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HISTORIA DE LA MEDICINA BIBLIOTECA MEDICA DE BOLSILLO parte 18

 Barthez una ampliación del énhormon o impetum faciens que un

sobrino de Boerhaave, Abraham Kaau, erróneamente había atribuido

a Hipócrates (1745). Las enfermedades observadas por el médico serían el vario resultado de componerse entre sí algunos de los modos

elementales del enfermar o éléments morbides (concepto resultante de

aplicar el «método analítico» del filósofo Condillac al saber médico).

Las anomalías de la sensibilidad, de la motilidad, del tono nervioso,

de las simpatías orgánicas y de la «fuerza de situación fija» constituyen

los conceptos fundamentales de la fisiopatología bartheziana.

2. Dos son también las principales figuras de la patología

vitalista escocesa, los médicos de Edimburgo William Cullen

(1712-1790) y John Brown (1734-1788). Ambos dieron apariencia

sistemática a su obra, trataron de fundar la patología sobre conceptos semejantes a los del viejo metodismo (el strictum y el laxum) y gozaron de amplia influencia en toda Europa y en la

naciente Norteamérica. Especialmente grande fue la difusión del

sistema de Brown, «brownismo» o «brownianismo»; tanto, que

hasta llegó a ser públicamente recomendado por la Convención

Nacional Francesa de 1789. Su sencillez, su aparente racionalidad

y la fe en la acción de que se halla penetrado fueron, sin duda,

las principales claves de tal éxito.

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 353

El sistema de Cullen (First Lines of the Practice of Physich, 1776-

1783), también llamado «neuropatología», viene a ser un compromiso

entre el «tono» de Hoffmann, la «irritabilidad» de Haller y el solidismo de Morgagni. Cuando el movimiento del fluido nervioso se

halla alterado surge la enfermedad, bien por «espasmo», bien por

«atonía». La nosotaxia de Cullen es rigurosamente fiel al método

histórico-natural o botánico: la fiebre, la inflamación, la hemorragia,

la caquexia y la neurosis (a Cullen se debe el término «neurosis»)

son en ella las clases morbosas principales, luego subdivididas en

órdenes, géneros y especies.

La singular idea de la vida como status coactus que Brown propuso (Elementa medicinae, 1780) ha sido ya mencionada. Según ella,

la propiedad fundamental del cuerpo viviente es la incitabilitas, de la

cual sería titular una materia sutilísima. El grado de la excitabilidad,

la intensidad del estímulo y la excitación efectiva son así los conceptos básicos de la fisiología browníana, y la «estenia» (violenta

excitación efectiva), la «astenia directa» (insuficiente excitación efectiva por estimulación rara y escasa: frío, hambre, anemia, etc.) y la

«astenia indirecta» (la consecutiva, por fatiga, a una estenia excesivamente prolongada), las nociones cardinales de la fisiopatología y la

nosotaxia del brownismo. Harta simplicidad para un sistema que durante algunos años dominó la medicina europea.

3. El vitalismo de la medicina alemana tuvo tres formas

principales: una más especulativa y profunda, que parte de

Fr. K. Medicus (Von der Lebenskraft, 1774), pasa por el nisus

formativus, «impulsión morfogenética» o Bildungstrieb de Blumenbach (1781) y culmina en la obra, también titulada Von

der Lebenskraft (1796), de Johann Christian Reil (1759-1813),

Para dar luego pábulo a la cosmología y la patología románticas;

otra de carácter resueltamente browniano, la «teoría de la excitación» (Erregungstheorie) de Johann Andreas Röschlaub (1768-

1835), también muy influyente en el pensamiento romántico alemán; otra, en fin, moderada y ecléctica, la del afamado clínico

Wilhelm Hufeland (1762-1836), autor de una famosa Macrobiótica o arte de prolongar la vida (1796), ampliamente comentada

Por Kant.

Carácter browniano tuvo también el «sistema contraestimulístico» —stimolo y contrastimolo— de Giovanni Rasori (1766-

1837), muy difundido en la medicina italiana de la época.

C. En cuanto que de algún modo conexas con la concepción

vitalista del universo, también deben ser nombradas aquí las diversas expresiones que durante los siglos xvn y xvm fue adoptando la genial idea fracastoriana de los seminaria, como causa

externa de las enfermedades contagiosas. En De generatione anitnalium (1651), Harvey afirma que el contagio de una enfermedad lleva consigo la generación de algo viviente. Poco después

13

354 Historia de la medicina

(1658), el jesuíta Athanasius Kircher (1602-1680) sostiene que

a la peste (putredo animata) la producen ciertos vermículos microscópicos, formados por generación espontánea en los humores

de los apestados; luego extenderá esta idea al paludismo y la

sífilis. También August Hauptmann (1607-1674) propugna la tesis

del contagium animatum, y así, a continuación, Francesco Redi,

sobre los animali viventi che si trovano negli animati viventi

(1684), Giovanni Cosimo Bonomo (1666-1695) y Diacinto Cestoni

(1637-1718) respecto a la sarna (1687), Lancisi, acerca del paludismo (1717), Cario Francesco Cogrossi (1682-1769), Vallisnieri y otros, en relación con las epizootias, el vienes Marcus

Anton von Plenciz (1705-1786), con su idea de un seminium

vertninosum o «semilla vermicular» para cada enfermedad

contagiosa, y el alemán J. E. Wichmann (1740-1802), que reafirmó la condición parasitaria de la sarna. La idea de una pathologia animata iba así preludiando la futura microbiología patológica.

D. Después de todo lo expuesto, resulta comprensible que,

respecto de los fundamentos científicos del tratamiento médico,

la medicina vitalista aceptase generalmente el principio de la

«fuerza sanadora de la naturaleza» y viese en el médico un

atento y respetuoso ministro de ella; lo cual, naturalmente, no

quiere decir que el terapeuta no se atuviese de ordinario en sus

prescripciones al principio contraria contrariis curantur. Una importante excepción, sin embargo: la de John Brown. El brownismo niega la vis naturae medicatrix o estima en muy poco su eficacia sanadora. La reacción del organismo es sólo un resultado

previsible por el médico, cuando éste sabe calcular correctamente

la cuantía de la excitabilidad y lá intensidad del estímulo. Como

Erasístrato, como los metódicos, como Heister, Brown aspira de

nuevo a ser «gobernador» o «señor» de la naturaleza, antes que

simple «servidor», «ministro» o «vicario» suyo. De ahí que la

terapéutica browniana se halle regida por dos consignas principales: la regla contraria contrariis, entendida ahora como imperativo riguroso, y el «no estar nunca ocioso». Así orientada y

practicada, la teranéutica browniana —ha escrito Baas— costó a

Europa más vidas que la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas.

Sección V

LA PRAXIS MEDICA

Trátase ahora de saber cómo el médico de los siglos xv-xvm,

en el seno de la sociedad a que pertenecía y teoréticamente

apoyado en los diversos paradigmas científicos de su acción y en

los varios saberes concretos de ellos resultantes, realizó su

oficio de curar al enfermo y prevenir la enfermedad. Vamos a

intentarlo estudiando la praxis médica de la época según cuatro

epígrafes principales: 1. La realidad del enfermar. 2. El diagnóstico. 3. El tratamiento y la prevención de la enfermedad. 4. La

relación medicina-sociedad.

Capítulo 1

LA REALIDAD DEL ENFERMAR

Con nombres más o menos distintos, las enfermedades que el

médico atiende durante los siglos xv-xvm son en su gran mayoría, naturalmente, las mismas que en épocas anteriores ya existieron. La phthisis de que habían hablado las Epidemias hipocráticas y los consilia medievales es en sus rasgos fundamentales la

misma que R. Morton, valga su ejemplo, describe en su excelente

Phthisiologia (1689), y Morgagni en el correspondiente capítulo

de su obra famosa. Pero los cambios que en la existencia individual y social introduce el modo de vivir que solemos llamar

«moderno» dan lugar a nuevas enfermedades, hacen más frecuentes otras y cambian más o menos la apariencia sintomática de

casi todas. He aquí, muy concisamente, las más importantes

355

356 Historia de la medicina

novedades que desde el siglo xv hasta el xix, al margen de las

diversas y cambiantes interpretaciones patológicas, ofrece la realidad misma del enfermar del hombre.

A. Novedades morbosas dependientes del paulatino tránsito

de la vida feudal a la vida burguesa:

1. La aparición de enfermedades dependientes de la actividad laboral que impone la nueva estructura socioeconómica de la

existencia del hombre o —al menos— una mayor frecuencia de

algunas, con el cambio en la atención del médico hacia ellas.

Basten tres ejemplos: en pleno Renacimiento, la monografía

de Paracelso sobre las enfermedades de los mineros (Von der

Bergsucht, 1533-1534); en los años finales del Barroco, el célebre

libro de Bernardino Ramazzini (1633-1714) acerca de no pocas

afecciones morbosas profesionales (De morbis artificum, 1700);

en los años centrales de la Ilustración, las abundantes consideraciones clínico-sanitarias de Johann Peter Frank en los primeros

volúmenes de su magno System einer vollständigen medizinischen

Polizey (1779-1789).

2. La más frecuente presentación de las dolencias cuya génesis viene favorecida por las formas de vida de la alta burguesía y la nueva aristocracia —más sedentaria y regalada que la

medieval— y por la creciente acumulación de la población en

los núcleos urbanos. Al primero de estos dos órdenes de causas

pertenecen, por ejemplo, la considerable importancia de la gota

en la patología de los siglos que ahora contemplamos. Al segundo, dos sucesos principales: uno epidemiológico, la cada vez más

intensa pululación de las enfermedades venéreas y cutáneas (véase lo que sobre la epidemiología de la sífilis se dice luego), la intensificación del paludismo en las ciudades próximas a zonas

pantanosas (Roma), la mayor frecuencia de la fiebre tifoidea en

aglomeraciones urbanas todavía carentes de una adecuada higiene pública; otro seguramente determinado por motivos de carácter psicosocial, inherentes a la vida en las grandes ciudades (el

gran porcentaje de las afecciones histéricas que en los dos sexos

señala Sydenham, los modos de enfermar subyacentes al amplio

uso del «acero de Madrid» o medicación hidromarcial, el contenido de la nosografía stahliana, el nacimiento de la psiquiatría

moderna).

3. Cambios que en la patología bélica determina el paso de

la guerra medieval a la guerra moderna. Sólo a partir del siglo xv, en efecto, comienzan a adquirir importancia social las

heridas por arma de fuego, aunque éstas viniesen empleándose

desde mediados del siglo xiv. Piénsese, por otra parte, en las

consecuencias patológicas del más importante suceso bélico entre

la Edad Media y las campañas napoleónicas, la Guerra de los

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 357

Treinta Años. Dos únicos datos: Magdeburgo, ciudad de 40.000

habitantes antes de esa guerra, sólo contaba con 2.240 en 1644;

durante el asedio de Nuremberg, con las tropas de Wallenstein

convivían unas 15.000 prostitutas.

4. El notable auge de las enfermedades propias de la miseria suburbana; a la cabeza de ellas, el raquitismo.

B. Novedades dependientes de la expansión de Europa a la

recién descubierta América y a las llamadas Indias Orientales.

1. Hubiésela o no la hubiese en la Europa anterior a los

viajes de Colón —recuérdese lo dicho al hablar del empirismo

clínico—, lo indudable es qué la sífilis vino de América, y que a

su gran difusión ayudó mucho el modo de la vida en el seno

de la sociedad moderna. Frente al estilo «medieval» de la peste,

ha escrito Sigerist, la lues venérea, casi siempre adquirida como

resultado de un acto individual y voluntario —y tan favorecida,

cabría añadir, por el incremento de la prostitución urbana—, es

una enfermedad típicamente «renacentista». Respecto de otras

enfermedades epidémicas, véase el parágrafo subsiguiente.

2. La aparición o la mayor frecuencia de las afecciones carenciales, como consecuencia de la defectuosa alimentación que

entonces imponían las largas travesías marítimas. Ejemplo sumo,

el escorbuto.

C. La mutación que a partir de la Edad Media va experimentando la epidemiología en Europa y en América. Con ondas

epidémicas de duración e intensidad variables, perduran, por

supuesto, las enfermedades contagiosas que durante la Antigüedad y la Edad Media habían asolado al mundo: la peste, la viruela, las distintas fiebres exantemáticas, la malaria, las afecciones genéricamente llamadas «tíficas», la disentería, la influenza.

Cabe señalar, sin embargo, varias notas epidemiológicas más o

menos nuevas: 1. Las llamadas «nuevas enfermedades» del siglo xvi y el «sudor inglés» del mismo siglo. 2. La ya mencionada

explosión epidémica de la sífilis durante el Renacimiento. 3. La

muy probable exaltación de la morbilidad del tifus exantemático

—sobre todo entre los grupos socialmente marginados, como los

moriscos españoles (García Ballester)— que acredita su frecuente

y detenida descripción clínica durante los siglos xvi y xvn. 4.

La acumulación de ciertas «neumonías tifosas» en la Europa de

los siglos xvi y xvn. 5. Una mayor proporción de las formas

laríngeas o cruposas de la difteria. 6. El escorbuto, tan frecuente

en los siglos xvn y xvm. 7. Las varias y mortíferas epidemias de

la Guerra de los Treinta Años. 8. Ciertos brotes especialmente

intensos del ergotismo, como el que se produjo en varios países

de Europa entre 1700 y 1725. 9. La terrible y general ola de frío

358 Historia de la medicina

entre 1708 y 1710, que en Italia causó —según el cálculo de Lan·

cisi— más muertes que la misma peste. 10. La transformación

del «carácter bilioso» de ciertas fiebres en «carácter pútrido» entre 1760 y 1780, denunciada por Stoll y oíros autores (probablemente, cambios en la epidemiología de la fiebre tifoidea). 11. Los

mortíferos brotes epidémicos de peste, tan devastadores en toda

Europa, pero sobre todo en sus países meridionales (A. Carreras), durante la segunda mitad del siglo xvi.

Sobre el desarrollo de la epidemiografía durante la época que

estudiamos y la cada vez más precisa delimitación nosográfica

—clínica solamente o anatomoclínica— de cuadros morbosos excesivamente amplios y confusos, como el de las «fiebres» o «enfermedades tíficas», baste lo dicho en páginas precedentes.

Capítulo 2

EL DIAGNOSTICO

Vigente desde que la medicina, ya en la Antigüedad clásica,

se convirtió en verdadera tekhne iatriké o ars medica, el aforismo Qui bene diagnoscit bene curat fue adquiriendo fuerza y precisión crecientes a medida que la observación clínica, la autopsia

anatomopatológica y la sucesiva aplicación médica de las técnicas exploratorias que la física y la química iban ofreciendo, permitieron que ese diagnoscere fuera cumplido con progresivo

rigor y un atenimiento cada vez mayor a la realidad observable.

Desde los dos puntos de vista más importantes en la consideración de la actividad diagnóstica, el semiológico y el mental,

vamos a estudiar su historia desde el siglo xv hasta el xix.

A. Contemplamos páginas atrás la atenta y empeñada minucia con que los médicos hipocráticos cumplieron ante la realidad del enfermo el principio de la autopsia o «visión por uno

mismo». Pues bien: la sed de experiencia de lo individual que

con tanta fuerza opera, desde la Baja Edad Media, en las mejores

almas europeas, se irá también expresando en el campo de la exploración clínica. Más aún: el espíritu racional y metódico del

hombre moderno —no será inoportuno recordar de nuevo, en lo

tocante a la vida económica, la invención y la práctica de la

ragioneria o contabilidad— hará que esa exploración sea regulada mediante pautas previa y reflexivamente establecidas y quede,

a la vez, progresivamente sometida a la cuantificación que las

invenciones técnicas de los físicos y los químicos van ofreciendo.

He aquí los rasgos de este lento, pero incontenible proceso:

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 359

1. Pasando de ser consilium medieval a ser observatio renacentista, la historia clínica —y por tanto la exploración del

enfermo— se hace más minuciosa y biográfica. El diagnóstico,

por otra parte, se discute públicamente entre el maestro y sus

colaboradores más distinguidos. Sean de nuevo mencionados el

preclaro ejemplo de Giambattista da Monte, en la Padua del siglo xvi, y la traslación de sus métodos al Leyden del siglo xvii.

Albert Kyper, predecesor de Silvio en la cátedra lugduniense,

fue el primero en disponer sobre la cama del enfermo hospitalario una tablilla, en la cual el médico iba anotando los datos

principales del curso de la enfermedad. Todos los grandes maestros de la ulterior medicina clínica —Silvio, Baglivi, Boerhaave,

Hoffmann, Stoll, etc.— recomendarán con ahínco el máximo

cuidado en la observación sensorial del paciente. Un solo ejemplo: la degustación sistemática de la orina permitió a Willis descubrir en Europa la diabetes sacarina. Lo mismo debe decirse en

cuanto a la relación entre el ocasional estado del medio ambiente y los modos de enfermar («constituciones epidémicas»):

Baillou en París, Sydenham en Londres, Casal en Asturias, Stoll

en Viena, J. P. Frank en Viena y Pavía —valgan tales ejemplos—

ponen rigor metódico moderno en las viejas pautas hipocráticas

y van preparando la epidemiología ya resueltamente científica

del siglo xix.

Expresión didáctica de esta viva y metódica preocupación semiológica fue la serie de libros a ella consagrados: De ingressu ad inj'irnos (1612), de Giulio Cesare Claudino, todavía muy galénico; Praxis

medica (1696), de Baglivi, ya resueltamente moderna; Jntroductio in

praxin clinicam (1744), de Boerhaave; Medicina consultatoria (1721-

1739) y Medicus politicus (1738), de Hoffmann; De methodo examinant aegros, de Stoll, etc. El rasgo del siglo xvm que Cassirer ha

llamado esprit systématique se hace así patente en la práctica clínica.

2. Como ya vimos, a la exploración clínica se añade con

fines diagnósticos, y cada vez con mayor frecuencia, la autopsia

anatomopatológica. Sobre las tres sucesivas etapas en la consideración de la lesión orgánica por parte del médico —mero hallazgo de autopsia, clave de un diagnóstico clínicamente incierto,

fundamento del saber clínico—, véase lo antes dicho y lo que

en el parágrafo próximo se indicará. También el examen diag-'

nóstico del cadáver autopsiado es objeto de regulación metódica

en De sedlbus et causis morborum, de Morgagni.

3. La exploración del enfermo va haciéndose instrumental,

esto es, física y química. Las exigencias que a título de programa

había expuesto Nicolás de Cusa en De staticls experimentis, a

mediados del siglo xv, van cumpliéndose paulatinamente: poco

a poco, la semiología se matematiza e instrumentaliza.

360 Historia de la medicina

El pulso es numéricamente contado («pulsilogío» de Santorio, «reloj del pulso para médicos» de John Floyer, 1649-1734) y sometido a

un análisis cualitativo-cuantitativo que rebasa en finura al tan sutil

de los médicos medievales (Solano de Luque, Bordeu). La temperatura corporal, cuya medición fue posible gracias al «termoscopio» de

Santorio, entra resueltamente en la clínica hospitalaria por obra de

toda una serie de autores: Boerhaave y sus discípulos (sobre todo

A. de Haën, en Viena), así como W. Cockburn (1660-1736), G. Martine (1702-1741) y J. Currie (1765-1805). Al mismo tiempo, son incipientemente introducidos en la exploración del enfermo los exámenes

químicos o se llevan a cabo los descubrimientos científicos que los

preparan: D. Cotugno descubre la presencia de albúmina en la orina

de ciertos hidrópicos, y algo más tarde W. C. Cruikshank (1745-1800)

comprueba ese hallazgo en la llamada «fiebre hidrópica»; Fr. Home

(1719-1813) inventa la prueba de la espuma para diagnosticar el carácter diabético de una orina, y M. Dobson (f 1784) sabe referir al

azúcar ese carácter; W. H. Wollaston (1766-1828) demostrará, en fin,

el carácter úrico de los tofos gotosos. La vieja iatroquímica va convirtiéndose así en la química médica del siglo xix. Mucho menor es la

importancia científica que hasta fines del siglo xvín tuvo, en lo tocante a la exploración clínica, el empleo del microscopio; en algunos

casos porque condujo a errores de bulto (como los del P. Kircher,

cuando en la sangre de los enfermos de peste creyó ver los «vermículos» causantes de la enfermedad), y en otros porque la presunta

visión microscópica de «animálculos» se hizo pura superchería en

manos de los charlatanes callejeros (Astruc).

Mención especial merece la invención de la percusión torácica

como procedimiento exploratorio, obra del médico vienes Joseph

Leopold Auenbrugger (1722-1809) y primero de los «signos físicos» de la subsiguiente patología anatomoclínica; la describe

perfectamente en su Inventum novum (1761). El la practicaba

golpeando suavemente, juntas las puntas de los dedos, a manera de martillo, el tórax del enfermo, y cubierto éste con la

camisa o con un pañuelo. Auenbrugger distinguió cuatro alteraciones principales del sonido torácico (alto, profundo, claro, oscuro), aparte su abolición total, y sus hallazgos fueron por él

necróptica y experimentalmente comprobados. Casi desconocida

por los médicos durante cuarenta años, víctima, incluso, de la

necia irritación de algunos, la percusión torácica ganará umversalmente el gran prestigio semiológico que merecía por obra de

Corvisart, en el París de comienzos del siglo xix.

4. Bajo la tácita influencia del dualismo de la antropología

cartesiana y del intimismo de la protestante, el clínico —Boerhaave fue, muy probablemente, el iniciador de este hábito mental— comienza a discernir entre la «sintomatología objetiva» del

paciente (lo que en él se ve cuando se considera su cuerpo

como objeto) y la «sintomatología subjetiva» (lo que el enfermo

siente en tanto que sujeto de su propia existencia).

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 361

B. Con el cambio paulatino o revolucionario de la mentalidad del médico —idea de la naturaleza, fundamentos científicos

de su saber acerca de la enfermedad— y, por añadidura, con la

viva preocupación de los pensadores y los hombres de ciencia

modernos —Bacon, Galileo, Descartes, Leibniz, Newton, Linneo— por el método para un conocimiento racional de la realidad cósmica, no puede sorprender que desde el Renacimiento se

renueven en alguna medida los esquemas mentales para el establecimiento del juicio diagnóstico. Dos parecen ser las principales orientaciones genéricas de esta novedad, una de orden empírico-racional, otra de carácter doctrinario.

1. Aunque con el tiempo se fundiesen unitariamente entre

sí, dos también son las pautas que desde la segunda mitad del

siglo xvn, es decir, desde que el pensamiento científico moderno

comienza a adquirir su mayoría de edad, rigen la inteligencia

del médico cuando, ya técnicamente explorada la realidad del

enfermo y la de su ambiente, pretende llegar al diagnóstico a

favor de la mentalidad que acabo de llamar «empírico-racional»;

la puramente clínica que postuló Sydenham y la anatomoclínica

que cada uno a su modo iniciaron Albertini y Auenbrugger.

Sydenham y sus seguidores del siglo xvín diagnostican «especies

morbosas» de carácter sintomático, establecidas por la experiencia

clínica propia o ajena, y proceden con arreglo al siguiente esquema:

a) Clara y distinta rememoración de los cuadros sintomáticos correspondientes a las especies morbosas hasta entonces conocidas, b) Descubrimiento, en la exploración del enfermo, de uno o más síntomas

que sean «propios» o «patognomónicos» de alguna de esas especies,

c) Comprobación de que el resto del cuadro clínico del paciente confirma el diagnóstico así logrado. Por su parte, y en lo tocante a las

enfermedades torácicas, Albertini y Auenbrugger se proponen obtener

sus diagnósticos según esta serie de reglas: a) Observación clínica

orientada, muy en primer término, por el recuerdo de los conjuntos

de síntomas y signos en que se expresan las diversas lesiones de los

órganos torácicos, b) Razonada conjetura del tipo de lesión existente

en el interior del tórax del paciente, como causa inmediata del cuadro

clínico observado, c) Estudio semiológico ulterior, para confirmar o

rechazar la hipótesis diagnóstica establecida; y si el enfermo muere,

autopsia de su cadáver, con objeto de resolver post mortem el problema y utilizar en otro caso la experiencia así obtenida. Pero el saber

nosográfico de los sydenhamianos distaba mucho de cubrir de manera

satisfactoria todos los modos de enfermar que la realidad pone ante

los ojos del clínico; y, por otra parte, soló en muy contados casos

Podían ser satisfactorios los diagnósticos de Albertini y Auenbrugger.

Dos problemas a los que por fuerza habrá de responder la medicina

del siglo xix.

2. No obstante su insuficiencia, los diagnósticos empírico-

•"acionales obtenidos —o simplemente buscados— al modo syden-

362 Historia de la medicina

hamiano y al modo albertiniano eran vías abiertas hacia el futuro; así nos lo harán ver las páginas subsiguientes. ¿Puede afirmarse lo mismo respecto de la orientación de la actividad diagnóstica a favor de alguna de las varias doctrinas nosológicas

que hemos ido viendo? Sería torpe desconocer que en casi todas ellas había positivos gérmenes de progreso; pero la osada

tendencia al empleo de términos diagnósticos con los cuales se

pretendía nombrar lo que en su real intimidad es el desorden

morboso, cuando tan escaso era el conocimiento positivo y experimental de su fisiopatología y su patogenia, hizo que dicha actividad condujese no pocas veces al establecimiento de «diagnósticos de gabinete» —cacoquimias diversas, inspisitudes o rarefacciones humorales, opilaciones de conductos, «errores» en la

acción rectora de tal o cual arqueo o del anima en su integridad,

atonías, astenias o estenias de las fibras, etc.—, distintos, desde

luego, en cuanto a su contenido, pero no muy distantes en

cuanto a su método de los que con su invariable fisiopatología

galénica y su residual fidelidad al tratado De locis affectis formulaban, todavía en los siglos xvi y xvii, tantos galenistas a la

manera de Fernel, Valles o Mercado. Observación clínica más o

menos atenta y, acto seguido, interpretación fisiopatológica y

diagnóstica de lo observado mediante una determinada doctrina;

para bien o para mal, tal fue hasta el siglo xix, salvo las excepciones señaladas, la regla común.

Entre los «positivos gérmenes de progreso» a que antes se ha aludido, he aquí algunos: a) En la actividad diagnóstica de Paracelso

—tan poderosamente orientada por las tres consecuencias principales

del radical dinamicismo de su pensamiento nosológico: preocupación

etiológica, concepción alquímica de los procesos orgánicos, afán terapéutico— late la fecunda apetencia de un saber acerca del desorden

morboso anterior a la lesión y determinante de ésta («enfermedades

tartáricas») o adecuado a lo que realmente signifique el hecho de su

.tratamiento específico (morbus terebinthinus, morbus helleborinus,

etcétera), b) En la de van Helmont, su propósito de conocer —cualquiera que fuese el rebuscamiento de los nombres con que él quiso

designarlas— la índole y la localización de los trastornos locales con

que cada enfermedad comienza a constituirse, la primitiva «espina

fisiopatológica» de ella (Pagel), c) En la de Silvio, su propensión, fe;

cunda también, a resolver la anatomía patológica en bioquímica, si

vale el anacronismo de anticipar al siglo xvn el sentido técnico de

esta palabra, d) En la de Boerhaave, su firme voluntad de actuar

conforme a una semiología integral y una generosa capacidad intelectual para reconocer, cuando tal era el caso, la insuficiencia de sus

saberes y esquemas mentales, e) En la de Stahl, su inconformidad con

la excesiva claridad, tantas veces falsa, de las simplificaciones meca·

nicistas de la realidad viviente. /) En la de Barthez, con su atención

a los éléments morbides, la intuición del valor nosográfico-diagnóstico

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 363

de los componentes del enfermar que luego serán llamados «síndromes». No será difícil ampliar esta rápida enumeración, releyendo con

cuidado las páginas precedentes.

Capítulo 3

EL TRATAMIENTO Y LA PREVENCIÓN

DE LA ENFERMEDAD

En la visión que de su actividad terapéutica tiene el médico

sigue vigente —como en la Edad Media— la trina ordenación

de Celso: farmacoterapia, cirugía y dietética; aun cuando esta

última vaya ahora cayendo más y más dentro del campo de la

higiene, especialmente de la que en el siglo xix llamarán «privada». Estudiemos en sus rasgos generales el desarrollo de cada

uno de estos modos del tratamiento desde el siglo xv hasta la

terminación del siglo xvm, contemplemos después cómo Mesmer, sin pretenderlo, inicia la psicoterapia moderna, y admiremos

a continuación el feliz nacimiento de la actual medicina preventiva.

Artículo 1

FARMACOTERAPIA

Para advertir con claridad lo que es tradicional y lo que es

nuevo en la farmacoterapia de esta primera parte de la historia

moderna, dividiremos nuestra exposición en tres parágrafos, respectivamente dedicados a la farmacología stricto sensu, a la

farmacodinamia y a las diversas pautas terapéuticas que durante

este período fueron propuestas.

A. No entendida todavía en su rigurosa significación actual,

sino como «materia médica» o conjunto de cuerpos orgánicos

o inorgánicos de que se sacan los medicamentos, la farmacología

de los siglos xv-xvni es en muy buena parte la tradicional. Dioscórides y la farmacia galénica continúan en vigor hasta bien entrado el siglo xvni, pese a las novedades, muy importantes algunas, que poco a poco van surgiendo, y no constituye ciertamente

un azar que la edición comentada del Anazarbeo fuera una de

jas más eficaces empresas del humanismo médico del siglo xvi.

Dos autores se reparten el mérito de ella, el italiano Pietro An-

364 Historia de la medicina

drea Mattioli (1500-1577), en 1544, y el español Andrés Laguna,

en 1551. Sobre el fondo de esta depurada —relativamente depurada— perduración del saber farmacológico tradicional, van

apareciendo las siguientes novedades:

1. La obra genial de Paracelso; la fecunda innovación que

con su entusiasmo terapéutico y su «frenesí macrocósmico» (Gundolf) trajo el médico de Einsiedeln al campo de la materia médica. Páginas atrás quedaron expuestas las líneas básicas del

pensamiento terapéutico de Hohenheim. Pues bien, sobre ese fundamento se levantan las nociones y las prácticas que hacen de su

obra un hito de primer orden en la historia de la farmacología

y la farmacoterapia.

Queden brevemente mencionadas las más importantes: a) En un

orden empírico, Paracelso sustituyó los farragosos preparados de la

farmacopea tradicional (decocciones, jarabes, extractos, etc.) por las

«esencias» y las «tinturas», mucho más sencillas y eficaces (láudano,

trementina, etc.); introdujo gran cantidad de medicamentos minerales y mejoró la administración de los pocos que entonces se usaban

(invención de preparados de Hg, Sb, Pb, Fe, Cu, Ag, Au, As, S);

actuó con desembarazo en lo tocante a la dosis; mejoró el conocimiento de las aguas minerales, h) En un orden a la vez teórico y práctico estableció la noción de arcanum (lo que en un medicamento

específicamente se opone a la «semilla» de la enfermedad que él

cura) y señaló a la alquimia la misión de descubrir ν aislar, apoyada

en la experiencia del médico, los tan numerosos y diversos arcana

que contiene la naturaleza. No parece exagerado ver en Paracelso el

padre de la moderna química farmacéutica, c) Como contrapartida,

multiplicó barroca y abusivamente las variedades y los nombres de

los principios próximos al arcanum o coïncidentes con él (quinta essentia, magisterium, elixir, specificum, balsamus, mumia, spiritus vitae).

2. El enriquecimiento de la materia médica tradicional con

medicamentos nuevos, procedentes de América y las Indias orientales: algunos de valor terapéutico escaso, como el ya mencionado palo de guayaco, los bálsamos del Perú y de Tolú, la

zarzaparrilla, la jalapa, el sasafrás, ya conocidos en el siglo xvi

(Nicolás Monardes, Libro que trata de todas las cosas que se

traen de nuestras Indias Occidentales, 1569-1571); otros más tardíamente importados y de importancia decisiva en la historia

de la farmacología, como la quina.

Sobre la introducción de la quina en Europa ha circulado tópicamente una versión legendaria —curación del corregidor de Loja,

Perú (1630), por un cacique indio, y luego de la condesa de Chinchón,

de donde el nombre de la especie botánica Cinchona, etc.—, muchos

de cuyos asertos han sido deshechos por la investigación historiográfica (Lastres, Jaramillo, Hernando, Guerra). Conformémonos aquí

indicando que la corteza de quina vino de América del Sur, entró

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 365

en Europa por Sevilla, fue difundida por los jesuítas (pulvis iesuitarum, pulvis patrum, se llamó al de dicha corteza), llegó a la cima de

su prestigio social cuando con ella, por mediación del Cardenal de

Lugo, sanó de sus fiebres Luis XIV («polvos del Cardenal»), tuvo

dos grupos de enemigos, los galenistas, por su perturbadora novedad,

y los protestantes, por el papel de los jesuítas en su propagación, y

—como pronto veremos— fue tema central en las discusiones fármacodinámicas de la época.

También durante el siglo xvn pasó de América a Europa la

ipecacuana (G. Le Pois, 1648; Le Gras, 1672). Más tarde, ya

durante el siglo xvni, llegaron la cuasia (Dahlberg), la ratania

(Hipólito Ruiz) y la angostura (Celestino Mutis).

3. Si la quina fue la gran novedad farmacológica del siglo xvn, la del xvni iba a serlo la digital. Esta planta, de uso

popular entre los enfermos de ciertas comarcas inglesas, adquirió

verdadero carácter de fármaco por obra del médico William

Withering (1741-1791). Withering oyó decir que la digital daba

buenos resultados en la hidropesía, ensayó metódicamente su

empleo y encontró que éste es en algunos casos muy favorable

(en las hidropesías de origen cardiaco, se sabrá luego) y nulo

en otros (hidrocefalia, edemas de origen renal, enseñará Bright

decenios más tarde). Su libro An Account of the Foxglove (1785)

es un clásico en la historia de la farmacoterapia.

Conocida en cosmética, por lo menos desde la Edad Media,

también la belladona empezó a usarse como medicamento en el siglo xvm (van Swieten). Otro tanto debe decirse del cornezuelo de

centeno y del helécho macho («cura de Nouffer»). Médicos de ese

siglo son asimismo los inventores de preparados medicamentosos

nuevos, a partir de sustancias ya utilizadas antes en terapéutica: el

«licor mercurial de van Swieten», la «tintura de quina de Huxham»,

el «licor arsenical de Fowler», el «agua vegeto-mineral de Goulard»

(acetato de plomo), los «polvos de Dover» (opio e ipecacuana), etc.

4. La progresiva racionalización de la materia médica. Las

prescripciones van siendo menos complicadas y aumenta entre

los médicos la necesidad de una ordenación clara y segura de

los remedios. Tal fue el propósito de la Censura simplicium de

I. Carlbohm, un discípulo de Linneo (1753). Precedida por dos

ediciones de la Pharmacopoeia matritensis, la primera Pharmacopea hispana —típica muestra del espíritu de la Ilustración—

apareció el año 1794.

B. Durante la época que estudiamos comienza sus primeros

balbuceos la parte de la farmacología a que luego se dará el

nombre de farmacodinamia. Dos aspectos bien diferenciados, uno

366 Historia de la medicina

empírico, otro doctrinal o interpretativo, presenta al historiador

esta incipiente etapa del saber farmacodinámico.

1. Tras el mitridatismo de la Antigüedad clásica, ya en el

siglo xvi comienzan con Antonio Musa Brassavola (1500-1555)

los experimentos farmacológicos en individuos condenados a

muerte, a la vez que Paracelso trata de explicar alquímicamente

su rica experiencia farmacoterápica. Pero será en el siglo xvm

cuando de manera más metódica el vienes Störck —combatido

por de Haén, que veía peligros en el empeño— estudie experimentalmente en el hombre enfermo la acción terapéutica de varios fármacos: la cicuta, el cólchico, el beleño, el estramonio, el

acónito. Queda así tímidamente preparada la gran obra tóxicofarmacológica de Magendie y Orfila, ya en pleno siglo xix.

2. A la vez que se iniciaba el estudio experimental de la

acción de los fármacos, los médicos trataban de explicar esa acción a la luz —no siempre esclarecedora— de sus respectivas

ideas cosmológicas y patológicas. Paracelso piensa en la específica acción destructora del arcanum sobre el semen o «semilla»

de cada enfermedad y apela —como luego Porta— a la doctrina

semimágica de las «signaturas»: la apariencia visible de cada ser

natural indicaría la enfermedad sobre que puede ser terapéuticamente activo (las manchas rojas de la persicaria hacen ver la

utilidad de esta planta en las llagas, etc.). Van Helmont especula

acerca de la acción modificadora del medicamento sobre los

arqueos. Por su parte, los iatromecánicos piensan que la virtud

terapéutica debe explicarse recurriendo a la presunta operación

de los remedios sobre las propiedades físico-mecánicas de las

partes sólidas y líquidas del cuerpo. Los iatroquímicos, a su vez,

atribuyen la eficacia del fármaco a su acción sobre las jermentationes perturbadas. Y así, cada una a su modo, las restantes

escuelas médicas de la*· época.

Especialmente intenso fue, a este respecto, el impacto producido

por la eficacia sanadora de la quina. Los iatroquímicos, que acogieron con especial alborozo la llegada del nuevo remedio, le atribuyeron la propiedad de corregir la «fermentación» febril de la sangre

y disolver las mucosidades obstructoras («opilaciones») de los pequeños vasos. Frente a ellos, los iatromecánicos pensaron que la quina

diluye el líquido hemático y disminuye así la fuerza de su rozamiento con la pared vascular. Unos y otros coincidieron, sin embargo, en estimar que el nuevo medicamento daba un golpe de muerte

a la tradicional farmacodinamia galénica. Lo que la pólvora ha sido

in re militari, eso ha sido la quina in methodo curandi, escribirá Ramazzini.

C. En cuanto al tercero de los aspectos principales de la

fafmacoterapia, las pautas terapéuticas por las que entre los si-

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 367

glos xv y xviii se rigieron los médicos, baste una somera indicación de sus puntos principales:

1. En general, como más de una vez ya se ha dicho, el

médico sigue creyendo en la «fuerza medicatriz de la naturaleza»

y confiando en ella; pero en esa creencia y esta confianza hay

muy considerables grados y matices. Recuérdese la actitud del

cirujano Lorenz Heister. Por su parte, un hombre tan prudente

como Sydenham proclama que se debe «conseguir la salud del

enfermo por el camino más breve» y advierte al terapeuta su

obligación técnica de precaver «los daños subsecuentes a las

aberraciones en que muchas veces incurre la naturaleza, cuando

torcidamente trata de expeler la materia morbífica».

2. También en general, sigue predominando entre los médicos la fidelidad al principio contraria contrariis curantur (antipatía terapéutica), pero en modo alguno faltan concesiones a la

regla contraria, similia similibus curantur (homeopatía avant la

lettre de algunas curas de Paracelso); razón por la cual debe

afirmarse que salvo entre los seguidores de Hahnemann fue la

alopatía —como lo será en el siglo xix— la norma imperante.

Ya quedó consignada la radical excepción de Brown, tan resuelto y excluyente doctrinario de la antipatía medicamentosa.

3. A caballo entre la Ilustración y el Romanticismo se halla

la tan discutida obra de Samuel Friedrich Christian Hahnemann

(1755-1843), creador de la homeopatía. En la intención de Hahnemann, ésta había de ser, más aún que un método terapéutico

nuevo, todo un sistema médico general, integrado por una antropología, una nosología y una terapéutica. La antropología hahnemaniana es vitalista: en el hombre opera una «fuerza vital» superior a las de la naturaleza inanimada e inaccesible a íos sentidos. A las perturbaciones de ella serían en definitiva atribuibles

las enfermedades; razón por la cual el conocimiento de las alteraciones anatomopatológicas no poseería gran valor a los ojos de

rate doctrinario. Las enfermedades, en fin, pueden ser agudas y

crónicas, y estas últimas consistirían en la acción conjunta o séParada de tres afecciones morbosas fundamentales, la «psora», la

«sífilis» y la «sicosis».

En su consideración del tratamiento, Hahnemann parte de estas dos tesis: la vis naturae medicatrix no es por sí misma suficiente para curar una enfermedad; las enfermedades sólo se

curan cuando son destruidas por otras análogas y más intensas,

sunilia similibus curantur. Si la quina cura las fiebres, es porque

e

*la misma produce fiebre en el hombre sano. Sobre estas ideas

generales descansan las dos grandes reglas de la terapéutica

homeopática: a) Mediante sus fármacos, el médico debe producir una «enfermedad medicamentosa» semejante a la «enfermero1

 primitiva», b) La «enfermedad medicamentosa» será tanto

368 Historia de la medicina

más gobernable, cuanto menor sea la cantidad del fármaco empleado para producirla: principio de las dosis mínimas. La extrema raridad de las tinturas vegetales muy diluidas permitirá

su actuación como puro «dinamismo».

No pueden ser negadas al sistema de Hahnemann —que logró

en el siglo xix y todavía conserva no pocos adeptos— ciertas intuiciones geniales, y menos hoy, después de la vacunación preventiva y

la malarioterapia. El similia similibus y la experimentación medicamentosa en el hombre sano distan de ser puro desvarío. Pero el

rígido atenimiento al principio homeopático y, sobre todo, la tan

discutible doctrina de las dosis mínimas, parecen reducir casi siempre la eficacia curativa de los tratamientos homeopáticos a la que

pueda ejercer la pura sugestión. Esto indican, cuando menos, investigaciones estadísticas recientes (O. y L. Prokop, 1957).

Artículo 2

CIRUGÍA

Recuérdese el vigoroso impulso que la cirugía experimentó

durante la Baja Edad Media. Sobre ese nivel van a ir levantándose, desde los años centrales del Renacimiento, las novedades

quirúrgicas que traen consigo los siglos modernos. No fueron ajenos al comienzo de ellas el espíritu de aventura y el afán de innovación que entonces llenaron las almas; sin uno y otro, no sería

explicable la obra de los grandes cirujanos del siglo xvi: Paré,

Maggi, Hidalgo de Agüero, Botallo, Daza Chacón, Alcázar, Díaz,

Tagliacozzi... «La innovación quirúrgica como aventura»; tal

podría ser, a los ojos del historiador actual, el epígrafe de esa

obra dispar y concorde Ahora bien: un examen sistemático de

la cirugía que se hizo en Europa durante la época que estudiamos

hace aconsejable subsumir las particulares hazañas de todos esos

cirujanos —y, con ellas, las de quienes prosiguen su esfuerzo

hasta fines del siglo xvm— en cuatro grandes parágrafos: I. El

punto de partida: la ruptura con la doctrina del pus loable.

II. Progresos tactuales. III. Progresos conceptuales. IV. Entre

la cirugía y la medicina interna.

A. El gran hecho quirúrgico en el tránsito de la Baja Edad

Media al Renacimiento fue la herida por arma de fuego. Pues

bien; con algunos matices personales, la actitud de los primeros

cirujanos que toman clara actitud ante él (Heinrich von Pfolspeundt, 1460; Hieronymus Brunschwig, 1497; Hans von Gersdorff, 1517; Giovanni da Vigo, 1514; Alfonso Ferri, 1552) puede

compendiarse en los siguientes puntos: al herir, el proyectil en·

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 369

venena (por la pólvora que consigo arrastra) y quema (por la

alta temperatura que se le atribuía); el médico, en consecuencia,

debe extraer la bala y la pólvora restante en la herida, destruir

el «veneno» con aceite hirviendo y provocar una «supuración

loable» capaz de eliminar toda la materia peccans.

Dos hombres supieron romper con ese pernicioso esquema:

el francés Paré y el italiano Maggi. Bien puede afirmarse que

con Ambrosio Paré (1509-1590), simple chirurgien-barbier del

Hôtel-Dieu de París, carente, por tanto, de formación universitaria, cirujano militar en el ejército de Francisco I durante la

campaña del Piamonte (1536), comienza la cirugía moderna.

Cuatro invenciones suyas se destacan sobre las restantes: el «tratamiento suave» de las heridas por arma de fuego, la práctica

de la ligadura vascular, la herniotomía sin castración y el restablecimiento de la versión podálica. Especialmente sobresale la

importancia histórica de la primera de ellas. Un día de batalla

fue tan superior a lo previsto el número de las heridas por

arma de fuego, que llegó a agotarse la provisión del aceite de

saúco con que, puesto éste en ebullición, era regla tratarlas;

y en tan apurado trance, Paré no pudo hacer otra cosa que

aplicar a la lesión un digestivo de yema de huevo, aceite de

rosas y terebinto. Más tarde escribirá que no pudo dormir aquella noche, pensando que sus pacientes iban a morir «envenenados»; pero, contra lo temido, todos mejoraron notablemente. La

naturaleza había dado así una lección al cirujano, y éste, lúcido

y humilde a la vez, supo escucharla. En lo sucesivo prescindió

del método tradicional, perfeccionó el suyo y rompió para siempre —al menos, en lo tocante a las heridas por arma de fuego—

con la tesis del «pus loable». El año 1545 publicaba Paré los

resultados de su gran hallazgo. Acaso sin conocerlos, el bolones

Bartolommeo Maggi (1516-1552) logró demostrar experimentalmente lo que por azar Paré había descubierto: disparó arcabuces sobre sacos de pólvora, y éstos no ardieron; adosó a la

bala una flecha envuelta en cera, y no ardió el azufre; y puesto

que ninguno de los componentes de la pólvora posee propiedades

tóxicas, negó también la presunta toxicidad de las heridas por

arma de fuego. De ahí su regla para tratar éstas: curas lenitivas,

reposo y dieta.

En la renovación del tratamiento de las heridas por arma

blanca, quien lleva la palma es el español Bartolomé Hidalgo de

Agüero (1530-1597). Frente a la «vía común» (supuración provocada y cicatrización per secundam intentionem) proclamó la excelencia de su «vía particular» (coaptación de los bordes de la

herida, cura seca y cicatrización per primant). Otro grande y madrugador mérito de Hidalgo de Agüero: supo defender eficazmente la excelencia de su procedimiento apoyado en sencillos

370 Historia de la medicina

datos estadísticos. En la misma línea terapéutica se movió el

suizo Felix Würtz (1518-1574).

B. Varias instancias aunadas —el rápido progreso del saber

anatómico, el auge paulatino de la experiencia anatomopatológica

y el considerable avance de las técnicas mecánicas e instrumentales durante los siglos xvi-xvin— determinaron a lo largo de

esos tres siglos una moderada ampliación de las posibilidades

operatorias del cirujano; sólo moderada, porque no fue gran cosa

lo que éste pudo hacer en el cuerpo del enfermo hasta que la

anestesia y la antisepsia le permitieron iniciar la actual etapa estelar de su arte. Veamos metódicamente el desarrollo histórico

de la cirugía a lo largo del período que ahora estudiamos.

1. En cuanto al tratamiento de las heridas, pequeño fue el

progreso desde las decisivas innovaciones de Ambrosio Paré e

Hidalgo de Agüero. Durante el siglo xvii las adoptaron sin reservas Cesare Magatti (1579-1647) y Richard Wisemann (1622-

1676), figuras señeras de la cirugía en Italia e Inglaterra, respectivamente; aun cuando, como frente a lo nuevo tantas veces

ocurre, no faltaran entonces cirujanos todavía aferrados a la doctrina del pus loable. Ya en el xvm, las investigaciones de John

Hunter sobre la inflamación y la cicatrización hicieron mucho

más simple y eficaz la acción del terapeuta. El peligro de la

infección, sin embargo, continuó siendo grande.

2. Cuatro son las más importantes novedades que introdujeron los cirujanos del siglo xvi en la práctica de la amputación:

la sección precoz, incindiendo «en lo sano» del miembro (Leonardo Botallo, nac. en 1530), la disección de un colgajo cutáneo

para cubrir el muñón (Hans von Gersdorff, Bartolomeo Maggi,

Dionisio Daza Chacón), la progresiva sustitución de la hemostasia con el cauterio por la ligadura de los vasos (Paré, Juan de

Vigo, Maggi, Alfonso Ferri, Daza Chacón) y el incipiente empleo

de ésta para el tratamiento de los aneurismas (Daza Chacón,

Jacques Guíllemeau).

Los cuatro grandes problemas de la amputación —ocasión, nivel,

incisión y hemostasia— fueron una y otra vez discutidos, no siempre

para bien, a lo largo del siglo xvii; pero al fin, por obra del alemán

Fabricio de Hilden (1560-1634), el inglés R. Wiseman y el suizo Joh.

von Muralt (1645-1733), se impusieron las innovaciones antes mencionadas. Más aún: a la ligadura se añadió como recurso hemostático el

torniquete, inventado por un modesto cirujano, el francés Morel

(1674), y perfeccionado luego por su compatriota Jean Louis Petit

(1674-1750). Gracias al torniquete y a los progresos en la técnica

de la incisión (Antoine Louis, 1723-1792, Edward Alanson) descendió

considerablemente la mortalidad de los amputados. También en la

segunda mitad del siglo xvm ideó François Chopart (1743-1795) le

desarticulación que lleva su nombre.

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 371

No menos importantes fueron durante esta centuria los avances

en el tratamiento quirúrgico de los aneurismas; baste citar los nombres de Dominique Anel (1628-1725), John Hunter y Pierre Brasdor

(1721-1798), tres clásicos del tema. A la vez, el progreso del saber

anatómico ensanchó notablemente las posibilidades de la ligadura

vascular: P. J. Desault (1744-1795) ligó la arteria axilar; J. Else

(t 1780), la carótida primitiva; J. Abernethy (1763-1831), la ilíaca

externa.

3. La cura operatoria de las hernias mejoró considerablemente durante el Renacimiento. Alessandro Benedetti habla de la

habilidad de un empírico español para conservar la integridad del

cordón espermático. Poco más tarde, Paré describía la herniotomía sin castración, merced al empleo de su famoso point doré.

Siglo y medio después, Nicolás de Blégny (1652-1722) inventará

los vendajes elásticos. La hernia crural fue descrita por Paul

Barbette en la primera mitad del Seiscientos. Será en el Setecientos, sin ( embargo, cuando la cura radical de las hernias,

gracias a John Hunter, Antonio Gimbernat y Antonio Scarpa,

llegue a ser conquista segura.

4. También la cirugía del aparato urinario progresa de modo

notable durante los siglos xvi-xvm. Tras la vieja técnica de

Celso y Pablo de Egina, los litotomistas italianos, con Mariano

Santo a su cabeza, introdujeron el apparatus magnus o incisión

perineal, y el francés Pierre Franco (1560) el apparatus alius o

talla suprapúbica. La sectio lateralis fue ideada en Francia —no

contando ensayos anteriores de Pierre Franco— por Jacques

Beaulieu o Frère Jacques (1651-1719), pintoresco litotomista ambulante. Ya en pleno siglo xvm, el gran cirujano inglés William

Cheselden (1688-1752), virtuoso eminente en la ejecución de la

sectio lateralis, logrará con ella éxitos espectaculares. John Douglas (tl759), por su parte, perfeccionará la sectio alta de Franco.

La dilatación de las estrecheces uretrales fue el segundo de los

grandes temas de la cirugía urológica de la época. Intentada por

varios médicos del siglo xvi, tuvo su gran clásico en el español

Francisco Díaz (1588). Con sus bujías de cuerda de guitarra,

Jacques Daran (1701-1784) perfeccionará más tarde la técnica de

aquél. Otra vieja técnica urológica, la litotripsia, fue restablecida

y mejorada en el siglo xvn por el italiano Antonio Ciucci.

5. En el campo de la cirugía ósea y articular son dignas de

mención, ante todo, las invenciones instrumentales tocantes a la

trepanación craneal. Varios médicos renacentistas (Paré entre

ellos) colaboraron en el empeño; pero acaso fuese el español

Andrés Alcázar (1575) quien más se distinguiera entre todos,

tanto en el orden instrumental del problema como en sus aspectos clínicos. El tratamiento de los traumatismos craneales no

mejorará gran cosa desde entonces hasta que Jean Louis Petit

372 Historia de la medicina

y François Le Dran (1685-1770) distingan clínicamente la conmoción y la contusión del cerebro y perfeccionen la técnica de la

evacuación de los derrames intracraneales. A su vez, la ortopedia, que ya había avanzado estimablemente en el siglo xvii

(Jean Bienaise y otros: sutura de tendones; Fabricio de Hilden y

Laurent Verduc: técnicas para el tratamiento de fracturas y

luxaciones), alcanzará un excelente nivel en el xvni, gracias, sobre todo, a A. Louis, Percíval Pott (1714-1788), P. J. Desault y

Thomas Kirkland (1721-1798).

Especial recuerdo merece la obra de Gaspare Tagliacozzí

(1546-1599); el cual, coronando intentos ajenos más o menos

valiosos (Branca, Vianeo, Fioravanti, Arceo), restauró en pleno

Renacimiento la cirugía plástica. Hasta el siglo xix no serán superados sus métodos.

6. Dos especialidades quirúrgicas empiezan a construirse a

lo largo de los siglos xvi-xvni: la obstetricia y la oftalmología.

Con la creciente asistencia de los médicos al parto, dos órdenes

de hechos dan comienzo a la obstetricia moderna: la publicación de

manuales didácticos, consagrados al arte de partear (E. Röslin, 1513;

Damián Carbón, 1541; Gesner-Wolf, 1566; etc.) y la reconquista de

técnicas antiguas olvidadas durante la Edad Media, como la versión

podálíca (Th. de Héry, N. Lambert, A. Paré) y la operación cesárea

(J. Nufer, Cr. Maini, Fr. Rousset). Las estrecheces pélvicas y su perturbadora influencia sobre el parto fueron estudiadas a fines del siglo xvii y comienzos del xvm por el holandés H. van Deventer y el

francés G. Mauquest de la Motte. Por esos años, las figuras principales de la obstetricia eran François Mauriceau (1637-1709), a quien se

debe la maniobra que sigue llevando su nombre, el gran cirujano

Pierre Dionis (t 1718) y el belga Jean Palfiyn (1650-1730), definitivo

inventor del fórceps. Más importante había de ser el progreso de la

especialidad a lo largo del siglo xvm, con figuras como los franceses

André Levret y Jean Louis Baudelocque, los ingleses William Smellie

y William Hunter y el alemán Joh. Gregor Röderer. Muy valiosas

novedades se deben a los obstetras de la Ilustración: el uso reglado

de fórceps cada vez más perfectos; un conocimiento mucho más

acabado de la fisiología del parto; la consecutiva instauración de una

prudente «obstetricia fisiológica» (Solayrés de Renhac, Baudelocque,

Babil de Gárate); el estudio metódico de las distocias; la descripción

de la placenta previa (Levret), la reinvención de la sinfisiotoraía

(J. R. Sigault); y, en el orden social, la fundación de establecimientos

para la enseñanza obstétrica.

La oftalmología médica nace como disciplina independiente con la

Ophtalmodouleia del alemán Georg Bartisch (1583). Durante el siglo xvii, el más notable avance oftalmológico tiene por objeto la

catarata, definitivamente referida a una alteración del cristalino p°r

Fr. Quarré y R. Lasmier y tratada mediante el «método persa» °

extractivo por R. Mattiolo. Comienza a difundirse en él, por otra

parte, el empleo de anteojos; «quevedos» serán llamados en España.

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 373

Pero la consolidación técnica y profesional de la oftalmología no acaecerá hasta bien entrado el siglo xvm: se perfeccionan las técnicas

para el tratamiento de la catarata («extracción» de Jacques Daviel,

«depresión» de Ch. F. Ludwig, «reclinación» de J. G. Günz, Benjamín Bell y A. K. Willburg), se aborda el problema de la pupila

artificial (Cheselden, M. y J. de Wenzel, Scarpa), se practican el

cateterismo del canal lagrimal (Anel) y la dacriocistostomía (Petit) y

se precisa la anatomía patológica del glaucoma (P. Brisseau).

C. A la vez que estos progresos factuales de la cirugía, otros

progresos de orden conceptual se produjeron en el saber quirúrgico durante los siglos xvi-xviii; tan importantes, que en su virtud, aun cuando todavía por modo incipiente, pasa resueltamente

a ser una parte esencial de la medicina «científica» lo que hasta

entonces sólo había sido osada habilidad operatoria, «obra de

manos», como con estricta fidelidad a la etimología tantas veces

se ha dicho en España. Dos instancias principales se concitaron

para que así fuese: la deliberada elaboración de una anatomía

al servicio directo de la técnica quirúrgica —la llamada «anatomía topográfica»— y la temprana aplicación del método experimental y del pensamiento anatomopatológico y fisiopatológico a

las afecciones en que sólo el cirujano intervenía y a las inmediatas consecuencias de su intervención.

1. En la génesis de la anatomía topográfica, obra del siglo xvm,

tuvo parte principal —aparte, claro está, el gran desarrollo del saber

anatómico «puro»— el espíritu a la vez sistemático y práctico de la

Ilustración. No es un azar que varios de los primeros nombres

anatomotopográficos, como el «triángulo de Petit», el «hiato de Winslow», el «triángulo de Scarpa», el «ligamento de Gimbernat», la

«línea de Monro», o el «trípode de Haller», etc., procedan de esa

¿poca; ni que la «anatomía quirúrgica» naciese formalmente con la

obra de Vincenzo Malacarne en el primer año del siglo xix.

_ 2. En la conversión de la cirugía en verdadera ciencia médica, la

Principal figura fue John Hunter, con su deliberado intento de fundar el saber quirúrgico sobre los resultados de la investigación biológica y la patología experimental: la «obra de manos» se trueca así

en la expresión operatoria de una auténtica «patología quirúrgica».

Enseñó J. Hunter, en efecto, que el cirujano no puede ser realmente

eficaz sin un conocimiento suficiente de las causas y el mecanismo

de la enfermedad, y que la fisiología debe ser para él tan importante

como la anatomía, porque la estructura anatómica no pasa de ser la

expresión estática de la actividad funcional; pero, sobre todo, investogó sin descanso para mostrar experimentalmente la razón de su

propia enseñanza (fisiopatología del saco aneurismático, descubrimiento de la «circulación colateral», estudio experimental de la inflamación, etc.). Así, el «espíritu hunteriano» viene a ser un valioso

antecedente de la fisiopatología y la medicina experimental del si81o xix (López Pinero).

374 Historia de la medicina

D. Deben ser mencionadas, en fin, tres técnicas operatorias

situadas entre la medicina interna y la cirugía propiamente dicha:

dos muy viejas en la historia de la terapéutica, la sangría y el

clister, otra nueva y no definitivamente lograda, la transfusión

sanguínea.

Practicada, como sabemos, desde la Antigüedad, la sangría siguió

siendo recurso terapéutico habitual. A comienzos del siglo xvi, la actitud helenófila y antiarábiga de los humanistas médicos dio lugar a

una violenta polémica, en cuanto al tratamiento de la neumonía, entre

los partidarios del «método griego» (presunta «derivación directa»

por la incisión de la vena más próxima al pulmón afecto) y los

secuaces del «método árabe» («derivación revulsiva» por incisión de

la vena heterolateral); a la cabeza de los primeros, el francés Pierre

Brissot (1478-1522). Resuelto el pleito con la victoria de los helenofilos, la sangría continuó triunfando en la medicina europea. «¿Tú

sabes qué es Medicina? Sangrar ayer, purgar hoy, — mañana ventosas secas, y esotro kirieleisón», escribirá Quevedo. «Clysterium

donare, — postea seignare, — ensuita purgare», dice un famoso ritornello de Moliere. Y esa regla del clysterium donare seguirá vigente,

incluso con mayor fuerza, un siglo más tarde. La costumbre de hacerse administrar un clister «por debajo de la falda» mientras se

asistía a la representación de una comedia, imperaba en el refinado

Versalles de Luis XV.

La práctica de la transfusión sanguínea fue iniciada durante

el siglo xvn. El primero en idear el instrumental y la técnica de

ella parece haber sido el italiano Francesco Folli (1623-1685);

pero cuando Folli dio su invención a la estampa, ya se le habían

adelantado los ingleses Chr. Wren, Boyle, Hooke y Lower, el

francés Jean Denis y el también italiano G. G. Riva. Los reiterados y bien comprensibles fracasos de estas primeras transfusiones hicieron que el método cayese en desuso hasta la segunda

mitad del siglo xix. No tuvo mejor fortuna la infusión endovenosa de medicamentos, practicada a lo largo del siglo xvn por

el alemán F. Schmidt y el inglés Chr. Wren, y a fines del xvili

por los franceses P. F. Percy y Ch. Ν. Laurent.

Artículo 3

DIETÉTICA Y PSICOTERAPIA

No es una arbitrariedad unir la dietética y la psicoterapia en

un mismo epígrafe. Concebida como regulación racional de las

sex res non naturales de la tradición galénica, la dietética —de

modo ya bien explícito en el siglo xviii— lleva consigo cierta

atención al capítulo de la terapéutica que más tarde llamaremos

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 375

«psicoterapia». Esta, a su vez, tiene una de sus raíces en la

preocupación por conservar la salud, objetivo central de la rama

de aquella perteneciente a la higiene. Lo cual no excluye que,

como pronto veremos, poseyera una intención estrictamente terapéutica la más importante de las motivaciones históricas de la

psicoterapia actual.

A. Como capítulo principal de la higiene privada, la dietética moderna empieza siendo una reflexión galénica o cuasigalénica al servicio —más o menos adulatorio— de quienes en la

sociedad ocupan sus niveles superiores, los nobles y los potentados. Sirva como ejemplo el Vergel de sanidad o Banquete de

nobles caballeros (1542), de Luis Lobera de Avila. Más atentos

al común de los mortales fueron los Dircorsi intorno alia vita

sobria (1588), frecuentemente reeditados luego, de Luigi Cornaro. Y todavía más, ya en la segunda mitad del siglo xvm, muy

dentro, por tanto, de los ideales filantrópicos y educativos de la

Ilustración, los escritos para el gran público del médico suizo

S. A. Tissot y la famosa Makrobiotik o arte de prolongar la vida

(1796) de Chr. W. Hufeland. Este último libro pone bien de

manifiesto la antes mencionada conexión entre la dietética y la

psicoterapia, puesto que uno de los primeros testimonios impresos de ésta, el ensayo del filósofo I. Kant, pionero de la autosugestión terapéutica, Sobre el poder del ánimo para hacerse dueño, mediante el simple propósito, de sus sentimientos morbosos

(1798), como elogioso comentario a la Makrobiotik fue concebido.

La dietética terapéutica es tanto más cuidadosamente atendida

por los médicos, cuanto mayor sea su confianza en la fuerza medicatriz de la naturaleza; pero, en general, los terapeutas del período

que ahora estudiamos solieron pecar por defecto en la alimentación

de los enfermos, especialmente de los agudos. Dieta escasa, sangrías,

purgantes; muy grande había de ser la vis medicatrix de la individual

naturaleza enferma para salir victoriosa del trance.

A las aguas minero-medicinales consagraron atención especial

Paracelso, van Helmont, los ingleses Robert Boyle y Martin Lister

(1688), el español A. Limón Montero (1697) y Friedrich Hoffmann.

La nunca extinguida confianza popular en las virtudes de la hidroterapia conoció un curioso auge en la Europa ilustrada. John Floyer

y James Currie en Inglaterra, la familia Hahn y J. D. Brandis en

Alemania, N. Chillo y A. Magliano, ¡7 medico dell'acqua fresca, en

Italia, propusieron el empleo de los baños de agua fría para tratamiento de las más dispares dolencias.

B. La psicoterapia moderna nace de un episodio de la historia de la medicina cuyo protagonista en modo alguno hubiese

querido llamarse a sí mismo psicoterapeuta, en el sentido que

376 Historia de la medicina

hoy damos a esta palabra: el presunto descubrimiento del magnetismo animal por Franz Anton Mesmer (1734-1815), tan famoso en toda Europa a fines del siglo xvm.

En su disertación De injluxu planetarum in corpus humanuni

sostuvo Mesmer que el universo entero está lleno de un fluido

sutil; el cual —decía— «se mueve con la más extrema celeridad,

se refleja y se refracta como la luz, y directa o indirectamente

cura todas las enfermedades». Sólo por su mediación actuarían

los medicamentos. Este fluido podría ser movilizado hacia el

cuerpo del hombre mediante el imán —de ahí el nombre de

«magnetismo animal»— o con ayuda de diversos artefactos como

el baquet y el «baño magnético». El éxito social y médico de

Mesmer en Viena y en el París inmediatamente anterior a la

Revolución Francesa fue, sin hipérbole, fabuloso; hasta la Academia de Medicina parisiense tuvo que intervenir en la discusión

que el «magnetismo animal» había suscitado. Más tarde decayó

la estrella de las curas mesmerianas; pero después de la muerte

de su autor conocieron un nuevo auge, y a través de una serie de

etapas dieron por fin lugar al hipnotismo médico.

Los descubridores de los efectos «sonambúlicos» de las magnetizaciones fueron los hermanos Puységur, dos fervorosos mesmerianos

franceses. La Academia de Medicina de París volvió a plantearse el

problema del magnetismo animal en 1825, con resultados al parecer

más favorables que los obtenidos por la comisión de 1784, integrada

por Lavoisier, Franklin, Jussieu, Guillotin y Bailly. En Inglaterra

cultivaron el mesmerismo, en medio de una viva polémica, el fisiólogo

H. Mayo y el clínico J. Elliotson; en 1842, el cirujano Ward amputó

el muslo a un enfermo anestesiado «magnéticamente». El relojero

norteamericano P. F. Quimby, al que había iniciado en el mesmerismo

el emigrado francés Ch. Poyen, curó a Mary Baker Eddy de una

parálisis histérica, y dio con ello ocasión al nacimiento de la Christian

Science (1866). En torno a esos mismos años, Braid, en Inglaterra, y

Liébeault, en Francia, convertían el mesmerismo en hipnotismo.

Artículo 4

PREVENCIÓN DE LA ENFERMEDAD

Desde su nacimiento en la Antigüedad clásica, la dietética

alberga una intención preventiva, porque la dieta adecuada hace

al hombre más resistente a la enfermedad; pero sólo en el cursQ

del siglo xvm se iniciará de manera científica y eficaz la historie

de la profilaxis médica. La prevención de las enfermedades epi*

démicas conoció entonces: una valiosa tentativa, el saneamiento

de las zonas palúdicas próximas a Roma que acometió Lanciái

un modesto logro, preludio de otros muchos más importantes!

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 377

la fumigación con vapores de cloro de los objetos contaminados

por «miasmas» (Guyton de Morveau, 1773); un triunfo resonante, la práctica de la vacunación antivariólica.

Autor de tan gran hazaña fue el médico inglés Edward Jenner (1749-1823). Oyó éste a una lechera de su tierra natal que las

ordeñadoras infectadas por el cow-pox o viruela vacuna quedaban inmunes contra la viruela humana, y concibió la idea de

utilizar el hecho como recurso preventivo. John Hunter le incitó

a ello, y el 14 de mayo de 1796, tras varios años de observación

cuidadosa, Jenner procedió a la primera inoculación experimental en el cuerpo del niño James Phipps. Usó para ello linfa

tomada del brazo de una lechera afecta de cow-pox. Pocos días

más tarde inoculó a James Phipps pus de viruela humana y pudo

comprobar la total inmunidad del niño así «vacunado». El libro

An Inquiry into the Causes and Effects of the Variolae Vaccinae

apareció en 1798, y pronto, tras un breve período de polémicas,

la vacunación se impuso en el mundo entero.

La práctica de la variolización preventiva —con linfa de pústulas

variolosas humanas: variolización, no vacunación— es antiquísima

(China e India antiguas). Corresponde el mérito de haberla introducido en Europa a Lady Wortley-Montague, esposa del embajador

inglés en Constantinopla (1721). El tema fue discutido con calor;

Voltaire, Bordeu, D'Alembert, Haller y otros abogaron en favor de la

inoculación antivariólica. No obstante tal revuelo polémico, el tema

de la variolización preventiva se hallaba casi olvidado cuando Jenner

comenzó las observaciones antes mencionadas y —en el sentido etimológico de la palabra— ideó su propio método, la «vacunación»,

nombre que en homenaje a Jenner fue luego propuesto por Pasteur.

En la empresa de propagar universalmente los beneficios de

la vacunación antivariólica descuella la expedición organizada

por el Gobierno de España en 1803 y dirigida por el médico

alicantino Fr. Javier de Balmis (1753-1819). A toda la América

hispánica, y por extensión a las islas Filipinas, Cantón y Macao,

pudo así llegar la salvadora invención de Jenner.

Capítulo 4

MEDICINA Y SOCIEDAD

La esencial conexión entre la actividad del médico y la sociedad a que él y su paciente pertenecen cobró caracteres peculiares entre la Edad Media y el siglo xix; es decir, mientras en

378 Historia de la medicina

Europa dura la vigencia del sistema político-social que solemos

denominar «Antiguo Régimen».

Constitución de Estados nacionales regidos por monarquías de

«derecho divino»; auge continuado de la burguesía, que como un

estrato social nuevo se insinúa con fuerza creciente entre la clase

socialmente superior —nobleza de la sangre, alto clero— y el estado

llano; paulatina racionalización de la vida por obra de la ciencia

moderna y, más radicalmente, de la actitud ante la realidad de

que la ciencia moderna es expresión; voluntad de dominio sobre

la naturaleza y conciencia cada vez más clara de poder lograrlo

mediante la técnica como instrumento; economía precapitalista; secularización íntima y social de la existencia humana, incipiente a fines

del siglo xvn y notoriamente acusada ya —piénsese en la ideología

de la Revolución Francesa— cuando se extingue el siglo xvm. Tales

son los más importantes rasgos de la historia del mundo europeo y

americano durante el período que ahora estudiamos, y por tanto las

instancias que entonces determinan el modo de insertarse la medicina

en la sociedad.

Seis temas principales pueden ser deslindados en lo que fue

dicha inserción a lo largo de los siglos xv-xvni: actitud ante la

enfermedad, formación del médico, situación social de éste, asistencia al enfermo, modos de la actividad médica socialmente

determinados, ética médica.

A. La enfermedad es por esencia un mal físico para quien la

sufre, y por tanto para la sociedad humana; pero la actitud ante

la enfermedad cambia con el carácter del enfermo y con la índole del grupo social a que éste pertenece. La creciente estimación

de la existencia terrena, rasgo característico de la vida humana

durante los siglos que solemos llamar modernos, da lugar a una

mutación considerable en la estimación personal y social de la

enfermedad, en tanto que posible preludio de la muerte. Frente

a la idea medieval de ésta como un evento nivelador y arrollador, por una parte, y ante el tan acusado «menosprecio del mundo» de la ascética del Medioevo, por otra, se levantan ahora,

cada vez más acusadas, el ansia de vivir sobre la tierra y lfl

conciencia de que el arte de dirigir la vida propia puede ayudar

eficazmente al logro de ese fin. «¡Vivamos el día de hoy!», dice

horacianamente en la Florencia renacentista, pero con mayor confianza en sí mismo que Horacio, Lorenzo el Magnífico. Y no es

necesario forzar las cosas para advertir que tal actitud se va

convirtiendo en motivo literario, tema científico y conducta

social a lo largo de los siglos modernos, aunque durante ellos se

maten entre sí los europeos en guerras de religión y en guerras

nacionales. «Pronto veremos alargarse nuestros días, breves y

huidizos», dicen en el primer tercio del siglo xvm, dando exp*e

'

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 379

sión aíuna esperanza general, dos versos de Houdar de la Motte.

El Avis au peuple sur la santé, de A. Tissot (1761) corrió por

toda Europa. El mismo sentido tienen el éxito de otro libro ya

mencionado, la Macrobiótica, de Hufeland, y la creciente atención de la sociedad y del Estado a las enfermedades y a la educación de los niños. La verdad, la libertad y la salud son para el

filósofo J. Toland los bienes supremos. En suma: la lucha contra

la enfermedad y la prevención de ésta empiezan a ser ingredientes importantes de la vida social.

B. Va cambiando también —aunque no pocos de los modelos medievales conserven largamente su vigencia— la formación

del médico.

Desde la Baja Edad Media, el médico se forma en las Universidades; lo cual no excluye la existencia —en número decreciente, eso sí— de sanadores no universitarios: empíricos más o

menos próximos a la curandería, charlatanes y cirujanos-barberos, algunos de éstos tan importantes en la historia como Ambrosio Paré. Pero hasta que en la segunda mitad del siglo xvii

comience la elaboración de «sistemas médicos» modernos, recuérdese lo dicho al hablar de Silvio y Boerhaave, Galeno, Avicena e Hipócrates seguirán siendo los autores más explicados en

las aulas. El auge de la enseñanza anatómica, la creciente atención a la docencia quirúrgica, las cátedras de botánica y la

progresiva frecuencia de las lecciones clínicas y anatomoclínicas

—Giambattista da Monte, Valles, Silvio, Boerhaave, Valsalva,

Morgagni, Desault— serán entre el siglo xv y el xix las más importantes novedades en la formación del médico.

Cumpliendo la regla anteriormente expuesta, una doble iniciativa,

a

 la vez social y real, trató de suplir con «Colegios», «Cofradías»

y «Academias» la deficiencia científica y didáctica de las Universidades. En el Royal College of Physicians, de Londres, fundado en el

siglo xvi, investigó y enseñó Harvey. En París, la Confrérie de Saint

Come formaba cirujanos, hasta que el poder real creó la Académie de

Chirurgie en 1731. También de fundación regia fueron en España los

Reales Colegios de Cirugía de Cádiz, Barcelona y Madrid, tan decisivos, desde 1748, en la empresa de mejorar nuestra enseñanza médica.

Esta viva preocupación dieciochesca por la reforma y el progreso de

« formación del médico culminará en el volumen que en su magno

i ya mencionado System einer vollständigen medizinischen Polizey

consagra al tema Joh. Peter Frank. En dicha formación va a colaborar

Je manera creciente la prensa médica, iniciada con la publicación de

Nouvelles découvertes sur toutes les parties de la médecine (1679) y

del Journal de médecine (1683).

C. Entre los siglos xv y xix, atendieron al enfermo médicos

Universitariamente titulados (bachilleres, licenciados o doctores;

380 Historia de la medicina

aquéllos con notables restricciones en el área de su práctica profesional), cirujanos o cirujanos-barberos no universitarios (los cirujanos, rivales de los médicos; los cirujanos-barberos, servidores

de los médicos —sangrías, etc.—, y con frecuencia peones suyos

en dicha pugna profesional) y curanderos empíricos más o menos

próximos a la milagrería y la superstición seudorreligiosa. Veamos sucintamente cuál fue la situación social de los dos primeros grupos.

En El juez de los divorcios, de Cervantes, una mujer alega

que su matrimonio no es válido, porque quien se casó con ella

dijo ser médico, no siendo más que cirujano. No hay duda: en la

España del siglo xvn, el puesto del cirujano en la sociedad era

notoriamente inferior al del médico, y más cuando éste podía

ostentar el título de doctor. Tal era entonces la regla en todos

los países de Europa, aun cuando un cirujano no universitario,

como Paré, pudiese penetrar como amigo en la cámara del rey

de Francia. Pero a medida que crece la eficacia de la cirugía, la

importancia social de quien la practica, haya o no haya leído una

tesis doctoral, será tan alta como la del más encopetado internista. Petit, Louis y Desault en Francia, Cheselden, Pott y Hunter

en Inglaterra, Scarpa en Italia, Virgili y Gimbernat en España,

acreditan ese encumbramiento del status del cirujano en toda la

Europa ilustrada.

Con más razón puede decirse esto de los médicos doctorales,

si lograban descollar en su práctica; «el Divino», llamaba Felipe II a su médico Valles. Cualquiera que fuese la eficacia real

de la terapéutica hasta fines del Setecientos, es evidente que la

sociedad moderna va necesitando más del médico, y que en consecuencia le estima y paga más. «La época empelucada fue una

edad de oro para los prácticos triunfadores», escribe Garrison.

Es cierto que no todos los prácticos triunfaban, y que la sátira

de los literatos y los dibujantes contra la ineficacia, la infatuación pedantesca y el afán de lucro de los médicos alcanzó sus

más altas cimas; ahí están los textos de Quevedo y de Moliere

y las caricaturas de Hogarth, Rowlandson y Chodowiecki. Per°

ni la existencia de esos desniveles económicos, ni la aparición

de estas sátiras, no se olvide que el objeto de la sátira suele ser

el hombre que sobresale, logra quitar realidad al hecho antes

enunciado: el constante auge de la estimación social del médico

a lo largo de los siglos modernos. «El médico es el único filósofo

merecedor de su patria», escribe Lamettrie; y sin llegar a tanto,

en esa línea se halla el testimonio de Kant en La contienda dé

las Facultades.

Como antes indiqué, la creciente racionalización moderna de »

vida no trae consigo la extinción de las prácticas supersticiosas y nU'

lagreras. Va cambiando, sin embargo, la forma de éstas, que de set

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 381

infrarreligiosas pasan con frecuencia a ser seudocientíficas. Una sola

muestra de aquéllas: la curación del príncipe don Carlos, hijo de Felipe II, se intentó poniendo en su cama los restos de Fray Diego de

Alcalá, muerto en olor de santidad cien años antes. Dos ejemplos de

éstas, ya en plena Ilustración: las célebres curas del llamado Conde

de Cagliostro y los lechos eléctricos para hacer fecundas a las parejas

estériles que en su «Templo de la Salud», de Londres, con tanto

provecho explotó el ingenioso escocés James Graham.

En la regulación del ejercicio profesional del médico intervenían el Estado y las corporaciones profesionales. En España

tuvo a este respecto muf especial importancia el Tribunal del

Protomedicato, fundado en 1477 por los Reyes Católicos. El

número de los médicos así autorizados fue escaso durante bastante tiempo. En la Viena de 1511 sólo había 18 médicos universitarios; en el París de 1550 —300.000 habitantes—, no más

de 72 doctores. La expulsión de los judíos en 1492 produjo

ocasionalmente en España, donde eran hebreos no pocos profesionales de la medicina, una fuerte disminución del número de

éstos.

D. Examinemos ahora lo que fue la asistencia médica al

enfermo entre los siglos xv y xix.

De acuerdo con la pauta social que desde la Grecia clásica

preside tal asistencia, sigue habiendo tres niveles en la atención

al enfermo, que en la época ahora estudiada corresponden a los

reyes, nobles y magnates (nivel superior), a la burguesía (nivel

medio) y a los trabajadores manuales y pobres de solemnidad

(nivel inferior).

Las personas pertenecientes al nivel superior eran atendidas en sus

Palacios por «médicos de cámara», elegidos, naturalmente, entre los

Profesionales más prestigiosos. También a los burgueses se les trataba

en sus respectivos domicilios, por lo general harto deficientes en

cuanto a las condiciones que nosotros llamamos «higiénicas»; el médico era el más amigo o aquel a quien el cliente pudiera pagar. Los

enfermos pobres, en fin, tenían su paradero en el hospital de beneficencia, religioso, municipal o real, cuando no acudían a prácticos

de la más baja calidad o a curanderos de diversa laya (lo cual, como

Vimos, no excluía la apelación a éstos o a las más diversas milagrerías

en los niveles más altos de la sociedad). A los tres niveles les igualaba

en cierto modo la escasa eficacia de los recursos terapéuticos entonces

en uso; pero las enormes deficiencias de la asistencia hospitalaria hacía que la mortalidad de los pobres fuese considerablemente más

elevada.

La discriminación entre «ricos» y «pobres» desde el punto de

Vista del tratamiento médico se hacía especialmente notoria ante las

enfermedades epidémicas. Un texto de F. Franco (1569) transcrito

P°r A. Carreras lo muestra con elocuencia contundente: «suelen

382 Historia de la medicina

dezir los Aragoneses que una de las cosas para que los hombres honrados deuen tener dineros de contado es para huyr de la pestilencia;

y tienen mucha razón». La especial incidencia del tifus exantemático

entre los perseguidos y empobrecidos moriscos españoles del siglo xvi

(García Ballester) ha sido consignada en páginas anteriores.

El tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna se hace

muy ostensible en la figura externa y en el régimen de los hospitales. Tres notas caracterizan esencialmente (Sánchez Granjel)

la visión renacentista del hospital: su nueva arquitectura, la

incipiente dedicación exclusiva de sus servicios a un fin especializado, y la también incipiente ordenación, más o menos centralizada, de los varios, a veces minúsculos establecimientos de una

misma ciudad en los que se practicaba la asistencia hospitalaria. Tras las espléndidas novedades arquitectónicas de la Italia

bajomedieval (hospitales de Florencia, Milán y Pistoia), en los

restantes países europeos son reformados los edificios hospitalarios anteriores al Renacimiento (por ejemplo, el Hôtel-Dieu de

París) o se construyen otros de nueva traza, casi siempre con la

planta en cruz griega y patios interiores. Dos de los españoles

(el Real de Santiago de Compostela, fundado por los Reyes Católicos, y el de la Santa Cruz, de Toledo, muy poco posterior)

atestiguan con gran belleza la iniciación del nuevo estilo. Algo

posteriores a ellos son algunos de los londinenses, el SaintLouis, de París, y los numerosos que la colonización española

erigió en el Nuevo Mundo. Por otra parte, surgen establecimientos sólo consagrados al tratamiento de los enfermos sifilíticos («hospitales de bubas», se les llamó en España), aumenta

el número de las leproserías y los manicomios (1409) y se fundan órdenes religiosas para la asistencia hospitalaria a los enfermos (Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, 1571;

Hermanas de la Caridad o de San Vicente de Paul, 1634, etc.).

La Ilustración —despotismo ilustrado, espíritu filantrópico del

Estado y de la sociedad— abrirá otra etapa en la historia de los

hospitales. El Allgemeines Krankenhaus, de Viena, el Hospital

General, de Madrid, y los varios que por entonces fueron construidos en París y en Londres —entre estos últimos, el primer

dispensario para niños— son buena prueba de ello. La anterior

disposición cruciforme es de ordinario sustituida por la edificación en bloque cuadrado o rectangular, con un patio central. Tres

tipos distintos y sucesivos, pues, en la arquitectura del hospital:

el basilical, el cruciforme y el palaciano (Lampérez).

La evolución de la asistencia hospitalaria entre los siglos xv y

xix muestra dos rasgos principales, cada vez más intensamente acusados: la racionalización y —por modo todavía incipiente— la secularización. El progreso técnico de la medicina y la creciente penetra-

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 383

ción del espíritu científico en la vida social hacen que el hospital

de algún modo se racionalice. La paulatina sustitución de la «caridad»

por la «filantropía» y la también creciente participación de las instancias civiles —poder real, municipio, etc.— en la subvención y en

el régimen de los hospitales, dan lugar a que éstos, aun sin perder

su primitivo carácter religioso, en alguna medida se secularicen. Lo

cual, hay que decirlo, no mejora gran cosa la calidad de dicha asistencia. El hacinamiento de los enfermos, que tantas veces obligaba

a instalar a dos o más en una misma cama, la deficiencia de la aumentación, la frecuencia de las heridas purulentas o gangrenadas, la

práctica de intervenciones quirúrgicas en las salas generales, todo

se concitaba para hacer penosa y aun terrible la vida en el hospital.

Con gran crudeza lo denunciaron dos informes típicamente «ilustrados», el francés de Ténon (1788) y el inglés de Howard (1789).

A la mentalidad ilustrada se deben asimismo los primeros intentos para mejorar la ayuda médica a las clases menesterosas.

Dos tendencias pueden ser distinguidas a este respecto en los

países europeos, una más democrática o desde abajo y otra más

despótico-ilustrada o desde arriba (Sigerist, Rosen). En la primera, cuya sede principal es el Reino Unido, la sociedad trata de

resolver por sí misma el problema de la asistencia al enfermo

pobre. Las Friendly Societies o Sociedades de Ayuda Mutua, muy

vigorosas ya en el siglo xvm, son la principal respuesta a esta

grave exigencia social. La segunda de esas dos tendencias prevalece en los países europeos (Francia, Austria, España, Rusia,

Prusia) donde la gran consigna política del despotismo ilustrado, «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo», parece regir sin

trabas. Instituciones de carácter estatal-real son el recurso con

que ahora se intenta resolver ese problema. Recurso siempre

muy deficiente, si con perspectiva histórica se considera la triple

vía por la cual el enfermo pobre de los siglos xvn y xvm era

asistido: la caridad o la filantropía, con la consecuencia hospitalaria que ya conocemos, la entrega al cuidado de los profesionales social y técnicamente peor calificados y la apelación a la

más crasa curandería o a las prácticas supersticiosas (Peset

Reig). No debe olvidarse, sin embargo, que el más ilustre de los

médicos al servicio del despotismo ilustrado, Joh. Peter Frank,

supo combatir los aspectos negativos de la «medicina feudal»

(Erna Lesky). A él se debe, por otra parte, la primera denuncia

formal de la relación entre la enfermedad y la miseria (Padua,

1790).

E. Junto a la asistencia al enfermo deben ser considerados

los diversos modos de la actividad médica socialmente condicionados. Entre ellos descuellan la higiene, la medicina legal y la

medicina militar.

384 Historia de la medicina

α) La preocupación del mundo moderno por la higiene comienza siendo una prosecución lineal de lo que había sido en

los últimos siglos de la Edad Media: la publicación de reglas de

vida (regimina) al servicio de los poderosos. Ejemplos, el Vergel

de sanidad de Lobera de Avila (1542) y —en cierto modo— el

Enquiridion de Erasmo; más tarde, una monografía de Ramazzini. Poco a poco, sin embargo, va creciendo el ámbito de la preocupación higiénica de los médicos (higiene de los viajes, el

mismo Lobera y O. Monti, éste ya en pleno siglo xvii; consejos

para evitar la peste, Fracastoro y —más tarde— G. Gastaldi; regulación de los ejercicios gimnásticos, G. Mercuriale). Especial

mención merecen las reflexiones higiénicas a que conduce el incipiente estudio de las enfermedades profesionales (Paracelso,

Ramazzini), la preocupación, dieciochesca ya, por la salubridad

de los cuarteles, los barcos, las prisiones, las minas y las fábricas

{]. Pringle, J. Lind, J. Howard, Th. Percival, Lavoisier) y —naturalmente— el ya citado System de J. P. Frank. Con él queda

abierto el camino hacia la higiene «científica» del siglo xix. A la

Ilustración corresponde asimismo el mérito de la fundación de

las primeras cátedras de higiene. Sobre los comienzos de la

desinfección química y de la prevención racional del paludismo

y la viruela, recuérdese lo dicho.

Hasta bien entrado si siglo xix, la vida individual y social del

hombre era, desde el punto de vista de su higiene, sobremanera deplorable. Ciudades sin pavimento, ni alcantarillado; casas y palacios

sin letrinas; empleo coloquial del «negro de una uña» como medida

de longitud (Cervantes); suciedad bajo el esplendor indumentario

de Versalles (las pelucas de las damas llevaban en su interior, para

atraer a los piojos, un pequeño depósito de miel y vinagre; «Hedía

como una carroña», escribió del Rey Sol una de sus amantes). Sólo

bien entrado el siglo xvm fueron instalados los primeros baños públicos, en Liverpool. Muy claramente reflejan esta situación las cifras relativas a la esperanza de vida, que desciende algo entre 1300

y 1650 (no llega entonces a los 30 años, y sólo empieza a crecer

resueltamente después de 1750).

b) En virtud de las novedades que el mundo moderno trae

a la vida social, y en primer término la creciente importancia

del poder civil, comienza a desarrollarse la medicina legal. P°r

una parte, las obligaciones profesionales y sanitarias que la ley

impone a los médicos —en la España de los Reyes Católicos,

todavía eran multados los médicos que no aconsejaban la confesión a los enfermos graves— van poco a poco secularizándose.

Por otra, se amplía el ámbito de esas obligaciones, que muchas

veces toman forma de peritaje técnico, los balbuceos renacentista de la literatura médico-legal (Paré, Ingrassia, Condronchi.

Fedele), y surgen los tratados monográficos del siglo xvil, de los

Mecanicismo, vitalismo y empirismo 385

cuales son imponente cima las Quaestiones médico-legales (1621-

1635) de P. Zacchia. F. E. Fodéré y G. B. Beccari aplicarán al

tema la ciencia del siglo xvin.

c) La medicina militar moderna nace con los hospitales de

campaña que el ejército de los Reyes Católicos empleó en la

conquista de Granada. A partir de tal germen, la asistencia organizada de esa medicina y la asistencia a los heridos en el

campo de batalla irán progresando hasta el gran avance que en

relación con ellas trajeron consigo las guerras napoleónicas.

F. Aunque sin perder su vínculo con la religión, la ética

médica de los siglos xv-xvin va acusando la progresiva secularización de la sociedad que tantas veces hemos mencionado, especialmente durante el transcurso del Siglo de las Luces. Se sabe,

por ejemplo, que, bajo el reinado de Luis XIV, el primer acto

de los licenciados en la Facultad de París consistía en una visita

colectiva a Nôtre-Dame, para jurar la defensa de la religión

católica usque ad effusionem sanguinis. Las Quaestiones de

Zacchia antes mencionadas y el tratadito Medicus politicus de

Hoffmann, cuya primera regla dice «El médico debe ser cristiano», muestran bien lo que hasta 1750 fue en Europa la relación

entre el cristianismo y la medicina.

A partir de esa fecha, cambiará notablemente el planteamiento del problema: o se niega la existencia de todo lazo entre la

actividad del médico y la fe religiosa (deísmo, ateísmo), o se

reduce a un orden puramente práctico, moral, la relación entre

ellas. La deontología cristiana pondrá en mutua comunicación

uno y otro campo: el teólogo expone al médico sus deberes ante

el sano y el enfermo (deontología médica stricto sensu), y el

Médico dice al sacerdote lo que éste debe saber acerca de la

enfermedad (medicina pastoral). La Embriología sacra de Cangiamila (1758) constituye un buen exponente de esta situación.

El paulatino tránsito de la «moral caritativa» a la «moral filantrópica» es ya muy patente en el tratado de ética médica de Th.

Percival, Medical Ethics, preparado a fines del siglo xvm y publicado en 1803.

Entre tanto, va creciendo la intervención del Estado en el

establecimiento legal de los deberes del médico. Las dos vertientes de la secularización, la intimización de las decisiones morales,

Por una parte, y la socialización y la estatalización de ellas, por

°tra, empiezan a acusarse en la estructura y en el contenido de la

deontología.

14


Quinta parte

EVOLUCIONISMO, POSITIVISMO,

ECLECTICISMO (SIGLO XIX)

introducción

Todo intento de periodización historiográfica lleva consigo

cierta arbitrariedad. Pese a la eficacia de la Revolución Francesa para la abolición del Antiguo Régimen, no pocas de las expresiones históricas de éste —Santa Alianza en Europa, Inquisición y absolutismo en la España de Fernando Vil—, subsisten con brío en los primeros decenios del siglo xix. Por otra parte, varias de las notas que caracterizan la cultura ochocentista

ya se habían iniciado más o menos claramente a lo largo de la

centuria anterior. Pero estas evidentes salvedades no impiden

afirmar que con la transición del Setecientos al Ochocientos comienza en la vida del hombre occidental una nueva época, caracterizada a la vez por rasgos negativos, los dimanantes del

hundimiento de ese Antiguo Régimen, y por los rasgos positivos

que pronto serán descritos. Frente al continuo vital que, bajo

la constante y nada leve mudanza histórica, sucesivamente

constituyen los siglos xvi, xvii y XVHI, es evidente que el siglo xix posee una entidad nueva y propia.

Ahora bien: ¿cuándo termina el siglo xix? Cronológicamente, el

año 1900; pero si, más que a las simples fechas, queremos atenernos

al curso de la existencia colectiva que las fechas jalonan, parece cosa

innegable que el paso de la humanidad occidental desde el modo de

vivir característico del siglo xix hasta el que, visto desde nuestra

propia situación, creemos propio del siglo xx, no acontece hasta la

contienda bélica de 1914 a 1918: la que cuando se inició denominaron Guerra Europea y hoy solemos llamar Primera Guerra Mundial.

Y así, aunque el año 1848 —aparición revolucionaria del proletariado

europeo en el teatro de la historia— sea en el curso de la pasada centuria un hito muy importante, en nuestra exposición consideraremos

que el siglo xix y el desarrollo de sus contenidos históricos y sociales

se extienden sin solución de continuidad desde 1800 hasta 1914.

387

388 Historia de la medicina

Vamos a estudiar con cierto pormenor, procurando siempre,

eso sí, que los árboles no nos impidan ver el bosque, lo que en

este lapso de la historia universal ha sido la Medicina; para lo

cual nos es preciso conocer la estructura y el contenido de la

vida que los hombres de Occidente hacen entonces.

A. En el orden politicosocial, tres rasgos principales caracterizan durante el siglo xix la existencia colectiva del mundo

europeo: el desarrollo de las instituciones y las costumbres en

que se realiza la «soberanía nacional» o «soberanía de la Nación», concepción del poder político que ahora sustituye a la

tradicional «soberanía de los Soberanos»; el incremento del nacionalismo, expansivo e imperialista cuando la nación es fuerte;

la llegada de la burguesía a su mayoría de edad. Los tres sucesos se hallan íntimamente conexos entre sí, porque la burguesía

es el estamento que asumirá el poder social cuando directa o indirectamente, por sí misma o por su pronta repercusión en toda

Europa, la Revolución Francesa y su consecuencia napoleónica

acaben con el Antiguo Régimen; toma de poder que no sólo es

consecuencia de motivos sociopolíticos, también de fuertes razones socioeconómicas. Con su potente voluntad de empresa, su

constitutiva laboriosidad, su ansia de mercados cada vez más

amplios y su nativa capacidad para racionalizar la vida, el burgués es, en efecto, el gran protagonista y el gran beneficiario de

la Revolución Industrial que durante la primera mitad del siglo xix va a producirse en el Reino Unido, en los países rectores de la Europa continental y en los Estados Unidos de América.

De ahí la tan acusada ordenación ternaria de la sociedad occidental, desde el hundimiento del Antiguo Régimen hasta la

crisis que subsigue a la Primera Guerra Mundial: en su nivel

superior, una «clase alta», constituida por los restos de la antigua aristocracia nobiliaria y por los grandes triunfadores de la

nueva situación del mundo (industriales, financieros, profesionales técnica y socialmente muy calificados); en su nivel inferior,

una «clase baja», formada en su mayor parte por los trabajadores

que se apiñan en el suburbio de las ciudades industriales; y

entre una y otra, una compleja «.clase media» (funcionarios,

profesionales no triunfadores, pequeños comerciantes, etc.), de

mentalidad también burguesa, muy próxima a la clase alta

en sus estratos más acomodados y muy cercana a la baja

en sus capas y grupos más impecunés. Cada vez más consciente de su significación histórica y de su creciente fuerza, la clase

obrera interviene como tal en la vida política, y en ciertos casos

—1848, sucesos previos a la creación de las Krankenkassen germánicas— hasta actúa como factor determinante de ella; pero

Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 389

durante el siglo xix no participa en el poder, no llega a salir

de la «oposición». Más conservadora o más liberal, la burguesía

es la que entonces manda y decide. En ella, por tanto, tiene su

instancia decisiva el establishment de la época.

B. En muy estrecha relación con este cambio en la estructura de la sociedad occidental —europea y americana— se halla,

como acabo de apuntar, su transformación económica; más precisamente, el paso del precapitalismo al capitalismo mercantil e

industrial. Tres instancias distintas y, por tanto, tres distintos

grupos humanos cooperan en el fulgurante auge de la producción de máquinas y mercancías a que dio origen la Revolución

Industrial: el dinero, ahora bajo forma de «capital», promotor

de la empresa y principal beneliciario de sus ganancias; la ciencia tecnihcada, en una cadena que va del sabio puro al inventor, y de éste al ingeniero; el obrero manual, cuyo trabajo asalariado compra la empresa al precio más bajo posible. La burguesía se convierte así en «clase capitalista», y el trabajador en

parte fungible del «proletariado» o «clase proletaria».

He aquí algunas de las notas con que el sociólogo A. Vierkandt ha

descrito la esencia del capitalismo, en tanto que estilo de vida: 1. Desconocimiento del valor propio de las cosas: éstas no son sino lo que

económicamente valen. 2. Vacío en el sentimiento de la propia vida,

empleada en la pura competición. 3. Sustitución de la calidad por la

cantidad. 4. La «distinción» es concebida como puro «éxito». 5. Conosiva capacidad de seducción: el campesino es absorbido por la

ciudad. 6. Despersonalización creciente: burocratización invasora, servidumbre del hombre a las cosas (el fabricante de alcohol no piensa

que el alcohol es para el hombre, sino que el hombre es para el alcohol).

Dentro de esta situación, dos hechos de enorme importancia

Van a producirse. Uno posee carácter preponderantemente socioPolítico y socioeconómico: el proletariado adquiere conciencia

de sí mismo, y con ella y desde ella va a mover la «lucha de

clases». La índole del otro es preponderantemente psicosocial:

e

l modo habitual de la vida del obrero, en tanto que tal obrero> es la «alienación»: el trabajador se siente ajeno a la significación de lo que con su trabajo produce y —sometido a las condiciones del régimen en que vive— no logra disponer de sí misBK), tiene que trabajar donde pueda y día tras día advierte que

s

u existencia es socialmente gobernada desde fuera de ella.

C. Novedades importantes van a producirse también, con

el hundimiento del Antiguo Régimen, en el modo de entender

e

' sentido de la vida. «La Ilustración —había escrito Kant en

390 Historia de la medicina

1784— es la salida del hombre de su culposa minoridad. Es minoridad la incapacidad de servirse del propio entendimiento sin

la tutela del otro. Y es culposa la minoridad cuando su causa

no radica en la carencia de entendimiento, sino de resolución y

de ánimo para servirse del propio sin la dirección de otro». Con

la Ilustración, en suma, el hombre habría tenido al fin valor y

resolución suficientes para hacer su vida sólo atenido a sí mismo, a su nuda realidad pensante y operativa.

Nada más cierto. Pero el sentimiento de esta querida y autosuficiente soledad del ser humano no logrará una vigencia social históricamente decisiva hasta después de la Revolución

Francesa, cuando la Ilustración se convierta en Romanticismo;

y ese logro acontecerá según dos líneas principales, complementarias entre sí: una en la cual predomina el sentimiento a la

hora de entender y hacer la vida, y otra en la que, para dar

cumplimiento a ese doble empeño, es la especulación racional

lo que prevalece. Nacen así la versión sentimental del Romanticismo, de la cual son los artistas (escritores, músicos, pintores)

los protagonistas más genuinos, y la versión intelectual de la

mentalidad romántica, cuyos paladines son los filósofos (Fichte,

Hegel, Schleiermacher, Schelling) y algunos hombres de ciencia. Que entre ambas versiones no hay solución de continuidad,

es cosa sobremanera evidente. Tendremos ocasión de comprobarlo.

Bajo forma de «religiosidad romántica» —religion des cloches ha sido llamada en Francia—, dos motivos de la época, el

sentimentalismo y la nostalgia de la Edad Media, determinan

una aparente regresión en el proceso de la secularización de la

vida. Pero por debajo de esa apariencia, tal proceso continúa y

se intensifica; más aún, se extiende. El liberalismo político, el

naturalismo y el historicismo —estos últimos, más o menos teñidos de panteísmo; visión hegeliana de la humanidad como

Gott im Werden, «Dios haciéndose a sí mismo»— son los agentes de la acción secularizadora en los niveles de la población intelectual y socialmente más altos; y en niveles menos altos, la

ineludible atención cotidiana a las duras necesidades materiales

de la subsistencia y el frecuente espectáculo de la alianza entre

los representantes de las Iglesias y los grupos sociales política y

económicamente más poderosos. Claramente se hará visible esta

realidad en la segunda mitad del siglo xix.

D. En lo que a nuestro tema concierne, la estructura de la

mentalidad ochocentista se halla integrada por tres motivos principales, diversamente asociados entre sí: el evolucionismo, el

positivismo y una concepción del curso de la historia que prfr

tende ser entera y definitivamente racional y científica.

Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 391

1. La actitud mental que hoy llamamos evolucionismo —la

visión de la realidad del cosmos como un proceso a lo largo

del cual, a partir de un primitivo estado de indiferenciación,

van surgiendo formas y fuerzas cada vez más diferenciadas— se

había iniciado ya en el siglo xvia. Evolucionistas son, por ejemplo, la teoría de Kant-Laplace acerca de la formación del sistema solar, la Historia- Natural de Buffon y, acaso más radicalmente, el Essai sur la formation des corps organisés (1754) del

matemático Maupertuis. Hasta en el propio Linneo es posible

leer conjeturas de carácter transformista, en relación con la génesis de algunas especies botánicas. Más aún: no sería difícil

encontrar, desde los antiguos griegos hasta Paracelso y sus secuaces, una veta del pensamiento cosmológico en la cual de algún modo se cumple la sumaria descripción del evolucionismo

antes expuesta. Pero, tomado en su conjunto, el siglo xvni es

fundamentalmente «fixista», al paso que el siglo xix, pese a la

importante obra de Cuvier y al terco antidarwinismo de Virchow, es fundamentalmente «evolucionista».

Es bien curiosa la historia semántica del término «evolución». Entre los romanos, el término evolutio (sustantivo derivado del verbo

«volvere) era el acto de desenrollar un pergamino manuscrito. En el

siglo xvn, los neoplatónicos de Cambridge (More, Cudworth) concibieron al tiempo como evolutio o desarrollo de la eternidad. En el

siglo xvm, Bonnet, recuérdese, dio al viejo término significación biológica: el paulatino desenrollamiento o desarrollo de un embrión preformado y arrollado. Pues bien: tan pronto como se piense que uña

especie puede transformarse en otra, el vocablo «evolución» .vendrá

a

 significar dos cosas: el lento proceso de transformación de las espejes naturales (evolución filogenética) y la paulatina configuración

embriológica de un germen primitivamente indiferenciado (evolución

ontogenética). Erasmus Darwin (1731-1802), abuelo del autor de El

°pgen de las especies, fue el autor de tan curiosa y significativa inversión semántica; en su virtud, ese término vino a adquirir el sentido

íue antes tenía la palabra «epigénesis», temáticamente opuesta a él.

El «despliegue de lo anteriormente plegado» o «desarrollo de lo previamente arrollado» se ha trocado así en «aparición sucesiva de novedades visibles».

, Acabo de consignar la existencia de grandes hombres de

ciencia doctrinalmente opuestos, desde el corazón mismo del

Slglo xix, a las tesis del transformismo biológico. Luego aparearán otros. Ello no impide que el evolucionismo sea uno de los

Jflas característicos y fundamentales rasgos del pensamiento de

dicho siglo; mas para poder confirmar con datos históricos fehacientes la validez de tal aserto, es necesario discernir los varios

í^odos decimonónicos de entender y utilizar esa general actitud

ujterpretativa de la mente. Tres parecen ser los principales: el

Nosófico, el biológico y el historiológico.

392 Historia de la medicina

a) El evolucionismo universal, filosófico o especulativo. Según él,

todo el cosmos se halla en constante proceso evolutivo, a partir de la

indiferenciación originaria de su realidad. La materia inanimada, la

biosfera, la antropogénesis y la historia no serían sino formas y niveles distintos de esa unitaria y general evolución. Así piensan los filósofos del idealismo alemán (Hegel, Schelling) y, directamente influidos por ellos, los médicos y naturalistas a que suele darse el nombre

de Naturphilosophen o «filósofos de la naturaleza»; y así, con lenguaje

más científico y positivo, Herbert Spencer; y aunque él no fuera filósofo propiamente dicho, sino zoólogo, así pensará, pasando del orden

de los hechos al de la imaginación especulativa, el hombre que se

lanzó a la empresa biológico-filosófica de convertir el darwinismo en

total concepción del mundo: Ernst Haeckel.

b) El evolucionismo biológico. Desde Lamarck hasta Darwin y

sus continuadores (Huxley, Gegenbaur, Weismann, etc.; Haeckel, acabamos de verlo, quiso como evolucionista ir más allá de la pura biología), son legión los biólogos para los cuales el término «evolucionismo» se refiere exclusiva o casi exclusivamente a la doctrina que

afirma la génesis de las especies vivientes como consecuencia de la

transformación de otras. Por otra parte, el instrumento intelectual de

estos hombres no es la especulación, sino la atenta observación de la

realidad sensible.

c) El evolucionismo historiológico y sociológico. Sin entrar explícitamente en la intelección de dominios de la realidad ajenos a la

sociedad y la historia de los hombres —más aún, limitando el área

de su consideración a parcelas de la actividad humana muy circunscritas, como el lenguaje, el derecho o la religión—, no son pocos los

sabios del siglo xix que aplican el paradigma evolucionista a la faena

de entender la historia de aquello que estudian: Niebuhr, Savigny.

Lachmann, Bopp, los hermanos Grimm, W. von Humboldt, Gervinus

y los historiadores de la escuela de Tubinga acaudillan esta poderosa

falange de investigadores del pasado.

No parece necesario indicar que entre todas las formas del

evolucionismo hay y no puede no haber un genérico aire de

familia, y que un análisis en profundidad de los diversos «evolucionismos parciales» de uno u otro modo conduce hacia el

que he llamado «universal, filosófico o especulativo». Sobre la

relación histórica e intelectual entre el evolucionismo del siglo xix y el panvitalismo de los que le preceden, algo habrá que decir en páginas ulteriores.

2. En su sentido históricamente más estricto, el término positivismo es el nombre del sistema filosófico de Augusto Comte;

pero la mentalidad de que ese sistema era expresión y a que,

como por irradiación, ha dado lugar hasta hoy mismo, rebasa

con mucho los esquemas y los desarrollos doctrinarios del libro

en que originariamente fue expuesto, el famoso Cours de philosophie positive (1830-1842). Positivista fue el fisiólogo Carl Ludwig haciendo su fisiología, aunque en modo alguno fuese corntiano su pensamiento; y aunque por obvias razones cronológí-

Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 393

cas no pudiera leer el Discours sur l'esprit positif, de Augusto

Comte, no parece inoportuno considerar positivista avant la lettre al también fisiólogo François Magendie. Se trata, pues, de

precisar las tesis esenciales de ese atmosférico positivismo del

siglo xix. Tres parecen ser: a) No es en rigor científica y no

posee, por tanto, sentido verdaderamente real, toda proposición

que no pueda ser reducida al enunciado de hechos particulares

o generales, b) Para trocarse en hechos verdaderamente «científicos», los datos suministrados por la observación sensorial

—sea ésta directa, mensurativa o experimental— deben ser inductivamente ordenados en «leyes», cuyo sentido próximo es la

predicción de los fenómenos futuros y cuyo último sentido es el

progreso de los hombres hacia una vida cada vez más satisfactoria, c) Nuestro conocimiento de la realidad no puede ser absoluto; la relatividad gnoseológica (la posesión de un nuevo sentido corporal nos daría una ciencia también nueva), la relatividad histórica (a cada situación· corresponde un modo de saber)

y la negación de la metafísica (sólo hechos positivos y leyes podemos conocer con certidumbre), serían la consecuencia de esa

radical incapacidad de la razón —de la razón, no del sentimiento— para acceder humanamente a «lo absoluto».

El positivismo del siglo xix no es, para decirlo con frase clásica,

Proles sine matre creata. El empirismo de Locke, el criticismo de

Hume y el sensualismo de Condillac, éste sobre todo, son otros tantos

precedentes suyos. La influencia del sensualismo condillaquiano sobre

e

l pensamiento médico fue considerable. Sin ella no podrían ser bien

explicadas la nosología de Barthez —recuérdese lo dicho en páginas

anteriores—, ni, como luego veremos, el origen del método anatomodínico, con Bichat y Laennec como protagonistas. Pero entre el «análisis de las sensaciones» de Condillac y el «método positivo» del sitío xix media un importante salto cualitativo.

3. Mirado el pensamiento del siglo xix desde nuestra situation intelectual, necesariamente hay que subrayar en él la importancia de un tercer momento, la general convicción de que el

Curso de la historia puede ser racional y científicamente entendido. Los esbozos a tal respecto surgidos en el siglo xvm —Mon-

^quieu, Voltaire, Herder— logran una madurez que muchos

consideran plena y definitiva. Muy distintas entre sí, dos fueJ°n las ideas con las cuales se pretendió resolver ese empeño:

'* evolución biológica y la sucesión dialéctica.

Según la interpretación biológico-evolucionista del acontecer histórico, éste sería un desarrollo orgánico, semejante al que convierte

etl

 encina a la bellota. Para la interpretación dialéctica, en cambio, la

 historia es el resultado de un diálogo sucesivo, la forma visible de

^a sucesión racional de «proposiciones» y «réplicas»; o, como téc-

394 Historia de la medicina

rucamente se dirá, de «tesis», «antítesis» y «síntesis». En la maneta

de entender esa dialéctica de la historia hubo dos actitudes distintas,

e incluso opuestas entre sí: la «dialéctica del espíritu», de Hegel, y

—como inversión de la tesis que en el pensamiento hegeliano es más

central, la visión del «espíritu» como sujeto del proceso histórico—

el «materialismo dialéctico» de Marx. Tras el auge de la mentalidad

positivista en la segunda mitad del siglo pasado —el curso de la historia universal como sucesión de tres etapas, una religiosa, otra metafísica y otra positiva, en la cual habría, desde luego, progreso, mas

no transición hacia una etapa cualitativamente distinta de ella—, los

dos modos de la historiología dialéctica, sobre todo el segundo, conocerán en el nuestro una vigencia harto superior a la que gozaron en

los años subsiguientes a su formulación.

Más o menos explícita, otra novedad surgirá en la conciencia histórica de muchos nombres del siglo xix: la sustitución

de la creencia en el «progreso indefinido» por la doctrina de un

«estado final» de la historia, en el cual la humanidad llegaría

a la plena posesión de su naturaleza propia. Podría hablarse de

una secularización de la historiología religiosa que en la Edad

Media proclamaron los «espirituales» de Joaquín de Fiore.

E. Apenas parece necesario decir que estos tres motivos fundamentales del pensamiento del siglo xix se combinan diversamente entre sí a lo largo de él: hay formas más idealistas y especulativas del evolucionismo y formas más positivas y científicas; hay modos del positivismo —o de la mentalidad positivista— escuetamente ceñidos al conocimiento de una parcela de

la realidad y modos doctrinariamente extendidos a la total consideración de la vida humana; hay sabios dialécticos sin saberlo

y sabios dialécticos conscientes de serlo. Las páginas subsiguientes nos lo mostrarán en el campo que más directamente nos interesa: el saber médico y su inmediata aplicación práctica, sea

ésta individual o social.

Algo debe ser consignado como remate de estas nociones introductorias: la definitiva sustitución del «sabio jánico», vigente hasta la conclusión del siglo xvm, por la del «sabio puramente innovador» o, cuando menos, movido por una resuelta y

deliberada voluntad de serlo. Vesalio, Harvey, Boerhaave, Haller y Wolff son, por supuesto, sabios modernos; pero algo en

ellos mira consciente o inconscientemente hacia el legado de Ja

Antigüedad, galenismo residual en unos casos, aristotelismo depurado en otros, y en todos concepción metafísico-sustancial, no

sólo físico-positiva, de la realidad estudiada. Bien distinta seta

la actitud mental de Magendie, cuando adánicamente proclame

que la fisiología es una science à faire, o la de Bichat y Laennec, para los cuales la medicina no habría sido «verdadera ciencia» hasta entonces, o —con las personales o situacionales va-

Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 395

riantes de rigor— la de Schwann, Tohannes Müller y Virchow.

Una vez más, la idea kantiana de la Ilustración va a cobrar plena realidad histórica después de la muerte de Kant, en el curso

del siglo xix. La visión comtiána de la historia del hombre —ésta

como una sucesión de tres estados, el teológico, el metafísico y

el positivo o científico, de los cuales sólo el último sería verdaderamente salvador y definitivo— operaba sobre casi todos los

sabios del siglo xix; aun cuando, por supuesto, muchos no tuvieran clara conciencia de ello.

Sección I

CONOCIMIENTO CIENTÍFICO Y GOBIERNO TÉCNICO

DEL COSMOS

Por muy acusado que sea su adanismo, el sabio ochocentista

se siente a sí mismo heredero fiel y continuador perfectivo de

todo lo que desde Copérnico y Vesalio han hecho los sabios modernos anteriores a él. Así va a mostrárnoslo un rápido examen

del método científico y del progreso que a lo largo del siglo xix

experimentan las distintas ciencias de la realidad cósmica, astronomía, física, química y biología, y la técnica sobre ellas basada.

Capítulo 1

EL MÉTODO CIENTÍFICO

Las dos reglas básicas que para el conocimiento científico

de la realidad del cosmos establecieron los pensadores presocráticos —el «principio de la autopsia», visión de las cosas por uno

mismo, y el «principio de la hermeneía», referencia interpretativa de «lo que se ve» a «lo que es»— continúan vigentes durante la pasada centuria; pero en el modo de cumplirlos surgen novedades importantes. Veámoslas.

A. Tres son, como vimos, los métodos cardinales con que

el sabio moderno practica su visión científica de la realidad: la

observación directa, la mensuración y la experimentación, y en

los tres son patentes el progreso y la novedad a partir del año

1800.

1. La observación directa del objeto científicamente estu396

Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 397

diado adquiere nueva perfección o muestra modalidades nuevas

en virtud de los siguientes eventos:

a) La invención o el perfeccionamiento de aparatos que amplían extraordinariamente las posibilidades naturales del hombre

para percibir la apariencia de la realidad.

Surge, se desarrolla y poco a poco se va haciendo método científico la fotografía. Ya acromático en 1800, el microscopio se hará más

tarde apocromático (Abbe, Zeiss) y, con la ayuda de los diversos

métodos de tinción, permitirá el colosal avance de la citología y la

histología ulteriores a la creación de la teoría celular y el nacimiento

de una ciencia nueva, la microbiología. El espectroscopio (Bunsen

y Kirchhoff) permitirá identificar, mediante sus respectivos espectros

cromáticos, los elementos químicos. El telescopio pasa de los reducidos

modelos de Herschel a los gigantescos de Monte Palomar; y asociado

a la fotografía y a la espectroscopia, permitirá obtener muy detallados

mapas cosmográficos y conocer la composición química del Sol y las

estrellas (Wollaston, Fraunhofer, Bunsen, Kirchhoff). Mediante sus

clásicas «vía seca» y «vía húmeda», luego ampliadas con los cambios

de coloración de diversas sustancias —tornasol, etc.—, y con el progreso de los métodos de pesada, el análisis químico desvela la composición molecular y elemental de los más diversos cuerpos. Los distintos aparatos para el registro gráfico (quimógrafo, electrocardiógrafo,

termógrafo, etc.) convierten en trazados susceptibles de análisis alteraciones mecánicas, eléctricas o térmicas de la materia que de otro

modo no podrían ser percibidas. Los rayos X, en fin, harán visible

el interior del cuerpo humano.

b) Fieles al puro sensualismo, algunos investigadores, como

Bichat, preferirán abstenerse de instrumentos de amplificación,

y con la ayuda de algunos recursos auxiliares intentarán un análisis a la vez sensorial y elemental de la materia viva. Sobre la

utilización idealista de la observación no instrumental de la realidad sensible, véase el apartado correspondiente a la interpretación.

2. Hasta 1800, la mensuración científica no pasaba del mero

recuento, la medición geométrica (longitud, superficie, volumen),

la termometría y la pesada; sólo en sus últimos años iniciará

Coulomb una electrología mensurativa. Pronto va a ser ampliado este reducido elenco. Durante el siglo xix serán medidas de

múltiples maneras las diversas formas de la energía (mecánica,

térmica, eléctrica, magnética), la velocidad de las reacciones

químicas, la distancia de las estrellas, la magnitud del «metabolismo de base», la relación entre el estímulo y la sensación, etc.

Nada parece escaparse a la mensuración, y el hombre de ciencia cree que sólo empieza a serlo de veras cuando su mente

actúa ante la realidad como una mens mensurans. El sueño de

Nicolás de Cusa parece haberse hecho definitiva realidad.

3. Pese a la resistencia de algunos a la práctica de experi-

398 Historia de la medicina

mentos vivisectivos («La naturaleza se calla en el potro del tormento», escribió Goethe, y a este respecto no andaba muy lejos

de él un fisiólogo tan importante como Johannes Müller), la

experimentación se impone arrolladoramente en todos los campos de la ciencia. Más aún: a los tres modos del experimento

anteriormente empleados, el «inventivo» o azaroso, el «alquímico» o paracelsiano y el «resolutivo» o galileano, se añadirá otro,

el «analítico» o bernardiano (St. d'Irsay).

Hasta CI. Bernard, el experimentador provoca artificialmente un

fenómeno y lo describe tal como se le presenta; así procedieron

Haller, Spallanzani y Magendie. Dando un importante paso más,

Cl. Bernard analizará por vía experimental los diversos momentos

que integran ese fenómeno y su causa determinante, suprimiéndolos

o alterándolos uno a uno y observando exactamente el resultado de su

intervención. De este modo pueden conocerse el «determinismo» y la

«ley» del fenómeno de que se trate; conocimiento que será tanto más

científico, cuanto mejor pueda expresarse de un modo numérico la relación entre la causa determinante y el efecto por ella determinado.

B. Mediante la interpretación de lo observado o medido

—es decir, ordenando el «hecho» en la trama de una «teoría»

que lo haga inteligible—, los datos que brindan la observación,

la mensuración y la experimentación se convierten en saberes

verdaderamente científicos. Las pautas interpretativas que rigieron la investigación de la naturaleza durante los siglos xvi-xvni

fueron, como ya sabemos, el mecanicismo cartesiano, el vitalismo puro o panvitalismo paracelsiano y helmontiano y el compromiso entre uno y otro que fueron la iatroquímica y el vitalismo stricto sensu: fuerzas físico-químicas o inertes, biológicamente regidas por una hipotética «fuerza vital». Pues bien,

ampliando o superando esos esquemas, el cuadro de la interpretación científica vigente en el siglo xix muestra al historiador

las siguientes líneas principales;

1. Tipos de la interpretación según su modo: el análisis sensorial, la inferencia morfológica, la explicación dinámica y el vitalismo

residual.

a) El simple análisis sensorial: la interpretación— así la de Bichat, para seguir con su ejemplo— consiste ahora en referir lo visto

a las propiedades de los elementos que parecen constituir la materia

de lo visto; «propiedades mecánicas» y «propiedades vitales» de los

tejidos, en este caso.

b) La inferencia morfológica: descubrimiento de los «tipos ideales» que la mera observación de la forma permita discernir; así nació

la floreciente morfología comparada del siglo xix (Goethe, Cuvier,

Geoffroy Saint-Hilaire, Owen, etc.). Interpretar es en tal caso saber

ordenar la forma particular en el todo que constituye el tipo ideal.

c) La explicación dinámica, según los siguientes esquemas: el

Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 399

mecanicista, bien en su forma tradicional (astronomía laplaciana, en

el caso de la macrofísica), bien a través de la naciente teoría atómicomolecular (primitiva teoría de los gases, en el de la microfísica); el

energético que —con atención o sin ella a la constitución atómico-molecular de la materia— ofrece la también naciente termodinámica; la

nueva matematización ya no puramente mecanicista del conocimiento

del cosmos, que en el campo de la electrodinámica y el electromagnetismo han iniciado Ampère y Maxwell.

d) En el caso de los seres vivos, la apelación residual —ya crítica y vacilante— a la doctrina vitalista (los «vitalismos» tardíos de

Liebig, Cl. Bernard y Virchow).

2. Tipos de la interpretación según su alcance: la interpretación

parcelaria y la interpretación fundamental.

a) Interpretación parcelaria: inducción de una ley procesal o causal relativa a un determinado fragmento del cosmos (ley de Dulong y

Petit, ley de Guldberg y Waage, ley del todo o nada en la contracción

cardiaca, etc.).

b) Interpretación fundamental: opción entre el puro agnosticismo

científico (convicción de que la mente humana es capaz de conocer

científicamente la apariencia de los fenómenos, mas no su fundamento

real) y un esclarecimiento, siquiera sea conjetural, del sentido que

dentro de la totalidad del cosmos posee la particular realidad estudiada (evolucionismo en cualquiera de sus formas, aunque tantas veces el evolucionista haya querido prescindir de la noción de «finalidad»). Con estas interpretaciones fundamentales de los sabios secularizados tendrán que discutir —o que pactar— quienes en el siglo xix

sigan confesando una visión cristiana del mundo.

Capitulo 2

U ASTRONOMÍA Y LA FÍSICA

Tradicionalmente separadas, pero cada vez más vinculadas

entre sí por la comunidad de sus metas y por la identidad de

sus métodos y sus pautas mentales, la astronomía y la física

progresan fabulosamente durante el siglo xix. Veámoslo de manera sinóptica.

A. A partir de Herschel y Laplace, las dos máximas figuras del saber astronómico en torno a 1800, la astronomía va a

progresar, hasta situarse en la linde del espléndido desarrollo que

alcanza en nuestro siglo.

Cuatro han sido las líneas principales de este progreso: 1. La confirmación, mediante nuevos hallazgos, de la teoría laplaciana del sistema solar. Le Verrier predice mediante el cálculo la existencia de un

400 Historia de la medicina

nuevo planeta, descubierto telescópicamente muy poco más tarde

(1846) por J. G. Galle; el que desde entonces llamamos Neptuno.

Por su parte, L. Foucault demuestra experimentalmente (1851) la rotación de la tierra sobre su eje. 2. La problematización teorética de

sus planteamientos. La imaginación creadora de los matemáticos se

propone resolver, llevando al límite las posibilidades de la mecánica

newtoniana, el llamado «problema de los « cuerpos». El genial

H. Poincaré se distinguirá en la ardua y todavía no conclusa tarea de

resolverlo. 3. Una considerable ampliación del saber. Fr. W. Bessel

abre en la primera mitad del siglo xix un camino apenas imaginable

antes, la medida de la distancia de las estrellas. Varios decenios más

tarde, la norteamericana H. Leavitt (1911) logrará medir distancias

astronómicas de millones de años luz. 4. La creación, por obra de la

espectroscopia, de una disciplina nueva, la astrofísica. Primero la

composición química del Sol y las estrellas, luego la evolución de

éstas, fueron estudiadas desde 1850 por G. R. Kirchhoff, W. Huggins, G. N. Lockyer, C. Vogel y tantos astrónomos más.

B. Hacia 1870, la mecánica clásica o galileano-newtoniana

parecía haber llegado a la cima de su perfección; nadie podía

entonces sospechar su pronta quiebra. Pero ya antes de 1900,

un físico filósofo, E. Mach, un físico puro, H. Hertz, y un matemático, H. Poincaré, expusieron serias dudas teóricas acerca

de la validez de los principios rectores de esa mecánica; dudas

que cristalizarán en la genial teoría de la relatividad, de Albert

Einstein, que en su primera forma, la «teoría de la relatividad

restringida», aparecerá,en 1905. Interpretando el famoso experimento de Michelson y Morley, Einstein concluirá que la velocidad de la luz es constante, cualquiera que sea el movimiento

del observador respecto del foco lumínico; que para el observador del cosmos no hay un espacio y un tiempo absolutos; que

la venerada hipótesis newtoniana del éter es insostenible y ociosa; que la masa de un cuerpo crece con su velocidad y que, por

lo tanto, la masa y la energía son interconvertibles. En los años

finales de lo que al margen de la pura cronología venimos Ha·

mando «siglo xix», una nueva era comienza para la mecánica y,

en general, para toda la física.

Con el descubrimiento de la radiactividad por H. Becquerel, en

1896, se inicia la crisis de la «física clásica». Siete eran los principios

fundamentales de ésta: 1. El mecanicismo o creencia en la posibilidad

de reducir a un modelo mecánico todo movimiento de la naturaleza

visible. 2. El continuismo, en lo tocante al curso del tiempo físico y

a la emisión de la energía. 3. El determinismo, en cuanto a las leyes

reguladoras de los fenómenos mensurables. 4. La condición euclidiana

del espacio físico. 5. La indivisibilidad del átomo, hipotéticamente

considerado como punto masivo. 6. La posibilidad de distinguir y

aún contraponer la materia y la energía. 7. La necesidad de recurrir

a la hipótesis del éter. Pues bien: uno a uno, estos siete principios,

al parecer inconmovibles, serán demolidos desde esa fecha.

Evolucionismo, positivismo, eclecticismo 401

C. Por obra de los físicos del siglo xix, la termología o

teoría del calor se convertirá en termodinámica y, más aún, en

una energética general. Cada uno por su camino, J. R. Mayer,

H. Helmholtz y J. P. Joule establecieron el primer principio de

la termodinámica (ley de la conservación y las transformaciones de la energía, equivalente mecánico del calor). Implícito en

las investigaciones de Sadi Carnot («ciclo de Carnot»), el segundo principio de la nueva ciencia alcanzará acabada formulación

por obra de R. Clausius («principio de la entropía») y de

W. Thomson, Lord Kelvin (aplicación de ese principio a la totalidad del universo, en el caso de que éste sea un sistema cerrado; «muerte del cosmos» a causa de su definitiva nivelación

energética). A Lord Kelvin se debe también la noción de «cero

absoluto».

D. La termodinámica será brillantemente ampliada con la

teoría cinética de los gases. Preludiada por las leyes de BoyleMariotte (siglo xvii) y de Gay-Lussac (primera mitad del siglo xix) y por la naciente teoría atómico-molecular de J. Dalton, Gay-Lussac y A. Avogadro, esa teoría alcanzará pleno desarrollo en la segunda mitad de la pasada centuria, merced a

las investigaciones sucesivas de Joule, Maxwell, Clausius y J. D.

Van der Waals (ecuación de su nombre). Los estados de agregación de la materia, la conductividad calórica y el movimiento

browniano fueron brillantemente explicados mediante ella. Pero

su definitiva consagración la recibirá cuando J. H. Van t'Hoff

demuestre que la presión osmótica de las sustancias disueltas

cumple las leyes de los gases, y cuando Ludwig Boltzmann, tratando estadísticamente el movimiento de las moléculas, tienda

un puente entre la teoría cinética y los dos principios de la

termodinámica conocidos hasta entonces.

Al mismo tiempo, una serie de hábiles experimentadores

-Th. Andrews, L. P. Cailletet, R. Pictet, J. Dewar, H. Kamerlingh Onnes— logran licuar e incluso solidificar todos los

gases conocidos, llegando hasta temperaturas próximas al cero

absoluto.

E. No menos espectaculares fueron los avances en el dominio de la electricidad y las radiaciones. A comienzos del siglo xix, en pleno Romanticismo, Chr. Oersted descubrió la acción magnética de la corriente eléctrica, y A. M. Ampère, «Newton de la electricidad», en frase de Maxwell, creó los fundamentos teóricos de la electrodinámica y el electromagnetismo.

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