Sección III
EL EMPIRISMO RACIONALIZADO
Siempre el saber médico ha tenido una de sus fuentes en ese
modo de adquirir conocimientos valiosos y conquistar prácticas
útiles a que solemos dar el nombre de «empirismo»; esto es,
en el hallazgo fortuito o planeado de realidades nuevas, aspectos
nuevos de realidades ya conocidas o nuevos comportamientos
ante el mundo, sin que su descubridor —en un primer momento,
al menos— haya intentado interpretarlos con un designio racional o teorético. Quedó por otra parte consignada la creciente
sed de experiencia personal del mundo que desde la Baja Edad
Media va invadiendo las almas de los hombres de Europa, letrados o no; sed de la cual son patente y diverso testimonio los
viajes de exploración del planeta, el coleccionismo botánico y
zoológico, el examen de la vida anímica propia y las cada vez
más frecuentes disecciones anatómicas de los siglos xv y xvi.
Pues bien: desde entonces hasta fines del siglo xvm, de tal
fuente procederá buena parte del saber y el quehacer de los
médicos, y a la conquista empírica del mundo van a entregarse
no pocos de los mejores prácticos de la medicina europea; primero con ánimo de aventura, por tanto azarosamente, a lo que
saliere, y luego de manera metódica y racionalizada, mediante
el empleo de reglas capaces de ordenar con un fin determinado,
aun sin interpretarlos teoréticamente, los hechos descubiertos a
favor de la pura experiencia. No contando el terapéutico, que
será estudiado en la sección consagrada a la praxis médica, tres
son los campos en que principalmente dará sus frutos este empirismo médico racionalizado de los siglos xvi al xvm: el anatomofisiológico, el clínico y el anatomopatológico. Examinémoslos.
No será ociosa una breve advertencia previa acerca del alcance que realmente posee la voluntad de empirismo, el hábito o el
303
304 Historia de la medicina
propósito de sólo tener en cuenta, para vivir y pensar, los hechos
de nuestra experiencia ante el mundo; porque el nombre, que desde
luego es por esencia animal factual, ser viviente atenido a los saberes
concretos que solemos denominar «hechos», y animal inventivo, sujeto capaz de descubrir o inventar realidades tactuales y prácticas
nuevas, también por esencia es animal interpretativo o teorizador,
ente que ante la realidad sensible, quiéralo él o no lo quiera, interpreta y teoriza acerca de ella. No existen, pues, «empíricos puros»,
y así va a demostrárnoslo la actitud mental, siempre más o menos
teorizante o interpretativa, nunca limitada al puro empirismo, de
cuantos hombres han hecho progresar empíricamente la medicina
durante los siglos xvi, xvn y xvm. Actitud que, por supuesto, había
de expresarse según los cauces que la interpretación teórica del mundo entonces ofrecía.
Capítulo 1
EL EMPIRISMO ANATOMOFISIOLOGICO
A la sed de exploración disectiva del cuerpo humano, por
tanto al más craso empirismo, debe su nacimiento la anatomía
moderna; pero tan pronto como ésta, con Vesalio, comenzó a ser
conocimiento sistemático nuevo, dentro de él se ordenarán de
manera racional los hallazgos empíricos de todos los anatomistas
anteriores y posteriores a la Fabrica vesaliana. Menos puramente
empírico, más deliberadamente regido por una concepción interpretativa de la naturaleza fue, con Fabrizi y Santorio, el origen
de la' moderna fisiología. Pero sin mengua de la validez de dos
asertos apuntados en las páginas precedentes —la rápida utilización racionalizada y doctrinaria de los hallazgos estrictamente
empíricos, la existencia de un trasfondo interpretativo, siquiera
sea mínimo, en la mente de quienes sólo a la experiencia sensorial dicen y quieren atenerse—, lo cierto es que a una predominante voluntad de empirismo, en el sentido de esta palabra antes
consignado, debe gran parte de su progreso el saber fisiológico
ulterior a Harvey. Dos hombres representan con especial relieve
tal empeño: el italiano Spallanzani y el inglés John Hunter.
Todos cuantos a su lado puedan ponerse —como el ya mencionado de Réamur— palidecen mucho. El cuadro quedaría incompleto, no obstante, sin mencionar brevemente el descubrimiento
de los efectos biológicos de la electricidad, nuevo y enigmático
«agente físico» para los hombres de ciencia de los siglos xvn
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 305
y xviii, y sin aludir a los sucesivos descubrimientos de la fisiología química.
A. Lázaro Spallanzani (1729-1799), sacerdote y profesor en
Módena y en Pavía, es, durante el siglo xvm, el arquetipo del
investigador para el cual la descripción metódica y la manipulación experimental de lo que se ve constituyen la fuente exclusiva
del saber científico. «La voz de la naturaleza debe prevalecer
sobre la del filósofo»; hay que investigar acerca de un problema
«ignorando (metódicamente) cuanto sobre él se hubiese escrito»;
tales fueron los principios básicos de su proceder como hombre
de ciencia. Así se entiende que Spallanzani fuese, mucho más
que un constructor de teorías o interpretaciones, un genial descubridor de hechos. Cuatro fueron los capítulos de la fisiología
a que tales hechos pertenecieron: la generación y la regeneración de los seres vivos, el proceso de la digestión, el mecanismo
de la circulación sanguínea y la naturaleza de la función respiratoria.
1. Interpretando su propio hallazgo con mentalidad preformacionista, Redi había demostrado experimentalmente la verdad del omne vivum ex vivo para los animales macroscópicos:
gusanos, insectos, etc. Pero el sacerdote y naturalista inglés
I. T. Needham (1713-1781), basado en una cosmología de cuño
panvitalista, sostuvo que los infusorios descritos por Leeuwenhoek, y en general todos los «animálculos» microscópicos, se
producen por generación espontánea o generatio aequivoca en el
seno de líquidos —caldo de carnero, sopa de almendras, etc.—
que antes no los contenían. Pues bien: una serie de cuidadosos
experimentos permitió a Spallanzani demostrar los siguientes
hechos: a) Tampoco los seres vivientes microscópicos nacen por
generación espontánea o «equívoca», b) Los resultados experimentales de Needham habían sido la consecuencia de un paso de
gérmenes vivientes desde el aire al caldo de carnero, a través del
corcho que tapaba el frasco, c) Hay animálculos capaces de
resistir una ebullición no muy prolongada del líquido en que
viven, d) Los animálculos microscópicos pueden reproducirse por
escisión y gemación.
También estudió Spallanzani la reproducción sexual de los
animales superiores y la regeneración biológica. En relación con
la primera, logró demostrar que sin un contacto inmediato entre
el semen masculino y el huevo no es posible la fecundación;
la «irradiación seminal» de Fabrizi y el «efluvio de gérmenes» de
Harvey no pasaban de ser hipótesis infundadas. Fue así Spallanzani el primero en descubrir la posibilidad de la fecundación artificial. Perfeccionó notablemente, por otra parte, las investigaciones poco anteriores de Trembley, Reaumur y Bonnet sobre el
306 Historia de la medicina
problema de la regeneración. La reconstitución integral de la
cabeza del caracol cuando ésta ha sido seccionada por encima de
cierta línea esofágica se hizo famosa en toda Europa.
2. Al margen de las discusiones doctrinarias entre los iatromecánicos y los iatroquímicos acerca de la fisiología de la digestión, Spallanzani demostró, utilizando su propio jugo gástrico,
la posibilidad de las digestiones artificiales in vitro, por tanto
sin intervención alguna de la acción mecánica del estómago; hizo
ver que la secreción de éste es por sí misma imputrescible e impide la putrefacción de las sustancias introducidas en ella; negó
la autodigestión del estómago post mortem, afirmada poco antes
por John Hunter; puso en relación, en fin, la génesis del jugo
digestivo con la existencia de glándulas en la pared gástrica. En
cuanto a la producción de un ácido libre en el estómago (afirmada por van Helmont con su doctrina del «ácido hambriento»
y negada por Boerhaave y Haller), el cauto Spallanzani no quiso
pronunciarse.
3. No menos importantes fueron los descubrimientos factuales del gran fisiólogo en lo tocante a la realidad de otras funciones
orgánicas; entre ellas, la circulación de la sangre y el mecanismo
íntimo de los procesos respiratorios. Descritos los capilares y vistos los hematíes por Malpigio, había que demostrar ad oculos
el flujo continuo de éstos por el interior de aquéllos, desde las
arterias hasta las venas, y esto es lo que en el embrión de pollo
logró hacer Spallanzani: la circulación de la sangre fue así una
verdad de hecho; de ser «hecho cierto» pasó a ser «hecho visto».
Como también lo fue, gracias a sus hábiles experimentos en el
caracol, la tesis de que la combustión se realiza, no en los pulmones, conforme a la anterior doctrina de Lavoisier, sino en
todas las partes del cuerpo a que llega la sangre. Mediante el
simple cálculo, ya el matemático y físico Lagrange hizo patente
el error en que, tras haber puesto en evidencia la analogía química entre la oxidación de los metales, la combustión y la hematosis pulmonar, había incurrido el genial químico francés;
pero la visión experimental de la verdad no llegó hasta qtie
Spallanzani pudo demostrar que los caracoles siguen eliminando
gas carbónico cuando viven en una atmósfera de nitrógeno puro;
esto es, que el CO2 se forma en el seno del organismo merced
al oxígeno previamente absorbido por el animal. A la misma
conclusión llegó el inglés W. C. Cruikshank (1745-1800), haciendo ver que también a través de la piel (perspiratio insensibüis)
se elimina el bióxido de carbono; y poco antes, también experi'
mentalmente, el español Ignacio María Ruiz de Luzuriaga (1736-
1822).
4. Basta lo dicho para advertir, junto a su gran importancia
científica, el carácter predominantemente empírico de la obra de
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 307
Spallanzani. Deshaciendo por vía experimental el error de Needham, es seguro que, a su modo, confesaba en los senos de su
mente una concepción de alguna manera vitalista —luego veremos lo que en su esencia fue el «vitalismo» dieciochesco— del
omne vivum ex vivo de su compatriota Redi, y no menos seguro
parece que en sus experimentos sobre la digestión in vitro y sobre la formación orgánica del CO2 debió de sentirse próximo a la
concepción iatroquímica de los fenómenos de la vida; pero siguiendo una elemental regla metódica de Harvey, investigar antes el «qué» que el «por qué» de las cosas, e incluso cumpliéndola más radicalmente que él, Spallanzani prefirió limitarse a
formular hechos ciertos y conexiones factuales entre ellos. De
ahí que de los dos modos del experimento científico moderno
entonces vigentes, el «resolutivo» (el experimento como vía para
aceptar o rechazar una idea explicativa concebida a priori) y el
«exploratorio» o «ensayo experimental» (el experimento como
recurso para incrementar con un hecho científico nuevo el elenco
de los que hasta entonces se conocían), este fecundo experimentador brillase con especial esplendor en el segundo de ellos. Sólo
con Claudio Bernard llegará en biología a su pleno desarrollo,
como veremos, el experimento «analítico», tercera de las grandes
vías modernas para el conocimiento científico de la estructura de
la realidad sensible.
B. Genial, sin duda, pero desordenado en la diversa realización de su genio, John Hunter (1728-1793), a quien ya conocemos
como anatomista y todavía hemos de conocer como cirujano,
fue sin duda alguna un gran cultivador empírico de la fisiología
experimental. Tuvo, por supuesto, sus ideas interpretativas, y
—como correspondía a la mentalidad biológica entonces dominante— éstas fueron de cuño vitalista. Habló de la «irritación»,
término que ya Glisson y Haller habían hecho técnico, y con
retórica hipérbole atribuyo a la sangre «la conciencia de ser una
parte útil del cuerpo»; pero el estilo de su obra obliga a decir de
el lo que de Spallanzani acaba de ser dicho. «No pienses, ensaya;
sé paciente y exacto», aconsejó a Jenner, cuando éste se dirigió
a él para conocer su opinión acerca de la vacunación con el
cow-pox.
La contribución de J. Hunter a la fisiología experimental consiste, por lo pronto, en una serie de descubrimientos escasamente
conexos entre sí: la suspensión de la actividad digestiva durante
la hibernación; el hecho de la circulación capilar colateral, demostrada por él en los cuernos recientes de los venados; la descripción anatomofisiológica de más de quinientas especies animales; estudios sobre el calor vital de animales y vegetales, en
torno a la regeneración y el trasplante de los tejidos y acerca de
308 Historia de la medicina
las descargas eléctricas de los peces capaces de ellas; una acabada
monografía biológico-médica sobre la dentadura humana; no contando, claro está, el contenido de los manuscritos que después
de la muerte del gran investigador quemó un desaprensivo cuñado suyo. Añádase a todo esto la reunión de unas catorce mil piezas biológicas, hoy conservadas en un museo hunteriano. Algo
más que brillantes hechos de investigación y frutos de un poderoso afán coleccionista hay, sin embargo, en el legado intelectual
de este extraordinario médico: una resuelta actitud metódica, el
constante atenimiento de su mente a los hechos de observación y
al resultado de su estudio experimental, aunque él no dejase de
afirmar, tras haberla seguido, considerables errores científicos, y
una fecunda orientación intelectual, su vigorosa tendencia a proponerse en términos de biología comparada el conocimiento anatómico y fisiológico de los seres vivos, con una doble y profunda
convicción: que las estructuras son expresión visible de las funciones y que unas y otras se muestran tanto más sencillas cuanto
más bajo es el nivel biológico de las especies a que pertenecen.
No puede sorprender que se haya hablado de un «espíritu hunteriano» en la investigación científica de la realidad viviente, ni que
en J. Hunter se vea uno de los grandes promotores de la anatomía
y la fisiología comparadas del siglo xix.
C. En páginas anteriores quedaron consignadas los principales hechos en qué se manifestó el descubrimiento de la electricidad, entrevista ya en el siglo xvn como agente físico nuevo, pero
no estudiada con suficiente rigor científico hasta bien entrado
el xviii. Pronto fueron puestos en evidencia los efectos biológicos
de las descargas eléctricas, tan espectaculares cuando el abate
Nollet, mediante una gigantesca botella de Leyden, «electrizó»
ante Luis XV, hasta hacerles dar saltos, a 180 soldados de la
guardia puestos en fila y cogidos uno a otro de la mano. Pero
sólo por obra de Luigi Galvani (1737-1798) llegó a ponerse en
marcha la electrofisiología; aunque, como pronto se vio, no fueran enteramente aceptables sus ideas acerca de la que él propuso
llamar «electricidad animal».
Comenzó Galvani sus estudios (1780) observando que cuando
una rana desollada se halla próxima a una máquina electrostática en
acción, basta tocar los nervios crurales del batracio con un bisturí
para que sus patas se contraigan. Seis años más tarde pudo ver
que los músculos de la rana entran en convulsión cuando por medio
de un arco bimetálico se establece un circuito entre ellos y el nervio
respectivo. Galvani pensó que los nervios y los músculos de la rana
actúan como las armaduras interna y externa de la botella de Leyden,
y atribuyó el fenómeno a la existencia de una «electricidad animal»
—una «electricidad inherente al animal mismo», son sus palabras—»
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 309
que interpretó de un modo más o menos «vitalista». Poco después,
Alessandro Volta hizo notar el error interpretativo de Galvani: la
presunta «electricidad animal» era producida por el simple contacto
entre los dos metales del circuito: podría ser llamada «electricidad
metálica» y no difiere en nada de la electricidad ordinaria. La discusión ulterior condujo a dos memorables descubrimientos. Fielmente
atenido a la doctrina de la «corriente metálica», Volta inventó su
famosa pila eléctrica e hizo posibles la electroquímica y la electrodinámica. Galvani, por su parte, logró demostrar la producción de
corrientes eléctricas en el seno de los tejidos animales, principalmente
en los músculos: la sacudida muscular puede ser obtenida, en efecto, sustituyendo por un asa de vidrio los metales del circuito entre
el nervio y el músculo. Ahora bien: tal corriente eléctrica, ¿qué era
en realidad, una verdadera explicación de la naturaleza del impulso
nervioso o sólo un recurso técnico para el análisis científico de las
condiciones de su actividad? Es la interrogación que Galvani y Volta
dejarán planteada, hacia 1800, a los electrofisiólogos del siglo xix.
D. Sólo una somera alusión debe hacerse aquí a los descubrimientos de la fisiología química, desde que la química misma,
con Boyle, comienza a ser verdadera ciencia, hasta los decisivos
hallazgos de Lavoisier, iniciadores de una nueva época en la historia de esta disciplina. Pero una mención conveniente de todos
ellos no podría ser bien entendida sin haber contemplado con
algún detalle lo que intelectualmente fue la aventura intelectual
y médica de la iatroquímica. El cumplimiento de tal empeño debe
quedar en suspenso, pues, hasta el correspondiente capítulo de la
sección subsiguiente.
Capítulo 2
EL EMPIRISMO CLÍNICO
Es innegable que la influencia de las diversas actitudes doctrinarias ante la realidad del cuerpo enfermo —la ya estudiada
iatromecánica y las que bajo los nombres de iatroquímica y vitalismo hemos de estudiar en la sección próxima— acrecentó en
alguna medida el conocimiento de los modos de enfermar y mejoró la descripción de estos. Pero el gran auge de la clínica durante los siglos xvi, xvu y xvm procedió ante todo de la exploración
empírica de la realidad sensible; exploración unas veces aventurera o azarosa y sometida otras a las reglas de ese modo de buscar la verdad que venimos denominando «empirismo racionalizado». Ahora bien, en el curso histórico de este importante empeño
310 Historia de la medicina
deben ser distinguidos dos períodos: en el primero, los avances
empíricos acontecen dentro del marco de la patología galénica,
más o menos modificada por ellos; en el segundo, tal auge se halla
determinado por la decisiva reforma que en el pensamiento nosográfico va a introducir el gran clínico Sydenham. Examinémoslos
sucesivamente.
A. De nuevo debe ser recordada la intensa sed de novedad
y experiencia que invade las almas europeas en el curso de los
siglos xv y xvi. Se busca, por una parte, lo que en el mundo visible no había sido hasta entonces visto; se afina ante éste, por
otro lado, la agudeza de la mirada; cambian, en fin, tanto geográfica como socialmente, el ámbito, la estructura y el contenido
de él. No puede así sorprender que desde la Baja Edad Media se
enriquezca de diversos modos el cuadro de la nosografía y la
patografía tradicionales: nuevas enfermedades, nuevos modos de
observar y describir las ya conocidas, creciente conciencia de que
ante la realidad del enfermo no basta el saber de los más venerados autores antiguos, desde Hipócrates hasta Galeno. Tal es la
estructura y tal el marco del progreso de la clínica, desde el siglo xv hasta los últimos decenios del xvii.
1. La expresión nuevas enfermedades debe ser entendida en
su más literal sentido, porque así fue llamada alguna de ellas
—en alemán antiguo, nuwe krenckte— por los autores germánicos del siglo xv. Una epidemia diftérica «nueva»; una nunca
vista forma de tifus, la ya mencionada nuwe krenckte de Düsseldorf; el «sudor inglés», que apareció en 1485 y asoló el norte de
Europa en 1529; la clínica de las fiebres, la sífilis, el «tabardillo
pintado», la angina diftérica sofocante; he aquí las principales
de esas «nunca vistas» dolencias. Pero en tal impresión de novedad, ¿qué era lo verdaderamente nuevo, la realidad misma o la
mirada con que entonces se la contemplaba?
En lo que atañe a las más importantes de esa rápida enumeración,
las cuatro últimas, parece indudable que ambas instancias se reunieron. La tradicional doctrina acerca de las fiebres fue impugnada por
Gómez Pereira (Nova veraque medicina, 1558), Giovanni Argenterio
(1513-1572) y Laurent Joubert (1529-1572): ni la clínica del accidente
febril, ni la idea de la naturaleza de éste —porque el calor de la
fiebre, contra lo que se venía afirmando, no difiere cualitativamente
del calor normal del cuerpo— convienen con el saber recibido. La
afección que hoy llamamos tifus exantemático o petequial, entrevista
a fines del siglo xv, fue estudiada (1546) por Girolamo Fracastoro
(1478-1553) bajo el nombre de febris lenticularis, y luego (1574) por
los tres clásicos españoles de dicha enfermedad, que en la España de
entonces denominaron «tabardillo pintado» o «pintas»: Luis Mercado, Alfonso López de Corella y Luis de Toro. Especialmente valiosa
es la monografía de éste, médico en Plasencia. Clínicos españoles
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 311
fueron asimismo los más tempranos y meritorios descriptores de la
angina diftérica sofocante o «garrotillo». Adelantóse a todos Luis
Mercado, en sus Consultationes; pero el estudio más completo y pormenorizado acerca de este morbus suffocans —publicado en 1611—
fue el de Juan de Villarreal. Aunque ya Areteo había hablado del
tema, el vigor renacentista y el ansia de novedad de la época se
hacen patentes en las páginas de estos médicos, ya modernos y muy
conscientes de serlo.
2. Párrafo aparte merece la gran novedad clínica de los tiempos modernos, la sífilis, así llamada desde que en 1530 publicó
Fracastoro su poema Syphilis, sive de morbo gallico, y denominada antes por médicos y profanos con los más diversos nombres:
morbus gallicus o «morbo gálico», scabies grossa, böse Blattern,
grosse vérole, «mal de bubas», «mal napolitano», «mal francés»,
Frantzosen... Bajo tantos nombres, una gran conmoción popular
y médica, desde los años postreros del siglo xv hasta los primeros
decenios del xvii; y en cierto sentido, hasta los geniales hallazgos
de Ehrlich, ya en los comienzos del nuestro.
Vale la pena relatar brevemente cómo las cosas se presentaron
ante los hombres de entonces. El año 1495 fueron sitiadas en Ñapóles, por el ejército del Gran Capitán, las tropas francesas que
ocupaban la ciudad. Durante el cerco estalló una epidemia extraña
y grave: comenzaba la enfermedad con erupciones pustulosas y úlceras, a las que seguían pérdidas de sustancia y la muerte o un
estado de miserable invalidez. Pronto capitularon los franceses, y al
repatriarse esparcieron por Italia, Francia y Alemania esa dolencia,
que a comienzos del siglo xvi era un azote en toda.Europa. Médicos
alemanes (J. Grünpeck, C. Schelling, I. Widmann, Al. Seitz, Paracelso), italianos (Leoniceno, Fracastoro, N. Massa, j . de Vigo), españoles (G. Torella, F. López de Villalobos, P. Pintor, R. Díaz de
Isla), franceses (J. de Bethencourt), el humanista alemán. Ulrico de
Hütten; toda una legión de autores va a ocuparse desde 1496 hasta
1550 de este fiero morbo insueto, como de él dirá su descriptor y
poeta Fracastoro.
Cuatro problemas principales planteó a los médicos la temible
difusión del morbo gálico: a) ¿Enfermedad ya existente en Europa, pero agudizada entonces, o dolencia realmente nueva? En
favor de la primera hipótesis se pronunciaron Leoniceno y Massa;
pero pronto se impuso la opinión contraria, iniciada por dos
españoles, el médico Díaz de Isla y el cronista de Indias G. Fernández de Oviedo, b) Origen de ella, en el caso de ser realmente
nueva en Europa. Desde Díaz de Isla y Fernández de Oviedo
—•con ellos, fray Bartolomé de las Casas—, se impuso casi unánimemente la convicción de que ese «mal napolitano» o «francés»
había sido importado de América, donde ya existía en forma en-
312 Historia de la medicina
démica, por los tripulantes de las naves de Colón. Dos grandes
sifiliógrafos del siglo xx, el alemán Iwan Bloch y el francés
E. Jeanselme, darán valimiento actual y al parecer definitivo a
esta tesis americanista. Nadie parece negar hoy un origen americano, desde luego, al gran brote epidémico de la sífilis renacentista; pero los cuidadosos estudios documentales de K. Sudhoff —textos en que se habla de die bösen Blattern, la grosse
vérole y hasta de un mal franzoso con anterioridad a 1493—,
una expresiva carta del humanista Pedro Mártir de Anglería a
su amigo y colega Arias Barbosa (1489) y el análisis histopatológico de restos óseos prehistóricos procedentes del Marne y
de Transbaikalia parecen indicar que la afección sifilítica ya
existía en el Viejo Continente antes del descubrimiento de América. ¿Variedades biológicamente distintas, acá y allá, de un
mismo treponerna pallidum? Tal vez; con lo cual una y otra
tesis tendrían su respectiva parte de verdad, c) Patogénesis del
morbo gálico. El sorprendente y multiforme cuadro clínico de la
nueva enfermedad, ¿era explicable mediante los recursos intelectuales de la patología humoral al uso? No pocos van a ser los
médicos que respondan negativamente, aun cuando no sepan
salir con gran acierto de su bien fundada perplejidad, d) Tratamiento de la enfermedad. Se empiezan a usar con algún éxito
las pomadas mercuriales. Nuevo problema para los médicos de
entonces: ¿cómo un «veneno frío» y de acción local, el azogue,
puede ser activo contra una afección indudablemente general e
interna? Desde un punto de vista doctrinal, más convincente
parece.ser el empleo de un fármaco sudorífico venido de América, el «leño de guayaco» o «palo santo» (Gonzalo Ferrando,
Brassavola, Francisco Delicado, Ulrico de Hütten); pero después
de su gran boga inicial —Salve, albero cresciuto per mano degli
dei!, exclama Fracastoro ante la presunta virtud curativa del
guayaco—, no tardará en conocer su definitivo descrédito. Eficazmente contribuyó a éste la opinión de Paracelso.
3. El saber clínico no consiste sólo en la capacidad para
entender con razón descriptiva y explicativa la realidad de un
individuo enfermo; también en el arte de esa descripción y en
la habilidad, si el clínico es maestro, para transmitir a los demás
el saber propio. Pues bien, una y otra actividad mejoraron considerablemente, por obra de los médicos de vanguardia, a lo
largo de los siglos xv-xvni.
Dos modos cardinales de la historia clínica habían sido creados hasta el siglo xvi: el hipocrático y el medieval, este último,
como sabemos, bajo el nombre de consilium. No desaparece tal
denominación, ciertamente, con la transformación de la Edad
Media en Renacimiento; pero acaso como expresión onomástica
de la conciencia de una nueva actitud ante la experiencia de la
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 313
realidad, poco a poco será definitivamente sustituida por otra, de
significación más bien estético-cognoscitiva que ética: observado.
La conversión del consilium medieval en observado renacentista se expresa en tres notas principales: a) Una mayor individualización del relato, consecutiva a la preeminente situación de
la realidad individual en el pensamiento filosófico y científico,
desde el nominalismo de la Baja Edad Media (Guillermo de
Ockam, Durando), y paralela a la del retrato pictórico en el
arte del Renacimiento (Piero della Francesca, Antonello de Mesina, Holbein, Durero). b) Consecuentemente, un acrecentamiento del carácter biográfico en la descripción de la enfermedad. La
conexión de estilo entre esta novedad de la patografía y la que
ostentan las Vite —biografías de artistas— del Vasari no puede
ser más obvia, c) La varía manifestación de esa intención estético-cognoscitiva antes mencionada: más que a la prescripción de
un «saber hacer», la observado aspira a la enseñanza de un
«saber ver» y un «saber entender».
Docenas de autores de los siglos xvi y xvn cultivaron con brillantez en toda Europa este nuevo género de la literatura médica;
entre ellos, Jean Fernel, Giambattista da Monte o Montanus, Francesco Valleriola, Amato Lusitano, Peter van Foreest o Forestus, Reiner
Sondermann o Solenander, Schenck von Grafenberg, Félix Platter,
bajo cuyos nombres circularon extensas y acreditadas colecciones de
relatos patográficos. Pero, pronto lo veremos, la perfección de la historia clínica moderna no se logrará hasta que a la metódica descripción del curso de la enfermedad se añada, si el término de ésta fue
letal, el protocolo de la necropsia anatomopatológica.
A la vez que iba prevaleciendo la observado en la descripción del caso individual, aparecía con importancia creciente, en
orden a la exposición didáctica del saber médico concreto, ese
eficaz modo que hoy solemos denominar lección clínica. Es
cierto que hacia 1400 se practicaba en París la enseñanza junto
al enfermo, y mucho antes en la Bolonia de Taddeo Alderotti.
Pero quien comenzó a dar verdaderas «lecciones clínicas» fue
Giambattista da Monte (1498-1551), en Padua: el maestro exponía el caso ante sus alumnos y luego lo discutía con los más
distinguidos de sus colaboradores. Tal práctica se hizo pronto
tradición en las aulas patavinas, y allí la aprendieron los dos
holandeses, E. Schrevelius y J. van Heurne, que de Padua la
llevaron a Leyden en los años finales del siglo xvi.
Leyden será durante más de un siglo, desde que allí prende
la semilla italiana hasta la muerte de Hermann Boerhaave
(1738), el gran centro europeo de la enseñanza clínica, primero con Albert Kyper, luego con Silvio y por fin con Boerhaave.
Poco más tarde, Viena, París, Londres y Edimburgo heredarán
314 Historia de la medicina
y perfeccionarán el prestigio de las lecciones clínicas lugdunienses; suceso que no hubiese sido posible —hay que apresurarse
a consignarlo— sin la cooperación de dos decisivas novedades:
la incorporación del resultado de la necropsia a la materia de
la lección clínica y el vigoroso magisterio escrito de Sydenham,
gran reformador de la nosografía, coetáneo de la obra de Silvio en Holanda y campeón, dentro de la concepción puramente
clínica de dicha tarea, de la actitud mental que venimos denominando «empirismo racionalizado».
4. Quedaría incompleto este sumario cuadro del empirismo
clínico moderno en su primer período sin mencionar la renovación de la epidemiología. Salvo las adiciones, más bien seudo o
paracientíficas, impuestas por las creencias astrológicas de la
Antigüedad tardía —tan vigorosas todavía en los siglos xvi y xvn,
y no sólo en hombres como Paracelso: baste mencionar las tan
difundidas ideas renacentistas acerca de la génesis del morbo
gálico y del tifus petequial—, poco había cambiado el saber
epidemiológico desde los tiempos hipocráticos. Surgía la epidemia, se la soportaba con espanto o con resignación, se la interpretaba con arreglo a las ideas y creencias entonces vigentes
—etiología y patología hipocrático-galénicas, influencias astrológicas, castigo impuesto por Dios al descarrío moral de los hombres— y se la trataba con los ineficaces recursos que ofrecía la
terapéutica de la época. Recuérdese lo dicho, a este respecto, en
páginas anteriores.
Intensificando los tímidos conatos medievales para hacer frente de un modo racional al hecho terrible de las epidemias, los
médicos del Renacimiento —y más aún, claro está, los que en
siglos ulteriores prosiguieron su empeño— adoptarán ante ellas
dos actitudes nuevas, cada vez más eficaces: una cognoscitiva,
saber en qué consiste realmente el hecho de la enfermedad epidémica; otra operativa, combatir el morbo con recursos nuevos
y, si esto fuera posible, prevenirlo antes de su producción. En
la sección consagrada a la praxis médica estudiaremos lo que
de esta segunda actitud, la operativa, fue resultando. Ahora debemos limitarnos a mencionar los tres hombres que en el siglo xvi comenzaron a renovar cognoscitivamente la epidemiología tradicional: Girolamo Fracastoro, Juan Tomás Porcell y
Guillaume Baillou. Más aún: puesto que la genial creación de
Fracastoro fue más interpretativa que clínica, y puesto que la valiosa originalidad de Porcell tuvo un carácter netamente anatomopatológico, si se quiere anatomoclínico, aquí será solamente
mencionada la obra innovadora del francés Guillaume Baillou o
Ballonius (1538-1616), clínico excelente, formado, sin mengua de
la indudable modernidad de su espíritu, en el hipocratismo humanístico del siglo xvi, y restaurador del sobrio espíritu descriptivo
Mecanicismo, vitalismo y empirismo 315
de Sobre los aires, las aguas y los lugares y las Epidemias. Durante los años 1570-1579 estudió con gran precisión, en París, las posibles relaciones entre los cambios estacionales y los modos de
enfermar. Con pleno derecho, pues, constituye el más importante de los eslabones entre esos escritos del Corpus Hippocraticum y la obra epidemiológica de Sydenham.
Β. Como ya se dijo, la nosografía moderna comienza formalmente con el inglés Thomas Sydenham (1624-1689), uno de
los más destacados clínicos de todos los tiempos, eminente práctico en Londres, después de haber sido capitán en el ejército
de Cromwell, excelente amigo de un gran filósofo, John Locke,
y de un egregio hombre de ciencia, Robert Boyle. «El Hipócrates inglés» ha solido llamársele, aunque, como pronto vamos a
ver, su modo de hacer «hipocratismo» no coincidiese enteramente con el del anciano de Cos. Preguntaron una vez a Sydenham qué libro de medicina le parecía aconsejable, y respondió con este significativo rasgo de humor: «Lea el Don Quijote».
Con lo cual quería decir: «La ciencia médica hoy vigente —galenismo residual, iatromecánica, iatroquímica— me parece inaceptable. Es preciso hacer una medicina nueva, exenta de hipótesis incomprobadas y exclusivamente atenida a la realidad
clínica». Veamos cómo cumplió él su propio programa; más
precisamente, cómo trató de renovar el saber clínico mediante el
ejercicio metódico de un empirismo racionalizado.
1. Ante todo, la idea sydenhamiana de la enfermedad y de
la especie morbosa. En su personal definición de la enfermedad
—«un esfuerzo de la naturaleza por exterminar la materia morbífica, procurando con todos sus medios la salud del enfermo»—,
Sydenham es a la vez fiel e infiel a sí mismo. Fiel, porque su
definición dice lo que él ve, sobre todo en el caso de las enfermedades agudas, donde tan claro es a veces ese «esfuerzo de la
naturaleza», y porque su pensamiento es innovador: antes que
como pathos o passio, al evento morboso se le ve como reactio,
noción poco atendida por el galenismo tradicional; infiel, porque
con su conducta cumple la regla antes expuesta —que en el
hombre de ciencia no es posible un empirismo puro—, y sin
querer pasa velozmente de la observación a la interpretación.
Así entendida la enfermedad, la primera tarea del médico
debe consistir en describirla de manera correcta; esto es, en contemplar su aspecto con la intención de reducirlo diagnósticamente a la «especie morbosa» a que corresponda, en distinguir para
ello, mediante la experiencia clínica, los síntomas constantes y
peculiares de cada modo específico de enfermar —los verdaderamente propios de él, los qué solemos llamar «patognomónicos»— de los meramente accidentales y adventicios, y en obser-
316 Historia de la medicina
var al mismo tiempo la posible relación entre la aparición y el
carácter de la enfermedad, por una parte, y la época del año y
el conjunto de los accidentes de la atmósfera, por otra.
Obsérvese la novedad del pensamiento nosográfico sydenhamiano.
Galeno y sus secuaces tenían de la especie morbosa un concepto
ambiciosamente «sustancial»: mediante su doctrina y su imaginación,
entendían cada modo de enfermar —creían entenderlo— según lo
que en el seno mismo de la naturaleza del enfermo estaba pasando.
Sydenham, en cambio, tiene de ella y sólo quiere tener una concepción meramente «notativa»: los síntomas sensorialmente perceptibles
y nada más que ellos deben ser los elementos integrantes de cada
especie morbosa. Quiere hacer en clínica, y así lo dice, lo que los
botánicos de su época están haciendo en la clasificación de las plantas. En efecto: por esos mismos años, iniciando el método que Linneo
llevará a su perfección, el inglés John Ray propone —frente a la
taxonomía «sustancial» del griego Teofrasto y del renacentista Cesalpíno— una taxonomía botánica «notativa», sólo atenida a ciertas notas
visibles del vegetal, tocantes, sobre todo, a los órganos de su reproducción. Uñase a esa influencia de John Ray la del pensamiento filosófico de John Locke, tan excelente amigo de nuestro médico, y seguramente mentor intelectual suyo, con su distinción entre las «esencias reales» y Jas «esencias nominales» (Dewhurst, Albarracín Teulón).
Las especies morbosas son para Sydenham «regularidades de
la naturaleza», que hasta en sus afecciones patológicas suele
mostrarse ordenada. Pero su mente no queda ahí, y de nuevo,
más allá del empirismo, pasa sin empacho de la observación a
la interpretación. Cada especie morbosa —nos dice— procede
in genere de la «exaltación» de un humor, y luego, in specie,
de la «especificación» del humor exaltado. Ni siquiera quedará
ahí, como pronto veremos, el raciocinio interpretativo de quien
ha declarado guerra sin cuartel a «cualquier hipótesis fisiológica».
2. Otro punto esencial del pensamiento médico sydenhamiano es la distinción metódica entre las enfermedades agudas
y las enfermedades crónicas. Como sabemos, tal distinción procede de la nosología hipocrática; pero lo que en ésta no pasaba
de ser un apunte descriptivo, se convierte ahora, acabo de decirlo, en concepto metódicamente elaborado. Bajo su evidente
peculiaridad sintomática, expresiva de un esfuerzo sanador de
la naturaleza especialmente enérgico, caracterizarían a las enfermedades agudas cuatro notas principales: la índole de la materia
morbígena (partículas miasmáticas del aire), la localización somática de esa materia (en la sangre, la parte más vivaz del organismo), la mayor vitalidad del paciente (edad, temperamento,
sexo, vigor natural) y una mucho mayor fatalidad en su aparición; con otras palabras, la casi total independencia de ésta
respecto del arbitrio o la libertad del individuo que las padece.
No comments:
Post a Comment
اكتب تعليق حول الموضوع