr. O. Rayer. Bright, por otra parte,
describió con precisión la atrofia amarilla aguda del hígado, la
esteatorrea pancreática y las convulsiones epilépticas localizadas.
Coetáneos y compañeros suyos fueron Th. Addison (1793-
1860), a cuyo «melasma suprarrenal» denominó Trousseau «enfer-
470 Historia de la medicina
medad de Addison», y Th. Hodgkin (198-1866), con el cual hizo
W. Wilks lo que con Addison había hecho Trousseau. El nombre de otro distinguido cultivador del método anatomoclínico,
el médico de Birmingham J. Hodgson (1788-1869), también sigue
figurando —«enfermedad de Hodgson»— en los tratados de medicina interna.
3. Después de su notable auge en el siglo xvm, la medicina
austríaca decayó notablemente. Dos egregios investigadores, profundamente imbuidos los dos por la mentalidad anatomoclínica,
la sacaron de su postración y dieron fundamento a la gloria de
la Neue Wiener Schule o «Nueva Escuela Vienesa»: Rokitansky
y Skoda. Pronto hemos de recordar la gigantesca obra de aquél;
veamos la de éste.
J. Skoda (1805-1881), checo de nacimiento, fue médico y profesor en el Allgemeines Krankenhaus vienes, donde logró recrear
la exploración física del tórax. Con mente clara y metódica,
construyó una verdadera teoría acústica de la experiencia percutoria y auscultatoria, estableció una terminología semiológica
racional (cuatro escalas del sonido: claro-mate, lleno-vacío, timpánico-no timpánico, alto-profundo), bien distinta de la empírica
y pintoresca de Laennec, y describió en los derrames pleurales
el timpanismo que lleva su nombre. Otro gran internista de la
Neue Wiener Schule fue Joh. Oppolzer (1808-1871), discípulo
de Skoda.
Β. A partir de 1850, una legión de médicos de todos los
países cultivaron y ampliaron en muy diversos sentidos el campo abierto por Laennec, Bright y Skoda. Por una parte, inventando nuevos signos físicos; por otra, describiendo nuevas especies morbosas anatomoclínicamente concebidas.
1. Con la invención de nuevos signos físicos, en el sentido
laennequiano de esta expresión, la consigna de Bichat, referir de
modo cierto el cuadro sintomático a la lesión anatómica que lo
produce, llega a todos los dominios de la patología. Debo limitarme a una ordenada y rápida mención de los principales
logros:
a) Signos físicos de carácter percutorio y auscultatorio: el
«espacio semilunar» de Traube (1843-1844); el signo de Baccelli (pectoriloquia áfona en los derrames pleurales, 1875); la
semiología acústica de las cavernas pulmonares (A. Wintrich,
Ch. J. B. William, Ν. Friedreich, C. Gerhardt, A. Biermer); el
«triángulo de Grocco-Rauchfuss»; la «curva de Damoiseau», etc.
b) Prosecución de la obra iniciada por Bright, en relación
con los datos del laboratorio químico: cristales de leucina y tirosina en la orina como signo de atrofia amarilla aguda del
hígado (Fr. Th. Frerichs, 1855); análisis químico del jugo gas-
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 471
trico para el diagnóstico de las enfermedades del estómago (W.
O. von Leube, 1871), y del jugo duodenal para las del duodeno
(M. Einhorn, 1909); detección de «hemorragias ocultas» en las
heces para el diagnóstico de las ulceraciones gastroduodenales
(H. Weber, O. y R. Adler, Ε. Meyer).
c) Localización de lesiones anatómico-funcionales mediante
recursos eléctricos (electrizaciones localizadas de Duchenne de
Boulogne, 1885, y de W. Erb, 1868; electrocardiograma, Einthoven, 1903).
d) Conversión de los llamados «síntomas espontáneos» —en
rigor, reactivos a las condiciones normales de la vida— en verdaderos signos físicos localízatenos: desórdenes del lenguaje de
origen neurológico (la historia de la neurología de las afasias
que jalonan los nombres de P. Broca, A. Trousseau, C. Wernicke, Ad. Kussmaul, L. Lichtheim, H. C. Bastian y P. Marie);
alteraciones de la motiüdad y de la sensibilidad (Romberg,
J. M. Charcot, W. Erb, C. Westphal, W. W. Gull, J. H. Jackson,
E. von Leyden); hemianopsia (H. Munk).
e) Provocación de movimientos reflejos y valoración de los
resultados obtenidos como signos físicos: reflejos patelar y del
tendón de Aquiles (Erb y Westphal, 1875), fenómeno de Babinski, 1896.
/) Visión directa de las lesiones ocultas. Este supremo
desideratum de la mentalidad anatomoclínica —tan temprana
y significativamente expresado por el nombre mismo del «estetoscopio»— ha sido alcanzado mediante la endoscopia, los rayos X y las investigaciones quirúrgicas exploratorias. Desde el
oftalmoscopio de Helmholtz (1851) y el laringoscopio de M.
García (1855), hasta el cistoscopio de M. Nitze (1879) y los
broncoscopios de A. Kirstein y G. Killian (1859 y 1898), el desarrollo de las técnicas endoscópicas ha sido rápido y fecundo.
Más aún cabe afirmar esto, a partir del descubrimiento de los
rayos X (Röntgen, 1895), respecto de la exploración radioscópica y radiográfica: lesiones óseas, odontología (W. J. Morton,
1896), tubo digestivo (H. Rieder, 1905), pielografía ureteral (W.
F. Braasch, 1910), vesícula biliar (L. G. Cole, 1914).
2. El progreso de la nosografía anatomoclínica —con la obvia consecuencia nosonímica de idear el nombre de la enfermedad según el de la lesión correspondiente— ha sido, desde Laennec y Bright, literalmente arrollador; tanto, que en nuestros
tratados de medicina interna son mayoría las especies morbosas
conforme a esta regla designadas. Médico o profano, recuerde
cada lector in mente las enfermedades que conoce.
Mencionaré algunos ejemplos bien demostrativos. Aparato digestivo: úlcera gástrica (Cruveilhier, 1830), apendicitis (R. H. Fitz, 1886),
472 Historia de la medicina
cirrosis biliar (V. Ch. Hanoi, 1875). Aparato circulatorio: aparte las
lesiones valvulares (de Laennec a P. L. Duroziez y P. Ch. Potain), la
estenosis pulmonar congenita (F. L. A. Fallot, 1888) y la teleangiectasia hemorrágica múltiple (H. J. L. Rendu, 1896, y W. Osler, 1901).
Sistema nervioso: localización de la tabes dorsal (Romberg, Remak,
Gull, Duchenne de Boulogne y Westphal, 1840-1860), paraplejía cerebral espástica (W. J. Little, 1861), siringomielia (A. M. Morvan, 1883),
esclerosis múltiple y esclerosis lateral amiotrófica (Charcot, 1874), epilepsia jacksoniana (L. F. Brawais y J. H. Jackson, 1875), los diversos
síndromes bulbares y protuberanciales, etc. Riñon: clásica distinción
entre nefritis, nefrosis y esclerosis (Volhard y Fahr, 1911).
C. Tras la publicación del magno tratado de Morgagni
—en el cual, como se recordará, todavía la clínica y la anatomía patológica, bien que de modo prebichatiano, se hallan íntimamente unidas entre sí— el incremento constante de la experiencia necróptica y el simultáneo desarrollo del método anatomoclínico pedían de consuno la creación de una disciplina
fundamental, en la que, sin prescindir, naturalmente, de alguna
referencia tácita o expresa a la clínica, la lesión anatómica fuese
estudiada en sí misma. Así nació la anatomía patológica «pura»,
primogénita de las ciencias «fundamentales» del saber médico;
es decir, las intermedias entre las llamadas «básicas», física,
química, biología, anatomía y fisiología, y los conocimientos clínicos stricto sensu. El libro Morbid Anatomy de M. Baillie (1793)
es la primera expresión metódica de dicha empresa; y pronto
en Francia (Essai de Cruveilhier, 1819, Précis de Andral, 1829)
y en Alemania (Vetter, Meckel, Voigtel, Lobstein) serán publicadas obras semejantes. Pero la etapa verdaderamente fundacional de la nueva disciplina transcurre poco después, entre 1840
y 1860. Tres nombres la protagonizan: K. von Rokitansky, ]·
Cruveilhier y R. Virchow.
K. von Rokitansky (1804-1878), «Linneo de la anatomía patológica», le llamó Virchow, fue durante más de cuarenta años
el arbitro intelectual del Allgemeines Krankenhaus vienes; ante
el tribunal de su Pathologisches Institut habían de pasar, en
efecto, todos los diagnósticos clínicos del establecimiento. Metódicamente, Rokitansky consumó la separación entre el clínico
y el anatomopatólogo. Recibía del hospital el cadáver y la historia del enfermo, practicaba la autopsia, y a la vista de sus
hallazgos se preguntaba: ¿cómo han podido formarse estas alteraciones anatómicas? (Wunderlich). El programa de Bichat
quedaba así ampliamente cumplido, y esto significó para todos
los médicos cultos el Handbuch der pathologischen Anatomie
(1842-1846) del gran maestro de Viena. Desde un punto de vista teorético, la obra de Rokitansky se caracteriza por su atenta
consideración de la génesis de la lesión descubierta y por la
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 473
resolución con que intentó hacer de la anatomía patológica una
ciencia autónoma.
Rokitansky distó mucho de ser un localicista a ultranza. La frecuente observación de enfermedades con lesiones anatómicas poco perceptibles, el recuerdo del «exudado plástico» de John Hunter, la noticia de ciertos experimentos de Magendie —producción de estados piémicos mediante la inyección endovenosa de diversas sustancias— y la
aún vigente idea del blastema originario, de Schwann, le hicieron
concebir su famosa «doctrina de las crasis», tan genuinamente humoral. Las lesiones orgánicas provendrían de una previa discrasia hemática general, consistente en la alteración oxidativa de la albúmina o
de la fibrina. Habría una fibrina inflamatoria, otra cruposa y otra
tuberculosa; y junto a ellas las albúminas cancerosa, tifosa, exantemática y tuberculosa. En los focos inflamatorios, las células purulentas
se formarían a partir de un «exudado plástico» procedente de la
sangre.
Los descubrimientos factuales de Rokitansky fueron muy numerosos: distinción entre la neumonía lobar y la lobulillar, degeneración
amiloidea del riñon, anatomía patológica de la atrofia amarilla aguda
del hígado y del enfisema pulmonar, enfermedades de las arterias,
proliferaciones conjuntivas del sistema nervioso, etc.
El gran Traité d'anatomie pathologique de J. Cruveilhier
(1791-1874) apareció entre 1849 y 1864. Su contenido tiene
como base exclusiva la investigación macroscópica y no se halla
ordenado por órganos, sino por enfermedades; una suerte de
regreso al proceder de Morgagni. Las láminas que lo ilustran
son de extraordinario valor.
El libro sobre el que más directamente se funda la anatomía patológica moderna es sin duda la Cellularpathologie de R.
Virchow (1858). Con las investigaciones que le condujeron a
formular su omnis cellula e cellula, Virchow deshizo la «doctrina de las crasis», de Rokitansky, y a continuación construyó
bajo el nombre de «patología celular» una teoría general de la
Enfermedad, basada en tres principios: 1.° Principio de la localization: no hay «enfermedades generales», todo proceso morboso se halla anatómicamente localizado. 2.° Principio de la
lesión celular: si se quiere conocer lo que en la enfermedad
es verdaderamente elemental y fundamental, hay que recurrir
al estudio de la célula. La «afección pasiva», la «reacción», la
«lesión» y la «parálisis» serían las alteraciones cardinales de
los presuntos «elementos celulares». 3.° Principio del peligro. En
éste consistiría, desde el punto de vista de la vida ulterior de
una y otra, la diferencia fundamental entre la célula enferma
y la célula sana.
Sería un grave error conceptual e histórico hacer de Virchow
u
n anatomopatólogo puro. Su pertenencia a la medicina alema-
474 Historia de la medicina
na de la época le llevó a ver la meta de la medicina científica
—superando así a Bichat y Laennec— en la fisiología patológica. De la investigación minuciosa del enfermo y del cadáver,
escribió, «resultará la verdadera teoría de la medicina, la fisiología patológica». Mas también es cierto que su influencia fue decisiva para emplear como sinónimos, craso error, los términos
«patólogo» y «anatomopatólogo».
En su obra como patólogo, especialmente fecunda entre 1850 y
1870, es posible distinguir tres campos principales: 1." La ya mencionada empresa de fundar la anatomía patológica, y a través de
ésta la patología entera, sobre su concepción de la teoría celular.
Virchow no fue, desde luego, el iniciador de la anatomía patológica
microscópica (Ackerknecht), pero sí su gran teórico y su máximo
sistematizador. 2." El descubrimiento de hechos nuevos y la nueva y
más certera interpretación de otros ya conocidos. Anterior a los trabejos mediante los cuales se opuso a la doctrina de las crasis y creó su
omnis cellula e cellula, fue su victoriosa y fecunda revisión de la
errónea y desmesurada concepción de la flebitis en la obra de Cruveilhier. Virchow demostró que la «embolia» y la «trombosis», conceptos
suyos, son casi siempre anteriores a la flebitis propiamente dicha; estudios que le llevaron a investigar la patología de la serie blanca de la
sangre, y en consecuencia a describir por vez primera la leucemia y a
introducir la noción y el término de «leucocitosis». Dedicó asimismo
su atención a la inflamación (visión localista de los procesos inflamatorios, idea celular de la «inflamación parenquimatosa»), al tejido
óseo (raquitismo, artritis deformante), a la tuberculosis, a la patología
del tejido conjuntivo, a las neoplasias. 3.° La creación de la mayor
parte de los conceptos generales de la actual anatomía patológica, así
de las células (degeneraciones diversas), como de los tejidos y órganos: tejidos patológicos histioides, organoides y teratoides; nociones
de aplasia, hipertrofia, hyperplasia, metaplasia, agenesia, heterotopia,
heterocronia.
No sólo por la gran influencia universal de la «patología
celular» es importante la obra anatomopatológica de Virchow;
también por la extraordinaria eficacia de su magisterio inmediato. No contando a los que cultivaron otros campos de la investigación, como Klebs, Hoppe-Seyler, Kühne y Traube, trabajaron a su lado Fr. W. Beneke (1824-1882), uno de los fundadores de la patología constitucional, Fr. D. von Recklinghausen
(1833-1910), gran clásico de la patología ósea, G. Ed. Rindfleisch
(1836-1908), que descubrió la alteraciones de la médula ósea en
la anemia perniciosa, Th. Langhans (1839-1915), descriptor en
el tubérculo de las células gigantes que llevan su nombre, y }•
Fr. Cohnheim (1839-1884), figura cimera del grupo. Además
de haber sido —luego lo veremos— uno de los pioneros de la
patología experimental, Cohnheim opuso victoriosamente a la
concepción «celular» y «local» de la inflamación, propuesta por
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 475
Virchow, su concepción «vascular» o «circulatoria», según la
cual la diapedesis de los leucocitos a través de la pared de los
capilares sería la fuente principal de las células del foco inflamatorio. Hizo multa et multum, no obstante la relativa brevedad
de su vida.
A la escuela berlinesa de Virchow y a las que de ella se desgajaron
se debe el gran auge de la anatomía patológica alemana en el último
tercio del siglo xix y en los primeros lustros del siglo xx. Entre la
pléyade de nombres que para demostrarlo podrían ser mencionados,
me limitaré a citar los dos que sucesivamente han ocupado en aquélla
un puesto rector entre 1890 y 1915: F. Marchand (1846-1928) y
L. Aschoff (1866-1942). A esíe último, que hizo ilustre la cátedra de
Friburgo de Brisgovia, se debe, entre tantas otras cosas, el influyente
concepto del «sistema retículo-endotelial» (1914 y ss.). Al lado de
ellos han de ser recordados los anatomopatólogos franceses E. Lancereaux (1829-1910), A. V. Cornil (1837-1908) y M. Letulle (1853-
1929), los ingleses W. W. Gull (1816-1890) y J. Paget (1814-1899), los
italianos E. Marchiafava (1847-1935) y G. Banti (1852-1925) y los
norteamericanos Fr. Delafield (1841-1915), W. H. Welch (1850-1934),
L. Hektoen (1863-1951) y M. H. Fischer (nac. en 1879).
De la obra conjunta de este espléndido conjunto de investigadores procede casi todo el saber anatomopatológico que al comienzo de sus descripciones nosográficas («Anatomía patológica
de...»), metódicamente exponen nuestros tratados de patología
interna.
D. En su forma ideal o pura, la que vengo llamando «mentalidad anatomoclínica» constituye uno de los subparadigmas a
que condujo la sucesiva realización histórica del paradigma general y básico de la patología del siglo xix, la concepción de
la enfermedad según los presupuestos conceptuales y los recursos metódicos de la ciencia natural entonces vigente. Tres fueron en su caso los principios cardinales: 1.° La realidad central
y básica de la enfermedad consiste en la lesión anatómica que la
determina. 2.° El conocimiento científico de esa lesión —el saber anatomopatológico— constituye la vía regia para hacer del
saber médico una verdadera ciencia. 3.° El cuadro sintomático
de cada especie morbosa se halla constituido por cuatro momentos: el «déficit funcional» consecutivo a la destrucción total
o parcial del órgano afecto; la «afección pasiva» que el organismo sufre como consecuencia de la correspondiente lesión
anatómica; la «reacción» que ésta a veces determina; las «inhibiciones locales» a que su acción pueda dar lugar. Todo lo cual
manifiesta que, a los ojos del historiador de la medicina, la
mentalidad anatomoclínica debe ser considerada como el resultado de valorar al máximo y estudiar con métodos nuevos la
476 Historia de la medicina
«causa sinéctica» o «continente» de la patología general galénica.
La servidumbre de la mente del médico a los principios de
esta mentalidad orientó en una bien determinada forma, si no
por modo exclusivo, sí por modo preponderante, las bases científicas del tratamiento de la enfermedad. Ganó así un primer
plano el interés por la cirugía exerética o ablativa, vía suprema
para realizar la regla sublata causa, tollitur effectus, cuando a
tal causa se la ve ante todo en la lesión anatómica local —apendicectomía, gastrectomía, ablación quirúrgica de tumores, prostatectomía, etc.—, y se intentó mejorar las curas locales, allí donde éstas, como en las afecciones dermatológicas acontece —curas
de Hebra y de Unna, por ejemplo—, parecían ser eficaces.
Pero la forma ideal o pura de la mentalidad anatomoclínica,
tan bien representada en la Francia del siglo xix por toda una
línea de grandes clínicos —de Laennec a Charcot y Pierre Marie—, fue más y más combinándose con los modos fisiopatológico
y etiopatológico de hacer científico el conocimiento de la enfermedad; baste recordar lo dicho acerca de Virchow y Cohnheim.
Lo cual nos conduce directamente al estudio histórico de esos dos
nuevos caminos del pensamiento médico.
Capítulo 2
LA MENTALIDAD FIS10PATOLOG1CA
Y LA FISIOPATOLOGIA EXPERIMENTAL
La concepción dinámica o procesal de la enfermedad —Ia
visión científica de ésta como un desorden en el proceso energético-material con que la vida se ofrece a quien la estudia en
el laboratorio— tuvo su causa principal en la rápida conversión
de la Naturphilosophie en Naturwissenschaft, en la Alemania
de 1830 a 1850; recuérdese lo dicho en la sección anterior. Mas
también, como certeramente han señalado Ackerknecht y López
Pinero, en la influencia de la médecine physiologique de Broussais allende las fronteras francesas —sobre Virchow y Wunderlich, por ejemplo— y en la pervivencia del «espíritu hunt©·
riano», a la vez experimental y dinámico, no sólo en Inglaterra,
también más allá del Rhin.
Sensible al imperativo de esta nueva mentalidad, tan eficaz en e'
empeño de abatir y fisicalizar el viejo y pertinaz vitalismo, escribís
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 477
Cl. Bernard en 1865: «Yo considero al hospital sólo como el vestíbulo
de la medicina, como el primer campo de observación en que debe
entrar el médico; pero el verdadero santuario de la ciencia médica
es el laboratorio.» Sin embargo, no fueron los médicos franceses los
más sensibles a esta insuficiente, pero fecundísima consigna de su
egregio compatriota, sino, como acabo de indicar, los clínicos y los
patólogos alemanes. Algunos libros, el Handbuch der rationellen Pathologie, de Henle (1846), la Pathologische Physiologie, de L. Krehl
(1893) y el Handbuch der allgemeinen Pathologie, de Krehl y Marchand (1908-1912), y varias revistas, el Archiv für physiologische
Heilkunde, de Wunderlich, Griesinger y Roser (desde 1841), el ya mencionado Archiv, de Virchow (desde 1847), el Archiv für experimentelle Pathologie und Pharmakologie, de Naunyn y Schmiedeberg (desde 1872), el Deutsches Archiv für klinische Medizin (desde 1872) y la
Zeitschrift für klinische Medizin, de Frerichs (desde 1880), dan abrumador testimonio de ello.
Estudiaremos en primer término cómo de la pintoresca patología especulativa de la Naturphilosophie nació la nueva patología, y luego, sucesivamente, los diversos modos concretos en que
se manifestó la mentalidad fisiopatológica, la génesis de la disciplina fundamental a que dicha mentalidad dio lugar y los rasgos
esenciales de ella, en tanto que nuevo subparadigma de la medicina científico-natural.
A. Conocemos ya en sus líneas fundamentales la especulación filosófico-natural de los médicos alemanes seguidores de
Schelling. El propio Schelling, que estudió medicina y hasta llegó
a practicarla, dio la pauta básica para elaborar la patología correspondiente a su Naturphilosophie: asumir la versión del sistema de Brown que en Alemania había difundido Röschlaub e
injerirla «sistemáticamente» en su visión organísmica y evolutiva
del universo. Entre los muchos secuaces de tal empeño, cabe
destacar a cuatro paladines de la medicina romántica: Kieser,
Jahn, Hoffmann y Ringseis.
D. G. Kieser (1779-1862) vio en la enfermedad un «egoísmo» del
Polo negativo o telúrico del organismo y una ocasional regresión de
éste en su proceso evolutivo: los tumores y las malformaciones serían
«vegetalizaciones», y las inflamaciones, «animalizaciones» del hombre
enfermo. Llevando a su extremo el ontologismo patológico, F. Jahn
(1771-1831) pensó que las enfermedades son «seudoorganismos» parásitos del individuo afecto. El cáncer sería el más visible ejemplo de
jal realidad. La idea de la enfermedad como regresión a un nivel biológico inferior tuvo su campeón en K. R. Hoffmann (1797-1877): el
anémico realiza la «idea de la crisálida humana», el catarro «mo-
'Usquiza» al hombre. Joh. N. Ringseis (1785-1880), en fin, pretendió
construir una «teopatología», y resucitó por vía filosófico-natural el
Pensamiento médico asirio-babilónico.
478 Historia de la medicina
En lo que atañe al pensamiento médico, Joh. Müller, fisiólogo,
y Chr. Fr. Nasse (1778-1851) y Joh. L. Schönlein (1793-1864),
clínicos y patólogos, fueron los protagonistas de la conversión
de la Naturphilosophie en Naturwissenschaft. En Schönlein, cultivador de la especulación idealista durante su mocedad, tuvo
su principal adelantado la introducción de los métodos físicos,
químicos y microscópicos en las clínicas alemanas.
B. La omnímoda influencia configurativa de la mentalidad
fisiopatológica sobre la clínica y la semiología puede ser metódicamente reducida a cinco epígrafes principales: fisiopatología del
síntoma espontáneo, aparición de la prueba funcional, visión del
curso de la enfermedad como un proceso continuo y mensurable, nueva idea del signo físico, indagación de síntomas nuevos.
1. Los pioneros del método anatomoclínico, y a su cabeza
Laennec, dieron al «signo físico» valor supremo —y hasta valor
exclusivo— para el diagnóstico, e infravaloraron la significación
y la importancia del síntoma, como dato menos constante y ob·
jetivable que aquél, y por tanto menos fiable. Pues bien: deshaciendo ese error, los fisiopatólogos del siglo xix tratarán de penetrar analítica y mensurativamenté en la intimidad del síntoma
espontáneo, en tanto que alteración objetiva del «proceso general
de la vida» (Frerichs). Tres fueron las vías principales de este
empeño:
a) La consideración del síntoma como un proceso energético; empeño en el cual es la fiebre, naturalmente, el síntoma más
adecuado. Gracias a los trabajos de L. Traube, F. von Baerensprung y Κ. R. Α. Wunderlich (1815-1878), de éste, sobre todo, la
termometría clínica, ya habitual en las buenas clínicas europeas
hacia 1850, fue «procesalizada», si vale así decirlo; esto es, convertida en «curva térmica», característica del proceso febril a
que pertenece y expresiva de la «ley» que internamente rige las
alteraciones patológicas de la temperatura (1868). De la medida
de la temperatura se pasó posteriormente a la determinación
de la cantidad de calor, por K. Liebermeister (1833-1901) y
E. von Leyden (1832-1910). Poco más tarde (1893), Fr. von
Müller (1858-1941) introducía en la clínica la mensuración del
«metabolismo basal».
b) La reducción del síntoma a la figura de un trazado gráfico fijo y mensurable. Primero, en el caso de los síntomas cuya
expresión principal es un movimiento mecánico. Con el kimógrafo de Ludwig como modelo, nacieron así los esfigmógrafos de
K. Vierordt (1818-1884) y E. ]. Marey (en 1855 y 1860, respectivamente), el flebógrafo y el polígrafo de J. Mackenzie (1853"
1925) y otros muchos aparatos registradores. Más tarde, en el
caso de los síntomas que llevan consigo cambios importantes en
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 479
elJ estado eléctrico. Así tuvo su origen el electrocardiógrafo de
cuerda (Einthoven, 1903).
c) El estudio químico del síntoma, en tanto que proceso
material. Tras las investigaciones químico-fisiológicas ya mencionadas (Liebig, Pettenkofer y Voit, Hoppe-Seyler) y los primeros
conatos de una semiología y hasta de una patología químicas
(Cruikshank, Home, Dobson y Wollaston; J. Rollo, ca. 1740-
1809; J. B. T. Baumes, 1756-1828; G. Chr. Reich, 1760-1848),
los verdaderos iniciadores de la actual fisiopatología del recambio
material han sido Fr. Th. Frerichs (1819-1885) y sus discípulos
inmediatos (Naunyn, Ehrlich, Quincke, von Mehring), a los que
siguieron C. von Noorden, F. Allen Joslin y tantos más. Así
considerada, la enfermedad metabólica —diabetes, gota, cistinuria, etc.— viene a ser un desorden químicamente tipificable en
el flujo material de la vida humana.
2. Esbozada ya por los médicos hipocráticos, la prueba funcional —el examen del comportamiento del organismo cuando
se le somete a una exigencia nueva y rigurosamente calculada—
se hace científica y cobra carta de naturaleza en la segunda
mitad del siglo xix. Pueden ser citadas como ejemplo la exploración funcional del riñon (ingestión de yoduro potásico: Dice
Duckworth, 1867; de azul de metileno: Achara y Castaigne,
1897; de agua: Albarrán, Vaquez, Volhard) y el examen de la
capacidad funcional del diabético frente a los hidratos de carbono (glycosuria ex nutrimentis de Ed. Külz, 1874-1875; pruebas de
Strauss y de Naunyn; «glucemia provocada» de C. von Noorden
y N. Rosenberg).
3. La mentalidad fisiopatológica condujo necesariamente a
ver el curso de la enfermedad como un proceso continuo y mensurable. Para los secuaces del método anatomoclínico, la historia
clínica es una serie discontinua de las imágenes visuales que permiten obtener los signos físicos (auscúltatenos, radiológicos, etc.)
correspondientes a cada exploración. Los adeptos al pensamiento
fisiopatológico, en cambio, hacen de la historia clínica una sucesión de trazados gráficos y cifras mensurativas —mecánicas, térmicas, químicas—, idóneas, a su vez, para construir con ellas
"na curva geométrica; tratan en definitiva de reducirla a la serie
de símbolos numerales y lineales en que se manifiesta el proceso
energético-material que para el médico es ahora la vida del enfermo. Hacia 1890-1900, con frecuencia lo mostraron los artículos
clínicos en que más fielmente tenía su expresión dicho pensajoiento (véanse, por ejemplo, muchos de los que aparecieron en
k Zeitschrift für klinische Medizin).
4. Si la enfermedad es a la postre un desorden en el proceso
energético-material de la vida, la lesión anatómica no pasará de
Ser a los ojos del clínico una etapa poco duradera (una inflama-
480 Historia de la medicina
ción aguda) o muy duradera (una cicatriz orgánica) en el curso
temporal de ese proceso; con lo cual, por fuerza tenía que configurarse una nueva visión del signo físico. Más precisamente:
el «signo físico» pasa a ser un «signo funcional» siempre más
o menos variable, hasta cuando lo que delata es la existencia
de una lesión cicatrizal. Así empezaron a interpretar los signos
auscultatories cardiacos E. Stokes (1854) y E. von Leyden (1884),
y así vino a ser considerada la albuminuria, basten estos dos
significativos ejemplos, gracias a una larga serie de trabajos químico-clínicos, desde los del alemán J. Vogel (1856-1865) hasta los
del norteamericano M. F. Fischer (1912), pasando por los de
P. Fürbringer, H. Senator, C. von Noorden, E. Lecorché y
Ch. Talamon, L. Jehle, etc.
5. La renovada atención al síntoma, en tanto que expresión
objetiva del proceso orgánico de la enfermedad, conducirá a la
indagación de síntomas y signos nuevos. A los síntomas «nuevos» ya mencionados al hablar de la mentalidad anatomoclínica,
la respiración de Cheyne-Stokes y el síndrome de Stokes-Adams,
pruebas ambos de cómo esa mentalidad y la fisiopatológica empezaron a combinarse entre sí, puede añadirse la «gran respiración de Kussmaul» (1872); y, por otra parte, los «signos funcionales» que antaño fueron la diazorreacción de Ehrlich (1881),
la cifra del metabolismo basai, la cuantía de la reserva alcalina
(A. Jaquet, 1892; P. Morawitz y D. D. van Slyke, 1913), y luego
han sido tantos más.
C. Como el auge de la mentalidad anatomoclínica dio origen a una disciplina médica fundamental, la anatomía patológica, el ulterior desarrollo de la mentalidad fisiopatológica dará lugar a otra, una fisiología patológica directamente apoyada en la
fisiopatología experimental. A su génesis contribuyeron eficazmente los ensayos experimentales de Magendie, certeros experiments pour voir, como diría Cl. Bernard, y los valiosos trabajos
de éste reunidos en su Cours de pathologie expérimentale (1859),
para no remontarnos a la genial y madrugadora actividad de
John Hunter. Pero la definitiva constitución de la nueva disciplina será obra de dos grandes figuras de la medicina alemana,
L. Traube (1818-1876) y J. Fr. Cohnheim, a quien ya conocemos
como anatomopatólogo, y hallará temprana y ya institucionalizada expresión en el Archiv de Naunyn y Schmiedeberg (1872)·
Poco más tarde, la patología experimental estaba en plena marcha. Sobre todo en los países germánicos, apenas hubo una clínica ambiciosa en la cual, además de la tradicional sala de autopsias y de los ulteriores laboratorios histopatológico, químico y
bacteriológico, no hubiese —en conexión más o menos directa
con ella— un departamento de patología experimental, orientado
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 481
en sus investigaciones por la mentalidad que estamos estudiando.
Varios tratados de fisiología patológica —a su cabeza, el ya
mencionado de L. Krehl— mostrarán sistemáticamente los resultados de la nueva disciplina.
Discípulo de Purkinje, Schönlein y Skoda, compañero de Virchow, L. Traube es autor de una obra patológico-experimental sobremanera importante. La inició estudiando las alteraciones pulmonares
consecutivas a la sección del vago y la fisiopatología de la sofocación
(1845-1846), y la llevó a su cima con sus investigaciones en el campo
de la patología cardiocirculatoria y respiratoria (1867). Es clásico su
análisis del pulso alternante (1871). Su teoría de la fiebre fue especialmente revolucionaria: la hipertermia no se debería a un aumento
de la producción de calor, sino a una disminución de su pérdida,
f. Fr. Cohnheim no llegó a la patología experimental desde la clínica,
sino desde la anatomía patológica. Patológico-experimentales, en efecto, fueron sus estudios sobre el mecanismo de la inflamación (1867),
los procesos embólicos (1872) y la contagiosidad de la tuberculosis
(1879). Su espléndido tratado de patología general (Vorlesungen über
allgemeine Pathologie, 1877-1880) dio la vuelta al mundo. La escuela
patológico-experimental del clínico B. Naunyn (1839-1925), discípulo,
como sabemos, de Frerichs, y uno de los grandes clásicos de la
diabetes, tuvo como hazaña principal la producción de la diabetes
floridcínica (J. von Mehring, 1886) y la pancreopriva (J. von Mehring
y O. Minkowski, 1890). Fueron casi simultáneos los varios descubrimientos patológico-experimentales a que condujo la hipofisectomía,
tras su feliz logro por V. Horsley (1886).
D. Como segundo subparadigma de la concepción científiconatural de la enfermedad, la mentalidad fisiopatológica puede
ser teoréticamente reducida a los siguientes principios cardinales: I.0
En su verdadera y fundamental realidad, la enfermedad
es una alteración morbosa, sin solución de continuidad con el
estado de salud, del peculiar proceso material y energético en
que la vida consiste; es, por tanto, actividad, dinamismo. 2.° El
conocimiento científico de dicha alteración debe y puede ser
obtenido estudiándola por dos caminos complementarios entre
sí: el empleo de los recursos analíticos mensurativos y gráficos
que ofrecen la física y la química y la aplicación metódica de la
patología experimental. 3.° El cuadro sintomático no es sino la
expresión inmediata y sensible de ese desorden procesal. Lo que
en la definición galénica de la enfermedad era «pathos de las
dynámeis vitales», afección pasiva de las diversas actividades
y funciones orgánicas, eso es lo que intentan reducir a ciencia
Positiva los fisiopatólogos del siglo xix. Claramente afirmados
ya en la Allgemeine Pathologie und Therapie als mechanischen
Naturwissenschaften, de R. H. Lotze (1842), y en el Handbuch
der rationellen Pathologie, de Henle (1846), tales principios cobrarán especial vigor expresivo en diversos escritos de Frerichs.
17
482 Historia de la medicina
También en el modo de entender las bases científicas del tratamiento introdujo novedades la mentalidad fisiopatológica. Ganó
importancia con ella la medicación sintomática y fueron aplicados
al estudio de la acción de los fármacos, cada vez más fina y
exactamente, los métodos de la ciencia fisiopatológica y de la
patología experimental. Los ensayos farmacológicos de Magendie constituyeron el punto de partida. Más metódicos, los ulteriores experimentos de Cl. Bernard (curare) y de L. Traube (digital, nicotina, nitrato potásico) contribuyeron eficazmente a esa
subyugante empresa. Pero los verdaderos fundadores de la farmacología experimental fueron R. Buchheim (1820-1879), promotor
del primer laboratorio farmacológico en la Universidad de Dorpat, K. Binz (1832-1912), profesor en Bonn, y O. Schmiedeberg
(1834-1921), que durante casi medio siglo hizo de su Instituto de
Estrasburgo la meca de la farmacología científica. Sobre la «terapéutica experimental» de Ehrlich, véase lo que más adelante se
dice.
Capítulo 3
LA MENTALIDAD ETIOPATOLOGICA.
LA MICROBIOLOGÍA Y LA INMUNOLOGÍA
MEDICAS
Como para demostrar el perdurable valor conceptual de la
visión galénica de la enfermedad, tras la conversión de la «causa sinéctica» y del «pathos de las dynámeis» en materia de dos
importantes ciencias positivas, la anatomía y la fisiología patológicas, lo mismo se hizo con la «causa procatárctica» o «externa» del enfermar. Hasta bien entrado el siglo xix, la etiología
de los tratadistas no pasaba de ser una repetición explícita o
implícita de las sex res non naturales de los galenistas latinos,
más o menos pertinentemente ilustrada con los datos que de la
observación empírica hubiese extraído su autor. Muy apenadamente lo percibía Laennec: «Las causas de las enfermedades
están casi siempre, por desgracia, más allá de nuestro alcance;
pero la experiencia nos muestra a diario que aquéllas establecen
—entre los modos de enfermar— diferencias mayores que las
determinadas por la naturaleza misma y la especie de las lesiones orgánicas locales, al menos desde el punto de vista de la
terapéutica.» No era otro el sentir subyacente al «nihilismo terapéutico» de Skoda y Diet!.
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 483
No deja de ser curiosa la importancia que los pioneros de las
mentalidades anatomoclínica y fisiopatológica, no obstante el resuelto
somaticismo de su patología, supieron conceder a los momentos psíquicos de la causación de la enfermedad. Con otras palabras, su condición de psicosomatólogos avant ία lettre. No contando la concepción
cartesiana de las passions de l'âme, en Francia fueron decisivas a este
respecto las reflexiones de G. Cabanis (1757-1808) acerca de la relación «entre lo físico y lo moral». Pinel, Corvisart, Laennec —que tan
gran importancia daba a las causas psíquicas en la génesis de la tuberculosis pulmonar—, Broussais y Bouillaud lo hacen ver con mucha
claridad al lector atento (E. H. Ackerknecht, D. Schneider). Movidos
acaso por un resto de «Romanticismo», otro tanto cabe decir de
Wunderlich, L. Traube, von Leyden, O. Rosenbach, Strümpell y otros
internistas alemanes (Ackerknecht, M. Egli).
Comenzaron a cambiar las cosas en el campo de aquellas
enfermedades, como los envenenamientos, cuyo cuadro clínico
puede ser segura e inmediatamente referido a su agente causal:
ensayos toxicológicos de Magendie, del mahonés M. J. B. Orfila
(1787-1853), máximo toxicólogo de su época y famoso decano
de la Facultad de Medicina de París, y del berlinés K. G. Mitscherlich (1805-1871). Pero, sobre todo, cuando Pasteur y Koch
lograron demostrar objetivamente la realidad del contagium animatum que a título de hipótesis habían afirmado Fracastoro, Harvey y Kircher. Veamos cómo sucedió esto, y estudiemos las consecuencias de la obra de Pasteur y Koch en la renovación de la
patología humana.
A. Por tres vías distintas tuvo precedentes esa grandiosa
obra: 1.a
La incipiente, pero firme creación de una microbiología
científica mediante el estudio directo de los microorganismos.
F. Cohn (1828-1898) fue el más importante artífice de ella (1870-
1872). 2.a
Las investigaciones del dilettante italiano A. Bassi
(1773-1856), que le llevaron a descubrir el origen parasitario y
criptogámico de una enfermedad del gusano de seda. 3.a
La afirmación cada vez más rigurosa del origen microbiano y de la especificidad genética de las enfermedades infecciosas; sucesivamente la hicieron, en efecto, E. Acerbi (1822), Henle {Von den
Miasmen und von den miasmatisch-contagiösen Krankheiten,
1840) y Bretonneau (1855). Todo esto, sin embargo, en modo alguno aminora ni empaña la gloria inmensa de Pasteur y Koch.
1. L. Pasteur (1822-1895) no fue médico, sino químico; como
Profesor de Química en Estrasburgo, luego en París, descubrió
e
l dimorfismo del ácido tartárico y la contrapuesta acción de
c
ada una de sus formas cristalinas sobre el plano de polarizaron de la luz. Pero el empleo de la fermentación para separar
u
na de otra las variedades dextrógira y levógira de dicho ácido
« llevó a investigar las acciones y la vida de los microorganismos,
484 Historia de la medicina
y desde entonces fue éste su tema permanente. La copiosa y genial serie de los estudios subsiguientes a la fecha de tan decisivo
giro de su interés (1857) puede ser ordenada bajo tres rúbricas:
generación espontánea, fermentaciones diversas y enfermedades
contagiosas de los animales y del hombre. Los concernientes a la
primera fueron brevemente expuestos en páginas anteriores. Examinemos ahora los restantes.
a) Los trabajos de Pasteur acerca de las fermentaciones
iban a ser tan importantes como variados. El descubrimiento de
un fenómeno biológico de gran alcance, la vida anaerobia, y la
elaboración de una técnica muy valiosa, la «pasteurización», tantos otros hallazgos particulares, de ellos salieron.
Fermentación láctica: descubrimiento de la bacteria que la produce
(1857). Fermentación butírica: carácter anaerobio de sus agentes causales (1860). Fermentación alcohólica: descripción del mycoderma
aceti en la conversión del vino en vinagre e invención de la pasteurización para evitar las «enfermedades del vino» y de la cerveza
(1861-1873). Erróneamente, Pasteur sostendrá que las fermentaciones
sólo pueden ser producidas por microbios, término éste propuesto por
el cirujano Sédillot en 1872.
b) Mayor resonancia y trascendencia iban a tener los estudios de Pasteur sobre las enfermedades contagiosas de los animales y del hombre.
Varias fueron aquéllas: las del gusano de seda, el carbunco de los
óvidos, el cólera de las gallinas, la erisipela del cerdo, la peripneumonia de los bóvidos. Tras cinco años de atenta pesquisa, esclareció
Pasteur la índole de las dps enfermedades que padece el gusano de
seda, descubrió el modo de evitarlas y, como consecuencia, pudo salvar
de la ruina a la industria sedera de toda Europa. También tuvieron
muy beneficiosos efectos económicos sus investigaciones sobre el carbunco, epizootia que en los «campos malditos de Beauce» mataba
el 20 por 100 de las ovejas; pero más importante para la humanidad
entera había de ser el principal resultado científico y práctico de
ellas: la definitiva invención de la vacunación preventiva.
Los estudios de Pasteur sobre el carbunco fueron precedidos
por el hallazgo de la bacteridia carbuncosa —M. Delafond
(1838), A. Pollender (1840) y C. Davaine (1855)—, por la producción experimental de la enfermedad —Davaine y P. F. O. Ra·
yer (1860-1865)— y por el cultivo in vitro de dicho germen,
con el consiguiente conocimiento de su ciclo morfológico (Koch,
1876). A continuación, una serie de trabajos sobre el terreno
de la epizootia permitió a Pasteur descubrir el ciclo ecológico
de la bacteridia y demostrar que los animales se hacen resistentes a la infección cuando previamente se les inyecta cierta can-
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 485
tidad de cultivo de bacteridias cuya virulencia ha sido atenuada
por el calor; por tanto, la conquista metódica y razonada de la
vacunación preventiva, un siglo después de las primeras inoculaciones jennerianas (1880-1881). Como homenaje a Jenner ideó
Pasteur el término «vacunación».
A partir de 1881, nuevo horizonte, la patología infecciosa del
hombre, y nuevos temas: la septicemia puerperal, el furúnculo,
la osteomielitis, la rabia. En el furúnculo y la osteomielitis, el
gran descubridor vio como posibles agentes etiológicos «microbios en grupos de granos» (estafilococos); en la septicemia puerperal, «microbios en rosarios de granos» (estreptococos). Especialmente resonantes fueron sus estudios sobre la rabia: tras la
provocación artificial de la enfermedad, logró en el laboratorio
la vacunación preventiva mediante la inyección de suspensiones
de médula espinal infectada; poco después (1885) era vacunado
con éxito el niño alsaciano Joseph Heister, mordido por un perro rabioso, y el método ganaba fama universal.
Tres de las más fecundas novedades de la medicina contemporánea proceden de Pasteur: la antisepsia de Lister, la patología bacteriológica y la profilaxis de las enfermedades infecciosas,
fres hazañas que otorgan a la figura de su autor un puesto muy
alto en la historia entera de la humanidad.
2. Rivalizó con el francés Pasteur el alemán R. Koch (1843-
1910). Llevó Koch a cabo su memorable trabajo sobre el carbunco (1873-1876) y varios más, también importantes, siendo médico
rural. En 1880, Cohnheim consiguió que le llamaran desde Berlín, de cuya Universidad fue más tarde profesor. Como «cazador
de microbios» hizo viajes a Egipto, Africa del Sur, la India,
Italia, Indonesia y Africa Oriental Alemana. Obtuvo el premio
Nobel en 1905.
Seis fueron los temas principales en la ingente obra científica de Koch: a) Innovaciones técnicas: tinción de las bacterias,
introducción de medios de cultivo sólidos y transparentes (gelatina y caldo), esterilización mediante el vapor, perfeccionamiento
de la microfotografía. b) Descubrimiento de gérmenes patógenos:
los causantes de las infecciones quirúrgicas (seis especies bacterianas distintas), el de la tuberculosis o bacilo de Koch (clave
del éxito: la idea de saponificar con potasa la cubierta cérea que
impedía teñir el cuerpo del germen), el vibrión colérico, el agente
de la conjuntivitis infecciosa (bacilo de Koch y Weeks), el micrococo tetrágeno. c) Investigaciones epidemiológicas relativas al
cólera, la fiebre tifoidea, el paludismo, la fiebre recurrente, la enfermedad del sueño, la tuberculosis humana y bovina, la fiebre
de Tejas, la peste, d) Ensayos terapéuticos y profilácticos: iniciación del camino hacia la therapia sterilisans de Ehrlich (inyección de cloruro mercúrico y de atoxil); cuidado de las aguas
486 Historia de la medicina
para la prevención del cólera y la fiebre tifoidea. Pese a la inmensa expectación que su anuncio suscitó en el mundo entero,
menos felices fueron los resultados obtenidos por Koch con la
«tuberculina» (1890) y la «nueva tuberculina» (1897). e) Tuberculosis. Tras la aventura fallida de la tuberculina, a la bacteriología
de la infección tuberculosa (estudio de los bacilos humano y bovino que en 1898 había aislado Th. Smith, entre otros temas)
consagró Koch los últimos años de su vida. /) Teoría general de
la enfermedad infecciosa: concepto de su especificidad etiológica,
reglas para poder afirmar científicamente que «tal» microbio es el
verdadero causante de «tal» enfermedad.
3. No muy inferiores a los de Pasteur y Koch son los merecimientos de E. Klebs (1834-1913), tercero de los grandes fundadores de la microbiología médica. Hombre genial e inquieto,
Klebs se distinguió como anatomopatólogo, descubrió a la vez
que Löffler el bacilo de la difteria y fue precursor eminente en
muchos campos del trabajo científico: empleo de medios de cultivo sólidos, investigación bacteriológica de las afecciones traumáticas (1871), inoculación de la sífilis a los antropoides (1878),
experimentación con filtrados de cultivos microbianos, producción experimental de la tuberculosis bovina (1873). Pronto veremos sus extremadas ideas como paladín de la mentalidad etiopatológica.
B. La impresión que la obra de Pasteur y Koch produjo en
los médicos, e incluso en todo el mundo culto, fue literalmente
fabulosa; no sólo por su enorme interés científico, también porque encendió la esperanza de una rápida extinción de las enfermedades infecciosas, tan mortíferas hasta entonces. No puede
extrañar, pues, que muchos se consagrasen con entusiasmo a la
investigación microbiológica, primero en Francia y en Alemania,
luego en el resto de los países civilizados; que naciese sin demora una nueva disciplina fundamental, la microbiología médica,
de la cual no tardaría en desgajarse otra, la inmunología; y que
junto a las dos orientaciones del pensamiento médico antes estudiadas, la anatomoclínica y la fisiopatológica, surgiera, enriqueciéndolas soberanamente y compitiendo a veces con ellas, la
mentalidad que antes he llamado «etiopatológica». Estudiemos
sucesivamente estas importantísimas novedades.
1. Para contemplar la espectacular carrera histórica de la
microbiología, nada mejor que una escueta mención, por orden
cronológico, de los más importantes descubrimientos de gérmenes
patógenos.
Bacilo del carbunco (M. Delafond, A. Pollender y C. Davaine,
1838-1850); lamblia intestinalis (W. D. Lambí, 1859); bacilo de la le-
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 487
pra (A. Hansen, 1871); vibrión séptico del edema maligno (Pasteur,
1878); gonococo (A. Neisser, 1879); plasmodio de la malaria (L. Laveran, 1880); bacilo tífico (G. Th. Eberth y G. Gaffky, 1880); estafilococo piógeno (J. Rosenbach, 1882); estreptococo piógeno (Fr. Fehleisen, 1882); bacilo piociánico (C. Gessard, 1882); bacilo tuberculoso
(Koch, 1882); bacilo neumónico (K. Friedländer, 1883); vibrión colérico (Koch, 1883); bacilo diftérico (Fr. Löffler y E. Klebs, 1884);
bacilo tetánico (A. Nicolaier, 1885); bacterium coli (Th. Escherich,
1885); neumococo (A. Fränkel, 1886); meningococo (Α. Weichselbaum,
1887); micrococo tetrágeno (Koch, 1887); estreptobacilo del chancro
blando (A. Ducrey, 1889); brucella melitensis (D. Bruce, 1889); bacilo
de la influenza (R. Pfeiffer, 1891); bacilo de la peste (A. Yersin y
Sh. Kitasato, 1894); bacilo fusiforme (H. Plaut, 1894); bacilo del
botulismo (Van Ermengen, 1895); bacilo disentérico (K. Shiga, 1898);
trypanosoma brucei (D. Bruce, 1899); leishmania donovani (W. Leishman, 1900); bacilo disentérico (S. Flexner, 1901); trypanosoma gambiense (J. E. Dutton, 1901); espiroqueta pálido (Fr. Schaudinn, 1905);
espiroqueta de la frambesia (A. Castellani, 1905); bacterium tularense
(G. W. McCoy, 1911); spirochaeta icterogenes (Hübener y Reiter,
1915); spirochaeta icterohaemorragiae (T. Ido y R. Inada, 1915);
rickettsia prowazecki (H. da Rocha-Lima, 1916).
Naturalmente, esa serie de nombres dista mucho de agotar la
copiosísima nómina de los microbiólogos que se distinguieron
entre 1870 y la Primera Guerra Mundial. Aunque sea de modo
muy sumario, parece obligado añadir un recuerdo de los más
eminentes.
Entre los colaboradores inmediatos de Pasteur sobresalieron
E. Metchnikoff (1845-1916), descubridor de la fagocitosis; E. Roux
(1853-1933), que obtuvo —con Yersin— la toxina diftérica y rivalizó
con Behring en la preparación del suero antidiftérico; Ch. .Chamberland (1851-1908), inventor del filtro de su nombre; A. Calmette
(1863-1933): oftalmorreacción, suero contra el veneno de las serpientes, vacuna BCG; el ya mencionado A. J. E. Yersin (1863-1943);
Ch. Nicolle (1866-1936): leishmaniosis, papel del piojo en la transmisión del tifus exantemático.
Destacaron entre los discípulos de Koch Fr. Löffler (1852-1915)·:
bacilo diftérico, toxina diftérica, virus filtrables; G. Gaffky (1850-1918);
F. Hueppe (1852-1938): doble coloración de las bacterias, infección y
Putrefacción; R. Pfeiffer (1858-1945): bacteriolisis in vitro, bacilo de
la influenza; K. W. von Drigalski (1871-1950) y H. Conradi (1876-
1935), inventores del medio de cultivo de su nombre; Sh. Kitasato
(1852-1931), colaborador insigne de Yersin y de Behring.
En la investigación microbiológica brillaron asimismo varios autojes italianos, norteamericanos y japoneses. Entre los italianos, A. Maffucci, descubridor del bacilo de la tuberculosis aviar, G. Guarnieri,
G. Sanarelli, el ya mencionado A. Castellani y un distinguido grupo
de estudiosos del paludismo: E. Marchiafava, A. Celli, C. Golgi,
G. B. Grassi. Entre los norteamericanos, W. H. Welch (estafilococo
albo, bacillus aerogenes capsulatus), Th. Smith (pleomorfismo de las
488 Historia de la medicina
bacterias, agente productor de la fiebre de Tejas, «fenómeno de
Theobald Smith» en la difteria, formas humana y bovina del bacilo
de la tuberculosis), S. Flexner, H. T. Ricketts, E. C. Rosenow. Sobresalieron asimismo los japoneses Κ. Shiga, S. Kitasato, S. Hâta y
H. Noguchi, primero en demostrar la presencia del treponema pálido
en el cerebro de los paralíticos generales. El español Jaime Ferrán
(1852-1929) ideó la vacunación anticolérica con gérmenes vivos (1884)
y la vacunación antitífica (1887).
Debe también consignarse que en los últimos decenios del
siglo xix, como consecuencia inmediata del auge de la microbiología, nació con brío la patología tropical. Además de Laveran,
descubridor del plasmodio, Sir Ronald Ross, que demostró inequívocamente el papel del anopheles en la transmisión del paludismo y, por supuesto, Koch, es de justicia mencionar a Sir
Patrick Manson, A. F. A. King, C. J. Finlay (el mosquito stegomya como agente provocador de la fiebre amarilla), J. E. Dutton, W. B. Leishman y Ch. Donovan.
2. A comienzos del siglo xx se hallaba constituida como disciplina autónoma la microbiología médica, con su materia y métodos propios y con su fecunda proyección hacia la clínica, la
epidemiología y la higiene; a la sociedad entera, ricos y pobres,
podían llegar ya los beneficios de la medicina científica. Quedaba
así completo, por otra parte, el cuadro de las ciencias médicas
tópicamente consideradas desde entonces como «fundamentales»:
la anatomía patológica, la fisiología patológica —de la cual
la farmacología experimental a la manera de Schmiedeberg podía
considerarse secuela—, y ahora la microbiología.
Hijas directas de la microbiología fueron la inmunoterapia,
de la cual se hablará en páginas ulteriores, y la inmunología,
conjunto de saberes que muy pronto habían de sistematizarse
como una disciplina científica relativamente independiente de la
microbiología.
Varios momentos de orden experimental se combinaron sucesivamente entre sí para dar lugar a esta nueva ciencia: a) Descubrimiento de la fagocitosis (Metchnikoff, 1884-1892). b) Descubrimiento de la «toxina» diftérica por ultrafiltración de cultivos del bacilo (Roux y Yersin, 1898), de la correspondiente
«antitoxina» (Behring y Kitasato, 1890) y de la existencia de
tóxicos vegetales —ricina, abrina— capaces de producir anticuerpos (Ehrlich, 1891). Van precisándose así las nociones de
«antígeno» y «anticuerpo», c) Estudio de las propiedades y la
composición de los sueros inmunes: bacteriolisis in vitro
(R. Pfeiffer, 1894), aglutinación del germen (Charra y Roger,
1889), etc. Nacen en consecuencia los conceptos de «lisina»,
«aglutinina», «precipitina» y «especificidad inmunitaria». d) Descubrimiento de la porción termolábil del suero inmune, «ale-
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 489
xina» o «complemento», y estudio de su desviación o fijación
(H. Büchner, 1893; J. Bordet, 1896; A. Wassermann, 1906). é) Intento de conciliar la concepción celular (fagocitosis) y la concepción humoral (antitoxinas) de la inmunidad: A. E. Wright
(1900-1905) y su idea de las «opsoninas». /) Descubrimiento de
la «anafilaxia» por inyección experimental de extractos de medusa y de anémona (Ch. Richet, 1902); «fenómeno de Arthus»
(N. M. Arthus, 1903); «enfermedad del suero» y teoría de la
«alergia» (C. von Pirquet y Β. Schick, 1905).
Todos estos hechos y, junto a ellos, metódicas investigaciones
cuantitativas acerca de la acción del suero antidiftérico y sobre la
composición de la toxina y la antitoxina, condujeron a P. Ehrlich
a la elaboración de la primera doctrina inmunológica propiamente dicha: la famosa «teoría de las cadenas laterales» —«centro operativo», bioquímicamente entendido, del cuerpo celular;
grupos «haptóforo» y «toxóforo», anticuerpos, «amboceptores»,
sustancias «toxoides», etc.—, que discutida unas veces y otras
negada, ha servido dé base a toda la inmunología ulterior.
3. La que vengo llamando mentalidad etiopatológica se inició
—aparte las predicciones especulativas de Henle y Bretonneau—
con la Théorie des germes, de Pasteur (1878), y la enunciación
de las ya mencionadas «reglas de Koch» (1882); pero quien de
modo más temático y contundente la expresó y sostuvo fue
Klebs (1877-1889). Tres fueron sus asertos principales: a) La enfermedad es siempre infección; las agresiones físicas o químicas
sólo dan lugar a verdaderas enfermedades y dejan de ser meros
accidentes nocivos cuando una infección se les sobreañade, b) La
enfermedad, caso particular de la darwiniana «lucha por la
vida», es la expresión de un combate entre el organismo y el
microbio. Respecto del estado de salud no hay en ella, por
tanto, una diferencia meramente gradual, como afirmaban los
fisiopatólogos, sino un contraste biológicamente cualitativo, c) La
índole nosográfica del proceso morboso, y por tanto su cuadro
clínico, dependen de la peculiaridad biológica del germen infectante. «El sistema natural de las enfermedades infecciosas
es idéntico al sistema natural de los microorganismos que las
producen», escribió Klebs.
Sin caer en este cerrado doctrinarismo etiopatológico, es preciso reconocer que toda la medicina ulterior a 1900 ha hecho
suyas no pocas de las nociones propias de la mentalidad que
en él se expresaba: de las «defensas orgánicas» —concepto en
el cual se funden la idea bichatiana de la vida y la concepción
inmunológica de la enfermedad— siguen hablando médicos y profanos; términos que antes poseían una significación puramente
anatomoclínica, como «tuberculosis», la poseen ahora estrictamente etiopatológica; han surgido rótulos nosográficos exclusiva-
490 Historia de la medicina
mente basados sobre la etiología, como brucelosis, tripanosomiasis, salmonelosis, etc.; pero, sobre todo, se han ampliado muy
amplía y fructíferamente las bases científicas del tratamiento
médico. De atacar o intentar suprimir la causa sinéctica o continente de la enfermedad, el tratamiento etiológico ha pasado
a atacar o intentar suprimir su causa procatárctica o externa,
y es en ésta en la que se piensa ahora cuando se recuerda el
aforismo sublata causa, tollitur effectus. Pero como en páginas
ulteriores hemos de ver, la ingente empresa de positivizar científicamente el esquema conceptual galénico no podía quedar y
no quedó en la pura elaboración perfectiva de las tres grandes
mentalidades médicas —de los tres grandes subparadigmas del
pensamiento patológico, si se prefiere decirlo así— que surgieron
y se configuraron en la segunda mitad del siglo xix: la mentalidad anatomoclínica o lesional, la fisiopatológica o procesal, la
etiopatológica o causal.
Capítulo 4
GEOGRAFÍA CULTURAL DE LA MEDICINA INTERNA
Basta una lectura atenta de los tres capítulos anteriores para
advertir que sin ser exclusivas de ningún país, más aún, sin
poder serlo, esas tres mentalidades médicas tuvieron una localization geográfica y socioculturalmente diferente.
La mentalidad anatomoclínica nació en Franciaj y entre los
médicos franceses —la importante línea histórica que va de Bichat y Laennec a Charcot y Pierre Marie— ha tenido luego
sus más fieles y eminentes cultivadores. El descrédito de Broussais ulterior a 1840 hizo añicos las posibilidades de reforma
implícitas en su médecine physiologique. Jaccoud vio con claridad las deficiencias de la patología de su país, pero se limitó a
importar una parte del saber fisiopatológico alemán. Pese a la
genialidad y al inmenso prestigio de su autor, tampoco el pensamiento de Cl. Bernard acerca de la medicina «científica»· tuvo
mucha influencia sobre los clínicos parisienses. Sólo en los albores de nuestro siglo fueron sensibles a él hombres en verdad
importantes, como Widal y Achard. Bouchard, patólogo que por
su mucho saber y por los temas a que se consagró —autointoxicaciones, artritismo, «retardos de la nutrición»— hubiese podido
hacer originalmente suyos la orientación y los métodos de la
fisiología patológica, no pasó de escribir un excelente tratado
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 491
de patología general (1895-1897) y de proponer construcciones
clínicas tan invocadas como inconsistentes. En la seducción ejercida por los esquemas anatomoclínicos, a un tiempo acreditados
y familiares, «nacionales», cabría decir, y acaso en lo que como
exponentes de la instalación francesa ante la realidad hayan podido representar Descartes, Condillac y A. Comte, debe buscarse
la razón de este hecho.
En Alemania tuvo centro y cima la mentalidad fisiopatológica. Es cierto, recuérdese, que algunas de las raíces históricas
de ésta fueron extragermánicas; pero algo parece haber en el
pensamiento alemán —Paracelso, Leibniz, Schelling, la Naturphilosophie, Hegel—, en cuya virtud Alemania puede considerar
como relativamente suya la consideración procesal y dinámica
de la realidad cósmica. Es desde luego muy cierto que, a partir
de Rokitansky y Virchow, dentro de la cultura germánica ha
tenido la anatomía patológica «pura» la mayor y la mejor parte
de sus cultivadores; mas también lo es que entre los anatomopatólogos más eminentes de ese círculo cultural —el propio Rokitansky, Virchow, Cohnheim, Aschoff— siempre ha sido o ha
querido ser fisiopatológico el modo de entender científicamente
la significación vital de la lesión anatómica.
Más empírico y pragmático en su manera de entender y hacer
la vida, el Reino Unido, la colectividad histórica de cuya cultura Ockam, Locke y Spencer han sido nombres tan representativos, produjo una medicina bastante menos sujeta a doctrinarismos que la de Francia y Alemania. El propósito de las tres máximas potencias científicas de aquella Europa era sin duda el
mismo, la construcción de una patología fiel a los presupuestos
intelectuales y metódicos de la ciencia natural; las tres, no obstante, trataron de alcanzarlo por caminos relativamente distintos
entre sí.
Contemplemos ahora por países, comenzando por esos tres,
el elenco de los más relevantes cultivadores de la medicina interna posteriores a la primera mitad del siglo xix;
A. Cuando declinaban Bouillaud, Andral y Trousseau, años
finales del Segundo Imperio, cuatro líneas diferentes podían discernirse en la orientación de la medicina francesa (López Pinero).
Integraban la primera Cl. Bernard y quienes más inmediatamente le rodearon. La segunda, simple repetidora de la precedente y meritoria médecine d'observation, tuvo su más típico
representante en Lasègue, principal discípulo de Trousseau. La
tercera, personificada por Jaccoud, reconoció la importancia de
las recientes conquistas de la patología alemana, pero se limitó
a importarlas. La cuarta, encabezada por una figura de excepción, Jean Martin Charcot, se propuso la tarea de renovar y am-
492 Historia de la medicina
pliar, sin ser infiel a sus principios rectores, la gran tradición
anatomoclíníca de la medicina francesa.
CI. Bernard, que siendo ayudante de Magendie había asistido
a los tempranos ensayos de patología experimental de su maestro, como fundamento teorético y metódico de la patología y la
clínica concibió la mayor parte de su obra, y así lo hacen ver
en su mismo título no pocos de los libros en que esa obra se
expresó. Salvadas ciertas diferencias entre sus métodos y los
vigentes allende el Rhin, para él, como para los patólogos alemanes al modo de Traube y Frerichs, la fisiopatología experimental y química debe constituirse en base y guía permanentes de
todo el saber médico. No parece ilícito afirmar que en Cl. Bernard vienen de algún modo a coincidir la senda germánica que
va de la idea al hecho y la senda francesa que camina desde el
hecho hacia la idea. Pero, entre los grandes clínicos franceses,
sólo en el siglo xx tendrá continuadores de valía la fecunda
actitud mental bernardiana.
No la prosiguió, desde luego, T. M. Charcot (1825-1893), mas
no por eso dejó de ser innovadora y gigantesca su labor clínica
y patológica. Tres etapas principales pueden ser distinguidas en
ella. Tuvo la primera como temas centrales las enfermedades
seniles y crónicas y las afecciones hepato-biliares y renales;
como método, el anatomoclínico en su forma tradicional; como
escenario, el hospital de la Salpêtrière, al que tan enorme y universal prestigio había de dar Charcot poco más tarde. Las investigaciones a que casi exclusivamente se consagró en la segunda etapa de su labor hacen de Charcot el máximo fundador de
la neurología clásica. Con ellas, por otra parte, llega a su más
alta perfección el método anatomoclínico; no sólo porque se incorpora a él de manera habitual el examen microscópico de las
piezas, también porque se le asocia a la incipiente sistematización anatomo-fisiológica —Duchenne de Boulogne, Türck, Clarke, Goll— del sistema nervioso. Por sí mismo —esclerosis lateral
amiotrófica, esclerosis en placas, hemorragia y reblandecimiento
cerebrales, etc.—, o en colaboración con discípulos tales como
Ch. I. Bouchard, G. Delamarre, A. Joffroy, P. Marie, Ε. Brissaud
y T. Babinski, el gran maestro de la Salpêtrière hizo de ésta el
primer establecimiento neurológico del mundo. Sus célebres leçons du mardi, como poco antes los cursos de CI. Bernard, habían de ser hasta su muerte el centro más atractivo de la medicina francesa y uno de los lugares de reunión del tout ParisEl descubrimiento de la histeria fue relativamente temprano en la
carrera médica del genial neurólogo; pero la dedicación a su estudio
constituyó la tarea principal del último decenio de su vida. Fiel a su
formación y a su mente, Charcot trató de entender los trastornos
histéricos con arreglo a los principios del método anatomoclínico:
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 493
ordenó sus diversos cuadros sintomáticos, distinguiendo en ellos el
«gran ataque», las «formas frustradas» o «incompletas»· y los «estigmas permanentes», trató de reducir el primero a un esquema patocrónico típico, pródromos, período epileptoide, «clownismo», actitudes pasionales y delirio, y lo interpretó como la consecuencia de «lesiones dinámicas» —idées fixes dotadas de especial prevalencia— específica y
fugazmente localizadas en distintos lugares del sistema nervioso central. El hipnotismo, al cual consagró años y años la escuela de Charcot,
no sólo sería en ésta un recurso terapéutico, también un procedimiento para provocar ad libitum los trastornos histéricos. El éxito
inicial de la doctrina charcotiana fue grande; pero su fracaso terapéutico y la terminante demostración de que los famosos cuadros clínicos de la Salpêtrière no eran sino el artificioso resultado de una acción inconsciente de los propios médicos sobre los enfermos, por tanto
una nosografía «cultivada», derrumbaron con estrépito esa brillante
construcción. Dos médicos de la escuela de Nancy, A. A. Liebéault
(1823-1904) y H. M. Bernheim (1837-1919), fueron los principales
agentes de tal derrota. Tras ella logró un relativo éxito la interpretación «pitiática» de la histeria que propuso Babinski; y un éxito mucho
más que relativo, la gran creación médico-psicológica de otro discípulo de Charcot, el «psicoanálisis» de Freud. Algo importante se salvó
de este hundimiento de la histeriología de la Salpêtrière: su importante contribución a la noción de «psicogenia», ya introducida por
P. L. Möbius.
Aun siendo algunos importantes, todos los protagonistas de
la medicina francesa de la segunda mitad del siglo xix palidecen
al lado de Cl. Bernard y de Charcot.
Varios merecen ser brevemente recordados. Dos de ellos cultivaron
brillantemente la patología experimental: Ch. E. Brown-Séquard, al
que ya conocemos como pionero de la endocrinología (patología de la
médula, shock traumático espinal, epilepsias localizadas experimentales), y E. F. A. Vulpian (1826-1887), investigador muy completo en
sus cátedras del Museo de Historia Natural y de la Facultad de Medicina. La situación de Ch. Lasègue (1816-1883) en el conjunto de la
medicina francesa ha sido ya indicada; fue sin embargo buen clínico
y lleva su nombre un signo para el diagnóstico de la ciática. Lasègue
criticó a Virchow con mayor mordacidad que fortuna. Más abiertos
de mente a las novedades de su tiempo —más eclécticos, por tanto—
fueron F. S. Jaccoud (1830-1913), importador en Francia de la patología alemana y buen estudioso de la albuminuria como «signo funcional»; los grandes cardiólogos P. Ch. Potain (1825-1901), excelente
descriptor del «ruido de galope» e inventor del esfigmomanómetro de
su nombre, y P. L. Duroziez (1826-1897), clásico de la estenosis mitral; G. Dieulafoy (1839-1911), al que hicieron célebre, además de sus
brillantes lecciones clínicas en el Hôtel-Dieu, su contribución a la
Patología del apéndice y su trocar para la paracentesis; Ch. J. Bouchard (1837-1915), bien conocido por su Traité de Pathologie générale
(1895-1897) y por lo que sobre él más arriba ha sido dicho. Antes del
descubrimiento del bacilo de la tuberculosis, la contagiosidad de ésta
494 Historia de la medicina
quedó bien demostrada por J. A. Villemin (1827-1892), profesor en la
escuela de medicina militar de Val-de-Grâce.
Durante los primeros lustros de nuestro siglo alcanzan especial relieve los dos clínicos que más eficaz y creadoramente incorporaron a la medicina francesa todos los métodos y todas las
ideas de su tiempo: F. Widal (1862-1929), autor de importantes
trabajos sobre la fiebre tifoidea (diagnóstico por la aglutinación,
vacunación antitífica), la ictericia hemolítica, la fisiopatología de
las nefritis y las micosis, y descubridor de la hemoclasia digestiva, y E. Ch. Achard (1860-1944), que con J. Castaigné introdujo
la exploración funcional del riñon mediante el azul de metileno,
y fue excelente estudioso de los edemas nefríticos y de la uremia
y uno de los primeros descriptores de la encefalitis letárgica.
Par de ellos, su coetáneo H. Vaquez (1860-1936) se señaló como
cardiólogo de primer orden y como descubridor de la policitemia
que ha unido su nombre al de Osler. Aún sigue en uso el conocido esfigmotensiófono que Vaquez inventó.
B. Los años comprendidos entre 1850 y 1914 constituyen,
ha escrito Magnus-Levy, la «edad heroica de la medicina alemana», no sólo por la excepcional contribución de ésta a las tres
disciplinas fundamentales del saber médico, anatomía patológica, fisiología patológica y microbiología, también por la fecundidad con que sus grandes figuras supieron enlazar entre
sí la clínica y el laboratorio. La copiosa serie de estos patólogos y clínicos puede ser ordenada en cuatro generaciones sucesivas: una de iniciadores, dos de consolidadores y otra, ya
lindando con nuestra actualidad, de reformadores.
Llamo iniciadores a los médicos que, tras la incipiente obra
de Nasse y Schönlein, resueltamente llevaron a la patología y la
clínica los conceptos y los métodos de la Naturwissenschaft o
«ciencia natural» subsiguiente al frenesí especulativo de la Naturphilosophie. Epónimos de ella fueron los que ya conocemos
como pioneros de la mentalidad fisiopatológica: Wunderlich,
Traube, Frerichs y Kussmaul.
En C. R. S. Wunderlich, sucesor de Oppolzer en Leipzig, tuvo su
máxima figura la renovación científica de la termometría; recuérdese
lo dicho. Mayor número de campos y registros hay en la obra de
L. Traube, que en la Charité berlinesa supo ser con pareja eminencia
fisiopatólogo y patólogo experimental; así lo atestigua lo que sumariamente quedó consignado en páginas precedentes. Del profesor en
Breslau y en Berlín Fr. Th. Frerichs, conocemos ya su participación
en la tarea de incorporar el laboratorio al establecimiento de nuevos
signos físicos y su protagonismo en la creación de la fisiopatología del
recambio material. Su gran tratado acerca de las enfermedades del
hígado (1858-1861) constituye el primer hito de la hepatología πκ>
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 495
derna; y, si no tanto, importante fue asimismo su monografía sobre
la enfermedad de Bright. La descripción del tipo de disnea que
lleva el nombre de A. Kussmaul (1822-1902) ha sido ya mencionada;
mas también en otros campos distintos del coma diabético sobresalió
este gran clínico: los trastornos del lenguaje, la patología de la parálisis bulbar progresiva y de la tetania, el aislamiento del «pulso paradójico», el lavado de estómago y la gastroscopia, el tratamiento bismútico de la úlcera gástrica, la psicología del recién nacido.
Tras los que inician, los que continúan. Continuadores de
Wunderlich, Traube, Frerichs y Kussmaul fueron, en efecto, los
clínicos que llegaron a la plena madurez cuando, bajo la égida
de Bismarck, la Alemania militarista, burguesa y profesoral que
había vencido en Sedán rápidamente se convirtió en gran potencia industrial y política. Respecto de los maestros de la generación médica anterior, quienes encabezan las dos subsiguientes son
agentes y titulares de un progreso importante, sí, pero meramente prosecutivo. En todos opera la firme seguridad de caminar
«ya» por el buen camino, aunque a veces deba ser más o menos
ecléctica la actitud mental del caminante. Descuellan en la primera de esas dos generaciones de continuadores E. von Leyden,
C. Gerhardt, Κ. Liebermeister y H. Senator. Encabezan la segunda Β. Naunyn, Η. Nothnagel, Η. Curschmann y —acercándose ya a la subsiguiente— A. Strümpell.
Ε, von Leyden (1832-1910), sucesor de Traube en Berlín, fue clínico y patólogo más ecléctico que doctrinario. Se ocupó en problemas
sumamente diversos: la fiebre, las afecciones de la médula y de los
nervios, la patología circulatoria y respiratoria, las atrofias musculares.
Nos recuerdan su obra los «cristales de Charcot-Leyden» de los esputos asmáticos, la «ataxia de Leyden» y la «atrofia de Leyden-Möbius».
C. Gerhardt (1833-1902), también docente en Berlín, donde sucedió a
Frerichs, descubrió el fenómeno auscultatorio y la reacción urinaria
—del éter acetilacético— que llevan su hombre. K. von Liebermeister
(1833-1901) enseñó en Tubinga, y es bien conocido por su estudio
calorimétrico de la fiebre. Gran investigador de la fisiopatología de la
fiebre fue asimismo H. Senator (1834-1911), discípulo de Traube y
profesor en Berlín. La albuminuria, la diabetes y las enfermedades renales ocuparon también la atención de Senator. A la misma generación pertenece el gran clínico vienes F. Chvostek (1825-1884), titular
del «signo de Chvostek» de la tetania.
Cuando la segunda generación de los continuadores llega a su
cumbre científica —década 1890-1900—, la primera figura de la medicina interna alemana era probablemente B. Naunyn (1839-1925), discípulo de Frerichs y profesor en Estrasburgo. La diabetes y las enfermedades hepato-biliares fueron sus grandes temas; a él· se deben
l°s .conceptos de «colangitis» y «acidosis». Los trabajos de su importante escuela de patología experimental —E. Stadelman, }. von
Mehring, O. Minkowski, A. Magnus-Levy— han sido ya mencionados.
Gran renombre y óptima clientela internacional alcanzó en Viena
496 Historia de la medicina
su coetáneo H. Nothnagel (1841-1905), a quien se deben valiosos estudios sobre la patología del encéfalo (síndrome talámico), del aparato
circulatorio, del intestino y del peritoneo. H. Curschmann (1846-1910)
es el descriptor de las espirales que llevan su nombre. Ejerció su magisterio en Leipzig, donde también enseñó A. Strümpell (1853-1926),
nosógrafo de la espondilitis deformante, de la enfermedad de Westphal-Strümpell y de la encefalitis hemorrágica, y buen estudioso de la
neurosis. Al lado de estos cuatro debe ser recordado H. I. Quincke
(1842-1922): edema de su nombre, punción lumbar.
En los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra
Mundial, los grandes maestros de la medicina interna germánica
eran Fr. von Müller, Fr. Kraus, Κ. von Noorden, L. von Krehl
y Κ. Fr. Wenckebach, todos ellos hombres nacidos en torno a
1860. Se sienten herederos de una tradición gloriosa, y desde luego la continúan; de ningún modo rompen con ella, en modo alguno son los frondeurs de esa «crisis de la medicina académica»
que con más aparato que verdad iba a proclamar años más tarde
B. Aschner. Más aún: hasta el final de su larga vida serán algunos, baste mencionar a Fr. von Müller, fieles y eminentes defensores de los presupuestos de la medicina «clásica». Pero tras el
cambio de época que a todos los órdenes de la vida trajo la
Primera Guerra Mundial, esto es, cuando los hombres de esta
generación médica llegan al otoño de su vida, de ellos saldrán
los internistas universitarios —Kraus, Krehl— que más temprana
y deliberadamente se plantearon la necesidad de reformar, poniendo la realidad del enfermo en el primer plano de la consideración científica del médico, la patología que aprendieron en
su mocedad y hasta entonces habían cultivado. Dos miembros de
la generación anterior, P. J. Mobius (1853-1907) y Naunyn, aquél
como tratadista de la histeria, éste como clínico general, son tal
vez los adelantados de la nueva exigencia. Pronto veremos de
modo más preciso cómo ésta se planteó.
Fr. von Müller (1858-1941) ejerció su magisterio en Munich. Estudió especialmente las enfermedades metabólicas y las renales y descubrió las células eosinófilas en los esputos asmáticos y el aumento del
metabolismo basal en el bocio hipertiroideo. Fr. Kraus (1858-1936),
profesor en Berlín y autor de un valioso y original opúsculo sobre Ja
constitución individual, publicó trabajos sobre distintos capítulos de
la medicina interna y una más ambiciosa que eficaz Pathologie der
Person (1919-1928). Κ. von Noorden (1858-1944) sucedió en Viena a
Nothnagel y ha sido una de las grandes figuras de la. patología del
metabolismo: monografía sobre la albuminuria, «curva de glucemia»·
L. von Krehl (1861-1937) compuso en plena juventud su célebre
Pathologische Physiologie (1893) e investigó con brillantez la fisiopatología del músculo cardiaco, la termogénesis y la regulación nervios8
de las funciones vitales. Su obra como reformador de la patología
científico-natural será estudiada más adelante. La cardiopatología ac-
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 497
tual tiene uno de sus clásicos en K. Fr. Wenckebach (1864-1940), profesor en Viena.
C. La gran clínica dublinesa y londinense de la primera mitad del siglo xix no tuvo en el Reino Unido, durante los dos decenios centrales de esa centuria, continuadores de la altura de
Stokes y Bright. Sólo cambiarán las cosas cuando en Edimburgo y en Londres penetren de lleno las técnicas histopatológicas
y los métodos químico-clínicos de que los mismos ingleses, primero con Wollaston y Cruikshank, luego con Bright, habían sido
iniciadores. Histopatólogos desde la clínica fueron J. H. Bennet,
en Edimburgo, y W. W. Gull y S. Wilks, en Londres. Fisiopatólogos, el escocés Th. Laycock y —más químicamente orientados—, los londinenses H. Bence Jones, A. F. Garrod y Fr. W.
Pavy.
J. H. Bennet (1812-1875), formado en Edimburgo, París y Alemania, profesor luego en su ciudad de origen, descubrió la leucemia
casi al mismo tiempo que Virchow y publicó unas Clinical Lectures
(1860) muy influyentes en la Gran Bretaña y en el continente. Médico
del Guy's Hospital, W. W. Gull (1816-1890) fue el clínico más acreditado del Londres Victoriano. Como patólogo, estudió las lesiones de
la tabes dorsal, el mixedema y la nefritis crónica (en colaboración con
Sutton). Su fidelidad al espíritu hunteriano y su estima de la fármacoterapia de entonces quedan bien patentizadas por esta frase suya:
«El camino de la ciencia pasa por el Museo de Hunter, no por la
farmacia». S. Wilks (1824-1911), descriptor de varias entidades clínicas (sífilis visceral, acromegalia, osteítis deformante, paraplejía alcohólica, vejtruga de la sala de disección) y autor de los nombres «enfermedad de Bright», «enfermedad de Addison», «enfermedad de
Hodgkin», hizo una histopatología fiel en parte a Virchow, pero
todavía no enteramente despegada de la teoría previrchowiana del
«blastema».
Th. Laycok (1812-1876), profesor en Edimburgo, introdujo en el
Reino Unido a Wunderlich y amplió las ideas de Unzer y Prochaska
sobre el reflejo. En Londres, H. Bence Jones (1813-1873), gran internista, descubrió en la orina la proteína y los cilindros que llevan su
nombre. A A. B. Garrod (1819-1907) le han hecho famoso sus estudips
clínicos y químicos sobre la gota. Más tarde, Fr. W. Pavy (1829-
1911), discípulo de CI. Bernard, estudió la diabetes sacarina y describió la albuminuria cíclica y las artritis de la fiebre tifoidea. Se
opuso a las ideas de su maestro sobre la glucogenia hepática, pero
al fin cedió ante la realidad experimental. La «reacción de Pavy»
para detectar la glucosa en la orina perpetúa su nombre.
No contando al genial neurólogo J. H. Jackson, cuya obra
será examinada en páginas ulteriores, los dos clínicos más eminentes de la medicina anglosajona de los primeros lustros de
nuestro siglo fueron W. Osler y J. Mackenzie. La obra científica
de Osler, «profesor regio» de Oxford en los años finales de su
498 Historia de la medicina
vida, pertenece de lleno a la medicina norteamericana; pronto
veremos cómo. Tras bastantes años de práctica general, J. Mackenzie (1853-1925) dedicó toda su actividad a la cardiología, dominio en el cual había de alcanzar renombre mundial. Con los
aparatos exploratorios anteriores al electrocardiógrafo y un «polígrafo» de su invención (para el registro simultáneo del pulso
radial, el choque de punta y el pulso yugular), analizó muy original y finamente los trastornos del ritmo cardiaco.
D. Como remate de esta excursión a través del saber clínico
y patológico del siglo xix y los primeros lustros del siglo xx,
contemplemos rápidamente lo que ese saber fue en otros países
del mundo culto; con lo cual advertiremos por añadidura cómo
se va realizando, en lo que a él atañe, uno de los rasgos esenciales de la época: la acelerada universalización de la cultura
europea tan pronto como la Revolución Industrial creó los recursos técnicos que la empresa requería.
La introducción de la patología científico-natural en Italia tuvo
como protagonistas a M. Bufalini (1787-1875), G. Semmola (1793-1865)
y S. Tommasi (1813-1888). Sobre la base creada por ellos pudieron
levantarse las dos figuras más representativas de la medicina interna
italiana en el filo de los siglos xix y xx: Cardarelli y Baccelli.
A. Cardarelli (1831-1926) estudió sobre todo los aneurismas de la
aorta («signo de Oliver-Cardarelli»), las enfermedades hepáticas y los
tumores del abdomen. Por su parte, G. Baccelli (1832-1916), profesor
en Roma y hombre de múltiples y brillantes actividades y talentos,
consagró su atención clínica al paludismo, a los exudados pleurales
(signo de su nombre) y a las leyes de la transmisión de los soplos
cardiacos; como terapeuta, inició la administración endovenosa de algunos medicamentos. Debe mucho al celo de Baccelli el saneamiento
de las Lagunas Pontinas. En los primeros lustros de nuestro siglo, el
bolones Augusto Murri (1841-1932), heredó de Baccelli la monarquía
de la clínica italiana.
Tres generaciones médicas sucesivas levantaron la medicina interna norteamericana hasta el alto nivel que ya había logrado al comenzar la Primera Guerra Mundial (Lester S. King). La primera
introdujo y desarrolló el método anatomoclínico; S. Gross (1805-1885),
W. Wood Gerhard (1809-1872), Austin Flint (1812-1886) y J. Β. S.
Jackson (1806-1879) son los más importantes miembros de ella. La
segunda perfeccionó la herencia recibida: tomó contacto con Alemania y Austria y cultivó las técnicas hktopatológicas y químicas. Sobre
este fundamento construyó su obra científica y docente el grupo de los
clínicos y patólogos, todos nacidos entre 1840 y 1850, que integran
la tercera y decisiva generación: Chr. Fenger, Fr. Delafield, W. Pepper, W. Osier, W. Welch. Canadiense de nacimiento y profesor en la
Johns Hopkins University y en otras universidades americanas, Sir
William Osler (1849-1919) era a comienzos de nuestro siglo una de
las más importantes figuras mundiales de la medicina interna. Como
investigador, dejó huella en muy diversos campos: función de la8
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 499
plaquetas sanguíneas, eritema multiforme, teleangiectasias múltiples
(«enfermedad de Rendu-Osler»), policitemia eianótica («enfermedad
de Osler-Vaquez»), parálisis cerebral infantil, corea, angina de pecho,
cáncer de estómago, endocarditis maligna («nodulos de Osler»). Como
maestro, sobresalió en la enseñanza clínica y compuso un leidísimo
compendio de medicina interna. Como ensayista, en fin, fue autor de
muy bellas páginas históricas y biográficas. La organización de la enseñanza y la investigación médicas en Norteamérica debe impagables
servicios al patólogo W. Welch (1850-1934), formado en Europa y
también profesor de la Johns Hopkins University.
En España, la situación del saber médico durante la primera mitad
del siglo xix fue singularmente triste. Cabe destacar el grupo de
Cádiz, donde F. T. Lasso de la Vega (1785-1836) introdujo la auscultación y el método anatomoclínico, y M. J. Porto publicó el primer
tratado español de anatomía patológica (1846). Lentamente mejoraron
las cosas a partir de la década 1850-1860. Entre los clínicos que
atestiguan este progreso se hallan M. Alonso Sañudo (1856-1912), catedrático en Madrid, y el gastroenterólogo }. Madinaveitia (1861-
1938). Gozó de excepcional renombre como teórico de la medicina
I. de Letamendi (1828-1897). Con su Curso de Patología general
(1883-1889), obra compuesta al margen de lo que era la investigación
científica del momento, pura especulación de gabinete, por tanto,
Letamendi quiso ofrecer al médico una doctrina nosológica perennemente válida. Al estallar la Primera Guerra Mundial, Gregorio Marañen (1887-1960) iniciaba su espléndida obra endocrinológica.
Deben ser asimismo recordados el suizo H. Sahli (1856-1933), gran,
tratadista de la exploración clínica, el holandés B. J. Stokvis (1834-
1902), los suecos M. Huss (1807-1890), estudioso del alcoholismo, y
P. H. Malmsten (1811-1883), primer descriptor del balantidium coli,
el danés Fr. W. Rasmussen (1833-1877) y el ruso S. Botkin (1832-
1889), autor de una nosología de orientación neuropatológica, que
Pavlov denominó «neurismo». Por su parte, la medicina de los países
iberoamericanos empezó a pasar de la mera recepción a la producción
original. Baste recordar los nombres de L. D. Beauperthuy, A. Ayerza,
F. Arrillaga, Oswaldo Cruz y C. Chagas.
Ε. Sería injusto dar término a este capítulo sin consignar
que desde la segunda mitad del siglo xvm, recuérdese a John
Hunter, pero sobre todo a partir de 1850, los cirujanos contribuyeron eficazmente a perfeccionar el conocimiento científico de la
enfermedad; de simples técnicos de la «obra de manos» pasaron
a ser verdaderos patólogos, y así, cuando el término «patología»
no quedaba restringido, como tantas veces ha sido el caso, a la
anatomía patológica, necesariamente tuvo que ser adjetivado, porque desde entonces coexisten y entre sí se complementan una
«patología médica» o «interna» y una «patología quirúrgica» o
«externa». Así nos lo hará ver la sección próxima.
Capítulo 5
FIN DE ETAPA
A la vez que la llamada belle époque, el año 1914 terminaba
una etapa de la historia universal, y con ella otra de la historia
de la medicina. No porque en el pensamiento médico apuntase
entonces una «crisis» propiamente dicha, sino porque entonces
se iniciaba en él una «reforma» que todavía no ha dado lugar
a un paradigma teórico-práctico realmente nuevo y umversalmente aceptado. Las vicisitudes principales del camino hacia él serán
examinadas en páginas ulteriores. En éstas debemos limitarnos
a contemplar cómo la necesidad de esa reforma surge a fines
del siglo xix y comienzos del xx. En primer término, por la conjunción de tres fenómenos —polémicas doctrinales, eclecticismos
diversos, conatos de superación— en el cuerpo social del propio
saber médico. En segundo, a través del suceso a un tiempo social
y científico que fue la proliferación de las llamadas «especialidades».
A. Durante los últimos lustros del siglo xix coexisten en
Europa y América, vigorosas las tres, las mentalidades que en los
capítulos precedentes he llamado anatomoclínica, fisiopatológica
y etiopatológica, con sus correspondientes disciplinas fundamentales. Dichas las cosas de otro modo: los tres subparadigmas en
que se diversifica el básico paradigma intelectual de la medicina
de la época, la concepción del enfermar con arreglo a las ideas y
los métodos de la ciencia natural entonces vigente. Ahora bien,
tales subparadigmas no pasan de ser lo que algunos sociólogos
han llamado «tipos ideales»; es decir, conjuntos unitarios de
principios y conceptos susceptibles, sí, de ser racionalmente discernidos por la mente de quien contempla la realidad históricosocial, pero nunca realizados de modo puro por los grupos humanos que los proclaman y protagonizan. Ni Laennec y Charcot
fueron anatomoclínicos «puros», ni Wunderlich y Frerichs «puros» fisiopatólogos, ni Klebs, pese a su doctrinaria extremosidad,
hubiese podido realizar ante el enfermo la «pura» etiopatología
que postuló. Previamente afirmado esto, volvamos a lo que sociológica y culturalmente fue la medicina europea entre 1880
y 1900, y preguntémonos: puesto que los tres subparadigmas del
saber médico se hallaban de hecho en mutua presencia y
e n
mutua competencia, ¿qué podía suceder y qué sucedió en el seno
500
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 501
de esa medicina? Los tres fenómenos antes nombrados, polémicas doctrinales, eclecticismos diversos y conatos de superación,
nos dan una primera respuesta.
1. Varias significativas polémicas —o, al menos, varias significativas discrepancias— hubo en la época a que me refiero.
Metódicamente expuestas, he aquí las principales:
a) Entre los fisiopatólogos y los anatomopatólogos. Wunderlich, Griesinger y Henle combatieron la patología celular en
nombre de la concepción fisiopatológica de la enfermedad. Otro
tanto hizo Frerichs, pocos años más tarde (1880).
b) Entre anatomopatólogos y etiopatólogos. En el orden de
la vida personal, esto significaba la vidriosa relación que siempre
hubo entre Virchow y Koch. Esa tensión doctrinal se hizo disputa abierta cuando Virchow tuvo que responder públicamente a
los alegatos de Klebs (1877 y 1878). Hasta la pasión nacionalista entró en juego. «¡Abajo las células, vivan los microbios!»,
escribía en 1885 un médico francés, para quien Pasteur era
Francia ν Virchow Alemania.
c) Entre fisiopatólogos y etiopatólogos. Así O. Rosenbach,
doctrinario, como médico, de una patología «energética», contra
el bacteriólogo Klebs (1903).
d) Entre la neurología puramente «localicista» (el sistema
nervioso como una adición de «centros») y la neurología «totalista» (el sistema nervioso como un «todo» jerarquizado). Tal
fue la clave de la discrepancia doctrinal —más que polémica
abierta— entre Jackson y Broca (1868).
2. Puesto que en las tres actitudes había una parte de razón, la mayor parte de los médicos fueron de uno u otro modo
eclécticos en la tarea de entender diagnóstica y patogenéticafflente la realidad del enfermo concreto. Como tales eclécticos
—esto es, como clínicos que combinan entre sí, cada cual a su
manera, ideas anatomoclínicas, fisiopatológicas y etiopatológicas—
hay que considerar a Dieulafoy y Widal en la medicina francesa, a von Leyden y Nothnagel en la germánica, a Gull y Osier en
la anglosajona, a Baccelli y Murri en la italiana; y como a ellos,
a tantos más. La entrega al eclecticismo permite la ampliación
del horizonte intelectual y obliga a la resignación de la mente.
Esta, en efecto, se limita a combinar como puede lo que para su
operación ha creído conveniente hacer suyo.
3. Aunque no siempre explícita y articulada, la siguiente
pregunta había de surgir —y de hecho surgió— en el alma de
algunos: «Más que combinar eclécticamente entre sí las enseñanzas de las tres mentalidades, ¿por qué no intentar asumirlas
en una concepción de la enfermedad que las supere? ¿Por qué
no pensar que la realidad viviente del qnfermo debe ser considerada como punto central, no sólo de la atención clínica, también
502 Historia de la medicina
del pensamiento patológico?». Sólo bien entrado el siglo xx se
propondrán formalmente esta tarea los grandes internistas. Pero
ya en el último tercio del siglo xix y en los primeros lustros
del xx, toda una serie de sucesos va a mostrar que su necesidad
empezaba a barruntarse.
Por lo menos, los siguientes:
a) La histeria como «test» que hizo ver la radical incapacidad
de cada una de las tres mentalidades ante el problema diagnóstico y
terapéutico que ella planteaba. El fracaso de Charcot en la Salpêtrière
mostró la insuficiencia de la mentalidad anatomoclínica. La inútil
tentativa de entender los cuadros histéricos como desórdenes más o
menos tipificables en los procesos metabólicos del organismo (Gilles
de la Tourette y Cathelineau, junto a Charcot, 1891) o en los trazados gráficos, cuando los síntomas permiten obtenerlos (G. Sticker,
en la clínica de E. Riegel, 1896), puso de relieve la insuficiencia de la
mentalidad fisiopatológica. El pronto olvido en que cayeron las primeras doctrinas etiopatogenéticas acerca de la histeria, cuando la concepción de la causa morbi no era sino la correspondiente a la ciencia
natural del siglo xix (railway-spine de J. E. Erichsen, 1866; «neurosis
traumáticas» de H. Oppenheim y R. Thomsen, 1885), atestigua claramente la insuficiencia de la mentalidad etiopatológica. La necesidad de
romper con la interpretación científico-natural de la histeria fue perspicaz y consecuentemente afirmada por Moebius, ya en 1888. En todos esos casos se manifestaba lo que más adelante conoceremos
como «rebelión del sujeto».
b) La idea cada vez más clara de que el clínico responsable no
podía proceder, ante la concreta y viviente realidad del enfermo, conforme a los esquemas y las construcciones de los tratados «puramente
científicos». Así Naunyn, en unas páginas confesionales de 1908. Así,
en su práctica vienesa, Nothnagel y von Noorden (la «hipocratización» de uno y otro de que ha hablado E. Lesky).
c) La apelación a nociones que suponen la participación del organismo del enfermo, como un «todo» individual y viviente, en el hecho
de la enfermedad: la «adaptación», en el caso de Nothnagel (1886-
1890); la visión del sistema nervioso como «un todo» (a -whole),
ordenado según «niveles anatómico-funcionales», en el de Jackson
(1884-1897).
d) La renovada estimación —ahora más «científica»— de la importancia de la constitución típica e individual, del «biotipo», en la
génesis y en la configuración sintomática de las enfermedades; por
tanto, el nacimiento de una nueva patología constitucional, tras la
hipocrático-galénica o humoral (tipos sanguíneo, linfático o fíemáticoi
colérico o bilioso y melancólico o atrabiliario) y la fibrilar de Baglivi.
Algunos supusieron que la disposición y la resistencia individuales a
la enfermedad se expresan primariamente en la forma anatómica;
así A. de Giovanni (1837-1916), Fr. W. Beneke (1824-1882), B. Stiller
(1837-1922) y J. de Letamendi. Pensaron otros que una y otra se manifiestan ante todo en la cambiante capacidad funcional de los órganos
y del organismo en su conjunto; tal fue el caso de Fr. Kraus (1897),
O. Rosenbach (1903), H. Eppinger y L. Hess (1909) y los descriptores
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo
504 Historia de la medicina
de las distintas «diátesis», como Bouchard, R. Paltauf y A. Czerny.
Otros, en fin, como A. Hueppe (1893) y Ad. Gottstein (1897), prefirieron dar importancia relevante al modo de reaccionar el individuo
a los agentes patógenos.
é) El estudio del papel de la herencia en la causación de las
enfermedades, ya de un modo puramente impresionista y descriptivo
(la «degeneración» de B. A. Morel, 1857), ya de manera aproximada
(Fr. Galton) o rigurosamente estadística (O. Lorenz, 1898; Fr. Martius,
1901; W. Weinberg, 1901-1903), ya, en fin, aplicando al empeño las
leyes de la genética mendeliana (F. Lenz, Eug. Fischer, I. Rüdin).
Así nació una nueva disciplina médica, la «heredopatología».
/) La consideración del enfermo, en tanto que enfermo, como
miembro de un grupo social. Después de los madrugadores alegatos de
Virchow y Salomon Neumann en pro de la consideración de la
medicina como «ciencia social» (1848), esta importante ampliación
del conocimiento científico de la enfermedad empezará a cobrar carácter sistemático con la Soziale Pathologie (1912) de A. Grotjahn
(1869-1931).
Una raíz común poseen tan diversos sucesos a los ojos del historiador. Esta: que tras la sucesiva reconsideración científica de
varios conceptos de la nosología galénica —la causa sinéctica de
la enfermedad, por los anatomoclínicos; el «pathos de las funciones vitales», por los fisiopatólogos; la causa procatárctica, por
los etiopatólogos—, le llegaba por fin el turno a la causa proegúmena o dispositiva, por tanto a la influencia de la constitución
específica, típica, individual y personal del enfermo sobre la génesis y la configuración de su enfermedad. Veremos más adelante
a qué ha conducido este nuevo empeño del saber clínico-patológico.
B. Las cuatro condiciones que para la constitución de las
especialidades médicas fueron indicadas en la parte anterior, van
a realizarse plenamente en el siglo xix: el ya considerable volumen del saber médico exige especialización; la rápida y frecuente formación de grandes ciudades ofrece a ésta su imprescindible
marco social y económico. Puede así surgir el verdadero «especialista»; esto es, no el médico que de modo preferente cultiva un
solo campo de la clínica, como hasta entonces era la regla, sino
el que de manera exclusiva le consagra su actividad. Veámoslo
examinando cómo definitivamente se hacen verdaderas especialidades profesionales y técnicas las que como tales ya habían apuntado —pediatría, neurología, psiquiatría, dermatología y venereología—, y poco más tarde otras nuevas.
1. La estimación ilustrada y prerromántica del niño, la consiguiente atribución a éste de derechos propios, no sólo de deberes, y la idea vitalista, a la manera de Cullen, de una peculiaridad biológica cualitativa, no sólo cuantitativa, del organis-
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 505
mo infantil (Cullen, Brown, Cabanis), abrieron el camino a la
pediatría moderna; a continuación, la investigación anatomoclínica dio formal expresión primera a la nueva disciplina en el Traite
des maladies des enfants... (1828), de Ch. M. Billard (1800-1832),
y algo después en el Traité clinique et pratique... (1943) de
Fr. Rilliet (1814-1861) y A. Ch. E. Barthez (1811-1891).
Cuatro han sido las líneas principales del ulterior desarrollo
de la pediatría: la nosográfica y semiológica, la dietética, la preventiva y la social. La clínica pediátrica condujo a la descripción de varias enfermedades congénitas, baste citar los nombres
de W. J. Little (1810-1894), H. Hirschprung (1830-1916) y
Ε. H. L. Fallot, y al mejor conocimiento de las enfermedades
infecciosas preponderantemente infantiles, obra, entre otros, de
J. Heine (1799-1879) y O. Medin (1847-1927), poliomielitis,
W. Kernig (1840-1917), meningitis, H. Koplik (1858-1902), difteria, Ν. F. Filatov (1847-1902) y Cl. Dukes (1845-1921), «cuarta
enfermedad», y Jon. Hutchinson (1828-1913), sífilis infantil. La
dietética se hizo a la vez científica e importante cuando la investigación químico-energética —-y con ella, la mentalidad fisiopatológica— penetraron resueltamente en la pediatría. Las figuras de
P. Biedert (1847-1916), O. Heubner (1843-1926), J. R. A. Marfan
(1858-1942), Ad. Czerny (1863-1941) y H. Finkelstein (1865-1942)
jalonan el curso histórico de esta empresa, cuyo punto central
tal vez sea la creación del concepto de «trastorno alimentario»
(Czerny). En el orden profiláctico, tuvieron especial importancia
el «método de Credé» para la prevención de la oftalmía de los
recién nacidos (C. S. F. Credé, 1812-1892) y la invención de la
antisepsia obstétrica (O. Wendell Holmes, I. Semmelweis). La
introducción de las diversas vacunaciones preventivas hoy en
uso —aparte, claro está, la antivariólica—, es posterior a la
época que estudiamos. La creciente preocupación social por el
niño enfermo y el también creciente interés del Estado por conseguir «ciudadanos fuertes» dieron lugar, en fin, al desarrollo de
la higiene infantil y a la reiterada erección de hospitales pediátricos. Más tardía fue la paulatina creación de cátedras universitarias de «enfermedades de la infancia».
En la historia de la pediatría del siglo xix operaron varios motivos
socioculturales (Seidler): el darwinismo, que condujo a ver en el niño
un ser viviente más sencillo, menos «evolucionado», y por tanto de
toas fácil comprensión científica que el adulto (W. Preyer, El alma
del niño, 1882); el progresismo histórico-biológico, con su consiguiente
Preocupación por «las futuras generaciones»; la concepción biológica
de la pedagogía (el médico, educador del niño; éste, la suma de un
intestino y un cerebro necesitados de educación:. Czerny); el problema
de si al niño hay o no hay que entenderle desde el adulto (problema
lue M. von Pfaundler, 1872-1939, esclareció definitivamente).
506 Historia de la medicina
A los nombres citados es justo añadir varios más: E. H. Henoch
(1820-1910), púrpura de su nombre; J. J. Grancher (1843-1907) y
J. Comby (1853-1947), tuberculosis infantil, y Ch. West (1816-1898),
pediatra muy influyente en la medicina inglesa.
2. La neurología nació y se hizo mayor de edad a lo largo
del siglo xix. Iniciaron el camino tres monografías importantes,
la francesa de Ch. P. Ollivier (1796-1845), la inglesa de J. Abercrombie (1780-1844) y la alemana de M. H. Romberg (1795-
1873); pero sólo después de las investigaciones anatomofisiológicas y anatomoclínicas antes mencionadas (Burdach, Türck, Clarke, GoU, Gowers, etc.), de los minuciosos estudios electrofisiológicos de G. B. A. Duchenne de Boulogne (1806-1875), con su
método de I'electrisation localisée, y del trascendental hallazgo
necróptico de Broca (1824-1880), pudo ser construida una neurología suficientemente amplia y científica. Sus autores principales
fueron Charcot, en Francia, y C. Fr. O. Westphal (1833-1890),
W. H. Erb (1840-1921) y K. Wernicke (1848-1905), en Alemania. El principio de la localización anatómica de las funciones y
de los síntomas fue para todos ellos la regla suprema; recuérdese lo dicho en los capítulos precedentes.
Frente a esa concepción de la enfermedad neurológica se
levantó el inglés J. H. Jackson (1835-1911), genial iniciador de
la neurología de nuestro siglo. Heredero de la tradición hunteriana, y por tanto de una básica inclinación a entender la enfermedad y sus síntomas como un fenómeno biológico total, conocedor del pensamiento anatomoclínico tanto como del fisiopatológico, intelectualmente influido por el evolucionismo del
filósofo H. Spencer, Jackson fue poco a poco edificando una visión de la neuropatoiogía que trascendía a todas luces los principios de la medicina del siglo xix.
Compendiando al máximo la obra de Jackson, he aquí sus momentos principales: a) Minuciosas y penetrantes investigaciones clínicas sobre los trastornos del lenguaje, el ataque epiléptico (recuérdese la «epilepsia jacksoniana»), las parálisis y la corea, b) Concepción del sistema nervioso como un «todo» anatomofisiológico, evolutivamente ordenado en tres «niveles», el inferior, el medio y el
superior, tanto menos automáticos y resistentes cuanto más altos,
c) Visión del cuadro clínico individual como la «respuesta» del sistema nervioso a una «lesión desencadenante»; respuesta que supone
una «disolución» o regresión biológica-evolutiva y contiene síntomas
negativos (lo que el enfermo no puede hacer) y positivos (lo queel
enfermo puede hacer), d) Convicción de que para el buen diagnóstico
es esencial el conocimiento del orden temporal en que se presentan
los síntomas. Ya entrado nuestro siglo, H. Head y C. von Monakow
harán suya la preciosa herencia científica de Jackson.
Merecen ser recordados, junto a los anteriores, J. J. Dejeri·
ne (1849-1917), neuroanatomista y semiólogo, Ρ Marie (1853-
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 507
1940), J. Babinski (1857-1932) y H. Oppenheim (1858-1919), nombres que por sí solos hablan a cualquier médico culto.
3. Durante la primera mitad del siglo xix —por tanto, tras
la publicación, a fines del siglo >-xvm, de las monografías antes
mencionadas—, la psiquiatría va a seguir en Europa dos líneas
principales: la especulativa de la Naturphilosophie alemana (Joh.
Chr. Reil, Joh. Heinroth, C. W. Ideler), preocupada por comprender la enfermedad mental en la economía de la vida del
hombre y del universo entero, y la clínico-descriptiva de los franceses, con J. E. D. Esquirol (1772-1840) y sus discípulos (E. J.
Georget, J. P. Falret, J. G. B. Baillarger) en cabeza. La nosografía de cuadros sintomáticos típicos fue el objetivo común del
maestro y del grupo entero; y la descripción de la parálisis general como entidad nosológica (1822), obra precoz de A. L. J.
Bayle (1799-1858), pareció tender un sólido puente hacia la
patología anatomoclínica que entonces triunfaba.
En esa misma dirección siguieron moviéndose los psiquiatras
franceses (Morel, Magnan, Calmeil, Delasiauve), después de 1850.
No podía ser éste el caso de Alemania, tras la bancarrota de la
Naturphilosophie y la constitución de una medicina científica.
En efecto; repitiendo desde los presupuestos de esa medicina los
dos componentes del modelo francés, dos orientaciones surgieron
entonces en la psiquiatría alemana: la somatológica de W. Griesinger (1817-1868) —doctrina de la psicosis única y referencia
de los trastornos de la mente a lesiones cerebrales— y la clínica
de K. L. Kahlbaum (1828-1899), metódicamente limitada, aunque sin renunciar a lo que más tarde pudiera decir la histopatología, al deslinde nosográfico de «formas morbosas», como la
catatonía (descrita por el propio Kahlbaum en 1874) y la hebefrenia (aislada por su discípulo E. Hecker en 1871). Mucho más
importante e influyente fue, dentro de esta línea, la obra de Emil
Kraepelin (1855-1926), figura central de la psiquiatría alemana
en los primeros lustros del siglo xx. Enlazando el análisis clínico
°on la tenaz observación del curso temporal de la dolencia, Kraepelin creó un sistema nosográfico y nosotáxico —psicosis endógenas y exógenas, distinción ésta ya propuesta por Möbius; psicosis maniaco-depresiva, demencia precoz— que se impuso umversalmente. En 1911, E. Bleuler (1857-1939) sustituyó con éxito el
eoncepto de dementia praecox por el de «esquizofrenia», de
c
lara raigambre psicoanalítica.
En el análisis psicopatológico de los trastornos mentales se distinguieron C. Westphal (idea obsesiva), P. Janet (descripción de la
*Psicastenia», concepción post-charcotiana, próxima al psicoanálisis,
jje las neurosis) y K. Jaspers, cuya Psicopatología general (1912) es un
¡Mo importante en la historia del saber psiquiátrico. Al inglés
"· Maudsley (1835-1918) le dio gran prestigio una clasificación de las
508 Historia de la medicina
psicosis etiológica y somatológicamente orientada. Entre los norteamericanos destacaron G. M. tíeard (1839-1883), a quien se debe el
luego tan difundido concepto de «neurastenia», y Ad. Meyer, que
con su «psicobiología» ha tratado de superar la pugna entre las
orientaciones somatológica y psicopatológica de la psiquiatría.
4. En su desarrollo histórico, la dermatología moderna ha
seguido muy fielmente, aunque no con el mismo orden, las varias
etapas del pensamiento médico general anteriormente consignadas (Gay Prieto). La sistematización de los datos de observación
según los esquemas de la taxonomía botánica, iniciada por Sauvages, Plenck y Willan en el siglo xvm, fue proseguida y perfeccionada por Th. Bateman (1778-1821) y J. L. Alibert (1766-
1837). A continuación, Fr. O. Rayer (1795-1867) y, sobre todo,
F. von Hebra (1816-1880), figura eminente de la Neue Wiener
Schule, estudiaron y clasificaron las dermopatías según su anatomía patológica. Poco más tarde, perfeccionando con las técnicas de la reciente bacteriología atisbos anteriores, P. G. Unna
(1850-1929), que había ampliado histopatológicamente el legado
de Hebra, describió y trató con criterios etiopatológicos las afecciones cutáneas. Esta fue también la principal orientación de
R. J. A. Sabouraud (1864-1938). Por fin, J. Jadassohn (1863-1936)
y B. Bloch (1878-1933) introdujeron en la dermatología los puntos
de vista de la fisiología patológica y de la medicina constitucional. No agota esta sinopsis, naturalmente, el rico contenido de la
patología y la clínica dermatológica del siglo xix, pero permite
entender bien su curso histórico.
En el brillante desarrollo de la venereología entre 1800-1914,
éstos son los hechos principales: definitiva distinción clínica entre la gonorrea y la sífilis y deslinde entre el chancro duro y el
chancro blando (Ph. Ricord, 1799-1889); fijación de las «leyes»
de la transmisión seudohereditaria de la sífilis (A. Colles, G. Profeta, 1840-1910) y estudio de la sífilis infantil (Jon. Hutchinson);
estudio de la sífilis congenita y establecimiento de la relación
genética entre la lúes y las afecciones llamadas «parasifilíticas»,
tabes y parálisis general (A. Fournier, 1832-1914); descubrimiento del gonococo (Neisser), del bacilo del chancro blando (Ducrey) y de la reacción de fijación del complemento para el diagnóstico de la sífilis (Bordet, Wassermann).
5. Otras especialidades médicas van surgiendo al lado de
éstas. Me limitaré a mencionar la gastroenterología, iniciada por
A. Mathieu en Francia y por C. A. Ewald (1845-1915) e I. Boas
(1858-1938) en Alemania, la cardiología, posible como tal especialidad gracias a la obra de Mackenzie, Wenckebach y Th. Lf
wis, y la fisiología, en cuya génesis fueron decisivos el descubrimiento de Koch, la técnica radiológica, la sistematización anatomoclínica de las lesiones tuberculosas pulmonares (Turban y
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 509
Gerhardt, 1907; Bard y Piéry, 1901-1910) y los estudios de Ranke (1910-1913) acerca del proceso fisiopatológico e inmunitario
de la infección fímica. Comenzaba así la parcelación social y
didáctica del saber que, para bien y para mal, hoy existe en la
medicina.
Sección IV
LA PRAXIS MEDICA
Como el de la parte precedente, el múltiple contenido de
ésta será expuesto bajo cuatro epígrafes: 1. La realidad del enfermar. 2. El diagnóstico. 3. El tratamiento y la prevención de
la enfermedad. 4. La relación entre la medicina y la sociedad.
Capítulo 1
LA REALIDAD DEL ENFERMAR
Las enfermedades que el médico del siglo xix atendió en su
práctica pueden ser ordenadas en tres grandes grupos: aquéllas
cuya aparición estuvo especialmente condicionada por motivos
pertenecientes a la nueva situación histórica y social; otras que
bien podemos llamar «habituales», porque desde la más remota
antigüedad venían repitiéndose; otras, en fin, que sólo esporádicamente adquirieron verdadera importancia pública, las epidémicas.
A. Si ha habido épocas o situaciones afectas por una morbilidad histórico-socialmente condicionada, pocas o ninguna como
la que denominamos siglo xix. Con dos de sus consecuencias inmediatas, el pauperismo y las enfermedades y accidentes profesionales, la Revolución Industrial fue durante ese siglo la gran'
causante de enfermedades directa o indirectamente atribuibles
a motivos de índole histórica y social. El trabajo en fábricas y
minas, las obras promovidas por la expansión comercial, como
510
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 511
los canales de Suez y de Panamá o la construcción de las grandes líneas ferroviarias, aumentaron considerablemente el número
de los accidentes laborales; y la incesante aparición de industrias nuevas no sólo hizo surgir intoxicaciones inéditas, las determinadas por gases tóxicos, ácidos diversos, etc., también puso
venenos nuevos, como el arsénico, en las manos tentadas por el
crimen. Fue el pauperismo de los suburbios industriales, sin embargo, la realidad social de mayor importancia nosogenética.
Mala alimentación, viviendas insalubres, barrios mal urbanizados,
jornadas laborales extenuantes, trabajo de los niños, alienación
habitual de la vida del trabajador; todo esto se concitó para
que cobrase existencia el pauperismo —palabra no por azar
nacida en los decenios centrales del siglo— y para que esta
lacra social se realizase en sus víctimas como depauperación
orgánica, con tres inexorables consecuencias: la mayor frecuencia de las enfermedades habituales, un considerable aumento de
sus cifras de mortalidad y la producción de formas nuevas en su
manifestación sintomática.
Para honor de la clase médica, médicos fueron los primeros
en denunciar con objetividad y energía la enorme injusticia social de que eran consecuencia el pauperismo y sus secuelas morbosas. Tras la valiente oración-denuncia de Joh. P. Frank en la
Universidad de Pavía (La miseria del pueblo, madre de enfermedades, 1790), toda una serie de documentos —los tempranos
estudios estadísticos del médico de Leeds C. Turner Thackrah
(elaborados en 1821 y publicados en 1831), y a continuación las
observaciones de E. L. Villermé en los centros franceses de la
industria textil (1840), el famoso Report del inglés E. Chadwick
acerca de la relación entre el trabajo profesional y la enfermedad (1842), un célebre informe del Virchow. joven sobre la situación sanitaria de los trabajadores de Silesia (1848)— con toda
claridad lo demuestran. Las consideraciones de Fr. Engels en
torno a la situación del proletariado industrial de Inglaterra
vieron la luz en 1845, Muy pronto se unieron a esos autores
los higienistas españoles M. Seoane y P. F. Monlau. No poco
tenían que cambiar la sociedad y la higiene social, y así fue poco
a
poco aconteciendo, para que la propia Revolución Industrial,
tanto por razones puramente económicas, la productividad del
trabajador, como por la creciente presión social del proletariado
y por obvios motivos de carácter ético, corrigiese esta penosa
situación.
B. He hablado antes de las enfermedades habituales que a
diario vieron y trataron los médicos de la época que estudiamos.
Uamo así a las que de siglo en siglo, y desde que tenemos documentos fehacientes, venían produciéndose en los países de Europa
512 Historia de la medicina
y América: la tisis, las afecciones tíficas y exantemáticas, la difteria, las neumonías y pleuresías, la malaria, la sífilis y las restantes enfermedades venéreas, las neurosis, tantas y tantas más
—circulatorias, neurológicas, digestivas, metabólicas, etc.— de las
que describen los tratados de medicina que hoy podemos llamar
«clásicos», e incluso otros más actuales, pese a los cambios que
desde 1914-1918 han traído a la realidad clínica los progresos
terapéuticos y profilácticos. La tarea cumplida por los médicos
de la pasada centuria frente a este enorme bloque de dolencias
—deslinde anatomoclínico, fisiopatológico y etiopatológico de especies morbosas bien caracterizadas; descripción más fina y más
precoz de su primera manifestación en el paciente; estudio riguroso de sus consecuencias terminales: baste recordar el preciosismo semiológico con que hace ochenta o cien años se diagnosticaban las cavernas tuberculosas o se determinaba el nivel de
los derrames pleurales—, en páginas precedentes quedó consignada. Pero tanto como la perduración de ese bloque de enfermedades, porque la profilaxis y la terapéutica de la época no permitían
eliminarlas, y tanto como el gran volumen y la fundamental importancia de los conocimientos semiológicos, etiológicos, patogenéticos, fisiopatológicos y nosográficos acerca de él logrados, hay
que subrayar la indudable modulación a que la situación histórica ν social le sometió.
A cuatro breves notas quiero limitarme: 1.a
La mayor frecuencia
y la mayor gravedad de muchas de tales enfermedades —afecciones
tíficas, tuberculosis, difteria, etc.— a que dio origen la Revolución
Industrial. 2.a
La especial importancia social de la tuberculosis pulmonar. Mirado desde este punto de vista, no parece inadecuado llamar
«siglo de la tuberculosis» al xix; no sólo por la mayor frecuencia de
ella en las grandes ciudades y por los avances, pronto popularizados,
que su diagnóstico conoció, también porque durante todo el siglo
—pero sobre todo en sus décadas románticas— se vio en ella el arquetipo de «la enfermedad que distingue y mata». Dos resonantes novelas,
La dama de las camelias, de Alejandro Dumas hijo (1848), y La
montaña mágica, de Thomas Mann (1924), encuadran el desarrollo
de tal evento. 3.' El auge estadístico y la diversa peculiaridad sintomática de la histeria —si se quiere, de la neurosis— en la sociedad
industrial de la segunda mitad del siglo xix, como consecuencia de
las tensiones psicosociales a ella inherentes: la aparatosa histeria
«proletaria» de la Salpêtrière, respecto de cuya génesis tanta importancia tuvo el rápido aflujo a París de mano de obra campesina
que trajo consigo la reforma urbana del Barón Haussmann, y las más
psíquicas y libidinales neurosis «burguesas» que Freud trató en su
consultorio entre los años 1890 y 1914. 4.a
El nacimiento nosográfico
de la «neurastenia» (Beard) y la «psicastenia» (Janet).
C. Vienen en tercer lugar las enfermedades estrictamente
epidémicas. En efecto: al lado de ocasionales exaltaciones en la
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 513
frecuencia de algunas de las que acabo de llamar habituales
—por ejemplo: la difteria, que se extendió mucho en toda Europa entre 1856 y 1865; el tifus abdominal, entre 1830 y 1837;
el exantemático, en Inglaterra e Italia (1816-1819) y en la zona
industrial de Silesia (1846-1848); la meningitis cerebro-espinal,
en muy varios lugares y ocasiones—, durante el siglo xix recorrieron los países de Europa, América, Asia y Africa, con difusión a veces masiva, varias epidemias propiamente dichas y más
órnenos exóticas: la fiebre amarilla (España e Italia, 1800-1804;
España de nuevo, sobre todo en Cataluña, en 1821 y 1823), la
peste (Africa y Europa oriental, 1830-1870, más tarde en Asia),
la gripe (en Europa, Asia y América, 1827-1830; una nueva pandemia, entre 1841 y 1848; otras en años posteriores) y muy especialmente el cólera.
Si desde el punto de vista de las enfermedades habituales
puede ser llamado «siglo de la tuberculosis» el xix, «siglo del
cólera» cabría llamarle desde el punto de vista de las epidémicas. Endémico en la India, el «cólera asiático» llegó a ser en
distintas ocasiones, epidémicamente difundido, el terror de todo
el mundo culto. Hasta cinco grandes pandemias suelen distinguir
los epidemiólogos: la primera, con dos períodos, uno asiático,
1816-1823, y otro europeo y americano, 1826-1837; la segunda,
también asiática, europea y americana, activa durante el decenio 1840-1850; la tercera, no menos universal, entre 1852 y
I860; la cuarta, desde 1863 hasta 1873; la quinta, en fin, entre
1884 y 1891. La mortalidad fue en todas ellas terrible, y afectó
a todos los niveles de la sociedad; pero muy en especial a los
grupos humanos cuyo bajo nivel económico imponía una vida
insalubre y privada de recursos para huir de las zonas más
duramente castigadas por la infección (P. Faus). A partir de entonces, la higiene social parece haber puesto un freno definitivo
a
la propagación del cólera; a los ojos del historiador actual,
la enfermedad epidémica propia de una sociedad sanitariamente
mal protegida y lanzada a la empresa de convertir el planeta
entero en campo de la expansión comercial.
Capítulo 2
EL DIAGNOSTICO
Ante ese conjunto de enfermedades y con el caudal de saberes acerca de ellas que hemos contemplado en la sección precedente, el diagnóstico de una afección morbosa individual había
18
514 Historia de la medicina
de ser la primera de las actividades del médico. Siempre ha
ocurrido así, por supuesto, desde que la medicina se hizo técnica
científica; pero la actitud y el proceder del médico ante el empeño
de diagnosticar ascendieron durante el siglo xix a un nivel cualitativamente nuevo.
Recordemos la lúcida sentencia de Bichat, en 1801: «La medicina ha sido rechazada durante mucho tiempo del seno de
las ciencias exactas.» Era cierto. Por muy amplio que fuera el
saber del médico, por muy convencido que de la certidumbre de
sus conocimientos estuviese, sus diagnósticos —salvo en el caso
de las enfermedades de sintomatología visible, como las dermatosis y las integrantes de la llamada «patología externa»— no
podían ser sino conjeturales. Del nivel de la conjetura razonable,
y no es conceder poco, apenas solía pasar el juicio diagnóstico,
y así lo sentían en su conciencia moral y en su mente los clínicos, si además de cultos y alertados eran honestos. En suma: la
ars diagnostica era no más que ars coniectandi. Pues bien; a partir de esas palabras de Bichat, los médicos de vanguardia van
a intentar con esforzado ahínco que sus juicios diagnósticos dejen de ser meramente conjeturales y precientíficos, y se hagan
plenamente ciertos y científicos. Por lo menos en una de sus
partes esenciales, la tocante al conocimiento de la enfermedad, la
medicina se hizo así «verdadera ciencia».
Ante una parcela del mundo sensible, en este caso el cuerpo
de un hombre enfermo, ¿cuándo decimos que es científico nuestro conocimiento? En definitiva, cuando con los ojos de la cara
o con los ojos de la razón vemos lo que ella es en su realidad
propia. Esto van a proponerse en su faena diagnóstica los médicos del siglo xix. Todos coinciden en este propósito; mas ya
sabemos que no todos entienden lo mismo el modo de alcanzarlo. Unos, los orientados por la mentalidad antomoclínica, penserán que diagnosticar es «ver lesiones anatómicas», sea directa
o indirecta la forma de la visión. Para los secuaces de la mentalidad fisiopatológica, en cambio, diagnosticar será «ver con los
ojos de la razón desórdenes de un proceso energético-material».
ese en el cual la enfermedad consiste; verlos a través de los símbolos cualitativos y numéricos (análisis químicos) o cuantitativos
y gráficos (trazados diversos) que manifiestan la realidad de tal
proceso a la mente del hombre de ciencia. Los más estrictamente
fieles a los postulados etiopatológicos se conducirán, en fin, conio
si diagnosticar fuese tan sólo «ver con los ojos de la cara ageO"
tes causales»; en cada caso, el germen o la sustancia etiologies'
mente responsables de la enfermedad que se estudia. «Ver» le*
siones, «ver» procesos energético-materiales, «ver» microorganismos patógenos y sustancias químicas, o combinar eclécticamente»
con destreza mayor o menor, estos tres modos y términos de lfl
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 515
visión del cuerpo enfermo. En el filo de los siglos xix y xx, este
abanico de posibilidades constituía de ordinario el desideratum
del diagnóstico.
Cuando tal desideratum podía ser rigurosamente cumplido
—visión endoscópica de un cáncer laríngeo, lectura de una curva
de glucemia o de un electrocardiograma suficientemente indicativos, descubrimiento microscópico de bacilos de Koch en un
esputo— el juicio diagnóstico no sería sino la inmediata formulación apodíctica de un conocimien+o intuitivo: como el químico,
después de su análisis, dice «Esto es sulfuro de cobre», el clínico
podría decir «Esto es un cáncer laríngeo» después de su endoscopia. No siempre, sin embargo, era dado al médico alcanzar con
entera suficiencia esa meta ideal; unas veces porque no resultaba
posible la visión directa o indirecta de lo que buscaba, otras
porque el resultado de ésta no pasaba de dudoso. Entonces se le
imponía el ejercicio de un razonamiento diagnóstico —el llamado
«diagnóstico diferencial»—, bien por comparación, bien por exclusión; razonamiento que en el caso de los clínicos bien dotados y expertos podía ser rapidísimo: los famosos Blitzdiagnosen
(«diagnósticos relámpago») de Skoda. Luego, en el curso de una
lección clínica, si el hospital cumplía función docente, los maestros en el arte de diagnosticar, como el propio Skoda, o como
Trousseau, Charcot o Dieulafoy, reconstruían con brillantez ante
sus oyentes ese más o menos instantáneo proceso mental, y siempre con la compartida certidumbre de haber realizado científicamente, esto es, con arreglo a los postulados de Bichat, su actividad clínica. Expresa o tácitamente invocadas, para todos ellos
eran canon metódico las reglas de la lógica positivista de Stuart
Mill. Veamos ahora cómo fueron históricamente elaboradas" esas
distintas posibilidades.
A. Desde Laennec, los recursos supremos para diagnosticar
científicamente las lesiones anatómicas internas fueron tres: los
^signos físicos», artificios semiológicos en cuya virtud se hacen
^directamente visibles dichas lesiones; los síntomas espontáneos
directamente expresivos de éstas, supuesta la certidumbre anatom
oclínica respecto de tal expresividad (así sucedió desde Broca,
Valga este ejemplo, con la afasia motriz); los síntomas artificiosamente provocados, como el reflejo o signo de Babinski, cuando
de su expresividad reactiva o refleja podía decirse otro tanto. En
^ capítulo consagrado a la historia de la mentalidad anatomoclítuca quedaron sumariamente señalados, desde la percusión de
Auenbrugger y la auscultación de Laennec hasta las radiografías
y las biopsias de comienzos del siglo xx, los principales hitos
históricos de este camino hacia el conocimiento diagnóstico de la
e
nfennedad.
516 Historia de la medicina
He aquí, en consecuencia, el proceder diagnóstico del médico
formado en la mentalidad anatomoclínica: orientado por la
anamnesis hacia la región corporal o hacia el aparato orgánico
donde pareciera asentar la lesión básica, trataba de evidenciarla
mediante los signos físicos y los síntomas equiparables a ellos
que ya se conocían o —si su celo y su talento a tanto llegaban— se esforzaba por idear o encontrar por sí mismo otros
nuevos. En lo tocante a la percusión torácica, recuérdese como
ejemplo la serie de los signos con que se diagnosticaba la existencia y la forma de las cavernas pulmonares, cambios de tono
de Wintrich, Gerhardt, Friedrich y Biermer, sonido traqueal de
William; todos ellos ideados como consecuencia de la actitud
diagnóstica ahora descrita. Y si la lesión así perseguida no era
descubierta y el enfermo moría entre tanto, se proseguía su búsqueda en la sala de autopsias, como antaño había hecho Boerhaave. Tal fue para muchos el camino real hacia la definitiva
conversión del diagnóstico en ciencia.
B. Naturalmente, el clínico formado según los principios
de la fisiopatología no podía renunciar en su diagnóstico a la
detección de lesiones anatómicas mediante signos físicos; más
aún, procuraba incrementar el número de éstos, como Frerichs,
que con el descubrimiento de leucina y tirosina en el sedimento
urinario creyó poder inferir la existencia de la lesión hepática
llamada «atrofia amarilla», o como Traube, introductor del signo
percutorio de su nombre. Pero, más científica y ambiciosa su
mente que la del anatomoclínico, cifraba el diagnóstico del caso
estudiado en la consecución de estas dos metas: determinar el
proceso fisiopatológico en cuya virtud tales lesiones habían llegado a formarse y conocer analíticamente el ocasional estado y
el curso ulterior de ese proceso mediante series de análisis químicos, medidas calóricas o eléctricas y trazados gráficos. La misión del médico —escribía en 1878 O. Rosenbach, portavoz de
esta actitud mental —«.no consiste en diagnosticar un estado irreparable (esto es, una lesión anatómica ya constituida), sino eo
conocer tempranamente la génesis del padecimiento, el comienzo
del proceso, la functio laesa del órgano; y para esto debemos
poner nuestra atención en el examen funcional».
La peculiaridad y la novedad de esta manera de entender el
diagnóstico, salta a la vista: el clínico anatomopatologicamente
orientado creía terminada su tarea diagnóstica cuando de modo
cierto, por tanto científico, había logrado etiquetar el caso con
el nombre de una lesión y de un lugar del organismo, «tuberculosis del vértice pulmonar izquierdo» o «estenosis de la válvula
mitral»; al paso que el clínico de orientación fisiopatológica,
convirtiendo en palabras el resultado numérico y gráfico de sus
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 517
exploraciones, aspiraba a convertir esas concisas etiquetas diagnósticas en relatos técnicos del proceso anatomofisiológico, a la
postre físico y químico, a que como consecuencia de su enfermedad se hallaba sometido el organismo del paciente. Más aún:
de acuerdo con los principios epistemológicos de la patología experimental (Cl. Bernard, Traube), trataba de entender como resultados de otros tantos experimentos fisiopatológicos —y de valorarlas, por consiguiente, desde el punto de vista del diagnóstico— sus intervenciones terapéuticas en el organismo enfermo;
con lo cual se hacía o comenzaba a hacerse rigurosamente científico el método diagnóstico ex iuvantibus que propuso Hufeland.
C. Ante las enfermedades infecciosas, la seducción producida
por los espectaculares logros de la investigación microbiológica
hizo que muchos médicos intentasen reducir sus diagnósticos al
mutuo enlace de dos nombres, el de un síntoma o un síndrome y
el de un germen patógeno: «disentería amebiana», «tifobacilosis»,
«osteomielitis estafilocóccica de la tibia». Como «espiroquetosis
de la corteza cerebral» hubiese podido ser diagnosticada la parálisis general progresiva, después de que H. Noguchi (1913) descubriera en el cerebro de los paralíticos generales el agente causal
de la sífilis. La visión directa del germen responsable de la dolencia o la inferencia de su efectiva acción nosógena mediante
pruebas de carácter inmunitario —aglutinación de Widal en la
fiebre tifoidea, reacción de Wassermann en la lúes, intradermorreacción a la tuberculina de von Pirquet, oftalmorreacción, también a la tuberculina, de Calmette y Wolff-Eisner, reacción de
Weinberg y prueba de Casoni en el quiste hidatídico, etc.— fueron en este caso los recursos decisivos para el diagnóstico.
Pero en virtud de dos instancias, la penetración, de la mentalidad fisiopatológica o procesal en el pensamiento del médico
—penetración tan profunda ya en torno a 1900— y el natural
deseo de no reducir a pura rutina rotulatoria la patología, llevaron a entender el diagnóstico etiopatológico como la precisa
determinación exploratoria de tres realidades: la especie del germen causal; la localización de ese germen en el organismo; el
ocasional estado de éste en el curso del proceso inmunológico
que toda enfermedad infecciosa lleva consigo. Varios conceptos
netamente biológicos, «lucha», «reacción defensiva», «especificidad», «adaptación», entraban así, por modo expreso o tácito, en
k formulación integral de los juicios diagnósticos.
D. Si en tanto que patólogo podía ser más o menos doctrinario el médico de 1890 a 1910, en tanto que clínico tenía que
ser y fue, de un modo o de otro, ecléctico. Páginas atrás vimos
518 Historia de la medicina
cómo y por qué. Eclécticos, pues, fueron siempre sus juicios
diagnósticos, y bien escasa habría sido entonces la consideración
científica y profesional de quien en su práctica hubiese querido
prescindir de los procedimientos exploratorios y de los esquemas
mentales propios de cada una de las tres grandes orientaciones
doctrinales del pensamiento médico.
Ahora bien: en la ecléctica combinación de esas tres mentalidades,
dos actitudes entre sí distintas rigieron el proceder intelectual del
médico no rutinario: 1.a
La de quienes creían que así llegaba a su
recto y definitivo camino la concepción científica —más precisamente,
científico-natural— de la medicina, y por tanto del diagnóstico clínico;
con lo cual éste había de quedar programáticamente reducido a la
tarea de recoger con buen método datos y más datos de carácter objetivo, signos físicos, exploraciones fisiopatológicas, hallazgos etiológicos, para extraer luego de ellos una conclusión integradora e
inobjetable. «El tiempo dedicado a hacer un buen interrogatorio
—decía von Leube a sus ' alumnos a comienzos de nuestro siglc-^,
es tiempo perdido para hacer un buen diagnóstico». La arrogancia
intelectual de ese eclecticismo integrador no ha podido ser nunca
más expresivamente proclamada. 2.a
La de quienes ante -un determinado grupo de enfermedades (las histéricas, en el caso de Möbius y sn
el de Freud; las neurológicas, en el caso de Jackson) o ante el enfermar humano en general (así los pioneros de la nueva patología
constitucional, como A. de Giovanni), de un modo o de otro pensaban
que la mera integración de esas tres mentalidades, según los presupuestos de la ciencia natural vigente, no bastaba para dar razón suficiente de la vida enferma; y, por lo tanto, que debía ser reformado
el modo de entender y practicar el diagnóstico. La individualidad
biológica del paciente y la anamnesis ganaron así renovada importancia a los ojos del clínico, y esta inédita consideración de una y de
otra inició la vía hacia no poco de lo que la medicina actual tiene de
nuevo.
Tres libros varias veces reeditados y extraordinariamente leídos, el suizo-germano de H. Sahli (Lehrbuch der klinischen Untersuchungsmethoden, desde 1894), el inglés de H. French (An
Index of Differential Diagnosis, desde 1912) y el francés de
E. Sergent (L'exploration clinique médicale, desde 1913), dan
una excelente idea acerca de lo que fue el diagnóstico al final
de la época ahora estudiada.
Capítulo 3
EL TRATAMIENTO Y LA PREVENCIÓN
DE LA ENFERMEDAD
Examinemos ahora cómo la farmacoterapia, la cirugía, la dietética médica y la terapéutica física, la psicoterapia y la técnica
profiláctica se desarrollaron a lo largo del siglo xix.
Artículo 1
FARMACOTERAPIA
El fabuloso crecimiento de la terapéutica medicamentosa
durante los últimos cincuenta años tuvo su base en los rápidos
y decisivos progresos de la farmacoterapia a partir de 1800. Nos
lo hará ver un breve examen de las cuatro cuestiones siguientes:
constitución de la farmacología científica, aparición de medicamentos nuevos, invención de la terapéutica experimental, normalización científica de las pautas terapéuticas.
A. Tras los osados experimentos de Störck en el hombre
enfermo, el estudio experimental de los fármacos fue posible en
virtud de dos importantes novedades, pertenecientes ambas a la
primera mitad del siglo xix: el paulatino descubrimiento de los
principios activos de las plantas, gracias a la creciente perfección
de las técnicas químicas, y la resolución con que Magendie
orientó hacia ese campo la naciente experimentación en animales.
La historia moderna de los principios activos comienza con el
aislamiento de la narcotina o «sal de Derosne» por este farmacéutico
francés, en 1803. Dos años más tarde, Fr. W. A. Sertürner obtenía
la morfina, por él llamada morphium, y algo después creó W. Meissner
el concepto de «alcaloide». A continuación serían aislados muchos
tt»ás. Poco posterior fue el hallazgo y la identificación de los glucósidos. La obtención del más importante de ellos, la digitalina, fue
obra de Th. Qüevenne y A. E. Homolle (1854).
Entre tanto, Magendie iniciaba la farmacología experimental con
una amplia serie de ensayos pour voir (administración de estricnina,
morfina, emetina, etc.), fundaba Orfila la toxicología moderna y
K. G. Mitscherlich (1805-1871), profesor en Berlín, trataba de aliar
metódicamente la química de Berzelius y Liebig y la experimentación
animal de Magendie. El libro Elements of materia medica (1839-
519
520 Historia de la medicina
1840) del inglés J. Pereira (1804-1835) fue, en su tema, el mejor de la
época.
Tras estos antecedentes adviene la definitiva fundación de la
farmacología experimental, obra sucesiva de R. Buchheim,
Κ. Binz y O. Schmiedeberg. Discípulo de Ludwig y compañero
de Naunyn, Schmiedeberg supo aplicar magistralmente a la investigación farmacológica los métodos de la fisiología y la patología experimentales, y durante los últimos lustros del siglo xix
y los primeros del xx llegó a ser, por sí mismo y con una amplísima escuela, la máxima figura mundial de su disciplina.
Dignos de ser recordados son también los franceses E. F. A.
Vulpian, mencionado ya como patólogo experimental, y E. Fourneau (1872-1949), los ingleses Th. Lauder Brunton (1844-1916),
introductor del nitrito de amilo, y A. R. Cushny (1866-1926),
y el alemán H. H. Meyer (1853-1939), que con Ch. E. Overton
esclareció el mecanismo físico-químico de la acción de los anestécos generales. Gracias al esfuerzo común de estos y otros investigadores, la farmacología, simultáneamente apoyada sobre dos
pilares, la química (relación entre la composición del fármaco
y su acción sobre el organismo) y la experimentación animal
(adopción de las técnicas de la investigación fisiológica y patológico-experimental), era a comienzos de nuestro siglo verdadera
ciencia, y con la anatomía patológica, la fisiología patológica y
la microbiología médica, la cuarta de las «ciencias fundamentales» de la medicina.
Β. A la vez que la farmacología iba constituyéndose como
ciencia, la aparición de medicamentos nuevos incrementó de
modo considerable las posibilidades terapéuticas del médico y
preparó el fabuloso auge de la farmacoterapia ulterior a la
Primera Guerra Mundial. Es cierto que en un libro muy leído
entre 1910 y 1914, Huchard propuso reducir la terapéutica a
veinte medicamentos; pero no pocos de los que él citaba como
tales —hipnóticos, antipiréticos, antisépticos, sueros y vacunas,
extractos animales—eran ya amplios grupos de fármacos distintos, y más bien «medicaciones», por tanto, que «medicamentos»
sensu stricto.
Ordenados según su procedencia, estos nuevos medicamentos
fueron:
1. Principios activos de diversas drogas vegetales. A la narcotina, la morfina y la digitalina pueden ser añadidos, entre tantos otros,
la estricnina (Pelletier y Caventou, 1818), la cafeína (Runge, 1820),
la quinina (Pelletier y Caventou, 1820), la atropina (Mein, 1831), la
cocaína (Niemann, 1858, y Koller, 1884) y la estrofantina (Th. R. Fraser, 1870; Arnaud, 1888; A. Fränkel, 1905).
2. Sustancias minerales. Valgan como ejemplo el bicarbonato só-
Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 521
díco (V. Rose), la medicación yodada (J. F. Coindet, F. G. A. Lugol,
W. Lawrence), los bromuros potásico y sódico (Thielmann, Lemier,
Pagano) y los compuestos de bismuto (preparados antidiarreicos:
Monneret, 1849; preparados antisifilíticos: Balzer, 1889; Sauton, 1914;
Sazérac y Levaditi, 1921).
3. Fármacos sintéticos. La química del siglo xix permite al hombre producir artificial y sintéticamente sustancias que antes no
existían en su mundo, de las cuales varias poseen una acción terapéutica a la vez inédita, propia y eficaz; progreso que ni Paracelso,
el genial iniciador de la farmacoterapia moderna, habría podido soñar. Con su ciencia y su técnica, el hombre se ha hecho así «cuasicreador de naturaleza nueva». Cuatro líneas principales va a seguir
la quimioterapia sintética desde sus orígenes hasta que, con Ehrlich,
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